Entre susurros y distancia

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Invitado
No se conocían. No realmente. Ni un roce, ni una mirada. Solo palabras, promesas, silencios cargados de tensión y algunas noches como aquella, en la que ambos se rendían al deseo con los ojos cerrados y el cuerpo alerta.

Ella, en su cama, en una ciudad de mar, con las ventanas abiertas y la piel desnuda bajo una sábana fina. Él, en un apartamento al otro lado del país, con la luz apagada y el móvil apoyado sobre el pecho, como si desde ahí su voz pudiera viajar directo hasta su piel. Habían hecho un pacto semanas atrás: “Cuando nos veamos, será solo para eso. Pero hasta entonces… vamos a imaginarnos todo lo que no hacemos.”
Y cumplían ese pacto con disciplina deliciosa.

Aquella noche, como otras, comenzaron tarde. Las primeras notas fueron suaves: un mensaje que insinuaba lo que vestía, otro que sugería cómo la imaginaba. No necesitaban describirlo todo; se entendían mejor en los huecos entre palabras. Él cerraba los ojos y la imaginaba sentada sobre las piernas cruzadas, acariciando su cuello mientras lo escuchaba. Ella lo visualizaba descalzo, tumbado sobre las sábanas revueltas, con una mano detrás de la cabeza y la otra acariciando el borde de su abdomen, lentamente, sin prisa.

Se excitaban sin tocarse.
Se provocaban sin mostrarse.
Cada mensaje era un roce.
Cada pausa, un gemido contenido.

No hablaban de cuerpos, sino de sensaciones.
De la forma en que la voz de él se volvía más grave cuando le describía cómo la haría temblar con solo dos dedos sobre su espalda.
De cómo el corazón de ella se aceleraba cuando le confesaba que estaba mojada solo con imaginar su aliento detrás de la oreja.

Ella no sabía cómo era su boca, pero creía poder dibujarla solo por la forma en la que pronunciaba ciertas palabras.
Él nunca había visto sus caderas, pero juraría que sabían moverse al ritmo de su deseo.

A medida que la noche avanzaba, los mensajes se volvían más pausados. Más intensos. Más íntimos. No por lo que decían, sino por lo que dejaban sin decir.
Y entonces llegaba ese momento: cuando el silencio se volvía más elocuente que cualquier frase. Cuando ya no hacía falta responder, porque ambos sabían que, del otro lado, el cuerpo estaba entregado. Que se habían llevado hasta el borde sin necesidad de tocarse. La promesa seguía en pie: algún día, se encontrarían. Y quizás se desearían menos.

La noche siguiente llegó más temprano de lo habitual. Él no esperó a que ella escribiera. Esta vez fue él quien envió el primer mensaje, breve pero claro:
“Hoy no quiero que imagines. Quiero que sientas.”
Ella sonrió. Una sonrisa lenta, peligrosa. Se acomodó en la cama, dejando caer la camiseta al suelo. La habitación estaba tibia, perfumada con ese aceite de vainilla que sabía que la hacía más consciente de su cuerpo. Su piel ya sabía lo que iba a pasar, incluso antes de que sus dedos se movieran.
Él, desde su lado del país, había hecho lo mismo. Apagó todo menos una pequeña lámpara que dibujaba sombras sobre sus abdominales. No necesitaba verla para excitarse. Solo necesitaba saber que, al otro lado, ella estaba igual de dispuesta.
Cómplices del mismo deseo. Extraños con permiso para imaginarlo todo.

Los mensajes empezaron a llegar uno tras otro. Ella le decía cómo su cuerpo reaccionaba a cada palabra suya. Cómo sus pezones se volvían más sensibles solo de pensar en sus labios. Él le describía cómo recorrería cada centímetro de su piel con la lengua, sin apurarse, sin saltarse nada, como si su cuerpo fuera una promesa escrita en braille. No se hablaban de forma vulgar. Nunca lo hacían. Pero el tono, el ritmo, la forma en que se escribían… era peor. Peor, en el mejor de los sentidos.
Porque quemaba. Porque dolía no tenerse.
Y a la vez, lo disfrutaban.
Ella se tumbó boca abajo, y le dijo que imaginara su espalda, sus muslos, el hueco detrás de sus rodillas. Él lo hizo. Y luego confesó que estaba desnudo. Que se tocaba lento, no para acabar, sino para provocarse más. Para provocarla.

Ya no se trataba de jugar. Esa noche, se estaban haciendo el amor con palabras. Desde sus camas, con los móviles pegados a la piel y los gemidos convertidos en texto, sus respiraciones se aceleraban como si de verdad pudieran oírse.

Hubo un momento —uno muy breve— en el que ambos dejaron de responder.
El silencio entre ellos no era vacío. Era plenitud.
El clímax llegó sin palabras. Con la piel húmeda. Con la espalda arqueada.
Con el pecho temblando.


Cuando ella volvió a escribir, solo puso:
“¿Tú también lo sentiste?”
Él respondió:
“Como si hubieras estado aquí. O yo contigo.”


Y por primera vez, después de tantas noches, ninguno dijo nada más. Porque esa noche no les faltó nada.



O tal vez se perderían el uno en el otro sin saber cómo salir.


Pero esa noche, como tantas otras, hicieron el amor sin tocarse, como solo pueden hacerlo dos desconocidos que se inventan, se proyectan, se excitan… y se despiden sin haberse cruzado nunca.
 
No se conocían. No realmente. Ni un roce, ni una mirada. Solo palabras, promesas, silencios cargados de tensión y algunas noches como aquella, en la que ambos se rendían al deseo con los ojos cerrados y el cuerpo alerta.

Ella, en su cama, en una ciudad de mar, con las ventanas abiertas y la piel desnuda bajo una sábana fina. Él, en un apartamento al otro lado del país, con la luz apagada y el móvil apoyado sobre el pecho, como si desde ahí su voz pudiera viajar directo hasta su piel. Habían hecho un pacto semanas atrás: “Cuando nos veamos, será solo para eso. Pero hasta entonces… vamos a imaginarnos todo lo que no hacemos.”
Y cumplían ese pacto con disciplina deliciosa.

Aquella noche, como otras, comenzaron tarde. Las primeras notas fueron suaves: un mensaje que insinuaba lo que vestía, otro que sugería cómo la imaginaba. No necesitaban describirlo todo; se entendían mejor en los huecos entre palabras. Él cerraba los ojos y la imaginaba sentada sobre las piernas cruzadas, acariciando su cuello mientras lo escuchaba. Ella lo visualizaba descalzo, tumbado sobre las sábanas revueltas, con una mano detrás de la cabeza y la otra acariciando el borde de su abdomen, lentamente, sin prisa.

Se excitaban sin tocarse.
Se provocaban sin mostrarse.
Cada mensaje era un roce.
Cada pausa, un gemido contenido.

No hablaban de cuerpos, sino de sensaciones.
De la forma en que la voz de él se volvía más grave cuando le describía cómo la haría temblar con solo dos dedos sobre su espalda.
De cómo el corazón de ella se aceleraba cuando le confesaba que estaba mojada solo con imaginar su aliento detrás de la oreja.

Ella no sabía cómo era su boca, pero creía poder dibujarla solo por la forma en la que pronunciaba ciertas palabras.
Él nunca había visto sus caderas, pero juraría que sabían moverse al ritmo de su deseo.

A medida que la noche avanzaba, los mensajes se volvían más pausados. Más intensos. Más íntimos. No por lo que decían, sino por lo que dejaban sin decir.
Y entonces llegaba ese momento: cuando el silencio se volvía más elocuente que cualquier frase. Cuando ya no hacía falta responder, porque ambos sabían que, del otro lado, el cuerpo estaba entregado. Que se habían llevado hasta el borde sin necesidad de tocarse. La promesa seguía en pie: algún día, se encontrarían. Y quizás se desearían menos.

La noche siguiente llegó más temprano de lo habitual. Él no esperó a que ella escribiera. Esta vez fue él quien envió el primer mensaje, breve pero claro:
“Hoy no quiero que imagines. Quiero que sientas.”
Ella sonrió. Una sonrisa lenta, peligrosa. Se acomodó en la cama, dejando caer la camiseta al suelo. La habitación estaba tibia, perfumada con ese aceite de vainilla que sabía que la hacía más consciente de su cuerpo. Su piel ya sabía lo que iba a pasar, incluso antes de que sus dedos se movieran.
Él, desde su lado del país, había hecho lo mismo. Apagó todo menos una pequeña lámpara que dibujaba sombras sobre sus abdominales. No necesitaba verla para excitarse. Solo necesitaba saber que, al otro lado, ella estaba igual de dispuesta.
Cómplices del mismo deseo. Extraños con permiso para imaginarlo todo.

Los mensajes empezaron a llegar uno tras otro. Ella le decía cómo su cuerpo reaccionaba a cada palabra suya. Cómo sus pezones se volvían más sensibles solo de pensar en sus labios. Él le describía cómo recorrería cada centímetro de su piel con la lengua, sin apurarse, sin saltarse nada, como si su cuerpo fuera una promesa escrita en braille. No se hablaban de forma vulgar. Nunca lo hacían. Pero el tono, el ritmo, la forma en que se escribían… era peor. Peor, en el mejor de los sentidos.
Porque quemaba. Porque dolía no tenerse.
Y a la vez, lo disfrutaban.
Ella se tumbó boca abajo, y le dijo que imaginara su espalda, sus muslos, el hueco detrás de sus rodillas. Él lo hizo. Y luego confesó que estaba desnudo. Que se tocaba lento, no para acabar, sino para provocarse más. Para provocarla.

Ya no se trataba de jugar. Esa noche, se estaban haciendo el amor con palabras. Desde sus camas, con los móviles pegados a la piel y los gemidos convertidos en texto, sus respiraciones se aceleraban como si de verdad pudieran oírse.

Hubo un momento —uno muy breve— en el que ambos dejaron de responder.
El silencio entre ellos no era vacío. Era plenitud.
El clímax llegó sin palabras. Con la piel húmeda. Con la espalda arqueada.
Con el pecho temblando.


Cuando ella volvió a escribir, solo puso:
“¿Tú también lo sentiste?”
Él respondió:
“Como si hubieras estado aquí. O yo contigo.”


Y por primera vez, después de tantas noches, ninguno dijo nada más. Porque esa noche no les faltó nada.



O tal vez se perderían el uno en el otro sin saber cómo salir.


Pero esa noche, como tantas otras, hicieron el amor sin tocarse, como solo pueden hacerlo dos desconocidos que se inventan, se proyectan, se excitan… y se despiden sin haberse cruzado nunca.
Ladynala….. soy fan tuya!…. Definitivamente!!!
tus relatos me provocan sensualidad, erotismo, disfrute y placer contenido….
Tienes un gusto exquisito en el lenguaje…., sin vulgaridades…
No dejes de escribir!!🤗
 
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