¿Y ahora qué coño hago?
Volví la vista un par de meses atrás, cuando todo empezó. Allí estaba de nuevo. Irene llegaba y se sentaba en la tercera fila, sola, un rato antes de empezar la clase. Me había pedido permiso, y yo se lo di, claro, por qué no. Se sentaba y se ponía a leer. Antes hubiera resultado algo normal, hoy en día, cosas de friki. Llevaba el pelo tintado de un rojo que tiraba a naranja, probablemente fruto de un intento casero de ahorrarse la peluquería. Pero le sentaba bien, le daba un aire ligeramente rebelde, alternativo. Aquel curso de escritura creativa era optativo y tenía gente de muy diversas titulaciones. Ella, según dijo, estudiaba farmacia. Un cerebrito, o una empollona, o ambas cosas. Esa fue nuestra rutina durante semanas.
Pero desde hacía unos días nuestra plácida coexistencia pre-clase se había visto alterada. Quiero decir, yo estaba alterado. Estaba llegando el verano, y con él las camisetas, mangas cortas, tirantes, tops y demás instrumentos de tortura visual para el profesorado masculino. En fin, gajes del oficio. Pero uno es un profesional, y jamás se le ha escapado una mirada indebida. También ayuda el hecho de que las jovencitas nunca han sido lo mío, y conforme pasan los años se confirma esa falta de querencia por la turgencia juvenil: sí que me voy convirtiendo en un viejo verde, pero lo que me gusta de verdad son las maduritas interesantes. Pero claro, uno tiene ojos en la cara, y también debilidad por la belleza femenina.
Desde hacía unos días Irene había empezado venir a clase, digamos, muy ligera de ropa: ayer un top negro con transparencias de encaje y escote de infarto, hoy minúscula camiseta de tirantes blanca... y así cada vez. Y tampoco es que los pechos femeninos sean mi mayor fetiche, aunque para ser precisos eso, por motivos ajenos a la historia que nos ocupa, ha ido cambiando en los últimos tiempos. Pero no nos desviemos. El caso es que Irene tenía unos generosísismos pechos e iba siempre, siempre, sin sujetador. Y eso era un problema. Para mí, digo. Lo era por lo enhiesto de sus pezones, que eran de considerables dimensiones, para más inri. Aquellos pezones balísticos resucitaban a un muerto, como se decía antes.
Pero lo dicho, uno es un profesional, y aparte de alguna furtiva mirada me mantuve sereno y en mi sitio como un jabato. Bueno, un profesional y no precisamente un casanova, que todo hay que decirlo. Nunca supe manejarme en situaciones así, y si algo aprendí hacía décadas que lo había olvidado. Es lo que tiene llevar más de veinte años fuera del mercado. De todas formas era más que probable que todo estuviera exclusivamente en la calenturienta mente de un cincuentón salido. —Cosas así solo les pasan a esa raza de maduritos interesantes tipo Clooney con la que no compartes ni un gen— Me recriminé, por iluso. Los reparos morales por esos pensamientos impuros, eso sí, eran casi inexistentes. Hay modos y maneras de infidelidad, pero ese tipo me parecía entre los más disculpables. Si alguna vez mi mujer me dice que le ha pasado algo parecido y que un jovencito la ha llevado al huerto, creo que tras el ataque de cuernos momentáneo pensaría: bien por ti, te merecías una alegría así.
Llegado a este punto yo ya había dado carpetazo mental a posibles desarrollos argumentales del asunto en el mundo real y disfrutaba meramente de la belleza del espectáculo visual, sin más. Pero hubo un más. Un buen día Irene se me acercó después de clase para comentarme un problema con la entrega de la tarea.
—Javier, que te juro que te la mandé.
—Pues yo no la tengo en el spam, ya lo he comprobado. Mándamela otra vez.
—Es que no tengo el correo en el móvil, ¿te lo puedo mandar por ********?
La historia de Sansón es un buen ejemplo de cómo los hombres pensamos con la... cabellera en esas situaciones en las que una fémina atractiva nos pide algo con una sonrisa. Y yo no soy la excepción.
—Vale, este es mi ********. Mándamelo hoy.
T
uve una ligera sensación de desasosiego. No soy de confianzas con los alumnos, y menos digitales. Ni whatsapp, ni ********, ni *********, ni ********. Pero ya estaba hecho.
A veces el medio define mucho el tono de la comunicación. Y los mensajes de texto tipo whatsapp establecen por definición un vínculo mucho más cercano del de los correos electrónicos. Y eso fue lo que empezó a pasar. De forma paulatina, inadvertida. Ella, aparte de las tareas de clase, empezó a mandarme cosillas que escribía para pedirme mi opinión, y yo, aunque me intentaba convencer de lo contrario, nunca me hubiera tomado el trabajo de responderle si no hubiera sido por aquellas tetas. Soy un profesor majo, pero seamos sinceros, no tanto.
Hasta entonces el ligero tonteo profesor-alumna que se había establecido entre nosotros se había mantenido en los límites de lo justificable y de lo éticamente aceptable. No me comprometía a nada y lo disfrutaba, para qué lo voy a negar. Aun así, lo de aquel día me pilló desprevenido.
—¿Te puedo pedir una cosa? Me da un poco de palo.
—Miedo me das. A ver, cúentame.
—Resulta que a veces escribo relatos... eróticos.
—

Bueno, pues muy bien, es un género que tiene su interés.
—Sí, me gusta mucho leerlos y escribirlos. Normalmente lo hago en un foro de internet, de forma anónima, claro, qué vergüenza

—Pues me parece muy bien, tampoco tienes de por qué avergonzarte, lo dicho, es un género como cualquier otro.
—El caso es que quería mandarte un relato un poquito más ambicioso que quiero publicar en amazon, a ver si me gano un dinerillo je,je. Pero es que es un poco largo, por eso que si no tienes tiempo, no pasa nada.
Mientras mi polla daba un respingo, alborozada, hice acopio de toda mi hipocresía y le respondí:
—Bueno, va, mándamelo, pero no puedo garantizarte que le pueda dedicar mucho tiempo.
—Gracias, eres un encanto.
—Y un pagafantas salido— Pensé para mí—
Y me lo mandó. Y lo leí. De un tirón. Y empalmado. Por motivos extraliterarios, en este caso la poca originalidad de la historia no le mermaba interés: un profesor, una alumna, unos mensajes, una cosa que lleva a otra... Había incluso pasajes que reproducían literalmente mensajes intercambiados entre ella y yo. El personaje de la chica se tomaba cada vez más confianzas con el profesor, le contaba sus problemas para disfrutar con el sexo, que le costaba trabajo relajarse, que los chicos de su edad eran muy básicos y solo se ocupaban de su propio placer... la historia era en su desarrollo y su final más que previsible, digamos. Literariamente, suspenso. Como materia prima para mis pajas, sobresaliente. Aquella putilla me tenía babeando por ella, y lo sabía.
No podía seguir así. Esa misma mañana le escribí. Tenía que recuperar la cordura antes de que esto se me escapara de las manos.
—Irene, lo siento pero no puedo darte mi opinión sobre tu texto. No me sentiría cómodo al hacerlo y creo además que deberíamos dejar de comunicarnos por ********. De ahora en adelante, por favor, utiliza el aula virtual, y solo para tareas de clase. Esta comunicación ha llegado un punto en el que no resulta apropiada entre profesor y alumna.
Por toda respuesta me llegó un pequeño vídeo. En él aparecía ella en unos aseos, con las bragas bajadas y la camiseta levantada. Masturbándose mientras miraba a la cámara. A continuación me llegó un mensaje escrito.
—Estoy en el aseo de hombres de tu edificio. Te esperaré durante quince minutos. He notado cómo me miras, cómo me deseas. Si vienes en los próximos minutos te comeré la polla, y podrás correrte en mi boca, y en mi cara, y en mis tetas. Podrás follarme también, si quieres. Podrás hacerme lo que quieras, pedirme lo que quieras, hoy, mañana, pasado y hasta que te canses de mí. Sé que estás casado. No te pido nada a cambio, no soy una loca. Pero eres mi gran fantasía, y quiero cumplirla. Esta oferta caduca en quince minutos. Te espero. Beso.
Han pasado cinco minutos.
-¿Y ahora qué coño hago?