MJ33
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- 2 Sep 2025
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Tras un tiempo en el que los mensajes descendieron, pero no el interés, pensé: ahora es tan buen momento como otro cualquiera para quedar. Apenas unos breves mensajes para retomar el contacto y las ganas. Siempre me ha gustado interpretar a la gente, ver como reaccionan, como miran, como sonríen. Es sorprendente como ante los mismos estímulos varía nuestra reacción.
Habíamos puesto todas las cartas sobre la mesa, íbamos a despejar nuestra agenda siempre que fuera posible para que los encuentros se repitieran, ya no era cuestión de quedar solo una vez, sino de ir perfeccionando y sincronizar nuestros ritmos.
Nos encontramos y saludamos como se encuentran dos amigos, pero esa barrera ya estaba superada. Nos escaneamos de arriba a abajo, ya no había nervios solo la antesala del placer. Nos registramos y entramos con decisión en el ascensor, un ascensor que prometía besos húmedos, roces obscenos, pero que subió demasiado rápido.
Abrimos la puerta de la habitación, y ahí sí, dejamos las cosas por el suelo. Toda la contención que habíamos guardado en la recepción del hotel para no parecer dos amantes desesperados, salieron por todos los poros de nuestra piel. Una ducha, tonteo y de pleno a la acción.
¿Sabes cuando alguien te mira y parece que te lee por dentro? Me transmitía todas sus ansias, ganas y anhelos en ese beso. Nos sujetamos mutuamente del rostro, no queríamos despegarnos ni un solo milímetro. Hacía tiempo que había perdido el pudor de mostrarme desnuda, no por como podían escrutarme los demás sino porque yo hacía tiempo que había dejado de juzgarme, y solo disfrutarme.
Me gustaba como sus manos volvían a descubrir mis curvas, mis líneas, me recorrían de arriba a abajo. Me giró y me pegó junto a él, su aliento en mi nuca, en mi cuello, su saliva recorriendo la distancia entre mi oreja y mi hombro, hizo estremecer la piel de todo mi cuerpo. Una mano aprisionaba mi pecho y la otra iba rumbo al sur, buscando descubrir de primera mano la excitación que se estaba creando en mi interior.
Así que hice que se tumbara en la cama, comencé a saborearlo lento, muy muy despacio. Me arrodillé en la cama justo encima, sobre su pierna, me deslizaba por su cuerpo dejando un rastro de besos y lametones por su cuerpo, y con cada movimiento mi sexo estaba más y más húmedo y le mostrando lo excitada que estaba.
Cuando dos personas son dominantes en la cama, alguna tiene que ceder el control. Lo hice, él lo necesitaba más que yo.
Dejé que asumiera todo lo que ocurriría a partir de ese momento, sabiendo que solo podía sucederme algo bueno y delicioso.
Él me tomó con una fuerza contenida, la clase de fuerza que no pide permiso, pero que sabe escuchar cada uno de mis gestos. Me hizo suya con un ritmo firme, profundo, cada embestida arrancándome un gemido más alto, más urgente, como si quisiera arrancar de mí todo lo que había guardado durante tanto tiempo.
Sentía su piel ardiendo contra la mía, sus labios recorriendo cada rincón de mi cuerpo mientras sus manos me mantenían rendida y entregada. El vaivén era un choque de deseos, un pulso entre dos que no querían ceder, hasta que el placer nos obligó a rendirnos.
Mis uñas se clavaban en su espalda, mi cuerpo arqueado buscaba más, mucho más. Y cuando el clímax me atravesó, fue como un estallido que me quebró desde dentro, un temblor que me hizo perder la noción de dónde terminaba yo y empezaba él.
Él me siguió segundos después, su explosión fue brutal, caliente, desbordante, llenándonos a los dos de un placer animal que nos dejó sin aliento. Nos quedamos entrelazados, temblando, jadeando, incapaces de separarnos todavía, como si nuestros cuerpos se resistieran a aceptar que la tormenta había pasado.
En ese silencio cargado de sudor y sonrisas, entendí que lo nuestro no era un simple encuentro: era una chispa que siempre buscaría encenderse de nuevo, sin importar cuándo ni dónde.
Me tumbé sobre él, todavía con esa mezcla de juego y deseo que hacía imposible soltarme. Lo miraba fijamente mientras mis manos recorrían mi propio cuerpo, sabiendo lo mucho que le excitaba verme disfrutar. Esa complicidad era gasolina en un fuego que ya ardía con demasiada fuerza.
Él se dejó caer en la cama, con los ojos fijos en mí, acariciándose también, sincronizando sus movimientos con los míos. Sentía que la habitación entera temblaba con ese vaivén compartido, con los jadeos que se mezclaban en un mismo eco.
No pude resistirme más y me incliné hacia él. Fui recorriendo cada línea de su piel con mi boca, bajando lentamente, saboreando su reacción, alargando la espera hasta el límite. Sus manos se enredaron en mi cabello, un gesto que no era una orden, sino un recordatorio de que en ese instante me quería toda para él.
Entonces cambió el juego. Con una fuerza repentina me tomó entre sus brazos y me colocó bajo su cuerpo. Ya no había espacio para la calma: los besos eran torpes, urgentes, cargados de hambre. El roce de nuestras pieles era una batalla de deseo donde nadie quería ceder.
Y así empezó lo inevitable: un ritmo frenético, profundo, sin pausas, como si cada embestida buscara arrancar un grito, un temblor, una rendición. Mis uñas se clavaban en su espalda, mi cuerpo se arqueaba pidiendo más, siempre más.
El clímax llegó como una ola brutal, un estallido compartido que nos sacudió al mismo tiempo. Jadeos, gemidos, el sudor resbalando, los cuerpos aún aferrados como si no quisieran soltarse. Nos dejamos caer exhaustos, pero con la certeza de que aquello no había sido un final, sino el principio de algo que siempre querríamos repetir.
necesito mucho mas duro....
Habíamos puesto todas las cartas sobre la mesa, íbamos a despejar nuestra agenda siempre que fuera posible para que los encuentros se repitieran, ya no era cuestión de quedar solo una vez, sino de ir perfeccionando y sincronizar nuestros ritmos.
Nos encontramos y saludamos como se encuentran dos amigos, pero esa barrera ya estaba superada. Nos escaneamos de arriba a abajo, ya no había nervios solo la antesala del placer. Nos registramos y entramos con decisión en el ascensor, un ascensor que prometía besos húmedos, roces obscenos, pero que subió demasiado rápido.
Abrimos la puerta de la habitación, y ahí sí, dejamos las cosas por el suelo. Toda la contención que habíamos guardado en la recepción del hotel para no parecer dos amantes desesperados, salieron por todos los poros de nuestra piel. Una ducha, tonteo y de pleno a la acción.
¿Sabes cuando alguien te mira y parece que te lee por dentro? Me transmitía todas sus ansias, ganas y anhelos en ese beso. Nos sujetamos mutuamente del rostro, no queríamos despegarnos ni un solo milímetro. Hacía tiempo que había perdido el pudor de mostrarme desnuda, no por como podían escrutarme los demás sino porque yo hacía tiempo que había dejado de juzgarme, y solo disfrutarme.
Me gustaba como sus manos volvían a descubrir mis curvas, mis líneas, me recorrían de arriba a abajo. Me giró y me pegó junto a él, su aliento en mi nuca, en mi cuello, su saliva recorriendo la distancia entre mi oreja y mi hombro, hizo estremecer la piel de todo mi cuerpo. Una mano aprisionaba mi pecho y la otra iba rumbo al sur, buscando descubrir de primera mano la excitación que se estaba creando en mi interior.
Así que hice que se tumbara en la cama, comencé a saborearlo lento, muy muy despacio. Me arrodillé en la cama justo encima, sobre su pierna, me deslizaba por su cuerpo dejando un rastro de besos y lametones por su cuerpo, y con cada movimiento mi sexo estaba más y más húmedo y le mostrando lo excitada que estaba.
Cuando dos personas son dominantes en la cama, alguna tiene que ceder el control. Lo hice, él lo necesitaba más que yo.
Dejé que asumiera todo lo que ocurriría a partir de ese momento, sabiendo que solo podía sucederme algo bueno y delicioso.
Él me tomó con una fuerza contenida, la clase de fuerza que no pide permiso, pero que sabe escuchar cada uno de mis gestos. Me hizo suya con un ritmo firme, profundo, cada embestida arrancándome un gemido más alto, más urgente, como si quisiera arrancar de mí todo lo que había guardado durante tanto tiempo.
Sentía su piel ardiendo contra la mía, sus labios recorriendo cada rincón de mi cuerpo mientras sus manos me mantenían rendida y entregada. El vaivén era un choque de deseos, un pulso entre dos que no querían ceder, hasta que el placer nos obligó a rendirnos.
Mis uñas se clavaban en su espalda, mi cuerpo arqueado buscaba más, mucho más. Y cuando el clímax me atravesó, fue como un estallido que me quebró desde dentro, un temblor que me hizo perder la noción de dónde terminaba yo y empezaba él.
Él me siguió segundos después, su explosión fue brutal, caliente, desbordante, llenándonos a los dos de un placer animal que nos dejó sin aliento. Nos quedamos entrelazados, temblando, jadeando, incapaces de separarnos todavía, como si nuestros cuerpos se resistieran a aceptar que la tormenta había pasado.
En ese silencio cargado de sudor y sonrisas, entendí que lo nuestro no era un simple encuentro: era una chispa que siempre buscaría encenderse de nuevo, sin importar cuándo ni dónde.
Me tumbé sobre él, todavía con esa mezcla de juego y deseo que hacía imposible soltarme. Lo miraba fijamente mientras mis manos recorrían mi propio cuerpo, sabiendo lo mucho que le excitaba verme disfrutar. Esa complicidad era gasolina en un fuego que ya ardía con demasiada fuerza.
Él se dejó caer en la cama, con los ojos fijos en mí, acariciándose también, sincronizando sus movimientos con los míos. Sentía que la habitación entera temblaba con ese vaivén compartido, con los jadeos que se mezclaban en un mismo eco.
No pude resistirme más y me incliné hacia él. Fui recorriendo cada línea de su piel con mi boca, bajando lentamente, saboreando su reacción, alargando la espera hasta el límite. Sus manos se enredaron en mi cabello, un gesto que no era una orden, sino un recordatorio de que en ese instante me quería toda para él.
Entonces cambió el juego. Con una fuerza repentina me tomó entre sus brazos y me colocó bajo su cuerpo. Ya no había espacio para la calma: los besos eran torpes, urgentes, cargados de hambre. El roce de nuestras pieles era una batalla de deseo donde nadie quería ceder.
Y así empezó lo inevitable: un ritmo frenético, profundo, sin pausas, como si cada embestida buscara arrancar un grito, un temblor, una rendición. Mis uñas se clavaban en su espalda, mi cuerpo se arqueaba pidiendo más, siempre más.
El clímax llegó como una ola brutal, un estallido compartido que nos sacudió al mismo tiempo. Jadeos, gemidos, el sudor resbalando, los cuerpos aún aferrados como si no quisieran soltarse. Nos dejamos caer exhaustos, pero con la certeza de que aquello no había sido un final, sino el principio de algo que siempre querríamos repetir.
necesito mucho mas duro....