La chica de la guardería

Abel Santos

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Hola a todos. Me estreno en este foro con una de mis novelas cortas: La chica de la guardería. Iré publicando 1 o 2 capítulos por semana. Para los impacientes, la podéis encontrar en Amazon (gratis para los K. Unlimited).

Contadme qué os va pareciendo y trataremos los detalles, siempre sin spoilers.

Feliz lectura!
 
CAPITULO 1
«A quien dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos», reza el refrán. Una sobrina, en mi caso, concretamente.

Mi hermana y mi cuñado se habían metido en bastantes líos a la vez: la casa, el bebé, el coche… Y, claro, su economía se había visto más que perjudicada. Imposible contratar a una nani que se hiciera cargo de su hija durante el horario de trabajo de la pareja.

El recurso habitual, los abuelos, vivían a quinientos kilómetros de los felices papás —los maternos y los paternos— por lo que estos no eran la solución. Así que, no por casualidad, yo había adquirido el honorable título de «delegado de los abuelos para asuntos de apoyo paternal».

El hecho de que me hallara estudiando en la misma ciudad, mientras mis padres pagaban mi mantenimiento y mis estudios, habían logrado el milagro de hacerme aceptar mi destino de ejercer de tío-canguro cada vez que se me necesitaba.

«Carlos, la niña tiene fiebre, hay que llevarla al médico y nosotros estamos hasta arriba de trabajo. Carlos, la niña ha mordido a un bebé en la guardería, hay que ir a pedir perdón a los papás del pequeñajo. Carlos, el niño se ha hecho caca, hay que llevar pañales a la guardería y cambiarle. Y, de paso, compra por favor leche en polvo y apiretal, que andamos escasos.»

Debo reconocer que al principio esto era un fastidio, sobre todo porque algo así ocurría al menos dos veces por semana. Pero no podía negarme, ni de coña. Sobre todo teniendo en cuenta de que yo vivía en la habitación de invitados de su casa. Además, vivía a la sopa boba mientras me esforzaba en sacar las oposiciones a Técnico de Administración del Estado.

*

He dicho «en principio», y debo explicar esto. Quiero decir que no podía quejarme de la situación, ya que, sin estas obligaciones para con la niña, jamás habría conocido a Lara.

El pibón de Lara, para ser exactos.

Para que la conozcáis, debo deciros que esta mujer era una diosa que trabajaba en el departamento de administración de la guardería de mi sobrina. Pero dejadme que os la describa en detalle, antes de continuar hablando de ella.

Lara —una treintañera recién entrada en esa década según mis cálculos— era un pibón de libro, como ya os he adelantado. Alta, de melena castaña con reflejos rubios de peluquería, de piernas largas y torneadas que solía mostrar bajo unas faldas tan cortas que apenas dejaban lugar a la imaginación, era el sueño erótico de cualquier veinteañero como yo. Por otro lado, su culo, apretado bajo unos pantalones vaqueros de infarto —aunque menos frecuentados que las faldas—, era una tentación para los sentidos. Y las tetas, ni grandes ni pequeñas, pero suficientes como para amamantar a un adulto eran fantasía recurrente de mis noches de insomnio.

Entre todo, sin embargo, lo que más sobresalía en ella eran sus ojos pícaros, de un azul tan intenso que parecían pintados a mano. Y su boca. Aquella boca carnosa, de labios rosados y de dientes pequeños e iguales, eran la guinda de un pastel de infarto.

Ufff, vale, vale, ya sé que me he puesto un poco moña. Os pido disculpas, pero es que pensar en ella me pone romántico.

Pero dejadme que os explique que todo este recorrido por el cuerpo divino de Lara me lo sé de memoria porque era con el que fantaseaba cada vez que me pajeaba pensando en ella, a una media de cinco pajas a la semana.

El resto de días no es que no me tocara la minga —por aquella época salía a paja diaria, como mínimo—, sino que los guardaba para fantasear con una compañera de academia a la que me follaba una vez al mes y que me hacía desearla el resto del tiempo hasta que me volvía a tocar el turno. La muy zorra repartía su tiempo con toda la promoción masculina de 2019 y nos teníamos que conformar con hacer cola para restregarle la polla por las tetas cuando ella decidía que te tocaba.

Las pajas pensando en Lara, sin embargo, eran mucho más placenteras que el mismísimo polvo mensual con Luisa, que así se llamaba el zorrón de la academia. Y lo eran porque nadie podía limitarme al imaginar las miles de diabluras que le haría a aquella diosa si tuviera la ocasión.

Debo admitir que sabía de sobra que Lara jugaba en una liga diez veces por encima de la mía. Y que no me la iba a poder follar ni poniendo velas negras al patrón de los desesperados.

Os aclararé que Lara era una mujer casada —felizmente, en apariencia— y que tenía un niño de aproximadamente un año al que llevaba a la misma guardería donde trabajaba. Y ese detalle era sagrado para mí y la hacía aún más intocable.

O lo fue hasta que ella se dio cuenta de mi fijación por su persona y se le ocurrió dedicarse a calentarme la polla cada vez que aparecía por la guardería para cualquier asunto relativo a mi sobrina.

*

Desde que la había conocido, Lara vestía aquellas faldas de las que os he hablado. Pero a partir de que me viera mirándole las piernas por debajo de la mesa, las faldas se habían ido acortando, y la lencería —que me mostraba sin tapujos— había empezado a volverse cada vez más atrevida y sensual.

¡Cómo me calentaba la muy guarra, siempre a propósito, mostrándome lo poco que llevaba por debajo! ¡Y cómo me pajeaba yo después de haberla visto tontear conmigo como una colegiala perversa!

Si todo había empezado como un juego inocente, pronto se convirtió en una especie de ritual de apareamiento que multiplicó el número de pajas diario por dos y hasta por tres. Y, claro, mis visitas a la guardería para cualquier tontería comenzaron a multiplicarse de igual manera.

Era aparecer por la puerta de la oficina donde trabajaba para que Lara, con gesto «ingenuo», se tirara de la falda hacia arriba y se cruzara de piernas para mostrarme su belleza de una forma tan despiadada que mi polla comenzaba a doler bajo los pantalones.

Sabía la muy zorra que la miraba alucinado, sin poder apartar mis ojos de la parte baja de su anatomía. Y, sabiéndose admirada, sonreía pícaramente de perfil y se colocaba el pelo detrás de la oreja al tiempo que se mordía la uña de un meñique y descruzaba y cruzaba las piernas. Este gesto lo repetía de forma regular y sin descanso, consiguiendo que mi sangre bullera por encima de los cien grados.

Como os he comentado, en cuanto salía de allí corría a casa a pajearme pensando en las bragas negras —o rojas, o beige— que acababa de ver al final de unos muslos de infarto. Pero debo confesar que más de una vez era incapaz de llegar a casa y que me metía en algún bar a tocarme la minga con la excusa de tomar un café con churros.

De igual manera, solía jugar con la blusa, que perdía dos o más botones de forma misteriosa cuando por alguna razón vestía pantalones y su anatomía inferior se hallaba protegida de la vista. Esa pérdida, unida a la caída de un lápiz al suelo que la obligaba a agacharse a la «pobre» chica, solía ponerme a la vista unas tetas que estaban pidiendo ser mordidas sin compasión.

*

De esta manera, con una Lara provocadora y conmigo —un Carlos alucinado—, pasaban los días, las semanas, los meses. Yo con la polla destrozada y ella riéndose de mí, con toda seguridad, en cuanto traspasaba la puerta camino de la calle con los huevos cargados de leche y pidiendo ser aliviados con urgencia.

Cachondo perdido por culpa de aquella hembra, podría haber intentado alejarme de ella para detener mi tortura. Pero, muy al contrario, me dedicaba a inventar excusas para visitar la guardería cada vez más a menudo. No esperaba mucho más de aquellas visitas que la simple paja de después, pero al menos era algo.

Hasta que, el día que menos esperaba, las cosas cambiaron.

Continuará...
 
CAPITULO 2

Era aquella una mañana de mayo. El día apuntaba calor y la ropa de la gente empezaba a menguar. Yo mismo me había vestido con mi primer polo de la temporada y unos vaqueros a media pierna que no había usado desde el verano anterior.

Mientras caminaba hacia la guardería —la excusa del día era llevar a la niña una medicina que debía tomar antes de comer—, me preguntaba cómo iría vestida mi amor platónico. Seguramente, aquel día tocaría la falda beige de los jueves, corta y tableada, que a mí me ponía a más de cien con solo verla flotar sobre sus muslos mientras se movía por el despacho.

La blusa sería la de seda color rosa y, en cuanto a los zapatos, tocarían las sandalias de tacón que había estrenado el anterior otoño antes de que el frío invitara a cambiar el armario y a vestir ropa de más abrigo.

Soñaba con la paja que me haría a la salida de la guardería en el caso de que acertara en mi pronóstico. Si eso ocurría, además, quizá podría dosificarme y me daría para dos pajas: una antes de comer y otra después de la merienda.

Iba a ser un día memorable, lo intuía.

*

Y acerté en casi todo. Al menos en lo fundamental. La falda y la blusa eran las esperadas. Sin embargo, en lugar de las sandalias previstas, Lara vestía unos botines de medio tacón que nunca le había visto —recién comprados, seguramente— y que incrementaban su femineidad hasta niveles de infarto.

Fue verla al entrar en el despacho y empalmarme casi de inmediato.

—Buenos días —dije con el tono más firme de que fui capaz. No muy firme, he de confesar, ya que descubrir que Lara se encontraba sola en el pequeño espacio de aquella oficina me había puesto bastante nervioso.

—Buenos días, Carlos —respondió Lara amablemente—. Lucía ha salido un momento a resolver un asunto, pero no tardará en volver. Espérala junto a su mesa, si quieres.

—De acuerdo, gracias —confirmé—. La esperaré.

Me senté en la silla ante el escritorio de la directora de la guardería y observé como Lara se levantaba de su asiento. Acto seguido, y moviendo las caderas con aquella cadencia que me mataba, salió del despacho y me dejó en una soledad que casi dolía.

«La muy cerda… —me lamenté—. Me ha dejado solo a propósito. Si no puedo verla despacio, a ver en qué pienso esta tarde cuando me la casque. ¡Joder!»

Pero no había pasado ni un minuto cuando Lara ya estaba de vuelta. Sin siquiera mirarme, se sentó tras su mesa y, cuando pensaba que se cruzaría de piernas, abrió los muslos y me enseñó lo que llevaba debajo.

Y lo que llevaba debajo era, simplemente, ¡nada!

El respingo que di sobre la silla debió de notarlo la muy zorra. Su sonrisa había crecido tanto al ver mi agitación que por fuerza no podía ser casual.

Y, por si esto fuera poco, se recostó en el respaldo de la silla mientras fingía mirar a la pantalla, comenzó a chupar el capuchón de su bolígrafo e inició un movimiento de muslos de infarto. En un vaivén abre-cierra de piernas, lento pero sin pausa, la muy guarra comenzó a mostrarme de forma intermitente su precioso coñito al fondo de la falda.

Si no fallecí de la impresión en aquel mismo instante fue por puro milagro. Con toda seguridad, la salida del despacho de la muy zorra había sido para ir al servicio, quitarse las bragas y mostrármelo todo. Si hasta entonces la había considerado una calienta braguetas de mucho cuidado, a partir de ese momento la bauticé como la mayor «calientapollas» del mundo.

Por otro lado, aquel coñito era, debo reconocerlo, bonito a rabiar. Se encontraba afeitado en casi toda su superficie, mostrando la rajita apretada bajo una fina línea de vello que adornaba la parte superior sobre su botón mágico. Era un coño de hembra hecha y derecha, por el que hubiera dado la mitad de mi vida, dejando la otra mitad para mimarlo dulcemente.

Todo mi cuerpo comenzó a transpirar con un sudor frío que amenazaba con derretirme. Mi polla había formado una tienda de campaña en mi entrepierna como nunca antes había mostrado, necesitando de toda mi atención para disimularla. Y mi mirada, a pesar de que luchaba por apartarla de sus muslos, se había clavado allí y no había forma de retirarla.

La sonrisa de Lara crecía y crecía, a sabiendas de que me torturaba de la forma más miserable que existe: permitiéndome ver algo que jamás podría tocar.

*

Lucía, la directora, no tardó mucho en aparecer, aunque a mí se me hizo un tiempo eterno.

Cuando me disponía a explicarle el motivo de mi visita —la tercera de la semana—, le entró una llamada al móvil y me pidió un momento para contestarla.

Compartiendo mi mirada entre la dueña de la guardería y los muslos de Lara, observé como una cabeza asomaba por la puerta y se dirigía a la chica objeto de mi deseo.

—Oye, Lara, ¿tienes tiempo para un café? —dijo Manuel, el único profesor masculino de la guardería.

Lara pidió permiso a su jefa con la mirada y ésta le hizo un gesto con la mano para que se fuera sin problemas. Lamenté la interrupción, ya que en ese instante estaba tratando de adivinar si la sombra que se veía por debajo de los labios de Lara era la entrada del orificio trasero o si solo se trataba de un pliegue de la piel.

«¡Será gilipollas el profesorcito…!», protesté en silencio.

Segundos después, una vez finalizada la llamada, Lucía escuchó mi explicación.

—Vale, perfecto —me dijo cuando le mostré la medicina—. ¿Pero te importa llevársela tú mismo a la profesora? Tengo que salir de nuevo y voy con prisa.

Acepté feliz al pensar que tal vez pudiera encontrar a Lara por los pasillos. Al menos tendría eso, era lo mínimo que necesitaba.

Y no me equivoqué.

Según me acercaba al rincón del pasillo donde se encontraba la mini cocina con una máquina de café, encontré a Lara con Manuel hablando y riendo en tono confidencial. Un sentimiento parecido al de los celos brotó por todos los poros de mi piel. Aquellos dos imbéciles estaban tonteando a todas luces.

«¿Es que no sabes que está casada, capullo?», le dije al tal Manuel con la mirada. Aquel tipo nunca me había gustado, demasiado guapo y lo bastante caradura como para entrarle a una mujer casada sin preocuparse por los efectos secundarios. Menudo gilipollas, me dije, supurando envidia por los cuatro costados.

La escena la viví como a cámara lenta. Yo caminaba por el pasillo despacio y Lara me miraba fijamente al pasar. Su mirada irónica se burlaba de mi deseo por ella, estaba seguro. La mirada de Manuel, sin embargo, no se despegaba de Lara, a la que claramente deseaba tanto o más que yo.

Cuando casi llegaba a su altura, Lucía me llamó desde la puerta del despacho de administración.

—Carlos, te has olvidado el jarabe… —me dijo, y me detuve sonrojándome hasta la raíz ante la mirada de burla de la parejita del café.

—Oh, sí, es cierto, cualquier día pierdo la cabeza, jaja —reí abochornado a modo de disculpa y volví hacia atrás para recoger la medicina.

Cuando Lucía me la entregó y me giré para volver hacia las clases, la situación había cambiado.

Continuará...
 
CAPITULO 3

Manuel ya no se encontraba en la cocina. De alguna manera había desaparecido, tal vez habría vuelto a su clase. Lara me miraba fijamente y seguía sonriendo, aunque su sonrisa ya no era burlona como unos segundos antes, sino provocadora.

Tragué saliva y volví a recorrer el pasillo hacia las clases sin atreverme a levantar la cabeza. De pronto, se cruzó conmigo para entrar en el lavabo de señoras. La observé de reojo al pasar y noté su mirada, aún clavada en mis ojos, como una invitación. Atravesé su perfume al pasar junto a ella. Era el aroma de una diosa.

La ignoré avergonzado y seguí mi camino hacia la clase de mi sobrina. No habría dado más de cinco pasos, sin embargo, cuando me detuve reflexivo. ¿Y si aquella mirada significaba realmente eso, una invitación?

Giré la cabeza y comprobé que Lara ya no se encontraba en el pasillo. La puerta del lavabo, unos segundos antes entornada, ahora se encontraba cerrada. La chica de mis fantasías estaba dentro, no me cabía la menor duda.

Retrocedí y me detuve a la entrada del baño. Posé mi oreja sobre la puerta y escuché el sonido de un grifo. Lara se encontraba allí, como suponía.

¿Qué debería hacer, llamar? ¿Y qué le diría cuando preguntase quién era? «Hola, soy Carlos, ¿puedo pasar?». No, aquello era una estupidez. Miré mi mano que temblaba sin control. El corazón me latía a tal velocidad que amenazaba con salírseme del pecho. Y entonces decidí atreverme a dar el paso.

Ahora o nunca, me dije. Si Lara me había invitado a entrar al baño, era probable que no hubiera cerrado con el pestillo de seguridad. Así que tomé la manija, la bajé, y de un pequeño empujón la puerta se abrió sin resistencia. La imagen que me encontré en el interior aceleró mi pulso en los oídos hasta hacerlo insoportable.

Lara se miraba en el espejo refrescándose el escote y con los pechos casi a la vista. Al verme aparecer, se giró sorprendida, cerrándose la blusa con rapidez. Después se dirigió a mí de malos modos.

—¿Qué haces aquí? —refunfuñó en un susurro; estaba claro que no quería hablar en voz muy alta para no atraer a nadie—. Este es el baño de señoras… ¿Qué coño quieres? ¿Me estás siguiendo…?

—Eeeh… lo siento… yo… —tartamudeé anonadado.

Viendo que era incapaz de reaccionar, Lara tiró de mí y me introdujo en el baño. Después asomó la cabeza al pasillo y, tras asegurarse de que nadie me había visto entrar, cerró de nuevo la puerta y esta vez sí echó el pestillo.

Una vez dentro, Lara se apoyó de espaldas en el lavabo y se cruzó de brazos. Yo me encontraba frente a ella y me apoyaba en la pared para no caer desmayado. El lugar era muy escueto y la distancia entre los dos era más que mínima.

No me atreví a decir nada, incapaz de hablar. Ella, con su sonrisa mordaz, me miraba a los ojos y al paquete de forma alterna.

—¿Se puede saber qué te pasa conmigo? —dijo al fin—. Porque está claro que algo te pasa… Tu polla no miente…

No pude evitar sonrojarme hasta que me ardía la cara.

—Yo… no… —repliqué sin poder hablar aún.

—¿Qué ocurre? —sonrió y dio un paso hacia mí, cerrando la distancia hasta que casi nos tocábamos—. ¿Es que te gusto?

Fui incapaz de mentirle.

—No… digo sí… Mu… mucho… —aspiré aire para infundirme valor—. Es… imposible que haya alguien… a quien no le gustes…

No esperaba que sirviera para nada, pero al menos quise decirle la verdad. Una verdad que, por otro lado, era más que evidente para una lagarta como ella.

—Ven, acércate… —dijo atrayéndome de un brazo—. Quiero que veas una cosa.

Y entonces ocurrió lo impensable. Lara se apoyó en mí, me tomó de una mano y la metió bajo su falda. Sin esperarlo, me encontré acariciando la suavidad del coño de la mujer, que rezumaba humedad. ¿Se habría puesto cachonda con su compañero de trabajo o habría sido por su numerito de quitarse las bragas para hacerme un pase privado en el despacho?

Un calambre me recorrió el brazo. Me quedé rígido, sin poder resistirme al movimiento que Lara ejercía sobre mi mano para que le acariciara la entrepierna.

La humedad de su orificio vaginal iba en aumento. Casi sin pretenderlo, como un acto reflejo, estiré el dedo pulgar y este fue engullido por el coño como si se muriera por tragárselo. Mi polla amenazaba con empezar a escupir de un momento a otro.

Lara sonreía socarronamente y me miraba a los ojos. Luego acercó su boca a mi oído y comenzó a susurrarme. Su pelo acarició mi mejilla. Su cuello se acercaba peligrosamente a mis labios y acaricié con ellos aquella piel suave como la seda. Noté el palpitar de su corazón en el cuello y deposité allí mi lengua.

—¿Notas mi coño? —susurró—. ¿Lo sientes hincharse? ¿Está húmedo, no…?

—Sí… sí… —tartamudeé una vez más.

—¿Y… te gusta?

—Mu… mucho…

Rió bajito.

—¿No sabes decir más que «sí, no y mucho…»?

—No… no sé…

Lara mantenía su sonrisa procaz, sabiéndose dueña y señora de la situación. Me estaba vacilando como a un adolescente y disfrutaba de lo lindo con ello. Yo comencé a mover mis dedos sin disimulo y rozaba la entrada de su trasero con el dedo índice, jugando con él a intentar introducirlo en su culo a poco que el orificio se me abriera como una flor.

No podía creerlo. Aquella era una situación con la que había soñado miles de veces. ¡Cuántas pajas con aquella fantasía que ahora se hacía realidad! El coño de Lara al alcance de mi mano... ¿Qué vendría después? ¿Me dejaría besarla? ¿Podría amasar y lamer aquellas tetas con las que tantas veces había fantaseado? ¿Me permitiría adorar sus pies que tanto morbo me provocaban? Todo, todo iba a hacérselo si ella me dejaba y…

¡Zas!

La bofetada que me cruzó la cara de lado a lado me volvió a la realidad.

Y la cosa no se quedó ahí.

De un empujón me golpeó contra la pared, dándome a continuación un doloroso pellizco en el brazo. Su expresión, antes sonriente, ahora mostraba unos dientes apretados para demostrar su cabreo monumental.

—Pues debes saber una cosa, ¿me oyes? —dijo amenazadora.

—Sí… sí… —seguía con mis monosílabos, incapaz de hilar una frase completa.

—Que este cuerpo que tanto te gusta no vas a tocarlo en tu puta vida… ¿lo has entendido?

Joder, ¿qué coños había ocurrido allí? Había pasado del cielo al infierno en una fracción de segundo.

—Y como se te ocurra volver a mirarme —continuó—, te voy a cortar los huevos y te los voy a meter en la boca…

Tragué saliva no menos de cinco veces, mirando con terror sus ojos achinados por el cabreo.

—¿Te has enterado? —volvió a hablar ante mi mutismo—. ¡Pero di algo, coño!

—Hombre… Lara… —acerté a decir—, pero si eres tú la que me provocas…

—¿Quién, yo? ¡Y una mierda…!

—Entonces, ¿por qué te has quitado las bragas?

—Joder, pues porque me las he ensuciado sin querer al mear… ¿A ti nunca te ha pasado…?

Menuda trola, eso no se lo tragaba ni ella. De todas formas, no quise contradecirla por si me arreaba otra bofetada.

—Bueno… a veces… —mentí para darle la razón.

Se hizo un silencio de algunos segundos que ella rompió más calmada.

—¿Es que no sabes que soy una mujer casada y con un hijo?

—Sí… claro… lo sé…

—¿Pues entonces por qué te pasas el día persiguiéndome como a una fulana?

Respiré profundo y traté de sacar valor de donde no lo había. A pesar de que Lara me cohibía en grado extremo, yo no me consideraba para nada un idiota imberbe. A mis veinticuatro años ya había salido con bastantes chicas, había tenido dos novias, y había follado con tías que, si no tan buenas como Lara, no estaban nada mal. Así que decidí salir del atolladero intentando no tartamudear.

—Verás… Lara… —dije tratando de que no me temblara la voz—. Es verdad que tú me gustas… mucho… Pero no he querido ofenderte, te lo juro... Si lo he hecho, te pido perdón… Y te prometo que no va a volver a pasar… Joder, lo siento, perdona…

Mi declaración había sonado a canto lastimero. Me sentía como un perro apaleado. Y a ella debió de llegarle dentro porque de pronto cambió de registro.

—Bueno, tío… —dijo suavizando el tono—. A lo mejor soy yo la que se ha pasado un poco…

No entendí el cambio. Parecía como si de pronto se sintiera la ofensora, en lugar de la ofendida.

—No, tú no te has pasado… —repliqué—, he sido yo que me he comportado como un gilipollas… Y no tengo excusa…

Lara no sabía que yo estaba poniendo la voz grave que utilizaba para ligar. Esa voz que apabullaba a las chicas. Aunque, eso sí, a las chicas diez años menores que ella. Era impensable que pudiera funcionar con una mujer hecha y derecha, así que no me hacía ilusiones. Si la usaba era para infundirme valor.

Pero algo sí debió de removerle, porque ahora era ella la que tragaba saliva sin parar.

—Que no… que no… de verdad… que me he pasado… —intentaba Lara quitar hierro al asunto.

—Que sí… que sí… —insistía yo—. Que sé de sobra que eres una mujer casada… Y si me gustabas… pues tenía que haberme aguantado las ganas…

—O al menos habérmelo dicho, ¿no? —apuntó ella.

—O eso… habértelo dicho…

Esta afirmación me extrañó sobremanera. ¿¡Habérselo dicho…!? ¿Para qué? ¿Para que me mandara a tomar por culo? Y una mierda se lo iba a decir para que me soltara una de aquellas hostias que sabía dar a mano abierta, no te fastidia.

Que no, que no, me dije… Debía dejarme de gilipolleces. Aquella historia debía cortarse allí mismo. Además, en un par de días me tocaba el turno con Luisa, y follando con la zorrita de la academia podría desquitarme de la calentura que me había llevado con Lara aquella mañana.

Instantes después abandonamos el baño, cada uno camino a sus obligaciones. Ella hacia su despacho y yo hacia la clase de mi sobrina. Primero salió Lara y, un par de minutos después —según sus indicaciones—, lo hice yo. No era cuestión de salir a la vez y que alguien nos viera y se preguntara que hacíamos juntos dentro del baño.

Continuará...
 
CAPITULO 4

Tardé unos minutos en comentarle a la profesora de mi ahijada sobre la forma en que debía dosificar la medicina: una cucharada antes de la comida y dos después.

Luego me escabullí de la guardería, cuidándome de que Lara no anduviera por los pasillos y me tocara cruzarme con ella de nuevo. ¿Qué cara pondría si eso ocurriera? Mejor hacer mutis a la francesa, pensé, y lo más rápido posible.

Salí a la calle y me dirigí hacia la moto, que había dejado aparcada al otro lado de la avenida. Mientras me colocaba el casco divisé a una figura conocida saliendo del edificio donde se ubicaba la guardería. Era Lara con su bebé en brazos que abandonaba el inmueble y se acercaba a un coche aparcado justo en la puerta de entrada a su trabajo.

«Qué suerte aparcar en la misma puerta —pensé—. ¿Pero por qué sale tan pronto?». Eran solo las dos y supuse que tendría un trabajo de media jornada, dedicando las tardes a cuidar de su hijo en exclusiva.

Me quedé mirándola embobado. No iba a poder curar mi obsesión por ella con solo proponérmelo, tendría que ir poco a poco. Vigilé su movimiento al inclinarse para colocar a su bebé en la silla del coche. No en vano sabía que debajo de aquella tentadora falda lo único que había era la piel más suave que había tocado en mi vida.

Cuando quise darme cuenta, Lara ya se había introducido en el coche, lo había arrancado, y salía de la plaza de aparcamiento camino de su casa. La seguí con la mirada y… y descubrí algo que había dejado olvidado: sobre el coche se veía un bulto, que seguramente había depositado allí mientras se encargaba del bebé. Debía de tratarse de la mochila en la que llevaría los utensilios del niño: pañales, biberones y todo eso. Si lo sabría yo, que era casi canguro titulado.

Arranqué la moto y salí tras ella a toda pastilla. La seguí durante casi un kilómetro, creyendo en varias ocasiones que podría alcanzarla en el siguiente semáforo. Todas ellas fue infructuoso mi intento de llegar hasta ella o al menos de llamar su atención.

A la enésima vez que lo intentaba —diez metros me quedaban para llegar hasta su coche—, giró de pronto y la mochila cayó rodando sobre la calzada. La esquivé como pude y paré la circulación para poder recogerla del suelo.

Cuando por fin la tuve en la mano levanté la cabeza, pero de Lara y su coche no hallé ni rastro. No sabiendo qué hacer, abrí la mochila y en ella encontré su cartera. Entre las tarjetas y algún billete localicé su DNI. Y en el DNI la dirección de su casa. Sonreí feliz. Si había ido hacia allí, podría darle la mochila en persona. En caso contrario, se la dejaría a alguna vecina.

Afortunadamente, la dirección que aparecía en el DNI no se hallaba muy lejos. En cinco minutos me encontraba aparcando frente a su edificio. Un bloque de diez plantas. En el carnet no se detallaba su piso. Joder, vaya putada, si me tocaba preguntar en el portero automático planta por planta las iba a pasar canutas.

Miré hacia las alturas y descubrí a Lara en un balcón. «Ostrás, qué suerte», pensé. Levanté una mano para llamar su atención, pero no debió de verme porque acto seguido se introdujo en la casa. Me pareció que se hallaba a demasiada altura como para llamarla a voces y preferí no dar la nota. Un sexto. Demasiado alto para mi gusto.

Aproveché que un vecino entraba en el portal y me colé tras él. Se trataba de un vetusto edificio, de esos antiguos con escaleras desgastadas y portero con uniforme. Me encantó la comparación con la casa en la que vivía, ese tipo de pisos modernos que parecen casilleros de lo pequeños que son.

Tras un vistazo de reconocimiento, comprobé que el conserje no se hallaba por allí. Debía de estar haciendo algún recado. Eso, en el caso de que hubiera algún conserje. Me dirigí a los buzones, no podía haber muchas Laras en el bloque. Encontré el suyo enseguida: era el que pertenecía al piso 6º C, y en pocos segundos llegaba hasta su planta en un arcaico pero amplio ascensor.

*

Pulsé el timbre una sola vez con la timidez del que cree estar molestando en casa ajena. Esperé un par de minutos y, cuando ya me disponía a llamar por segunda vez, la puerta se abrió.

Lara apareció vestida con la ropa que llevaba en el trabajo y mi corazón comenzó a bombear apresurado. Supuse que, por atender al niño, no habría tenido tiempo de cambiarse por una ropa más cómoda. La excepción eran los botines, que habían desaparecido para mostrar sus pies desnudos —aquellos pies de uñas escarlata que me volvían loco— y de la coleta que se había compuesto con la melena y que le daba un aire juvenil.

Su expresión sonriente mudó al verme y mostró contrariedad. Parecía que estuviera esperando a alguien diferente y que mi presencia la desagradara.

—¿Qué haces tú aquí? —dijo de muy malas pulgas, pero en tono contenido—. ¿No te ha quedado claro lo que hemos hablado hace un rato?

Extendí la mochila hacia ella y entonces comprendió lo que pasaba.

—¡La mochila del niño…! —susurró arrebatándomela de las manos—. ¿Cómo la has conseguido? ¿Tiene dentro el monedero?

—Sí… —respondí imitando su susurro. Claramente hablábamos bajo para no molestar al bebé—. Te la dejaste encima del coche y se calló sobre la carretera. Menos mal que estaba yo allí y lo vi…

—Oh, por dios, que tonta estoy… No sabes cómo te lo agradezco… —replicó un instante antes de que el niño comenzara a llorar en algún lugar de la casa—. Jo, no fastidies, se ha despertado Dani… vaya putada… Hoy le está costando dormirse, un nuevo diente, ya sabes…

Me iba a dar la vuelta para marcharme, cuando ella me colocó la mochila sobre las manos y me tiró de un brazo para hacerme pasar.

—Toma… —dijo antes de desaparecer por el pasillo de las habitaciones—. Llévala al salón, por favor, voy a ver si consigo que Dani vuelva a coger el sueño y enseguida estoy contigo. En la nevera hay cervezas por si quieres una…

—Gra…gracias… —dije algo aturdido.

Sin comerlo ni beberlo me encontré en el amplio salón de la casa de la diosa Lara. Miré la espaciosa estancia y quedé maravillado. Techos super altos decorados con escayola y lámparas decimonónicas con un gusto exquisito. Muebles antiguos pero sin extravagancia, conformando una imagen de otro tiempo. Amplios sofás de cuero y mesas de mármol de las que ya solo se ven en las películas. Grandes cortinas encuadrando un ventanal enorme que daba paso a lo que parecía ser una inmensa terraza.

Y, por cierto, no se veía un aparato de televisión por ninguna parte, aunque sí observé colgado del techo un proyector de vídeo. Lo vi normal, un plasma moderno habría destrozado la imagen del conjunto.

«Por dios, cuanto lujo», pensé. El marido de Lara debía de tener mucha pasta, porque aquella casa —el pasillo ya había visto que era largo como una culebra— era imposible mantenerla con el sueldo de una administrativa de guardería a media jornada.

De fondo oía llorar al niño, parecía que se había espabilado y que se negaba a dormir la siesta. Debía de estar dando buenos berridos, porque había visto a Lara perderse en un giro del pasillo y su cuarto debía de encontrarse bastante alejado del salón.

A la espera de que Lara volviese, decidí echar un vistazo a la librería que presidía una de las paredes. En ella se alineaban decenas de lomos de libros bastante antiguos. Una delicia para un buen lector. Quien pudiera ser el poseedor de aquella magnífica biblioteca. Mientras miraba absorto los títulos, casi tropecé con lo que parecía un parque infantil. Se parecía mucho al de mi sobrina, pero le doblaba en tamaño.

Perdido entre los libros, llegué al extremo de la librería y descubrí algo que no había visto hasta entonces: hundida tras ella, de forma que era casi imposible de ver desde la parte central del salón, se hallaba una cortina de un tacto aterciopelado y muy gruesa.

«Cortina de reyes», me dije tocándola para sentir el tacto suave de la tela en mis manos. La sorpresa que me llevé fue cuando tras la cortina divisé una puerta. Revisé el perímetro del salón dando un giro de trescientos sesenta grados. La sala que hubiera tras aquella cortina no podía ser adivinada si no sabías que estaba allí. O si no la encontrabas por casualidad, como me había ocurrido a mí. Era como si el salón se hubiera dividido en dos partes, quedando la entrada a la estancia secundaria disimulada entre la anchura de la librería y la cortina.

Lo primero en que pensé fue en una película de suspense, de esas en que aparece un cadáver tras la puerta oculta del caserón. Sonriendo decidí aclarar el misterio de la habitación escondida, la curiosidad se había apoderado de mí y era imposible detenerme. De todas formas, ni de lejos me imaginaba que la puerta de un cuarto secreto fuera a estar sin cerrar a cal y canto. Se trataba más de un juego que de otra cosa, así que moví el antiguo pomo de la puerta y la empujé…

Y ésta, para mi sorpresa y sin el mínimo quejido, se abrió de par en par.

*

Crucé la puerta con cautela y lo que hallé al otro lado de ella me dejó alucinado. No podía creer lo que veían mis ojos. Pestañeé varias veces y llegué a pellizcarme para estar seguro de que no estaba soñando.

—Su puta madre… —susurré aturdido—. ¡La jodida habitación roja del señor Grey!

Llevaba razón en parte, aunque la habitación no era roja en absoluto. Se trataba de una sala forrada en madera. Muy amplia, pero no tanto como el propio salón principal.

Y, eso sí, por todas partes se hallaban colgados de las paredes, en estanterías o en mesitas acristaladas, todo el imaginario de herramientas que el mayor amante del sadomasoquismo pudiera desear. Lo que ahora han dado en llamar BDSM.

—¡Jo-der…! —me repetía mientras acariciaba látigos, cuerdas, esposas, dildos… y todo ese tipo de instrumental que sirve para infringir dolor, ya sea real o imaginario—. ¡La hostia en verso…!

Lo que más llamó mi atención, entre todo, era un juego de collares con correa. Para que se entienda, era como el collar que se le pone a un chucho, repleto de tachuelas y con una correa atada a él para manejar al animal. Aunque en este caso no estaban destinadas a sujetar a un perro, ni mucho menos.

Estaban todos en la mesa más cercana a la puerta de entrada y los había de diversos tamaños y colores. Por un golpe de curiosidad, tomé uno de ellos y lo acaricié. Era rojo y de tacto suave como el terciopelo. Calculé a ojo su tamaño y concluí que era perfecto para el cuello de una mujer joven y delgada —Lara, sin ir más lejos—, y eso me provocó una repentina erección.

Para engancharlos al cuello, los collares disponían de una tira de velcro que aparentaba ser bastante sólida, quizá para evitar que el «perrito» pudiera soltarse con facilidad. Un remache de seguridad sobre la tira de velcro parecía una forma añadida de evitar que el «perrito» escapara.

—¡Su puta madre…! —repetí para mis adentros.

Levanté la cabeza y me fijé mejor en los cuadros de la pared, a los que no había hecho mucho caso hasta entonces. Lo que al principio me habían parecido pinturas antiguas, en realidad eran fotografías en sepia. En todas ellas aparecía un tipo corpulento que tiraba de la correa en que se hallaba sujeta por el cuello una mujer joven con diferentes grados de desnudez y en posturas cada vez más procaces.

Me fijé detenidamente y de pronto caí en la cuenta de que la chica de las fotografías no me era desconocida: ¡joder, era la propia Lara! Supuse entonces que el hombre sería su marido. Este, con la cabeza tapada por una capucha, mostraba unos músculos suficientes como para matar a un caballo a puñetazos. Apunté el dato mentalmente para evitar cruzarme en su camino.

Me acerqué a la pared y fui recorriendo las fotografías una por una. Comprobé que en efecto eran bastante procaces, aunque no obscenas. El sexo de aquellas fotografías no era explícito, aunque se adivinaba que era sexo real lo que se desarrollaba ante la cámara.

Mi erección ya empezaba a doler bajo los pantalones. En mi vida hubiera creído que pudiera encontrarme en una situación semejante. Volví hacia la puerta de entrada con la intención de salir de allí antes de ser descubierto, pero divisé sobre una mesita un libro de gran tamaño que parecía un cuento. Y la pifié. No pude evitar la tentación y lo tomé entre las manos. Lo abrí y una vez más volví a quedar pasmado.

Se trataba de una especie de comic-guía de iniciación a las prácticas Sado. Estaba organizado en viñetas explicativas y por unos minutos me dediqué a hojearlo.

Era increíble, aquel libro era una guía para no iniciados tan gráfica que en poco tiempo aprendí del BDSM más que lo que hubiera sabido en mis veinticuatro años cumplidos. La erección en mi entrepierna ya dolía a aquellas alturas.

Tan imbuido en la lectura me hallaba que no me percaté de los pasos que se acercaban hacia la imitación del «cuarto rojo» del señor Grey. De todas formas, hubiera sido difícil percatarme de la presencia de Lara, ya que la ausencia de calzado la hacía caminar en silencio como un gato.

Continuará...
 
Una historia muy erótica y que está dando muchas sorpresas con la habitación y el tema BDSM.

Enhorabuena y excelente 👏🏻 👏🏻
 
CAPITULO 5

—¡Joder, Carlos…! —rezongó Lara sin levantar la voz—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué tengo que decirte para que dejes de tocarme las pelotas? Además, ¿cómo has abierto la puerta, la has forzado?

—Ni hablar, Lara… —me defendí enfadado, aunque imitando sus susurros—. La puerta estaba abierta. Solo he tenido que girar el pomo para poder entrar.

—Serás capullo… —replicó y se me echó encima—. Anda, trae la guía y sal de aquí a toda leche…

Se me lanzó como una fiera y, mientras con una mano me quitaba el libro sin mucha delicadeza, con la otra me aferró de un brazo para tirar de mí hacia la salida. Gruñí por el dolor que su garra me había provocado.

La miré a los ojos para quejarme y vi que su expresión de desagrado al abrirme la puerta de la casa unos minutos antes se había multiplicado por mil. El collar de «perrito», sin embargo, seguía en una de mis manos, y lo sentí como un arma tentadora.

Y esta vez ocurrió algo que no se esperaba. El «bueno» de Carlos, en lugar de obedecer como un corderito, se revolvió contra ella. De un manotazo me solté de su garra y la cogí fuertemente de la muñeca retorciéndosela en la espalda. Después la empujé contra la pared y una vez allí la cogí fuertemente del cuello.

—Agggg… Carlos… —protestó con la cara contra la madera y mi cuerpo pegado a su espalda—. Me estás haciendo daño. ¿Se puede saber qué haces? ¿Te has vuelto loco?

Sin responder, hice memoria de lo que acababa de leer en la guía de iniciación y, la puse al cuello el collar que ella parecía no haber visto en mis manos. Entonces le di la vuelta de un tirón del pelo.

Lara comprendió lo que iba a ocurrir y sus protestas se multiplicaron.

—Joder, no… —se revolvía con manos y pies—. El collar no… No hagas eso, cabronazo…

Pero el collar ya apretaba su garganta y, tras pasarle el clip de seguridad, tiré de la correa con fuerza. Su cara quedó a un milímetro de la mía. Le pasé mi lengua por los labios ante su incredulidad y luego le dije las palabras mágicas que acababa de aprender.

Quieta, perrita, quieta

Lara me miró con ojos de terror, pero dejó de forcejear. Bajó la mirada y se quedó en silencio. Yo no hubiera apostado por que lo fuera a hacer, pero el manual de la sumisa me lo acababa de enseñar: «Cuando una sumisa tiene atada la correa al cuello por su amo, bajo ningún concepto puede desobedecerle».

—Abre la boca, zorrita… —le dije antes de que el silencio se cargara el momento.

—No, espera… —protestó parpadeando alucinada.

La agarré con una mano de la mandíbula y le introduje un pulgar entre los labios, mientras le apretaba los carrillos con el resto de los dedos.

—No hay espera que valga… —la espeté—. Abre la puta boca…

Apenas había abierto los labios me lancé con mi lengua y le penetré la boca al asalto. Al entrar en ella un latigazo me recorrió la entrepierna. Su boca era suave y húmeda. Sabía a fresa y a canela y, aunque había soñado mil veces con comérsela, ni en una vida entera habría adivinado lo que sentiría al hacerlo.

La resistencia de Lara se iba perdiendo con mi morreo, como si se fuera ablandando mientras con mi lengua recorría sus labios, sus dientes, sus encías, su lengua. Las babas compartidas chapoteaban en el silencio de la sala «roja».

Cuando me harté de besarla, volví a tirarle de la correa.

—Aaaahhh… me haces daño… —se quejó.

«El dolor purifica —recordé haber leído en la guía— y la sumisa debe sentirlo para saber que lo que le espera es lo que desea. Hazle saber quién manda provocándola dolor».

—Si te hago daño, te jodes, putita…

Y enseguida pasé al siguiente acto. Me moría por comprobar si funcionaría lo que la guía afirmaba.

Sit down, perrita, sit down… —le dije con firmeza y retuve la respiración para ver qué pasaba.

Y Lara, bajando la mirada, comenzó a doblarse sobre sí misma y en unos segundos se encontraba a cuatro patas. Miraba al suelo con los ojos bajos, asustada. Y hacía bien en estarlo, porque era evidente que se hallaba a mi merced.

Me incliné sobre ella y la tomé de la barbilla.

—Txé… txé… —la chisté con sonrisa triunfal—. La perrita es traviesa y no sabe obedecer. La perrita tiene que levantar la cabeza y mirar a los ojos del amo para comprender lo que el amo quiere.

Acompañé mis palabras con un tirón de la correa. Lara no tuvo más remedio que mirar hacia arriba y yo le acaricié la cabeza.

—Buena perrita…

La erección bajo mis pantalones era insoportable. Lara se había percatado de ella y, cuando no me miraba a los ojos, miraba a mi entrepierna con expresión de espanto.

Tiré de la correa y Lara me siguió a cuatro patas como una buena perrita mientras yo recorría con la mirada las fotografías de la pared. Una imagen se me había formado en la cabeza: tener a Lara a mis pies y no aprovechar la ocasión era como haber ido a Hiroshima y haberse dedicado a pescar cangrejos en vez de soltar la bomba.

Así que encontré el cuadro que buscaba y lo señalé con la mano.

—No… no… —dijo Lara intentando echarse atrás.

—Quieta, perrita… —le dije con un nuevo tirón de correa—. Como vuelvas a llevarme la contraria voy a probar contigo uno de esos de la estantería.

Le apuntaba a uno de los látigos que parecían más fieros y ella no pudo evitar poner una cara de terror aún más grave.

—Espera… no es eso… —se quejó—. Es que… mi marido está a punto de llegar para comer… no puedes…

—Basta ya de excusas… —solté cabreado—. Y empieza de una puta vez…

No tuve que hacer nada más para que Lara se pusiera en movimiento.

Con cierta prisa, desabrochó la correa de mi pantalón y tiró de él hacia abajo, junto con los bóxer. Extrajo toda la ropa por mis pies y me miró la polla sin decidirse a cogerla entre sus manos.

Le agarré de la raíz de la coleta y le tiré de ella. Un segundo después mi polla golpeaba el fondo de su garganta. Solté un bufido de satisfacción por el calor húmedo que recibió a mi rabo. Era como entrar en la gloria. Ella glugluteaba como un pavo intentando no ahogarse.

—Chupa, pedazo de puta… —la insté recordando las enseñanzas de la guía: «si la sumisa no muestra entusiasmo, debes forzar la situación con palabras obscenas para que obedezca a su amo».

Me senté en una cómoda butaca y volví a tirar de la correa. Lara anduvo a cuatro patas hacia mí y cuando conseguí acomodarme, se la volví a insertar hasta las amígdalas.

Entonces comenzó la verdadera mamada. Ella sabía cómo se hacía aquello, se notaba su experiencia, pero yo sabía lo que quería y no iba a dejarla llevar la iniciativa.

—Espera… —la contuve—. Empieza por succionar el capullo, haciendo palanca con la lengua. Usa mucha saliva. Así… zorrita… joder… así… Hija de puta, como la mamas…

Tras unos segundos, seguí pidiendo:

—Ahora baja los labios por el tronco depositando besitos aquí y allá. Ahora amasa mis huevos. Así… muy bien… ooohhh… sí… así… Ahora cómete los huevos uno por uno… así… con mucha saliva… Primero uno y luego el otro… Primero uno y luego el otro… así… así… que bien aprende mi perrita…

La dejé unos instantes a su aire, y luego le eché una flor, siguiendo los consejos de la guía:

—Joder, Lara, qué bien la chupas, zorrita… —le dije acariciando las tetas con las que tantas veces había fantaseado por debajo del escote de la blusa—. ¿Qué me decías esta mañana? ¿Qué era aquello de que no iba a tocar tu cuerpo en mi puta vida?

Solté una carcajada, pero la hembra que me estaba proporcionando una de las mejores mamadas de mi vida ni se inmutó y siguió segregando saliva sobre mi rabo.

—Pues que sepas que voy a follarte tan fuerte que vas a pensar que hasta ahora no te habían follado de verdad —amenacé e intenté desabrocharle la blusa para verle las tetas al tiempo que se las amasaba.

—No, espera… —dijo echándose hacia atrás—. Te he dicho la verdad. Es la hora de mi marido… Si me desnudas del todo no me va a dar tiempo a vestirme cuando entre en casa… Déjame la ropa, por favor…

Quise hacerla creer que me tragaba aquella gilipollez, ya la metería en vereda después, ahora estaba notando mi polla a punto de explotar y no quería discutir.

—Está bien, pero tú a lo tuyo… chupa, zorra… —acepté—. Por cierto, ¿dónde lo quieres? En la cara o en la boca.

Me miró asustada.

—No, joder, en la cara no… Si llega mi marido no me va a dar tiempo a lavarme…

—Pues te lo tragas hasta la última gota…

—No, por favor… —se quejó—. ¿No podrías echarlo sobre el suelo?, ya lo limpiaré luego…

Me sentó mal que me llevara la contraria todo el tiempo. La guía recomendaba qué hacer si esto sucedía y no me contuve. La bofetada que la propiné solo fue contenida por el pelo que le caía sobre la cara, aunque ella hizo una mueca de sorpresa y dolor.

—Te la vas a tragar toda, zorra… o te pringo la melena para que tu maridito vea lo puta que eres…

—Está bien, Carlos, me la trago… pero no te enfades… —replicó obediente antes de volver a mamar.

Unos segundos atrás se me había pasado por la imaginación que Lara nunca hablaría mientras me la pasaba por la piedra. O que diría solamente cosas como «sí, amo», «no, amo», «lo que quieras, amo». Pero que me llamara por mi nombre me emocionó. Porque si lo hacía así, significaba que allí no estábamos una perrita y su dueño, sino Lara y Carlos, dos personas de carne y hueso que iban a echar un buen polvo para celebrar una amistad recién iniciada.

—Venga, venga… que ya me queda poco… —repetía yo como una letanía.

—¿Te vas a correr…? —preguntaba ella cada vez que yo gruñía—. ¿Quieres que haga algo especial?

—No sé… joder… —dije sin respiración—. Ahora mismo lo que me apetece es dejarte hacer. Ya se ve que eres muy puta… seguro que sabes elegir mejor que yo. ¡Joder como mamas, Lara! Aunque ya me lo imaginaba con esa carita de guarra que me ponías en el despacho de tu jefa.

Y seguía mamando con un ronroneo.

—¿Te gusta mi polla, Lara? —me atreví a preguntar.

—No sé… no está mal…

Tiré de la correa con fuerza.

—No está mal, no me vale, perra… ¿cómo dirías que es?

—¿Ma… magnifica…? —susurró con la boca llena de rabo y mirándome acojonada.

—¿Magnífica? —aquella forma de hablar sonaba muy «cayetana».

—Sí, magnífica… —se reafirmó con ojos de susto—. Es… larga…. y gorda… aunque un poco blanquita…

—¿Cómo la de tu marido?

Me lamía la punta con una lengua golosa que hacía mis delicias.

—¿Y tú… que sabes como la tiene…. mi marido?

—No sé… me la imagino así como la describes: larga y gorda, aunque negra como un tizón.

—La polla de mi marido… no te interesa… —dijo con cautela, quizá esperando un nuevo tirón de la correa—. Por favor… córrete rápido… y no gruñas muy alto para que no se despierte el niño….

Calló y se dedicó a succionarme el capullo con una fuerza inusitada, y el calor comenzó a subirme por los huevos.

—¿Ya te viene…? —preguntó con ojos de espanto. No parecía que comerse mi leche le fuera a gustar demasiado, aunque se la veía resignada.

—Joder, qué bien conoces a los tíos, zorrita…

—Venga, córrete, por dios… que mi marido debe estar entrando en el garaje…

De pronto el calor se hizo insoportable y el volcán amenazó con erupcionar de inmediato.

—Me voy… me voy… —gruñí frenético—. Trágatela toda, so puta… trágatela…

Y Lara se la metió hasta la garganta, a la espera de que mis disparos comenzaran a llenársela.

Entonces el móvil de Lara comenzó a sonar desaforado y mi corrida se fue a la mierda.

Continuará...
 
Gracia por compartir tu novela. Un saludo
 
CAPITULO 6

Lara se liberó de mi rabo y se lanzó a por el móvil —debía de haber caído en el suelo durante la refriega inicial— para evitar que el bebé se despertara. Cabreado por el corte de la corrida, tiré de la correa con mala leche.

—¡Joder, cabrona, puta de mierda…! —casi grité—. ¡No me dejes así… me cago en tus mu…!

Pero la fuerza de una esposa y madre es más enérgica que cien correas y lo comprendí en ese momento.

—Hola, cariño… —dijo Lara tras responder a la llamada—. ¿Pasa algo?

Supuse que sería su marido y me callé como un muerto.

Mientras Lara hablaba con él, mi polla comenzó a desinflarse como un buñuelo fallido dentro del horno.

Cuando al fin colgó, se puso en pie con expresión de pánico.

—Joder, Carlos, quítame la correa que mi marido está en el garaje. Si no está ya aquí es porque se ha olvidado algo en el coche y ha vuelto a bajar. Me ha llamado para que vaya poniendo la mesa.

La ayudé a quitarse el collar recordando la imagen del tipo con músculos de levantador de pesas de las fotos. Luego ella me dio instrucciones.

—Escucha: mi marido suele comer en pocos minutos, no más de veinte. Después se echará una siesta de media hora cronometrada. Quédate en este cuarto, por tu padre, y no hagas ruido. Y vístete por si te toca correr. Si te pilla aquí, a ti te mata seguro, y a mí igual me tira por el balcón. ¿Has entendido?

De pronto, toda la chulería de dominator aprendida en la guía se me había evaporado, y una congoja cercana al terror me atenazaba el estómago.

Lo que no me cuadraba era que Lara no quisiera chivarse a su marido y que no me tiraran por el balcón entre los dos. ¿Querría salvar mi pellejo? ¿O era el suyo el que la preocupaba? Quizá no era la primera vez que el marido la sorprendía infraganti y ya sabía Lara lo que la esperaba si volvía a pillarla en renuncio, por mucho que insistiera en que aquello no era lo que parecía.

De cualquier manera, le hice caso y me vestí, dejé la sala como estaba cuando entré minutos antes, y me senté en una butaca a esperar.

*

Me asomé por la puerta con disimulo, por suerte la cortina y la librería ocultaban mi presencia sin problemas. Oía de lejos las conversaciones de los esposos mientras comían, pero sin entender lo que hablaban.

Unos minutos después sus voces sonaron más fuertes y claras, con toda seguridad habían salido de la cocina. Volví a mi escondite con pavor y esperé a que Lara volviera. Al pasar por la mesa de las correas de perro, se me ocurrió una idea y mi erección comenzó a renovarse.

—Vamos… —dijo Lara al entrar en la sala—. Mi marido ya se ha metido en la cama para la siesta… Ya puedes irte sin miedo, la puerta de la calle está despejada.

Su gesto de sorpresa al no verme fue monumental. Giró la cabeza hacia todos lados incrédula. Pero no se le ocurrió mirar a su espalda.

Salté sobre Lara y la empujé contra la mesa de las correas caninas. Sujeta con mi cadera en la suya le empujé la cara sobre la madera de caoba y dejé su cuello desnudo a mi merced. En esta ocasión ponerle el collar me resultó mucho más fácil, se veía que la experiencia de mi primera vez había servido para algo.

—No, joder… —se quejó Lara con un siseo—. ¿Qué haces…?

Le arrimé mi boca a su oído y susurré como ella había hecho.

—¿Que qué hago…? —dije con ironía—. Acabar lo que empezamos antes. Sit down, perrita…

En pocos segundos, mi polla asomaba por la bragueta del pantalón y Lara mamaba con un ansia arrebatadora. Debía suponer que la dejaría en paz y que me largaría en cuanto me hubiera corrido. Y no andaba desencaminada porque aquel era mi plan.

Pero los planes están hechos para ser cambiados, y mientras me moría del placer de verla mamar a dos manos, mi plan inicial empezó a cambiar.

Mi polla había crecido en su boca hasta quedar como una piedra. Lara succionaba de mi capullo porque sabía que era la zona que debía trabajar para acelerar el orgasmo. Pero en mi mente se iban dibujando imágenes que no auguraban nada bueno, al menos para ella. Mi espíritu de dominator volvía a tomar forma tras saber que su marido dormía como un bendito.

*

Vencido por las imágenes que se dibujaban en mi mente, no pude resistirlo y me puse en pie de un salto. La elevé del suelo y tiré de la correa para que me siguiera al exterior de la sala.

—¿Dónde… vas…? —dijo ella con el pánico dibujado en su voz.

—Ahora lo verás… —le espeté divertido mientras llegábamos al pasillo de las habitaciones—. ¿En qué habitación está tu marido?

Tragó saliva sin entender a qué venía mi pregunta. Un tirón de la correa la hizo reaccionar.

—En… esa… es la de matrimonio —dijo señalando la que estaba casi enfrente de uno de los baños.

—Genial… —dije yo con sonrisa socarrona y tiré de la correa para que volviera a ponerse de rodillas.

Antes de que pudiera reaccionar, ya le había metido de nuevo la polla hasta la garganta. Se la veía luchar por coger aire, pero contenía los gorgoteos para no despertar a su marido.

—Cabrón… —fue lo único que llegó a susurrar.

La tomé de la coleta y comencé a follarle la boca con suavidad, disfrutando de cada embestida. Lara agarraba mis manos para que no le hiciera daño en el pelo.

Tras un par de minutos de follada bucal, una nueva idea se instaló en mi cabeza. La verdad es que Lara tenía razón: el poder que me confería la correa me estaba volviendo un cabronazo de lo más atrevido.

Lo dudé solo un instante… al segundo siguiente tomé la manilla de la puerta y la abrí unos centímetros.

—Noooo… —casi gimió Lara con un susurro.

—Calla, zorra… y sigue chupando —la espeté siseando y con un calambre de placer morboso recorriendo mi espalda.

Miré hacia el interior de la habitación. El marido de Lara dormitaba mirando al techo y con la boca abierta. Una babilla le colgaba de la comisura del labio. Un ronquido suave salía de su nariz que vibraba en cada respiración.

—No, joder, no… —volvió a quejarse Lara.

Esta nueva negativa me enfadó sobremanera. Tomé a Lara por la coleta y, casi levantándola, la empujé contra la pared. Una vez apoyada en ella, me volqué sobre su boca y entonces mi follada se volvió brutal.

Con una mano me apoyaba en la pared y con la otra sujetaba de la cabeza a Lara para que mis embestidas no la hicieran golpear contra el muro. Y a cada embestida, Lara soltaba un ligero gorjeo que no podía evitar, al tiempo que se agarraba a mis piernas para no caer hacia atrás.

—Ssshhh, no gimas, puta… —le siseé de malas pulgas.

Mientras culeaba mi polla en la boca de Lara, miraba a su marido dormir como un bendito. El muy cerdo, que a saber cómo usaba con Lara las herramientas de la sala «roja». Mi querida Lara. Con solo pensar en ello se me revolvía el estómago.

Aquella escena debió de durar más de tres minutos, y no conseguía correrme. Al final, decidí dar un giro de guion.

Me arrodillé junto a Lara, la morreé unos segundos antes de proseguir con la nueva idea que tenía en mente y saboreé el gusto de mis propios fluidos, un pre-semen salado y amargo como un demonio.

No entendí como hay chicas que se mueren por saborear semejante mierda. Tanta revolución feminista para finalizar en jovencitas compitiendo por conseguir las mayores marcas coloradas en las rodillas.

Tras el morreo, la empujé sobre el suelo y le enrollé la falda sobre la cadera. Lara debió leerme la mente porque quiso levantarse para impedir mi siguiente movimiento. Pero antes de que pudiera renegar, me había puesto sobre ella y mi nabo la atravesaba el coño como una espada al rojo vivo atraviesa un pedazo de queso. Su humedad, casi un charco, ayudó para recibir a mi rabo en su interior.

Lara soltó un quejidito leve y estiró el cuello hacia atrás. Supuse que mi entrada triunfal no la había disgustado del todo. Y, en cuanto empecé a follarle el coño con suavidad, su cuello se enroscó hacia adelante y sus brazos se agarraron a los míos con una fuerza inusitada.

La embestí entrando y saliendo de ella de forma rítmica y feroz. Uno, dos… uno, dos…. Mientras tanto, la empujé hacia atrás soltando sus garras de mis brazos y me incliné para comerle la boca y así evitar que sus jadeos salieran por ella. Los ojos en blanco de Lara me indicaban que la estaba gozando tanto o más que yo.

Me concentré en la humedad y el calor que emanaba de aquel orificio sagrado. Una vagina apretada que abrazaba mi rabo como queriendo retenerlo en su interior. Era maravilloso follarse a Lara y saber que ella también lo disfrutaba.

Y seguí entrando y saliendo de aquel coñito delicioso, esta vez con embestidas lentas y profundas para evitar el plas-plas de mis huevos contra su vulva. El cornudo de su marido seguía durmiendo al fondo, mientras a su mujer la hacían gozar con un rabo ajeno.

Cuando el calor comenzó a quemarme las pelotas, supe que está vez sí que iba a poder eyacular. Y le iba a soltar un lefazo a Lara que la iba a rebosar por los bordes del coño. Me elevé un poco sobre ella y le tapé la boca con la mano para que no gritara.

Y, conteniendo la respiración, me dispuse a derramarme como un cerdo.

Y a ella, súper colorada por el orgasmo inminente, se la veía a punto de llevarse la mayor corrida del siglo.

Lara volvió a arquear su espalda hacia mí y me abrazó con la fuerza de un oso, la boca mordiendo mi hombro para evitar el grito que ya comenzaba a brotar de su garganta. Sus muslos apretaban mis caderas como intentando evitar mi huida.

Y los dos ya estábamos temblando…

Y le tome la boca y resoplé dentro de ella, mientras Lara mordía mi lengua, sofocada.

Y…

...Y de pronto se escuchó la voz de su marido…

—¿Lara? —dijo con un bostezo—. ¿Estás ahí…?

Me acordé de todas las blasfemias que había dicho en mi vida y las repetí todas al unísono dentro de mi cabeza. ¿Pero no estaba durmiendo aquel pedazo de cornudo? ¿¡Qué coño hacía despierto!?

«¡Me cago en su puta madre! —me repetía interiormente—. La culpa ha sido mía por pasarme de la raya con la puta puerta».

Pero no había solución. ¡Mi corrida se había vuelto a ir a la mierda, junto con la de Lara! Y mis pelotas comenzaban a teñirse de morado.

Continuará...
 
CAPITULO 7

Tras oír la voz del cornudo, el pánico me encogió las tripas y me lancé a un lado de la puerta sin hacer ruido. Lara había hecho lo propio, aunque arrastrándose sobre el suelo. Luego, se incorporó sobre un codo y me puso una mano en la boca para que no osara ni respirar.

—Sí, cariño… —respondió dulzona, intentando disimular el calentón—. ¿Estás bien?

El musculitos bostezó antes de hablar.

—¿Podrías traerme un vaso de agua? —pidió sin un mero «por favor», el muy perro—. El jodido bacalao me ha dejado seco.

Lara no se hizo de rogar.

—Claro, cielo, ahora mismo te lo traigo.

La mujer se puso en pie, se estiró de la falda hacia abajo, aquella falda que llevaba un buen trajín durante todo el día, y me hizo un gesto con la mano. Se había sacado el collar con una facilidad pasmosa y me lo entregaba con un gesto que lo decía todo sin hablar: «escóndete en ese baño».

Le hice caso y entré en el aseo, aunque con la curiosidad que me embargaba no pude evitar asomar la cabeza mientras veía a Lara volver con un vaso de agua y una servilleta de papel. La mujer me hizo un gesto con la mirada para que volviera al escondite, pero, muy al contrario, me escabullí del baño y a través de la puerta semiabierta de su cuarto me dediqué a espiar lo que allí pasaba.

Miguel —el nombre de su marido me lo diría Lara más tarde—, se sentó sobre la cama y tomó el vaso de las manos de su mujer. Mientras bebía, ella se había quedado a su lado, solícita. Se la veía muy entregada a aquel hombre que no mediría menos de uno noventa.

El tipo bebía y miraba a su mujer de arriba abajo.

—¿No te has cambiado la ropa de la calle? —dijo el cornudo tras apurar el vaso.

—No, no he podido —respondido ella con dulzura—, el niño me ha dado una buena sesión antes de dormirse. ¿Quieres que me lo quite?

—No… no… tranquila… —respondió Miguel—. Mejor déjatelo puesto, lo prefiero para lo que estoy pensando…

Lara intuyó a lo que se refería su marido e intentó dar un paso atrás para zafarse. Demasiado lenta. El tipo la agarró por un brazo y la atrajo hacia sí.

—No… cielo… —intentó negarse ella—. Que no te va a dar tiempo a dormir la siesta…

—Que le den por saco a la siesta… —dijo él, agarrándola ahora de los dos brazos—. Deja el vaso y súbete a la cama.

—Jo… Miguel, no… —aún le dio tiempo a decir a Lara, aunque no la sirvió para nada.

Antes de que el vaso estuviera posado sobre la mesilla de noche, el hombretón ya había subido a su mujer sobre la cama y la había colocado en cuatro, con la cabeza contra la pared.

De un salto se situó tras ella, se bajó el pantalón del pijama lo justo para extraer la polla y de un empujón intentó clavársela.

—Espera… espera… —protestó ella—. Al menos ponte un condón, ¿no?

—Bueno, vale —aceptó el grandullón—, ¿tienes alguno a mano?

—Sí, en mi mesilla, deja que te lo busque.

Lara sacó un preservativo de un cajón y se lo entregó tras rasgar el envoltorio. Recordé en ese instante el momento vivido por la mujer y yo mismo unos minutos antes. La tenía empalada y ambos estábamos a punto de corrernos. Y en ningún momento se había quejado porque yo no llevara condón. Lo medité un instante, ¿sería la fuerza de la correa la que actuaba sobre ella?, ¿o es que estaba tan cachonda que le importaba todo una mierda?

Volví a la realidad y observé el final de aquella escena que duró tan solo un par de minutos.

Durante ese tiempo el hombre la culeó de forma enajenada hasta correrse con unos gruñidos de cerdo que daban espanto. «Va a despertar al niño», fue lo único que se me venía a la cabeza mientras observaba como la tiraba del pelo, la cacheteaba en el culo y le decía palabras obscenas. La cabeza de Lara golpeaba de forma repetitiva sobre el cabecero de la cama provocando un pom-pom-pom que podría haber despertado a un elefante. Pero al niño no se le oía llorar, debía de estar acostumbrado al forcejeo de sus padres en aquella habitación.

Finalmente, el cornudo se corrió, se salió de ella, y tiró del condón de manera impúdica antes de arrojarlo sobre el suelo. Se notó que al tal Miguel le traía sin cuidado el placer que pudiera obtener su mujer. Ella no se debía ni de haber enterado. Menudo hijo de su madre…

Lara se puso en pie y se bajó de la cama. El tipo se subió el pijama y se quedó tumbado boca arriba, regodeándose de la corrida que le había proporcionado su mujer. Se rascaba las pelotas de forma impúdica mientras ella se dirigía hacia la salida de la habitación tirando para abajo de la falda —la pobre falda.

Cuando Lara salió de la habitación y me encontró espiando en el pasillo se agarró un globo de mil demonios. Estaba a punto de decirme algo, cuando una sombra se acercó a ella por la espalda. Era el puñetero Miguel que salía del cuarto, todavía rascándose las pelotas.

Con el susto no tuve tiempo de pensar y, sin dudarlo, me volví al baño a toda prisa. Lara corrió detrás de mí, pero solo me atrapó cuando ya estaba dentro.

—Joder, aquí ahora no… —dijo en un susurro con varios puntos de pánico—. ¡Que viene para acá, so gilipollas!

¿Pero cómo podía saberlo yo? La miré con ojos de terror y ella giró la cabeza hacia todos lados. El baño no era pequeño, pero tampoco inmenso. No había muchos sitios donde esconderse. Solo uno, aunque muy poco seguro. Y Lara me empujó hacia él.

—Métete en la bañera —siseó—. Corre un poco la cortina y ponte tras ella agachado.

Así lo hice justo a tiempo de que el hombretón entrara en el aseo sin descubrirme, bostezando y rascándose, para variar.

Lara se había levantado la falda, se había sentado en el bidé de un salto y había abierto el grifo. Fingía mear y lavarse, todo a una. Su marido se arrimó al inodoro, se bajó el pijama y comenzó a mear con chorro grueso y disperso.

Caí en la cuenta de que aún no le había visto la polla a aquel tiarrón. Ni siquiera mientras se follaba a su mujer la había dejado asomar ni un pelo más de lo necesario. Lo mismo ocurría ahora que, de espaldas a mí, podía imaginarla, pero no verla. Debía tener un pedazo de mazo aquel tipo que sería de flipar.

La amante esposa sonreía con «dulzura de esposa» viendo a su hombre mear y, cuando éste terminó, le tiró un besito arrugando los labios.

El tipo la miró largamente, parecía estar maquinando algo. Finalmente, se bajó los pantalones del pijama de un tirón y los arrojó a un lado. Luego se encaró a su mujer y acercó la cadera a su cara.

—¿Pero qué haces, amor…? —protestó ella—. ¿No ves lo tarde que se te ha hecho…?

—Es solo un par de minutos, ya lo verás.

La cara de la mujer mostraba desagrado mientras Miguel intentaba clavársela en la boca a pesar de tenerla fláccida y colgona.

—Joder, cariño, que acabas de mear… y antes te has corrido… —casi gimió Lara, lastimera.

—Si te va a gustar, bobita… —replicó el muy cerdo—. Tan rica que te va a saber…

Y sin más preámbulos se la insertó en la boca y comenzó a culear para que el rabo volviera a la vida. Cuando esto ocurrió, me faltó muy poco para soltar una carcajada.

La picha que aún no había visto se dejó ver ahora. Entraba y salía de la boca de Lara desde la punta hasta las pelotas, pero ni de coña era como la había imaginado. Larga sí que era, es cierto, pero también… ¡tan fina como un puñetero lápiz!

Me tuve que sujetar las tripas para no partirme de la risa. Asomaba la cabeza por la cortina y Lara me miraba con malas pulgas. «¿Qué pasa? —decían sus ojos mientras mamaba con cara de asco—. ¿Nunca has visto una polla delgada?».

Joder, ¡pues claro que no! Viendo porno he visto multitud de pichas, pero como aquella no había visto ninguna en mi vida. La pobre Lara no debía ni notarla cuando la tuviera dentro de aquel inmenso chochazo que se gastaba. Apretado, vale, pero inmenso. Una lástima para ella, qué se le iba a hacer.

Los minutos posteriores el tipo se dedicó a entrar y salir de la garganta de Lara. De cuando en cuando le taponaba la nariz para evitar que respirara y solo la liberaba cuando su esposa se ponía casi morada y empezaba a dar arcadas. El muy perro sabía cómo hacer sufrir a la putilla.

Continuará...
 
CAPITULO 8

La follada bucal no duró mucho, afortunadamente. El hombre acababa de eyacular unos minutos antes y no debía de quedarle gasolina. Así que terminó por cansarse y se echó para atrás. Luego se subió los pantalones y los bóxer y, sin echarse encima una gota de agua, salió del baño camino de su habitación.

«!Pedazo de cerdo!», mascullé.

Lara salió tras él, tras enjuagarse la boca, y yo me asomé a la puerta del baño para volver a espiar sus movimientos.

Estuvieron ambos en el cuarto durante cinco minutos y al cabo salieron juntos y se dirigieron hacia la puerta de la casa.

Remolonearon unos segundos dándose piquitos amorosos y luego el tal Miguel desapareció.

Me dirigí hacia Lara a paso cansino y me uní a ella junto a la puerta. Iba a esperar unos minutos para dejar a su marido alejarse del edificio antes de salir de la casa. Ella se acercó a mí y se me quedó mirando extrañada.

—¿Dónde vas? —preguntó mirándome a los ojos.

No supe qué responder. En realidad, era obvio, ¿no? ¿Qué coños pintaba yo allí después de lo visto?

—¿No me digas que te marchas? —dijo recelosa.

—Pues… claro… —esta vez conseguí hablar—. ¿Qué voy a hacer si no?

—Pero… ¿por qué? —se quejó—. ¿He hecho algo que no te ha gustado?

«¿¡Qué!?», pensé alucinado, pero volví a guardar silencio. Notaba el latido de la sangre en un oído —fruto del miedo pasado minutos antes— y cabeceé para alejar la incómoda sensación.

—¿No serás tan cabrón de dejarme así…? —Lara tragaba saliva y me miraba a los ojos sin parpadear—. Me has puesto cachonda como a una cerda y aún no he conseguido explotar.

—¿No te has corrido con tu marido?

—¿Con ese…? —puso cara de desagrado—. Ni de coña… con Miguel no me corro desde hace años…

Su confesión me enfadó.

—Pues entonces no sé qué haces casada con él, es casi un viejo a tu lado.

Pareció mosquearse y lo demostró:

—Mira, Carlos, eso a ti ni te va ni te viene… —me regañó—. Pero si has empezado con algo, ahora no puedes echarte atrás.

Intenté buscar una excusa creíble, me moría por salir de allí no fuera a volver el musculitos.

—Lo siento, Lara, pero mañana tengo un examen, otro día será…

—¡Y una mierda! —gruñó—. Otro día me follas más, pero hoy tienes que acabar lo que has empezado… No puedes hacerme esto… ¿No serás un cerdo calienta coños, no? ¿Me vas a dejar tirada como a una puta?

Me había dejado la respuesta a huevo y sonreí para mis adentros. «A cada una la dejan como lo que es», pensaba. Pero no me atreví a pronunciarla. En lugar de ello, le espeté irritado:

—¿Para qué? ¿Para quedarme otra vez a medias?

Me echó las manos al cuello y arrimó su pelvis contra la mía.

—Quédate, joder… —su tono era lastimero y sus morritos eran los de una niña que pide caramelos—. Te prometo que ya no habrá interrupciones…

—¿Y…? —la reté.

Lara no respondió con palabras. Simplemente me quitó la correa que aún llevaba en mis manos y se la puso alrededor del cuello. Ante mi mirada alucinada, se dobló sobre sí misma y en un instante se encontraba a cuatro patas y con la lengua fuera de la boca. La movía relamiéndose los labios. Mi polla dio un Sí bemol y se irguió de un salto. Fue la erección más rápida de mi vida.

La icé del suelo y la permití sujetarme de una muñeca. Luego tiró de mí y me llevó al salón, sentándose en uno de los sofás de cuero de treinta mil pavos por lo menos. Cuando me arrodillaba ante ella, sin embargo, llegó la enésima interrupción de la tarde. Esta vez era el niño que lloraba.

Suspiré irritado, pero ella estuvo al quite antes de que volviera a intentar escapar.

—Espera un segundo —dijo levantándose a toda prisa—. Esta vez lo soluciono rápido.

*

En unos instantes había vuelto con el niño, lo había depositado en el parque infantil junto a la librería y se había vuelto a sentar en el sofá frente a mí. En el parque había todo tipo de artilugios para bebé.

—Tranquilo, el niño tiene ahí sus juguetes y suele pasarse horas entretenido sin dar la lata —dijo y se arremangó la maltratada falda.

Intenté atraer sus caderas hacia mí para entrar en ella, pero Lara me cogió de la cabeza y me la llevó entre sus muslos.

—Chupa… por dios… chupa y mátame…

Se abrió la hendidura del coño con las dos manos y me ofreció su chochazo para que lo saboreara a placer. Y eso fue lo que hice. Durante los siguientes minutos me harté de comerle aquel rincón sagrado, salivándolo desde el clítoris hasta el orificio de entrada a su cueva y viceversa.

Lara daba botes sobre el sofá, intentando no gemir demasiado alto para no atraer la atención del niño. Cuando su vientre se puso rígido, comprendí que su orgasmo ya le subía por las piernas. No iba a tardar en correrse.

Entonces me eché para atrás y me incorporé sobre ella.

—Joder… no dejes de chupar… eres un cabrón… estaba a punto… —se quejó amargamente. Lágrimas de desesperación recorrían sus mejillas.

Me alcé y tiré de sus caderas, al tiempo que le introducía la polla hasta la base de las pelotas. El coño lo tenía tan húmedo que se la tragó sin necesidad de empujarla. ¡Qué puto placer volver a entrar en aquel coño suave y caliente!, pensé.

—Ufffff… —escenifiqué el gusto que me recorría la polla entera, desde el glande hasta los testículos. Luego respondí a su queja—. No te preocupes, zorrita, que te voy a hacer correr con el rabo hasta que creas que vas a morirte… Pero tápate esa boquita de puta que vas a mosquear al niño…

Se puso las manos en la boca y dio un par de botes sobre el sofá. Notaba que por cada palabra obscena, Lara sentía un subidón de adrenalina, un mini orgasmo en toda regla.

Comencé a follarla sin contemplaciones. Sabía que con aquel chochazo era imposible causarle dolor, pero en el fondo era lo que pretendía. No por ser un puñetero cerdo, sino porque según las reglas de la guía de la sumisa, ésta agradecía el dolor como prueba de su sumisión al «Alpha».

Aquello ya no era follar, si no «joder». Joder por todo lo alto y con todas las letras. El sofá crujía con cada embestida, la falda se arrugaba más y más… y Lara retenía un gemido cada vez que mi glande golpeaba su útero.

Aproveché la posición de sus piernas, elevadas al techo, para lamerle uno por uno todos los dedos de sus pies. Me había pajeado cientos de veces soñando con ellos y ahora hacía mi sueño realidad. No dejaba de embestirla con fiereza mientras tanto.

Tras unos instantes de mete-saca, la mujer estiró sus brazos y los pasó alrededor de mi cuello. Luego, haciendo palanca, subió su cabeza y pegó su frente a la mía, mirándome tan de cerca que daba miedo. Su expresión contraída y sus dientes asomando y mordiendo no ya sus labios, sino también su barbilla, transmitía la sensación de que se lo estaba pasando en grande.

De pronto soltó una frase que me dejó helado:

—Pégame… —suspiró con un jadeo, más que habló.

—¿Qué…? —la había oído, pero no quería creerlo.

—Que me pegues, coño… —volvió a jadear.

Le aticé un cachete en una nalga al tiempo que la follaba como el pistón de una máquina. El cachete había sido casi sin tocarla, como había visto en las pelis porno en las que el actor era un sensiblero.

—Ahí, no… tío —se quejó—. Dame en la puta cara…

Ahora sí que me quedé alucinado, bajando la intensidad de mis acometidas.

—Vamos, joder… ¿a qué esperas? Hóstiame de una puta vez… —me apremió.

Más por callarla que por otra cosa, le propiné una bofetada sin casi tocarla que la hizo volver la cabeza. La melena le cayó sobre la cara y su imagen ganó en belleza. Aun así, no se había quedado conforme.

—¿Qué coños eres…? —me retó—. ¿Una nenaza?

No le di tiempo a acabar la frase. La bofetada en esta ocasión sonó por toda la casa. Tuve miedo de que el niño se volviera a mirar, pero ella no parecía temerlo. Al menos, su sonrisa de placer, los dientes mostrando una agresividad increíble, así lo parecía.

Se soltó de un brazo y me mostró las tetas en un movimiento que invitaba a…

¡Zas!

El golpe sobre las tetas a mano abierta tuvo que dolerle, a tenor de su expresión, pero enseguida volvió a sonreír. La muy puta necesitaba los golpes para sentirse plena. Así que a partir de ese momento ya no me corté.

Los minutos siguientes la abofeteaba en la cara y en las tetas de forma alterna. La rudeza de los golpes iba en aumento y el rojo de sus mejillas y de sus pechos crecía a la par.

Y el orgasmo no se hizo esperar. Noté el de ella subirle por los muslos, al tiempo que en mis pelotas ya bullía la leche pidiendo salir.

—Voy a correrme —le anuncié—. ¿Quieres que me ponga un condón?

—Ni de coña… —jadeó—. Si te sales ahora… te mato…

No entendí su negativa.

—Pero a tu marido le has obligado a ponérselo —insistí.

Lara respondió de forma críptica.

—Mi marido… joder… me corro… —jadeaba—. Mi marido es un guarro… Hostia puta, me voy, me voy… no te preocupes por él… tu fóllame, que ya no aguanto más…

Y me dispuse a cerrar la faena elevando la velocidad de la jodienda, acompañado por dos hostias en cara y tetas.

—Allá voy… yo… también… —le dije apretándola del cuello para hacerla gozar con la asfixia—. Te voy a llenar de…

—Aaaagggg… —gruñó ella sin poder hablar por la fuerza de mi mano en su garganta.

Y el orgasmo comenzó a apoderarse de los dos al unísono.

Pero de pronto algo lo retuvo…

Porque entonces…

¡Sonó el timbre de la puerta!

¡Su puta madre…!

Continuará...
 
CAPITULO 9

Esta vez fue ella la que juró en hebreo, mientras mi orgasmo se paralizaba por enésima vez y la leche volvía a su base en los testículos. Los temblores de los muslos de Lara también se detuvieron.

—¡Me cago en su puta madre! —blasfemó—. ¡Como sea un vendedor lo voy a capar y luego le haré tragarse las pelotas!

Me empujó hacia atrás y mi polla salió de su interior reduciéndose a ojos vista. Luego salió a la carrera hacia la puerta de la casa bajándose la falda. La pobre falda, llena de lamparones y arrugada como un acordeón.

Lara observó un segundo por la mirilla y volvió a la carrera.

—Es la vecina de al lado —susurró quitándose la correa del cuello—. Vete a la cocina y espérame allí. Por nada del mundo se te ocurra salir. Toma, coge la correa.

No entendí por qué la cocina.

—¿No es mejor el baño, como antes?

—No… hazme caso…. Mejor la cocina.

Salí a toda leche hacia donde me pedía, dando saltitos mientras me recolocaba los bóxer y los pantalones.

En cuanto la puerta se abrió, todo se convirtió en besos, risas, palabras amables y todas esas bobadas sociales. Yo observaba asomado a la puerta de la cocina y vi a la mujer, una regordeta de edad parecida a la de Lara con una niña en brazos.

La invitó a entrar al salón y comprendí que aquella visita no era de las de cinco minutos. Me iban a dar las uvas escondido en la puta cocina.

No habían pasado ni dos minutos de palabras cordiales, cuando oí a Lara ofrecer café a su amiga.

—¿Te apetece un café?

—¿No tienes mejor un té? —respondió la gordita.

—Ufff… no, lo siento… —replicó Lara en un tono que sonaba a excusa por todos lados—. Se me ha acabado y aún no he podido ir al súper. Pero tengo de ese café italiano que a ti tanto te gusta. Me va a llevar algo de tiempo hacerlo, pero seguro que vale la pena. ¿Te apuntas?

—Ah, vale… —respondió la gordita, conforme—. No te preocupes por el tiempo, yo cuido de los niños mientras lo preparas.

Y en menos de un segundo, Lara entraba en la cocina a toda velocidad, entornando la puerta tras de sí. Sin mirarme siquiera, preparaba una cafetera y la ponía al fuego. Luego, como si tal cosa, se volvía hacia mí y se me lanzaba al cuello para comerme la boca con su lengua dulce y húmeda.

Nos morreamos en medio de un silencio solo roto por el silbido de la cafetera. Luego, sin mediar palabra, me soltó el cuello y se levantó la falda. Y, tras apoyarse en la isla central de la cocina, me ofreció el trasero.

—Vamos… métemela, tío… que estoy que me muero por correrme…

—No me jodas, Lara, que la polla aún no se me ha recuperado del susto…

—A ver, déjame.

Se puso de rodillas y se la metió en la boca. La saboreó unos instantes y enseguida estuvo enhiesta como un poste. Volvió ella a su posición ofreciéndome su trasera y me atrajo hacia ella.

Acerté al segundo intento, tras corregirme Lara la dirección de mi prepucio que apuntaba hacia al orificio equivocado. Y comenzamos a follar como locos, mi mano en su boca para ahogar los grititos que salían de ella cada vez que mi glande tocaba fondo.

Mientras la embestía enloquecido, comprendí por qué me había pedido que la esperara en la cocina. Había planeado seguir el polvo allí desde el minuto uno. La muy puta lo necesitaba y era capaz de pensar a toda velocidad. Como premio, hice un revoltillo con su melena y lo agarré por la raíz. Luego tiré de él y, ahogándola con una mano y con la otra a punto de arrancarle el pelo, elevé la fuerza de las acometidas para sonrojo del mismísimo marqués de Sade.

Noté sus muslos ponerse rígidos y su vientre agitarse. El final para ella llegaba, aunque a mí me faltaba algo todavía. La tomé el clítoris soltando su garganta y se lo masajeé para hacerla llegar al cielo.

Pero dura poco la alegría en casa del pobre, como decía mi abuela.

Y algo volvió a torcerse.

—¡Lara! —gritó la gordita desde el salón—. ¡Tu niño se ha hecho caca! ¿Te lo llevo y lo cambiamos ahí mismo?

*

Otra vez volvió Lara a dar un salto del susto y de la rabia, pero no le dio tiempo a blasfemar. Yo me cagaba en todos los muertos de la gordita sin poderlo remediar. El cerebro de la putita, sin embargo, no dejaba de funcionar a toda máquina.

—¡Joder! —jadeó sujetándose a la encimera para no caerse por el temblor de las piernas—. ¡Corre y métete en el baño como antes! Ya iré cuando pueda.

Salí a toda leche, vigilando que la gordita no me viera y me metí en el aseo. Tras unos segundos de zozobra escondido tras la cortina de la bañera, me armé de valor y me asomé al pasillo. Las oí hablar y seguí su conversación. Tenía que salir de aquella casa cuanto antes, ya me la machacaría en un bar o donde fuera, pero aquello de follar y no poder descargar me estaba matando.

Las amigas cambiaron los pañales de los dos niños sobre la isla de la cocina. Luego pasaron al salón y tomaron café hablando de sus cosas. Lara apretaba mucho las piernas, imaginaba su temor de que si su amiga la veía sin bragas y con el coño al rojo vivo, iba a tener que dar muchas explicaciones. Yo las espiaba desde el pasillo, esperando la menor oportunidad para escapar por la puerta de la casa.

Hasta que Lara me descubrió.

Me miró de malas pulgas y me hizo una seña para que me volviera al baño.

«¡Y una mierda!», le respondí con la mirada.

Y entonces ella volvió a improvisar.

—Jo, creo que necesito una ducha… —rió desvergonzada—. No te puedes imaginar lo que me ha pasado… jajaja…

—¿Qué te ha pasado, pedazo de zorra…? —rió la gordita—. Vamos, cuenta, cuenta…

Lara se hizo la interesante dándole un largo sorbo a su café. Los ojos de la amiga se salían de sus órbitas, empujándola a seguir con la historia.

—Pues es que… —rió tapándose la boca y poniéndose colorada.

«Joder… —me estremecí—. ¿Qué coño le va a contar la muy puta? No me jodas que le confiesa que llevamos toda la tarde para terminar un puñetero polvo…».

—Verás… —continuó Lara ante la mirada expectante de la gordita—. En la siesta… mi marido…

—No me jodas que…

—Pues eso… que me ha jodido, pero bien… jajaja

—Hostia puta… ¡Qué puñetera suerte tienen algunas! ¿Y qué tal?

—Ay, chica… —decía Lara mirando a su amiga y de reojo hacia la puerta, es decir, hacia mí—. Pues que el tío estaba cachondo como un perro y me ha follado con todas sus fuerzas. Pim pam, pim pam… dale que te pego como si no hubiera un mañana.

La gordita se iba poniendo colorada a medida que la historia avanzaba.

—Joder, Lara, que me estás poniendo muy cerda… Hasta las bragas se me han empapado… Cuenta, cuenta… ¿qué más ha pasado?

—Pues no veas… El muy guarro ha empezado a decirme palabrotas… Que si perra, que si puta… ya sabes, esas cosas…

—Bueno, solo me lo imagino… porque saber, saber… —dijo la gordita con expresión contrita—. Ya me gustaría que mi marido me llamara puta alguna vez… al menos eso demostraría que está vivo… Pero sigue, ¿ha hecho algo más?

Lara volvió a reír.

—Pues verás… —fingió timidez—. Es que lo siguiente no sé si debería contártelo…

—Pero mujer, no puedes dejarme a medias… Anda, suéltalo o te estrangulo…

Entonces Lara se desabrochó la blusa.

—Pues que el muy guarro, cachondo como un cerdo, se ha liado a darme bofetadas en la cara y en las tetas… mira, mira…

Lara le estaba enseñando las marcas que yo acababa de dejarle en los pechos y mi polla comenzó a resucitar.

—¡Jo-der…! —murmuró la gordita llevándose las manos a la boca—. Hay que ver qué suerte tienen algunas. A mí ni un simple cachete en el culo me da el muy cabrón

—Pues ya ves… —replicó Lara—. Pero lo peor llegó al final…

—¿Qué…? —suspiró la amiga de Lara—. ¿Hay más?

—¿Que si hay más…? —respondió la putita—. Pues que al final me ha regado de lefa todo el cuerpo y hasta la ropa… Menuda corrida el cabroncete… Mira, mira los lamparones de la falda…

La gordita se mordía las uñas para no gritar de calor, cachonda como una perra.

—Total… —apuntilló Lara—. Que como el niño se ha despertado de la siesta un poco guerrero, pues que no me ha dado tiempo ni para lavarme la leche del señor… Uffff…. Me siento muy puta… pero al mismo tiempo muy guarra… necesito una ducha larga y caliente…

En ese momento entendí de qué iba la jugada. Lara estaba propiciando el siguiente paso, como en una partida de ajedrez. La muy zorra no quería perderse el orgasmo que la había perseguido toda la tarde sin llegar a pillarla al final.

—Pues tranquila… —replicó la gordita, ofreciendo lo que Lara había buscado desde el principio—. Tú dúchate sin prisas que yo cuido de los niños. Y si quieres bañarte, pues igual... No te preocupes, cielo, que el niño está seguro conmigo.

Lara la abrazó y le dio un sonoro beso en la mejilla.

—Ay, amiga, eres mi salvación, que sería de mí sin ti.

La gordita se ruborizó y, quitando hierro a la frase de su amiga con un manotazo al aire, la empujó a irse al baño a limpiarse los fluidos de su marido.

Continuará...
 
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CAPITULO 10

Y allí la esperaba yo, la ropa por el suelo y la polla en la mano, dispuesto a darle su merecido.

Tras esperar a que Lara abriera el grifo de la ducha para disimular, la quité la maltratada falda, la empujé hacia el lavabo y le metí la polla en el coño caliente todo en un solo movimiento. Lara bajó la cabeza y se agarró a los grifos para evitar que su frente golpeara la pared y alertara a la gordita. Solo nos hubiera faltado aquello para coronar la tarde.

En pocos segundos la follada comenzó a elevar la temperatura del baño. El sudor de Lara y el mío inundaba de olores la estancia, no dejando hueco para la imaginación. Si la amiga de Lara entraba en ese momento, el lío que se iba a montar no tendría parangón.

Las bofetadas en las tetas y en la cara, los tirones del pelo y las presiones de garganta volvieron, y Lara comenzó el crescendo hacia la búsqueda del orgasmo que la matara en vida.

Acojonado por los gritos de su garganta, que iban en aumento, cogí una esponja del lavabo y se la incrusté en la boca. Sus gemidos ahora solo eran quedos lamentos.

*

Estaba gozando a aquella guarra de puta madre. Y Lara demostraba algo parecido, a tenor de sus jadeos, ahogados ahora por la esponja salvadora. Pero entonces recordé las enseñanzas de la guía de la sumisa y decidí dar un nuevo giro de tuerca en el juego.

Me incorporé un poco y tiré de su melena para girar su rostro hacia mí. Su gesto de dolor me advirtió que el tirón había sido efectivo.

—Abre la boca —la ordené.

—¿Qué…? —preguntó desconcertada.

—Que abras la puta boca… —le repetí y la ayudé con un pulgar entre los dientes—. Así, muy bien, zorrita… Ahora saca la lengua…

—¿Qué… vas a hacer…?

Era una pregunta retórica. Lara sabía de sobra por donde iban los tiros. Un nuevo tirón de la melena la aconsejó no llevarme la contraria.

—¡Au…! —gimió y sacó la lengua como una perrita dócil.

Había detenido la follada, pero permanecía dentro de ella. Y, mientras la manipulaba para mi siguiente movimiento, le propinaba unas cuantas embestidas para que supiera quien estaba al mando.

—No, por dios… eso no… —dijo cuando me vio hacer esfuerzos para juntar saliva en mi boca.

—Calla, puta… —la espeté y acerqué mi boca a la suya.

Dejé entonces caer el salivazo sobre su lengua y ella apretó los ojos con expresión de asco.

—Trágatelo… —le ordené.

Se lo pensó un instante, pero pareció desobedecerme. La bofetada la descolocó y soltó un gemido. Luego, sin más demora, cerró la boca y tragó el salivazo con una pequeña arcada.

Había dado con su talón de Aquiles.

Y entonces comprendí lo que había leído en la guía: «El amo debe descubrir el punto flaco de su sumisa. Una vez conseguido, debe explotarlo haciéndola llegar al extremo. Ella se sentirá angustiada, pero agradecida, y deseará que su amo repita para llevarla al delirio. Será entonces cuando el nivel de los orgasmos de la sumisa se multipliquen por diez, haciéndola perder la razón y la voluntad. Y le pedirá al amo que la penetre sin compasión, hasta reventarle la vagina con su duro miembro».

—Ábrela de nuevo… —repetí muy despacio.

—Cabrón… —dijo, pero abrió la boca y sacó la lengua como un corderito.

Volví a dejar caer un escupitajo en su lengua. Esta vez el doble de grande. Y ella hizo de nuevo el movimiento de tragarlo. Le detuve con mi mano en su mandíbula.

—No lo tragues, zorra… —le solté—. Extiéndelo por tus labios y lámelo.

Se resistió un instante, pero cuando mi mano apretó de nuevo su mandíbula, cerró un poco los labios y con la lengua comenzó a restregarse mi saliva por ellos. Algunas arcadas la asaltaban al hacerlo y yo reía bajito.

—¿No te hace esto tu maridito…? —la pregunté enardecido.

—No… él no es tan puto cabrón… —respondió.

La escupí enfadado. El escupitajo esta vez le cayó sobre una mejilla y comenzó a deslizarse por su cara. Los ojos los tenía acuosos.

—Mide tus palabras, pedazo de puta…

Intuí una leve sonrisa en una comisura de su boca. Y comprendí que había aceptado el juego. Un nuevo salivazo le cubrió la mejilla limpia, y una arcada fuerte la hizo bajar la cabeza hacia el lavabo.

Y entonces dijo las palabras mágicas:

—Fóllame, cabrón… Reviéntame, hijo de mil putas…

Fue el colofón, el momento en que comprendí que la aquella guía que parecía más un cómic que un libro didáctico era como una biblia para los de su cuerda. Una cuerda de sexo duro y extremo que hacía bullir el semen en mis testículos. Había sido una suerte dar con aquella hembra. La puta más puta entre todas las putas… Y no iba a dejarla escapar así como o así.

—Claro que te voy a follar, pedazo de zorra —exageré el tono para estimular su lujuria, que a esas alturas ya la desbordaba—. Te voy a reventar el coño…

—Sí… por dios… dame fuerte, Carlos… por tu madre, fóllame ya…

Y las embestidas que siguieron fueron brutales. La misma Lara se había colocado la esponja en la boca, y ahora apoyaba la cabeza contra la pared para no golpearse con los impulsos de mi cadera.

Cuando su vientre se puso rígido, una sacudida amenazó con hacerla caer al suelo. Sus piernas se habían encogido, antes de empezar a temblarle como un flan. Y supe que estaba empezando a correrse. La sujeté por las caderas y seguí empotrándola para que su corrida se alargara.

Aguanté su orgasmo monumental tirando de ella hacia arriba para que no se derrumbara. El clímax le duraba una eternidad, y pensé que vaya polvazo se estaba llevando aquella zorra. La muy puta se lo merecía, se lo había currado de lo lindo. La guía había cumplido su cometido.

Las paredes vaginales apretaban mi polla de una manera agradable, pero extrema. Casi dolía. Y, aunque sabía que era lo normal, en el caso de Lara su vagina se «apropiaba» literalmente de mi rabo. Lo estrujaba hasta aplastarlo y lo engullía hacia dentro. Mientras se corría, a pesar de que me movía en su interior, a veces me sentía incapaz de embestirla porque me hallaba completamente atrapado dentro de ella.

Cuando por fin terminó —juraría que la corrida le había durado minutos—, cayó desmadejada de rodillas sobre el suelo y supe que era mi momento. Le sujeté la cara hacia arriba, tirándola de la melena.

—Alla voy, cerda… te vas a tragar un litro de leche… Por mi padre que te lo tragas, guarra…

Lara abrió la boca y sacó la lengua… Luego cerró los ojos.

La bofetada hizo eco en el baño.

—Abre los putos ojos, zorra… Te los voy a pintar de blanco…

—No, por favor, no… —se quejó a media voz—. En los ojos escuece…

—Pues te jodes… —la espeté—. Te lo mereces por guarra… ¡Toma, pedazo de puta…!

Jadeé un «aaagg» y sonó como un aviso de que mi descarga estaba rompiendo las barreras y subía por mi polla sin freno.

Y así era.

Cuando mi rabo comenzó a manar como una fuente, mi leche espesa aterrizó sobre uno de sus ojos, señalándolo desde la mejilla con una línea ascendente. A continuación, seguí pintando de blanco su cara con un latigazo de placer a cada chorro. Dos trazos más habían surcado su nariz, antes de que el siguiente recalara por completo dentro de su boca. Los disparos de mi esperma parecían que no iban a acabar nunca. Y yo mismo me sorprendí porque no era habitual en mí tanta cantidad. Había sido una larga espera y mis testículos tenían carga para rato.

Sin esperarlo, ella comenzó a agitarse sobre el suelo y comprendí que volvía a correrse. Me fijé en algo en lo que no había reparado. Lara se masturbaba mientras la inundaba la cara de semen. Y mis disparos, casi finalizados, volvieron a resurgir. Con tres rugidos de mi garganta, otros tres chorros terminaron de cerrar su ojo limpio y de teñir su bella melena. A cada ráfaga de leche ella respondía con un espasmo, y pedía más con un ojo medio abierto. Al final, me atrapó la polla entre sus labios para recibir los últimos coletazos dentro de su boca. Saboreaba mi esperma con una lengua dulce y voraz haciendo círculos sobre mi prepucio.

Y sonreía feliz con los ojos entrecerrados.

Le tomé la cara con las dos manos y de rodillas la encaré frente con frente. Sentía que su orgasmo no acababa nunca y deseaba que ella siguiera así, estremeciéndose eternamente para mí.

—Mírame mientras te corres —la ordené, y ella abrió sus ojos cruzados por mi semen y yo veía que los tenía en blanco, absolutamente descontrolados por el placer.

Y, tras una eternidad, terminó su orgasmo, y Lara quedó desmadejada entre mis brazos.

—Gracias, Carlitos… ha sido un polvo de muerte… —dijo y se dejó caer sobre mis piernas.

Estuvimos un rato abrazados. Lara no me retiró la boca cuando la besé. Su aliento quemaba y su lengua sabía a semen recién eyaculado. Un asco, pensé, mientras absorbía su saliva mezclada con mi sustancia. Aunque en esta ocasión me dejé llevar y le relamí cada rincón de su boca.

Continuará...
 
CAPITULO 11 - FINAL

El grifo de la bañera seguía abierto, y Lara y yo nos adormilamos con el rumor de fondo acurrucados sobre el suelo, la espalda apoyada en el mueble del lavabo. Jadeábamos al unísono. Había sido un esfuerzo brutal, pero había valido la pena.

En su cara se iba secando el semen con el que la había bañado.

Fue ella la que antes recobró el resuello y una sonrisa se dibujó en su rostro. Era una sonrisa procaz, así que supe que la putilla estaba preparando alguna de las suyas.

Con gran prisa, se liberó de lo poco que llevaba encima: el sujetador, las pulseras y una medalla. La blusa se la recolocó, aunque la dejó abierta. Luego se dirigió a la bañera y cerró el grifo. Se introdujo dentro y se puso de rodillas mirando hacia mí, antes de hacerme una seña con el dedo índice para que me acercara.

Me levanté con la laxitud que da la fatiga del sexo y me situé frente a ella.

—¿Qué…? —pregunté sin comprender sus pretensiones.

Por toda respuesta, Lara se abrió la blusa con las dos manos y levantó la barbilla.

—No te entiendo, ¿no puedes hablar…? ¿Tanto te he apretado el gaznate?

Ella volvió a mover el dedo índice y entonces, con un flash, entendí lo que quería. Me gustó la idea. Y no la hice esperar.

Me agarré la fláccida polla y la apunté hacia ella. Contraje la vejiga y en menos de un segundo el chorro dorado comenzó a brotar como una fuente. Llevaba varias horas sin mear, por lo que debía tener bastante fluido como para empaparla durante horas.

Comencé apuntándola a la entrepierna y a las tetas, pero luego cambié la dirección hacia la cara y allí me mantuve unos segundos. El bonito pelo de Lara se le apelmazó y se le pegaba al rostro. Aquella meada parecía no tener fin.

Los goterones de lefa se escurrían desde su cara hacia el suelo de la bañera.

De pronto, Lara soltó la blusa —que había mantenido sujeta para que no se cerrara hasta ese instante—, elevó la cabeza y, sacando la lengua, comenzó a buscar mi chorro sobre su boca. Bebía de él y escupía de cuando en cuando. Reía de forma alocada, aunque siempre en susurros.

Yo también reía mientras que Lara seguía bebiendo de aquella lluvia dorada, como si fuera una experta en duchas de meado caliente y dulzón.

—Eres la tía más puta que he conocido en mi vida… —le confesé mis pensamientos mientras la bañaba—. Ha sido una suerte conocerte… pedazo de zorra…

—Calla y mea, bobo del demonio…

Y reía y volvía a escupir.

*

Cuando el chorro remitía, decidí terminar a lo grande. Así que la sujeté del pelo y le inserté mi polla, fláccida pero orgullosa, y seguí meando dentro de su boca. Lara se agitaba y tosía. Sentía asfixiarse e intentaba liberarse echándose hacia atrás.

—Y una mierda… —le dije con malas pulgas—. Tú no te escapas. Te lo tragas todo… ¿No querías zumo de rabo?, pues ajo y agua…

Pero el chorro se extinguió y Lara se liberó de mis garras. Se recostó hacia atrás, respirando agitada.

—Puto niño cabrón… —me susurró.

Le reí la gracia y ella comenzó a partirse de la risa.

—Lo… lo siento, Lara, de veras… —me disculpé con la boca pequeña—. Pero es que me has puesto muy cachondo…

—Déjate de gilipolleces... y a ver si aprendes a follar, atontado, que si me descuido me dejas a medias…

«¿A… medias…?», aluciné. Comprendí que aquella mujer era una puta máquina, y por más caña que la hubiera dado, jamás habría encontrado su límite. Me propuse que volvería a follarla. Fuera como fuera, pero la follaría como a una perra. La mataría a polvos. La próxima vez se iba a enterar de quien era yo…

Se incorporó pringada hasta la médula y me pidió que la esperara escondido en la habitación de matrimonio mientras ella se duchaba, esta vez de verdad.

No dudé en obedecerla y así lo hice. Mientras llegaba, me mantuve expectante recostado sobre su cama. A pesar del tufo a macho, la almohada de Lara olía a ella y me adormilé aspirando su perfume, al tiempo que me masturbaba fantaseando con el polvo que pensaba echarle en cuanto la pillara.

Cuando me despertó minutos después, ya se hallaba vestida con un conjunto de estar por casa.

—Arriba, dormilón, tienes que irte…

—Y una mierda —dije yo—. Me quedo contigo, y echa a la gordita que voy a follarte hasta que me duelan los huevos.

Ella sonrió y se colocó la melena, vanidosa.

—Vamos, Carlitos, sé buen chico… —dijo tirándome de un brazo—. Ahora te vas a ir con tu mamá… y de lo de follar ya hablaremos…

—¿Joder, me vas a dejar a medias, putita?

Lara reía con mis ocurrencias y mis palabras obscenas, aunque siempre en susurros.

—¿Pero tío, qué edad tienes? —dijo con expresión incrédula—. ¿Todavía te queda gasolina en el pito?

—¿Qué si me queda gasolina? —presumí—. Ya te digo que si me queda. Me queda tanta que podría ahogarte en ella. Ven, mámamela un ratito y verás como meriendas yogur con nata.

El chiste debió de gustarle, porque tardó en dejar de reír.

—Seguro que está muy rico, pero hoy no voy a poder probarlo… —dijo con media sonrisa—. Anda, vamos… Vas a ser un niño bueno y te vas a largar por la puerta sin que nadie te vea. Y mañana no dejes de pasar por la guardería. Si te portas bien, igual tienes premio.

Me imaginé follándome a Lara en algún rincón de la guardería —quizá en el baño donde me aseguró que no la iba a tocar en mi puta vida—, mientras los niños vociferaban alrededor, y volví a empalmarme.

—Sí, eso que estás pensando, so guarro… —corroboró ella adivinando mis fantasías con la mirada en mi entrepierna.

Me levanté de un salto y la abracé con firmeza. Durante unos segundos la morreé y la magreé hasta que ella se soltó y tiró de mi brazo.

—Vamos… —insistió en susurros.

Se las apañó para distraer a su amiga y luego me llevó hacia la puerta.

Según salía por ella, me hizo un corazón con las manos y me tiró un beso.

—Empieza a imaginar la ropa que me voy a poner mañana —susurró—. Pero no te toques, so pajillero, te quiero entero y cargadito para después de la siesta.

Le lancé un besito con la mano a mi vez.

—Ah… —añadió en un último suspiro—. Y, si te portas bien, igual te dejo que te folles a mi amiga. Es la vecina de esa puerta de enfrente, la única del rellano.

—¿La gordita?

—Eso es…

—¿Qué le pasa, está tan necesitada como tú…?

—Mucho más… —confirmó—. En cuanto te la presente te la vas a poder follar sin darle siquiera las buenas tardes…

—Tan zorra como tú no creo que sea… —dije sonriendo incrédulo.

—No dirías eso si hubieras visto la cara de guarra que ponía mientras se pajeaba mirándonos follar hace un rato.

—¿Qué…? —dije tragando saliva—. ¿No me jodas que nos ha visto?

—Sí, pero tranqui —dijo para calmarme—. Lourdes es muy discreta… y tiene un marido que ni la mira… Te la voy a poner a tiro y tu verás luego lo que haces… ¿No te apetecería romperle ese culo gordo que tiene?

Reí abrumado y ella gesticuló para que tomara el ascensor que acababa de llegar.

—Y ahora, largo, picha brava…

—¿No tendrás problemas si me ve salir el portero? —pregunté sujetando la puerta del ascensor, preocupado al recordar el mostrador de la entrada.

—¿Portero? Aquí no tenemos tal cosa. Lo sustituyeron hace años por el video-portero, no temas.

—Ufff… mejor así —suspiré y pulsé el botón del bajo.

Con un dolor de pelotas por la erección no resuelta, bajé los seis pisos de aquel bloque de vecinos, soñando con el polvo que iba a echarle a aquel pedazo de zorra al día siguiente.

Y a la amiga me la imaginé con su culazo roto por mi rabo y limpiándome los restos de leche de la polla con la lengua y con gesto agradecido.

¡Qué suerte la mía! ¡Menudo par de zorras!

Me las iba a follar hasta que se me arrugasen las pelotas de darles su merecido, por golfas. Y lo de las pajas se acabó, aquello era ya historia.

*

Tan absorto salía por la puerta de la calle, que el soniquete del portero automático me sobresaltó.

—¿Carlos…? —chirrió el aparato.

De entrada me alarmé. Pero me rehíce cuando oí las siguientes palabras.

—Hola… —titubeó la voz femenina—. Soy Lourdes… la vecina de Lara…

Con toda seguridad ella me veía a través del vídeo-portero, aunque yo solo podía escuchar sus palabras.

—¿Sí…? —articulé con voz tímida.

—Es que… —intentaba hablar, pero se le trababan las palabras—. Me preguntaba… si podrías subir a charlar un rato… Mi marido está de viaje y tengo una botella de vino que te puede gustar…

Reflexioné un instante. ¿Qué tenía que perder? Nadie me esperaba en casa, ni tenía urgencia por ningún examen a la vista. Así que, con una presión en la entrepierna que amenazaba con explotar, me vine arriba.

—Vale… ábreme y vete descorchando la botella, que subo…

Mil imágenes comenzaron a forjarse en mi mente. Aquella gordita se lo iba a pasar de puta madre, de eso me encargaba yo. Y, si Lara se apuntaba, quizá alargáramos la fiesta.

Oí el timbre de apertura y empujé la puerta con un «clac» seco.

—Ah, por cierto… —dije antes de que colgara el telefonillo—. Deja a la niña con tu vecina y vete buscando un lubricante potente, que lo vas a necesitar…

FIN
 
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