La escapada

mostoles

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24 Jun 2023
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Madrid
Faltaban dos meses para casarme.
Lo tenía todo listo: restaurante, vestido, grupo de WhatsApp con mi madre mandando ideas horteras cada día.
Y yo ahí, en la playa, con resaca, el coño inquieto y cero intención de portarme bien.

La noche anterior nos habíamos pasado. Tequila, risas, una miradita tonta a un camarero que no llevaba ni camiseta.
Yo y mi mejor amiga, como cada verano en el chalet de sus padres. Pero esta vez… distinta.
Esta vez, yo tenía una fecha marcada en el calendario.
Y aún así, me puse el bikini más pequeño. Porque sí. Porque me daba igual todo.

Bajamos pronto, sin hablar mucho. Yo con la cara marcada de la almohada, ella con gafas de sol enormes y cara de travesura.
Tiramos las toallas, nos untamos rápido de crema y nos tumbamos boca abajo, dejando el culo casi al aire.
Queríamos dormir un rato, olvidarnos del calor.

Hasta que escuchamos sus pasos.

Dos senegaleses, de esos que ofrecen masajes por la arena. Mochilas, cuerpos grandes, y una seguridad que no pedía permiso.

—¿Masaje? Relajante… os va a gustar.

Mi amiga ni lo dudó. Giró la cabeza hacia mí con una sonrisa de esas que me conozco:

—Venga, Patri. Uno antes de convertirte en señora. Te lo mereces.

Y se quedó boca abajo, tal cual.
Yo la miré un segundo. Luego volví la cara hacia la toalla.
Y dije:
—Vale… pero espalda solo, ¿eh?

No me giré. No me senté.
Me quedé así, tumbada boca abajo, como si eso me protegiera de algo.

Él se arrodilló a mi lado. Sentí sus manos en los hombros.
Firmes.
Grandes.
Calientes.
Y ahí, sin hablar, empezó a bajarlas.

Espalda.
Lados.
Cintura.
Las yemas de los dedos casi rozaban el principio del culo.
Y yo no dije nada.

El aceite se calentaba con el sol. Él lo esparcía con paciencia. Se notaba que sabía. Que buscaba el punto exacto donde el cuerpo se tensaba.
Y lo encontraba.

Me apretó las lumbares. Sus pulgares bajaron hacia la línea del bikini.
Yo abrí un poco más las piernas. No mucho. Lo justo.
Lo justo para que él entendiera.

Y entonces lo noté.
No fue la mano.
Fue su cuerpo, cerca del mío. Algo duro apoyado sin disimulo en mi muslo.

Ahí sí levanté un poco la cara de la toalla.
Mi amiga también lo notaba. Y no se movía.

Yo tenía la boca seca, la piel ardiendo… y el coño empapado.
Y lo peor —o lo mejor— es que me vino a la cabeza, como un golpe:

“En septiembre me caso.”

Y me dio igual.

Ahí no paso mas , eso sí mi amiga se aseguró de quedar esa noche con ellos en el chalet, tequila ,... y a ver que pasa .
Yo la miré ... estas loca ? Pero ya no había vuelta atrás.
 
Bajamos al súper riéndonos más de la cuenta, como si no lleváramos una bomba entre las piernas.
La resaca aún flotaba, pero el cuerpo ya estaba despierto.
Demasiado.

Íbamos en shorts, sin sujetador, camisetas flojas. Nos rozaban los muslos al andar y eso, sumado al recuerdo de la mañana, me tenía como si me hubiese tocado sin darme cuenta.
Y sí: íbamos a por tequila, hamburguesas… y ganas de liarla.

—Vale, pero dilo —empezó ella, con esa sonrisa que me saca siempre—. ¿Tú viste lo que llevaba el tuyo ahí abajo?

Me atraganté con la risa.
—Tía… y el tuyo ... con eso ...

—No, no —me interrumpió—. Eso no era un bulto.
Era un brazo dormido.
Era un puto tronco de ébano marcándose en el bañador.
—Cállate —le dije entre risas, girando la cara—. Es que lo noté… duro. Pero como… enorme.
—¿Enorme? Patri, si eso me lo meten a mí de golpe, me atraviesa hasta la espalda.

Nos paramos un segundo en la estantería de las salsas, como si eso nos ayudara a no pensar.
Pero las dos sabíamos que esa imagen no se iba a ir.

—Yo noté cómo se apoyaba —le dije—. Tenía la polla medio dura, lo juro.
Y no hacía ni falta que me rozara más…
Ya con eso me mojó entera.

Ella me miró de lado, seria de repente.

—¿Y si esta noche…?
—¿Qué?
—¿Y si pasa algo? ¿Te rayas? ¿Por lo de la boda?

Me quedé callada.
Mirando el fondo del carrito.
Pensando en todo y en nada.

—No sé —le solté al fin

Seguimos andando. Metimos la botella en la bolsa.
Y antes de salir, ella me soltó en voz baja:

—Yo solo espero que el mío me la saque.
Quiero ver si me cabe en la mano.

Nos miramos.
Y nos reímos.
Como dos gilipollas
 
Llegaron casi de noche, con la misma ropa de por la mañana. Bermudas anchas, camisetas sudadas, piel brillante aún del sol.
Y con regalos.

Una bolsa de plástico arrugada y dos camisetas falsas del Madrid.
Nos las dieron como si fuera lo más normal del mundo.
Y nosotras, entre risas y tequila, las aceptamos.

—Para vosotras. Para que os acordéis de nosotros mañana —dijo el mayor, mirándome a mí.
Yo le sonreí, sin pestañear.
Y pensé: mañana me va a doler todo menos la memoria.

El salón estaba montado: hamburguesas recién hechas, tequila servido,sal ,limon, dos sillones grandes enfrentados.
Pero al verlos llegar, nos miramos mi amiga y yo… y no hizo falta decir nada.

Nos movimos.
Yo me senté con el que me tocó en la playa.
Ella, con el suyo.

Cada una en su sillón, pero con ellos al lado.
Muslos tocándose. Piel rozando.
Cadera contra cadera.

Empezamos a comer, pero nadie tenía hambre real. Solo la boca seca de los nervios y el coño despierto desde media tarde.

—¿Sois hermanos, entonces? —preguntó mi amiga, juguetona.
—Sí. Yo soy el mayor. —contestó el mío, mirándome con esa calma que pone nerviosa.

Yo me reí, fingiendo normalidad, pero su rodilla ya tocaba la mía.
Y ese calor que subía por el muslo me dejó medio tonta.

Mi amiga se quitó la camiseta. Se quedó en top.
Yo la seguí.
El escote, sudado. Los pezones marcados.
Ellos tragaron saliva.
Nosotras también.

Cada trago de tequila era una excusa.
Cada risa, una provocación.
Cada mirada… una cuenta atrás.

Él me dijo algo bajito al oído. No recuerdo qué.
Solo recuerdo que su aliento me dio un escalofrío que me llegó al clítoris.

Y entonces lo supe.

Esa noche, no íbamos a dormir.
 
Otro trago más.
Y la botella ya iba tiritando.

El aire estaba espeso.
Sudor, tequila, roce de piel.
Mi amiga tenía las mejillas encendidas y la lengua suelta.

Yo noté la mano del mío en mi muslo.
Primero por fuera.
Luego más dentro.
Lento, seguro. Como quien ya tiene permiso.

Y entonces mi amiga, como si nada, soltó la bomba:

—¿Jugamos a poner la sal en sitios distintos?

Yo me giré, medio riéndome.
—¿Qué dices?

Pero no me dio tiempo.
Ella ya se había acercado al suyo, y con una sonrisa de niña mala, le espolvoreó sal a lo largo del tronco.
A la puta serpiente que ya tenía en la mano, dura como una barra y tan ancha que no cerraba los dedos.

—Toma —le dijo—. Limón luego.
Y le lamió el hombro, provocando un gemido grave.

Yo no sabía dónde mirar.
Hasta que sentí el movimiento.

Mi chico también se la sacó.
Desnuda. Grande.
Con la piel recogida y la cabeza apenas asomando.
Un capullo morado, escondido, que me pidió la mano sin hablar.

Me la puso encima, cálida, tensa, palpitante.

—Ahora tú —me dijo.

La agarré.
Era tan grande como la otra. Quizá más gorda.
Pesada. La piel se deslizaba con suavidad, dejando la punta apenas brillar.
Yo la moví un poco.
Solo para probar.
Y sentí cómo temblaba entre mis dedos.

Me mojé. En serio. En silencio. Con la mano en su polla y el coño en llamas.

Nos miramos.
Mi amiga seguía jugando.
Ahora le había puesto sal en el bajo vientre. Y estaba bajando a lamer.

Y yo…
yo bajé la mirada a la mía.
Y sin preguntar, le lamí la base.
Solo un poco.

Pero suficiente para notar cómo se le agitó la barriga.
 
Antes de que se liara del todo, pasó algo que todavía hoy, si lo pienso, me da calor en la tripa.

Mi amiga y yo, como si estuviéramos sincronizadas, nos levantamos un poco, nos miramos… y bajamos las dos a la vez.
Una frente a cada uno.
En cuclillas.
Con cara de “sí, lo estamos haciendo”.

—Tía, parecemos putas—soltó mi amiga, riéndose.
Yo tenía la boca ocupada, pero si llego a hablar le habría dicho: “más que putas, estamos enfermas”.

No entraba.
Era literal.
No cabía bien.
Pero nos dio igual.

Usamos la boca como pudimos.
Lengua, labios, solo la punta, luego el tronco.
Jugando.
Riéndonos entre suspiros.
Ellos nos agarraban con fuerza, sin apretar demasiado.
Una mano en la cabeza. Otra bajando por la espalda.
A ratos el cuello. A ratos la cintura.
Y esa mano que subía y bajaba, por delante y por detrás, sin disimulo.

—Dios… esto es una barbaridad —dijo ella.
Y luego se relamió, como si probara algo dulce.

Yo levanté la vista un segundo.
El mío tenía la mandíbula apretada.
Los ojos entrecerrados.
Y una gota de sudor bajándole por el pecho.
Nunca había tenido sexo delante de mí amiga .

Pero las ganas ya no cabían en el cuerpo.
Ni las suyas.
Ni las nuestras.
 
Nos sentamos encima.
No fue suave, ni bonito.
Fue como intentar meter algo que el cuerpo decía “ni de coña”… y aún así lo hacíamos.

—Joder, tía… —murmuró mi amiga, con la cara encendida—. Me duele hasta el alma.
—Calla —le dije, apretando los dientes—.

Los dos nos agarraban. Las manos no se estaban quietas.
Ni las nuestras tampoco.

Yo no sé en qué momento empezó, pero terminamos besándonos entre nosotras.
Así, como quien no quiere la cosa.
Una lengua buscando otra.
Risa nerviosa. Boca contra boca.
Porque era tanto el calor, el caos… que nos salió solo.

—¿Y el condón? —susurró ella, mirándome con cara de susto.
—¿Ahora te acuerdas? —le dije, medio riéndome, medio seria.
Ella negó con la cabeza, pero sin moverse de donde estaba.

—Tarde, ¿no? —murmuró.
—Muy tarde.

Nos volvimos a besar, cada una al suyo.
Con rabia. Con lengua.
Y cuando él me comio la boca , y me sobó el pecho , ya no pensé en nada.
Solo en cómo me dolía y el placer , en cómo me latía, y en cómo no quería que parara.

Mi amiga gimió bajito.
Nos miramos.
Y nos reímos otra vez, como si lo que estábamos haciendo no fuera loquísimo.

Pero ya no había excusas.
Ya estábamos dentro.
Del lío, del juego, de la locura.
 
Nos movieron.
Literal.
Como si fuéramos de trapo.
Como si ya no tuviéramos voluntad propia.
Y la verdad… en ese momento, no la teníamos.

Yo acabé apoyada en el sofá, las rodillas en el borde, el pecho contra el respaldo.
A mi lado, mi amiga.
Misma postura, misma cara roja, misma respiración acelerada.
Nos miramos de lado un segundo, sin poder hablar.
No hacía falta.

Ellos marcaban el ritmo.
Y nosotras solo lo seguíamos.

El sofá crujía.
Las paredes sudaban.
Y los sonidos…
Joder, los sonidos.

Respiraciones que ya no eran suaves.
Gemidos que no salían finos.
Ese sonido de piel contra piel que lo decía todo.

Mi amiga cerró los ojos, la boca abierta, el pelo pegado a la frente.
Sus pechos se movían con cada embestida, como si fueran parte del descontrol.
Yo los vi de reojo y me sentí igual.
Igual de expuesta. Igual de viva. Igual de fuera de mí.

—No puedo más —susurró.
—Sí que puedes —le dije yo, aunque ni yo me creía.

Porque estábamos temblando.
Porque ya no estábamos ahí por decisión, sino por deseo.

Y ellos…
Ellos como si no pesaran.
Como si no les afectara nada.
Empujando con fuerza, con ritmo, con hambre.

Yo mordí el cojín.
Ella apretó los puños.
Y todo era calor, ruido, olor y ganas.

Nunca había sentido algo así.
Y sabía que no lo iba a olvidar.
 
Fue como si todo el mundo se apagase menos los cuatro.
El salón olía a todo menos a calma.
Sudor, alcohol, sexo y algo más raro: culpa agazapada.

Yo apenas podía respirar.
Estaba apoyada en el respaldo del sofá, medio de rodillas, con las piernas temblando.
A mi lado, mi amiga, con el pelo pegado a la cara y las manos aferradas al cojín como si fuera a salir volando.

Ellos no hablaban.
Solo respiraban fuerte.
Sus cuerpos, tensos.
Los nuestros, vencidos.

Y entonces lo noté.

Un cambio.
Un empujón más torpe.
Esa forma en la que el cuerpo te avisa sin avisarte.

Mi amiga soltó un suspiro que parecía un insulto.
El suyo gruñó, literalmente.
Y el mío se quedó muy quieto…
Hasta que todo pasó.

Yo me quedé de piedra.
Y caliente.
Y rota.
Y llena.

No hubo fuegos artificiales.
Hubo gemidos que no sabías si eran placer o dolor.
Hubo rodillas temblando.
Hubo miradas que evitaban otras.

Me dejé caer al sofá.
Como si mis piernas ya no fueran mías.

Ella hizo lo mismo, dejando escapar una risa rota.
Como si hubiera corrido una maratón sin saber por qué.

—¿Estás bien? —le dije, con la voz rasgada.
—Estoy muerta —contestó, tapándose la cara con la mano—. Literalmente muerta.

Me reí, flojito.

—Tía… —añadió—. Lo he sentido todo. Pero TODO.
—Ya —dije yo, mirando al techo—. Yo también.

Pausa.
Respiración.
El cuerpo, pegajoso.
Las piernas, aún temblando.
Y ese calor bajando lento… por dentro.

Ella se giró hacia mí, con la cara roja.

—Nos hemos pasado —susurró.
—Hace rato —le contesté, sin moverme.

Otra pausa.
Y entonces soltó:

—¿Tú también lo sientes bajando?
—Sí… —cerré los ojos—. Estoy chorreando, tía. Literal.

Nos miramos.
Y nos entró la risa.
Tonta, nerviosa, absurda.
De las que te dan cuando ya no sabes si reír o llorar.

—Joder —dijo ella—. ¿Qué coño hemos hecho?
—Lo que nos pedía el cuerpo —le contesté, sin pensar.

Se quedó callada.
Y luego dijo bajito:

—Nunca había hecho esto con alguien al lado.
—Yo tampoco.
—¿Y?
—Pues… me ha puesto más de lo que debería.

Otra risa. Más flojita.
El salón olía a guerra ganada.
Y perdida.

No dijimos nada más durante un buen rato.
Solo respiramos.
Y nos quedamos ahí, las dos medio desnudas, con el cuerpo vencido y el corazón raro.
 
El primer recuerdo fue el calor.

No el del sol ni el del verano…
El del cuerpo.
El de tres cuerpos más.
Sudados. Desnudos. Pesados.

Abrí los ojos con cuidado, como si tuviera miedo de ver lo que sabía que había.
Y sí.
Ahí estábamos.

Cuatro. En la misma cama.

Yo en una esquina, medio tapada por la sábana.
Mi amiga pegada a mi espalda, una pierna por encima de la mía.
Y ellos… cada uno detrás, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

Cuerpos grandes.
Moreno oscuro.
Pecho ancho.
Y ese olor a sexo dormido que te golpea cuando respiras hondo.

No sabía qué hora era, pero el ventilador del techo seguía girando lento, arrastrando el silencio.

Intenté moverme y me dolió la ingle.
No un dolor feo…
Un dolor que recordaba todo.
Un "hola, anoche te pasaste" que bajaba por los muslos.

Mi amiga se removió detrás.

—Tía… —susurró, casi sin voz.
—¿Estás viva? —le contesté, girándome como pude.

Ella tenía el rímel corrido, las ojeras marcadas y la cara entre espanto y risa.

—No puedo moverme —dijo.
—Yo tampoco. Pero no quiero sonar dramática.

Los chicos seguían dormidos. Uno con la boca entreabierta. El otro con una mano apoyada, suave, en el pecho de mi amiga.

Nos quedamos en silencio un momento.

—¿Qué coño hicimos? —preguntó ella.
—Creo que el resumen sería: todo.

Se rió, flojito.

—Tengo el coño como si me hubieran dado con una pala.
—Yo creo que tengo el clítoris apagado por sobreuso.

Otra risa.

—¿Y tú también te notas... húmeda todavía?
—Estoy literalmente goteando. Lo he notado al moverme.

Nos miramos.
Y nos entró la risa tonta.
De esas que te dan cuando sabes que no hay forma humana de justificar lo que hiciste, pero tampoco quieres.

—Vamos al baño —dije.
—¿Tú crees que llegamos?
—Juntas, sí. Como en la guerra.

Salimos de la cama con cuidado, como si estuviéramos robando algo.
Uno de ellos se giró, pero siguió roncando.

Atravesamos el pasillo como si estuviéramos caminando sobre cristales.
Yo apoyada en la pared, ella agarrada al marco de la puerta.

Entramos al baño y cerramos sin hacer ruido.
Y en cuanto pusimos el culo sobre el váter, la realidad cayó entera.

—Ay la virgen… —dijo ella—. Me arde.

—Yo tengo un charco —le dije—. Literal.

Nos turnamos.
Una orinando, la otra sentada en el borde de la bañera.

—¿Sabes qué? —dijo ella, al terminar.
—Qué.
—Yo pensé que no iba a aguantar ni la mitad de lo que pasó.
—Y aguantaste.
—Y tú más.
—Y aún así, aquí estamos. Con las piernas temblando y el alma… no sé dónde.

Se limpió despacio. Se miró el muslo.

—Tengo una mancha aquí —me enseñó—. No sé si es de él o mía.

—No preguntes. Solo ducha.

Encendimos el agua. Nos metimos sin hablar.

El agua bajaba caliente. Pero no quemaba más que la memoria.

Ella se lavó el pelo.
Yo me quedé quieta, sintiendo cómo el agua resbalaba entre mis piernas.

—¿Te arrepientes? —me soltó de pronto.
—¿Tú?
—Un poco. Pero no lo suficiente.
—Entonces igual que yo.

Nos miramos entre el vaho.
Los ojos hinchados, las caras sin filtros.
 

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