Faltaban dos meses para casarme.
Lo tenía todo listo: restaurante, vestido, grupo de WhatsApp con mi madre mandando ideas horteras cada día.
Y yo ahí, en la playa, con resaca, el coño inquieto y cero intención de portarme bien.
La noche anterior nos habíamos pasado. Tequila, risas, una miradita tonta a un camarero que no llevaba ni camiseta.
Yo y mi mejor amiga, como cada verano en el chalet de sus padres. Pero esta vez… distinta.
Esta vez, yo tenía una fecha marcada en el calendario.
Y aún así, me puse el bikini más pequeño. Porque sí. Porque me daba igual todo.
Bajamos pronto, sin hablar mucho. Yo con la cara marcada de la almohada, ella con gafas de sol enormes y cara de travesura.
Tiramos las toallas, nos untamos rápido de crema y nos tumbamos boca abajo, dejando el culo casi al aire.
Queríamos dormir un rato, olvidarnos del calor.
Hasta que escuchamos sus pasos.
Dos senegaleses, de esos que ofrecen masajes por la arena. Mochilas, cuerpos grandes, y una seguridad que no pedía permiso.
—¿Masaje? Relajante… os va a gustar.
Mi amiga ni lo dudó. Giró la cabeza hacia mí con una sonrisa de esas que me conozco:
—Venga, Patri. Uno antes de convertirte en señora. Te lo mereces.
Y se quedó boca abajo, tal cual.
Yo la miré un segundo. Luego volví la cara hacia la toalla.
Y dije:
—Vale… pero espalda solo, ¿eh?
No me giré. No me senté.
Me quedé así, tumbada boca abajo, como si eso me protegiera de algo.
Él se arrodilló a mi lado. Sentí sus manos en los hombros.
Firmes.
Grandes.
Calientes.
Y ahí, sin hablar, empezó a bajarlas.
Espalda.
Lados.
Cintura.
Las yemas de los dedos casi rozaban el principio del culo.
Y yo no dije nada.
El aceite se calentaba con el sol. Él lo esparcía con paciencia. Se notaba que sabía. Que buscaba el punto exacto donde el cuerpo se tensaba.
Y lo encontraba.
Me apretó las lumbares. Sus pulgares bajaron hacia la línea del bikini.
Yo abrí un poco más las piernas. No mucho. Lo justo.
Lo justo para que él entendiera.
Y entonces lo noté.
No fue la mano.
Fue su cuerpo, cerca del mío. Algo duro apoyado sin disimulo en mi muslo.
Ahí sí levanté un poco la cara de la toalla.
Mi amiga también lo notaba. Y no se movía.
Yo tenía la boca seca, la piel ardiendo… y el coño empapado.
Y lo peor —o lo mejor— es que me vino a la cabeza, como un golpe:
“En septiembre me caso.”
Y me dio igual.
Ahí no paso mas , eso sí mi amiga se aseguró de quedar esa noche con ellos en el chalet, tequila ,... y a ver que pasa .
Yo la miré ... estas loca ? Pero ya no había vuelta atrás.
Lo tenía todo listo: restaurante, vestido, grupo de WhatsApp con mi madre mandando ideas horteras cada día.
Y yo ahí, en la playa, con resaca, el coño inquieto y cero intención de portarme bien.
La noche anterior nos habíamos pasado. Tequila, risas, una miradita tonta a un camarero que no llevaba ni camiseta.
Yo y mi mejor amiga, como cada verano en el chalet de sus padres. Pero esta vez… distinta.
Esta vez, yo tenía una fecha marcada en el calendario.
Y aún así, me puse el bikini más pequeño. Porque sí. Porque me daba igual todo.
Bajamos pronto, sin hablar mucho. Yo con la cara marcada de la almohada, ella con gafas de sol enormes y cara de travesura.
Tiramos las toallas, nos untamos rápido de crema y nos tumbamos boca abajo, dejando el culo casi al aire.
Queríamos dormir un rato, olvidarnos del calor.
Hasta que escuchamos sus pasos.
Dos senegaleses, de esos que ofrecen masajes por la arena. Mochilas, cuerpos grandes, y una seguridad que no pedía permiso.
—¿Masaje? Relajante… os va a gustar.
Mi amiga ni lo dudó. Giró la cabeza hacia mí con una sonrisa de esas que me conozco:
—Venga, Patri. Uno antes de convertirte en señora. Te lo mereces.
Y se quedó boca abajo, tal cual.
Yo la miré un segundo. Luego volví la cara hacia la toalla.
Y dije:
—Vale… pero espalda solo, ¿eh?
No me giré. No me senté.
Me quedé así, tumbada boca abajo, como si eso me protegiera de algo.
Él se arrodilló a mi lado. Sentí sus manos en los hombros.
Firmes.
Grandes.
Calientes.
Y ahí, sin hablar, empezó a bajarlas.
Espalda.
Lados.
Cintura.
Las yemas de los dedos casi rozaban el principio del culo.
Y yo no dije nada.
El aceite se calentaba con el sol. Él lo esparcía con paciencia. Se notaba que sabía. Que buscaba el punto exacto donde el cuerpo se tensaba.
Y lo encontraba.
Me apretó las lumbares. Sus pulgares bajaron hacia la línea del bikini.
Yo abrí un poco más las piernas. No mucho. Lo justo.
Lo justo para que él entendiera.
Y entonces lo noté.
No fue la mano.
Fue su cuerpo, cerca del mío. Algo duro apoyado sin disimulo en mi muslo.
Ahí sí levanté un poco la cara de la toalla.
Mi amiga también lo notaba. Y no se movía.
Yo tenía la boca seca, la piel ardiendo… y el coño empapado.
Y lo peor —o lo mejor— es que me vino a la cabeza, como un golpe:
“En septiembre me caso.”
Y me dio igual.
Ahí no paso mas , eso sí mi amiga se aseguró de quedar esa noche con ellos en el chalet, tequila ,... y a ver que pasa .
Yo la miré ... estas loca ? Pero ya no había vuelta atrás.