Cjbandolero
Miembro muy activo
- Desde
- 24 Jul 2023
- Mensajes
- 130
- Reputación
- 858
Capítulo 1
El ático de Julia y Ramón era un refugio modesto pero acogedor en un barrio de clase media-alta, con vistas a una ciudad que palpitaba de vida. No había lujos excesivos: el sofá de cuero estaba desgastado en las esquinas, la mesa del comedor tenía marcas de vasos olvidados, y las paredes lucían fotos de sus dos hijos adolescentes, Lucía y Pablo, de 16 y 14 años, sonriendo en vacaciones o cumpleaños. Él, gerente en una empresa de logística, y ella, recepcionista en un bufete, llevaban una vida acomodada pero sin derroches. Sin embargo, tras la fachada de padres responsables, su matrimonio era un torbellino de deseo que ardía en secreto.
Julia, a sus 38 años, era una visión que robaba el aliento. Su cabello rubio caía en ondas suaves hasta los hombros, enmarcando unos ojos verdes que brillaban con picardía. En el gimnasio, donde entrenaba tres días por semana, había esculpido un cuerpo que combinaba madurez y sensualidad: piernas firmes, cintura definida y un pecho generoso que llenaba sus sujetadores con una curva irresistible. No era perfecta, pero su seguridad y el modo en que movía las caderas al caminar hacían que las cabezas se giraran. Era lo que se podía llamar una auténtica Milf, una mujer por la que babeaban todo tipo de hombres y eso le encantaba, el saber que despertaba ese deseo.
Esa tarde, mientras los chicos estaban fuera en sus actividades y el sol teñía el salón de tonos dorados, Julia se miraba en el espejo del dormitorio. Llevaba un vestido negro ajustado, con un escote que dejaba entrever el borde de un sujetador granate y una abertura en la pierna que subía hasta medio muslo. Ramón entró con una cerveza en la mano, con su camisa desabrochada tras un día largo, y se detuvo a admirarla. A sus 43 años, seguía siendo atractivo: alto, con el pelo oscuro salpicado de canas y un cuerpo sólido que aún conservaba vigor.
—Joder, Julia, ¿qué es esto? —dijo, dejando la cerveza en la mesilla y acercándose por detrás. Sus manos encontraron sus caderas, y su aliento cálido rozó su nuca mientras besaba su piel—. ¿Te vas a algún lado o solo quieres volverme loco antes de la cena?
Ella giró la cabeza, rozando sus labios con los de él en un beso lento que pronto se volvió hambriento. —¿Te gusta? Me lo he comprado esta mañana. Tal vez sea para ti… o para alguien que nos mire —susurró, mirándolo con picardía dejando que la idea flotara entre ellos como una chispa.
Ramón soltó una risa grave, sus manos subían por sus costados hasta rozar la curva de sus pechos. —¿Otra vez con tus juegos? Eres insaciable, ¿lo sabías? Anda, cuéntame qué tienes en mente. ¿Otra noche en el club? ¿O algo más… creativo?
Julia se apartó con una sonrisa traviesa y caminó hacia la ventana, el vestido marcando su cuerpo a cada paso. —No sé, Ramón. A veces pienso que hemos probado todo… y otras veces siento que aún nos falta algo. ¿Tú no? ¿No te gustaría verme hacer algo que nunca hayamos intentado?
Él se acercó, apoyándose en el marco de la ventana, y la miró con esa mezcla de deseo y complicidad que los unía. —¿Algo como qué? Porque si me dices que quieres que te folle en la terraza para que los vecinos nos vean, sabes que no me voy a quejar.
Ella rio, dándole un golpe suave en el pecho. —Eres un cerdo. Pero no te negaré que la idea me tienta. ¿Te acuerdas de aquella vez en el parque?
Cómo no iba a acordarse. Habían ido a un parque poco transitado un sábado por la tarde, con el pretexto de pasear. Julia llevaba una falda corta y una blusa ligera sin sujetador. En un banco apartado, ella se había subido la falda hasta la cintura, dejando que Ramón viera cómo se tocaba bajo las bragas, sus dedos deslizándose lentos en su coño mientras él fingía leer el periódico a unos metros. Un hombre mayor pasó caminando, se detuvo a mirar, y ella no paró; al contrario, aceleró el ritmo, sus ojos clavados en Ramón, hasta que un gemido suave escapó de sus labios. Cuando volvieron al coche, él se la folló contra el capó, levantándole la falda y penetrándola con una urgencia animal, con sus manos apretando sus caderas mientras gruñía: —Eres un puto espectáculo, Julia, me encanta que te deseen, que te miren y bebeen por ti.
Pero no era la única vez que habían jugado así. Una mañana, paseando por el centro, Ramón le había pedido fotos. Ella se metió en un callejón estrecho, se levantó la camiseta y se sacó una teta, dejando que él disparara con el móvil mientras un grupo de turistas pasaba a lo lejos. Otra noche, en un restaurante elegante, Julia se había inclinado sobre la mesa, fingiendo ajustar su servilleta, y dejó que sus pechos quedaran a la vista bajo la blusa desabrochada. El camarero, un chico joven, se sonrojó al traer la cuenta, y Ramón le susurró al oído: —¿Viste cómo te miró? Si supiera lo que te hago después… Tenían una gran cantidad de anécdotas y fotos con las tetas o el coño al aire en un montón de lugares.
El juguete vibrador fue un paso más. Lo habían comprado en una tienda erótica, un pequeño dispositivo rosa conectado a una app en el móvil de Ramón. Una tarde, mientras paseaban por un centro comercial abarrotado, Julia lo llevaba puesto bajo su ropa interior. Él, con una sonrisa diabólica, subía y bajaba la intensidad desde su teléfono, viéndola morderse el labio para no gemir en medio de la multitud. O cuando hablaba con algún dependiente, eso le encantaba a su marido, el hacerle “sufrir” así mientras hablaba con algún hombre. En un pasillo lleno de gente, la vibración alcanzó el máximo, y ella tuvo que apoyarse en una pared, sus piernas le temblaban mientras él se acercaba y le susurraba: —¿Te gusta que te controle así, eh? Dime que sí.
—Sabes que sí, cabrón —jadeó ella, agarrándolo del brazo—. Pero como me hagas correrme aquí, te mato.
El cuckold, sin embargo, fue el clímax de sus aventuras. Habían ido a clubes swinger y habían follado mientras otros los miraban, incluso una vez le hizo una paja a un tío mientras la sobaba las tetas. Pero esta vez dieron un paso más con el cuckold. Habían conocido a Daniel en un viaje que hicieron en pareja, un hombre de 35 años, moreno, que trabajaba de camarero en el bar de copas del hotel y un cuerpo que parecía tallado en piedra. Tras unas copas y miradas cargadas de intención, lo invitaron a la habitación. Con las luces bajas y musica suave de fondo, Julia se sentó en el regazo de Daniel mientras Ramón observaba desde el sillón, con una cerveza en la mano. Ella desabrochó la camisa del extraño, con sus dedos recorriendo su pecho, y luego se inclinó para besarlo. Sus labios se encontraron en un beso húmedo, lento al principio, pero pronto él tomó el control, su lengua exploraba la de ella con una mezcla de suavidad y hambre. Julia gimió contra su boca, sus manos bajaba a desabrochar sus pantalones.
Daniel la levantó con facilidad, la llevó a la cama y le arrancó las bragas con un tirón seco. Ella se tumbó, abriendo las piernas, y él se colocó entre ellas, su erección dura y caliente rozándola antes de entrar. La penetró con un movimiento firme, llenándola por completo, y Julia arqueó la espalda, sus pechos temblando bajo la blusa abierta. Él empezó a moverse, primero lento, dejando que ella sintiera cada centímetro, luego más rápido, sus caderas chocando contra las de ella con un ritmo que hacía crujir el cabecero. —Joder, qué buena estás —gruñó Daniel, con sus manos apretando sus muslos mientras la embestía delante de su marido.
Ramón, desde el sillón que había en la habitación se había desabrochado los pantalones y se masturbaba, su respiración era entrecortada mientras veía a su mujer entregarse. Julia lo miró de reojo, sus ojos brillando con una mezcla de placer y desafío, y eso lo enloqueció más. Daniel aceleró, sus jadeos llenando la habitación, y justo antes de terminar, salió de ella, se quitó el condón y se arrodilló sobre su pecho y eyaculó sobre sus tetas, el líquido caliente salpicaba su piel mientras ella gemía, y sus dedos se clavaban en los cojines. Ramón, al borde del clímax, se levantó, se acercó y la tomó por la cintura, penetrándola con fuerza mientras el semen de Daniel aún brillaba en su cuerpo. —Eres mía, ¿me oyes? —gruñó él, embistiéndola hasta que ambos colapsaron de placer prohibido.
Desde jovencita, Julia había sentido una fascinación secreta por las cosas morbosas, un cosquilleo que le subía por la espalda ante lo prohibido, lo atrevido. Para ella el sexo era un pilar fundamental en su vida. No era algo que confesara en voz alta, pero lo llevaba dentro, como un fuego lento que nunca se apagaba. En su adolescencia, sus pechos empezaron a desarrollarse antes que los de sus amigas, redondos y firmes bajo las camisetas ajustadas. Los profesores, con sus miradas mal disimuladas se la comían con los ojos mientras explicaban en la pizarra, y los alumnos, con sus susurros y ojos hambrientos en el patio, la hacían sentirse poderosa. Le encantaba, joder, le encantaba esa atención, esa sensación de ser deseada sin tener que pedirlo. Era su primer roce con el morbo, y aunque entonces no lo entendía del todo, plantó una semilla que años después florecería en “Sofía”.
Julia conoció a Ramón a los 22, en una noche de verano que olía a cerveza y salitre. Fue en una fiesta en la playa, cerca de Málaga, donde unos amigos comunes los juntaron alrededor de una hoguera. Ella llevaba un bikini rojo bajo una camiseta ancha, el pelo mojado por un baño nocturno, y él estaba allí, con una guitarra que apenas sabía tocar, riendo con una voz grave que le llegó directa al pecho. Era mayor que ella, con un cuerpo trabajado por el gimnasio y una seguridad que la desarmó. Charlaron toda la noche, primero sobre tonterías —el calor, las canciones malas que sonaban en un altavoz—, luego sobre sueños y miedos, sus pies rozándose en la arena sin que ninguno lo admitiera. Cuando él la besó al amanecer, con el mar rugiendo de fondo, Julia sintió que ese hombre podía verla entera, incluso las partes que escondía. Dos años después se casaron, y aunque el morbo siempre estuvo en ella, con Ramón encontró un compañero para explorarlo… hasta que “Sofía” lo cambió todo.
Esos recuerdos ardían en la mente de Julia mientras miraba por la ventana esa tarde, la ciudad se extendía como un mar de posibilidades para ella. Habían cruzado tantas líneas juntos que su vida sexual no era precisamente aburrida, pero había un deseo prohibido que aún no había confesado: quería ser una prostituta de lujo. No por el dinero —sus sueldos pagaban las facturas, el instituto de los chicos, algún capricho—, sino por el placer de ser deseada, pagada, de tener el poder absoluto sobre hombres que la buscarían por su cuerpo. El saber que alguien estaría dispuesto a pagar por follar con ella la encendía hasta un punto que ni ella misma llegaba a comprender.
Esa noche, tras hacerle el amor con esa mezcla de ternura y fuego que los definía, Ramón se durmió. Ramón roncaba suavemente a su lado, el sonido de su respiración llenaba la habitación con un ritmo monótono que contrastaba con el torbellino en la mente de Julia. Eran pasadas las 2 de la mañana, y decidió bajar al salón y encender su portátil, la pantalla que tenía sobre las piernas proyectaba un resplandor azulado en su rostro, iluminando sus ojos abiertos de par en par. El silencio del ático era roto solo por el leve zumbido del ventilador y el clic ocasional de su ratón. Había comenzado buscando información sobre la prostitución de lujo pero un anuncio en la barra lateral de una página de contactos la detuvo en seco: “Gana dinero fácil como escort de lujo. Discreción garantizada.” Las palabras brillaban en rojo, parpadeando como una sirena tentadora, y su dedo se congeló sobre el enlace.
Con el corazón latiendo más rápido, clicó sobre el anuncio. La página que se abrió era un mosaico caótico de textos y fotos borrosas: mujeres posando en lencería, números de teléfono tachados, y titulares como “Secretos para triunfar en el mundo de las escorts” o “Cómo empezar sin ser descubierta”. Julia frunció el ceño, escaneando las líneas con una mezcla de curiosidad y nerviosismo. Leyó un artículo titulado “Primeros pasos para convertirse en escort”, donde se detallaba que debía crear un perfil anónimo, usar fotos sin rostro y establecer un precio inicial. Otro enlace la llevó a un foro donde mujeres compartían consejos: “Usa un teléfono desechable”, escribió una usuaria llamada “LunaNegra23”, “y nunca des tu dirección real. La discreción es todo.” Otra sugería practicar poses seductoras frente al espejo y elegir lencería de calidad para las fotos. Julia sintió un calor subirle por el cuello, una mezcla de vergüenza y excitación que le hizo apretar las piernas bajo la manta.
Abrió una nueva pestaña y tecleó en el buscador: “cómo ser escort sin experiencia”. Los resultados la inundaron: blogs con guías paso a paso, videos tutoriales en plataformas dudosas, y anuncios de agencias que prometían “entrenamiento profesional”. Hizo clic en un blog titulado “El arte de la seducción profesional”, donde una mujer con el seudónimo “DamaOscura” explicaba cómo empezar con clientes locales, fijar tarifas (entre 200 y 500 euros por hora, según la ciudad), y mantener un perfil atractivo pero misterioso. Julia tomó nota mental de cada detalle, su ratón se deslizaba mientras leía con avidez. “Sé directa pero elegante en tu descripción”, aconsejaba DamaOscura, “y usa un nombre falso que suene sofisticado.” También encontró un hilo en un foro donde alguien sugería practicar respuestas a preguntas comunes de clientes y aprender a negociar precios por WhatsApp. Cada consejo la sumergía más en un mundo que le resultaba a la vez ajeno y extrañamente familiar, avivando el morbo que llevaba dentro desde aquellos días de adolescencia cuando las miradas la encendían.
Decidida, abrió una cuenta en una plataforma de escorts que había encontrado en los enlaces, un sitio llamado “Encuentros Discretos” con un diseño oscuro y fotos de mujeres semidesnudas como fondo. Su pulso se aceleró mientras rellenaba el formulario. En “Nombre de usuario”, dudó un instante antes de teclear “Sofía”, un nombre que le vino como un destello, evocando elegancia y misterio, pero también un eco irónico de su propia identidad. En “Descripción”, escribió con dedos temblorosos: “Mujer madura, apasionada y discreta. Busco encuentros exclusivos para caballeros exigentes. Detalles por privado.” Revisó el texto varias veces, borrando y reescribiendo hasta que le pareció lo bastante provocador pero no demasiado explícito. Luego llegó la parte de las fotos. Sacó el móvil y se dirigió a su cajón donde guardaba la lencería, asegurándose de que Ramón no se moviera, y se levantó sigilosamente para posar frente al espejo del baño. Con la luz tenue de una lámpara, se quitó la camiseta del pijama, y se puso el conjunto de lencería, unas bragas negras que había comprado semanas atrás por capricho con un sujetador a juego. Se inclinó ligeramente, dejando que sus pechos generosos sobresalieran, y tomó varias fotos desde el cuello hacia abajo, capturando sus curvas sin mostrar su rostro. El clic del obturador resonaba en el silencio, y cada imagen la hacía sentir más expuesta, más viva.
Volvió al salón y subió las fotos al perfil, ajustando el brillo y recortando los bordes para ocultar cualquier detalle identificable. Leyó en el foro que debía evitar selfies con reflejos o fondos reconocibles, así que eliminó una foto donde se veía el borde de la cortina del baño. Subió tres imágenes finales: una de su torso con el sujetador marcando sus pechos, otra de sus caderas enfundadas en las bragas, y una tercera de sus piernas cruzadas con los tacones que usaba para salir. Cada clic la acercaba más a un borde invisible, y su respiración se volvía más pesada, el calor entre sus piernas iba creciendo mientras imaginaba a desconocidos viendo esas fotos. En “Tarifas”, dudó entre 200 y 300 euros, pero tras leer que Málaga tenía demanda alta, optó por 300 como precio inicial, con un mensaje que decía: “Negociable según encuentro.”
Antes de guardar el perfil, buscó más consejos sobre seguridad. Encontró un artículo que recomendaba llevar un spray de pimienta en el bolso y acordar citas solo en hoteles, nunca en casas privadas. Otra usuaria sugería grabar las conversaciones iniciales para tener pruebas en caso de problemas. Julia anotó mentalmente estos consejos, su mente acelerada imaginando escenarios: un cliente agresivo, una llamada de Ramón interrumpiendo una cita, o peor, los chicos preguntándole por qué llegaba tarde. Compró un teléfono desechable en una tienda online con entrega exprés, pagando con una tarjeta de prepago que había guardado para emergencias, y configuró un número nuevo que asoció al perfil de “Sofía”. Revisó el correo electrónico anónimo que había creado y lo vinculó al sitio, asegurándose de que no dejara rastro.
Cuando terminó, cerró el portátil con un suspiro tembloroso, el corazón latiéndole en los oídos. Se fue a la cama y se recostó junto a Ramón, su cuerpo aún vibrando con la adrenalina, y cerró los ojos. Imaginó a un hombre desconocido abriendo su perfil, sus ojos recorriendo sus fotos, su polla endureciéndose mientras le escribía. Se tocó por encima de las bragas, el placer subiéndole rápido mientras fantaseaba con la primera cita, el dinero en un sobre, las manos de otro hombre explorándola. El orgasmo llegó en silencio, un gemido ahogado que contuvo con la almohada, y mientras su cuerpo se relajaba, supo que no había vuelta atrás. Dos días después, mientras preparaba el desayuno para Lucía y Pablo, su teléfono vibró: “Hola, Sofía. ¿Disponible mañana? Hotel El Mirador, 21:00”. Julia sonrió, y sentía su corazón latir con fuerza sabiendo que una nueva vida comenzaba. Una nueva puerta prohibida se acababa de abrir.
Continuará…
El ático de Julia y Ramón era un refugio modesto pero acogedor en un barrio de clase media-alta, con vistas a una ciudad que palpitaba de vida. No había lujos excesivos: el sofá de cuero estaba desgastado en las esquinas, la mesa del comedor tenía marcas de vasos olvidados, y las paredes lucían fotos de sus dos hijos adolescentes, Lucía y Pablo, de 16 y 14 años, sonriendo en vacaciones o cumpleaños. Él, gerente en una empresa de logística, y ella, recepcionista en un bufete, llevaban una vida acomodada pero sin derroches. Sin embargo, tras la fachada de padres responsables, su matrimonio era un torbellino de deseo que ardía en secreto.
Julia, a sus 38 años, era una visión que robaba el aliento. Su cabello rubio caía en ondas suaves hasta los hombros, enmarcando unos ojos verdes que brillaban con picardía. En el gimnasio, donde entrenaba tres días por semana, había esculpido un cuerpo que combinaba madurez y sensualidad: piernas firmes, cintura definida y un pecho generoso que llenaba sus sujetadores con una curva irresistible. No era perfecta, pero su seguridad y el modo en que movía las caderas al caminar hacían que las cabezas se giraran. Era lo que se podía llamar una auténtica Milf, una mujer por la que babeaban todo tipo de hombres y eso le encantaba, el saber que despertaba ese deseo.
Esa tarde, mientras los chicos estaban fuera en sus actividades y el sol teñía el salón de tonos dorados, Julia se miraba en el espejo del dormitorio. Llevaba un vestido negro ajustado, con un escote que dejaba entrever el borde de un sujetador granate y una abertura en la pierna que subía hasta medio muslo. Ramón entró con una cerveza en la mano, con su camisa desabrochada tras un día largo, y se detuvo a admirarla. A sus 43 años, seguía siendo atractivo: alto, con el pelo oscuro salpicado de canas y un cuerpo sólido que aún conservaba vigor.
—Joder, Julia, ¿qué es esto? —dijo, dejando la cerveza en la mesilla y acercándose por detrás. Sus manos encontraron sus caderas, y su aliento cálido rozó su nuca mientras besaba su piel—. ¿Te vas a algún lado o solo quieres volverme loco antes de la cena?
Ella giró la cabeza, rozando sus labios con los de él en un beso lento que pronto se volvió hambriento. —¿Te gusta? Me lo he comprado esta mañana. Tal vez sea para ti… o para alguien que nos mire —susurró, mirándolo con picardía dejando que la idea flotara entre ellos como una chispa.
Ramón soltó una risa grave, sus manos subían por sus costados hasta rozar la curva de sus pechos. —¿Otra vez con tus juegos? Eres insaciable, ¿lo sabías? Anda, cuéntame qué tienes en mente. ¿Otra noche en el club? ¿O algo más… creativo?
Julia se apartó con una sonrisa traviesa y caminó hacia la ventana, el vestido marcando su cuerpo a cada paso. —No sé, Ramón. A veces pienso que hemos probado todo… y otras veces siento que aún nos falta algo. ¿Tú no? ¿No te gustaría verme hacer algo que nunca hayamos intentado?
Él se acercó, apoyándose en el marco de la ventana, y la miró con esa mezcla de deseo y complicidad que los unía. —¿Algo como qué? Porque si me dices que quieres que te folle en la terraza para que los vecinos nos vean, sabes que no me voy a quejar.
Ella rio, dándole un golpe suave en el pecho. —Eres un cerdo. Pero no te negaré que la idea me tienta. ¿Te acuerdas de aquella vez en el parque?
Cómo no iba a acordarse. Habían ido a un parque poco transitado un sábado por la tarde, con el pretexto de pasear. Julia llevaba una falda corta y una blusa ligera sin sujetador. En un banco apartado, ella se había subido la falda hasta la cintura, dejando que Ramón viera cómo se tocaba bajo las bragas, sus dedos deslizándose lentos en su coño mientras él fingía leer el periódico a unos metros. Un hombre mayor pasó caminando, se detuvo a mirar, y ella no paró; al contrario, aceleró el ritmo, sus ojos clavados en Ramón, hasta que un gemido suave escapó de sus labios. Cuando volvieron al coche, él se la folló contra el capó, levantándole la falda y penetrándola con una urgencia animal, con sus manos apretando sus caderas mientras gruñía: —Eres un puto espectáculo, Julia, me encanta que te deseen, que te miren y bebeen por ti.
Pero no era la única vez que habían jugado así. Una mañana, paseando por el centro, Ramón le había pedido fotos. Ella se metió en un callejón estrecho, se levantó la camiseta y se sacó una teta, dejando que él disparara con el móvil mientras un grupo de turistas pasaba a lo lejos. Otra noche, en un restaurante elegante, Julia se había inclinado sobre la mesa, fingiendo ajustar su servilleta, y dejó que sus pechos quedaran a la vista bajo la blusa desabrochada. El camarero, un chico joven, se sonrojó al traer la cuenta, y Ramón le susurró al oído: —¿Viste cómo te miró? Si supiera lo que te hago después… Tenían una gran cantidad de anécdotas y fotos con las tetas o el coño al aire en un montón de lugares.
El juguete vibrador fue un paso más. Lo habían comprado en una tienda erótica, un pequeño dispositivo rosa conectado a una app en el móvil de Ramón. Una tarde, mientras paseaban por un centro comercial abarrotado, Julia lo llevaba puesto bajo su ropa interior. Él, con una sonrisa diabólica, subía y bajaba la intensidad desde su teléfono, viéndola morderse el labio para no gemir en medio de la multitud. O cuando hablaba con algún dependiente, eso le encantaba a su marido, el hacerle “sufrir” así mientras hablaba con algún hombre. En un pasillo lleno de gente, la vibración alcanzó el máximo, y ella tuvo que apoyarse en una pared, sus piernas le temblaban mientras él se acercaba y le susurraba: —¿Te gusta que te controle así, eh? Dime que sí.
—Sabes que sí, cabrón —jadeó ella, agarrándolo del brazo—. Pero como me hagas correrme aquí, te mato.
El cuckold, sin embargo, fue el clímax de sus aventuras. Habían ido a clubes swinger y habían follado mientras otros los miraban, incluso una vez le hizo una paja a un tío mientras la sobaba las tetas. Pero esta vez dieron un paso más con el cuckold. Habían conocido a Daniel en un viaje que hicieron en pareja, un hombre de 35 años, moreno, que trabajaba de camarero en el bar de copas del hotel y un cuerpo que parecía tallado en piedra. Tras unas copas y miradas cargadas de intención, lo invitaron a la habitación. Con las luces bajas y musica suave de fondo, Julia se sentó en el regazo de Daniel mientras Ramón observaba desde el sillón, con una cerveza en la mano. Ella desabrochó la camisa del extraño, con sus dedos recorriendo su pecho, y luego se inclinó para besarlo. Sus labios se encontraron en un beso húmedo, lento al principio, pero pronto él tomó el control, su lengua exploraba la de ella con una mezcla de suavidad y hambre. Julia gimió contra su boca, sus manos bajaba a desabrochar sus pantalones.
Daniel la levantó con facilidad, la llevó a la cama y le arrancó las bragas con un tirón seco. Ella se tumbó, abriendo las piernas, y él se colocó entre ellas, su erección dura y caliente rozándola antes de entrar. La penetró con un movimiento firme, llenándola por completo, y Julia arqueó la espalda, sus pechos temblando bajo la blusa abierta. Él empezó a moverse, primero lento, dejando que ella sintiera cada centímetro, luego más rápido, sus caderas chocando contra las de ella con un ritmo que hacía crujir el cabecero. —Joder, qué buena estás —gruñó Daniel, con sus manos apretando sus muslos mientras la embestía delante de su marido.
Ramón, desde el sillón que había en la habitación se había desabrochado los pantalones y se masturbaba, su respiración era entrecortada mientras veía a su mujer entregarse. Julia lo miró de reojo, sus ojos brillando con una mezcla de placer y desafío, y eso lo enloqueció más. Daniel aceleró, sus jadeos llenando la habitación, y justo antes de terminar, salió de ella, se quitó el condón y se arrodilló sobre su pecho y eyaculó sobre sus tetas, el líquido caliente salpicaba su piel mientras ella gemía, y sus dedos se clavaban en los cojines. Ramón, al borde del clímax, se levantó, se acercó y la tomó por la cintura, penetrándola con fuerza mientras el semen de Daniel aún brillaba en su cuerpo. —Eres mía, ¿me oyes? —gruñó él, embistiéndola hasta que ambos colapsaron de placer prohibido.
Desde jovencita, Julia había sentido una fascinación secreta por las cosas morbosas, un cosquilleo que le subía por la espalda ante lo prohibido, lo atrevido. Para ella el sexo era un pilar fundamental en su vida. No era algo que confesara en voz alta, pero lo llevaba dentro, como un fuego lento que nunca se apagaba. En su adolescencia, sus pechos empezaron a desarrollarse antes que los de sus amigas, redondos y firmes bajo las camisetas ajustadas. Los profesores, con sus miradas mal disimuladas se la comían con los ojos mientras explicaban en la pizarra, y los alumnos, con sus susurros y ojos hambrientos en el patio, la hacían sentirse poderosa. Le encantaba, joder, le encantaba esa atención, esa sensación de ser deseada sin tener que pedirlo. Era su primer roce con el morbo, y aunque entonces no lo entendía del todo, plantó una semilla que años después florecería en “Sofía”.
Julia conoció a Ramón a los 22, en una noche de verano que olía a cerveza y salitre. Fue en una fiesta en la playa, cerca de Málaga, donde unos amigos comunes los juntaron alrededor de una hoguera. Ella llevaba un bikini rojo bajo una camiseta ancha, el pelo mojado por un baño nocturno, y él estaba allí, con una guitarra que apenas sabía tocar, riendo con una voz grave que le llegó directa al pecho. Era mayor que ella, con un cuerpo trabajado por el gimnasio y una seguridad que la desarmó. Charlaron toda la noche, primero sobre tonterías —el calor, las canciones malas que sonaban en un altavoz—, luego sobre sueños y miedos, sus pies rozándose en la arena sin que ninguno lo admitiera. Cuando él la besó al amanecer, con el mar rugiendo de fondo, Julia sintió que ese hombre podía verla entera, incluso las partes que escondía. Dos años después se casaron, y aunque el morbo siempre estuvo en ella, con Ramón encontró un compañero para explorarlo… hasta que “Sofía” lo cambió todo.
Esos recuerdos ardían en la mente de Julia mientras miraba por la ventana esa tarde, la ciudad se extendía como un mar de posibilidades para ella. Habían cruzado tantas líneas juntos que su vida sexual no era precisamente aburrida, pero había un deseo prohibido que aún no había confesado: quería ser una prostituta de lujo. No por el dinero —sus sueldos pagaban las facturas, el instituto de los chicos, algún capricho—, sino por el placer de ser deseada, pagada, de tener el poder absoluto sobre hombres que la buscarían por su cuerpo. El saber que alguien estaría dispuesto a pagar por follar con ella la encendía hasta un punto que ni ella misma llegaba a comprender.
Esa noche, tras hacerle el amor con esa mezcla de ternura y fuego que los definía, Ramón se durmió. Ramón roncaba suavemente a su lado, el sonido de su respiración llenaba la habitación con un ritmo monótono que contrastaba con el torbellino en la mente de Julia. Eran pasadas las 2 de la mañana, y decidió bajar al salón y encender su portátil, la pantalla que tenía sobre las piernas proyectaba un resplandor azulado en su rostro, iluminando sus ojos abiertos de par en par. El silencio del ático era roto solo por el leve zumbido del ventilador y el clic ocasional de su ratón. Había comenzado buscando información sobre la prostitución de lujo pero un anuncio en la barra lateral de una página de contactos la detuvo en seco: “Gana dinero fácil como escort de lujo. Discreción garantizada.” Las palabras brillaban en rojo, parpadeando como una sirena tentadora, y su dedo se congeló sobre el enlace.
Con el corazón latiendo más rápido, clicó sobre el anuncio. La página que se abrió era un mosaico caótico de textos y fotos borrosas: mujeres posando en lencería, números de teléfono tachados, y titulares como “Secretos para triunfar en el mundo de las escorts” o “Cómo empezar sin ser descubierta”. Julia frunció el ceño, escaneando las líneas con una mezcla de curiosidad y nerviosismo. Leyó un artículo titulado “Primeros pasos para convertirse en escort”, donde se detallaba que debía crear un perfil anónimo, usar fotos sin rostro y establecer un precio inicial. Otro enlace la llevó a un foro donde mujeres compartían consejos: “Usa un teléfono desechable”, escribió una usuaria llamada “LunaNegra23”, “y nunca des tu dirección real. La discreción es todo.” Otra sugería practicar poses seductoras frente al espejo y elegir lencería de calidad para las fotos. Julia sintió un calor subirle por el cuello, una mezcla de vergüenza y excitación que le hizo apretar las piernas bajo la manta.
Abrió una nueva pestaña y tecleó en el buscador: “cómo ser escort sin experiencia”. Los resultados la inundaron: blogs con guías paso a paso, videos tutoriales en plataformas dudosas, y anuncios de agencias que prometían “entrenamiento profesional”. Hizo clic en un blog titulado “El arte de la seducción profesional”, donde una mujer con el seudónimo “DamaOscura” explicaba cómo empezar con clientes locales, fijar tarifas (entre 200 y 500 euros por hora, según la ciudad), y mantener un perfil atractivo pero misterioso. Julia tomó nota mental de cada detalle, su ratón se deslizaba mientras leía con avidez. “Sé directa pero elegante en tu descripción”, aconsejaba DamaOscura, “y usa un nombre falso que suene sofisticado.” También encontró un hilo en un foro donde alguien sugería practicar respuestas a preguntas comunes de clientes y aprender a negociar precios por WhatsApp. Cada consejo la sumergía más en un mundo que le resultaba a la vez ajeno y extrañamente familiar, avivando el morbo que llevaba dentro desde aquellos días de adolescencia cuando las miradas la encendían.
Decidida, abrió una cuenta en una plataforma de escorts que había encontrado en los enlaces, un sitio llamado “Encuentros Discretos” con un diseño oscuro y fotos de mujeres semidesnudas como fondo. Su pulso se aceleró mientras rellenaba el formulario. En “Nombre de usuario”, dudó un instante antes de teclear “Sofía”, un nombre que le vino como un destello, evocando elegancia y misterio, pero también un eco irónico de su propia identidad. En “Descripción”, escribió con dedos temblorosos: “Mujer madura, apasionada y discreta. Busco encuentros exclusivos para caballeros exigentes. Detalles por privado.” Revisó el texto varias veces, borrando y reescribiendo hasta que le pareció lo bastante provocador pero no demasiado explícito. Luego llegó la parte de las fotos. Sacó el móvil y se dirigió a su cajón donde guardaba la lencería, asegurándose de que Ramón no se moviera, y se levantó sigilosamente para posar frente al espejo del baño. Con la luz tenue de una lámpara, se quitó la camiseta del pijama, y se puso el conjunto de lencería, unas bragas negras que había comprado semanas atrás por capricho con un sujetador a juego. Se inclinó ligeramente, dejando que sus pechos generosos sobresalieran, y tomó varias fotos desde el cuello hacia abajo, capturando sus curvas sin mostrar su rostro. El clic del obturador resonaba en el silencio, y cada imagen la hacía sentir más expuesta, más viva.
Volvió al salón y subió las fotos al perfil, ajustando el brillo y recortando los bordes para ocultar cualquier detalle identificable. Leyó en el foro que debía evitar selfies con reflejos o fondos reconocibles, así que eliminó una foto donde se veía el borde de la cortina del baño. Subió tres imágenes finales: una de su torso con el sujetador marcando sus pechos, otra de sus caderas enfundadas en las bragas, y una tercera de sus piernas cruzadas con los tacones que usaba para salir. Cada clic la acercaba más a un borde invisible, y su respiración se volvía más pesada, el calor entre sus piernas iba creciendo mientras imaginaba a desconocidos viendo esas fotos. En “Tarifas”, dudó entre 200 y 300 euros, pero tras leer que Málaga tenía demanda alta, optó por 300 como precio inicial, con un mensaje que decía: “Negociable según encuentro.”
Antes de guardar el perfil, buscó más consejos sobre seguridad. Encontró un artículo que recomendaba llevar un spray de pimienta en el bolso y acordar citas solo en hoteles, nunca en casas privadas. Otra usuaria sugería grabar las conversaciones iniciales para tener pruebas en caso de problemas. Julia anotó mentalmente estos consejos, su mente acelerada imaginando escenarios: un cliente agresivo, una llamada de Ramón interrumpiendo una cita, o peor, los chicos preguntándole por qué llegaba tarde. Compró un teléfono desechable en una tienda online con entrega exprés, pagando con una tarjeta de prepago que había guardado para emergencias, y configuró un número nuevo que asoció al perfil de “Sofía”. Revisó el correo electrónico anónimo que había creado y lo vinculó al sitio, asegurándose de que no dejara rastro.
Cuando terminó, cerró el portátil con un suspiro tembloroso, el corazón latiéndole en los oídos. Se fue a la cama y se recostó junto a Ramón, su cuerpo aún vibrando con la adrenalina, y cerró los ojos. Imaginó a un hombre desconocido abriendo su perfil, sus ojos recorriendo sus fotos, su polla endureciéndose mientras le escribía. Se tocó por encima de las bragas, el placer subiéndole rápido mientras fantaseaba con la primera cita, el dinero en un sobre, las manos de otro hombre explorándola. El orgasmo llegó en silencio, un gemido ahogado que contuvo con la almohada, y mientras su cuerpo se relajaba, supo que no había vuelta atrás. Dos días después, mientras preparaba el desayuno para Lucía y Pablo, su teléfono vibró: “Hola, Sofía. ¿Disponible mañana? Hotel El Mirador, 21:00”. Julia sonrió, y sentía su corazón latir con fuerza sabiendo que una nueva vida comenzaba. Una nueva puerta prohibida se acababa de abrir.
Continuará…