La escort

Cjbandolero

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Capítulo 1


El ático de Julia y Ramón era un refugio modesto pero acogedor en un barrio de clase media-alta, con vistas a una ciudad que palpitaba de vida. No había lujos excesivos: el sofá de cuero estaba desgastado en las esquinas, la mesa del comedor tenía marcas de vasos olvidados, y las paredes lucían fotos de sus dos hijos adolescentes, Lucía y Pablo, de 16 y 14 años, sonriendo en vacaciones o cumpleaños. Él, gerente en una empresa de logística, y ella, recepcionista en un bufete, llevaban una vida acomodada pero sin derroches. Sin embargo, tras la fachada de padres responsables, su matrimonio era un torbellino de deseo que ardía en secreto.

Julia, a sus 38 años, era una visión que robaba el aliento. Su cabello rubio caía en ondas suaves hasta los hombros, enmarcando unos ojos verdes que brillaban con picardía. En el gimnasio, donde entrenaba tres días por semana, había esculpido un cuerpo que combinaba madurez y sensualidad: piernas firmes, cintura definida y un pecho generoso que llenaba sus sujetadores con una curva irresistible. No era perfecta, pero su seguridad y el modo en que movía las caderas al caminar hacían que las cabezas se giraran. Era lo que se podía llamar una auténtica Milf, una mujer por la que babeaban todo tipo de hombres y eso le encantaba, el saber que despertaba ese deseo.

Esa tarde, mientras los chicos estaban fuera en sus actividades y el sol teñía el salón de tonos dorados, Julia se miraba en el espejo del dormitorio. Llevaba un vestido negro ajustado, con un escote que dejaba entrever el borde de un sujetador granate y una abertura en la pierna que subía hasta medio muslo. Ramón entró con una cerveza en la mano, con su camisa desabrochada tras un día largo, y se detuvo a admirarla. A sus 43 años, seguía siendo atractivo: alto, con el pelo oscuro salpicado de canas y un cuerpo sólido que aún conservaba vigor.

—Joder, Julia, ¿qué es esto? —dijo, dejando la cerveza en la mesilla y acercándose por detrás. Sus manos encontraron sus caderas, y su aliento cálido rozó su nuca mientras besaba su piel—. ¿Te vas a algún lado o solo quieres volverme loco antes de la cena?

Ella giró la cabeza, rozando sus labios con los de él en un beso lento que pronto se volvió hambriento. —¿Te gusta? Me lo he comprado esta mañana. Tal vez sea para ti… o para alguien que nos mire —susurró, mirándolo con picardía dejando que la idea flotara entre ellos como una chispa.

Ramón soltó una risa grave, sus manos subían por sus costados hasta rozar la curva de sus pechos. —¿Otra vez con tus juegos? Eres insaciable, ¿lo sabías? Anda, cuéntame qué tienes en mente. ¿Otra noche en el club? ¿O algo más… creativo?

Julia se apartó con una sonrisa traviesa y caminó hacia la ventana, el vestido marcando su cuerpo a cada paso. —No sé, Ramón. A veces pienso que hemos probado todo… y otras veces siento que aún nos falta algo. ¿Tú no? ¿No te gustaría verme hacer algo que nunca hayamos intentado?

Él se acercó, apoyándose en el marco de la ventana, y la miró con esa mezcla de deseo y complicidad que los unía. —¿Algo como qué? Porque si me dices que quieres que te folle en la terraza para que los vecinos nos vean, sabes que no me voy a quejar.

Ella rio, dándole un golpe suave en el pecho. —Eres un cerdo. Pero no te negaré que la idea me tienta. ¿Te acuerdas de aquella vez en el parque?

Cómo no iba a acordarse. Habían ido a un parque poco transitado un sábado por la tarde, con el pretexto de pasear. Julia llevaba una falda corta y una blusa ligera sin sujetador. En un banco apartado, ella se había subido la falda hasta la cintura, dejando que Ramón viera cómo se tocaba bajo las bragas, sus dedos deslizándose lentos en su coño mientras él fingía leer el periódico a unos metros. Un hombre mayor pasó caminando, se detuvo a mirar, y ella no paró; al contrario, aceleró el ritmo, sus ojos clavados en Ramón, hasta que un gemido suave escapó de sus labios. Cuando volvieron al coche, él se la folló contra el capó, levantándole la falda y penetrándola con una urgencia animal, con sus manos apretando sus caderas mientras gruñía: —Eres un puto espectáculo, Julia, me encanta que te deseen, que te miren y bebeen por ti.

Pero no era la única vez que habían jugado así. Una mañana, paseando por el centro, Ramón le había pedido fotos. Ella se metió en un callejón estrecho, se levantó la camiseta y se sacó una teta, dejando que él disparara con el móvil mientras un grupo de turistas pasaba a lo lejos. Otra noche, en un restaurante elegante, Julia se había inclinado sobre la mesa, fingiendo ajustar su servilleta, y dejó que sus pechos quedaran a la vista bajo la blusa desabrochada. El camarero, un chico joven, se sonrojó al traer la cuenta, y Ramón le susurró al oído: —¿Viste cómo te miró? Si supiera lo que te hago después… Tenían una gran cantidad de anécdotas y fotos con las tetas o el coño al aire en un montón de lugares.

El juguete vibrador fue un paso más. Lo habían comprado en una tienda erótica, un pequeño dispositivo rosa conectado a una app en el móvil de Ramón. Una tarde, mientras paseaban por un centro comercial abarrotado, Julia lo llevaba puesto bajo su ropa interior. Él, con una sonrisa diabólica, subía y bajaba la intensidad desde su teléfono, viéndola morderse el labio para no gemir en medio de la multitud. O cuando hablaba con algún dependiente, eso le encantaba a su marido, el hacerle “sufrir” así mientras hablaba con algún hombre. En un pasillo lleno de gente, la vibración alcanzó el máximo, y ella tuvo que apoyarse en una pared, sus piernas le temblaban mientras él se acercaba y le susurraba: —¿Te gusta que te controle así, eh? Dime que sí.

—Sabes que sí, cabrón —jadeó ella, agarrándolo del brazo—. Pero como me hagas correrme aquí, te mato.

El cuckold, sin embargo, fue el clímax de sus aventuras. Habían ido a clubes swinger y habían follado mientras otros los miraban, incluso una vez le hizo una paja a un tío mientras la sobaba las tetas. Pero esta vez dieron un paso más con el cuckold. Habían conocido a Daniel en un viaje que hicieron en pareja, un hombre de 35 años, moreno, que trabajaba de camarero en el bar de copas del hotel y un cuerpo que parecía tallado en piedra. Tras unas copas y miradas cargadas de intención, lo invitaron a la habitación. Con las luces bajas y musica suave de fondo, Julia se sentó en el regazo de Daniel mientras Ramón observaba desde el sillón, con una cerveza en la mano. Ella desabrochó la camisa del extraño, con sus dedos recorriendo su pecho, y luego se inclinó para besarlo. Sus labios se encontraron en un beso húmedo, lento al principio, pero pronto él tomó el control, su lengua exploraba la de ella con una mezcla de suavidad y hambre. Julia gimió contra su boca, sus manos bajaba a desabrochar sus pantalones.

Daniel la levantó con facilidad, la llevó a la cama y le arrancó las bragas con un tirón seco. Ella se tumbó, abriendo las piernas, y él se colocó entre ellas, su erección dura y caliente rozándola antes de entrar. La penetró con un movimiento firme, llenándola por completo, y Julia arqueó la espalda, sus pechos temblando bajo la blusa abierta. Él empezó a moverse, primero lento, dejando que ella sintiera cada centímetro, luego más rápido, sus caderas chocando contra las de ella con un ritmo que hacía crujir el cabecero. —Joder, qué buena estás —gruñó Daniel, con sus manos apretando sus muslos mientras la embestía delante de su marido.

Ramón, desde el sillón que había en la habitación se había desabrochado los pantalones y se masturbaba, su respiración era entrecortada mientras veía a su mujer entregarse. Julia lo miró de reojo, sus ojos brillando con una mezcla de placer y desafío, y eso lo enloqueció más. Daniel aceleró, sus jadeos llenando la habitación, y justo antes de terminar, salió de ella, se quitó el condón y se arrodilló sobre su pecho y eyaculó sobre sus tetas, el líquido caliente salpicaba su piel mientras ella gemía, y sus dedos se clavaban en los cojines. Ramón, al borde del clímax, se levantó, se acercó y la tomó por la cintura, penetrándola con fuerza mientras el semen de Daniel aún brillaba en su cuerpo. —Eres mía, ¿me oyes? —gruñó él, embistiéndola hasta que ambos colapsaron de placer prohibido.

Desde jovencita, Julia había sentido una fascinación secreta por las cosas morbosas, un cosquilleo que le subía por la espalda ante lo prohibido, lo atrevido. Para ella el sexo era un pilar fundamental en su vida. No era algo que confesara en voz alta, pero lo llevaba dentro, como un fuego lento que nunca se apagaba. En su adolescencia, sus pechos empezaron a desarrollarse antes que los de sus amigas, redondos y firmes bajo las camisetas ajustadas. Los profesores, con sus miradas mal disimuladas se la comían con los ojos mientras explicaban en la pizarra, y los alumnos, con sus susurros y ojos hambrientos en el patio, la hacían sentirse poderosa. Le encantaba, joder, le encantaba esa atención, esa sensación de ser deseada sin tener que pedirlo. Era su primer roce con el morbo, y aunque entonces no lo entendía del todo, plantó una semilla que años después florecería en “Sofía”.

Julia conoció a Ramón a los 22, en una noche de verano que olía a cerveza y salitre. Fue en una fiesta en la playa, cerca de Málaga, donde unos amigos comunes los juntaron alrededor de una hoguera. Ella llevaba un bikini rojo bajo una camiseta ancha, el pelo mojado por un baño nocturno, y él estaba allí, con una guitarra que apenas sabía tocar, riendo con una voz grave que le llegó directa al pecho. Era mayor que ella, con un cuerpo trabajado por el gimnasio y una seguridad que la desarmó. Charlaron toda la noche, primero sobre tonterías —el calor, las canciones malas que sonaban en un altavoz—, luego sobre sueños y miedos, sus pies rozándose en la arena sin que ninguno lo admitiera. Cuando él la besó al amanecer, con el mar rugiendo de fondo, Julia sintió que ese hombre podía verla entera, incluso las partes que escondía. Dos años después se casaron, y aunque el morbo siempre estuvo en ella, con Ramón encontró un compañero para explorarlo… hasta que “Sofía” lo cambió todo.




Esos recuerdos ardían en la mente de Julia mientras miraba por la ventana esa tarde, la ciudad se extendía como un mar de posibilidades para ella. Habían cruzado tantas líneas juntos que su vida sexual no era precisamente aburrida, pero había un deseo prohibido que aún no había confesado: quería ser una prostituta de lujo. No por el dinero —sus sueldos pagaban las facturas, el instituto de los chicos, algún capricho—, sino por el placer de ser deseada, pagada, de tener el poder absoluto sobre hombres que la buscarían por su cuerpo. El saber que alguien estaría dispuesto a pagar por follar con ella la encendía hasta un punto que ni ella misma llegaba a comprender.

Esa noche, tras hacerle el amor con esa mezcla de ternura y fuego que los definía, Ramón se durmió. Ramón roncaba suavemente a su lado, el sonido de su respiración llenaba la habitación con un ritmo monótono que contrastaba con el torbellino en la mente de Julia. Eran pasadas las 2 de la mañana, y decidió bajar al salón y encender su portátil, la pantalla que tenía sobre las piernas proyectaba un resplandor azulado en su rostro, iluminando sus ojos abiertos de par en par. El silencio del ático era roto solo por el leve zumbido del ventilador y el clic ocasional de su ratón. Había comenzado buscando información sobre la prostitución de lujo pero un anuncio en la barra lateral de una página de contactos la detuvo en seco: “Gana dinero fácil como escort de lujo. Discreción garantizada.” Las palabras brillaban en rojo, parpadeando como una sirena tentadora, y su dedo se congeló sobre el enlace.

Con el corazón latiendo más rápido, clicó sobre el anuncio. La página que se abrió era un mosaico caótico de textos y fotos borrosas: mujeres posando en lencería, números de teléfono tachados, y titulares como “Secretos para triunfar en el mundo de las escorts” o “Cómo empezar sin ser descubierta”. Julia frunció el ceño, escaneando las líneas con una mezcla de curiosidad y nerviosismo. Leyó un artículo titulado “Primeros pasos para convertirse en escort”, donde se detallaba que debía crear un perfil anónimo, usar fotos sin rostro y establecer un precio inicial. Otro enlace la llevó a un foro donde mujeres compartían consejos: “Usa un teléfono desechable”, escribió una usuaria llamada “LunaNegra23”, “y nunca des tu dirección real. La discreción es todo.” Otra sugería practicar poses seductoras frente al espejo y elegir lencería de calidad para las fotos. Julia sintió un calor subirle por el cuello, una mezcla de vergüenza y excitación que le hizo apretar las piernas bajo la manta.

Abrió una nueva pestaña y tecleó en el buscador: “cómo ser escort sin experiencia”. Los resultados la inundaron: blogs con guías paso a paso, videos tutoriales en plataformas dudosas, y anuncios de agencias que prometían “entrenamiento profesional”. Hizo clic en un blog titulado “El arte de la seducción profesional”, donde una mujer con el seudónimo “DamaOscura” explicaba cómo empezar con clientes locales, fijar tarifas (entre 200 y 500 euros por hora, según la ciudad), y mantener un perfil atractivo pero misterioso. Julia tomó nota mental de cada detalle, su ratón se deslizaba mientras leía con avidez. “Sé directa pero elegante en tu descripción”, aconsejaba DamaOscura, “y usa un nombre falso que suene sofisticado.” También encontró un hilo en un foro donde alguien sugería practicar respuestas a preguntas comunes de clientes y aprender a negociar precios por WhatsApp. Cada consejo la sumergía más en un mundo que le resultaba a la vez ajeno y extrañamente familiar, avivando el morbo que llevaba dentro desde aquellos días de adolescencia cuando las miradas la encendían.

Decidida, abrió una cuenta en una plataforma de escorts que había encontrado en los enlaces, un sitio llamado “Encuentros Discretos” con un diseño oscuro y fotos de mujeres semidesnudas como fondo. Su pulso se aceleró mientras rellenaba el formulario. En “Nombre de usuario”, dudó un instante antes de teclear “Sofía”, un nombre que le vino como un destello, evocando elegancia y misterio, pero también un eco irónico de su propia identidad. En “Descripción”, escribió con dedos temblorosos: “Mujer madura, apasionada y discreta. Busco encuentros exclusivos para caballeros exigentes. Detalles por privado.” Revisó el texto varias veces, borrando y reescribiendo hasta que le pareció lo bastante provocador pero no demasiado explícito. Luego llegó la parte de las fotos. Sacó el móvil y se dirigió a su cajón donde guardaba la lencería, asegurándose de que Ramón no se moviera, y se levantó sigilosamente para posar frente al espejo del baño. Con la luz tenue de una lámpara, se quitó la camiseta del pijama, y se puso el conjunto de lencería, unas bragas negras que había comprado semanas atrás por capricho con un sujetador a juego. Se inclinó ligeramente, dejando que sus pechos generosos sobresalieran, y tomó varias fotos desde el cuello hacia abajo, capturando sus curvas sin mostrar su rostro. El clic del obturador resonaba en el silencio, y cada imagen la hacía sentir más expuesta, más viva.

Volvió al salón y subió las fotos al perfil, ajustando el brillo y recortando los bordes para ocultar cualquier detalle identificable. Leyó en el foro que debía evitar selfies con reflejos o fondos reconocibles, así que eliminó una foto donde se veía el borde de la cortina del baño. Subió tres imágenes finales: una de su torso con el sujetador marcando sus pechos, otra de sus caderas enfundadas en las bragas, y una tercera de sus piernas cruzadas con los tacones que usaba para salir. Cada clic la acercaba más a un borde invisible, y su respiración se volvía más pesada, el calor entre sus piernas iba creciendo mientras imaginaba a desconocidos viendo esas fotos. En “Tarifas”, dudó entre 200 y 300 euros, pero tras leer que Málaga tenía demanda alta, optó por 300 como precio inicial, con un mensaje que decía: “Negociable según encuentro.”

Antes de guardar el perfil, buscó más consejos sobre seguridad. Encontró un artículo que recomendaba llevar un spray de pimienta en el bolso y acordar citas solo en hoteles, nunca en casas privadas. Otra usuaria sugería grabar las conversaciones iniciales para tener pruebas en caso de problemas. Julia anotó mentalmente estos consejos, su mente acelerada imaginando escenarios: un cliente agresivo, una llamada de Ramón interrumpiendo una cita, o peor, los chicos preguntándole por qué llegaba tarde. Compró un teléfono desechable en una tienda online con entrega exprés, pagando con una tarjeta de prepago que había guardado para emergencias, y configuró un número nuevo que asoció al perfil de “Sofía”. Revisó el correo electrónico anónimo que había creado y lo vinculó al sitio, asegurándose de que no dejara rastro.

Cuando terminó, cerró el portátil con un suspiro tembloroso, el corazón latiéndole en los oídos. Se fue a la cama y se recostó junto a Ramón, su cuerpo aún vibrando con la adrenalina, y cerró los ojos. Imaginó a un hombre desconocido abriendo su perfil, sus ojos recorriendo sus fotos, su polla endureciéndose mientras le escribía. Se tocó por encima de las bragas, el placer subiéndole rápido mientras fantaseaba con la primera cita, el dinero en un sobre, las manos de otro hombre explorándola. El orgasmo llegó en silencio, un gemido ahogado que contuvo con la almohada, y mientras su cuerpo se relajaba, supo que no había vuelta atrás. Dos días después, mientras preparaba el desayuno para Lucía y Pablo, su teléfono vibró: “Hola, Sofía. ¿Disponible mañana? Hotel El Mirador, 21:00”. Julia sonrió, y sentía su corazón latir con fuerza sabiendo que una nueva vida comenzaba. Una nueva puerta prohibida se acababa de abrir.


Continuará…
 
Buen inicio, se proyecta una historia interesante capitulo a capitulo
 
Capítulo 2


El jueves por la tarde, dos días después de crear el perfil de “Sofía”, Julia sintió un nudo en el estómago que no podía ignorar. El mensaje del joven de 25 años—“300 euros, hotel en el centro”— y aunque había respondido con un simple “Acepto, detalles por privado”, la realidad de lo que iba a hacer empezaba a pesarle. Pero junto al miedo venía una corriente de adrenalina, un calor que le subía por el pecho y se asentaba entre sus piernas, avivando el morbo que la había llevado hasta aquí. Decidió que, si iba a hacerlo, sería como “Sofía” de verdad, no como la madre agotada del ático. Necesitaba prepararse, y eso empezaba con una visita al centro comercial.

Entró en una tienda de lencería elegante, el aroma a perfume caro y tela nueva llenando el aire mientras las luces suaves reflejaban las hileras de sujetadores y braguitas expuestas. Se movió entre los estantes con pasos vacilantes, sus dedos rozando las telas de encaje, sintiendo la textura sedosa bajo las yemas. Optó por un conjunto de encaje rojo: un sujetador con copas que moldeaban sus pechos generosos, dejando entrever los bordes de sus areolas, y unas bragas altas que abrazaban sus caderas y marcaban la perfecta curva de su culo. La dependienta, una mujer de mediana edad con una sonrisa profesional, le tendió una bata de prueba, pero Julia se excusó con un “solo necesito el conjunto”, su rostro ardía mientras imaginaba cómo se vería con ese conjunto frente a un desconocido. Pagó en efectivo para no dejar huellas, guardando la bolsa discretamente bajo el brazo, el crujir del papel resonaba a cada paso en sus oídos como un secreto que llevaba consigo.

Luego se dirigió a una perfumería, donde el olor a maquillaje y fragancias la envolvió como una nube. Se paró frente al mostrador de cosméticos, observando los labiales con una mezcla de ansiedad y determinación. Probó un rojo oscuro en el dorso de su mano, el color vibrante contrastando con su piel pálida, y decidió que era perfecto para prometer pecado. Compró también un delineador negro para resaltar sus ojos y un brillo labial que prometía un acabado húmedo y seductor. Mientras la cajera envolvía los productos, Julia sintió una punzada de culpa al pensar en Ramón tranquilamente en casa y ajeno a su nueva vida, pero la apagó con un pensamiento morboso: él nunca sabría cómo luciría esta versión de ella.

Su siguiente parada fue una farmacia discreta de otra parte de la ciudad para evitar que alguien pudiera verla y así evitarse tener que dar explicaciones incómodas, donde el ambiente era más frío, con el zumbido de los fluorescentes y el olor a desinfectante característico de las farmacias. Se acercó al mostrador de preservativos con el corazón en la garganta, sus ojos escaneando las opciones: ultrafinos, con sabor, de diferentes tamaños. Optó por una caja de condones ultrafinos, pensando en sentir mejor la polla del desconocido de turno, y añadió un lubricante por si acaso, su mano temblaba ligeramente al dejar el dinero sobre el mostrador. La farmacéutica, una mujer mayor con gafas, le dio una mirada curiosa pero no dijo nada, entregándole la bolsa con un murmullo profesional. Julia guardó todo en su bolso, el plástico crujiendo con cada movimiento, y salió con la sensación de estar cruzando una línea invisible.

Salir de casa para esa cita había sido un malabarismo calculado. Esa mañana, mientras preparaba tortitas para Lucía y Pablo, dejó caer la excusa con una naturalidad ensayada. —Hoy tengo una reunión en el bufete, un evento con clientes importantes —dijo, sirviendo café a Ramón, que hojeaba el periódico en la mesa—. Será una mierda aburrida, pero no puedo escaquearme. Volveré tarde, no me esperes despierto. Él gruñó un “vale” sin levantar la vista, y los chicos, pegados a sus móviles, ni se inmutaron. Después, ya de regreso de sus compras y con la casa vacía —Ramón en la oficina, los adolescentes en el instituto—, Julia se preparó en el baño: se depiló cada rincón de su coño, se puso la lencería roja bajo el vestido y guardó el abrigo en la entrada para no levantar demasiadas sospechas al salir. A las 20:30, con un “me voy al evento” y un beso rápido en la mejilla de Ramón, salió con el bolso en la mano, el pulso acelerado pero la cara de póker. Iba a ser su primera experiencia como puta de lujo.



El taxista llegó en un coche blanco desgastado, un hombre de unos 40 años con barba recortada y ojos vivaces que la recorrieron de arriba abajo en plan baboso cuando subió. —Buenas noches, preciosa —dijo con un tono juguetón, su voz grave resonando en el habitáculo mientras arrancaba—. Vas muy arreglada, ¿cita especial? —Julia sonrió nerviosamente, ajustándose el vestido, y murmuró un “algo así”, evitando su mirada en el retrovisor. Él rio, un sonido bajo que llenó el silencio. —Pues te ves espectacular. Si necesitas compañía después, ya sabes dónde encontrarme —añadió con un guiño, sus ojos brillando con un coqueteo descarado. Julia sintió un calor subirle por el cuello, una mezcla de incomodidad y excitación al ser deseada por un extraño, y apretó las manos en su regazo, el paquete de condones crujiendo discretamente en su bolso.

El trayecto fue una danza de miradas furtivas. El taxista tarareaba una canción de radio, sus dedos tamborileando en el volante, y de vez en cuando la observaba por el retrovisor, sus labios curvándose en una sonrisa traviesa. —Ese vestido te queda de lujo, ¿sabes? —comentó, deteniéndose en un semáforo—. Apuesto a que tu cita no va a poder quitarte las manos de encima. —Julia rió forzadamente, su mente corriendo entre la vergüenza y el morbo, imaginando cómo reaccionaría él si supiera que iba a encontrarse con un cliente, no un amante. —Gracias —respondió con voz tensa, mirando por la ventana para evitar más conversación, aunque su cuerpo traicionero respondía al cumplido con un cosquilleo.

Llegaron al Hotel el mirador, un edificio modesto con luces tenues en la entrada. El taxista se giró, apoyando un brazo en el respaldo del asiento. —Son 12 euros, pero te hago descuento si me das tu número —dijo con una sonrisa pícara, guiñándole un ojo. Julia negó con la cabeza, sacando un billete de 20 y dejándolo en su mano con un “quédate el cambio”, antes de salir rápidamente, el taconeo de sus zapatos resonando en la acera era un sonido de lo más sugerente. Él la despidió con un silbido suave, y ella sintió su mirada en su culo mientras entraba al hotel, el corazón latiéndole con fuerza con cada paso que daba.




El Hotel El Mirador era un rincón discreto en una calle poco concurrida del centro, un edificio de piedra con un vestíbulo de luces tenues que susurraba promesas de secretos bien guardados. Eran las 20:55 cuando Julia cruzó las puertas automáticas, el corazón iba latiéndole con fuerza en la garganta como si quisiera salirse de su pecho. Llevaba un abrigo largo que ocultaba su vestido negro ajustado, tacones altos que resonaban en el mármol, y un bolso pequeño con su móvil, el spray, un frasco de perfume caro y una caja de preservativos que había comprado esa mañana en una farmacia lejana, por si acaso alguien la veía cerca de casa. Bajo el seudónimo “Sofía”, había acordado su primera cita como escort: 300 euros por una hora con un desconocido. La idea la había tenido nerviosa y húmeda todo el día, pero ahora, subiendo en el ascensor al tercer piso, las dudas la arañaban como garras afiladas.

¿Y si me pillan? ¿Y si no soy suficiente para él? ¿Y si me arrepiento a mitad de camino? Pensó, ajustándose el pelo rubio frente al espejo del ascensor. A sus 38 años, sabía que su cuerpo —moldeado en el gimnasio, con piernas firmes, cintura estrecha y tetas generosas que llenaban su lencería— era un arma letal, pero esto era un terreno nuevo. No era Ramón devorándola con los ojos, ni sus juegos picantes, ni un extraño en un club swinger. Era un cliente pagando por follarla, y eso la ponía al borde de un precipicio que la aterrorizaba y la excitaba a partes iguales. Cuando las puertas se abrieron, respiró hondo, el aroma floral de su perfume llenándole los pulmones, y caminó hacia la habitación 312 con pasos que intentaban parecer seguros.

Llamó a la puerta con dos golpes suaves. Se abrió al instante, y allí estaba él: un chico de unos 25 años, delgado, con el pelo castaño revuelto y ojos nerviosos que la desnudaron de un vistazo. Vestía una camiseta gris y vaqueros, como si no supiera qué ponerse para follarse a una escort. —Hola… ¿Sofía? —dijo, su voz temblando como la de un crío.

—Esa soy yo —respondió ella, forzando una sonrisa seductora mientras entraba. La habitación era pequeña pero acogedora: una cama doble con sábanas blancas impecables, una lámpara de pie que bañaba todo en luz cálida, y cortinas gruesas que aislaban la ciudad. Julia dejó el abrigo en una silla, revelando el vestido que se pegaba a sus curvas como una segunda piel, y se giró hacia él—. ¿Cómo te llamas, guapo?

—Eh… Marcos —dijo, claramente un nombre inventado. Se quedó parado, frotándose las manos como si no supiera dónde meterlas. Ella lo estudió: joven, inexperto, probablemente su primera vez pagando por sexo. Eso la relajó. Podía dominarlo.

—Tranquilo, cariño —dijo, acercándose con pasos lentos, sus tacones marcando un ritmo hipnótico—. Esto es nuevo para ti, ¿verdad? No pasa nada. Vamos a pasarlo de puta madre los dos.

Él asintió, tragando saliva, y ella tomó las riendas. Le puso una mano en el pecho, sintiendo su corazón latir como un tambor, y lo empujó suavemente hacia la cama. —Siéntate —ordenó, su voz baja pero firme. Marcos obedeció, y Julia se colocó frente a él, inclinándose lo justo para que el escote dejara entrever el encaje rojo de su sujetador—. Dime qué quieres, cariño. Estoy aquí para hacerte feliz.

Él dudó, sus mejillas estaban rojas. —Siempre he querido estar con una mujer como tú. Mayor que yo. Me pone a mil.

Ella sonrió, una chispa de excitación iba encendiéndose en su coño. —Entonces has dado en el clavo —susurró, subiendo una mano por su propio muslo, dejando que la tela del vestido se alzara un poco—. ¿Qué te gustaría hacerme, cariño?

Marcos respiró hondo, sus ojos estaban clavados en sus tetas. —¿Puedo… besarte? —preguntó, como si temiera que le dijeran que no.

Julia se inclinó más, sus labios a un suspiro de los de él. —Claro que sí, guapo —dijo, y cerró la distancia. El primer beso fue torpe, sus dientes chocando un poco, pero pronto él se soltó. Sus labios eran suaves, ansiosos, y ella tomó el control, abriendo la boca para que sus lenguas se enredaran en un baile húmedo y caliente. El beso se volvió profundo, casi desesperado, y Julia sintió un cosquilleo bajarle por la espalda. Las manos de Marcos subieron a su cintura, tímidas, y ella las guió hacia arriba, hasta que apretaron sus tetas por encima del vestido.

—Quítamelo corazón —ordenó, apartándose un momento. Él obedeció, sus dedos temblando mientras bajaba la cremallera lateral. El vestido cayó al suelo con un susurro, dejándola en lencería roja: un sujetador que apenas contenía sus pechos y unas bragas a juego que marcaban la curva de su culo. Marcos la miró como si fuera una aparición, y eso la hizo sentir como una reina.

—Joder, eres una pasada —murmuró él, y se lanzó a besarla de nuevo, esta vez con más hambre. Sus manos subieron a sus tetas, apretándolas con ganas, y Julia gimió contra su boca, animándolo. Luego, él bajó los tirantes del sujetador, liberando sus tetas, y se quedó mirándolas, embobado por los pezones rosados que se ponían duros al aire.

—Chúpalos, corazón —dijo ella, y él se lanzó. Su boca se cerró sobre uno, succionando con fuerza, la lengua dando círculos alrededor del pezón mientras su mano masajeaba el otro, pellizcándolo hasta sacarle un jadeo. Julia echó la cabeza atrás, el placer subiéndole por la columna. No era solo el contacto; era el morbo de estar allí, vendiendo su cuerpo a un crío que pagaba por follársela, lo que la tenía empapada.

Entonces, Marcos levantó la vista, sus ojos brillaban con algo oscuro. —¿Puedo… llamarte mamá? —preguntó, su voz casi un susurro—. Me pone cachondo imaginar que eres mi madre.

Julia parpadeó, sorprendida, pero la idea le dio un vuelco al estómago de pura excitación. Sonrió, inclinándose para besarle la frente como una madre cariñosa. —¿Quieres que sea tu mamá, pequeño? —dijo, con un tono dulce pero cargado de vicio—. Vale, cariño. Mami va a cuidarte bien.

Él gimió, claramente al borde de perder el control, y la empujó hacia la cama. Julia se tumbó, abriendo las piernas como una invitación, y él le arrancó las bragas con manos ansiosas, dejando su coño expuesto, húmedo y brillante. —Joder, mamá, qué coñazo tan rico tienes —gruñó, y bajó la cabeza. Su lengua la encontró caliente, resbaladiza, y empezó a lamerla como si quisiera devorarla. Chupó su clítoris con fuerza, metiendo un dedo dentro, luego dos, follándola con ellos mientras su boca no paraba. Julia se agarró a las sábanas, sus caderas subiendo para follarse su cara, los gemidos escapándole sin control.

—Así, pequeño, chúpale el coño a mamá, no pares —jadeó ella, metida en el papel. Él gruñó contra su piel, lamiendo más rápido, succionando hasta que ella sintió el orgasmo acercarse como una ola, pero lo detuvo con un tirón de pelo—. Ven aquí, cariño. Mamá quiere que la folles duro.

Marcos se quitó la ropa a toda prisa, su polla dura y palpitante saltando libre, con una gota de líquido brillando en la punta. Julia sacó un preservativo del bolso, lo abrió con los dientes y se lo puso con manos expertas, deslizándolo por su verga mientras lo miraba a los ojos. —Mamá cuida de ti, pero hay que ir con cuidado, ¿eh? —dijo, guiñándole un ojo. Luego lo tumbó boca arriba y se subió encima, agarrando su polla envuelta en látex y frotándola contra su coño empapado, provocándolo.

—Joder, mamá, métetela ya, por favor —suplicó él, sus manos en sus caderas, intentando empujarla hacia abajo. Ella sonrió, juguetona, y se dejó caer despacio, empalándose en él centímetro a centímetro. Los dos gimieron al unísono, su coño apretándolo a través del condón mientras ella empezaba a cabalgarlo, primero lento, dejando que sintiera cada rincón de su interior.

—Qué polla tan rica tienes, pequeño —dijo ella, subiendo y bajando, sus tetas rebotando con cada movimiento—. ¿Te gusta cómo te folla mamá?

—Joder, sí, mamá, me vuelve loco —gruñó él, sus manos subiendo a sus tetas, apretándolas con fuerza mientras ella aceleraba, el sonido de sus cuerpos chocando llenando la habitación. Julia se inclinó hacia delante, sus tetas rozando su cara, y él las chupó de nuevo, mordiendo los pezones mientras ella lo montaba como si quisiera romperlo. Luego cambió el ritmo, moviendo las caderas en círculos, sintiendo cómo su polla rozaba cada punto dentro de ella.

—Fóllame más fuerte, mamá, por favor —jadeó él, y ella obedeció, levantándose casi hasta sacársela y volviendo a bajar con fuerza, una y otra vez, el colchón crujiendo bajo ellos. Marcos agarró su culo, clavándole los dedos, y empezó a empujar desde abajo, follándola con desesperación mientras ella gemía como una puta en celo.

—Joder, pequeño, me vas a hacer correrme —gritó ella, sus manos en su pecho para apoyarse mientras lo cabalgaba sin piedad. Él estaba al límite, su cara roja y sudorosa, sus ojos fijos en sus tetas que saltaban como locas.

—Mamá, me voy a correr, no aguanto más —gruñó, sus caderas temblando. Ella aceleró, apretando su coño alrededor de su polla, y él explotó con un grito ronco, el preservativo llenándose de semen caliente mientras ella sentía cada espasmo. Eso la llevó al borde; se tocó el clítoris con dedos rápidos, y el orgasmo la golpeó como un tren, haciéndola temblar y jadear sobre él, su coño palpitando alrededor de su verga todavía dura.

Cuando todo acabó, Marcos jadeaba como si hubiera corrido una maratón, su cara roja y una sonrisa tímida en los labios. —Ha sido… la hostia —dijo, buscando su ropa con manos torpes. Sacó un sobre del bolsillo de sus vaqueros y lo dejó en la mesilla—. Gracias, Sofía… o mamá.

Ella rio, todavía desnuda en la cama deshecha, el sudor brillando en su piel como si fuera una obra de arte. —Vuelve cuando quieras, pequeño —respondió, guiñándole un ojo. Él se fue, cerrando la puerta tras de sí, y Julia se quedó allí, mirando el techo con el cuerpo todavía zumbando de placer. El sobre tenía 300 euros en billetes nuevos. Lo abrió, olió el dinero, y una oleada de poder y deseo la recorrió. Esto no era solo pasta; era una puta liberación.

Se levantó, las piernas aún temblándole un poco, y se duchó en el baño del hotel. El agua caliente borró el olor a sexo de su piel, y se vistió con calma, poniéndose el vestido y el abrigo como si fuera una ejecutiva cualquiera. El reloj marcaba las 22:40 cuando salió a la calle, el aire fresco de la noche golpeándole la cara. En el taxi de vuelta, revisó su móvil: un mensaje de Ramón preguntando cómo iba el “evento”. “Aburrido, pero ya estoy de vuelta. Llego en un rato”, respondió, sonriendo para sí misma. El trayecto fue tranquilo, y llegó al ático pasadas las 23:15.

La casa estaba en silencio. Ramón dormía en el sofá, la tele encendida con un partido de fútbol a medio volumen, una cerveza vacía en la mesita. Los chicos estaban en sus cuartos, probablemente con los auriculares puestos jugando online o viendo series. Julia dejó el abrigo en la entrada, se quitó los tacones con un suspiro de alivio y fue al baño. Sacó los 300 euros del bolso y los guardó en un sobre dentro de una caja de tampones en el baño, un escondite perfecto que nadie tocaría. Luego se preparó una cena sencilla, el aroma llenaba la cocina mientras miraba por la ventana viendo la ciudad brillando a lo lejos. Mañana llevaría a Pablo al dentista por la tarde y recogería a Lucía del entrenamiento de voleibol. Sería una madre normal y corriente. Nadie sospecharía nada. Pero en su cabeza, “Sofía” ya estaba imaginando como sería su próxima cita, su coño todavía estaba húmedo de lo que había hecho.


Continuará…
 
Capítulo 3



Los días tras su primera cita como “Sofía” eran una mezcla de rutina y fuego para Julia. Por las mañanas, preparaba el desayuno para Lucía y Pablo, hablaba con Ramón sobre el trabajo o los horarios de los chicos mientras el recuerdo de su encuentro con el joven Marcos —el cliente— le encendía la piel. Por las tardes, llevaba a Pablo al dentista o recogía a Lucía del voleibol, charlando con otras madres mientras su mente vagaba a las citas que planeaba en secreto. El dinero, guardado en la caja de tampones, era el testimonio de la doble vida y esperaba que creciera con cada encuentro, alimentando su sensación de poder. Pero en los momentos de calma, una punzada de culpa la atravesaba. Ramón no merece que le oculte esto. Siempre hemos sido abiertos, hemos compartido todo… ¿Por qué no puedo decirle mi fantasía secreta y decirle que soy Sofía? Pensaba, mirando su reflejo en el espejo del baño. Lo amaba, lo deseaba aún, pero este secreto era suyo, un placer egoísta que no sabía cómo confesar. Mejor lo guardaría en secreto y según fueran las cosas ya se inventaría algo para decírselo sin que se enfadara con ella.


Su segunda cita fue con un obrero de unos 35 años, un tipo corriente con una camisa a cuadros y una sonrisa tímida. La llevó a un motel modesto en las afueras, un lugar limpio pero sin lujos. No era rudo, solo un hombre normal que quería darse un capricho tras una semana de trabajo. La desnudó con manos nerviosas, besándola con torpeza antes de follarla en la cama, sus embestidas eran rápidas pero suaves, él se corrió rápido y ella no pero tuvo que fingir que lo hacía. Sabia que habría días en que tuviera que fingir pero también sabía que en otros disfrutaría como una cerda. Le pagó 200 euros en billetes nuevos y le dijo “gracias” con una voz baja, como si no supiera qué más decir. Julia se duchó en el baño sencillo del motel, sintiendo una satisfacción tranquila.

La tercera fue con un empresario de 50 años, elegante, con un buen reloj brillando en la muñeca. La citó en un restaurante de lujo de un hotel con reservados privados, donde la llevó a una sala apartada entre cortinas de terciopelo y jazz suave. La desnudó con calma, besándole el cuello mientras le quitaba el vestido, y la folló contra la pared, lento pero firme, sus manos en su culo mientras ella se mordía el labio. Le dejó 500 euros y una tarjeta, susurrándole que la llamaría otra vez. Julia salió con las piernas temblando y una sonrisa que no podía borrar. ¡500 pavos por un polvo!

Cada cita era un chute de adrenalina, pero la culpa crecía. ¿Qué pensaría Ramón si lo supiera? ¿Me seguiría mirando igual? Se preguntaba, tumbada junto a él por la noche, su respiración tranquila contrastando con el torbellino en su cabeza. No tenía respuestas, solo el ansia de seguir. Era una droga, era adictivo y no pensaba parar.

Pero su vida estaba a punto de dar un giro inesperado. La cuarta cita llegó un martes por la tarde con un mensaje: “Bar La Sombra, 22:00 ¿disponible?”. Julia respondió “Allí estaré” y se preparó con cuidado: un vestido azul oscuro que marcaba sus curvas, lencería negra de encaje, y un abrigo largo. Esa noche, le dijo a Ramón que iba a un “cumpleaños de una compañera del trabajo”, y él, medio dormido en el sofá, solo asintió sin hacer preguntas. A las 21:45, salió del ático, el taxi ya estaba esperándola en la esquina.

El Bar La Sombra era un rincón discreto, con luces tenues, mesas oscuras y un saxofón de fondo. Julia entró, sus tacones iban resonando, y pidió un gin-tonic en la barra para calmar los nervios. Entonces lo vio, sentado al fondo, y el mundo se paró. Era Ricardo —el ex compañero de trabajo de Ramón—. Moreno, 39 años, mandíbula cuadrada y ojos oscuros que siempre la habían mirado con un brillo extraño en las cenas de empresa donde iba acompañando a su marido. Llevaba una camisa negra desabrochada y un whisky en la mano. Sus miradas se cruzaron, y el reconocimiento fue un golpe seco.

Ricardo había trabajado con Ramón cinco años, y en todo ese tiempo, había guardado un deseo sucio por Julia. Cada vez que la veía —en la oficina, en las cervezas de los viernes, en las barbacoas—, su mente se llenaba de fantasías prohibidas. Joder, qué buena está. Esas tetas rebotando, ese culo perfecto… Cómo me gustaría follármela, arrancarle la ropa y hacerla mía mientras Ramón no tiene ni puta idea. La imaginaba en su trabajo, con las piernas abiertas, o en el parking, chupándosela hasta correrse en su boca. Era una obsesión que lo consumía, y ahora, al verla como “Sofía”, su polla se endureció bajo la mesa. Vaya vaya, que sorpresas te da la vida.

Julia se acercó, las piernas temblando pero la cara firme. Se sentó frente a él, con el gin-tonic en la mano, y habló primero, su voz era cortante. —¿Qué coño haces aquí, Ricardo?

Él sonrió, nervioso pero con un brillo de triunfo. —Podría preguntarte lo mismo, Julia. ¿O mejor debería decir Sofía? —dijo, inclinándose—. No me lo esperaba, pero joder, qué sorpresa más cojonuda.

Ella apretó los dientes, el pánico subiéndole por la garganta. —Si le dices una palabra a Ramón, te juro que le cuento a tu mujer que te follas putas. No te va a gustar el divorcio, créeme.

Ricardo soltó una risa seca, tamborileando los dedos en el vaso. —Tranquila, guapa. Yo también tengo mucho que perder. Pero mira, ya que estamos aquí con algo en juego que perder… ¿por qué no hacemos un trato? —Hizo una pausa, sus ojos bajando a sus tetas descaradamente—. Siempre he querido follarte, Juli, desde que te conozco me pones a mil. Y esta noche puedo. Quiero algo especial, algo que seguro no le das a cualquiera. Quiero follarte ese culo de zorrita que tienes que tener. Si me lo das, mi boca se queda cerrada. Si no, Ramón se entera mañana.

La tensión era un cable eléctrico a punto de estallar. Julia lo miró fija, su mente acelerada evaluando la situación. Nunca había probado el sexo anal; ni con Ramón, que lo había sugerido alguna vez pero no insistió. La idea la asustaba, pero con Ricardo mirándola como un depredador, su coño se mojó de pura excitación. Asintió, su voz sonó firme pero temblorosa. —Está bien. Pero si hablas, te hundo, Ricardo. Y no es una amenaza vacía. Ah y como me hagas daño te vació un bote de spray en la cara de cerdo que tienes ¿estamos?

Él sonrió, victorioso. —Hecho. Vamos a un hotel. Ya tengo una habitación reservada cerca.

Diez minutos después, estaban en una habitación del Hotel Luna, un lugar sencillo pero limpio. La puerta se cerró, y Ricardo la empujó contra la pared, sus manos agarraron sus caderas y su boca iba buscando deseosa la de ella. El beso fue salvaje, sus lenguas chocando con furia y deseo. Julia gimió, sus manos subiendo a su pelo mientras él le mordía el labio inferior, tirando hasta sacarle un jadeo. Sus bocas se devoraban, húmedas y calientes, el sabor del whisky de él mezclándose con el gin-tonic de ella.

—Joder, siempre supe que besarías como una zorra —gruñó él, bajando las manos para quitarle el abrigo y el vestido en un movimiento torpe. La dejó en lencería negra, sus tetas sobresaliendo del sujetador, y se lanzó a ellas como un lobo hambriento. Le bajó los tirantes, liberándolas, y chupó un pezón con fuerza, lamiéndolo en círculos lentos y luego mordiéndolo mientras apretaba el otro con los dedos, pellizcándolo hasta que ella gritó de placer y dolor.

—Ricardo, joder, qué bestia eres —jadeó ella, pero su coño estaba empapado, la excitación subiéndole por cada nervio de su cuerpo. Él gruñó contra su piel, chupando y mordiendo sus tetas, dejando marcas rojas mientras sus manos bajaban a arrancarle las bragas con un tirón seco.

—Túmbate, quiero comerte entera —ordenó, y ella cayó en la cama, abriendo las piernas como una invitación. Ricardo se arrodilló entre ellas, su cara a centímetros de su coño depilado y brillante. —Siempre quise comerme este coñazo —dijo, y hundió la lengua en ella. Empezó lamiendo despacio, saboreando sus labios, luego chupó su clítoris con fuerza, succionándolo como si quisiera arrancárselo. Metió dos dedos dentro, follándola con ellos, luego un tercero, abriéndola más mientras su lengua bailaba en círculos rápidos. Julia arqueó la espalda, gimiendo como una loca, sus manos agarrándole el pelo mientras él lamía y chupaba sin parar.

—Joder, Ricardo, me estás matando, no pares cabrón —gritó ella, sus caderas subiendo para follarse su cara. Él gruñó, su lengua entrando más profundo, lamiendo cada rincón de su coño mientras sus dedos la abrían, el sonido húmedo llenaba la habitación. Ella se corrió en su boca, el orgasmo explotándole como un trueno, su cuerpo temblaba mientras él lamía cada gota. Pero no se detuvo ahí, con un ansia contenida separó bien sus cachetes y empezó a lamer su ojete con deseo. Quería saborear lo que después iba a disfrutar. No se entretuvo mucho, solo quería probar el estrecho agujero que iba a follarse.

—Tu turno, zorra —dijo el, todavía jadeando— .Ella le bajó los pantalones y los bóxers, liberando una polla gruesa y dura, con las venas marcadas y la punta húmeda. Julia la agarró con una mano, escupió en ella y empezó a chuparla con ganas. Primero lamió la punta, saboreando el líquido salado, dando pequeños lengüetazos que lo hicieron gemir. Luego la metió entera en la boca, sus labios apretados presionaban alrededor mientras subía y bajaba, la lengua jugaba con cada vena, chupando fuerte. Ricardo gruñó, agarrándole el pelo, y ella lo tomó hasta el fondo, le dio una arcada con su sonido característico mientras la mamaba como una experta, como la puta que era, una mano masajeándole las pelotas y la otra masturbándolo en la base.

—Joder, Julia, qué puta boca tienes, sigue así, puta trágatela toda —gimió él, empujando sus caderas para follarle la garganta. Ella lo chupó más fuerte, la saliva corriendo por su barbilla, sus labios hinchados mientras lo llevaba al límite, hasta que él la apartó con un jadeo para no correrse de gusto—. Date la vuelta. Quiero ese culo ahora.

Julia tragó saliva, el miedo y el deseo iban chocando en su interior. Iba a ser la primera vez que se la follarían por el culo y eso la tenía intrigada y nerviosa, pero estaba muy excitada, por el morbo, por el compañero de su marido, por todo. Se puso a cuatro patas, con el culo en alto, y él sacó un condón de su cartera, poniéndoselo con manos temblorosas. Escupió en sus dedos y los metió en su culo despacio, primero uno, frotando en círculos para relajarla, luego dos, abriéndola despacio mientras ella gemía, el ligero dolor iba mezclándose con un placer sucio y nuevo. —Relájate, joder, no aprietes que te voy a follar el culo como siempre he soñado —dijo él, y colocó la punta de su polla en su entrada.

Empujó despacio al principio, el condón lubricado fue deslizándose dentro, y Julia gritó, sus manos clavándose en las sábanas mientras su culo se abría para él. El dolor era intenso, una quemazón que la hizo jadear, pero la sensación de estar tan llena, tan expuesta, la volvió loca de excitación. Él avanzó más, su polla entrando centímetro a centímetro, estirándola hasta que sintió sus pelotas rozarle el culo. —Ricardo, joder, me estás partiendo —gritó, pero sus caderas se movían hacia atrás, pidiéndole más. Él gruñó, embistiéndola más profundo, saliendo casi del todo y volviendo a entrar, abriéndola poco a poco.

—Te gusta, ¿eh, zorra? Siempre supe que serías una guarra en la cama —dijo él, agarrándole las caderas y empujando más fuerte, su polla ahora iba entrando entera, llenándola hasta el límite. Julia gimió, el dolor cediendo a un placer oscuro mientras él la follaba analmente, sus embestidas iban acelerándose poco a poco. Sus caderas chocaban contra su culo haciendo temblar como un flan en cada embestida. Él cambió el ángulo, inclinándose para que cada golpe rozara más adentro, y ella gritó, su culo apretándolo mientras el placer la consumía. —Joder, qué culo tan estrecho, me estás matando guarra —gruñó él, sus manos se clavaban en su carne mientras la penetraba con un ritmo brutal, su polla entrando y saliendo como un pistón.

—Fóllame más, cabrón, no pares —gritó ella, tocándose el coño, con sus dedos resbalando en su humedad mientras él la abría. El condón apenas contenía la fricción, y Julia sentía cada embestida, su culo temblando con cada golpe. El orgasmo empezó a crecer de nuevo, un calor que subía desde su interior. —Me voy a correr otra vez, joder —jadeó, y él aceleró, follándola como si quisiera romperla, hasta que el clímax la golpeó, su cuerpo convulsionando, su coño chorreando mientras su culo lo apretaba más.

—Joder, Julia, me corro —gruñó él también, embistiendo una última vez, su polla palpitando dentro del condón mientras se vaciaba, sus gemidos resonando en la habitación. Se derrumbaron en la cama, sudorosos y jadeantes, el aire cargado de sexo.

Tumbados, desnudos, Ricardo sacó un paquete de tabaco de su pantalón y encendió un cigarro, ofreciéndole otro a Julia. Ella lo aceptó, el humo subiendo en espirales mientras recuperaban el aliento. Él la miró, curioso, y rompió el silencio.

—Oye, Julia… ¿Por qué haces esto? No parece que necesites la pasta. Tú y Ramón estáis bien, ¿no?

Ella dio una calada larga, dejando que el humo le quemara la garganta antes de responder. —No es por necesidad. Podría vivir sin esto. Es por el placer. Me pone cachonda ser Sofía, que me paguen por follar, sentirme deseada como una puta de lujo. Es algo que no puedo explicarle a Ramón, no todavía. Eso si, como hables provoco tu divorcio, ¿entendido?

Él sonrió, exhalando humo por la nariz. —Joder, eres un caso. Nunca lo habría imaginado. ¿Y lo del culo, eres virgen por detrás? ¿También es por placer? Podrías haberte negado.

Julia lo miró, una sonrisa traviesa en los labios. —Eso ha sido nuevo. Eres el primero, cabrón. Me has desvirgado el culo esta noche. Ni Ramón lo ha tenido. Eres un privilegiado.

Ricardo soltó una carcajada, sorprendido. —¿En serio? Joder, qué honor. Siempre soñé con follarte, pero esto es otro nivel. ¿Y qué tal? ¿Te ha gustado?

Ella dio otra calada, pensándolo. —Duele como el demonio al principio, pero sí, me ha puesto a mil. No sé si lo repetiré, pero contigo… bueno, creo que ha valido la pena.

Él la miró, serio de repente. —Esto no sale de aquí Julia, te lo prometo. Si Ramón y mi mujer se enteran nos cortan las pelotas.

Ella asintió, apagando el cigarro en el cenicero de la mesilla. —Lo mismo digo. Si hablas, tu vida se va a la mierda, te lo juro. Esto queda entre nosotros, un secreto hasta la tumba. Y si quieres volver a metérmela prepara pasta, que no soy gratis.

—Pacto sellado —dijo él, tendiéndole la mano como si cerraran un negocio. Ella la estrechó, con sus pieles aún sudorosas.

Julia se levantó, el culo todavía lo sentía dolorido con cada movimiento, y se duchó, el agua caliente calmaba su piel pero no la culpa que volvía a apretarle el pecho. Ramón no merece esto, pero no puedo parar. Me gusta demasiado ser lo que soy. Se vistió, recogió los 400 euros de la mesilla y salió. Volvió al ático a medianoche, el taxi la dejó en la puerta. Ramón dormía en el sofá, la tele estaba encendida. Subió las escaleras con cuidado, el dolor en su culo la martilleaba como un eco de cada embestida de Ricardo. Guardó el dinero en la caja de tampones y se metió en la cama, el cuerpo estaba satisfecho y exhausto pero el corazón pesado, el ardor en su trasero seguía recordándole lo lejos que había ido.

Continuará…
 

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