Montar una empresa con la persona a la que amas es muy bonito, pero cuando el amor se termina se puede convertir en tu peor pesadilla. Por eso, en cuanto él me propuso comprar mi parte no lo dudé: tendría dinero para sobrevivir y buscar un nuevo empleo, sin las dificultades de un autónomo. No tardé en comenzar con entrevistas para puestos de responsabilidad en otras asesorías tras cambiar de localidad, pues nada me ataba ya a la que había estado compartiendo con él.
Cuando llegué a aquella entrevista había preguntado e investigado todo lo que necesitaba saber: empresa familiar, pequeña, con necesidad de expansión y con un jefe frío y calculador que necesitaba un relevo, ya que su hijo había buscado otra profesión y su hija, que trabajaba con él, no parecía tener las cualidades necesarias.
Era un hombre cercano a los 60, si no los había cumplido ya, alto y atractivo con algo de barriguita. La forma de vestir quería acercarse a las tendencias más actuales de la moda (camisa estampada, ajustada, con cuello mao, y pantalón de color llamativo), lo que hacía que no pegara en aquel entorno y, mucho menos, en alguien de su edad. Además, la mezcla de colores destilaba cierto aire de perullez.
A pesar de que en otras ocasiones hubiera utilizado mis encantos para adelantar al resto de candidatos, tenía la seguridad de que en esa ocasión no lo necesitaría: siendo un tío tendría el respeto de mis congéneres, pero siendo una chica, utilizar esas armas no me convertiría más que en una zorra ligera de cascos, aunque no me importara que me pusieran esa etiqueta.
No pasó mucho tiempo en que el dueño de la oficina, Pablo, me llamara para confirmar que había conseguido el trabajo.
El día que me incorporé al trabajo fue el mismo jefe quien me presentó al equipo:
Comenzó por su hija, Sara, una niña de unos 30 años. Sería quien heredaría la oficina, así que, mi principal función era controlar su trabajo y tratar de prepararla para asumir la dirección de la empresa. Su padre hablaba maravillas de ella, de su preparación, aunque su currículo incluyera poco más que una formación básica, pero pensaba que sólo necesitaba tiempo y experiencia.
Fue en mi primera reunión con ella donde descubrí sus aspectos menos positivos: lo de ser hija del jefe se le había subido a la cabeza, tratando a todo el mundo (incluida a mi) con una superioridad que, en realidad, sólo destilaba inseguridad.
Frani era la chica de recepción. Conectamos desde el principio: era natural, simpática y daba una confianza que el jefe también sentía. No sólo se ocupaba de recibir y gestionar las reuniones con los clientes, que, tal como explicó Pablo, no eran muchos, sino que ayudaba a elaborar informes, preparar documentaciones, etc.
Salva era el único chico del equipo. A primera vista tenía un atractivo interesante. Ya en la foto de la ficha se le veía guapete: ojos achinados, nariz pequeña y boca y barbilla bastante definidas. Su cabello, castaño claro, peinado con ralla a un lado, le hacía parecer algo más joven de lo que era, pues a pesar de estar cercano a los 40, no se apreciaban entradas ni calvas. Sinceramente, destilaba masculinidad.
El jefe confiaba bastante en él, insinuando, incluso, que había puesto grandes esperanzas en su trabajo, pero la frase “hay que darle una oportunidad para apreciarlo como merece” no me dio buena espina. Funcionaba muy bien con determinados tipos de clientes, habitualmente hombres de una cierta edad, lo que no daba realmente mucho juego en la empresa.
Aprecié un aire viejuno en él: la ropa que vestía estaba algo anticuada y su discurso era excesivamente formal. Aquello mezclado con su atractivo, a pesar de unos kilitos de más y el vello que asomaba en el cuello de su camisa y que parecía recorrer todo su torso, crearon una ambivalencia, un quiero y no quiero, que desataría mi lujuria y mi malicia, como os contaré más adelante.
Salva era habitualmente el primero en llegar. Se sorprendió al verme allí el primer día, pero, sinceramente, no mostró mucho interés en tener una conversación conmigo. No fue maleducado, pero, se notaba que, en aquel momento, su prioridad era el periódico.
Pronto observé que todo informe que caía en su mesa era derivado a cualquier compañera, con la excusa de que algún punto no le correspondía o que necesitaba que alguien lo revisara antes. Las compañeras respondían sus exigencias con rapidez, tratando de evitar comentarios que valoraban sus pocas ganas de trabajar o su falta de valía y que, habitualmente, llegaban a Pablo, quien hablaba con ellas con una preocupación real, ya que no era consciente de la realidad de su oficina.
Días más tarde descubrí otro de los secretos del compañero. Quedé temprano para tomarme un café con Frani, básicamente por gusto, para hablar de todo y de nada. Él ya estaba por allí y Sara, sorprendentemente, llegó poco después de él.
Frani y yo nos quedamos en la cocina de las oficinas que estaba cerca del baño de los empleados (Pablo tenía su propio baño en su oficina, aprovechando la disposición del piso) y, tras una larga conversación y aprovechando que Sara pasaba, intuyendo que había salido de allí, decidí ir al baño antes de comenzar el trabajo.
No entendí la sonrisilla pícara de Frani hasta que abrí la puerta del baño para encontrarme a Salva poniéndose la camisa. Él se giró abotonándosela sin prisa alguna, mientras su pene, al descubierto, se zarandeaba de un lado a otro. Me invitó a pasar, pero yo, sin darle más importancia al encuentro, le dije que esperaba a que terminara, observándole desde la puerta.
No se apresuró en vestirse. Comentó, pícaramente, que estaba aseándose un poco. Después cogió sus slips claros y estampados de mercadillo, para ponérselos lentamente, levantando y separando las piernas y dejando que se vieran totalmente sus testículos: eran redondeados, con menos vello que el resto, ya que se notaba que no se depilaba, y la piel que los recubría parecía ser bastante prieta. Una vez colocó la cintura de la ropa interior en su sitio, introdujo su mano en su paquete para colocar cómodamente su miembro, que estaba gordo, aunque no parecía nada del otro mundo. Tuvo que girarse ligeramente para coger el pantalón y se lo puso de espaldas a mí. Su ropa interior permitía que se adivinaran los glúteos y la rajilla entre ellos, asomando ligeramente por encima algo de vello.
Salió una vez que terminó de vestirse, dedicándome una media sonrisa pícara y anticuada, tras lo que entré finalmente al baño, cerrando la puerta con pestillo, por si acaso. Lógicamente, cuando salí, me fui directamente a Frani:
Es algo que pasa de vez en cuando -dijo riendo-, de hecho, ella, cuando bebe más de la cuenta, comenta que perdió su virginidad con él, como si hubiera ganado algún trofeo o algo. Entre algunos clientes se comenta que Pablo, por la confianza que tenía con él, se lo pidió para suavizar un poco a la fierecilla.
Mientras me informaba no era capaz de cerrar mi boca, sinceramente. Por un lado, sentía lástima por “la niña” que era como todos la llamábamos en la oficina. No era fea, a pesar de su cuerpo grandón y sus rudas maneras, pero su carácter echaba para atrás a casi todo el mundo.
Fue en una reunión, en la que estábamos Frani, él y yo, cuando todo comenzó: Pablo quería que le diéramos otro aire a la sala de reuniones, que fuera seria y funcional, pero algo más moderna, teniendo en cuenta nuestras opiniones. Fue allí, mientras nosotras opinábamos cuando soltó una de sus perlas:
Lo que aquí hace falta es un buen rabo -lo dijo casi susurrando, como si hablara para él solo, pero Frani lo escuchó y le pidió que lo repitiera, ante lo cual se hizo el remolón, creo que sabiendo que había metido la pata-.
Frani comentó lo que había pasado. Una vez que se sintió pillado, no tuvo otra que justificarse, diciendo que eso de la decoración no era tan importante y que le estábamos haciendo perder el tiempo (el jefe no estaba, por supuesto) y que sí, que pensaba que necesitábamos darnos una “alegría” para no dar importancia a lo que no lo tiene.
Una alegría con un buen rabo, supongo. -dije yo, tratando que repitiera, de alguna forma, el comentario que había hecho-.
No sé si lo pensé antes, pero me dirigí a él, que había estado toda la reunión con los brazos cruzados, demostrando que aquello no le iba ni le venía, y le enganché el paquete. Él en un principio se sobresaltó, pero después se dejó sobar, sonriendo, y yo no paré hasta notar que su pene comenzaba a excitarse, apretando con fuerza para dejar claro quién mandaba allí.
Fue cuando dejé de manosearle el bulto y me aparté de él cuando solté el tiro de gracia:
Una pena que no haya buen rabo por aquí.
Mi compañera, que había observado la escena con la boca abierta, sonrió ligeramente, casi sin que se notara. Él, sin embargo, dándose cuenta de la ofensa, se sonrojó y, aunque tardó un poco, contestó, con una media sonrisa pícara, que, lo reconozco, le daba un atractivo interesante:
No es el tamaño, sino el uso que se le da...
Me giré justo en la puerta, reconociendo que el tipo era un buen tocacojones, y me acerqué a él, sin dejar de mirarle.
Eso hay que demostrarlo -dije susurrando a su oreja, para morderla ligeramente, provocando un leve quejido en él, que, acercando su mano a su cinturón, dejó claro que no tenía problema en hacerlo-.
Cogí sus manos para pararle y salir, dejando claro que ese no era el mejor momento.
Frani, que salió poco después de mí, no conseguía salir del asombro, repetía una y otra vez que aquello no había estado bien, que nos iba a salir caro, pero yo la tranquilicé mientras mi cabeza fraguaba una buena lección para el machote.
Cuando llegué a aquella entrevista había preguntado e investigado todo lo que necesitaba saber: empresa familiar, pequeña, con necesidad de expansión y con un jefe frío y calculador que necesitaba un relevo, ya que su hijo había buscado otra profesión y su hija, que trabajaba con él, no parecía tener las cualidades necesarias.
Era un hombre cercano a los 60, si no los había cumplido ya, alto y atractivo con algo de barriguita. La forma de vestir quería acercarse a las tendencias más actuales de la moda (camisa estampada, ajustada, con cuello mao, y pantalón de color llamativo), lo que hacía que no pegara en aquel entorno y, mucho menos, en alguien de su edad. Además, la mezcla de colores destilaba cierto aire de perullez.
A pesar de que en otras ocasiones hubiera utilizado mis encantos para adelantar al resto de candidatos, tenía la seguridad de que en esa ocasión no lo necesitaría: siendo un tío tendría el respeto de mis congéneres, pero siendo una chica, utilizar esas armas no me convertiría más que en una zorra ligera de cascos, aunque no me importara que me pusieran esa etiqueta.
No pasó mucho tiempo en que el dueño de la oficina, Pablo, me llamara para confirmar que había conseguido el trabajo.
El día que me incorporé al trabajo fue el mismo jefe quien me presentó al equipo:
Comenzó por su hija, Sara, una niña de unos 30 años. Sería quien heredaría la oficina, así que, mi principal función era controlar su trabajo y tratar de prepararla para asumir la dirección de la empresa. Su padre hablaba maravillas de ella, de su preparación, aunque su currículo incluyera poco más que una formación básica, pero pensaba que sólo necesitaba tiempo y experiencia.
Fue en mi primera reunión con ella donde descubrí sus aspectos menos positivos: lo de ser hija del jefe se le había subido a la cabeza, tratando a todo el mundo (incluida a mi) con una superioridad que, en realidad, sólo destilaba inseguridad.
Frani era la chica de recepción. Conectamos desde el principio: era natural, simpática y daba una confianza que el jefe también sentía. No sólo se ocupaba de recibir y gestionar las reuniones con los clientes, que, tal como explicó Pablo, no eran muchos, sino que ayudaba a elaborar informes, preparar documentaciones, etc.
Salva era el único chico del equipo. A primera vista tenía un atractivo interesante. Ya en la foto de la ficha se le veía guapete: ojos achinados, nariz pequeña y boca y barbilla bastante definidas. Su cabello, castaño claro, peinado con ralla a un lado, le hacía parecer algo más joven de lo que era, pues a pesar de estar cercano a los 40, no se apreciaban entradas ni calvas. Sinceramente, destilaba masculinidad.
El jefe confiaba bastante en él, insinuando, incluso, que había puesto grandes esperanzas en su trabajo, pero la frase “hay que darle una oportunidad para apreciarlo como merece” no me dio buena espina. Funcionaba muy bien con determinados tipos de clientes, habitualmente hombres de una cierta edad, lo que no daba realmente mucho juego en la empresa.
Aprecié un aire viejuno en él: la ropa que vestía estaba algo anticuada y su discurso era excesivamente formal. Aquello mezclado con su atractivo, a pesar de unos kilitos de más y el vello que asomaba en el cuello de su camisa y que parecía recorrer todo su torso, crearon una ambivalencia, un quiero y no quiero, que desataría mi lujuria y mi malicia, como os contaré más adelante.
Salva era habitualmente el primero en llegar. Se sorprendió al verme allí el primer día, pero, sinceramente, no mostró mucho interés en tener una conversación conmigo. No fue maleducado, pero, se notaba que, en aquel momento, su prioridad era el periódico.
Pronto observé que todo informe que caía en su mesa era derivado a cualquier compañera, con la excusa de que algún punto no le correspondía o que necesitaba que alguien lo revisara antes. Las compañeras respondían sus exigencias con rapidez, tratando de evitar comentarios que valoraban sus pocas ganas de trabajar o su falta de valía y que, habitualmente, llegaban a Pablo, quien hablaba con ellas con una preocupación real, ya que no era consciente de la realidad de su oficina.
Días más tarde descubrí otro de los secretos del compañero. Quedé temprano para tomarme un café con Frani, básicamente por gusto, para hablar de todo y de nada. Él ya estaba por allí y Sara, sorprendentemente, llegó poco después de él.
Frani y yo nos quedamos en la cocina de las oficinas que estaba cerca del baño de los empleados (Pablo tenía su propio baño en su oficina, aprovechando la disposición del piso) y, tras una larga conversación y aprovechando que Sara pasaba, intuyendo que había salido de allí, decidí ir al baño antes de comenzar el trabajo.
No entendí la sonrisilla pícara de Frani hasta que abrí la puerta del baño para encontrarme a Salva poniéndose la camisa. Él se giró abotonándosela sin prisa alguna, mientras su pene, al descubierto, se zarandeaba de un lado a otro. Me invitó a pasar, pero yo, sin darle más importancia al encuentro, le dije que esperaba a que terminara, observándole desde la puerta.
No se apresuró en vestirse. Comentó, pícaramente, que estaba aseándose un poco. Después cogió sus slips claros y estampados de mercadillo, para ponérselos lentamente, levantando y separando las piernas y dejando que se vieran totalmente sus testículos: eran redondeados, con menos vello que el resto, ya que se notaba que no se depilaba, y la piel que los recubría parecía ser bastante prieta. Una vez colocó la cintura de la ropa interior en su sitio, introdujo su mano en su paquete para colocar cómodamente su miembro, que estaba gordo, aunque no parecía nada del otro mundo. Tuvo que girarse ligeramente para coger el pantalón y se lo puso de espaldas a mí. Su ropa interior permitía que se adivinaran los glúteos y la rajilla entre ellos, asomando ligeramente por encima algo de vello.
Salió una vez que terminó de vestirse, dedicándome una media sonrisa pícara y anticuada, tras lo que entré finalmente al baño, cerrando la puerta con pestillo, por si acaso. Lógicamente, cuando salí, me fui directamente a Frani:
Es algo que pasa de vez en cuando -dijo riendo-, de hecho, ella, cuando bebe más de la cuenta, comenta que perdió su virginidad con él, como si hubiera ganado algún trofeo o algo. Entre algunos clientes se comenta que Pablo, por la confianza que tenía con él, se lo pidió para suavizar un poco a la fierecilla.
Mientras me informaba no era capaz de cerrar mi boca, sinceramente. Por un lado, sentía lástima por “la niña” que era como todos la llamábamos en la oficina. No era fea, a pesar de su cuerpo grandón y sus rudas maneras, pero su carácter echaba para atrás a casi todo el mundo.
Fue en una reunión, en la que estábamos Frani, él y yo, cuando todo comenzó: Pablo quería que le diéramos otro aire a la sala de reuniones, que fuera seria y funcional, pero algo más moderna, teniendo en cuenta nuestras opiniones. Fue allí, mientras nosotras opinábamos cuando soltó una de sus perlas:
Lo que aquí hace falta es un buen rabo -lo dijo casi susurrando, como si hablara para él solo, pero Frani lo escuchó y le pidió que lo repitiera, ante lo cual se hizo el remolón, creo que sabiendo que había metido la pata-.
Frani comentó lo que había pasado. Una vez que se sintió pillado, no tuvo otra que justificarse, diciendo que eso de la decoración no era tan importante y que le estábamos haciendo perder el tiempo (el jefe no estaba, por supuesto) y que sí, que pensaba que necesitábamos darnos una “alegría” para no dar importancia a lo que no lo tiene.
Una alegría con un buen rabo, supongo. -dije yo, tratando que repitiera, de alguna forma, el comentario que había hecho-.
No sé si lo pensé antes, pero me dirigí a él, que había estado toda la reunión con los brazos cruzados, demostrando que aquello no le iba ni le venía, y le enganché el paquete. Él en un principio se sobresaltó, pero después se dejó sobar, sonriendo, y yo no paré hasta notar que su pene comenzaba a excitarse, apretando con fuerza para dejar claro quién mandaba allí.
Fue cuando dejé de manosearle el bulto y me aparté de él cuando solté el tiro de gracia:
Una pena que no haya buen rabo por aquí.
Mi compañera, que había observado la escena con la boca abierta, sonrió ligeramente, casi sin que se notara. Él, sin embargo, dándose cuenta de la ofensa, se sonrojó y, aunque tardó un poco, contestó, con una media sonrisa pícara, que, lo reconozco, le daba un atractivo interesante:
No es el tamaño, sino el uso que se le da...
Me giré justo en la puerta, reconociendo que el tipo era un buen tocacojones, y me acerqué a él, sin dejar de mirarle.
Eso hay que demostrarlo -dije susurrando a su oreja, para morderla ligeramente, provocando un leve quejido en él, que, acercando su mano a su cinturón, dejó claro que no tenía problema en hacerlo-.
Cogí sus manos para pararle y salir, dejando claro que ese no era el mejor momento.
Frani, que salió poco después de mí, no conseguía salir del asombro, repetía una y otra vez que aquello no había estado bien, que nos iba a salir caro, pero yo la tranquilicé mientras mi cabeza fraguaba una buena lección para el machote.