DirtyOldMan
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Siempre he sentido atracción por la cultura rusa, por su folklore, por su música, por su literatura, por sus paisajes y como no, por sus mujeres. Las mujeres eslavas siempre me han parecido fascinantes, por sus pieles blancas, sus formas esbeltas, sus rostros angelicales y porque es difícil encontrar una mujer rusa que no se arregle aunque sea para sacar la basura.
Llevaba mucho tiempo con ganas de hacer un viaje por aquellas tierras. Una de las ventajas de estar felizmente separado es que puedes viajar solo, que siempre resulta mucho más económico y puedes ir a donde quieras y hacer lo que te venga en gana. Así que planeé mi viaje para visitar únicamente San Petersburgo y Moscú. Mi intención era estar tres semanas en cada ciudad porque tengo la suerte de tener muchas vacaciones y en ocasiones hasta suelo cogerme un mes de permiso sin sueldo para poder viajar. Otra de las ventajas de vivir solo.
Como tampoco soy millonario elegí para mis estancias la opción de hospedarme en las casas que aceptaban huéspedes. En aquella época aún no existían las redes sociales y las cosas se hacían con otro ritmo y dando más vueltas. Así fue como encontré la referencia de Malaya Posadskaya una señora que alquilaba habitaciones en una zona cercana al centro, Petrogradzky. No me costó encontrar la casa y realmente estaba muy bien, austera pero muy limpia, con unas vistas maravillosas desde todas las habitaciones y muy céntrica. Tres semanas daban para mucho y quería conocer la ciudad en profundidad. Cuando hago un viaje largo siempre procuro pasar el mayor tiempo posible y visitar no solo las zonas turísticas sino tratar de ver cómo vive la gente allí y sentir el pulso de las ciudades y sobre todo de sus gentes.
En Rusia tenía un problema: el idioma. Aprendí justo para el viaje las cuatro frases de rigor para saludar y poco más. Pero por suerte en las zonas donde vamos muchos turistas el inglés es el idioma que nos une. Por suerte en la casa donde me hospedaba la señora Malaya hablaba el suficiente inglés para hacernos entender y cuando nos atascábamos siempre andaba por allí Tanusha, su hija. La dueña de la casa era una mujer de mi edad, más cercana a los cincuenta que a los cuarenta, con un rostro muy bonito y un cuerpo con unos volúmenes que confesaré en más de una ocasión me deleité contemplándola mientras se movía por toda la casa.
Llevaba mucho tiempo con ganas de hacer un viaje por aquellas tierras. Una de las ventajas de estar felizmente separado es que puedes viajar solo, que siempre resulta mucho más económico y puedes ir a donde quieras y hacer lo que te venga en gana. Así que planeé mi viaje para visitar únicamente San Petersburgo y Moscú. Mi intención era estar tres semanas en cada ciudad porque tengo la suerte de tener muchas vacaciones y en ocasiones hasta suelo cogerme un mes de permiso sin sueldo para poder viajar. Otra de las ventajas de vivir solo.
Como tampoco soy millonario elegí para mis estancias la opción de hospedarme en las casas que aceptaban huéspedes. En aquella época aún no existían las redes sociales y las cosas se hacían con otro ritmo y dando más vueltas. Así fue como encontré la referencia de Malaya Posadskaya una señora que alquilaba habitaciones en una zona cercana al centro, Petrogradzky. No me costó encontrar la casa y realmente estaba muy bien, austera pero muy limpia, con unas vistas maravillosas desde todas las habitaciones y muy céntrica. Tres semanas daban para mucho y quería conocer la ciudad en profundidad. Cuando hago un viaje largo siempre procuro pasar el mayor tiempo posible y visitar no solo las zonas turísticas sino tratar de ver cómo vive la gente allí y sentir el pulso de las ciudades y sobre todo de sus gentes.
En Rusia tenía un problema: el idioma. Aprendí justo para el viaje las cuatro frases de rigor para saludar y poco más. Pero por suerte en las zonas donde vamos muchos turistas el inglés es el idioma que nos une. Por suerte en la casa donde me hospedaba la señora Malaya hablaba el suficiente inglés para hacernos entender y cuando nos atascábamos siempre andaba por allí Tanusha, su hija. La dueña de la casa era una mujer de mi edad, más cercana a los cincuenta que a los cuarenta, con un rostro muy bonito y un cuerpo con unos volúmenes que confesaré en más de una ocasión me deleité contemplándola mientras se movía por toda la casa.