La sobri

Cjbandolero

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Capítulo 1



El salón del hotel estaba abarrotado, un hervidero de risas, copas chocando y el murmullo constante de conversaciones que intentaban imponerse al hilo musical de fondo. Era uno de esos sitios que intentaban ser elegantes pero no llegaban: lámparas de araña algo deslucidas, moqueta con manchas disimuladas y camareros con camisas que les tiraban en los hombros. Olía a perfume caro mezclado con el aroma dulzón de los canapés y el vino tinto que se servía en jarras. Globos blancos y dorados flotaban atados a las sillas, recordando a todos que la ocasión era la comunión de Hugo, el primo pequeño de Itziar. La mitad de la familia estaba allí, desperdigada entre mesas redondas con manteles de papel y centros de flores que ya empezaban a marchitarse.

Itziar estaba sentada en una esquina, con las piernas cruzadas y el móvil en la mano, desplazando el dedo por la pantalla con una mezcla de aburrimiento y rabia. Llevaba un vestido beig ajustado que marcaba cada curva de su cuerpo, con un escote discreto pero lo bastante sugerente como para atraer miradas. Su pelo castaño con mechas rubias caía en ondas perfectas sobre los hombros, y el brillo de su gloss en los labios reflejaba la luz cada vez que giraba la cabeza. Había heredado ese aire de reina de instituto de su madre, Maite, una mujer que a sus 45 años seguía presumiendo de bolsos de marca, ropa cara y citas en la peluquería como si fueran medallas. Itziar era su viva imagen: pija, caprichosa, con una sonrisa que podía ser un arma o un escudo según la ocasión, y encima se había retocado los labios con un lifting y tenía una pinta de chupapollas que no podía con ella. Pero hoy no estaba para sonrisas. Estaba cabreada. Su madre le había dicho que no le iba a soltar ni un euro más después de la discusión por el bolso de Michael Kors que llevaba semanas pidiéndole. “¿Cuatrocientos euros por un trozo de cuero? Ni de coña, Itziar, que no nado en dinero”, le había soltado Maite mientras se pintaba las uñas en el salón. Itziar había pataleado, gritado y hasta intentado el chantaje emocional, pero nada. Y ahora, en medio de esta comunión cutre, no podía dejar de pensar en cómo sus amigas ya estaban subiendo fotos con bolsos mejores en Insta.

Ricardo, por su parte, estaba en la barra, con una cerveza en la mano y los ojos entrecerrados mientras observaba el panorama. A sus 43 años, seguía teniendo ese aire de tipo que sabe arreglárselas: camisa azul remangada, unos chinos que le sentaban bien y una barba corta que rasparía si pasabas la mano. Las canas en las sienes le daban un toque interesante, como si la vida le hubiera dado un par de hostias pero él hubiera devuelto alguna. Estaba algo achispado, no borracho, pero lo bastante suelto como para que su lengua tuviera menos filtro de lo habitual. Y entonces la vio. Itziar, sentada con esa pose de diva que tanto le sacaba de quicio, mirando el móvil como si el resto del mundo no existiera. No pudo evitar recorrerla con la mirada. El vestido se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, marcando la curva de sus caderas y ese culo que, joder, era imposible no mirar. No era la primera vez que se le iba la vista. En verano, cuando iban a la piscina del pueblo de sus abuelos, la había visto en tanga, bronceada y reluciente bajo el sol, moviéndose con esa seguridad de quien sabe que todos la miran. O cuando se ponía esos mini pantalones que dejaban medio culo al aire. Más de una noche, solo en su piso, Ricardo había cerrado los ojos y se había dejado llevar pensando en ella haciéndose una paja. En cómo sería tocarla, en el olor de su piel, en ese cuerpo que parecía diseñado para volver loco a cualquiera. Era su sobrina política, sí, y eso le daba igual, no era su familia carnal, pero el deseo no entiende de parentesco. Aunque, si era honesto, tampoco la soportaba. Esa actitud de niña mimada, chula, pija, ese tono de “o sea, no me jodas” que usaba para todo… le ponía de los nervios. Pero eso no quitaba que quisiera follársela. Y lo sabía. Y se odiaba un poco por saberlo.

—Joder, qué calor hace aquí —dijo Ricardo en voz alta, más para sí mismo que para nadie, mientras se aflojaba el primer botón de la camisa. Se acercó a una mesa cercana, donde había un par de tías de la familia hablando de cosas que a él ni le iban ni le venían, y fingió interés un momento antes de volver a mirar a Itziar. Ella seguía en su mundo, con el ceño fruncido y los labios apretados. Algo le pasaba, eso estaba claro. Y Ricardo, que nunca había sido de quedarse callado, decidió meterse donde no le llamaban.

Se acercó con paso tranquilo, la cerveza todavía en la mano, y se plantó delante de ella. Itziar levantó la vista del móvil, molesta por la interrupción, y lo miró con esa mezcla de desdén y curiosidad que reservaba para la gente que no estaba a su altura.

—¿Qué? —soltó, sin molestarse en disimular el mal humor.

Ricardo sonrió, esa sonrisa torcida que usaba cuando quería pinchar a alguien. Se apoyó en el respaldo de una silla vacía, inclinándose un poco hacia ella. Olía a colonia fresca, con un toque de tabaco que siempre llevaba encima aunque jurara que había dejado de fumar.

—Nada, solo que pareces la alegría de la huerta. ¿Qué te pasa, princesa? ¿No te gusta el menú? —dijo, señalando con la cabeza los platos de gambas y croquetas que circulaban por las mesas.

Itziar puso los ojos en blanco y dejó el móvil sobre la mesa con un gesto teatral. Se cruzó de brazos, lo que hizo que el vestido se ajustara aún más a sus pechos. Ricardo lo notó, claro, pero desvió la mirada rápido. No era el momento de quedarse pillado.

—Que no me llames princesa, imbécil, no estoy de humor, ¿vale? No sé para qué me hablas si sabes que estoy hasta el coño de todo esto —respondió ella, con ese tono que sonaba a Maite en sus peores días. La misma forma de alargar las vocales, de hacer que cada frase pareciera una acusación.

—Vaya, qué fina —se rió Ricardo, dando un sorbo a la cerveza—. ¿Qué es, que no te han invitado a la mesa de los mayores o qué? Venga, suéltalo, que se te ve la cara de mala leche desde el otro lado del salón.

Itziar resopló y se echó el pelo hacia atrás, un gesto que hacía siempre que quería ganar tiempo. No sabía por qué, pero Ricardo siempre conseguía sacarla de sus casillas. No era como los otros tíos de la familia, que o bien la ignoraban o bien la trataban como si todavía tuviera doce años. Ricardo era… diferente. Siempre había algo en su forma de mirarla, un brillo en los ojos que la ponía nerviosa. Como si supiera algo que ella no. Y ahora, con un par de copas encima, ese brillo era más evidente.

—No es tu problema, ¿sabes? —dijo, pero su voz ya no tenía tanta fuerza. Se mordió el labio inferior, un tic que salía cuando no sabía cómo seguir. Luego, como si no pudiera contenerse, añadió—: Es que mi madre es una tacaña de mierda, eso pasa. Llevo semanas pidiéndole un bolso y me dice que no, que no hay dinero. ¡Como si ella no se gastara una pasta en sus mierdas!

Ricardo alzó una ceja, divertido. Se sentó en la silla de al lado sin pedir permiso, dejando la cerveza en la mesa. El ruido del salón seguía alrededor: un niño llorando, una tía riéndose demasiado alto, el tintineo de los cubiertos. Pero entre ellos dos, el aire se sentía más pesado, como si estuvieran en una burbuja.

—¿Un bolso? ¿Todo este drama por un bolso? —dijo, inclinándose un poco más hacia ella. Olía su perfume ahora, floral y caro, de esos que te hacían querer acercarte más aunque supieras que no debías—. Joder, Itziar, creía que era algo serio. ¿Cuánto vale el caprichito, a ver?

Ella lo miró, dudando si contarle o no. Pero estaba tan harta que al final cedió.

—Cuatrocientos pavos. Y no es un capricho, ¿vale? Es un Michael Kors, no una mierda de cualquier tienda cutre. Mis amigas tienen bolsos mejores y yo estoy quedando como una muerta de hambre —se quejó, con la voz subiendo de tono. Luego, más bajo, añadió—: Pero mi madre dice que no, que no hay pasta. Y mi padre, pues ya sabes, siempre le da la razón.

Ricardo se rió, una risa grave que hizo que Itziar frunciera el ceño. Se pasó una mano por la barba, pensativo, mientras la miraba de arriba abajo. No lo pudo evitar. El vestido, las piernas cruzadas, el brillo en los labios… Joder, era una putada que fuera su sobrina. Porque si no, ya estaría pensando en cómo llevársela a un rincón oscuro del hotel. Sacudió la cabeza, intentando centrarse.

—Cuatrocientos pavos, dice —repitió, como si estuviera sopesando algo—. ¿Y qué vas a hacer, eh? ¿Ponerte a currar en un burguer para pagártelo? Porque no te veo yo poniendo hamburguesas y fregando suelos, la verdad.

Itziar lo fulminó con la mirada, pero había un destello de diversión en sus ojos. Ricardo siempre hacía eso: pincharla hasta que ella mordía el anzuelo. Y aunque no lo admitiría nunca, a veces le gustaba el juego.

—Muy gracioso, gilipollas —soltó, pero su tono ya no era tan cortante—. No necesito fregar suelos, ¿sabes? Ya encontraré la forma. Siempre lo hago.

—Claro, claro —dijo Ricardo, dando otro sorbo a la cerveza. La botella estaba casi vacía, y el alcohol le estaba soltando la lengua más de lo que debería—. Siempre puedes buscarte un sugar daddy, ¿no? Algún viejo con pasta que te pague los caprichos. Dicen que está de moda.

Itziar se quedó quieta un segundo, con los ojos entrecerrados. No sabía si estaba de broma o no, pero algo en su tono la hizo estremecerse. No era asco, no exactamente. Era otra cosa. Algo que le subía por el estómago y le hacía apretar los muslos sin darse cuenta.

—¿Qué dices? —preguntó, con una risa nerviosa—. ¿Tú te crees que yo necesito hacer eso? Por favor, Ricardo, no me jodas.

Él se encogió de hombros, pero no apartó la mirada. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese que la hacía sentir desnuda aunque estuviera vestida.

—No sé, princesa. Hay tías que lo hacen. Universitarias, ya sabes. Un par de polvos con un profe o un tío con pasta, y listo. Bolso nuevo, un viajecito, mejores notas, lo que sea. No es tan raro —dijo, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto. Se inclinó más cerca, tanto que Itziar pudo oler el alcohol en su aliento mezclado con la colonia—. Pero tú no harías eso, ¿verdad? Eres demasiado fina para follarte a alguien por un bolso.

El silencio que siguió fue eléctrico. Itziar sintió un calor subiéndole por el cuello, una mezcla de rabia, vergüenza y algo más que no quería nombrar. Le dieron ganas de darle un bofetón. Ricardo la miraba como si pudiera ver dentro de ella, como si supiera que sus palabras habían dado en el clavo aunque ella no lo admitiera. Y lo peor era que no estaba del todo equivocada. La idea era absurda, ridícula, pero… ¿y si? No, joder, no. Sacudió la cabeza, intentando reírse para romper la tensión.

—Eres un cerdo, ¿lo sabías? Y no me llames princesa te he dicho, imbécil—dijo, pero su voz tembló un poco. Se puso de pie, ajustándose el vestido con un movimiento rápido—. Me voy al baño, que me estás dando asco.

Ricardo se rió, recostándose en la silla mientras la veía alejarse. El vestido marcaba cada paso suyo, y él no pudo evitar seguirla con la mirada. Ese culo, cómo se le marcaba el tanga, Joder, que culo. Sabía que había cruzado una línea, tal vez se hubiera pasado un poco, pero no le importaba. No esta noche. No con la cerveza zumbándole en la cabeza y el recuerdo de Itziar en tanga en la piscina del pueblo dándole vueltas. Se terminó la cerveza de un trago y se levantó para pedir otra. Pero mientras caminaba hacia la barra, no podía quitarse de la cabeza la forma en que ella lo había mirado. Como si, por un segundo, hubiera considerado lo que él había dicho.

Itziar, en el baño del hotel, se miró en el espejo. El maquillaje seguía perfecto, pero sus mejillas estaban más rojas de lo normal. Se pasó las manos por el pelo, intentando calmarse. ¿Qué coño le pasaba a Ricardo? ¿Y por qué le había seguido el rollo? No era la primera vez que él hacía un comentario subido de tono, pero esto era diferente. Era como si hubiera visto algo en ella, algo que ella misma no quería ver. “Follarte a alguien por un bolso”. Las palabras le daban vueltas en la cabeza mientras se retocaba el gloss. Era una locura. Una puta locura. Pero mientras se miraba en el espejo, con el ruido del salón filtrándose por la puerta, no podía evitar preguntarse cómo sería. No con Ricardo, claro. O sí. No, joder, no. Era su tío. Bueno, no su tío de verdad, pero casi. Sacudió la cabeza y salió del baño, decidida a ignorarlo el resto de la noche.

El resto de la comunión pasó en una especie de niebla. Itziar bailó un par de canciones con sus primas, se hizo fotos para Insta y fingió que todo estaba bien. Ricardo se quedó en la barra, charlando con otros tíos de la familia, pero cada tanto sus ojos se cruzaban con los de ella. No decían nada, no hacía falta. La caja de los truenos había sido abierta, aunque ninguno de los dos lo admitiera todavía.

Continuará…
 
Capítulo 2


El piso de los padres de Itziar era uno de esos sitios que gritaban dinero, pero no del tipo ostentoso de los ricos de verdad. Era más bien el esfuerzo de una familia de clase media-alta por aparentar que nadaban en la abundancia. Estaba en un barrio pijo de la ciudad, con amplias zonas verdes, piscina en la urbanización, pista de pádel y jardines bien cuidados en la entrada. Dentro, todo era un escaparate: muebles de diseño que parecían sacados de una revista, un televisor enorme que casi siempre estaba encendido, y una colección de figuras de Lladró en una vitrina que Maite, la madre de Itziar, obsesionada con la limpieza limpiaba con devoción cada semana. El salón olía a café recién hecho, a las sobras de la paella del domingo que aún flotaban desde la cocina, y a ese ambientador de lavanda que Maite compraba en packs porque “daba clase”. Las cortinas estaban descorridas, dejando que la luz de la tarde primaveral de mayo entrara a raudales, iluminando el suelo de tarima que crujía si pisabas en el sitio equivocado.

Itziar estaba tirada en el sofá, con las piernas estiradas sobre un cojín y el móvil en la mano, aunque no le hacía mucho caso. Llevaba unos vaqueros ajustados que marcaban cada curva de sus caderas y una camisa de botones blanca, algo fina, que dejaba entrever entre los botones el encaje de su sujetador cada vez que se movía. Su cabeza esos días era un volcán en erupción. No era algo que hubiera planeado, o al menos eso se decía a sí misma. Pero desde la comunión, desde esa maldita broma de Ricardo, no podía quitarse sus palabras de la cabeza. “Follarte a alguien por un beneficio”. Una manera de conseguir pasta rápido y fácil. Era una gilipollez, una burrada, pero ahí estaba, dando vueltas como una mosca que no sabes cómo espantar. Había intentado ignorarlo, había subido fotos al insta, había quedado con sus amigas para tomar algo, pero nada. Cada vez que cerraba los ojos, veía a algún profesor de la uni, o la cara de Ricardo, esa sonrisa torcida, esos ojos que la miraban como si pudiera desnudarla con solo pensarlo. Y lo peor era que no sabía si le daba asco o… algo más.

La familia de Itziar no ayudaba a que se sintiera menos inquieta. Maite, su madre, era la reina del drama doméstico: siempre gruñendo por gilipolleces, pija hasta la médula, siempre con las uñas perfectas, peluquería, mil cremas en la cara y un comentario afilado para todo. Era rubia y la verdad es que estaba buena para los casi 50 tacos que tenía, con un buen par de señoras tetas y un culo currado en el gimnasio que no pasaba desapercibida. A Ricardo no le hacía mucha gracia porque eran incompatibles de carácter, y ahora con la menopausia estaba poco más que insoportable. Ricardo siempre ha sido un pasota en temas familiares, iba un poco a su aire y pasaba de las apariencias, a él siempre le gustaba ir con camisetas más gastadas y le importaba una mierda lo que pensaran de él. No le daba ninguna envidia su marido por tener que aguantar a madre e hija con sus caprichos pijos. Las tetas de itziar en cambio eran más pequeñas pero no por eso peores, al contrario, a él le parecían perfectas. Si llega a heredar los tetones de su madre ya seria la bomba la niña. Su madre gastaba en ropa y tratamientos de belleza como si el dinero creciera en los árboles, pero luego le echaba la bronca a Itziar por querer un bolso de 400 euros. “Tú no sabes lo que cuesta ganarse la vida”, le decía, mientras se compraba otro par de botas de marca. Su padre, Juan, era más tranquilo, un contable que vivía para complacer a Maite y evitar discusiones, aunque tampoco olvidaba las apariencias, pero él en los coches, por eso poseían un mercedes blanco de esos tipo suv. Nunca se metía en los dramas de su mujer y su hija, solo asentía y pagaba las facturas. Luego estaba su hermano pequeño, Dani, de 16 años, un adolescente pasota que pasaba más tiempo con los auriculares puestos y jugando a la Play que hablando con nadie. Eran una familia que funcionaba en la superficie: todos sonreían en las fotos, todos presumían de sus vidas perfectas, pero en el fondo cada uno iba a lo suyo. Itziar lo sabía, y por eso no le sorprendía que nadie hubiera notado que llevaba días más callada de lo normal, casi enfadada.

Ese domingo, después de la comida familiar, la casa estaba más vacía de lo habitual. Maite después de recoger se había ido con unas amigas a “tomar un café que seguro se alargaba hasta la cena”, según sus palabras. Juan y Dani habían salido al cine a ver una película de superhéroes que a Itziar le importaba un pimiento. Y Ricardo… bueno, Ricardo estaba allí porque su mujer, Laura, había insistido en que fueran a comer a casa de su hermana ese domingo. Laura era maja, demasiado maja, de esas personas que siempre están sonriendo aunque no tengan motivos. Era más pequeña que su hermana Maite porque llegó casi de sorpresa cuando Maite era ya casi una adolescente quinceañera. Pero también estaba embarazada de siete meses, y el calor de mayo la tenía agotada, así que se había ido a casa a descansar después de tomar un café rápido. Ricardo, en cambio, se había quedado. “Voy a ayudar a recoger”, había dicho, aunque nadie le creyó del todo. Y ahora ahí estaban, solos en el salón, con el tic-tac del reloj de pared como único testigo.

Ricardo estaba de pie junto a la ventana, mirando la calle con una cerveza en la mano que había sacado de la nevera sin pedir permiso. Llevaba una camiseta negra que se le pegaba al pecho y unos vaqueros desgastados que le daban un aire despreocupado. Se giró cuando oyó a Itziar moverse en el sofá, y sus ojos se detuvieron un segundo de más en la camisa de ella. La abertura entre botones era como un imán, joder. Tuvo que obligarse a mirar hacia otro lado, pero no antes de que una imagen se le colara en la cabeza: Itziar quitándose esa camisa, botón a botón, con esa cara de niña mala que ponía cuando quería salirse con la suya. Sacudió la cabeza y dio un trago largo a la cerveza. No era el momento. Ni el lugar. Ni nada.

—¿Qué, sigues de morros por lo del bolso? —dijo, rompiendo el silencio. Su voz tenía ese tono sarcástico que usaba siempre con ella, como si estuviera probando hasta dónde podía llegar.

Itziar levantó la vista, sorprendida de que sacara el tema. Había estado pensando en cómo sacar lo de la comunión sin parecer una loca, y ahora él le ponía la excusa en bandeja. Se incorporó un poco en el sofá, apoyando un brazo en el respaldo, lo que hizo que la camisa se abriera ligeramente entre los botones. No se dio cuenta, o quizá sí. Con ella nunca se sabía.

—No estoy de morros —mintió, con ese tono de “no me toques los cojones” que era puro Maite—. Solo estoy harta de que mi madre sea una rata, nada más. Pero ya lo tengo superado.

Ricardo se rió, una risa grave que llenó el salón. Se acercó al sofá y se dejó caer en el otro extremo, dejando un espacio prudencial entre ellos. La cerveza descansaba en su rodilla, y el olor de su colonia llegó hasta Itziar, mezclándose con el café que aún flotaba en el aire.

—Superado, dice —repitió, mirándola de reojo—. Venga, Itziar, que se te ve en la cara que estás pensando en ese bolso como si fuera el amor de tu vida. ¿Tan importante es?

Ella puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa pequeña. Ricardo siempre hacía eso: pincharla hasta que ella mordía. Y aunque no lo admitiría, le gustaba que le prestara atención. Era diferente a los tíos de su edad, que solo querían meterle mano después de dos copas. Ricardo tenía… presencia. Y eso la ponía nerviosa.

— No es solo el bolso, ¿vale? —dijo, girándose un poco para mirarlo de frente. La camisa se tensó, y el sujetador quedó aún más a la vista. Ricardo lo notó, claro, pero fingió que miraba el cojín que ella tenía en el regazo—. Es que estoy harta de quedar como la pobrecita. Mis amigas tienen de todo, y yo tengo que estar pidiéndole favores a mi madre como si fuera una cría. Es humillante.

—Humillante —repitió Ricardo, con un tono que era mitad burla, mitad curiosidad. Dio otro sorbo a la cerveza y se recostó en el sofá, estirando un brazo por el respaldo. Sus dedos estaban a centímetros de la espalda de Itziar, pero no la tocó—. Joder, qué dura es la vida de la princesa, ¿eh? No sé cómo lo soportas.

Itziar resopló, pero no se apartó. Había algo en la forma en que él la miraba, como si estuviera midiéndola, que la hacía querer seguir hablando. Querer demostrarle algo, aunque no sabía qué.

—No es una broma, gilipollas —dijo, pero su voz tenía un toque de risa—. Tú no lo entiendes porque no tienes que estar mendigando para comprarte lo que quieres. Seguro que mi tía te da todo lo que pides, ¿no?

Ricardo alzó una ceja, divertido. La mención de su mujer le hizo tensarse un poco, pero no lo mostró. En lugar de eso, se inclinó hacia ella, solo un poco, lo suficiente para que el espacio entre ellos se sintiera más pequeño.

—Laura no tiene nada que ver con esto —dijo, bajando la voz—. Y no te creas, que yo también tengo mis gastos. Pero si tanto quieres ese bolso, igual tendrías que buscarte la vida, ¿no? Como hacen otras.

Itziar frunció el ceño, pero su corazón dio un pequeño salto. Ahí estaba. La puerta que llevaba días esperando que él abriera. No sabía si quería cruzarla, pero no podía evitar asomarse.

—¿Otras? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y desafío. Se mordió el labio inferior, un gesto que hacía sin darse cuenta cuando estaba nerviosa—. ¿Qué otras? ¿De qué hablas?

Ricardo sonrió, esa sonrisa torcida que era puro veneno. Sabía que estaba entrando en terreno peligroso, pero el alcohol de la cerveza y el encaje del sujetador que asomaba por la camisa de Itziar no ayudaban a que quisiera parar. Se inclinó un poco más, apoyando un codo en el respaldo del sofá, y bajó la voz como si estuviera contándole un secreto.

—Venga, no te hagas la tonta —dijo, mirándola a los ojos—. Hay tías, universitarias como tú, que se sacan un extra haciendo… trabajitos. Nada serio, ¿eh? Un par de citas con un profe, un tío con pasta, y ya está. Viaje pagado, bolso nuevo, caprichos, mejores notas en la uni, lo que sea. No es tan raro.

Itziar sintió un calor subiéndole por el cuello. No sabía si era rabia, vergüenza o algo más oscuro. Las palabras de Ricardo eran como un eco de la comunión, pero ahora sonaban más reales, más cercanas. Se quedó callada un segundo, mirándolo fijamente, intentando descifrar si hablaba en serio o solo quería provocarla.

—¿Tú conoces tías que hacen eso? —preguntó, con una risa nerviosa que no sonó tan segura como quería—. Joder, Ricardo, qué turbio eres. ¿Y qué, tú les pagas o qué?

Él se rió, pero no apartó la mirada. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese que la hacía sentir como si estuviera desnuda. Dio un trago lento a la cerveza, dejando que el silencio se estirara, y luego dijo:

—No, yo no pago. No me hace falta —la verdad era que nunca había pagado por sexo, pero la idea no le parecía tan loca ahora mismo—. No, en serio, un día escuché un podcast donde salió ese tema. Pero si no fueras mi sobrina… no sé, igual hacía una excepción contigo.

El aire del salón se volvió denso, como si alguien hubiera cerrado todas las ventanas. Itziar sintió que se le aceleraba el pulso, y por un segundo no supo qué decir. Ricardo la miraba como si estuviera esperando una reacción, cualquier reacción, y ella no quería darle la satisfacción de verla nerviosa. Pero lo estaba. Joder, lo estaba.

—¿Qué? —dijo, con una risa que sonó forzada—. ¿Tú pagarme a mí? Por favor, Ricardo, no me hagas reír. Como si yo necesitara tu dinero. Además, no eres mi tipo.

Él se encogió de hombros, pero no retrocedió. Al contrario, se acercó un poco más, lo suficiente para que Itziar pudiera oler la colonia. La camisa de ella seguía abierta entre los botones, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no bajar la mirada.

—No digo que lo necesites —dijo, con una voz más baja, más íntima—. Solo digo que si quisieras, podrías sacarte ese bolso en una tarde. Pero tú no eres de esas, ¿verdad? Eres demasiado… fina.

Itziar lo miró, con los labios entreabiertos, como si fuera a decir algo pero no encontrara las palabras. La palabra “fina” sonó como un desafío, como si él estuviera poniendo a prueba hasta dónde podía llegar. Y lo peor era que una parte de ella, una parte que no quería admitir, estaba considerando la idea. No en serio, claro. O sí. Joder, no lo sabía.

—Eres un cerdo —dijo por fin, pero su voz no tenía la fuerza de antes. Se levantó del sofá de golpe, ajustándose la camisa con un movimiento rápido, como si quisiera borrar lo que acababa de pasar—. Me voy a mi cuarto, que me estás rayando.

Ricardo no dijo nada, solo la miró mientras se alejaba, con esos vaqueros que marcaban su culazo a cada paso suyo. Se terminó la cerveza de un trago y se quedó sentado un momento, con la cabeza dándole vueltas. Había cruzado una línea, lo sabía. Pero también sabía que ella no lo había parado del todo. Y eso, joder, eso era lo que le jodía la cabeza.




Esa noche, en su piso, Ricardo estaba tirado en el sofá viendo un partido de fútbol que no le interesaba. Laura estaba en la cocina, haciendo ruido con los platos mientras preparaba algo para la cena. El embarazo la tenía agotada, pero seguía moviéndose como si tuviera una lista interminable de cosas por hacer. Ricardo intentaba concentrarse en la tele, pero no podía quitarse de la cabeza la conversación con Itziar. La camisa, el encaje de su sujetador, la forma en que ella lo había mirado cuando le dijo lo de pagar. Joder, era una locura. Era su sobrina, aunque no de sangre. Pero no podía evitarlo. La quería. La quería de una forma que no debería. Quería follarse a la niña pija.

—¿De qué hablabais tanto tú y Itziar esta tarde que has tardado tanto de volver? —preguntó Laura de repente, asomándose desde la cocina con un trapo en la mano.

Ricardo sintió un nudo en el estómago, pero no dejó que se le notara. Giró la cabeza hacia ella y sonrió, esa sonrisa que siempre usaba para salir del paso.

—Nada, cosas suyas —dijo, encogiéndose de hombros—. Está cabreada con tu hermana porque no le quiere comprar no sé qué bolso. Ya sabes cómo es, puro drama.

Laura frunció el ceño, pero no insistió. Volvió a la cocina, y Ricardo dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Se pasó una mano por la barba, intentando calmarse. Pero mientras miraba la tele, con el ruido de los platos de fondo, no podía dejar de pensar en Itziar. En su risa nerviosa, en su forma de morderse el labio, en su cuerpazo. Y en lo que había sentido cuando le dijo que pagaría por ella. Se había pasado de la raya tal vez. Aunque no iba totalmente en serio, o si, era más bien una provocación hacia ella para ver como respondía. Era una locura. Pero una locura que no podía quitarse de la cabeza.


Continuará…
 
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Capítulo 2


El piso de los padres de Itziar era uno de esos sitios que gritaban dinero, pero no del tipo ostentoso de los ricos de verdad. Era más bien el esfuerzo de una familia de clase media-alta por aparentar que nadaban en la abundancia. Estaba en un barrio pijo de la ciudad, con amplias zonas verdes, piscina en la urbanización, pista de pádel y jardines bien cuidados en la entrada. Dentro, todo era un escaparate: muebles de diseño que parecían sacados de una revista, un televisor enorme que casi siempre estaba encendido, y una colección de figuras de Lladró en una vitrina que Maite, la madre de Itziar, obsesionada con la limpieza limpiaba con devoción cada semana. El salón olía a café recién hecho, a las sobras de la paella del domingo que aún flotaban desde la cocina, y a ese ambientador de lavanda que Maite compraba en packs porque “daba clase”. Las cortinas estaban descorridas, dejando que la luz de la tarde primaveral de mayo entrara a raudales, iluminando el suelo de tarima que crujía si pisabas en el sitio equivocado.

Itziar estaba tirada en el sofá, con las piernas estiradas sobre un cojín y el móvil en la mano, aunque no le hacía mucho caso. Llevaba unos vaqueros ajustados que marcaban cada curva de sus caderas y una camisa de botones blanca, algo fina, que dejaba entrever entre los botones el encaje de su sujetador cada vez que se movía. Su cabeza esos días era un volcán en erupción. No era algo que hubiera planeado, o al menos eso se decía a sí misma. Pero desde la comunión, desde esa maldita broma de Ricardo, no podía quitarse sus palabras de la cabeza. “Follarte a alguien por un beneficio”. Una manera de conseguir pasta rápido y fácil. Era una gilipollez, una burrada, pero ahí estaba, dando vueltas como una mosca que no sabes cómo espantar. Había intentado ignorarlo, había subido fotos al insta, había quedado con sus amigas para tomar algo, pero nada. Cada vez que cerraba los ojos, veía a algún profesor de la uni, o la cara de Ricardo, esa sonrisa torcida, esos ojos que la miraban como si pudiera desnudarla con solo pensarlo. Y lo peor era que no sabía si le daba asco o… algo más.

La familia de Itziar no ayudaba a que se sintiera menos inquieta. Maite, su madre, era la reina del drama doméstico: siempre gruñendo por gilipolleces, pija hasta la médula, siempre con las uñas perfectas, peluquería, mil cremas en la cara y un comentario afilado para todo. Era rubia y la verdad es que estaba buena para los casi 50 tacos que tenía, con un buen par de señoras tetas y un culo currado en el gimnasio que no pasaba desapercibida. A Ricardo no le hacía mucha gracia porque eran incompatibles de carácter, y ahora con la menopausia estaba poco más que insoportable. Ricardo siempre ha sido un pasota en temas familiares, iba un poco a su aire y pasaba de las apariencias, a él siempre le gustaba ir con camisetas más gastadas y le importaba una mierda lo que pensaran de él. No le daba ninguna envidia su marido por tener que aguantar a madre e hija con sus caprichos pijos. Las tetas de itziar en cambio eran más pequeñas pero no por eso peores, al contrario, a él le parecían perfectas. Si llega a heredar los tetones de su madre ya seria la bomba la niña. Su madre gastaba en ropa y tratamientos de belleza como si el dinero creciera en los árboles, pero luego le echaba la bronca a Itziar por querer un bolso de 400 euros. “Tú no sabes lo que cuesta ganarse la vida”, le decía, mientras se compraba otro par de botas de marca. Su padre, Juan, era más tranquilo, un contable que vivía para complacer a Maite y evitar discusiones, aunque tampoco olvidaba las apariencias, pero él en los coches, por eso poseían un mercedes blanco de esos tipo suv. Nunca se metía en los dramas de su mujer y su hija, solo asentía y pagaba las facturas. Luego estaba su hermano pequeño, Dani, de 16 años, un adolescente pasota que pasaba más tiempo con los auriculares puestos y jugando a la Play que hablando con nadie. Eran una familia que funcionaba en la superficie: todos sonreían en las fotos, todos presumían de sus vidas perfectas, pero en el fondo cada uno iba a lo suyo. Itziar lo sabía, y por eso no le sorprendía que nadie hubiera notado que llevaba días más callada de lo normal, casi enfadada.

Ese domingo, después de la comida familiar, la casa estaba más vacía de lo habitual. Maite después de recoger se había ido con unas amigas a “tomar un café que seguro se alargaba hasta la cena”, según sus palabras. Juan y Dani habían salido al cine a ver una película de superhéroes que a Itziar le importaba un pimiento. Y Ricardo… bueno, Ricardo estaba allí porque su mujer, Laura, había insistido en que fueran a comer a casa de su hermana ese domingo. Laura era maja, demasiado maja, de esas personas que siempre están sonriendo aunque no tengan motivos. Era más pequeña que su hermana Maite porque llegó casi de sorpresa cuando Maite era ya casi una adolescente quinceañera. Pero también estaba embarazada de siete meses, y el calor de mayo la tenía agotada, así que se había ido a casa a descansar después de tomar un café rápido. Ricardo, en cambio, se había quedado. “Voy a ayudar a recoger”, había dicho, aunque nadie le creyó del todo. Y ahora ahí estaban, solos en el salón, con el tic-tac del reloj de pared como único testigo.

Ricardo estaba de pie junto a la ventana, mirando la calle con una cerveza en la mano que había sacado de la nevera sin pedir permiso. Llevaba una camiseta negra que se le pegaba al pecho y unos vaqueros desgastados que le daban un aire despreocupado. Se giró cuando oyó a Itziar moverse en el sofá, y sus ojos se detuvieron un segundo de más en la camisa de ella. La abertura entre botones era como un imán, joder. Tuvo que obligarse a mirar hacia otro lado, pero no antes de que una imagen se le colara en la cabeza: Itziar quitándose esa camisa, botón a botón, con esa cara de niña mala que ponía cuando quería salirse con la suya. Sacudió la cabeza y dio un trago largo a la cerveza. No era el momento. Ni el lugar. Ni nada.

—¿Qué, sigues de morros por lo del bolso? —dijo, rompiendo el silencio. Su voz tenía ese tono sarcástico que usaba siempre con ella, como si estuviera probando hasta dónde podía llegar.

Itziar levantó la vista, sorprendida de que sacara el tema. Había estado pensando en cómo sacar lo de la comunión sin parecer una loca, y ahora él le ponía la excusa en bandeja. Se incorporó un poco en el sofá, apoyando un brazo en el respaldo, lo que hizo que la camisa se abriera ligeramente entre los botones. No se dio cuenta, o quizá sí. Con ella nunca se sabía.

—No estoy de morros —mintió, con ese tono de “no me toques los cojones” que era puro Maite—. Solo estoy harta de que mi madre sea una rata, nada más. Pero ya lo tengo superado.

Ricardo se rió, una risa grave que llenó el salón. Se acercó al sofá y se dejó caer en el otro extremo, dejando un espacio prudencial entre ellos. La cerveza descansaba en su rodilla, y el olor de su colonia llegó hasta Itziar, mezclándose con el café que aún flotaba en el aire.

—Superado, dice —repitió, mirándola de reojo—. Venga, Itziar, que se te ve en la cara que estás pensando en ese bolso como si fuera el amor de tu vida. ¿Tan importante es?

Ella puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa pequeña. Ricardo siempre hacía eso: pincharla hasta que ella mordía. Y aunque no lo admitiría, le gustaba que le prestara atención. Era diferente a los tíos de su edad, que solo querían meterle mano después de dos copas. Ricardo tenía… presencia. Y eso la ponía nerviosa.

— No es solo el bolso, ¿vale? —dijo, girándose un poco para mirarlo de frente. La camisa se tensó, y el sujetador quedó aún más a la vista. Ricardo lo notó, claro, pero fingió que miraba el cojín que ella tenía en el regazo—. Es que estoy harta de quedar como la pobrecita. Mis amigas tienen de todo, y yo tengo que estar pidiéndole favores a mi madre como si fuera una cría. Es humillante.

—Humillante —repitió Ricardo, con un tono que era mitad burla, mitad curiosidad. Dio otro sorbo a la cerveza y se recostó en el sofá, estirando un brazo por el respaldo. Sus dedos estaban a centímetros de la espalda de Itziar, pero no la tocó—. Joder, qué dura es la vida de la princesa, ¿eh? No sé cómo lo soportas.

Itziar resopló, pero no se apartó. Había algo en la forma en que él la miraba, como si estuviera midiéndola, que la hacía querer seguir hablando. Querer demostrarle algo, aunque no sabía qué.

—No es una broma, gilipollas —dijo, pero su voz tenía un toque de risa—. Tú no lo entiendes porque no tienes que estar mendigando para comprarte lo que quieres. Seguro que mi tía te da todo lo que pides, ¿no?

Ricardo alzó una ceja, divertido. La mención de su mujer le hizo tensarse un poco, pero no lo mostró. En lugar de eso, se inclinó hacia ella, solo un poco, lo suficiente para que el espacio entre ellos se sintiera más pequeño.

—Laura no tiene nada que ver con esto —dijo, bajando la voz—. Y no te creas, que yo también tengo mis gastos. Pero si tanto quieres ese bolso, igual tendrías que buscarte la vida, ¿no? Como hacen otras.

Itziar frunció el ceño, pero su corazón dio un pequeño salto. Ahí estaba. La puerta que llevaba días esperando que él abriera. No sabía si quería cruzarla, pero no podía evitar asomarse.

—¿Otras? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y desafío. Se mordió el labio inferior, un gesto que hacía sin darse cuenta cuando estaba nerviosa—. ¿Qué otras? ¿De qué hablas?

Ricardo sonrió, esa sonrisa torcida que era puro veneno. Sabía que estaba entrando en terreno peligroso, pero el alcohol de la cerveza y el encaje del sujetador que asomaba por la camisa de Itziar no ayudaban a que quisiera parar. Se inclinó un poco más, apoyando un codo en el respaldo del sofá, y bajó la voz como si estuviera contándole un secreto.

—Venga, no te hagas la tonta —dijo, mirándola a los ojos—. Hay tías, universitarias como tú, que se sacan un extra haciendo… trabajitos. Nada serio, ¿eh? Un par de citas con un profe, un tío con pasta, y ya está. Viaje pagado, bolso nuevo, caprichos, mejores notas en la uni, lo que sea. No es tan raro.

Itziar sintió un calor subiéndole por el cuello. No sabía si era rabia, vergüenza o algo más oscuro. Las palabras de Ricardo eran como un eco de la comunión, pero ahora sonaban más reales, más cercanas. Se quedó callada un segundo, mirándolo fijamente, intentando descifrar si hablaba en serio o solo quería provocarla.

—¿Tú conoces tías que hacen eso? —preguntó, con una risa nerviosa que no sonó tan segura como quería—. Joder, Ricardo, qué turbio eres. ¿Y qué, tú les pagas o qué?

Él se rió, pero no apartó la mirada. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese que la hacía sentir como si estuviera desnuda. Dio un trago lento a la cerveza, dejando que el silencio se estirara, y luego dijo:

—No, yo no pago. No me hace falta —la verdad era que nunca había pagado por sexo, pero la idea no le parecía tan loca ahora mismo—. No, en serio, un día escuché un podcast donde salió ese tema. Pero si no fueras mi sobrina… no sé, igual hacía una excepción contigo.

El aire del salón se volvió denso, como si alguien hubiera cerrado todas las ventanas. Itziar sintió que se le aceleraba el pulso, y por un segundo no supo qué decir. Ricardo la miraba como si estuviera esperando una reacción, cualquier reacción, y ella no quería darle la satisfacción de verla nerviosa. Pero lo estaba. Joder, lo estaba.

—¿Qué? —dijo, con una risa que sonó forzada—. ¿Tú pagarme a mí? Por favor, Ricardo, no me hagas reír. Como si yo necesitara tu dinero. Además, no eres mi tipo.

Él se encogió de hombros, pero no retrocedió. Al contrario, se acercó un poco más, lo suficiente para que Itziar pudiera oler la colonia. La camisa de ella seguía abierta entre los botones, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no bajar la mirada.

—No digo que lo necesites —dijo, con una voz más baja, más íntima—. Solo digo que si quisieras, podrías sacarte ese bolso en una tarde. Pero tú no eres de esas, ¿verdad? Eres demasiado… fina.

Itziar lo miró, con los labios entreabiertos, como si fuera a decir algo pero no encontrara las palabras. La palabra “fina” sonó como un desafío, como si él estuviera poniendo a prueba hasta dónde podía llegar. Y lo peor era que una parte de ella, una parte que no quería admitir, estaba considerando la idea. No en serio, claro. O sí. Joder, no lo sabía.

—Eres un cerdo —dijo por fin, pero su voz no tenía la fuerza de antes. Se levantó del sofá de golpe, ajustándose la camisa con un movimiento rápido, como si quisiera borrar lo que acababa de pasar—. Me voy a mi cuarto, que me estás rayando.

Ricardo no dijo nada, solo la miró mientras se alejaba, con esos vaqueros que marcaban su culazo a cada paso suyo. Se terminó la cerveza de un trago y se quedó sentado un momento, con la cabeza dándole vueltas. Había cruzado una línea, lo sabía. Pero también sabía que ella no lo había parado del todo. Y eso, joder, eso era lo que le jodía la cabeza.




Esa noche, en su piso, Ricardo estaba tirado en el sofá viendo un partido de fútbol que no le interesaba. Laura estaba en la cocina, haciendo ruido con los platos mientras preparaba algo para la cena. El embarazo la tenía agotada, pero seguía moviéndose como si tuviera una lista interminable de cosas por hacer. Ricardo intentaba concentrarse en la tele, pero no podía quitarse de la cabeza la conversación con Itziar. La camisa, el encaje de su sujetador, la forma en que ella lo había mirado cuando le dijo lo de pagar. Joder, era una locura. Era su sobrina, aunque no de sangre. Pero no podía evitarlo. La quería. La quería de una forma que no debería. Quería follarse a la niña pija.

—¿De qué hablabais tanto tú y Itziar esta tarde que has tardado tanto de volver? —preguntó Laura de repente, asomándose desde la cocina con un trapo en la mano.

Ricardo sintió un nudo en el estómago, pero no dejó que se le notara. Giró la cabeza hacia ella y sonrió, esa sonrisa que siempre usaba para salir del paso.

—Nada, cosas suyas —dijo, encogiéndose de hombros—. Está cabreada con tu hermana porque no le quiere comprar no sé qué bolso. Ya sabes cómo es, puro drama.

Laura frunció el ceño, pero no insistió. Volvió a la cocina, y Ricardo dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Se pasó una mano por la barba, intentando calmarse. Pero mientras miraba la tele, con el ruido de los platos de fondo, no podía dejar de pensar en Itziar. En su risa nerviosa, en su forma de morderse el labio, en su cuerpazo. Y en lo que había sentido cuando le dijo que pagaría por ella. Se había pasado de la raya tal vez. Aunque no iba totalmente en serio, o si, era más bien una provocación hacia ella para ver como respondía. Era una locura. Pero una locura que no podía quitarse de la cabeza.


Continuará…
Soberbio!!

Esperando la continuación
 
Me acabo de dar cuenta que has vuelto a publicar y me alegro.
Pues está interesante la historia y está claro que van a tener sexo y ya veremos si más de una vez. Esperemos que no se compliquen las cosas en la familia.
 
Capítulo 3


El parque estaba vivo esa tarde, con ese bullicio que tienen los sitios donde la gente va a estirar las piernas antes de que caiga la noche. Era uno de esos parques de barrio residencial, con césped bien cortado, columpios chirriantes y caminos de grava que crujían bajo los pies. Había niños corriendo detrás de una pelota, un par de abuelos sentados en un banco hablando del tiempo, y runners con auriculares que pasaban como si estuvieran en otra dimensión. El aire olía a hierba recién regada, mezclado con el humo lejano de alguien que había encendido una barbacoa en su chalet. El sol ya estaba bajo, tiñendo todo de un naranja suave que hacía que las sombras se alargaran en el suelo.

Itziar caminaba por uno de los senderos, con el móvil en la mano y el corazón dándole golpes en el pecho. Llevaba unos leggings negros que se le pegaban como una segunda piel, marcando ese culo que sabía que no pasaba desapercibido, y una sudadera gris oversize que le caía por un hombro, dejando a la vista la tira de un sujetador deportivo. Su pelo castaño estaba recogido en una coleta alta, pero algunos mechones se le escapaban y le rozaban el cuello. No se había maquillado mucho, solo un poco de rímel y gloss, porque no quería parecer que se había esforzado demasiado. Pero se había esforzado, joder. Desde que había enviado ese mensaje a Ricardo esa mañana, no había parado de darle vueltas. “Oye, podemos quedar hoy? Quiero hablar de una cosa”. Simple, directo, pero cada palabra le había costado un mundo. No sabía si estaba loca, si de verdad iba a hacer esto, pero ahí estaba, caminando hacia un banco apartado que él le había dicho por WhatsApp.

Ricardo ya estaba allí, sentado con las piernas abiertas y un cigarro entre los dedos, aunque no estaba fumando. Llevaba una camiseta gris que marcaba los hombros y unos vaqueros que parecían más viejos que él. La barba de tres días le daba un aire descuidado, pero sus ojos, esos ojos oscuros que siempre parecían ver demasiado, estaban fijos en el camino por donde venía Itziar. La vio acercarse y sintió un nudo en el estómago, una mezcla de nervios y algo más primario que no quería nombrar. Había intentado convencerse de que ella solo quería hablar, que no iba en serio, pero una parte de él —la que lo había tenido alerta, pensando en ella— sabía que esto era diferente. Apagó el cigarro contra el banco, aunque no lo había tocado lo encendió por puro nerviosismo, y se enderezó un poco, como si quisiera parecer más tranquilo de lo que estaba.

Itziar se paró a un par de metros, metiendo las manos en los bolsillos de la sudadera. Lo miró un segundo, con esa cara de “no me hagas perder el tiempo” que usaba cuando quería tomar el control. Pero sus ojos la delataban: estaban más abiertos de lo normal, más brillantes, como si estuviera a punto de saltar de un trampolín.

—Hey —dijo, con un tono que intentaba ser casual pero sonó forzado—. ¿Llevas mucho esperando?

Ricardo se encogió de hombros, dando una palmada al banco para que se sentara. El ruido de los niños jugando llegaba amortiguado, como si el mundo estuviera a medio volumen.

—No mucho. ¿Qué tal, princesa? —respondió, con esa sonrisa torcida que siempre la sacaba de quicio—. ¿Qué es eso tan importante que tenías que decirme?

Itziar resopló y se sentó, dejando un espacio entre ellos, aunque no tanto como debería. El banco estaba frío, y el tacto de la madera a través de los leggings la hizo moverse un poco. Cruzó las piernas, consciente de que Ricardo la estaba mirando, y se mordió el labio inferior antes de hablar.

—No me llames princesa, joder —dijo, pero no había veneno en su voz. Miró al frente, hacia un grupo de críos que se peleaban por un columpio, y luego giró la cabeza hacia él—. Es sobre… lo que dijiste. Lo del bolso. Y lo de… ya sabes.

Ricardo sintió que el aire se le quedaba atrapado en el pecho. Joder, iba en serio. Había esperado que fuera una broma, un calentón del momento, pero ahí estaba ella, con la cara seria y las mejillas un poco rojas, hablando de eso como si fuera lo más normal del mundo. Se pasó una mano por la barba, intentando ganar tiempo, y dio una risa corta que sonó más nerviosa de lo que quería.

—¿Lo del bolso? —repitió, inclinándose un poco hacia ella. Olía su perfume, floral y dulce, mezclado con el aire fresco del parque—. Venga, Itziar, no te hagas la misteriosa. Di lo que quieres decir, que no tengo todo el día.

Ella lo miró, con los ojos entrecerrados, como si estuviera decidiendo si tirarse al agua o salir corriendo. El corazón le iba a mil, y tenía las manos sudadas dentro de los bolsillos. No sabía por qué estaba haciendo esto, no del todo. Era el bolso, sí, pero también era otra cosa. La adrenalina. El desafío. La forma en que Ricardo la miraba, como si pudiera comérsela con los ojos. Sacó una mano del bolsillo y se apartó un mechón de pelo de la cara, un gesto que hacía siempre que estaba nerviosa.

—Vale, mira —empezó, con la voz más firme de lo que sentía—. Lo que dijiste el otro día, en casa. Lo de que pagarías por… por mí. ¿Ibas en serio o era una de tus gilipolleces?

El silencio que siguió fue como un puñetazo. Ricardo la miró, con la boca entreabierta, como si no creyera lo que estaba oyendo. Luego se rió, pero no era una risa de burla. Era más bien incredulidad, mezclada con algo que sonaba a excitación. Se acercó un poco más, lo suficiente para que sus rodillas casi se tocaran, y bajó la voz.

—Joder, Itziar —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Me estás preguntando si hablaba en serio? ¿Tú te estás oyendo?

Ella no se apartó, aunque una parte de ella quería levantarse y salir corriendo. En lugar de eso, levantó la barbilla, con esa actitud de reina que había heredado de su madre, y lo miró a los ojos.

—Responde, gilipollas —soltó, pero su voz tembló un poco—. Porque si era una broma, me estás haciendo perder el tiempo. Y si no… pues quiero saberlo.

Ricardo se quedó callado un momento, mirándola como si estuviera intentando descifrar un puzzle. El ruido del parque seguía alrededor: un perro ladrando, el chirrido de un columpio, el murmullo de una pareja que pasaba a lo lejos. Pero entre ellos, el mundo se había parado. Él se inclinó más cerca, apoyando un brazo en el respaldo del banco, y su voz salió más grave, más íntima.

—Vale, quieres saberlo —dijo, casi en un susurro—. Sí, iba en serio. Si no fueras mi sobrina, te pagaría ese bolso ahora mismo. Pero tú sabes que esto es una locura, ¿no?

Itziar sintió un escalofrío, pero no era por el aire fresco del atardecer. Era la forma en que él lo decía, como si estuviera confesando algo que llevaba meses guardándose. Se mordió el labio otra vez, más fuerte, y cruzó los brazos, aunque no sabía si era para protegerse o para evitar tocarlo.

—¿Una locura? —repitió, con una risa nerviosa—. Tú eres el que empezó con esa mierda, Ricardo. No me vengas ahora con que es una locura. ¿Cuánto? Dime un número.

Él alzó una ceja, sorprendido por lo directa que iba. Pero también estaba excitado, lo notaba en el calor que le subía por el pecho, en la forma en que su cuerpo reaccionaba aunque intentara controlarlo. Se rascó la nuca, dando una risa corta, y luego se acercó aún más, hasta que sus caras estaban a centímetros.

—Cuatrocientos, ¿no? —dijo, mirándola a los ojos—. Eso es lo que vale tu bolso, ¿verdad? Vale yo te los doy. Pero… Itziar. Si voy a soltar esa pasta, quiero algo… especial.

Ella sintió que se le cortaba la respiración. La palabra “especial” sonó como una bomba, y de repente el banco, el parque, todo el puto mundo desapareció. Solo estaban ellos dos, y esa línea que estaban a punto de cruzar. Tragó saliva, intentando mantener la compostura, pero su voz salió más débil de lo que quería.

—¿Especial? —preguntó, con un hilo de voz—. ¿Qué coño significa eso?

Ricardo no respondió de inmediato. En lugar de eso, se acercó aún más, hasta que su boca estaba junto a su oreja. El calor de su aliento le rozó el cuello, y ella sintió un escalofrío que le puso la carne de gallina. Cuando habló, su voz era un susurro áspero, cargado de algo que era puro deseo.

—Quiero follarme tu culo —dijo, lento, dejando que cada palabra se clavara—. Quiero follarme ese ojete tan bonito que tienes que tener.

Itziar se quedó helada. No podía moverse, no podía pensar. Las palabras de Ricardo le habían dado un puñetazo en el estómago, pero también habían encendido algo dentro de ella, algo que la asustaba y la atraía al mismo tiempo. Sintió la piel erizarse, el corazón latiéndole en las sienes, y un calor que no tenía nada que ver con el atardecer. Se apartó un poco, lo justo para mirarlo a la cara, y lo que vio en sus ojos no ayudó: deseo puro, sin filtros, mezclado con un toque de nerviosismo que lo hacía aún más real.

—Eres un hijo de puta —soltó, con la voz temblando de rabia y algo más que no quería nombrar—. ¿Cómo te atreves a decirme esa mierda?

Pero no se levantó. No se fue. Y Ricardo lo notó. Se quedó donde estaba, con el brazo en el respaldo, mirándola como si supiera que había ganado algo, aunque no estuviera seguro de qué.

—Venga, Itziar —dijo, más suave ahora, pero sin retroceder—. Tú me has preguntado. Yo te estoy diciendo la verdad. Si no quieres, me levanto y me voy. Pero los dos sabemos que no me has hecho venir aquí para hablar del tiempo.

Ella lo miró, con los labios apretados, intentando encontrar una salida. Pero no la había. O sí, pero no quería tomarla. La idea era una locura, una aberración, pero también era… excitante. La adrenalina le corría por las venas, y la imagen de Ricardo susurrándole al oído no se le iba de la cabeza. Nunca había hecho nada por ahí detrás. Ni siquiera lo había considerado. Pero ahora, con él mirándola como si fuera la única cosa que importaba en el mundo, no podía evitar preguntarse cómo sería.

—No sé —dijo por fin, casi en un susurro. Miró al suelo, a la grava del camino, como si allí estuviera la respuesta—. Nunca… nunca he hecho eso. Soy… virgen, por ahí.

Ricardo sintió que el aire se le escapaba. Joder. La confesión de Itziar fue como un mazazo, pero también como gasolina en un fuego que ya estaba fuera de control. Intentó mantener la calma, pero su voz salió más ronca de lo que quería.

—¿En serio? —preguntó, y cuando ella asintió, casi sin mirarlo, él se acercó otra vez, con cuidado, como si no quisiera espantarla—. Vale, tranquila. Si lo hacemos, lo haré con mucho cuidado. Muy despacio. No quiero hacerte daño, quiero que disfrutemos los dos Itziar. Pero joder, me pones a mil. No sabes cuánto.

Ella levantó la vista, y por un segundo sus ojos se encontraron. Había algo crudo en la forma en que él la miraba, algo que la hacía sentir poderosa y vulnerable al mismo tiempo. Se mordió el labio, más fuerte esta vez, y luego asintió, casi imperceptiblemente.

—Vale —dijo, con la voz tan baja que apenas se oyó—. Pero esto no puede saberlo nadie. Nadie, Ricardo. Ni una puta palabra a nadie.

Él asintió, con una seriedad que no solía tener. Se acercó una última vez, rozándole el brazo con los dedos, un contacto tan ligero que podría haber sido un accidente.

—Secreto absoluto, no te preocupes. Y te aseguro que yo tendría más que perder con esto que tú —prometió, y su voz tenía un peso que hacía que sonara como un juramento—. Cuando quieras, me dices. Pero no te voy a presionar. Esto es cosa tuya.

—Oye, Ricardo —dijo después de un momento de silencio, con la voz más firme de lo que sentía—. Todo esto que estás proponiendo… ¿no te da remordimientos? Digo, soy tu sobrina, joder. ¿No te parece… no sé, asqueroso?

Ricardo alzó una ceja, con esa sonrisa torcida que siempre parecía estar burlándose de algo. Dejó el cigarro en el banco, como si necesitara las manos libres para responder, y se inclinó un poco hacia ella, bajando la voz para que nadie más pudiera oírlo.

—¿Remordimientos? —repitió, con un tono que era mitad diversión, mitad desafío—. Mira, Itziar, vamos a dejar una cosa clara. Tú no eres mi sobrina. Eres la sobrina de Laura, de mi mujer. Entre tú y yo no hay nada de sangre, nada de familia carnal. ¿Entiendes? No somos parientes, así que no me vengas con cuentos de moral. Esto es entre tú y yo, y no le hacemos daño a nadie.

Itziar lo miró, con los ojos entrecerrados, intentando descifrar si hablaba en serio o solo estaba justificándose. Sus palabras eran como un martillo, rompiendo algo que ella no sabía que estaba sosteniendo. No era su sobrina, no de verdad. Pero entonces, ¿por qué seguía sintiendo que esto estaba mal? Tragó saliva, apretando las manos dentro de los bolsillos, y se mordió el labio más fuerte.

—¿Y eso te basta? —preguntó, con un hilo de voz que sonó más vulnerable de lo que quería—. ¿Que no haya sangre para que no te sientas como un cerdo?

Ricardo se rió, una risa grave que resonó en el banco como un eco. Se acercó un poco más, lo suficiente para que sus rodillas casi se tocaran, y la miró a los ojos con esa intensidad que siempre la desarmaba.

—Joder, Itziar, no siento nada de eso —dijo, con una crudeza que no dejaba espacio para dudas—. Te deseo, punto. Y tú, ¿no tienes remordimientos? porque yo te lo propuse, es cierto, pero no con idea de ser yo realmente —mintió—. Tu eres la que has venido a mi y me parece perfecto poder follarte, pero tu también quieres esto, o si no no estarías aquí. Así que déjate de remordimientos y dime qué quieres hacer, porque yo lo tengo clarísimo.

Itziar no respondió. Se levantó del banco, con las piernas temblando un poco, y se ajustó la sudadera como si quisiera cubrirse de algo más que el frío. Lo miró una última vez, con una mezcla de desafío y miedo, y luego se dio la vuelta.

—Te escribiré —dijo, y se alejó por el camino de grava, con el crujido de sus pasos mezclándose con el ruido del parque.

Ricardo se quedó en el banco, con el corazón latiéndole en el pecho y una erección que tuvo que disimular ajustándose los vaqueros. Encendió el cigarro que había estado sosteniendo, dio una calada profunda y dejó que el humo saliera lento, como si pudiera llevarse consigo la locura que acababa de pasar. Pero no podía. Itziar había dicho que sí o casi. Y ahora, joder, no había vuelta atrás.





La habitación de Itziar era un caos organizado, un reflejo perfecto de cómo se sentía por dentro. Las paredes estaban pintadas de un blanco roto que su madre, Maite, había elegido porque “era elegante”, pero Itziar lo había llenado de vida con fotos pegadas con celofán, un corcho lleno de entradas de conciertos y de fotos con sus amigas y un espejo de cuerpo entero rodeado de luces LED que había comprado en Amazon. La cama estaba deshecha, con sábanas de flores que no pegaban nada con su edad, y una pila de ropa limpia pero sin doblar ocupaba una silla. Olía a su perfume floral, mezclado con el suavizante de la ropa y un toque de esmalte de uñas que se había puesto esa tarde para ir a ver a Ricardo. La ventana estaba entreabierta, dejando entrar el murmullo lejano de la ciudad y una brisa que movía las cortinas como si fueran fantasmas perezosos.

Itziar estaba tirada en la cama, con el móvil en una mano y la otra descansando sobre el estómago, acariciando el piercing del ombligo, debajo de una camiseta vieja que usaba para dormir. Llevaba unas bragas negras, nada especial, y el pelo castaño suelto, desparramado sobre la almohada como si hubiera peleado con ella y perdido. Eran las once de la noche, y la casa estaba en silencio, con sus padres viendo una serie en el salón y su hermano Dani encerrado en su cuarto, probablemente gritándole a sus amigos por los auriculares. Pero Itziar no estaba pensando en ellos. Estaba pensando en Ricardo, en el parque, en esas palabras que le había susurrado al oído como si fueran una bomba: “Quiero darte por el culo, quiero follarte ese ojete tan bonito que tienes que tener”. Joder. Cada vez que lo recordaba, sentía un calor subiéndole por el cuerpo, una mezcla de vergüenza, miedo y algo que no quería nombrar pero que le hacía apretar los muslos.

Se giró, apoyando la cabeza en una mano, y miró el móvil sin abrirlo. No quería escribirle todavía, no hasta que tuviera claro qué coño iba a hacer. Porque esto no era una broma, no era uno de esos juegos del Insta donde podía borrar una story si se arrepentía. Esto era real, jodidamente real, y una parte de ella estaba acojonada. Nunca había follado por el culo. Nunca. Lo más cerca que había estado era alguna noche, sola en su cuarto, cuando se masturbaba y, casi sin pensarlo, era que se había metido un dedo, solo un poco, para ver qué se sentía. Y sí, le había gustado. Era diferente, una presión extraña que se mezclaba con el placer del clítoris y la llevaba a un sitio nuevo, más intenso. Pero un dedo no era una polla. Y Ricardo… joder, Ricardo no era un tío cualquiera. Era grande, en todos los sentidos, y la idea de tenerlo dentro de ella, ahí, le daba un vértigo que no sabía si era miedo o deseo.

Cerró los ojos, intentando ordenar sus pensamientos, pero lo único que veía era la cara de Ricardo en el parque, esa sonrisa torcida, esos ojos que parecían desnudarla sin tocarla. “Quiero algo especial”, había dicho, y ella sabía exactamente qué significaba. Se mordió el labio, fuerte, y dejó el móvil en la mesita para no escribirle por impulso. Necesitaba pensar. Necesitaba entender por qué una parte de ella, esa que siempre tenía el control, estaba considerando algo tan loco.

Recordó una conversación con Lucía, una de sus mejores amigas, hacía ya unos meses. Habían estado en un bar, tomando mojitos que sabían más a azúcar que a ron, y Lucía se había soltado después del segundo vaso. “Oye, tía, ¿tú has probado lo del culo?”, le había preguntado, con esa risa nerviosa que ponía cuando hablaba de cosas serias. Itziar se había quedado flipando, medio riéndose, medio incómoda, y le había dicho que no, que ni de coña. Pero Lucía, con los ojos brillantes y la cara roja, había seguido: “Es raro al principio, no te voy a mentir. Con mi novio la primera vez fue como… no sé, como si no supiera si me gustaba o me dolía. Pero si lo haces bien, con lubricante y tal, es… diferente tía, mola. Es como más intenso, más… no sé, sucio, pero en plan bueno”. Itziar se había reído, llamándola guarra, pero ahora, tumbada en su cama, esas palabras se le repetían como un mantra. “Diferente”. “Intenso”. “Sucio, pero en plan bueno”. Joder, Lucía no tenía ni idea de lo que estaba desatando en ella con esa charla. Pensó en hablar con ella, para que le diera consejos, pero rápidamente lo descartó porque sino iba a empezar con preguntas y pasaba de rollos, era su secreto y nadie iba a saberlo.

Se sentó, cruzando las piernas, y se miró en el espejo al otro lado de la habitación. La chica que le devolvió la mirada era la misma de siempre: pija, guapa, con esos ojos verdes que hacían que los tíos babearan en las discotecas. Pero también había algo nuevo, una chispa que no reconocía del todo. ¿Era curiosidad? ¿Era morbo? No lo sabía. Lo que sí sabía era que el miedo estaba ahí, grande y pesado, como una piedra en el estómago. Miedo al dolor, claro. Había leído cosas en internet, en foros que abrían en modo incógnito, y todo el mundo decía lo mismo: si no se hacía bien, podía ser un infierno. Y Ricardo no parecía de los que iban con cuidado, no después de cómo la había mirado en el parque, como si quisiera comérsela entera. Pero también había dicho que lo haría despacio, que no quería hacerle daño. ¿Le creía? No estaba segura. Ricardo era un cabrón, siempre lo había sido, con esas bromas subidas de tono y esa forma de pincharla que la sacaba de quicio. Pero también era… magnético. Había algo en él, en su voz, en sus manos, que la hacía querer arriesgarse. La verdad es que Ricardo tenía razón, no eran realmente familia, y eso tal vez la aclaraba las cosas, o lo viera menos malo. Que locura estaba siendo todo. Y el puto bolso estaba ahí, lo deseaba más que a nada ahora mismo.

Se pasó una mano por el pelo, frustrada, y pensó en el bolso. Cuatrocientos euros. Ese Michael Kors negro que había visto mil veces en la tienda, que sus amigas ya tenían parecidos y que Maite nunca le compraría porque “no sabía lo que costaba ganarse la vida”. El bolso era la excusa, lo sabía. No era solo por el dinero. Era por ella, por querer sentirse poderosa, por querer cruzar una línea que nunca había tocado. Pero el sexo anal… joder, eso era otro nivel. No era como perder la virginidad, que ya lo había hecho a los 17 con un novio que apenas recordaba. Esto era más grande, más oscuro, y una parte de ella estaba intrigada, como si hubiera una puerta cerrada que necesitaba abrir aunque diera miedo.

Se imaginó cómo sería. Ricardo detrás de ella, sus manos en sus caderas, esa polla que no había visto pero que imaginaba grande, entrando despacio, abriéndola de una forma que nunca había sentido. Dolería, seguro. Pero también podía ser como decía Lucía, intenso, diferente, algo que la llevaría a un sitio nuevo. Se le aceleró el pulso, y notó un cosquilleo entre las piernas que la hizo apretar los muslos. Joder, estaba loca. Pero también estaba harta de ser la niña buena, la que siempre pedía permiso, la que se moría por un bolso y no podía tenerlo porque su madre era una rata. Si iba a hacer esto, lo haría por ella, no por Ricardo, no por el dinero. O eso se decía.

Cogió el móvil, con las manos temblando un poco, y abrió WhatsApp. La conversación con Ricardo estaba ahí, con esos mensajes para quedar en el parque que todavía le ponían la piel de gallina. “Si quieres, me dices. Esto es cosa tuya”. Joder, qué cabrón. Sabía cómo jugar, cómo hacerla sentir que ella tenía el control aunque los dos supieran que él había puesto la trampa. Se mordió el labio, escribiendo y borrando varias veces, hasta que por fin se decidió.

“Oye, vale. Lo hago. Pero que sea pronto. ¿Cuándo puedes?”, escribió, y pulsó enviar antes de que pudiera arrepentirse. El corazón le latía tan fuerte que pensó que iba a despertarse toda la casa. Dejó el móvil en la mesita, boca abajo, y se tumbó en la cama, mirando el techo. Había cruzado la línea. No había vuelta atrás.

La respuesta llegó al poco tiempo, mientras ella miraba el móvil de nuevo con los ojos pesados: “Sábado, 4 de la tarde. Tu tía estará con tu abuela. Vente a casa”. Luego, como si quisiera asegurarse de que no había vuelta atrás, añadió: “Ponte guapa eh, Itziar. Ponte ropa interior blanca, que estés para comerte. Ah y sin condón princesa, quiero correrme dentro de tu culito”. Itziar se quedó mirando la pantalla, con el pulso acelerado y un nudo en el estómago. Era una locura, una puta locura, pero algo en su interior —la adrenalina, el desafío, el deseo de salirse con la suya— la hizo responder: “Eres un cerdo asqueroso. Pero ok. Nadie se tiene que enterar, ¿entendido?”. Ricardo contestó con un simple “Trato hecho guapa”, y los días siguientes fueron una cuenta atrás que la tuvo al borde del colapso.

Continuará…
 
Se hace la dura Itziar, pero está deseando que pase y lo va a disfrutar.
No sé si tras hacerlo quedará tan encantada que querrá repetir, aunque supongo que se quedará ahí, pero que le va a marcar y ca a desearlo hacer más veces, eso es seguro.
 

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