Cjbandolero
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Capítulo 1
El salón del hotel estaba abarrotado, un hervidero de risas, copas chocando y el murmullo constante de conversaciones que intentaban imponerse al hilo musical de fondo. Era uno de esos sitios que intentaban ser elegantes pero no llegaban: lámparas de araña algo deslucidas, moqueta con manchas disimuladas y camareros con camisas que les tiraban en los hombros. Olía a perfume caro mezclado con el aroma dulzón de los canapés y el vino tinto que se servía en jarras. Globos blancos y dorados flotaban atados a las sillas, recordando a todos que la ocasión era la comunión de Hugo, el primo pequeño de Itziar. La mitad de la familia estaba allí, desperdigada entre mesas redondas con manteles de papel y centros de flores que ya empezaban a marchitarse.
Itziar estaba sentada en una esquina, con las piernas cruzadas y el móvil en la mano, desplazando el dedo por la pantalla con una mezcla de aburrimiento y rabia. Llevaba un vestido beig ajustado que marcaba cada curva de su cuerpo, con un escote discreto pero lo bastante sugerente como para atraer miradas. Su pelo castaño con mechas rubias caía en ondas perfectas sobre los hombros, y el brillo de su gloss en los labios reflejaba la luz cada vez que giraba la cabeza. Había heredado ese aire de reina de instituto de su madre, Maite, una mujer que a sus 45 años seguía presumiendo de bolsos de marca, ropa cara y citas en la peluquería como si fueran medallas. Itziar era su viva imagen: pija, caprichosa, con una sonrisa que podía ser un arma o un escudo según la ocasión, y encima se había retocado los labios con un lifting y tenía una pinta de chupapollas que no podía con ella. Pero hoy no estaba para sonrisas. Estaba cabreada. Su madre le había dicho que no le iba a soltar ni un euro más después de la discusión por el bolso de Michael Kors que llevaba semanas pidiéndole. “¿Cuatrocientos euros por un trozo de cuero? Ni de coña, Itziar, que no nado en dinero”, le había soltado Maite mientras se pintaba las uñas en el salón. Itziar había pataleado, gritado y hasta intentado el chantaje emocional, pero nada. Y ahora, en medio de esta comunión cutre, no podía dejar de pensar en cómo sus amigas ya estaban subiendo fotos con bolsos mejores en Insta.
Ricardo, por su parte, estaba en la barra, con una cerveza en la mano y los ojos entrecerrados mientras observaba el panorama. A sus 43 años, seguía teniendo ese aire de tipo que sabe arreglárselas: camisa azul remangada, unos chinos que le sentaban bien y una barba corta que rasparía si pasabas la mano. Las canas en las sienes le daban un toque interesante, como si la vida le hubiera dado un par de hostias pero él hubiera devuelto alguna. Estaba algo achispado, no borracho, pero lo bastante suelto como para que su lengua tuviera menos filtro de lo habitual. Y entonces la vio. Itziar, sentada con esa pose de diva que tanto le sacaba de quicio, mirando el móvil como si el resto del mundo no existiera. No pudo evitar recorrerla con la mirada. El vestido se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, marcando la curva de sus caderas y ese culo que, joder, era imposible no mirar. No era la primera vez que se le iba la vista. En verano, cuando iban a la piscina del pueblo de sus abuelos, la había visto en tanga, bronceada y reluciente bajo el sol, moviéndose con esa seguridad de quien sabe que todos la miran. O cuando se ponía esos mini pantalones que dejaban medio culo al aire. Más de una noche, solo en su piso, Ricardo había cerrado los ojos y se había dejado llevar pensando en ella haciéndose una paja. En cómo sería tocarla, en el olor de su piel, en ese cuerpo que parecía diseñado para volver loco a cualquiera. Era su sobrina política, sí, y eso le daba igual, no era su familia carnal, pero el deseo no entiende de parentesco. Aunque, si era honesto, tampoco la soportaba. Esa actitud de niña mimada, chula, pija, ese tono de “o sea, no me jodas” que usaba para todo… le ponía de los nervios. Pero eso no quitaba que quisiera follársela. Y lo sabía. Y se odiaba un poco por saberlo.
—Joder, qué calor hace aquí —dijo Ricardo en voz alta, más para sí mismo que para nadie, mientras se aflojaba el primer botón de la camisa. Se acercó a una mesa cercana, donde había un par de tías de la familia hablando de cosas que a él ni le iban ni le venían, y fingió interés un momento antes de volver a mirar a Itziar. Ella seguía en su mundo, con el ceño fruncido y los labios apretados. Algo le pasaba, eso estaba claro. Y Ricardo, que nunca había sido de quedarse callado, decidió meterse donde no le llamaban.
Se acercó con paso tranquilo, la cerveza todavía en la mano, y se plantó delante de ella. Itziar levantó la vista del móvil, molesta por la interrupción, y lo miró con esa mezcla de desdén y curiosidad que reservaba para la gente que no estaba a su altura.
—¿Qué? —soltó, sin molestarse en disimular el mal humor.
Ricardo sonrió, esa sonrisa torcida que usaba cuando quería pinchar a alguien. Se apoyó en el respaldo de una silla vacía, inclinándose un poco hacia ella. Olía a colonia fresca, con un toque de tabaco que siempre llevaba encima aunque jurara que había dejado de fumar.
—Nada, solo que pareces la alegría de la huerta. ¿Qué te pasa, princesa? ¿No te gusta el menú? —dijo, señalando con la cabeza los platos de gambas y croquetas que circulaban por las mesas.
Itziar puso los ojos en blanco y dejó el móvil sobre la mesa con un gesto teatral. Se cruzó de brazos, lo que hizo que el vestido se ajustara aún más a sus pechos. Ricardo lo notó, claro, pero desvió la mirada rápido. No era el momento de quedarse pillado.
—Que no me llames princesa, imbécil, no estoy de humor, ¿vale? No sé para qué me hablas si sabes que estoy hasta el coño de todo esto —respondió ella, con ese tono que sonaba a Maite en sus peores días. La misma forma de alargar las vocales, de hacer que cada frase pareciera una acusación.
—Vaya, qué fina —se rió Ricardo, dando un sorbo a la cerveza—. ¿Qué es, que no te han invitado a la mesa de los mayores o qué? Venga, suéltalo, que se te ve la cara de mala leche desde el otro lado del salón.
Itziar resopló y se echó el pelo hacia atrás, un gesto que hacía siempre que quería ganar tiempo. No sabía por qué, pero Ricardo siempre conseguía sacarla de sus casillas. No era como los otros tíos de la familia, que o bien la ignoraban o bien la trataban como si todavía tuviera doce años. Ricardo era… diferente. Siempre había algo en su forma de mirarla, un brillo en los ojos que la ponía nerviosa. Como si supiera algo que ella no. Y ahora, con un par de copas encima, ese brillo era más evidente.
—No es tu problema, ¿sabes? —dijo, pero su voz ya no tenía tanta fuerza. Se mordió el labio inferior, un tic que salía cuando no sabía cómo seguir. Luego, como si no pudiera contenerse, añadió—: Es que mi madre es una tacaña de mierda, eso pasa. Llevo semanas pidiéndole un bolso y me dice que no, que no hay dinero. ¡Como si ella no se gastara una pasta en sus mierdas!
Ricardo alzó una ceja, divertido. Se sentó en la silla de al lado sin pedir permiso, dejando la cerveza en la mesa. El ruido del salón seguía alrededor: un niño llorando, una tía riéndose demasiado alto, el tintineo de los cubiertos. Pero entre ellos dos, el aire se sentía más pesado, como si estuvieran en una burbuja.
—¿Un bolso? ¿Todo este drama por un bolso? —dijo, inclinándose un poco más hacia ella. Olía su perfume ahora, floral y caro, de esos que te hacían querer acercarte más aunque supieras que no debías—. Joder, Itziar, creía que era algo serio. ¿Cuánto vale el caprichito, a ver?
Ella lo miró, dudando si contarle o no. Pero estaba tan harta que al final cedió.
—Cuatrocientos pavos. Y no es un capricho, ¿vale? Es un Michael Kors, no una mierda de cualquier tienda cutre. Mis amigas tienen bolsos mejores y yo estoy quedando como una muerta de hambre —se quejó, con la voz subiendo de tono. Luego, más bajo, añadió—: Pero mi madre dice que no, que no hay pasta. Y mi padre, pues ya sabes, siempre le da la razón.
Ricardo se rió, una risa grave que hizo que Itziar frunciera el ceño. Se pasó una mano por la barba, pensativo, mientras la miraba de arriba abajo. No lo pudo evitar. El vestido, las piernas cruzadas, el brillo en los labios… Joder, era una putada que fuera su sobrina. Porque si no, ya estaría pensando en cómo llevársela a un rincón oscuro del hotel. Sacudió la cabeza, intentando centrarse.
—Cuatrocientos pavos, dice —repitió, como si estuviera sopesando algo—. ¿Y qué vas a hacer, eh? ¿Ponerte a currar en un burguer para pagártelo? Porque no te veo yo poniendo hamburguesas y fregando suelos, la verdad.
Itziar lo fulminó con la mirada, pero había un destello de diversión en sus ojos. Ricardo siempre hacía eso: pincharla hasta que ella mordía el anzuelo. Y aunque no lo admitiría nunca, a veces le gustaba el juego.
—Muy gracioso, gilipollas —soltó, pero su tono ya no era tan cortante—. No necesito fregar suelos, ¿sabes? Ya encontraré la forma. Siempre lo hago.
—Claro, claro —dijo Ricardo, dando otro sorbo a la cerveza. La botella estaba casi vacía, y el alcohol le estaba soltando la lengua más de lo que debería—. Siempre puedes buscarte un sugar daddy, ¿no? Algún viejo con pasta que te pague los caprichos. Dicen que está de moda.
Itziar se quedó quieta un segundo, con los ojos entrecerrados. No sabía si estaba de broma o no, pero algo en su tono la hizo estremecerse. No era asco, no exactamente. Era otra cosa. Algo que le subía por el estómago y le hacía apretar los muslos sin darse cuenta.
—¿Qué dices? —preguntó, con una risa nerviosa—. ¿Tú te crees que yo necesito hacer eso? Por favor, Ricardo, no me jodas.
Él se encogió de hombros, pero no apartó la mirada. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese que la hacía sentir desnuda aunque estuviera vestida.
—No sé, princesa. Hay tías que lo hacen. Universitarias, ya sabes. Un par de polvos con un profe o un tío con pasta, y listo. Bolso nuevo, un viajecito, mejores notas, lo que sea. No es tan raro —dijo, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto. Se inclinó más cerca, tanto que Itziar pudo oler el alcohol en su aliento mezclado con la colonia—. Pero tú no harías eso, ¿verdad? Eres demasiado fina para follarte a alguien por un bolso.
El silencio que siguió fue eléctrico. Itziar sintió un calor subiéndole por el cuello, una mezcla de rabia, vergüenza y algo más que no quería nombrar. Le dieron ganas de darle un bofetón. Ricardo la miraba como si pudiera ver dentro de ella, como si supiera que sus palabras habían dado en el clavo aunque ella no lo admitiera. Y lo peor era que no estaba del todo equivocada. La idea era absurda, ridícula, pero… ¿y si? No, joder, no. Sacudió la cabeza, intentando reírse para romper la tensión.
—Eres un cerdo, ¿lo sabías? Y no me llames princesa te he dicho, imbécil—dijo, pero su voz tembló un poco. Se puso de pie, ajustándose el vestido con un movimiento rápido—. Me voy al baño, que me estás dando asco.
Ricardo se rió, recostándose en la silla mientras la veía alejarse. El vestido marcaba cada paso suyo, y él no pudo evitar seguirla con la mirada. Ese culo, cómo se le marcaba el tanga, Joder, que culo. Sabía que había cruzado una línea, tal vez se hubiera pasado un poco, pero no le importaba. No esta noche. No con la cerveza zumbándole en la cabeza y el recuerdo de Itziar en tanga en la piscina del pueblo dándole vueltas. Se terminó la cerveza de un trago y se levantó para pedir otra. Pero mientras caminaba hacia la barra, no podía quitarse de la cabeza la forma en que ella lo había mirado. Como si, por un segundo, hubiera considerado lo que él había dicho.
Itziar, en el baño del hotel, se miró en el espejo. El maquillaje seguía perfecto, pero sus mejillas estaban más rojas de lo normal. Se pasó las manos por el pelo, intentando calmarse. ¿Qué coño le pasaba a Ricardo? ¿Y por qué le había seguido el rollo? No era la primera vez que él hacía un comentario subido de tono, pero esto era diferente. Era como si hubiera visto algo en ella, algo que ella misma no quería ver. “Follarte a alguien por un bolso”. Las palabras le daban vueltas en la cabeza mientras se retocaba el gloss. Era una locura. Una puta locura. Pero mientras se miraba en el espejo, con el ruido del salón filtrándose por la puerta, no podía evitar preguntarse cómo sería. No con Ricardo, claro. O sí. No, joder, no. Era su tío. Bueno, no su tío de verdad, pero casi. Sacudió la cabeza y salió del baño, decidida a ignorarlo el resto de la noche.
El resto de la comunión pasó en una especie de niebla. Itziar bailó un par de canciones con sus primas, se hizo fotos para Insta y fingió que todo estaba bien. Ricardo se quedó en la barra, charlando con otros tíos de la familia, pero cada tanto sus ojos se cruzaban con los de ella. No decían nada, no hacía falta. La caja de los truenos había sido abierta, aunque ninguno de los dos lo admitiera todavía.
Continuará…
El salón del hotel estaba abarrotado, un hervidero de risas, copas chocando y el murmullo constante de conversaciones que intentaban imponerse al hilo musical de fondo. Era uno de esos sitios que intentaban ser elegantes pero no llegaban: lámparas de araña algo deslucidas, moqueta con manchas disimuladas y camareros con camisas que les tiraban en los hombros. Olía a perfume caro mezclado con el aroma dulzón de los canapés y el vino tinto que se servía en jarras. Globos blancos y dorados flotaban atados a las sillas, recordando a todos que la ocasión era la comunión de Hugo, el primo pequeño de Itziar. La mitad de la familia estaba allí, desperdigada entre mesas redondas con manteles de papel y centros de flores que ya empezaban a marchitarse.
Itziar estaba sentada en una esquina, con las piernas cruzadas y el móvil en la mano, desplazando el dedo por la pantalla con una mezcla de aburrimiento y rabia. Llevaba un vestido beig ajustado que marcaba cada curva de su cuerpo, con un escote discreto pero lo bastante sugerente como para atraer miradas. Su pelo castaño con mechas rubias caía en ondas perfectas sobre los hombros, y el brillo de su gloss en los labios reflejaba la luz cada vez que giraba la cabeza. Había heredado ese aire de reina de instituto de su madre, Maite, una mujer que a sus 45 años seguía presumiendo de bolsos de marca, ropa cara y citas en la peluquería como si fueran medallas. Itziar era su viva imagen: pija, caprichosa, con una sonrisa que podía ser un arma o un escudo según la ocasión, y encima se había retocado los labios con un lifting y tenía una pinta de chupapollas que no podía con ella. Pero hoy no estaba para sonrisas. Estaba cabreada. Su madre le había dicho que no le iba a soltar ni un euro más después de la discusión por el bolso de Michael Kors que llevaba semanas pidiéndole. “¿Cuatrocientos euros por un trozo de cuero? Ni de coña, Itziar, que no nado en dinero”, le había soltado Maite mientras se pintaba las uñas en el salón. Itziar había pataleado, gritado y hasta intentado el chantaje emocional, pero nada. Y ahora, en medio de esta comunión cutre, no podía dejar de pensar en cómo sus amigas ya estaban subiendo fotos con bolsos mejores en Insta.
Ricardo, por su parte, estaba en la barra, con una cerveza en la mano y los ojos entrecerrados mientras observaba el panorama. A sus 43 años, seguía teniendo ese aire de tipo que sabe arreglárselas: camisa azul remangada, unos chinos que le sentaban bien y una barba corta que rasparía si pasabas la mano. Las canas en las sienes le daban un toque interesante, como si la vida le hubiera dado un par de hostias pero él hubiera devuelto alguna. Estaba algo achispado, no borracho, pero lo bastante suelto como para que su lengua tuviera menos filtro de lo habitual. Y entonces la vio. Itziar, sentada con esa pose de diva que tanto le sacaba de quicio, mirando el móvil como si el resto del mundo no existiera. No pudo evitar recorrerla con la mirada. El vestido se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, marcando la curva de sus caderas y ese culo que, joder, era imposible no mirar. No era la primera vez que se le iba la vista. En verano, cuando iban a la piscina del pueblo de sus abuelos, la había visto en tanga, bronceada y reluciente bajo el sol, moviéndose con esa seguridad de quien sabe que todos la miran. O cuando se ponía esos mini pantalones que dejaban medio culo al aire. Más de una noche, solo en su piso, Ricardo había cerrado los ojos y se había dejado llevar pensando en ella haciéndose una paja. En cómo sería tocarla, en el olor de su piel, en ese cuerpo que parecía diseñado para volver loco a cualquiera. Era su sobrina política, sí, y eso le daba igual, no era su familia carnal, pero el deseo no entiende de parentesco. Aunque, si era honesto, tampoco la soportaba. Esa actitud de niña mimada, chula, pija, ese tono de “o sea, no me jodas” que usaba para todo… le ponía de los nervios. Pero eso no quitaba que quisiera follársela. Y lo sabía. Y se odiaba un poco por saberlo.
—Joder, qué calor hace aquí —dijo Ricardo en voz alta, más para sí mismo que para nadie, mientras se aflojaba el primer botón de la camisa. Se acercó a una mesa cercana, donde había un par de tías de la familia hablando de cosas que a él ni le iban ni le venían, y fingió interés un momento antes de volver a mirar a Itziar. Ella seguía en su mundo, con el ceño fruncido y los labios apretados. Algo le pasaba, eso estaba claro. Y Ricardo, que nunca había sido de quedarse callado, decidió meterse donde no le llamaban.
Se acercó con paso tranquilo, la cerveza todavía en la mano, y se plantó delante de ella. Itziar levantó la vista del móvil, molesta por la interrupción, y lo miró con esa mezcla de desdén y curiosidad que reservaba para la gente que no estaba a su altura.
—¿Qué? —soltó, sin molestarse en disimular el mal humor.
Ricardo sonrió, esa sonrisa torcida que usaba cuando quería pinchar a alguien. Se apoyó en el respaldo de una silla vacía, inclinándose un poco hacia ella. Olía a colonia fresca, con un toque de tabaco que siempre llevaba encima aunque jurara que había dejado de fumar.
—Nada, solo que pareces la alegría de la huerta. ¿Qué te pasa, princesa? ¿No te gusta el menú? —dijo, señalando con la cabeza los platos de gambas y croquetas que circulaban por las mesas.
Itziar puso los ojos en blanco y dejó el móvil sobre la mesa con un gesto teatral. Se cruzó de brazos, lo que hizo que el vestido se ajustara aún más a sus pechos. Ricardo lo notó, claro, pero desvió la mirada rápido. No era el momento de quedarse pillado.
—Que no me llames princesa, imbécil, no estoy de humor, ¿vale? No sé para qué me hablas si sabes que estoy hasta el coño de todo esto —respondió ella, con ese tono que sonaba a Maite en sus peores días. La misma forma de alargar las vocales, de hacer que cada frase pareciera una acusación.
—Vaya, qué fina —se rió Ricardo, dando un sorbo a la cerveza—. ¿Qué es, que no te han invitado a la mesa de los mayores o qué? Venga, suéltalo, que se te ve la cara de mala leche desde el otro lado del salón.
Itziar resopló y se echó el pelo hacia atrás, un gesto que hacía siempre que quería ganar tiempo. No sabía por qué, pero Ricardo siempre conseguía sacarla de sus casillas. No era como los otros tíos de la familia, que o bien la ignoraban o bien la trataban como si todavía tuviera doce años. Ricardo era… diferente. Siempre había algo en su forma de mirarla, un brillo en los ojos que la ponía nerviosa. Como si supiera algo que ella no. Y ahora, con un par de copas encima, ese brillo era más evidente.
—No es tu problema, ¿sabes? —dijo, pero su voz ya no tenía tanta fuerza. Se mordió el labio inferior, un tic que salía cuando no sabía cómo seguir. Luego, como si no pudiera contenerse, añadió—: Es que mi madre es una tacaña de mierda, eso pasa. Llevo semanas pidiéndole un bolso y me dice que no, que no hay dinero. ¡Como si ella no se gastara una pasta en sus mierdas!
Ricardo alzó una ceja, divertido. Se sentó en la silla de al lado sin pedir permiso, dejando la cerveza en la mesa. El ruido del salón seguía alrededor: un niño llorando, una tía riéndose demasiado alto, el tintineo de los cubiertos. Pero entre ellos dos, el aire se sentía más pesado, como si estuvieran en una burbuja.
—¿Un bolso? ¿Todo este drama por un bolso? —dijo, inclinándose un poco más hacia ella. Olía su perfume ahora, floral y caro, de esos que te hacían querer acercarte más aunque supieras que no debías—. Joder, Itziar, creía que era algo serio. ¿Cuánto vale el caprichito, a ver?
Ella lo miró, dudando si contarle o no. Pero estaba tan harta que al final cedió.
—Cuatrocientos pavos. Y no es un capricho, ¿vale? Es un Michael Kors, no una mierda de cualquier tienda cutre. Mis amigas tienen bolsos mejores y yo estoy quedando como una muerta de hambre —se quejó, con la voz subiendo de tono. Luego, más bajo, añadió—: Pero mi madre dice que no, que no hay pasta. Y mi padre, pues ya sabes, siempre le da la razón.
Ricardo se rió, una risa grave que hizo que Itziar frunciera el ceño. Se pasó una mano por la barba, pensativo, mientras la miraba de arriba abajo. No lo pudo evitar. El vestido, las piernas cruzadas, el brillo en los labios… Joder, era una putada que fuera su sobrina. Porque si no, ya estaría pensando en cómo llevársela a un rincón oscuro del hotel. Sacudió la cabeza, intentando centrarse.
—Cuatrocientos pavos, dice —repitió, como si estuviera sopesando algo—. ¿Y qué vas a hacer, eh? ¿Ponerte a currar en un burguer para pagártelo? Porque no te veo yo poniendo hamburguesas y fregando suelos, la verdad.
Itziar lo fulminó con la mirada, pero había un destello de diversión en sus ojos. Ricardo siempre hacía eso: pincharla hasta que ella mordía el anzuelo. Y aunque no lo admitiría nunca, a veces le gustaba el juego.
—Muy gracioso, gilipollas —soltó, pero su tono ya no era tan cortante—. No necesito fregar suelos, ¿sabes? Ya encontraré la forma. Siempre lo hago.
—Claro, claro —dijo Ricardo, dando otro sorbo a la cerveza. La botella estaba casi vacía, y el alcohol le estaba soltando la lengua más de lo que debería—. Siempre puedes buscarte un sugar daddy, ¿no? Algún viejo con pasta que te pague los caprichos. Dicen que está de moda.
Itziar se quedó quieta un segundo, con los ojos entrecerrados. No sabía si estaba de broma o no, pero algo en su tono la hizo estremecerse. No era asco, no exactamente. Era otra cosa. Algo que le subía por el estómago y le hacía apretar los muslos sin darse cuenta.
—¿Qué dices? —preguntó, con una risa nerviosa—. ¿Tú te crees que yo necesito hacer eso? Por favor, Ricardo, no me jodas.
Él se encogió de hombros, pero no apartó la mirada. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese que la hacía sentir desnuda aunque estuviera vestida.
—No sé, princesa. Hay tías que lo hacen. Universitarias, ya sabes. Un par de polvos con un profe o un tío con pasta, y listo. Bolso nuevo, un viajecito, mejores notas, lo que sea. No es tan raro —dijo, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto. Se inclinó más cerca, tanto que Itziar pudo oler el alcohol en su aliento mezclado con la colonia—. Pero tú no harías eso, ¿verdad? Eres demasiado fina para follarte a alguien por un bolso.
El silencio que siguió fue eléctrico. Itziar sintió un calor subiéndole por el cuello, una mezcla de rabia, vergüenza y algo más que no quería nombrar. Le dieron ganas de darle un bofetón. Ricardo la miraba como si pudiera ver dentro de ella, como si supiera que sus palabras habían dado en el clavo aunque ella no lo admitiera. Y lo peor era que no estaba del todo equivocada. La idea era absurda, ridícula, pero… ¿y si? No, joder, no. Sacudió la cabeza, intentando reírse para romper la tensión.
—Eres un cerdo, ¿lo sabías? Y no me llames princesa te he dicho, imbécil—dijo, pero su voz tembló un poco. Se puso de pie, ajustándose el vestido con un movimiento rápido—. Me voy al baño, que me estás dando asco.
Ricardo se rió, recostándose en la silla mientras la veía alejarse. El vestido marcaba cada paso suyo, y él no pudo evitar seguirla con la mirada. Ese culo, cómo se le marcaba el tanga, Joder, que culo. Sabía que había cruzado una línea, tal vez se hubiera pasado un poco, pero no le importaba. No esta noche. No con la cerveza zumbándole en la cabeza y el recuerdo de Itziar en tanga en la piscina del pueblo dándole vueltas. Se terminó la cerveza de un trago y se levantó para pedir otra. Pero mientras caminaba hacia la barra, no podía quitarse de la cabeza la forma en que ella lo había mirado. Como si, por un segundo, hubiera considerado lo que él había dicho.
Itziar, en el baño del hotel, se miró en el espejo. El maquillaje seguía perfecto, pero sus mejillas estaban más rojas de lo normal. Se pasó las manos por el pelo, intentando calmarse. ¿Qué coño le pasaba a Ricardo? ¿Y por qué le había seguido el rollo? No era la primera vez que él hacía un comentario subido de tono, pero esto era diferente. Era como si hubiera visto algo en ella, algo que ella misma no quería ver. “Follarte a alguien por un bolso”. Las palabras le daban vueltas en la cabeza mientras se retocaba el gloss. Era una locura. Una puta locura. Pero mientras se miraba en el espejo, con el ruido del salón filtrándose por la puerta, no podía evitar preguntarse cómo sería. No con Ricardo, claro. O sí. No, joder, no. Era su tío. Bueno, no su tío de verdad, pero casi. Sacudió la cabeza y salió del baño, decidida a ignorarlo el resto de la noche.
El resto de la comunión pasó en una especie de niebla. Itziar bailó un par de canciones con sus primas, se hizo fotos para Insta y fingió que todo estaba bien. Ricardo se quedó en la barra, charlando con otros tíos de la familia, pero cada tanto sus ojos se cruzaban con los de ella. No decían nada, no hacía falta. La caja de los truenos había sido abierta, aunque ninguno de los dos lo admitiera todavía.
Continuará…