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Avisame si son así de maravillososPues no lo tengo en PDF, pero dentro de un tiempo publicaré un ebook con varios relatos ya publicados y otros inéditos en Amazon


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Avisame si son así de maravillososPues no lo tengo en PDF, pero dentro de un tiempo publicaré un ebook con varios relatos ya publicados y otros inéditos en Amazon
Puuuuf una sobrina así...![]()
Una foto que me he encontrado en T W I T T E R y que viene ideal para este relato![]()
Tu crees que muestra arrepentimiento?Por lo visto Ricardo no aprende, aunque al menos aquí muestra arrepentimiento.
Creo que van a llegar más lejos y veremos a ver cómo acaba.Tu crees que muestra arrepentimiento?
Yo creo que está teniendo su tela de araña para atrapar en ella a su cuñada falta de atención y cariño
La caja de pandora acaba de abrirse: Maite ha descubierto la medicina y Ricardo, con la habilidad que le caracteriza, ha tirado el anzuelo con el remedio...y un deseo silencioso de redención.
Mis más sinceras felicitaciones por el gran trabajo. Espectacular y muy sensual. Gracias!Esto es un spinoff de tres capítulos, uno cada semana, que se me ocurrieron para darle más vidilla al tema, me parece que quedará bien jeje.
Capítulo 11
El frío de la Navidad se despidió con las luces parpadeantes y el aroma a castañas asadas en las calles de la ciudad, dejando a Itziar con un alivio purificador y silencioso tras su encuentro en el bar con Ricardo. El punto final a su juego clandestino había sido un alivio mezclado con melancolía, pero también una liberación. Necesitaba salir de esa espiral en la que estaba enganchada. Las semanas siguientes se sumergieron en la rutina de los exámenes de su carrera de enfermería, donde Itziar brilló con su actitud pija y presumida de siempre. Vestida siempre con ropa cara y de marca y las gafas Gucci que tanto le gustaban, paseaba por el campus con un aire de superioridad, el bolso nuevo colgaba de su hombro como un trofeo. Las clases de anatomía y los turnos en las prácticas en el hospital marcaban su día a día, pero en su mente aún flotaban ecos de Ricardo, aunque los mantenía enterrados bajo capas de estudio y salidas con sus amigas, que la llenaban de una estabilidad que no sabía que necesitaba.
Mientras tanto, Ricardo y Laura se sumían en la vida familiar, cuidando de su bebé con una mezcla de cansancio y amor. Las noches se llenaban de llantos y pañales, y las mañanas de café rápido antes de que Ricardo saliera a trabajar. Ricardo, con su barba canosa más cuidada tras las Navidades, se dedicaba a su trabajo mientras Laura disfrutaba de su permiso de lactancia, pero en su interior, Ricardo guardaba un secreto que no confesaría nunca. El sexo con su sobrina política y las fotos de Maite, ese regalo inesperado de Itziar, seguían en su móvil, y era un secreto que lo tentaba en la soledad, y que usaba frecuentemente para pajearse con las tetas de su cuñada o recordando las folladas con Itziar.
Las reuniones familiares, como la comida de cumpleaños de su abuelo en su casa del pueblo, trajeron consigo una tensión palpable que nadie más notaba entre Ricardo y Itziar. Sentados a la mesa larga, rodeados de otros tíos y tías, primos y primas, y el aroma a cordero asado, que disimulaban con sonrisas forzadas. Itziar, con su jersey ajustado y las gafas Gucci puestas a modo de diadema incluso dentro de casa, charlaba con sus primas sobre cosas de chicas, mientras Ricardo cortaba carne con una mano temblorosa. De pronto, sus ojos se cruzaron, y él no pudo resistirse. —Vaya, Itzi, esas gafas… dinero bien aprovechado, te habrá costado mucho ganarlas ¿eh? Te quedan de lujo —dijo, con una indirecta cargada de doble sentido, con la voz baja pero lo bastante audible para que ella lo oyera. La mesa estalló en risas por otra broma de un tío contando una anécdota familiar, cubrieron el momento oportunamente, pero Itziar sintió un calor subirle por el cuello. Le lanzó una mirada cortante, pero con un brillo de la complicidad que se había instalado entre ellos y que solo él entendió, y respondió con un seco —Gracias, tío, me lo curré duro y me gustó mucho como lo hice— antes de volver a su plato, con el corazón latiéndole rápido. —“Que cabrón, como sabe pincharme” pensó—.
La tensión se repitió en las fiestas del pueblo, cuando Itziar llegó con un vestido primaveral y el bolso nuevo junto con las gafas, luciendo más pija que nunca. Ricardo, ayudando a Laura con el postre, no pudo evitar comérsela con los ojos e hizo otro comentario mientras pasaban los platos. —Joder, Itzi, que bomboncito, ese estilo… te habrá costado mucho, ¿verdad? Qué bien te queda todo —murmuró, con una sonrisa que era puro deseo. Ella se tensó, ajustándose las gafas, y replicó con un —Sí, Ricardo, muy caro, pero me lo gané con unos trabajillos, gracias por ser tan observador — mientras Laura reía, ajena, pensando que era una broma familiar. La familia no notó nada, pero entre ellos la electricidad era palpable, un recordatorio silencioso de su pasado que ambos intentaban enterrar.
El tiempo pasó entre exámenes, prácticas de enfermería y tardes con sus amigas, donde salían de cervezas y donde ella lucía sus adquisiciones con orgullo. Ricardo, por su parte, se enfocaba en el bebé y en mantener a Laura feliz, aunque a veces se sorprendía mirando el móvil, viendo las fotos de Maite y haciéndose una paja, pero luego le venían los remordimientos por respeto a su familia, aunque lo disfrutaba enormemente. La distancia entre Itziar y él crecía, pero los encuentros familiares seguían siendo un campo minado de miradas evasivas y palabras cargadas.
Así llegó el verano siguiente, cuando el calor cayó sobre la ciudad como un manto sofocante, calentando el asfalto y llenando el aire de un olor a alquitrán y tierra seca. Maite, harta de las manchas de humedad en el salón de su piso en la urbanización, decidió que era hora de pintar. Su marido, Ramón, estaba fuera por trabajo, atrapado en una convención que lo mantendría fuera toda la semana, y con Itziar en el pueblo con sus abuelos y su hermano menor en un campamento, no tenía a nadie más que pudiera ayudarla. La idea de ventilar bien y que la pintura se secara rápidamente con el calor del verano la motivó, pero sabía que sola sería imposible. Así que, con un mensaje rápido —“Ricardo, ¿me echas una mano con la pintura porfa? Ramón no está”— buscó apoyo. Ricardo, que estaba de vacaciones y siempre había sido el manitas de la familia, aceptó sin dudarlo. La perspectiva de estar al lado de su cuñada, admirando sus tetazas incluso vestida con ropa vieja de pintar, era un incentivo que no iba a desaprovechar, aunque un rincón de su mente aún recordaba la culpa de su lio con Itziar.
Ricardo llegó a las 10:00, estacionando su coche con un chirrido de frenos de su viejo bmw frente al edificio. Llevaba una camiseta blanca vieja ajustada que marcaba su pecho ancho y unos vaqueros gastados, la barba canosa brillando bajo la luz del sol y una sonrisa que prometía complicaciones. Traía una lata de pintura blanca, un bote de quitamanchas y un rodillo, subiendo las escaleras camino del ascensor con un paso confiado. Maite lo recibió en la puerta del piso, con un vestido de verano amarillo, y desgastado que usaba para estar por casa y que se adhería a su figura curvilínea, el escote profundo dejaba entrever el nacimiento de sus generosos pechos. Ricardo ya había visto esas tetas en las fotos que Itziar le había pasado meses atrás, imágenes robadas de Maite que su sobrina le había enviado como un juego cruel, y desde entonces se moría por verlas al natural, sentir su peso, probarlas con sus manos. Las guardaba como un tesoro y eran fuente de inspiración para pajearse imaginándose como se la follaría, cómo haría gemir a la pija milf de su cuñada. Que morbazo le daba el haberse follado a su sobrina y ojalá alguna vez también a su cuñadita.
—Pasa, Ricardo, gracias por venir —dijo Maite, abriendo la puerta y guiándolo al salón, donde el olor a humedad se mezclaba con el aroma de su perfume floral—. ¿Quieres una cerveza o algo antes de empezar? Mira, la idea es pintar estas paredes del salón, que están fatal con las manchas esas de humedad que no sé como coño han salido. Pensé en blanco para que parezca más grande y olvidarme un poco del color café este, ¿qué te parece? Y luego, si sobra tiempo, la cocina, que también tiene algún desconchón el techo. He comprado la pintura, pero no tengo ni idea de cómo empezar. ¿Has traído el quitamanchas?
Ricardo dejó la lata en el suelo con un golpe sordo y miró alrededor, asintiendo mientras se rascaba la barba. —“Quiero tus tetas, eso es lo que quiero” —pensó— No te preocupes, luego nos echamos una cerveza al terminar. Vale, blanco está bien, le dará luz. Si quieres pintamos el salón primero, luego la cocina si nos da tiempo. Traje el rodillo y el quitamanchas y más pintura por si acaso y un poco de cinta para las molduras. ¿Tienes escalera o usamos una silla? —respondió, con ese tono práctico que contrastaba con la chispa en sus ojos al posarse en ella.
—Hay una silla en la cocina, debería servir, tu eres alto y llegarás bien—dijo Maite, agachándose para mover una mesita del centro y dejando que el escote se abriera ligeramente. Ricardo no pudo resistirse. Sus ojos, oscurecidos por un deseo crudo, se clavaron en el valle entre sus tetas, siguiendo cada curva con una intensidad que le secaba la boca y aceleraba su pulso. “Jodeeerrr que tetas tiene mi cuñadita” —pensó Ricardo— La imaginaba al natural, esas tetas generosas que había visto en las fotos, y el ansia lo consumía. “Menuda paja me voy a hacer en cuanto llegue a casa, su puta madre que tetas”
Cada vez que Maite se inclinaba a mover algo el vestido se subía por detrás, y él, con un movimiento casi instintivo, se las apañaba para agacharse a poner cinta en los rodapiés y mirar debajo, dejaba que su mirada buscara, deslizándose bajo la tela para captar el contorno de sus bragas blancas. Las veía ajustarse perfectamente a la raja de su culo, unas bragas sencillas pero que marcaban cada línea, el tejido hundido entre sus nalgas como una invitación silenciosa que lo hacía tragar saliva y apretar los puños para controlar el impulso de acercarse, de tocar esa piel que parecía llamarlo. Se irguió, pero sus ojos hambrientos buscaban de nuevo sus tetas, no se apartaban tan fácilmente de ese escote que lo atraía como un imán.
—Joder, Ricardo, ¿me pasas el rodillo o qué? —dijo Maite de pronto, pillándolo con la mirada perdida en su escote. Sus ojos se encontraron, y ella frunció el ceño, cruzándose de brazos, el vestido tensándose sobre su pecho—. Eres un descarado, ¿lo sabías? Te he pillado mirando, es que no te cortas ni un pelo y no es la primera vez. A Itziar también la miras como perro en celo cuando la ves. ¿Qué te crees que no me doy cuenta? Ricardo eres un guarro, se lo voy a decir a mi hermana.
Ricardo se sonrojó, el calor subiéndole por el cuello, y por un instante pensó en soltar un “Pues claro que miró a tu hija, si supieras lo que hemos hecho tu niña y yo”, pero se contuvo, mordiéndose la lengua. En lugar de eso, soltó una risa socarrona, encogiéndose de hombros mientras apoyaba el rodillo en la pared. —Venga, Maite, mujer que no soy de piedra. Tú con ese vestido y yo aquí sudando… ¿Qué esperas? —dijo, con ese tono burlón que siempre usaba para esquivar problemas.
Maite puso los ojos en blanco, un gesto idéntico al de su hija, pero no pudo evitar una sonrisa tensa, dejando el trapo que tenía en la mano sobre la mesa. —Eres imposible, de verdad—murmuró, pero la tensión en el aire era palpable, una mezcla de reproche y algo más que ninguno quería nombrar. Después de empapelar y pintar alguna pared más se sentaron en el sofá a descansar un poco, dejando por un momento las latas de pintura apiladas a un lado, y cambiándolas por unas cervezas frías y la conversación derivó hacia temas más personales, como si el calor y la soledad del piso los empujaran a abrirse.
—¿Y Ramón? ¿Cómo lo llevas con él fuera tanto? —preguntó Ricardo, recostándose en el sofá, el mismo donde le propuso a Itziar follar para conseguir sus caprichos, con una pierna cruzada sobre la otra, mirándola de reojo mientras el ventilador zumbaba en una esquina, moviendo el aire caliente.
Maite suspiró, pasándose una mano por el pelo rubio recogido en un moño desordenado, algunos mechones pegados a su nuca por el sudor. —Pues como siempre, Ricardo. Entre el trabajo y los viajes, apenas lo veo. Esta convención lo tiene frito, dice que vuelve el lunes, pero quién sabe, lo mismo se alarga algún día más. Y cuando está aquí, es… no sé, como si viviéramos en piloto automático. El otro día me preguntó si había comprado no sé qué leches y se fue a dormir sin más. —Hizo una pausa, mirando la pared recién pintada como si buscara una respuesta ahí—. Es todo tan rutinario… Y cuando digo todo, es todo, no se si me entiendes. Antes, al principio, cuando nos casamos, era diferente, nos tirábamos encima el uno del otro, pero ahora… ni un beso de buenas noches. ¿Y tú cómo estás con todo?
Ricardo soltó una carcajada seca, rascándose la nuca mientras el sofá crujía bajo su peso. “Madre mía, cómo puede ser que tu marido ni te toque, cómo fueras tu mi mujer no ibas a llevar frío” —Ya, entiendo. No te creas que yo estoy mejor. Con el pequeño siempre llorando y Laura agotada, no estamos para tirar cohetes. El otro día intentó ponerse guapa para mí, se puso un picardías que le compré hace años, pero el crío se despertó a los cinco minutos y se acabó el rollo. Antes, cuando éramos solo nosotros dos, nos pasaba igual, había noches que no dormíamos si quiera, y encima ha empeorado bastante después del parto, bueno ya lo ves tú misma lo que ha engordado, no hace falta que te lo diga yo —Se encogió de hombros, dejando la frase en el aire, y luego la miró con una chispa en los ojos—. Tú, en cambio, sigues estando de lujo, no se que pacto con el diablo tienes para estar así de bien. Ese vestido no ayuda, ¿sabes? Parece que me estás tentando sin querer. —soltó Ricardo con ese tono subido de tono tan característico en él—.
Ella se rió, un sonido nervioso que resonó en el salón, y le dio un golpe juguetón en el brazo, sintiendo el calor de su piel bajo los dedos. —Cállate, guarro. No empieces con tus cosas —dijo, pero el cumplido la hizo sonrojarse, y el ambiente se cargó de una electricidad que ninguno esperaba. La conversación fluyó hacia temas más cotidianos, como si quisieran alargar el momento. Hablaron de Itziar, de cómo se había vuelto más independiente, siempre con ese aire de mírame y no me toques que sacaba de quicio a Maite a veces. —Últimamente se ha comprado cosas caras, pero no sé de dónde sacó el dinero, porque yo no le di ni un céntimo, me dice siempre con evasivas que son trabajos para redes sociales y tal, pero no se yo. Esta muchacha, moneda que pilla, moneda que gasta. Se piensa que el dinero cae del cielo. Está muy rara y encima dejó a su novio, con lo buen chaval que era, en fin… Le pregunto que qué ha pasado y siempre contesta con desdén, “que me dejes”, “que son cosas mías” —comentó Maite, frunciendo el ceño—. Esa chica está en un plan insoportable, es un misterio.
Ricardo asintió, con una sonrisa tensa que ocultaba sus propios secretos con Itziar. “Ya claro, no le das un duro pero tu si te gastas la pasta en gilipolleces de las uñas, la peluquería y tal” —Sí, Itziar siempre ha sido lista. A lo mejor encontró un curro extra y no te ha contado nada, la juventud de ahora es así Maite, quién sabe. Y el noviete no tiene mayor importancia mujer y menos a esas edades, lo mismo ha conocido a otro chaval, eso son cosas de ellos. Y el pequeño, ¿qué tal en el campamento? —preguntó, desviando el tema de Itziar porque le incomodaba hablar de ella delante de su madre, mientras el ventilador seguía zumbando, moviendo el olor a pintura fresca que empezaba a impregnar el aire.
—Bien, gracias a Dios. Llamé ayer y me dijeron que está encantado, haciendo juegos cutres de esos que hacen en los campamentos y todo eso. Me ahorra un poco de ruido en casa, aunque echo de menos su caos a veces, y eso que se encierra en su cuarto con la play y a veces parece que ni está en casa—respondió Maite, recostándose en el sofá, el vestido subiendo un poco por sus muslos—. Y tú, ¿qué tal con el curro? ¿Sigues en esa obra del polígono?
—Sí, pero ahora estoy de vacaciones, por eso estoy aquí salvándote el culo con la pintura —dijo Ricardo, guiñándole un ojo—. La obra va lenta, el jefe es un pesado, y Laura me echa en cara que no hago nada en casa. Pero bueno, al menos tengo tiempo para estas cosas. —Hizo una pausa, mirándola de nuevo, y añadió con un tono más bajo—: Aunque… Maite, estar aquí contigo no es ningún sacrificio.
Ella rió de nuevo, nerviosa, y le dio otro golpe suave. —No te pases, eh. Que somos familia —dijo, pero la chispa en sus ojos delataba que el cumplido le gustaba. La charla siguió, tocando los líos de Ramón con el trabajo, cómo el estrés lo tenía de mal humor, y cómo los años habían cambiado sus rutinas. Hablaron del verano pasado, de las barbacoas familiares que se habían perdido por las agendas, y de cómo el piso necesitaba más que pintura, tal vez una reforma entera. Pero la conversación volvió al terreno personal, y Ricardo, con esa confianza que siempre lo caracterizaba y sus bromas subidas de tono, se inclinó hacia ella, apoyando un codo en el respaldo del sofá. La miraba con deseo que no podía ocultar, estaba decidido a dar un paso más, porque sabía que no iba a tener otra oportunidad igual. Con el corazón acelerado y la boca seca…
—Oye, Maite, hablando de todo un poco… ¿Sabes qué me muero por ver? — hizo una pausa para ver su reacción— Esas tetas tan bonitas que llevas medio enseñando todo el día —dijo, con una sonrisa pícara, con su voz bajando a un tono íntimo que llenó el silencio del salón.
Maite se quedó helada, como si de golpe alguien, le hubiera tirado un cubo de agua helada por encima, los ojos abiertos de par en par, y se enderezó de golpe, cruzándose de brazos con un gesto casi enfadado y subiendo instintivamente la tela de su escote, como si al hacerlo pudiera protegerse y borrar de sus oídos lo que acababa de oír. —¿Qué? ¿Estás loco? Ni hablar, Ricardo. Eres un cerdo, ¿no te das cuenta? ¿Cómo se te ocurre pedirme algo así? Somos familia, joder, esto no es un puto juego —replicó, con la voz subiendo de tono, el rubor subiéndole por el cuello y las mejillas encendidas—. ¿Qué te pasa por la cabeza? Esto es una locura.
Ricardo levantó las manos en un gesto de paz, pero no borró la sonrisa, inclinándose un poco más hacia ella. —Venga, mujer, no te pongas así. Solo digo que eres una tía cañón, y con ese escote me estás matando. No pasa nada, solo un vistazo, nadie lo sabrá. ¿Qué daño hace? —insistió, su tono suavizándose, casi suplicante—. Somos adultos, Maite. Un secreto entre nosotros. Nadie tiene que enterarse, ni Ramón, ni Laura, ni nadie.
Ella lo miró, con el corazón latiéndole rápido, una mezcla de indignación y tentación luchando dentro de ella. —No, Ricardo, en serio. No quiero tener esos secretos contigo. Esto no está bien. ¿Y si alguien lo descubre? ¿Qué dirían Ramón, Laura, Itziar? Me moriría de vergüenza, joder. Eres un descarado, y no voy a caer en tus juegos de mierda —dijo, casi gritando al principio, el enfado haciendo que sus manos temblaran mientras se cruzaba más los brazos, como si quisiera protegerse.
—Nadie lo va a saber, te lo juro por mi vida —respondió él, acercándose más, su mano rozándole el brazo con una suavidad inesperada, el contacto enviándole un escalofrío que no quería admitir—. Solo un momento, Maite. Mírame, no soy un monstruo. Solo quiero admirar lo que tienes, y tú sabes que te lo mereces. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te miró así? Ramón no lo hace, me lo acabas de decir. Laura y yo ya sabes que tampoco tenemos chispa… Estamos atrapados en esto, ¿no? Un secreto no nos va a hundir.
Maite respiró hondo, mordiéndose el labio inferior, el enfado dando paso a una duda que la carcomía. —No, Ricardo… Esto es una locura. Si se entera alguien, estoy jodida. No solo por Ramón, sino por todo. ¿Y si Itziar lo huele? Esa chica tiene un radar para estas cosas ¿y mi hermana? Me dan ganas de llamarla a decirle lo que me estás pidiendo —murmuró, su voz bajando, el rubor aún en sus mejillas, pero sus defensas empezando a ceder.
—Itziar no va a enterarse, ni nadie. ¿Cómo lo va a saber si ni siquiera está aquí? Y tu hermana que, ¿qué quieres, darle un disgusto por una tontería? Te prometo que esto queda aquí, entre estas cuatro paredes —dijo él, su mano subiendo un poco por su brazo, el contacto cálido y persistente—. Solo un segundo, Maite. Déjame verlas, déjame sentir que todavía puedo desear algo. No tienes idea de lo que significa para mí. Por favor Maite. —Su voz era ahora un susurro, cargado de una vulnerabilidad que la desarmó, y ella sintió un calor subiéndole por el pecho, una parte de ella iba rindiéndose a pesar de la voz que le gritaba que no cediera.
Tras un silencio tenso, Maite cedió, con una condición que salió como un susurro roto. — Pero esto queda entre nosotros, Ricardo. Si se entera alguien, te juro que te mato. Y nada más, ¿entendido? Solo miras, y se acabó —dijo, con la voz temblorosa, el rubor cubriéndole la cara mientras sus manos dudaban apoyadas en sus tetas sobre el vestido.
Ricardo asintió, con una sonrisa contenida pero triunfal, y ella, con dedos temblorosos y la respiración agitada, se bajó despacio los tirantes del vestido por los hombros, dejando que cayera hasta la cintura, quedándose con un sujetador granate sencillo, de esos del día a día conteniendo sus tetas. Llevó las manos a la espalda y desabrochó el sujetador con un movimiento torpe, dejándolo caer al sofá, y sus tetas quedaron al descubierto. Eran generosas, llenas, de un blanco cremoso surcado por unas sutiles venas azuladas y con las marcas del bikini marcando perfectamente la línea del bronceado, como si el sol las hubiera rozado solo en los bordes y el escote, dejando la piel alrededor del pezón de un blanco suave tras las tardes en la piscina del, y con las marcas de la costura del sujetador recién quitado dibujadas en la piel. Los pezones, marrones más oscuros que los de su hija y prominentes y rugosos, se endurecieron al contacto con el aire fresco del salón, y unas pecas y pequeñas arrugas salpicaban el canalillo, dándole un toque natural y sensual que las hacía irresistibles. Ya no eran firmes, la edad y la gravedad hacían su trabajo y eso hacía que los pezones miraran hacia abajo. Pero eran las tetas de su cuñada, las que tanto había deseado y fantaseado con disfrutar y por eso, en ese momento le parecían perfectas.
Ricardo la miró, con los ojos oscurecidos por el deseo, y tragó saliva antes de hablar. —Ufffff que tetas, que maravilla ¿Puedo… puedo tocarlas? Solo un poco, por favor Maite, te prometo que no me paso —dijo, su voz ronca y la boca seca, las manos suspendidas en el aire como si esperara permiso.
Maite dudó, el corazón latiéndole en la garganta, pero asintió lentamente. —Ricardo te estás pasando, siempre haces igual, te dan la mano y te tomas el pie. Vale, te dejo pero sin pasarte, Ricardo. Solo tocar, nada más, que al final se nos va de las manos —respondió, con un tono firme pero tembloroso, el rubor extendiéndose por su pecho.
Él acercó las manos, primero con cautela, rozando la piel suave de sus tetas con las yemas de los dedos, sintiendo su peso, su calidez. Luego, con más audacia, las tomó por completo, masajeándolas con una mezcla de reverencia y ansia, sintiendo lo blandas y suaves que eran, los pulgares rozaban los pezones marrones jugando con ellos hasta hacerla soltar un suspiro. Sin pedir permiso, las juntó con las manos, apretándolas, y bajó la boca, chupando el pezón derecho con una intensidad que la hizo arquear la espalda. Su lengua trazaba círculos húmedos, succionando con suavidad, mientras el otro pezón lo pellizcaba con dedos expertos, el sonido de su respiración agitada llenaba el salón.
—Esto no está bien, Ricardo… para por favor no sigas, no me hagas arrepentirme —murmuró Maite, con la voz quebrada, el placer iba mezclándose con la culpa mientras cerraba los ojos, pero su cuerpo decía otra cosa, traicionándola al echar los hombros hacia atrás para que tuviera acceso total a sus tetas, deseándolo en el fondo.
Ricardo levantó la cabeza un instante, mirándola con una intensidad febril. —Siempre he soñado con este momento, Maite. Desde que te conozco, no he podido sacar estas tetas de mi cabeza, que ganas tenía de disfrutar de ellas —dijo, su voz cargada de deseo. Se puso de pie y se bajó los vaqueros con un movimiento rápido, sacando su polla dura, gruesa y pulsante, y la miró con ojos suplicantes—. Hazme una paja con esas tetas, por favor Maite, que me tienes a mil. Solo una vez.
Maite lo miró, el shock y la excitación luchaban una batalla dentro de ella, pero algo en su interior ya había cedido. Se quedó mirando la polla dura de su cuñado como si fuera la primera polla que veía en su vida y con calma se posicionó frente a él, inclinándose hacia adelante, y abrazó su polla con sus tetas generosas, la piel blanca y suave envolviéndola mientras la guiaba con las manos. Dejó caer saliva en el capullo para lubricarse el canalillo en un gesto que a Ricardo casi lo mata de placer. Miró su polla desaparecer entre sus tetas y después lo miró fijamente a los ojos con una expresión que Ricardo no supo interpretar. Las movió despacio al principio, subiendo y bajando muy despacio, haciendo que su capullo brillante desapareciera y volviera a emerger entre el canalillo, sintiendo la dureza de la polla contra sus tetas, el calor de él contra su piel, su olor a polla, el roce enviándole escalofríos. —Joder, Ricardo, esto es una locura… —susurró, pero aceleró el ritmo, apretando más, dejando caer más saliva, el sonido húmedo de la fricción resonando en el salón.
Ricardo gruñó, con las caderas moviéndose al compás de sus manos follándose sus tetas, sus manos apoyadas en los hombros de ella para estabilizarse. —Joder, Maite, qué bien se siente… No pares cuñadita que me estás poniendo malísimo, me tienen loco tus melones—dijo con la voz rota, los ojos fijos en sus tetas moviéndose alrededor de su polla. El placer lo consumió, y el cosquilleo del orgasmo se precipitaba imparable, tras unos minutos de ritmo creciente, se corrió con un gemido profundo, el semen salpicó su canalillo, un primer chorro le llegó al cuello y la barbilla y ella en un gesto reflejo, ella echó la cabeza atrás al sentir el disparo de leche, el resto goteando por las pecas y resbalando por la piel blanca, dejando un rastro cálido que la hizo estremecerse.
Cuando terminó, Ricardo se apartó, jadeando, y Maite, con el vestido aún bajado, se quedó mirando como el semen hacía brillar sus tetas, especialmente su canalillo y se limpió con un pañuelo, con las mejillas encendidas y una mirada que Ricardo no sabía como interpretar, excitación, asco, deseo, arrepentimiento... Él la miró un segundo más, con una mezcla de satisfacción y algo que parecía arrepentimiento, antes de subirse los pantalones y empezar a recoger las cosas de pintura. —Esto no ha pasado, ¿eh? —dijo ella, volviendo a ponerse el sujetador con las manos temblorosas y ajustándose el vestido, con la voz firme pero sin mirarlo siquiera.
—Claro, un secreto. Descuida Maite, jamas nadie sabrá nada. Muchas gracias, de verdad, no sabes cuanto deseaba esto —respondió él, con una sonrisa tensa, y se despidió con un gesto rápido de la mano, saliendo al coche con las latas en las manos.
Esa tarde, Ricardo llegó a casa con las latas de pintura aún en las manos, el calor del mediodía pegándose a su piel como una segunda capa mientras abría la puerta del apartamento. El olor a comida recién hecha —pollo asado y patatas fritas— llenaba el aire, mezclándose con el aroma acre de la pintura blanca que llevaba impregnado en la camiseta y las manos. Laura estaba en la cocina, con el crío en una trona haciendo ruido con una cuchara, y el sonido de la televisión sintonizada en un programa infantil resonaba desde el salón. Ricardo dejó las latas en el pasillo con un golpe sordo y se hundió en el sofá, el tejido gastado crujió bajo su peso mientras el sol entraba a raudales por la ventana, calentando el ambiente. El recuerdo de las tetas de Maite, blancas y carnosas, con esas marcas de bikini rosadas y las pecas salpicando el canalillo, lo golpeó como un puñetazo en el estómago. La sensación de su piel suave envolviendo su polla, el calor húmedo de su paja, el gemido que se le escapó mientras se corría en su canalillo… todo regresaba como un eco cruel, avivando un deseo que lo llenaba de vergüenza. Pero con ese placer venía un remordimiento que le apretaba el pecho como una garra, un peso que lo hacía hundirse más en el sofá, con las manos temblando mientras se pasaba los dedos por la barba.
Se odió a sí mismo por ceder otra vez, por dejar que el deseo lo llevara a traicionar a Laura, a su familia, a todo lo que había construido. La imagen de Maite, con el vestido bajado y esas tetas generosas expuestas, se mezclaba con la de Laura sirviendo el almuerzo en la cocina, ignorante de la tormenta que él había desatado. El sonido del crío golpeando la trona con la cuchara, un ritmo infantil y caótico, solo amplificaba el caos en su cabeza. Miró la foto de Laura en el mueble del salón, ella sonriendo en una playa de hace años, con el sol reflejándose en su pelo, y sintió un nudo en la garganta. Esa mujer había sido su refugio, su estabilidad, y ahora él la estaba manchando con sus actos, traicionándola con su propia hermana y antes con su sobrina. La culpa lo carcomía, un ácido que le quemaba las entrañas, y se preguntó cuánto más podría soportar esa doble vida antes de que el peso lo aplastara. El calor del mediodía, el sudor que le corría por la espalda, y el olor a comida que llenaba el aire solo intensificaban su sensación de asfixia, como si el mundo entero conspirara para recordarle su traición. Pero él era así, sencillamente no podía resistirse a los encantos de una mujer, era su naturaleza.
El ruido de pasos lo sacó de sus pensamientos, y Laura apareció en el marco de la puerta de la cocina, con un delantal manchado y el pelo recogido en una coleta desordenada. Llevaba un plato en la mano y lo miró con una mezcla de cansancio y curiosidad. —Ricardo, ¿qué haces ahí parado? Ven a comer anda, que se enfría el pollo. ¿No ibas a ducharte después de pintar con Maite? —preguntó, su voz suave pero con un toque de reproche mientras dejaba el plato en la mesa.
Él se enderezó un poco, tragando saliva para despejar la culpa de su rostro, y forzó una sonrisa tensa. —Sí, sí, ahora voy. Solo estaba… dejando las cosas. Ha sido un día largo, y joder que calor hace ya.
Laura se acercó, apoyando una mano en la cadera, y lo miró con los ojos entrecerrados, el crío gorgoteando en la trona detrás de ella. —¿Qué habéis hecho hoy? Maite me dijo que necesitaba ayuda con la pintura del salón, pero no me dio detalles. ¿Cómo quedó el salón? Preguntó con un tono mezcla de interés y agotamiento.
Ricardo sintió un sudor frío en la espalda, la mentira iba formándose rápido en su mente mientras el olor a pollo asado llenaba sus pulmones. —Pues pintamos el salón, sí. Las paredes estaban fatal, con manchas de humedad por todas partes, así que le dimos una mano de quitamanchas y después de blanco. Quedó decente, le da más luz. Maite se encargó de mover las cosas, y yo con el rodillo, ya sabes, el típico trabajo de equipo —respondió, forzando una risa que sonó hueca incluso para él, evitando sus ojos mientras jugaba con un hilo suelto de su camiseta.
Laura asintió, volviendo a la cocina y sirviendo un poco de puré en la trona del crío, y lo miró de reojo. —¿Y cuánto tardasteis? Pensé que vendrías antes. El pequeño me tuvo loca toda la mañana, y cuando me escribió Maite, me dijo que estabas allí desde las diez —dijo, su voz cargada de una curiosidad casual, aunque sus manos seguían moviéndose con la rutina del almuerzo.
—Unas horas, no mucho. Bueno, en realidad se ha ido toda la mañana. Empezamos con el salón, pero entre empapelar, mover cosas y pintar, se nos fue el tiempo. Maite es un poco mandona, ya la conoces, quería que todo quedara perfecto —mintió de nuevo, sintiendo el peso de cada palabra como una piedra en el pecho. La imagen de Maite ajustándose el vestido después de la paja lo atravesó, y tuvo que apretar los puños para no delatarse, el sudor goteándole por la frente a pesar del ventilador que zumbaba en la esquina.
Ella rió suavemente, un sonido cansado pero cálido, y le dio una palmadita en el hombro. —Sí, eso suena a ella. Bueno, siéntate y come, que tienes pinta de no haber probado bocado. Luego dúchate, que hueles a pintura, y échame una mano con el crío esta tarde, que estoy agotada —dijo, dejando a Ricardo con el plato en la mano y la culpa royéndole las entrañas.
Cuando Laura se alejó, él se sentó a la mesa, el pollo humeante frente a él pero el apetito desaparecido. El remordimiento regresó con más fuerza, la mentira a Laura resonando en su cabeza como un eco interminable. La traición a su mujer, el placer con Maite, la doble vida que llevaba… todo se arremolinaba en su mente mientras cortaba la carne con movimientos mecánicos. Se levantó, dejando el plato a medio comer, y se dirigió al baño con pasos pesados, el agua de la ducha prometía lavar no solo el sudor y la pintura, sino también la mancha de su conciencia. Pero sabía que, por mucho que se frotara, esa culpa no desaparecería tan fácil, y el sonido del crío riendo en la trona solo lo hacía sentir más sucio.
El reloj marcaba las 15:30 cuando el silencio se apoderó del apartamento de Maite tras la marcha de Ricardo. Él se había ido hacía ya un rato, cargando las latas de pintura con una despedida tensa, y ahora el espacio parecía vacío, como si el aire mismo hubiera perdido su peso. Maite estaba de pie en el centro del salón, con el trapo con el que había limpiado las manchas de pintura que iban cayendo aún en la mano, temblando ligeramente. Las paredes recién pintadas de blanco reflejaban la luz del sol que entraba por el balcón, pero en lugar de alivio, ese brillo le hería los ojos, recordándole cada segundo de lo que había pasado. Se dejó caer en el sofá, las piernas débiles, y el tejido crujió bajo su peso, amplificando el eco de sus pensamientos.
Lo que había ocurrido entre ella y Ricardo la golpeó como una ola helada. Las imágenes se arremolinaron en su mente: sus manos ásperas tocando sus tetas, la sensación de su polla entre ellas mientras le hacía una paja, el semen caliente goteando por su canalillo, y el gemido de él al correrse resonando en el silencio. Un escalofrío de placer al sentirse así de deseada la recorrió al principio, un recuerdo físico que la hizo cerrar los ojos, pero rápidamente se transformó en una sensación que le revolvió el estómago. ¿Cómo había llegado a eso? Era su cuñado, el marido de Laura, un hombre casado como ella lo estaba con Ramón, y ahora había cruzado una línea que la llenaba de vergüenza. La culpa la aplastaba como una losa, el peso de la traición a su marido y a su familia oprimiéndole el pecho. Pensó en Ramón, en cómo había estado fuera por trabajo, confiando en ella, y en Laura, que siempre estaba ahí. Las lágrimas comenzaron a brotar, cayendo silenciosas por sus mejillas mientras se cubría la cara con las manos. “¿Qué he hecho? ¿Cómo pude ser tan débil?”, se preguntó en voz alta, la voz sonó rota por el arrepentimiento. Se levantó, caminando hacia el balcón para tomar aire, pero el calor del verano y el recuerdo de Ricardo inclinándose hacia ella la perseguían. Se sentía sucia, como si hubiera manchado no solo su cuerpo, sino también su dignidad. Recordó cómo el deseo la había cegado, cómo el calor y la falta de pasión con su marido y la charla con Ricardo, haciéndole ver que la deseaba y la tensión del día la habían llevado a ceder, y se odió por no haber parado. El pánico se apoderó de ella al imaginar que alguien pudiera descubrirlo si Ricardo se iba de la lengua —Ramón, Laura, Itziar—, y la idea la hizo temblar. Se sentó de nuevo, mirando las paredes blancas como si pudieran ofrecerle una respuesta, pero solo encontraba un vacío que la consumía.
Pasaron las horas, el reloj avanzando hasta que esa misma tarde. Maite, aún atrapada en su tormento interno, decidió que debía enfrentar la situación. Con el teléfono en la mano, el pulso acelerado y las manos sudadas, marcó el número de Ricardo. El sonido de la llamada resonó en su cabeza como un martillo, y cuando él contestó, su voz sonó distante, como si ya presintiera el peso de lo que venía.
—Ricardo, soy yo… Maite —comenzó, la voz quebrada, apenas un susurro al principio, como si las palabras le quemaran al salir—. ¿Estás solo, Podemos hablar un momento? Necesito hablar contigo, por favor. Lo de hoy… no sé ni por dónde empezar. Ha sido una locura, una absoluta locura, y no puedo dejar de darle vueltas. Me siento tan mal, tan decepcionada de mí misma… No sé cómo pude llegar a hacerte una paja con las tetas, joder. No sé cómo me he dejado llevar, la soledad… pero eso no explica nada. He traicionado a Ramón, a Laura, a toda nuestra familia, y me odio por ello. Me siento mal, no me miro al espejo sin sentir asco. Por favor, tienes que olvidarlo, prométeme que lo borrarás de tu mente. Nunca, nunca va a volver a pasar, te lo digo con el corazón en la mano.
Hubo un silencio pesado al otro lado de la línea, solo interrumpido por el leve crujir de la respiración de Ricardo. Cuando habló, su voz estaba cargada de un arrepentimiento profundo, casi desgarrador, como si las palabras le costaran más que nunca. —Maite, lo siento tanto… No tienes idea de cuánto me duele esto. No debí pedirte algo así, no debí ponerte en esa situación, mirarte así, tocarte como lo hice. Me dejé llevar por un impulso sucio, por ese deseo que no supe controlar, y te arrastré conmigo. Te pido perdón de todo corazón, no quiero que te sientas así, que cargues con esta culpa que me corresponde a mí. Tienes razón, fue una locura, y lo voy a olvidar, te lo juro por lo más sagrado. Nunca más, Maite, nunca más.
Maite sollozó bajito, las lágrimas cayendo sobre el teléfono mientras intentaba contener el temblor de su voz. —No sabes cómo me siento, Ricardo. Pensé en Ramón toda la tarde, en cómo confía en mí, y me da vergüenza mirarme las tetas, imaginarlas… haciendo eso. Somos familia, y esto me destroza por dentro. ¿Cómo pudimos? Por favor, prométeme que se queda entre nosotros, que nadie lo sabrá nunca. No podría vivir con que Laura o Ramón lo supieran.
—Lo prometo, Maite, con toda mi alma. Nadie lo sabrá, te doy mi palabra. Me arrepiento de cada segundo en que no paré, de haberte hecho sentir esta culpa, de no haber sido más fuerte. Eres una mujer increíble, y no mereces cargar con esto. Gracias por llamarme, por ser tan honesta. Voy a hacer lo que sea para que puedas seguir adelante, y ojalá algún día puedas perdonarme, aunque sé que no lo merezco —respondió Ricardo. El remordimiento en él no afloraba igual, él había deseado disfrutar de las tetas de su cuñada y lo había conseguido.
—Gracias, Ricardo… Solo quiero olvidarlo, dejarlo atrás. Cuídate, por favor, y… cuida de Laura. Esto se queda aquí entre nosotros, para siempre —murmuró Maite, colgando el teléfono con un nudo en la garganta, el silencio de la habitación quedó envolviéndola como un manto de arrepentimiento, esperanza y un deseo silencioso de redención.
Continuará…
Mis más sinceras felicitaciones por el gran trabajo. Espectacular y muy sensual. Gracias!Esto es un spinoff de tres capítulos, uno cada semana, que se me ocurrieron para darle más vidilla al tema, me parece que quedará bien jeje.
Capítulo 11
El frío de la Navidad se despidió con las luces parpadeantes y el aroma a castañas asadas en las calles de la ciudad, dejando a Itziar con un alivio purificador y silencioso tras su encuentro en el bar con Ricardo. El punto final a su juego clandestino había sido un alivio mezclado con melancolía, pero también una liberación. Necesitaba salir de esa espiral en la que estaba enganchada. Las semanas siguientes se sumergieron en la rutina de los exámenes de su carrera de enfermería, donde Itziar brilló con su actitud pija y presumida de siempre. Vestida siempre con ropa cara y de marca y las gafas Gucci que tanto le gustaban, paseaba por el campus con un aire de superioridad, el bolso nuevo colgaba de su hombro como un trofeo. Las clases de anatomía y los turnos en las prácticas en el hospital marcaban su día a día, pero en su mente aún flotaban ecos de Ricardo, aunque los mantenía enterrados bajo capas de estudio y salidas con sus amigas, que la llenaban de una estabilidad que no sabía que necesitaba.
Mientras tanto, Ricardo y Laura se sumían en la vida familiar, cuidando de su bebé con una mezcla de cansancio y amor. Las noches se llenaban de llantos y pañales, y las mañanas de café rápido antes de que Ricardo saliera a trabajar. Ricardo, con su barba canosa más cuidada tras las Navidades, se dedicaba a su trabajo mientras Laura disfrutaba de su permiso de lactancia, pero en su interior, Ricardo guardaba un secreto que no confesaría nunca. El sexo con su sobrina política y las fotos de Maite, ese regalo inesperado de Itziar, seguían en su móvil, y era un secreto que lo tentaba en la soledad, y que usaba frecuentemente para pajearse con las tetas de su cuñada o recordando las folladas con Itziar.
Las reuniones familiares, como la comida de cumpleaños de su abuelo en su casa del pueblo, trajeron consigo una tensión palpable que nadie más notaba entre Ricardo y Itziar. Sentados a la mesa larga, rodeados de otros tíos y tías, primos y primas, y el aroma a cordero asado, que disimulaban con sonrisas forzadas. Itziar, con su jersey ajustado y las gafas Gucci puestas a modo de diadema incluso dentro de casa, charlaba con sus primas sobre cosas de chicas, mientras Ricardo cortaba carne con una mano temblorosa. De pronto, sus ojos se cruzaron, y él no pudo resistirse. —Vaya, Itzi, esas gafas… dinero bien aprovechado, te habrá costado mucho ganarlas ¿eh? Te quedan de lujo —dijo, con una indirecta cargada de doble sentido, con la voz baja pero lo bastante audible para que ella lo oyera. La mesa estalló en risas por otra broma de un tío contando una anécdota familiar, cubrieron el momento oportunamente, pero Itziar sintió un calor subirle por el cuello. Le lanzó una mirada cortante, pero con un brillo de la complicidad que se había instalado entre ellos y que solo él entendió, y respondió con un seco —Gracias, tío, me lo curré duro y me gustó mucho como lo hice— antes de volver a su plato, con el corazón latiéndole rápido. —“Que cabrón, como sabe pincharme” pensó—.
La tensión se repitió en las fiestas del pueblo, cuando Itziar llegó con un vestido primaveral y el bolso nuevo junto con las gafas, luciendo más pija que nunca. Ricardo, ayudando a Laura con el postre, no pudo evitar comérsela con los ojos e hizo otro comentario mientras pasaban los platos. —Joder, Itzi, que bomboncito, ese estilo… te habrá costado mucho, ¿verdad? Qué bien te queda todo —murmuró, con una sonrisa que era puro deseo. Ella se tensó, ajustándose las gafas, y replicó con un —Sí, Ricardo, muy caro, pero me lo gané con unos trabajillos, gracias por ser tan observador — mientras Laura reía, ajena, pensando que era una broma familiar. La familia no notó nada, pero entre ellos la electricidad era palpable, un recordatorio silencioso de su pasado que ambos intentaban enterrar.
El tiempo pasó entre exámenes, prácticas de enfermería y tardes con sus amigas, donde salían de cervezas y donde ella lucía sus adquisiciones con orgullo. Ricardo, por su parte, se enfocaba en el bebé y en mantener a Laura feliz, aunque a veces se sorprendía mirando el móvil, viendo las fotos de Maite y haciéndose una paja, pero luego le venían los remordimientos por respeto a su familia, aunque lo disfrutaba enormemente. La distancia entre Itziar y él crecía, pero los encuentros familiares seguían siendo un campo minado de miradas evasivas y palabras cargadas.
Así llegó el verano siguiente, cuando el calor cayó sobre la ciudad como un manto sofocante, calentando el asfalto y llenando el aire de un olor a alquitrán y tierra seca. Maite, harta de las manchas de humedad en el salón de su piso en la urbanización, decidió que era hora de pintar. Su marido, Ramón, estaba fuera por trabajo, atrapado en una convención que lo mantendría fuera toda la semana, y con Itziar en el pueblo con sus abuelos y su hermano menor en un campamento, no tenía a nadie más que pudiera ayudarla. La idea de ventilar bien y que la pintura se secara rápidamente con el calor del verano la motivó, pero sabía que sola sería imposible. Así que, con un mensaje rápido —“Ricardo, ¿me echas una mano con la pintura porfa? Ramón no está”— buscó apoyo. Ricardo, que estaba de vacaciones y siempre había sido el manitas de la familia, aceptó sin dudarlo. La perspectiva de estar al lado de su cuñada, admirando sus tetazas incluso vestida con ropa vieja de pintar, era un incentivo que no iba a desaprovechar, aunque un rincón de su mente aún recordaba la culpa de su lio con Itziar.
Ricardo llegó a las 10:00, estacionando su coche con un chirrido de frenos de su viejo bmw frente al edificio. Llevaba una camiseta blanca vieja ajustada que marcaba su pecho ancho y unos vaqueros gastados, la barba canosa brillando bajo la luz del sol y una sonrisa que prometía complicaciones. Traía una lata de pintura blanca, un bote de quitamanchas y un rodillo, subiendo las escaleras camino del ascensor con un paso confiado. Maite lo recibió en la puerta del piso, con un vestido de verano amarillo, y desgastado que usaba para estar por casa y que se adhería a su figura curvilínea, el escote profundo dejaba entrever el nacimiento de sus generosos pechos. Ricardo ya había visto esas tetas en las fotos que Itziar le había pasado meses atrás, imágenes robadas de Maite que su sobrina le había enviado como un juego cruel, y desde entonces se moría por verlas al natural, sentir su peso, probarlas con sus manos. Las guardaba como un tesoro y eran fuente de inspiración para pajearse imaginándose como se la follaría, cómo haría gemir a la pija milf de su cuñada. Que morbazo le daba el haberse follado a su sobrina y ojalá alguna vez también a su cuñadita.
—Pasa, Ricardo, gracias por venir —dijo Maite, abriendo la puerta y guiándolo al salón, donde el olor a humedad se mezclaba con el aroma de su perfume floral—. ¿Quieres una cerveza o algo antes de empezar? Mira, la idea es pintar estas paredes del salón, que están fatal con las manchas esas de humedad que no sé como coño han salido. Pensé en blanco para que parezca más grande y olvidarme un poco del color café este, ¿qué te parece? Y luego, si sobra tiempo, la cocina, que también tiene algún desconchón el techo. He comprado la pintura, pero no tengo ni idea de cómo empezar. ¿Has traído el quitamanchas?
Ricardo dejó la lata en el suelo con un golpe sordo y miró alrededor, asintiendo mientras se rascaba la barba. —“Quiero tus tetas, eso es lo que quiero” —pensó— No te preocupes, luego nos echamos una cerveza al terminar. Vale, blanco está bien, le dará luz. Si quieres pintamos el salón primero, luego la cocina si nos da tiempo. Traje el rodillo y el quitamanchas y más pintura por si acaso y un poco de cinta para las molduras. ¿Tienes escalera o usamos una silla? —respondió, con ese tono práctico que contrastaba con la chispa en sus ojos al posarse en ella.
—Hay una silla en la cocina, debería servir, tu eres alto y llegarás bien—dijo Maite, agachándose para mover una mesita del centro y dejando que el escote se abriera ligeramente. Ricardo no pudo resistirse. Sus ojos, oscurecidos por un deseo crudo, se clavaron en el valle entre sus tetas, siguiendo cada curva con una intensidad que le secaba la boca y aceleraba su pulso. “Jodeeerrr que tetas tiene mi cuñadita” —pensó Ricardo— La imaginaba al natural, esas tetas generosas que había visto en las fotos, y el ansia lo consumía. “Menuda paja me voy a hacer en cuanto llegue a casa, su puta madre que tetas”
Cada vez que Maite se inclinaba a mover algo el vestido se subía por detrás, y él, con un movimiento casi instintivo, se las apañaba para agacharse a poner cinta en los rodapiés y mirar debajo, dejaba que su mirada buscara, deslizándose bajo la tela para captar el contorno de sus bragas blancas. Las veía ajustarse perfectamente a la raja de su culo, unas bragas sencillas pero que marcaban cada línea, el tejido hundido entre sus nalgas como una invitación silenciosa que lo hacía tragar saliva y apretar los puños para controlar el impulso de acercarse, de tocar esa piel que parecía llamarlo. Se irguió, pero sus ojos hambrientos buscaban de nuevo sus tetas, no se apartaban tan fácilmente de ese escote que lo atraía como un imán.
—Joder, Ricardo, ¿me pasas el rodillo o qué? —dijo Maite de pronto, pillándolo con la mirada perdida en su escote. Sus ojos se encontraron, y ella frunció el ceño, cruzándose de brazos, el vestido tensándose sobre su pecho—. Eres un descarado, ¿lo sabías? Te he pillado mirando, es que no te cortas ni un pelo y no es la primera vez. A Itziar también la miras como perro en celo cuando la ves. ¿Qué te crees que no me doy cuenta? Ricardo eres un guarro, se lo voy a decir a mi hermana.
Ricardo se sonrojó, el calor subiéndole por el cuello, y por un instante pensó en soltar un “Pues claro que miró a tu hija, si supieras lo que hemos hecho tu niña y yo”, pero se contuvo, mordiéndose la lengua. En lugar de eso, soltó una risa socarrona, encogiéndose de hombros mientras apoyaba el rodillo en la pared. —Venga, Maite, mujer que no soy de piedra. Tú con ese vestido y yo aquí sudando… ¿Qué esperas? —dijo, con ese tono burlón que siempre usaba para esquivar problemas.
Maite puso los ojos en blanco, un gesto idéntico al de su hija, pero no pudo evitar una sonrisa tensa, dejando el trapo que tenía en la mano sobre la mesa. —Eres imposible, de verdad—murmuró, pero la tensión en el aire era palpable, una mezcla de reproche y algo más que ninguno quería nombrar. Después de empapelar y pintar alguna pared más se sentaron en el sofá a descansar un poco, dejando por un momento las latas de pintura apiladas a un lado, y cambiándolas por unas cervezas frías y la conversación derivó hacia temas más personales, como si el calor y la soledad del piso los empujaran a abrirse.
—¿Y Ramón? ¿Cómo lo llevas con él fuera tanto? —preguntó Ricardo, recostándose en el sofá, el mismo donde le propuso a Itziar follar para conseguir sus caprichos, con una pierna cruzada sobre la otra, mirándola de reojo mientras el ventilador zumbaba en una esquina, moviendo el aire caliente.
Maite suspiró, pasándose una mano por el pelo rubio recogido en un moño desordenado, algunos mechones pegados a su nuca por el sudor. —Pues como siempre, Ricardo. Entre el trabajo y los viajes, apenas lo veo. Esta convención lo tiene frito, dice que vuelve el lunes, pero quién sabe, lo mismo se alarga algún día más. Y cuando está aquí, es… no sé, como si viviéramos en piloto automático. El otro día me preguntó si había comprado no sé qué leches y se fue a dormir sin más. —Hizo una pausa, mirando la pared recién pintada como si buscara una respuesta ahí—. Es todo tan rutinario… Y cuando digo todo, es todo, no se si me entiendes. Antes, al principio, cuando nos casamos, era diferente, nos tirábamos encima el uno del otro, pero ahora… ni un beso de buenas noches. ¿Y tú cómo estás con todo?
Ricardo soltó una carcajada seca, rascándose la nuca mientras el sofá crujía bajo su peso. “Madre mía, cómo puede ser que tu marido ni te toque, cómo fueras tu mi mujer no ibas a llevar frío” —Ya, entiendo. No te creas que yo estoy mejor. Con el pequeño siempre llorando y Laura agotada, no estamos para tirar cohetes. El otro día intentó ponerse guapa para mí, se puso un picardías que le compré hace años, pero el crío se despertó a los cinco minutos y se acabó el rollo. Antes, cuando éramos solo nosotros dos, nos pasaba igual, había noches que no dormíamos si quiera, y encima ha empeorado bastante después del parto, bueno ya lo ves tú misma lo que ha engordado, no hace falta que te lo diga yo —Se encogió de hombros, dejando la frase en el aire, y luego la miró con una chispa en los ojos—. Tú, en cambio, sigues estando de lujo, no se que pacto con el diablo tienes para estar así de bien. Ese vestido no ayuda, ¿sabes? Parece que me estás tentando sin querer. —soltó Ricardo con ese tono subido de tono tan característico en él—.
Ella se rió, un sonido nervioso que resonó en el salón, y le dio un golpe juguetón en el brazo, sintiendo el calor de su piel bajo los dedos. —Cállate, guarro. No empieces con tus cosas —dijo, pero el cumplido la hizo sonrojarse, y el ambiente se cargó de una electricidad que ninguno esperaba. La conversación fluyó hacia temas más cotidianos, como si quisieran alargar el momento. Hablaron de Itziar, de cómo se había vuelto más independiente, siempre con ese aire de mírame y no me toques que sacaba de quicio a Maite a veces. —Últimamente se ha comprado cosas caras, pero no sé de dónde sacó el dinero, porque yo no le di ni un céntimo, me dice siempre con evasivas que son trabajos para redes sociales y tal, pero no se yo. Esta muchacha, moneda que pilla, moneda que gasta. Se piensa que el dinero cae del cielo. Está muy rara y encima dejó a su novio, con lo buen chaval que era, en fin… Le pregunto que qué ha pasado y siempre contesta con desdén, “que me dejes”, “que son cosas mías” —comentó Maite, frunciendo el ceño—. Esa chica está en un plan insoportable, es un misterio.
Ricardo asintió, con una sonrisa tensa que ocultaba sus propios secretos con Itziar. “Ya claro, no le das un duro pero tu si te gastas la pasta en gilipolleces de las uñas, la peluquería y tal” —Sí, Itziar siempre ha sido lista. A lo mejor encontró un curro extra y no te ha contado nada, la juventud de ahora es así Maite, quién sabe. Y el noviete no tiene mayor importancia mujer y menos a esas edades, lo mismo ha conocido a otro chaval, eso son cosas de ellos. Y el pequeño, ¿qué tal en el campamento? —preguntó, desviando el tema de Itziar porque le incomodaba hablar de ella delante de su madre, mientras el ventilador seguía zumbando, moviendo el olor a pintura fresca que empezaba a impregnar el aire.
—Bien, gracias a Dios. Llamé ayer y me dijeron que está encantado, haciendo juegos cutres de esos que hacen en los campamentos y todo eso. Me ahorra un poco de ruido en casa, aunque echo de menos su caos a veces, y eso que se encierra en su cuarto con la play y a veces parece que ni está en casa—respondió Maite, recostándose en el sofá, el vestido subiendo un poco por sus muslos—. Y tú, ¿qué tal con el curro? ¿Sigues en esa obra del polígono?
—Sí, pero ahora estoy de vacaciones, por eso estoy aquí salvándote el culo con la pintura —dijo Ricardo, guiñándole un ojo—. La obra va lenta, el jefe es un pesado, y Laura me echa en cara que no hago nada en casa. Pero bueno, al menos tengo tiempo para estas cosas. —Hizo una pausa, mirándola de nuevo, y añadió con un tono más bajo—: Aunque… Maite, estar aquí contigo no es ningún sacrificio.
Ella rió de nuevo, nerviosa, y le dio otro golpe suave. —No te pases, eh. Que somos familia —dijo, pero la chispa en sus ojos delataba que el cumplido le gustaba. La charla siguió, tocando los líos de Ramón con el trabajo, cómo el estrés lo tenía de mal humor, y cómo los años habían cambiado sus rutinas. Hablaron del verano pasado, de las barbacoas familiares que se habían perdido por las agendas, y de cómo el piso necesitaba más que pintura, tal vez una reforma entera. Pero la conversación volvió al terreno personal, y Ricardo, con esa confianza que siempre lo caracterizaba y sus bromas subidas de tono, se inclinó hacia ella, apoyando un codo en el respaldo del sofá. La miraba con deseo que no podía ocultar, estaba decidido a dar un paso más, porque sabía que no iba a tener otra oportunidad igual. Con el corazón acelerado y la boca seca…
—Oye, Maite, hablando de todo un poco… ¿Sabes qué me muero por ver? — hizo una pausa para ver su reacción— Esas tetas tan bonitas que llevas medio enseñando todo el día —dijo, con una sonrisa pícara, con su voz bajando a un tono íntimo que llenó el silencio del salón.
Maite se quedó helada, como si de golpe alguien, le hubiera tirado un cubo de agua helada por encima, los ojos abiertos de par en par, y se enderezó de golpe, cruzándose de brazos con un gesto casi enfadado y subiendo instintivamente la tela de su escote, como si al hacerlo pudiera protegerse y borrar de sus oídos lo que acababa de oír. —¿Qué? ¿Estás loco? Ni hablar, Ricardo. Eres un cerdo, ¿no te das cuenta? ¿Cómo se te ocurre pedirme algo así? Somos familia, joder, esto no es un puto juego —replicó, con la voz subiendo de tono, el rubor subiéndole por el cuello y las mejillas encendidas—. ¿Qué te pasa por la cabeza? Esto es una locura.
Ricardo levantó las manos en un gesto de paz, pero no borró la sonrisa, inclinándose un poco más hacia ella. —Venga, mujer, no te pongas así. Solo digo que eres una tía cañón, y con ese escote me estás matando. No pasa nada, solo un vistazo, nadie lo sabrá. ¿Qué daño hace? —insistió, su tono suavizándose, casi suplicante—. Somos adultos, Maite. Un secreto entre nosotros. Nadie tiene que enterarse, ni Ramón, ni Laura, ni nadie.
Ella lo miró, con el corazón latiéndole rápido, una mezcla de indignación y tentación luchando dentro de ella. —No, Ricardo, en serio. No quiero tener esos secretos contigo. Esto no está bien. ¿Y si alguien lo descubre? ¿Qué dirían Ramón, Laura, Itziar? Me moriría de vergüenza, joder. Eres un descarado, y no voy a caer en tus juegos de mierda —dijo, casi gritando al principio, el enfado haciendo que sus manos temblaran mientras se cruzaba más los brazos, como si quisiera protegerse.
—Nadie lo va a saber, te lo juro por mi vida —respondió él, acercándose más, su mano rozándole el brazo con una suavidad inesperada, el contacto enviándole un escalofrío que no quería admitir—. Solo un momento, Maite. Mírame, no soy un monstruo. Solo quiero admirar lo que tienes, y tú sabes que te lo mereces. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te miró así? Ramón no lo hace, me lo acabas de decir. Laura y yo ya sabes que tampoco tenemos chispa… Estamos atrapados en esto, ¿no? Un secreto no nos va a hundir.
Maite respiró hondo, mordiéndose el labio inferior, el enfado dando paso a una duda que la carcomía. —No, Ricardo… Esto es una locura. Si se entera alguien, estoy jodida. No solo por Ramón, sino por todo. ¿Y si Itziar lo huele? Esa chica tiene un radar para estas cosas ¿y mi hermana? Me dan ganas de llamarla a decirle lo que me estás pidiendo —murmuró, su voz bajando, el rubor aún en sus mejillas, pero sus defensas empezando a ceder.
—Itziar no va a enterarse, ni nadie. ¿Cómo lo va a saber si ni siquiera está aquí? Y tu hermana que, ¿qué quieres, darle un disgusto por una tontería? Te prometo que esto queda aquí, entre estas cuatro paredes —dijo él, su mano subiendo un poco por su brazo, el contacto cálido y persistente—. Solo un segundo, Maite. Déjame verlas, déjame sentir que todavía puedo desear algo. No tienes idea de lo que significa para mí. Por favor Maite. —Su voz era ahora un susurro, cargado de una vulnerabilidad que la desarmó, y ella sintió un calor subiéndole por el pecho, una parte de ella iba rindiéndose a pesar de la voz que le gritaba que no cediera.
Tras un silencio tenso, Maite cedió, con una condición que salió como un susurro roto. — Pero esto queda entre nosotros, Ricardo. Si se entera alguien, te juro que te mato. Y nada más, ¿entendido? Solo miras, y se acabó —dijo, con la voz temblorosa, el rubor cubriéndole la cara mientras sus manos dudaban apoyadas en sus tetas sobre el vestido.
Ricardo asintió, con una sonrisa contenida pero triunfal, y ella, con dedos temblorosos y la respiración agitada, se bajó despacio los tirantes del vestido por los hombros, dejando que cayera hasta la cintura, quedándose con un sujetador granate sencillo, de esos del día a día conteniendo sus tetas. Llevó las manos a la espalda y desabrochó el sujetador con un movimiento torpe, dejándolo caer al sofá, y sus tetas quedaron al descubierto. Eran generosas, llenas, de un blanco cremoso surcado por unas sutiles venas azuladas y con las marcas del bikini marcando perfectamente la línea del bronceado, como si el sol las hubiera rozado solo en los bordes y el escote, dejando la piel alrededor del pezón de un blanco suave tras las tardes en la piscina del, y con las marcas de la costura del sujetador recién quitado dibujadas en la piel. Los pezones, marrones más oscuros que los de su hija y prominentes y rugosos, se endurecieron al contacto con el aire fresco del salón, y unas pecas y pequeñas arrugas salpicaban el canalillo, dándole un toque natural y sensual que las hacía irresistibles. Ya no eran firmes, la edad y la gravedad hacían su trabajo y eso hacía que los pezones miraran hacia abajo. Pero eran las tetas de su cuñada, las que tanto había deseado y fantaseado con disfrutar y por eso, en ese momento le parecían perfectas.
Ricardo la miró, con los ojos oscurecidos por el deseo, y tragó saliva antes de hablar. —Ufffff que tetas, que maravilla ¿Puedo… puedo tocarlas? Solo un poco, por favor Maite, te prometo que no me paso —dijo, su voz ronca y la boca seca, las manos suspendidas en el aire como si esperara permiso.
Maite dudó, el corazón latiéndole en la garganta, pero asintió lentamente. —Ricardo te estás pasando, siempre haces igual, te dan la mano y te tomas el pie. Vale, te dejo pero sin pasarte, Ricardo. Solo tocar, nada más, que al final se nos va de las manos —respondió, con un tono firme pero tembloroso, el rubor extendiéndose por su pecho.
Él acercó las manos, primero con cautela, rozando la piel suave de sus tetas con las yemas de los dedos, sintiendo su peso, su calidez. Luego, con más audacia, las tomó por completo, masajeándolas con una mezcla de reverencia y ansia, sintiendo lo blandas y suaves que eran, los pulgares rozaban los pezones marrones jugando con ellos hasta hacerla soltar un suspiro. Sin pedir permiso, las juntó con las manos, apretándolas, y bajó la boca, chupando el pezón derecho con una intensidad que la hizo arquear la espalda. Su lengua trazaba círculos húmedos, succionando con suavidad, mientras el otro pezón lo pellizcaba con dedos expertos, el sonido de su respiración agitada llenaba el salón.
—Esto no está bien, Ricardo… para por favor no sigas, no me hagas arrepentirme —murmuró Maite, con la voz quebrada, el placer iba mezclándose con la culpa mientras cerraba los ojos, pero su cuerpo decía otra cosa, traicionándola al echar los hombros hacia atrás para que tuviera acceso total a sus tetas, deseándolo en el fondo.
Ricardo levantó la cabeza un instante, mirándola con una intensidad febril. —Siempre he soñado con este momento, Maite. Desde que te conozco, no he podido sacar estas tetas de mi cabeza, que ganas tenía de disfrutar de ellas —dijo, su voz cargada de deseo. Se puso de pie y se bajó los vaqueros con un movimiento rápido, sacando su polla dura, gruesa y pulsante, y la miró con ojos suplicantes—. Hazme una paja con esas tetas, por favor Maite, que me tienes a mil. Solo una vez.
Maite lo miró, el shock y la excitación luchaban una batalla dentro de ella, pero algo en su interior ya había cedido. Se quedó mirando la polla dura de su cuñado como si fuera la primera polla que veía en su vida y con calma se posicionó frente a él, inclinándose hacia adelante, y abrazó su polla con sus tetas generosas, la piel blanca y suave envolviéndola mientras la guiaba con las manos. Dejó caer saliva en el capullo para lubricarse el canalillo en un gesto que a Ricardo casi lo mata de placer. Miró su polla desaparecer entre sus tetas y después lo miró fijamente a los ojos con una expresión que Ricardo no supo interpretar. Las movió despacio al principio, subiendo y bajando muy despacio, haciendo que su capullo brillante desapareciera y volviera a emerger entre el canalillo, sintiendo la dureza de la polla contra sus tetas, el calor de él contra su piel, su olor a polla, el roce enviándole escalofríos. —Joder, Ricardo, esto es una locura… —susurró, pero aceleró el ritmo, apretando más, dejando caer más saliva, el sonido húmedo de la fricción resonando en el salón.
Ricardo gruñó, con las caderas moviéndose al compás de sus manos follándose sus tetas, sus manos apoyadas en los hombros de ella para estabilizarse. —Joder, Maite, qué bien se siente… No pares cuñadita que me estás poniendo malísimo, me tienen loco tus melones—dijo con la voz rota, los ojos fijos en sus tetas moviéndose alrededor de su polla. El placer lo consumió, y el cosquilleo del orgasmo se precipitaba imparable, tras unos minutos de ritmo creciente, se corrió con un gemido profundo, el semen salpicó su canalillo, un primer chorro le llegó al cuello y la barbilla y ella en un gesto reflejo, ella echó la cabeza atrás al sentir el disparo de leche, el resto goteando por las pecas y resbalando por la piel blanca, dejando un rastro cálido que la hizo estremecerse.
Cuando terminó, Ricardo se apartó, jadeando, y Maite, con el vestido aún bajado, se quedó mirando como el semen hacía brillar sus tetas, especialmente su canalillo y se limpió con un pañuelo, con las mejillas encendidas y una mirada que Ricardo no sabía como interpretar, excitación, asco, deseo, arrepentimiento... Él la miró un segundo más, con una mezcla de satisfacción y algo que parecía arrepentimiento, antes de subirse los pantalones y empezar a recoger las cosas de pintura. —Esto no ha pasado, ¿eh? —dijo ella, volviendo a ponerse el sujetador con las manos temblorosas y ajustándose el vestido, con la voz firme pero sin mirarlo siquiera.
—Claro, un secreto. Descuida Maite, jamas nadie sabrá nada. Muchas gracias, de verdad, no sabes cuanto deseaba esto —respondió él, con una sonrisa tensa, y se despidió con un gesto rápido de la mano, saliendo al coche con las latas en las manos.
Esa tarde, Ricardo llegó a casa con las latas de pintura aún en las manos, el calor del mediodía pegándose a su piel como una segunda capa mientras abría la puerta del apartamento. El olor a comida recién hecha —pollo asado y patatas fritas— llenaba el aire, mezclándose con el aroma acre de la pintura blanca que llevaba impregnado en la camiseta y las manos. Laura estaba en la cocina, con el crío en una trona haciendo ruido con una cuchara, y el sonido de la televisión sintonizada en un programa infantil resonaba desde el salón. Ricardo dejó las latas en el pasillo con un golpe sordo y se hundió en el sofá, el tejido gastado crujió bajo su peso mientras el sol entraba a raudales por la ventana, calentando el ambiente. El recuerdo de las tetas de Maite, blancas y carnosas, con esas marcas de bikini rosadas y las pecas salpicando el canalillo, lo golpeó como un puñetazo en el estómago. La sensación de su piel suave envolviendo su polla, el calor húmedo de su paja, el gemido que se le escapó mientras se corría en su canalillo… todo regresaba como un eco cruel, avivando un deseo que lo llenaba de vergüenza. Pero con ese placer venía un remordimiento que le apretaba el pecho como una garra, un peso que lo hacía hundirse más en el sofá, con las manos temblando mientras se pasaba los dedos por la barba.
Se odió a sí mismo por ceder otra vez, por dejar que el deseo lo llevara a traicionar a Laura, a su familia, a todo lo que había construido. La imagen de Maite, con el vestido bajado y esas tetas generosas expuestas, se mezclaba con la de Laura sirviendo el almuerzo en la cocina, ignorante de la tormenta que él había desatado. El sonido del crío golpeando la trona con la cuchara, un ritmo infantil y caótico, solo amplificaba el caos en su cabeza. Miró la foto de Laura en el mueble del salón, ella sonriendo en una playa de hace años, con el sol reflejándose en su pelo, y sintió un nudo en la garganta. Esa mujer había sido su refugio, su estabilidad, y ahora él la estaba manchando con sus actos, traicionándola con su propia hermana y antes con su sobrina. La culpa lo carcomía, un ácido que le quemaba las entrañas, y se preguntó cuánto más podría soportar esa doble vida antes de que el peso lo aplastara. El calor del mediodía, el sudor que le corría por la espalda, y el olor a comida que llenaba el aire solo intensificaban su sensación de asfixia, como si el mundo entero conspirara para recordarle su traición. Pero él era así, sencillamente no podía resistirse a los encantos de una mujer, era su naturaleza.
El ruido de pasos lo sacó de sus pensamientos, y Laura apareció en el marco de la puerta de la cocina, con un delantal manchado y el pelo recogido en una coleta desordenada. Llevaba un plato en la mano y lo miró con una mezcla de cansancio y curiosidad. —Ricardo, ¿qué haces ahí parado? Ven a comer anda, que se enfría el pollo. ¿No ibas a ducharte después de pintar con Maite? —preguntó, su voz suave pero con un toque de reproche mientras dejaba el plato en la mesa.
Él se enderezó un poco, tragando saliva para despejar la culpa de su rostro, y forzó una sonrisa tensa. —Sí, sí, ahora voy. Solo estaba… dejando las cosas. Ha sido un día largo, y joder que calor hace ya.
Laura se acercó, apoyando una mano en la cadera, y lo miró con los ojos entrecerrados, el crío gorgoteando en la trona detrás de ella. —¿Qué habéis hecho hoy? Maite me dijo que necesitaba ayuda con la pintura del salón, pero no me dio detalles. ¿Cómo quedó el salón? Preguntó con un tono mezcla de interés y agotamiento.
Ricardo sintió un sudor frío en la espalda, la mentira iba formándose rápido en su mente mientras el olor a pollo asado llenaba sus pulmones. —Pues pintamos el salón, sí. Las paredes estaban fatal, con manchas de humedad por todas partes, así que le dimos una mano de quitamanchas y después de blanco. Quedó decente, le da más luz. Maite se encargó de mover las cosas, y yo con el rodillo, ya sabes, el típico trabajo de equipo —respondió, forzando una risa que sonó hueca incluso para él, evitando sus ojos mientras jugaba con un hilo suelto de su camiseta.
Laura asintió, volviendo a la cocina y sirviendo un poco de puré en la trona del crío, y lo miró de reojo. —¿Y cuánto tardasteis? Pensé que vendrías antes. El pequeño me tuvo loca toda la mañana, y cuando me escribió Maite, me dijo que estabas allí desde las diez —dijo, su voz cargada de una curiosidad casual, aunque sus manos seguían moviéndose con la rutina del almuerzo.
—Unas horas, no mucho. Bueno, en realidad se ha ido toda la mañana. Empezamos con el salón, pero entre empapelar, mover cosas y pintar, se nos fue el tiempo. Maite es un poco mandona, ya la conoces, quería que todo quedara perfecto —mintió de nuevo, sintiendo el peso de cada palabra como una piedra en el pecho. La imagen de Maite ajustándose el vestido después de la paja lo atravesó, y tuvo que apretar los puños para no delatarse, el sudor goteándole por la frente a pesar del ventilador que zumbaba en la esquina.
Ella rió suavemente, un sonido cansado pero cálido, y le dio una palmadita en el hombro. —Sí, eso suena a ella. Bueno, siéntate y come, que tienes pinta de no haber probado bocado. Luego dúchate, que hueles a pintura, y échame una mano con el crío esta tarde, que estoy agotada —dijo, dejando a Ricardo con el plato en la mano y la culpa royéndole las entrañas.
Cuando Laura se alejó, él se sentó a la mesa, el pollo humeante frente a él pero el apetito desaparecido. El remordimiento regresó con más fuerza, la mentira a Laura resonando en su cabeza como un eco interminable. La traición a su mujer, el placer con Maite, la doble vida que llevaba… todo se arremolinaba en su mente mientras cortaba la carne con movimientos mecánicos. Se levantó, dejando el plato a medio comer, y se dirigió al baño con pasos pesados, el agua de la ducha prometía lavar no solo el sudor y la pintura, sino también la mancha de su conciencia. Pero sabía que, por mucho que se frotara, esa culpa no desaparecería tan fácil, y el sonido del crío riendo en la trona solo lo hacía sentir más sucio.
El reloj marcaba las 15:30 cuando el silencio se apoderó del apartamento de Maite tras la marcha de Ricardo. Él se había ido hacía ya un rato, cargando las latas de pintura con una despedida tensa, y ahora el espacio parecía vacío, como si el aire mismo hubiera perdido su peso. Maite estaba de pie en el centro del salón, con el trapo con el que había limpiado las manchas de pintura que iban cayendo aún en la mano, temblando ligeramente. Las paredes recién pintadas de blanco reflejaban la luz del sol que entraba por el balcón, pero en lugar de alivio, ese brillo le hería los ojos, recordándole cada segundo de lo que había pasado. Se dejó caer en el sofá, las piernas débiles, y el tejido crujió bajo su peso, amplificando el eco de sus pensamientos.
Lo que había ocurrido entre ella y Ricardo la golpeó como una ola helada. Las imágenes se arremolinaron en su mente: sus manos ásperas tocando sus tetas, la sensación de su polla entre ellas mientras le hacía una paja, el semen caliente goteando por su canalillo, y el gemido de él al correrse resonando en el silencio. Un escalofrío de placer al sentirse así de deseada la recorrió al principio, un recuerdo físico que la hizo cerrar los ojos, pero rápidamente se transformó en una sensación que le revolvió el estómago. ¿Cómo había llegado a eso? Era su cuñado, el marido de Laura, un hombre casado como ella lo estaba con Ramón, y ahora había cruzado una línea que la llenaba de vergüenza. La culpa la aplastaba como una losa, el peso de la traición a su marido y a su familia oprimiéndole el pecho. Pensó en Ramón, en cómo había estado fuera por trabajo, confiando en ella, y en Laura, que siempre estaba ahí. Las lágrimas comenzaron a brotar, cayendo silenciosas por sus mejillas mientras se cubría la cara con las manos. “¿Qué he hecho? ¿Cómo pude ser tan débil?”, se preguntó en voz alta, la voz sonó rota por el arrepentimiento. Se levantó, caminando hacia el balcón para tomar aire, pero el calor del verano y el recuerdo de Ricardo inclinándose hacia ella la perseguían. Se sentía sucia, como si hubiera manchado no solo su cuerpo, sino también su dignidad. Recordó cómo el deseo la había cegado, cómo el calor y la falta de pasión con su marido y la charla con Ricardo, haciéndole ver que la deseaba y la tensión del día la habían llevado a ceder, y se odió por no haber parado. El pánico se apoderó de ella al imaginar que alguien pudiera descubrirlo si Ricardo se iba de la lengua —Ramón, Laura, Itziar—, y la idea la hizo temblar. Se sentó de nuevo, mirando las paredes blancas como si pudieran ofrecerle una respuesta, pero solo encontraba un vacío que la consumía.
Pasaron las horas, el reloj avanzando hasta que esa misma tarde. Maite, aún atrapada en su tormento interno, decidió que debía enfrentar la situación. Con el teléfono en la mano, el pulso acelerado y las manos sudadas, marcó el número de Ricardo. El sonido de la llamada resonó en su cabeza como un martillo, y cuando él contestó, su voz sonó distante, como si ya presintiera el peso de lo que venía.
—Ricardo, soy yo… Maite —comenzó, la voz quebrada, apenas un susurro al principio, como si las palabras le quemaran al salir—. ¿Estás solo, Podemos hablar un momento? Necesito hablar contigo, por favor. Lo de hoy… no sé ni por dónde empezar. Ha sido una locura, una absoluta locura, y no puedo dejar de darle vueltas. Me siento tan mal, tan decepcionada de mí misma… No sé cómo pude llegar a hacerte una paja con las tetas, joder. No sé cómo me he dejado llevar, la soledad… pero eso no explica nada. He traicionado a Ramón, a Laura, a toda nuestra familia, y me odio por ello. Me siento mal, no me miro al espejo sin sentir asco. Por favor, tienes que olvidarlo, prométeme que lo borrarás de tu mente. Nunca, nunca va a volver a pasar, te lo digo con el corazón en la mano.
Hubo un silencio pesado al otro lado de la línea, solo interrumpido por el leve crujir de la respiración de Ricardo. Cuando habló, su voz estaba cargada de un arrepentimiento profundo, casi desgarrador, como si las palabras le costaran más que nunca. —Maite, lo siento tanto… No tienes idea de cuánto me duele esto. No debí pedirte algo así, no debí ponerte en esa situación, mirarte así, tocarte como lo hice. Me dejé llevar por un impulso sucio, por ese deseo que no supe controlar, y te arrastré conmigo. Te pido perdón de todo corazón, no quiero que te sientas así, que cargues con esta culpa que me corresponde a mí. Tienes razón, fue una locura, y lo voy a olvidar, te lo juro por lo más sagrado. Nunca más, Maite, nunca más.
Maite sollozó bajito, las lágrimas cayendo sobre el teléfono mientras intentaba contener el temblor de su voz. —No sabes cómo me siento, Ricardo. Pensé en Ramón toda la tarde, en cómo confía en mí, y me da vergüenza mirarme las tetas, imaginarlas… haciendo eso. Somos familia, y esto me destroza por dentro. ¿Cómo pudimos? Por favor, prométeme que se queda entre nosotros, que nadie lo sabrá nunca. No podría vivir con que Laura o Ramón lo supieran.
—Lo prometo, Maite, con toda mi alma. Nadie lo sabrá, te doy mi palabra. Me arrepiento de cada segundo en que no paré, de haberte hecho sentir esta culpa, de no haber sido más fuerte. Eres una mujer increíble, y no mereces cargar con esto. Gracias por llamarme, por ser tan honesta. Voy a hacer lo que sea para que puedas seguir adelante, y ojalá algún día puedas perdonarme, aunque sé que no lo merezco —respondió Ricardo. El remordimiento en él no afloraba igual, él había deseado disfrutar de las tetas de su cuñada y lo había conseguido.
—Gracias, Ricardo… Solo quiero olvidarlo, dejarlo atrás. Cuídate, por favor, y… cuida de Laura. Esto se queda aquí entre nosotros, para siempre —murmuró Maite, colgando el teléfono con un nudo en la garganta, el silencio de la habitación quedó envolviéndola como un manto de arrepentimiento, esperanza y un deseo silencioso de redención.
Continuará…
Mis más sinceras felicitaciones por el gran trabajo. Espectacular y muy sensual. Gracias!Ummm pues si se ha duplicado jajajaja
Mis más sinceras felicitaciones por el gran trabajo. Espectacular y muy sensual.
Muchas gracias por tus palabrasMis más sinceras felicitaciones por el gran trabajo. Espectacular y muy sensual. Gracias!
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