No sé cómo llegué a casa. Ni en qué momento me quité el sujetador en el baño del hospital porque me apretaba demasiado… o si fue antes, en la planta cuatro, mientras firmaba el último informe. Solo sé que volví como se vuelve de la guerra: reventada, con la camiseta pegada al cuerpo, oliendo a sudor, y la piel marcada por el día.
Nada más abrir la puerta, la vi: mi hija, dos años, coleta torcida, sonrisa infinita. Me pidió brazos. Me pidió atención. Me pidió todo.
Y yo… sin tiempo ni para cambiarme, sin bragas, con el pantalón a medio abrochar y la camiseta que olía a mí, me agaché, la alcé, y la abracé tan fuerte como si con eso pudiera lavarme el cansancio.
En el salón, él estaba viendo el partido. Con ellos. Con sus amigos. Me vio pasar de reojo… y gritó:
—¡Cariño! ¡Tráete unas cervezas!
No fue una pregunta. Fue una orden. Una flecha lanzada al cuerpo sin escudo. Como si mi día entero no pesara. Como si mis pies no dolieran. Como si yo no existiera más allá de esa función.
No dije nada. Fui a la cocina. La niña lloraba. Él reía con la pantalla. Y yo me deslicé por la encimera, con esa camiseta vieja que ya no cubre nada… y sin embargo lo esconde todo. Aún oliendo a pasillos, a esfuerzo, a mí.
El móvil vibraba en el bolsillo. WhatsApp: mi amiga del alma, esa que siempre sabe leer entre las ojeras. “¿Sobreviviste?” —me ponía—. Y sí, pero solo por inercia.
Y el foro… claro. Siempre ahí. Como una ventana que se abre cuando la casa aprieta. Algunos comentarios intentando insultar, menospreciar, apagarme. Pero otros… otros que me dan ganas de responder. Porque lo merecen. Porque tocan justo donde no me duele, sino donde aún me vibra.
				
			Nada más abrir la puerta, la vi: mi hija, dos años, coleta torcida, sonrisa infinita. Me pidió brazos. Me pidió atención. Me pidió todo.
Y yo… sin tiempo ni para cambiarme, sin bragas, con el pantalón a medio abrochar y la camiseta que olía a mí, me agaché, la alcé, y la abracé tan fuerte como si con eso pudiera lavarme el cansancio.
En el salón, él estaba viendo el partido. Con ellos. Con sus amigos. Me vio pasar de reojo… y gritó:
—¡Cariño! ¡Tráete unas cervezas!
No fue una pregunta. Fue una orden. Una flecha lanzada al cuerpo sin escudo. Como si mi día entero no pesara. Como si mis pies no dolieran. Como si yo no existiera más allá de esa función.
No dije nada. Fui a la cocina. La niña lloraba. Él reía con la pantalla. Y yo me deslicé por la encimera, con esa camiseta vieja que ya no cubre nada… y sin embargo lo esconde todo. Aún oliendo a pasillos, a esfuerzo, a mí.
El móvil vibraba en el bolsillo. WhatsApp: mi amiga del alma, esa que siempre sabe leer entre las ojeras. “¿Sobreviviste?” —me ponía—. Y sí, pero solo por inercia.
Y el foro… claro. Siempre ahí. Como una ventana que se abre cuando la casa aprieta. Algunos comentarios intentando insultar, menospreciar, apagarme. Pero otros… otros que me dan ganas de responder. Porque lo merecen. Porque tocan justo donde no me duele, sino donde aún me vibra.
			
				Última edición: 
			
		
	
								
								
									
	
								
							
							 
	 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		