"Mentol y deseo 2" – por Patri (Veridico como siempre)

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El fondo del aula no es solo una zona. Es un ecosistema.


Allí no llegan las normas. Ni los sermones. Ni los profesores con autoridad.
Allí se sienta la fauna que sobrevive al sistema sin necesidad de adaptarse.
Allí estoy yo. Y con los míos.


A mi derecha, Iván, el que va en moto aunque solo tiene licencia provisional.
Camisa desabrochada, cadena al cuello y una risa que siempre suena antes de que alguien diga algo.
Tiene pinta de no leer nada… pero cuando te mira, parece que te descifra entera.


Al otro lado, Dani "el Peluca", que se ha cambiado de instituto tres veces y siempre vuelve al mismo barrio.
Pantalones caídos, tatuaje mal hecho en el antebrazo, y unos ojos que no parpadean nunca.
Calla mucho. Pero si se ríe… es porque alguien va a llorar.


Delante de ellos, Alba, pelo negro como la noche, eyeliner que parece hecho con rabia, y una chupa de cuero incluso en junio.
Fuma dentro del baño y tiene una lengua más afilada que las góticas de TikTok.
Si te mira de arriba abajo… probablemente ya te ha insultado mentalmente.
Y sí, se lía con Iván cuando le da la gana. Pero no son nada. Según ella.


Junto a Alba, Nerea, la única que aún va con uniforme… pero debajo lleva bragas con encaje rojo.
Carita de niña buena, labios rellenos, uñas largas.
Habla suave, pero si te cruzas con su ex, entenderás por qué aún no puede mear de pie sin acordarse de ella.
Es la que graba todo. Todo. Siempre. Si hay una humillación en clase, su móvil es el testigo silencioso.


Y al final, en la esquina, está Jorge "el Morro", al que nadie sabe por qué le dicen así, pero todos le tienen respeto.
Fuma en el aula si el profe es nuevo. Se lía con profesoras suplentes y nunca trae mochila.
Dice que no estudia porque la calle le da más dinero.
Y lo peor es que… es verdad.


Y en medio de todos ellos… yo.


No por decoración.
No para que me cuiden.
Estoy con ellos porque soy más peligrosa que cualquiera.


Soy la que sonríe cuando todos se tensan.
La que juega con los vaqueros rotos y la mirada afilada.
La que da un pico a Iván para calentar a Hugo.
La que puede comerse a un tío solo con decirle “ven”.


Ellos son mi ejército.
Y yo soy su guerra preferida.


En ese rincón del aula no hay buenos días.
Hay carcajadas. Frases sucias. Secretos compartidos. Y miradas que lo dicen todo sin abrir la boca.


Y cuando Hugo gira la cabeza desde su escritorio blanco, con su novia al lado y su conciencia hecha trizas…
nos ve.
Y se da cuenta de que él también querría sentarse con nosotros.


Pero en el fondo del aula no entra cualquiera.
Aquí se entra con cicatrices, con ganas… o con el alma sucia.
 
Móstoles. Junio. Calor del que pega en la nuca y te saca el carácter.
Estoy sola, en el pasillo, sacando un Red Bull de la máquina como quien saca dinamita.


Llevo el top justo, sin sujetador, y los vaqueros bajos.
Mi pelo suelto, medio mojado por el sudor. La mirada, fría.
Y entonces aparece él.


Hugo.


Camina como si no quisiera encontrarse conmigo, pero como si su cuerpo lo llevara igual.
Nos cruzamos frente a la máquina. Yo abro la lata y bebo. Él finge buscar algo.


—¿Qué pasa? —me dice, bajito.


—¿Qué pasa qué?


—No sé… ¿cómo estás?


Le sonrío flojo, sin dientes.
Me aparto un poco el top con los dedos, como quien se ventila el escote. Le enseño un poco más de canalillo.
Y me muerdo el labio. Lento.
Sabe que lo hago a propósito.


Y justo ahí, como si la hubieran puesto en el guion, aparece Laura.


Coleta alta, labios brillantes, leggins pegados y mirada afilada.
Se clava a su lado como una alarma silenciosa.


—¿Cariño? ¿Estás bien?


Hugo se gira rápido. Se le nota nervioso. Ella me mira de arriba abajo. Yo no me inmuto. Me paso el dedo por el cuello y doy otro trago al Red Bull.


—Solo hablábamos —dice él.


—Ya veo —responde ella, sin sonreír.
Sus ojos bajan a mi escote. Luego vuelven a su cara.
Y ahí está. Celos. Claritos.


No hace falta que le diga nada.
Pero igual me acerco medio paso. Solo para que lo note más.


—Nos vemos en clase, Hugo —le digo, bajando la voz y sonando más dulce de lo necesario.


Él asiente. Ella no dice nada. Pero está tensa como cuerda de guitarra.


Me doy la vuelta y me voy pasillo abajo, con las caderas marcadas y el Red Bull aún frío.
Y mientras camino, sé que ella no ha oído nada grave…


Pero ha visto todo lo que la va a tener pensando toda la tarde.
 
Tercer piso. Baño de chicas.
Puerta entreabierta, olor a ambientador barato y algo más fuerte: tabaco negro.


Estoy sola, apoyada contra el lavabo, fumándome un piti como si esto fuera el baño del garito de turno.
El instituto es gris, aburrido y lleno de hipócritas… pero este baño es mi zona.
El pitillo en los dedos, la mirada perdida en el espejo, y la brasa encendida más que nunca desde el pasillo con Hugo.


Y entonces entra ella.
Laura.


Pisa firme. Mirada suave. Maquillaje bien puesto.
Cierra la puerta con una calma que huele a guerra.


—Vaya… no sabía que se podía fumar aquí —dice, sin mirarme directamente, mientras saca su gloss del bolso.


Yo exhalo el humo despacio. Sin contestar.


—Tú sabrás —añade, retocándose los labios frente al espejo, al lado mío.


La miro. No digo nada.
Le sonrío de lado y doy otra calada. El silencio es más fuerte que cualquier frase ensayada.


—¿Te gusta provocar, no? —suelta al rato, como quien habla del clima.


—¿A ti te molesta? —le respondo, sin quitarle la vista de encima.


—Depende.
Hay chicas que hacen mucho ruido…
Pero luego, a la hora de la verdad, no son tan interesantes.


—Y hay otras que se pasan el día pegadas a un tío…
Porque saben que si lo sueltan dos minutos, alguien se lo merienda.


La frase le hace apretar la barra de labios con fuerza. Se le nota.
La tensión en los hombros.
El brillo en los ojos… pero no es rímel. Es rabia. Celos de los que no se gritan, se mastican.


—No sé qué buscas —dice, recogiendo su gloss—. Pero no lo vas a encontrar en él.


Me río. Bajo.
Tiro el cigarro al suelo, lo piso, y me acerco despacio, muy cerca.
La huelo. Huele a miedo dulce.


—Tranquila, princesa. No estoy buscando.
Solo me acuerdo de lo que ya encontré.


Le sonrío. Le paso por el lado y abro la puerta.


Puerta. Silencio. Victoria.
 
Última hora de clase. Historia.
Junio pega fuerte. Las ventanas están abiertas, pero no entra ni el aire. Solo el aburrimiento y el sudor.
Yo estoy en mi sitio de siempre, al fondo, con Iván contándome lo que se va a liar el sábado por la noche, y Alba pasándome chicles con sabor a menta. Irónico, ¿no?


Abro la mochila y me doy cuenta de que no llevo boli.
O sí… pero quiero uno en concreto.


Levanto la vista y ahí está Hugo, con la cabeza gacha, jugando con el tapón de su Pilot, y con Laura al lado, medio sonriendo, medio controlando.


Me levanto.
Piso fuerte. Lenta. Paso entre las mesas. Toda la clase me ve. Me da igual.


—¿Me dejas un boli? —le digo, parándome a su lado.


Él me mira. Se tensa.
Sabe lo que significa ese gesto. Y Laura también.


—Sí… claro —balbucea, metiendo la mano en el estuche.


Saca uno. Me lo tiende.


Pero yo no lo cojo.
Primero me lo llevo a la boca.
Le paso la lengua al tapón. Lo muerdo. Lo giro entre los labios.
Despacio.
Sin quitarle los ojos de encima.


Silencio total en la fila.


Laura lo ve. Toda. Cada maldito segundo.
Su cara cambia. Esa sonrisa de catálogo se le borra como tiza mojada.


Yo chupo el boli como si fuera un caramelo que ya conociera.
Y solo entonces lo saco de la boca, lo miro, y digo:


—Gracias.


Y me doy la vuelta. Sin prisa. Con la falda subiendo un poco más de la cuenta.


Laura no dice nada.
Pero está roja. Por fuera no, pero por dentro…
está hirviendo.


Hugo baja la cabeza.
Y yo me vuelvo a mi sitio, con el boli en la mano y la victoria clavada en el paladar.
 
Me vuelvo a mi sitio.
El boli en la mano. La boca aún húmeda.
Y toda la clase en silencio unos segundos más, como si el aire se hubiera cargado de electricidad.


Él se queda quieto.
Laura no dice nada. Aún.
Pero su cara ya no es la misma.


Se sienta recta. Mira al frente. Cruza los brazos. Y cada dos por tres le clava miradas a Hugo como si intentara leerle la mente… o arrancársela.


La clase sigue, pero ella no.


En cuanto suena el timbre y salen al pasillo, se le engancha al brazo con fuerza, y con la mejor de sus sonrisas le suelta:


—¿Te ha hecho gracia lo del boli?


—¿Eh?


—Lo del boli, Hugo. ¿Te ha gustado que te pidiera uno delante de todos? ¿Tú crees que no lo ha hecho a propósito?


—Solo me ha pedido un boli…


—¿Ah, sí? ¿Y lo normal es que las tías se metan el boli en la boca antes de usarlo?
¿O es que con ella eso es lo habitual y tú ya lo sabes?


Él calla.
Sabe que si dice algo, la lía. Y si no dice nada, también.


—¿Sabes qué pareces? —sigue ella, con una risa nerviosa—. Un niño tonto que se cree especial porque una niñata de las que lo hacen con todos le guiña un ojo.


—No empieces —dice él, bajito.


—¿No empiece qué? ¿A decirte lo obvio? ¿A recordarte que la que te besa soy yo, pero la que te pone nervioso es ella?


Él aprieta los labios.


—No he hecho nada —responde, pero no convence ni a su sombra.


—No hace falta que lo hagas. Se te nota. Te brillan los ojos cuando la miras. Y cuando te habla, pareces un crío al que le han regalado la play.


Lo suelta y se cruza de brazos, apoyada en la pared.
No llora. No grita.
Pero el rencor le chorrea por las pestañas.


—¿Sabes qué, Hugo?
Cuando te deje por otra, te acordarás de lo bien que te traté mientras te la imaginabas a ella.


Y se va.


Él se queda ahí. Callado. Tragando saliva.


Y yo, desde el fondo del pasillo, encendiéndome otro piti…
ya sabía que todo eso iba a pasar.


Porque los celos no se gritan.
Se siembran.
Y yo ya había plantado la semilla hace días.
 
Mmmm es un gusto leerte, cielito. Me provocas muchas sensaciones mmmm
 
Última edición:
Viernes, casi la una de la madrugada.
Estoy en mi cuarto. Persiana medio bajada, el flexo encendido, y yo en la cama con una camiseta vieja que aún huele a calle.


No puedo fumar aquí. Mis padres duermen al lado, y no estoy para broncas.
Me limito a mirar el techo. Pierna doblada. El móvil al lado, en silencio.
Y vibra. Dos veces.


Número desconocido.


“No sé si está bien que te escriba.”

Sonrío. No contesto.
Vuelvo a mirar la pantalla. Está escribiendo otra vez. Borra. Escribe.


“No sé cómo explicar lo que me pasa cuando te tengo cerca. Pero no dejo de pensar en ti desde el otro día.”

Miro el mensaje. No sorprende.
Ya me lo esperaba. Lo ha aguantado todo el día, pero al final… ha petado.


“Me pasaron tu número. Un colega del insti. No lo había usado antes porque… no sé.”

Claro. No sabes.
Y sin embargo, me escribes de madrugada, con tu novia dormida en casa, y los auriculares puestos para no hacer ruido.
Seguro que tus padres también están cerca.


Y tú, ahí.
Escribiendo.


“Sé que no debería. Pero si te apetece hablar… estoy despierto.”

Lo leo. Lo dejo en visto.
Nada más.


Y me tumbo boca arriba, el móvil sobre el pecho, escuchando los grillos de la calle por la ventana entreabierta.


Esto acaba de empezar.
Y ya estás perdido.
 
Sábado. 10:12 AM.


Notificación.
Hugo. Otra vez.
Ahora con nombre. Ya se lo grabó.


“Hoy es la cena de clase…”

Empieza suave. Como si eso no lo supiera ya.


“…y va a ser muy incómodo si no hablamos antes.”

Ajá. Ahora se preocupa.
Ayer me escribió de madrugada.
Desde su cuarto. A oscuras. En su casa.
Mientras su novia dormía tranquila en la suya, sin saber nada.



“No quiero que Laura se dé cuenta. Ni que parezca que pasa algo raro.”

No. Claro que no.
Solo me escribiste como si no te ardiera ya bastante el cuello por dentro.


“¿Vamos a hacer como si nada? ¿O me vas a mirar así otra vez delante de todos?”

Lo leo tirada en la cama.
Pelo suelto, pierna fuera del edredón, y una lata de Red Bull abierta en la mesilla.
La cojo, le doy un trago. Frío, ácido, perfecto.
Y sonrío.


Porque sé perfectamente cómo voy a mirarlo esta noche.
Sé qué vestido voy a ponerme. Sé qué labios me voy a pintar.
Y sé qué cara va a poner Laura cuando me vea sentarme justo enfrente de ellos.


“Solo quiero que me digas si vas a hacerme sudar o no…”

Ese último mensaje.
Ahí está el Hugo que me gusta.
El que ya sabe que no tiene escapatoria.
El que no quiere perder lo que tiene,
pero no puede evitar desear lo que no debe.


No le contesto.
No aún.


Dejo el móvil en la cama, le doy otro trago al Red Bull y me estiro.
Afuera hace calor.
Y esta noche, más que cena… va a ser circo.
 
Sábado. 19:12.
El sol cae, pero el calor no se va. Madrid está pegajoso, lento. Y en los grupos de clase, la gente ya está escribiendo como si hubieran visto un asesinato… sin testigos.


🟢 Iván :
«Tío, hoy pasa algo. Se nota. Patri no ha dicho ni pío, y Hugo está desaparecido del mapa. Silencio raro.»


🟢 Nerea:
«Laura ha subido una historia con un corazón negro y un texto que pone “todo se acaba mostrando”. ¿Alguien me explica?»


🟢 Alba:
«No se han cruzado todavía, ¿no?»


🟢 Dani:
«Que va, ni Patri ha llegado al bar, ni Hugo ha contestado en el grupo desde ayer.
Pero el silencio lo dice todo.»


Yo estoy en casa.
Ventilador apuntando a las piernas, lata de Red Bull abierta, y el outfit sobre la cama.
Negro. Corto. Sin disculpas.


No he dicho ni una palabra en el grupo.
No he publicado nada.
Y aún así, todos hablan de mí.
Y de él.



🟢 Anónimo (sin nombre ni foto):
«Hoy alguien va a quedar retratado.
Lo firmo.»


🟢 Iván:
«No sé si van a romper, liarse o reventarse con la mirada, pero algo explota esta noche.
Y yo quiero estar en primera fila.»


Cierro el chat.
Me levanto.
Miro por la ventana como si la ciudad supiera lo que se viene.
Y solo pienso una cosa:


—Todavía no me han visto entrar…
Y ya tiemblan.
 
19:47.
El móvil echa humo sin que yo diga nada.
No he escrito en el grupo, no he subido nada, ni una historia, ni un emoji.

Y aún así…
todos hablan de mí.

Estoy frente al espejo.
El top negro me queda justo como quiero.
Ni apretado ni suelto. Solo lo justo para que se note.
Falda vaquera, corta, con el botón medio flojo. Zapatillas blancas.
No necesito tacones. Yo piso igual.

Cojo el iluminador. Me doy en el pómulo.
Los labios, rojos. Pero no de los gritones. De los que se notan cuando hablas despacio.

🟢 Mensaje nuevo (sin leer):
«¿Vas a venir o vas a dejar que Hugo se desmaye antes de verte?»

Le doy otro trago al Red Bull. Ya ni me refresca. Solo me acelera.
Y me encanta.

Miro por la ventana. La calle huele a sábado.
Padres sacando bolsas del coche. Gente en terrazas. Niños en bici.

Y yo, en la puerta.
Bolso pequeño. Mirada fija.
No voy a cenar.
Voy a descolocar.

Cierro la puerta de casa.
No fumo, que mis padres están ahí. Pero las ganas se me notan en los dedos.
Bajo por las escaleras. Me cruzo con el vecino del 2ºB que me mira sin querer mirarme.

Y pienso:

—Empieza el espectáculo
 
20:58.
La cena empieza a las nueve.
Yo llego a las nueve menos dos.
Como siempre.

Entro por la puerta del local.
Ruidoso, con luces cálidas, mesas largas, y todo el mundo ya sentado.

Los de mi grupo están en la esquina del fondo, con las sudaderas colgando de las sillas, copas medio vacías y risas estallando por cualquier tontería.
Al centro, la mesa “oficial”.
Ahí está Hugo.
Y Laura, claro. Pegada a él, hablándole al oído… hasta que me ve.

En ese momento, se le borra la sonrisa. Literal.

Y él, pobre, intenta disimular.
Baja la vista, juega con el móvil.
Pero no engaña a nadie.

Yo camino lento.
Firme.
Cada paso mío es una declaración de intenciones.
No me he vestido para seducir,
me he vestido para que nadie más pueda ser mirado.

Se escucha un vaso golpear la mesa.
Alguien susurra mi nombre.
Y en ese momento, ya nadie finge que no me esperaba.

🟢 Iván, desde el otro lado de la sala, por WhatsApp:
«Ha llegado.
Y la guerra empieza en 3… 2… 1…»

Llego hasta mi grupo.
Alba me aparta la silla.
Carlos me guiña un ojo.

Yo me siento.
Cruzo las piernas.
Cojo la servilleta, la paso por los labios.
Y sin girarme, sé que Hugo me está mirando.

Laura también.

Y entonces, sin mirar atrás, me sirvo agua.
Porque ni siquiera hace falta hablar.
Ya he ganado sin abrir la boca.
 
La cena va avanzando, pero el ambiente no se suelta del todo.
Hay risas, sí, pero con pausas.
Hay conversaciones, pero con gente mirando de reojo.
Todo el mundo espera algo.

Yo sigo en mi sitio.
Jugando con el hielo del Red Bull, cruzando piernas, sonriendo cuando toca.
Hasta que levanto la vista.

Y la veo.
Laura.
Pegada a su inseparable amiga.
Le murmura algo al oído.
Pero yo no necesito sonido.

Leo cada sílaba en sus labios:

—“¿A dónde va esa…?”

No termina la frase.
No hace falta.

Sonrío.

Y en vez de morder, me levanto muy despacio, me acerco a la mesa central, como quien va a coger una servilleta extra…
Y me inclino hacia Hugo.

Él se pone tenso.
Su cuello. Su mandíbula. Todo.
Sabe que no debería hablarme.
Y mucho menos… sentirme tan cerca.

Le rozo el oído con el aliento.
Y sin mirarlo directamente, le digo:

—Tranquilo, Hugo.
Hoy no vengo sin bragas.
Pero si me lo pides bajito… igual me las quito antes del postre.

Y me voy.
Sin mirar atrás.
Con el mundo ardiendo detrás de mí.

Laura me ve.
Sabe que no ha oído nada.
Pero ha visto suficiente.

Y eso duele más que cualquier insulto.
 
Última edición:
La cena sigue, pero el ambiente ya no es cena.
Es tensión envuelta en servilletas.

Laura lleva diez minutos apretando la servilleta como si fuera mi cuello.
Hugo no ha tocado el pan.
Y yo…
yo me divierto.

Entonces, Laura se levanta.
Va al baño.
Taconazo rápido, cara de “no pasa nada”
pero ojos de “estoy a punto de explotar”.

En cuanto desaparece, yo me levanto también.
Sin prisa.
Sin avisar.

Agarro el bolso pequeño, el mechero, y salgo del local.
No fumo dentro de casa. Pero fuera… fuera sí.
Y esta guerra no se gana solo con sonrisas.

El aire fuera está denso. Huele a noche de junio, a fritanga de bar y a tensión.
Me apoyo en la pared del local.
Saco el cigarro. Lo enciendo.

Y cuando levanto la vista, ahí está.
Hugo.
Desde dentro.
Mirándome por el cristal.

No hace falta que diga nada.
Solo levanto una ceja.
Le lanzo una media sonrisa.
Y con dos dedos, le hago ese gesto.

El de “¿vienes o no te atreves?”

Él se queda quieto.
Congelado.
Con la copa en la mano y el alma en el suelo.

Y yo, con el cigarro entre los labios, pienso:

—Una calada más, y baja.
Como siempre.
Afuera, el cigarro ya va por la mitad.
El humo sube despacio, como la temperatura.
Estoy apoyada en la pared, tranquila.
Hasta que lo veo.

La puerta del local se abre.
Y ahí está.
Hugo.
Solo.

Sin decir palabra.
Sin mirar a nadie.
Ha salido como quien no sabe lo que va a hacer, pero ya no puede quedarse donde estaba.

Camina lento.
Las manos en los bolsillos.
La cara seria.
El alma en llamas.

—¿Y Laura? —pregunto, sin mirarlo, mientras exhalo una calada.

—Baño —responde. Casi sin voz.

—Vaya… qué rato más largo va a tener, ¿no?

Él no responde.
Se apoya en la pared, a medio metro de mí.
No se atreve a más.
Pero ya ha hecho demasiado.

—Sabes que esto es una locura, ¿no?

—¿Y?

—Y que la gente nos está mirando desde dentro —añado, dando otra calada—.
Los tienes a todos en vilo, Hugo.
Y yo solo estoy fumando.

Él me mira.
Y por primera vez en la noche… no hay miedo en su cara.
Hugo está junto a mí.
La puerta del local aún entreabierta.
El murmullo de dentro, suspendido en el aire como si el tiempo se hubiera frenado.
Todos saben que él ha salido detrás de mí.
Y todos esperan qué va a pasar.

Yo doy una última calada.
Tiro el cigarro al suelo.
Lo piso.

Y luego lo miro.
Directo a los ojos.
Sin miedo.
Con intención.

Me acerco. Muy cerca.
Él no se mueve.
Está atrapado.
En mí.
En él mismo.

Y entonces, bajo la voz, y le susurro justo al oído:

—Vamos.
Antes de que alguien lo grite en el grupo.

Le agarro de la muñeca. Firme.
Y lo arrastro conmigo.
Sin volver la vista.
Sin pedir permiso.
Sin esconderme.

La puerta del local queda atrás.
Y con ella, todos los ojos mirando.
Toda la clase en silencio.
Y más de uno grabando por debajo de la mesa.

Iván manda un audio:
🟢 «Se la ha llevado.
Patri se lo ha llevado.
Esto es historia.»

Caminamos calle abajo.
Ni rápido ni lento.
Solo con paso firme.
A por lo inevitable.

Y mientras avanzo, solo pienso:

—A veces no hace falta besar.
Basta con decidir.
Y arrasar.
No me acuerdo del nombre de la calle.
Ni de si la farola parpadeaba o no.
Solo recuerdo su espalda contra la pared.
Y mis labios sobre los suyos como si ya no hubiera mundo.
Hugo estaba temblando.
No de frío.
De todo lo que llevaba guardado.
De todo lo que ya no podía callarse el cuerpo.
Yo no dije nada.
Solo me acerqué.
Le agarré de la camiseta, lo pegué a mí…
y lo dejé entrar donde nadie entra si yo no abro.
Sus manos eran torpes al principio.
Después no.
Después sabían perfectamente dónde ir.
Dónde quedarse.
Y sobre todo…
dónde no hacía falta hablar.
Yo le guié.
Me aparte el tanga, agarre su pene duro como una piedra y me la metí.
Le marqué el ritmo.
Le abrí el mundo con la cadera,
y le cerré la conciencia con un susurro.
Fue rápido y lento.
Fue confuso y claro.
Fue exactamente lo que tenía que ser:
una primera vez donde el cuerpo gritó todo lo que la boca nunca se atrevió.
Y cuando terminó, Con una gran corrida dentro de mi ...
cuando se quedó ahí quieto, con las manos en los muslos y la respiración colgando,
me acerqué a su oído.
Le aparté el pelo.
Y con media sonrisa le dije:
—Esto no ha sido un error.
Ha sido un aviso.
Me subí la falda.
Me acomodé el alma.
Y sin mirarlo dos veces, me fui caminando calle abajo.
Él se quedó allí.
Con los pantalones revueltos.
Y la cabeza aún más.
Porque hay cosas que no se borran.
 

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