Mi cuñado y mi ex

Hedonista78

Miembro muy activo
Desde
28 Jun 2023
Mensajes
308
Reputación
7,380
Siempre he odiado ir a la casa de verano de la familia de mi mujer. Es un viejo casoplón en la siérrala norte de Madrid, con un jardín inmenso, un cobertizo lleno de herramientas, un trastero lleno de porquería inservible… pero, sobre todo, la casa tiene a la familia. Allí se reúnen las tías casadas, las tías solteronas, los primos, mis cuñados, mis suegros… Vaya, una feria. Sin embargo, el pasado verano ocurrió algo que lo hizo especial. Ocurrió algo que hubiera imaginado en mis fantasías más locas… ni en las más húmedas. Se presentó mi cuñado con su nueva novia. Y su nueva novia, era mi ex. Pero dejad que os ponga en antecedentes.

Mi nombre es Alex, tengo 46 años y llevo nueve años con mi chica. Estuvimos saliendo tres años y luego nos casamos. Todo bien entre nosotros. Lucia es una chica guapa y a sus 48 tiene un cuerpo de escándalo, con unos pechos que no me canso de devorar. Es cierto que desde que tenemos una hija -tiene cinco años-, el ritmo de relaciones sexuales no es el mismo, pero la cadencia no es lo más preocupante, sino la monotonía. Digamos que Ana es muy sexual pero una vez metida en faena. Eso significa que hay que lavarse los dientes, apagar las luces, echar el cerrojo de la casa, ponerse el pijama y entonces, metidos en la cama, se pone al asunto. Lo de un aquí te pillo aquí te mato en el sofá o la cocina, ni pensarlo. Pero bueno, ya digo que no me quejo. Aunque a veces, por qué negarlo, sí he cerrado los ojos mientas me la comía y he fantaseado con Ana, Anita, como lo gustaba que la llamara cuando estábamos metidos en harina; mi ex.

Anita era hipersexual. En realidad era hipertodo, por eso rompimos; demasiado intensa. Para que os hagáis una idea, os contaré una anécdota. Un verano, en la playa, nos estábamos vistiendo para ir a cenar. Ella tardaba mucho y yo empezaba a quejarme. Es cierto que me asomaba al baño y cada vez la veía más guapa. Era alta, esbelta, con un cabello moreno brillante, mirada felina y una media sonrisa socarrona que desarmaba ejércitos, con un simpático diente ligeramente superpuesto que asomaba a modo de saludo. El caso es que yo empecé a decir que íbamos a perder la reservar y que a ver entonces qué hacíamos con todo lleno. “Tranquilo, yo conozco un sitio que siempre está abierto para ir a comer”, dijo ella mientras pasaba al dormitorio a coger el bolso. “Mira, ven”, dijo a continuación. Al entrar, me la encontré tirada en la cama, con el vestido remangado hasta la cintura y su floreciente sexo, tan moreno como su cabellera, expuesto para mí. Sobre este, sostenía Anita un papel en el que había escrito “Abierto”. Levanté la mirada y me encontré con aquella media sonrisa cautivadora y con un gesto de sus ojos ante el que solo pude soltar las llaves del coche y lanzarme a devorarla.

Aquello ocurrió durante nuestros mejores días, pero dejadme que os cuente nuestra última anécdota juntos. Ocurrió cuando yo ya estaba saliendo con Lucía, mi actual mujer. Anita y yo habíamos roto meses atrás pero habíamos seguido quedándoosla alguna vez a comer o a tomar algo, en una relación cordial. Pero entonces Anita había empezado a salir con otro chico y dijo que lo mejor era que dejáramos de quedar, por muy amigos que fuéramos Vale, me pareció bien. O no, no sé; en realidad, tampoco le di tanta importancia. El caso es que, al despedirnos, en medio de una plaza pública un viernes por la tarde, a Anita le vino un calentón. Lo digo porque me cogió la mano en lo que parecía ser una despedida nostálgica y comenzó a enumerar cosas que ya no podríamos hacer. Y no, no habló de paseos por el parque, rutas de senderismo o noches acurrucados en el sofá viendo Netflix, sino de comerme la polla, de hacerle candados (no un dedo en el coño y otro en el culo), de follar en mi terraza… A medida que hablaba yo empezaba a ponerme más nervioso y a mirar a mi alrededor, y mi tensión se acentuó cuando su otra mano agarró también mi muñeca y con ambas llevó mi mano hacia su entrepierna. Me abrace entonces a ella y la hice retroceder hacia una de las columnas de aquella centenaria plaza porticada, donde no estábamos tan expuestos a la multitud. Y sin reparar en más, Anita metió mi mano bajo su pantalón hasta que pude sentir sus bragas empapadas. ¡Dios! Lo recuerdo tantos años después y aún me provoca una erección brutal.

En fin, pues esa era Anita, amigos. Puro fuego, un alma salvaje. Demasiado salvaje. Os he contado solo un par de las “buenas” historias. Las malas han quedado en el olvido porque no gana uno nada con conservarlas. De hecho, solo sirven para enturbiar los buenos recuerdos.

El caso es que un día de julio del pasado verano andaba toooooda la familia de mi mujer reunida en el jardín. Yo andaba metido en la pequeña casetilla que tienen con una vieja chimenea donde hacemos arroces, asados y demás. En este caso estaba preparando costillas de cordero, chorizos y morcillas. Le daba un sorbo a mi enésima cerveza helada cuando alguien gritó: “¡Ahí viene el niño!”. El niño, claro, el hermano de mi mujer, que como buen cuñado, era un auténtico gilipollas. El tipo que todo lo sabía, el que a todas se las follaba, el que a todos se enfrentaba, el que remataba cada frase con un “por mis huevos” o un “me va a comer la polla”. Un macho español en toda regla. Un cuñado, vaya, al que la novia le había puesto las maletas en la calle seis meses atrás y había tenido que volver a casa de los padres con 47 palos con una explicación a prueba de bombas: “Es que no voy a tirar el dinero cogiéndome un piso para mí solo”. Con un par.

Salí de la casetilla secándome el sudor de la frente (os recuerdo: julio, cocinando en lecha metido entre ladrillos). Yo solo llevaba puesto unos viejos vaqueros cortos y unas viejas zapatillas de montaña. Con lo sudorosos que tenía el pecho velludo y la espalda empapaba cualquier prenda con solo tocarla.

“Anda, mira, viene con Ana”, dijo mi mujer al pasar al lado mía de camino a saludar a su hermano.

En aquel momento yo no sabía quién era esa Ana. Lucía me había comentado varias semanas atrás que su hermano llevaba un tiempo saliendo con una chica, pero como todas las cosas que me cuenta sobre el gilipollas, no le presté mucha atención. “Pobre chica”, debí pensar. Y poco más.

Así que, mientras me limpiaba las gafas de sol con un pañuelo, comenzó yo también a acercarme a saludar al heredero, el hijo pródigo. Allí andaban todos en corro alrededor del coche, hablándonoslas unas ayudando con las bolsas otros… “Bueno, venga, no seáis pesados”, dijo Daniel, mi cuñado: “Esta es Ana, pero no la agobiéis”. El aquelarre de tías se lanzó a besuquear al la muchacha, que desde mi posición y con los primos por medio yo no alcanzaba a ver. El besamanos fue avanzando hasta que le tocó a mi mujer saludarla, y al terminar y verme a su espalda, se volvió y anunció sonriente: “Mira, Ana, este es Alex, mi marido”.

No sé si alguien de la familia se percató, pero hubo unos segundos, que a mí se me tornaron horas, como en una de esas malas películas donde ralentizan las caídas, en las que Ana y yo nos quedamos mirándonos sin saber cómo reaccionar. Porque aquella Ana, claro, era Anita. Y yo, el tipo del que se había despedido para siempre haciéndole meterle los dedos en el coño en la Plaza Mayor de Madrid.

No nos dio tiempo a balbucear. No sé qué me llevó a tomar aquella decisión, pero el caso es que me lancé a darle dos besos mientras decía: “Hola, Ana. encantado”. Lucía se había percatado de aquella extraña pausa pero no acertó a intuir el motivo: “Hijo, que ya iba a darte una colleja. Perdónalo, Ana, es que se mete ahí a cocinar y se toma las cervezas como agua”. Pero Ana creo que ni la escuchó. Se limitaba a mirarme sin saber cómo reaccionar, hasta que no pudo más que balbucear un: “Encantada”. Mi cuñado la agarró entonces del brazo y la condujo, cargado de bolsas, hacia la escalera exterior que daba acceso a la primera planta, donde estaban los dormitorios. En el camino, Anita se giró y me buscó con la mirada, con una expresión de total desconcierto.

A ojos de la familia, éramos unos completos desconocidos. Al pensar en ello, mientras cada cual volvía a sus quehaceres, me pareció terriblemente excitante.

Fue entonces cuando supe que aquel iba a ser un verano interesante...
 
Capítulo 2

Creo que nunca he vivido una situación tan prolongada en el tiempo con el corazón latiéndome de aquella manera y un irrefrenable cosquilleo recorriéndome la polla arriba y abajo que se resistía a desaparecer.

Tras dejar el equipaje en su dormitorio, mi cuñado y su novia, mi ex, se reunieron en el jardín con el resto de la familia. Desde la casetilla de las brasas, yo cuidaba de la comida sintiendo mucho más calor en mi interior que el que desprendía aquel fuego. No soy capaz de ponerle nombre a la sensación que me provocaba observar a mis suegros, a las tías, a los primos, a mi mujer… mientras recordaba las noches, tardes y amaneceres que habíamos apurado Anita y yo practicando el mejor sexo que había experimentado en mi vida. Lucía era apasionado, ya lo he dicho, pero Anita era puro fuego; Lucía se sentía cómoda en la rutina y Ana era incapaz de instalarse en ella; Lucía disfrutaba acurrucándose a mí tras 15 minutos de dos o tres posturas en la cama mientras que con Ana nos retábamos a ver quien ondeaba antes la bandera blanca pidiendo clemencia ante la imposibilidad de tener más orgasmos. Supongo que por todo ello estaba enamorado de Lucía pero jamás había dejado de desear a Anita.

Esta, por su parte, pasaba de familiar en familiar, hablando con unos y otros –o mejor dicho, estos con ella– mientras no dejaba de lanzar miradas hacia donde yo me encontraba. La situación no mejoró durante la comida.

Estábamos todos sentados a lo largo de varias mesas de jardín puestas en fila, 16 personas en total. Yo estaba en el extremo de un lateral junto a Lucía, y Anita, al otro lado, en el extremo opuesto; es decir, que no dejamos de intercambiar miradas. Ella estaba tensa. Alguna de las tías reparó en ello y bromeó sobre sobre los nervios naturales de conocer a toda la familia en bloque. Yo sonreía por dentro porque conocía la verdadera causa de su zozobra. Y ella, cada vez que cruzábamos la mirada, era consciente de cómo yo estaba disfrutando con aquella situación. Era muy excitante evocar la mirada de rayos X de Superman y evocar sus generosos pechos bajo aquella camiseta roja mientras una de las primas de Ana pedía la jarra del agua y mi suegro hablaba sobre la discusión que había mantenido con un vecino del pueblo por no sé qué chorrada. Al mismo tiempo miraba al capullo de mi cuñado y experimentaba otra extraña sensación: me mataba que él se la estuviera follando ahora pero, al mismo tiempo… ¡me excitaba! ¿Cómo podía ser eso? Joder, parecía un adolescente con una puñetera explosión de emociones.

Terminada la comida, las tías prepararon café y sacaron unos dulces. Lucía y las primas ayudaron y Anita se ofreció igualmente. Eso me permitió observarla al ir al venir. Seguía teniendo un físico imponente. No era una supermujer, nada de medidas perfectas; sencillamente medidas deliciosas. Piernas largas y culo algo relleno y respingón por el ejercicio; duro. Caderas ligeramente marcadas y unos pechos, como he dicho, generosos. Al principio de empezar a salir con Lucía comparé unas fotos desnudas que tenía de ambas, y parecía que me decantaba por chicas con unas tetas similares: grandes pero firmes, con aureolas de buen diámetro, más oscuras en el caso de Anita, de un delicioso color canela. Esta, con casi diez años menos que Lucía y más gusto por el ejercicio físico, parecía mantener un cuerpo más firme en todas sus extensiones. Y esa cabellera morena ligeramente rizada, a veces más corta, ahora justo por debajo de los hombros, en la que me encantaba enterrar la nariz mientras hacíamos el misionero y agarrar con fuerza -a petición de ella- cuando lo hacíamos en plan perrito.

-Ana -anunció una de las tías mirándola a ella y señalándome luego a mí-, ya has visto que Alex es el chef de la familia. ¡Hace unas comidas bien ricas!

Yo levanté mi copa de vino sonriendo hacía la tía y a continuación miré hacia Anita, y acompañé mi sonrisa con una fugaz elevación de cejas. Solo hizo falta eso para que Ana endureciera la expresión, bajara la cabeza avergonzada y luego tratara torpemente de esconder su reacción. Demasiado bien conocía ella las comidas que yo hacía…

–¿A alguien le apetece un licor de hierbas? –pregunté poniéndome en pie. Respondieron el tío de Lucía, una de las primas, el novio de esta y Dani, el cuñadismo–. Vale, pues ahora lo bajo.

Me di la vuelta y comencé a caminar hacia las escaleras cuando escuché a mi espalda la voz de Anita:

–Ahora vengo, voy a poner a cargar el móvil –anunció.

–Anda, pues aprovecha y echa una mano a ese –escuché decir a Dani–, no sea que acabe regando las escaleras con el licor, que muy manitas no es, ¿verdad, cuñado?

A modo de respuesta, sin volverme, estiré mi brazo derecho y dejé asomar el dedo corazón. Mientras escuchaba las risas y comentarios de unos y otros, yo sonreía en silencio. Porque apostaba cualquier cosa a que el móvil de Ana no necesitaba, en realidad, carga ninguna. Se avecinaba un momento interesante.

Llegué a lo más alto de la escalera, entré en la casa y me metí en la cocina, a mano derecha. Llegué al fondo de esta, me volví y me apoyé en la pequeña mesa de madera. Apuntalé la sonrisa y esperé mirando hacia la puerta. Ana no tardó más que unos segundos en asomar por ella.

-Tú, capullo, ven aquí, anda.

Me impulsé sobre la mesa para seguir sus pasos, con los que me condujo hacia el pequeño salón que se abría a un lado del largo pasillo. Al asomar por su puerta, ahora era ella la que me estaba esperando.

-¡¿Pero tú eres idiota, Alex?! ¿Por qué has hecho eso?

-¿Yo? -dije encogiéndome de hombros- ¿Qué he hecho?

-¡Sabes bien lo que has hecho! -respondió, enfurecida. Y aquel dientecito travieso asomó al igual que cuando sonreía con lascivia. Y en ambas situaciones me seducía por igual-. ¿Qué vamos a hacer ahora?

-Pues no lo sé. Dime tú. Yo venía a por licor de hierbas.

-Joder, Alex, en serio, eres un capullo.

-Eso ya lo has dicho.

-No me hace ninguna gracia, tío. ¿Vamos a pasar todo el tiempo que esté con Dani fingiendo que no nos conocemos? ¿De verdad? ¿Tú sabes lo violento que va a ser eso?

-No te preocupes, no creo que sea mucho tiempo.

-¿Cómo dices? -dijo, amenazante, dando un paso adelante. Estábamos ahora a apenas un par de palmos el uno del otro.

-Que si yo soy capullo, ya verás Dani. Lo conozco a él y te conozco a ti: no creo que lo aguantes mucho tiempo. De hecho, lo que no me explico, Anita, es cómo te has liado con él.

-Mira -dijo esgrimiendo su dedo–, en primer lugar no me llames Anita. Ni se te ocurra volver a hacerlo, ¿vale? Y en segundo lugar, ni te va ni te viene por qué estoy ni con quien estoy.

-Mujer, es que con las cosas que me echabas en cara a mí –dije relajando el tono como si tal cosa–, que andes ahora con este tío…

-No mezclemos cosas, y no empecemos a tirar del pasado, que sales pediendo seguro.

-Bueno -dije alzando las manos y cerrando los ojos mientras meneaba la cabeza-, supongo que por capullo que sea, tal vez mi cuñado esté bien armado y te habrá conquistado… desde abajo.

Un sospechoso silencio me hizo abrir los ojos, despacio. Anita me miraba, aún cabreada, pero en una enigmática quietud.

-¿He acertado? ¿El bueno de Dani es un empotrador? ¿La tiene como un toro?

Para mi sorpresa y deleite, vi que la expresión de Ana se relajaba ligeramente. Y sus finos labios se arqueaban tímidamente en lo que parecía… ¿De verdad era eso un esbozo de sonrisa traviesa? O no la conocía o diría que eso significaba… ¿Se estaba calentando con esa conversación?

Sin mediar palabra, Ana dio un paso hacia mí hasta que quedamos a un palmo de distancia, con las puntas de nuestros pies casi rozándose. Cerré los ojos por un momento al percibir tan de cerca aquel perfume que había amenizado nuestras muchas horas de coqueteos y sexo apasionado.

Me miró a los ojos y, ahora sí, desplegó sin pudor su sonrisa más traviesa. Se inclinó ligeramente hacia un lado y me susurró:

-¿Te pone cachondo que me esté follando a tu cuñado?

Al separarse, volvió a mirarme. Yo pensé un instante en todo lo que había sentido desde que se había desencadenado aquella situación. Alcé las cejas y meneé la cabeza con cierto desconcierto.

-Pues si te digo la verdad, no tengo ni puta idea de la razón, porque me parece una locura, pero lo que me pone cachondísimo es imaginarlo encima tuya empujando y dándote caña.

Ana soltó una carcajada, y al recomponerse, sus mejillas estaban encendidas, y una especie de sacudida hizo que su cuerpo se estremeciera.

-Así que eres un cornudo de esos, un cornudito, que le gusta ver a sus mujeres folladas por otros.

Alcé los hombros con sincero desconcierto.

-Pues te juro que nunca me había pasado. Tú eres la tía a la que más he deseado en mi vida…

-¡Menos lobos, Caperucita!

-¡Te lo juro, y lo sabes! Y él, en cambio, un tío que estoy cansado de aguantar y del que me carga todo lo que hace y dice.

-¿Será que, en lugar de desearme el bien, quieres dedicarme lo peor? -Ana se inclinó a un lado para volver a susurrarme-. ¿O tal vez es que odias a Dani porque lo ves todo lo macho que tú no eres, y fantaseas con verme bien follada por él?

-Así que no me equivocaba -dije-, aquí el cuñadito es un toro, de esos que llaman en los vídeos pornos.

-Mugir, desde luego que muge -dijo Ana mientras se acercaba un paso más hasta quedar casi rozando nuestros cuerpos. Se echó a un lado mirando hacia la puerta del salón-. ¿Aquí no sube nadie?

-Aquí va cada uno a lo suyo. Y yo te estoy contando historias de todas estas mierdas que tienen en el salón de cuando los abuelos de mi mujer le besaban el culo a Franco.

-Uf, qué duro, ¿no? -respondió Ana.

-¿Te has dado cuenta? -dije yo, aludiendo no precisamente a la historia de la familia.

La sonrisa de Ana se acentuó.

-Buen intento, Alex Boy -dijo, y posó su mano sobre mi entrepierna-. ¿Está duro, sí? Vaya, no lo parece tanto.

-Supongo que ya estás acostumbrada a la de él.

-Mmmm… ¿ahora resulta que también te ponen que te humillen?

-Yo ya no sé lo que me pone -dije, realmente desconcertado.

-¿Quieres saber si Dani tiene pollita de niño como tú o rabo de actor porno?

Lanzó aquella pregunta con todo el ánimo de herir mi orgullo para regocijo directo suyo. Y ambos lo disfrutamos del mismo modo que nos excitamos.

Y al tiempo que soltaba aquella frase dejó escapar un aliento que fue algo parecido a un suspiro o, incluso un jadeo.

Retiró la mano de mi paquete para buscar mi mano y colocarla en su entrepierna.

-¿Y tú, notas la humedad? Sigues siendo un cabrón capaz de ponerme cachonda en cero con dos con tus putos juegos de palabras. Debo reconocer que te he odiado mucho, pero eres el amante que mejor ha sabido usar la lengua. En todos los sentidos. Es verdad lo que decía esa señora: eres el mejor haciendo comidas.

-¿Ah, sí? -dije mientras me lanzaba a presionar mis dedos con total libertad entre las costuras de su short vaquero -¿Mejor incluso que mi cuñadito?

Ana levantó la cabeza y cerró los ojos antes de dejar escapar un cálido: ¡Mmmmmm…!

Entonces decidí ir a por todas y desplacé mis dedos a un lado para colarme bajo el short. Ya el tacto con su piel hizo que mi temperatura corporal se disparara, pero cuando mis yemas alcanzaron la humedad abrasante de sus sexo, tuve que abrir la boca y dejar salir ahora, porque me ahogaba por dentro.

-Anita… -dije. Y ella se estremeció y ahogó un gemido.

Entonces puse mi boca en su oido al tiempo que trazaba círculos con mis yemas alrededor de los labios mayores de su sexo, y le susurré “Anita”, fundiendo la última “A” en una suerte de húmedo suspiro.

Su cuerpo parecía doblarse, así que alce el otro brazo para rodearla por el cuello. Nuestras frentes se apoyaron la una en la otra. A medida que mis dedos jugaban más y más en aquel coño encharcado y ansioso, los espasmos de su cuerpo se acrecentaban.

-Cabrón, cabrón… -repetía- ¡Vas a hacer que me corra!

Envuelto en deseo y aplaudido mi orgullo, seguí con mi labor hasta que, en poco más de un minuto, Anita se deshizo en temblores y se dobló por completo sobre sí misma, ahogando en lo posible cualquier gemido.

Mientras se incorporaba, sacó mi mano del interior de su pantalón con un gesto busco. Se recompuso mientras colocaba su ropa. Se alejó unos pasos y me miró.

-¡Menuda suerte! -dijo.

-¿Yo, por qué?

Soltó una carcajada y me señaló con el dedo.

-¿Tú? Tú llevas un calentón tremendo y vas a tener que meterte al baño a hacerte dos o tres pajas mínimo. Suerte la de Dani, que con lo cachonda que me has puesto voy a llevármelo a dormir la siesta y voy a hacerle una buena mamada, de las que le gustan, luego le haré comerme el coño y finalmente me lo voy a follar. Voy a cabalgarlo pensando en lo bien que podría estar cabalgándote a ti, pero como fuiste un gilipollas cuando estuvimos juntos, él ha quedado ganador. ¿Te enteras?

Sonreí y asentí. Me ponían a mil esos juegos desafiantes entre nosotros.

-Me parece muy justo.

-¿Y quieres saber realmente si la tiene tan grande?

-Claro.

Ana asintió y volvió a acercarse a mí hasta poner mejilla con mejilla.

-Pues intenta escucharnos y a ver si puedes deducirlo -me susurró, antes de retirarse de nuevo-. Y ahora, vamos, a preparar ese licor de hierbas. Y ya puede ser buena la historia que cuentes ahí abajo.

Ana, Anita, se dio la vuelta y salió del salón de regreso a la cocina. Yo la observé alejarse y pensé que por más mujeres con las que pudiera estar, jamás conocería a una que me enloqueciera tanto como ella. Para bien y para mal. Ni que me conociera tan bien a mí. Me llevé la mano al paquete y traté de colocarme la polla, aún dura como cualquiera de sus reproches. Llevaba razón, me iba a costar al menos un par de pajas bajar aquella erección.
 
Última edición:
Siempre he odiado ir a la casa de verano de la familia de mi mujer. Es un viejo casoplón en la siérrala norte de Madrid, con un jardín inmenso, un cobertizo lleno de herramientas, un trastero lleno de porquería inservible… pero, sobre todo, la casa tiene a la familia. Allí se reúnen las tías casadas, las tías solteronas, los primos, mis cuñados, mis suegros… Vaya, una feria. Sin embargo, el pasado verano ocurrió algo que lo hizo especial. Ocurrió algo que hubiera imaginado en mis fantasías más locas… ni en las más húmedas. Se presentó mi cuñado con su nueva novia. Y su nueva novia, era mi ex. Pero dejad que os ponga en antecedentes.

Mi nombre es Alex, tengo 46 años y llevo nueve años con mi chica. Estuvimos saliendo tres años y luego nos casamos. Todo bien entre nosotros. Lucia es una chica guapa y a sus 48 tiene un cuerpo de escándalo, con unos pechos que no me canso de devorar. Es cierto que desde que tenemos una hija -tiene cinco años-, el ritmo de relaciones sexuales no es el mismo, pero la cadencia no es lo más preocupante, sino la monotonía. Digamos que Ana es muy sexual pero una vez metida en faena. Eso significa que hay que lavarse los dientes, apagar las luces, echar el cerrojo de la casa, ponerse el pijama y entonces, metidos en la cama, se pone al asunto. Lo de un aquí te pillo aquí te mato en el sofá o la cocina, ni pensarlo. Pero bueno, ya digo que no me quejo. Aunque a veces, por qué negarlo, sí he cerrado los ojos mientas me la comía y he fantaseado con Ana, Anita, como lo gustaba que la llamara cuando estábamos metidos en harina; mi ex.

Anita era hipersexual. En realidad era hipertodo, por eso rompimos; demasiado intensa. Para que os hagáis una idea, os contaré una anécdota. Un verano, en la playa, nos estábamos vistiendo para ir a cenar. Ella tardaba mucho y yo empezaba a quejarme. Es cierto que me asomaba al baño y cada vez la veía más guapa. Era alta, esbelta, con un cabello moreno brillante, mirada felina y una media sonrisa socarrona que desarmaba ejércitos, con un simpático diente ligeramente superpuesto que asomaba a modo de saludo. El caso es que yo empecé a decir que íbamos a perder la reservar y que a ver entonces qué hacíamos con todo lleno. “Tranquilo, yo conozco un sitio que siempre está abierto para ir a comer”, dijo ella mientras pasaba al dormitorio a coger el bolso. “Mira, ven”, dijo a continuación. Al entrar, me la encontré tirada en la cama, con el vestido remangado hasta la cintura y su floreciente sexo, tan moreno como su cabellera, expuesto para mí. Sobre este, sostenía Anita un papel en el que había escrito “Abierto”. Levanté la mirada y me encontré con aquella media sonrisa cautivadora y con un gesto de sus ojos ante el que solo pude soltar las llaves del coche y lanzarme a devorarla.

Aquello ocurrió durante nuestros mejores días, pero dejadme que os cuente nuestra última anécdota juntos. Ocurrió cuando yo ya estaba saliendo con Lucía, mi actual mujer. Anita y yo habíamos roto meses atrás pero habíamos seguido quedándoosla alguna vez a comer o a tomar algo, en una relación cordial. Pero entonces Anita había empezado a salir con otro chico y dijo que lo mejor era que dejáramos de quedar, por muy amigos que fuéramos Vale, me pareció bien. O no, no sé; en realidad, tampoco le di tanta importancia. El caso es que, al despedirnos, en medio de una plaza pública un viernes por la tarde, a Anita le vino un calentón. Lo digo porque me cogió la mano en lo que parecía ser una despedida nostálgica y comenzó a enumerar cosas que ya no podríamos hacer. Y no, no habló de paseos por el parque, rutas de senderismo o noches acurrucados en el sofá viendo Netflix, sino de comerme la polla, de hacerle candados (no un dedo en el coño y otro en el culo), de follar en mi terraza… A medida que hablaba yo empezaba a ponerme más nervioso y a mirar a mi alrededor, y mi tensión se acentuó cuando su otra mano agarró también mi muñeca y con ambas llevó mi mano hacia su entrepierna. Me abrace entonces a ella y la hice retroceder hacia una de las columnas de aquella centenaria plaza porticada, donde no estábamos tan expuestos a la multitud. Y sin reparar en más, Anita metió mi mano bajo su pantalón hasta que pude sentir sus bragas empapadas. ¡Dios! Lo recuerdo tantos años después y aún me provoca una erección brutal.

En fin, pues esa era Anita, amigos. Puro fuego, un alma salvaje. Demasiado salvaje. Os he contado solo un par de las “buenas” historias. Las malas han quedado en el olvido porque no gana uno nada con conservarlas. De hecho, solo sirven para enturbiar los buenos recuerdos.

El caso es que un día de julio del pasado verano andaba toooooda la familia de mi mujer reunida en el jardín. Yo andaba metido en la pequeña casetilla que tienen con una vieja chimenea donde hacemos arroces, asados y demás. En este caso estaba preparando costillas de cordero, chorizos y morcillas. Le daba un sorbo a mi enésima cerveza helada cuando alguien gritó: “¡Ahí viene el niño!”. El niño, claro, el hermano de mi mujer, que como buen cuñado, era un auténtico gilipollas. El tipo que todo lo sabía, el que a todas se las follaba, el que a todos se enfrentaba, el que remataba cada frase con un “por mis huevos” o un “me va a comer la polla”. Un macho español en toda regla. Un cuñado, vaya, al que la novia le había puesto las maletas en la calle seis meses atrás y había tenido que volver a casa de los padres con 47 palos con una explicación a prueba de bombas: “Es que no voy a tirar el dinero cogiéndome un piso para mí solo”. Con un par.

Salí de la casetilla secándome el sudor de la frente (os recuerdo: julio, cocinando en lecha metido entre ladrillos). Yo solo llevaba puesto unos viejos vaqueros cortos y unas viejas zapatillas de montaña. Con lo sudorosos que tenía el pecho velludo y la espalda empapaba cualquier prenda con solo tocarla.

“Anda, mira, viene con Ana”, dijo mi mujer al pasar al lado mía de camino a saludar a su hermano.

En aquel momento yo no sabía quién era esa Ana. Lucía me había comentado varias semanas atrás que su hermano llevaba un tiempo saliendo con una chica, pero como todas las cosas que me cuenta sobre el gilipollas, no le presté mucha atención. “Pobre chica”, debí pensar. Y poco más.

Así que, mientras me limpiaba las gafas de sol con un pañuelo, comenzó yo también a acercarme a saludar al heredero, el hijo pródigo. Allí andaban todos en corro alrededor del coche, hablándonoslas unas ayudando con las bolsas otros… “Bueno, venga, no seáis pesados”, dijo Daniel, mi cuñado: “Esta es Ana, pero no la agobiéis”. El aquelarre de tías se lanzó a besuquear al la muchacha, que desde mi posición y con los primos por medio yo no alcanzaba a ver. El besamanos fue avanzando hasta que le tocó a mi mujer saludarla, y al terminar y verme a su espalda, se volvió y anunció sonriente: “Mira, Ana, este es Alex, mi marido”.

No sé si alguien de la familia se percató, pero hubo unos segundos, que a mí se me tornaron horas, como en una de esas malas películas donde ralentizan las caídas, en las que Ana y yo nos quedamos mirándonos sin saber cómo reaccionar. Porque aquella Ana, claro, era Anita. Y yo, el tipo del que se había despedido para siempre haciéndole meterle los dedos en el coño en la Plaza Mayor de Madrid.

No nos dio tiempo a balbucear. No sé qué me llevó a tomar aquella decisión, pero el caso es que me lancé a darle dos besos mientras decía: “Hola, Ana. encantado”. Lucía se había percatado de aquella extraña pausa pero no acertó a intuir el motivo: “Hijo, que ya iba a darte una colleja. Perdónalo, Ana, es que se mete ahí a cocinar y se toma las cervezas como agua”. Pero Ana creo que ni la escuchó. Se limitaba a mirarme sin saber cómo reaccionar, hasta que no pudo más que balbucear un: “Encantada”. Mi cuñado la agarró entonces del brazo y la condujo, cargado de bolsas, hacia la escalera exterior que daba acceso a la primera planta, donde estaban los dormitorios. En el camino, Anita se giró y me buscó con la mirada, con una expresión de total desconcierto.

A ojos de la familia, éramos unos completos desconocidos. Al pensar en ello, mientras cada cual volvía a sus quehaceres, me pareció terriblemente excitante.

Fue entonces cuando supe que aquel iba a ser un verano interesante...
Que interesante
 
Capítulo 3

La tarde transcurrió más tranquila de lo que había imaginado, claro que ni en mis sueños más traviesos hubiese imaginado algo como lo que había ocurrido. A Ana se le fastidió la sesión de sexo, porque después de llevar un rato en la sobremesa familiar, justo cuando le preguntó a Dani si no iban a subirse a descansar un poco, este le anunció que el fin de semana era muy corto como para desperdiciarlo, y que mejor iban a bajarse a la plaza del pueblo, que quería presumir de novia con los amigos que andarían allí tomando copas.

Ana no se esmeró en disimular su expresión de disgusto, a lo que mi cuñado replicó con malos modos:

-Joder, tía, para estar durmiendo no nos comemos la caravana de salida de Madrid.

-Si la mujer no quiere jaleos ahora, que se quede aquí tranquila -interrumpí.

-¡Es verdad! -intercedió una de las tías-. Si dentro de un rato vamos na sacar las cartas y jugamos la partida.

-¡Y luego dan toros por la tele! -remató la madre de Lucía.

Ana, antitaurina militante, no sabía cuál de las propuestas era peor, pero sí que tenía claro a quién lanzar su mirada más dura. Yo ladeé la sonrisa y alcé mi copa de licor antes de dar un sorbo.

-No, no -dijo finalmente-. Venga, nos preparamos y vamos.

-Pues vamos -confirmó Daniel poniéndose en pie con ella.

La pareja subió a la planta de arriba para cambiarse de ropa y al poco rato volvió a aparecer para despedirse, avanzando que no sabían si cenarían en casa o echarían la tarde noche en el pueblo.

-No os digo que os vengáis porque ya sé que mis colegas no te caen bien -le dijo Dani a su hermana.

-Ni loca, deja tú -confirmó mi mujer.

-Ya nos entretendremos con lo que sea -dije yo mirando fijamente a Ana, que desvió la mirada forzando su indiferencia. Pero me conocía demasiado bien. Y debió joderle. Sabía que ella iba a pasar la tarde con una panda de pueblerinos borrachos y que mi mujer iba a llevarse una buena comida de coño inspirada por ella. Así es la vida.

En algo llevaba razón: yo estaba cachondísimo. Tenía los gayumbos mojados de todo el líquido preseminal que había babeado y estaba rabiando por comerme un coño. A ser posible el de Anita, que hacía tanto que no paladeaba, pero ante la imposibilidad absoluta de eso, con el de Lucía me quedaría más que satisfecho. Además, con ella no había echo aún el primer movimiento del nuevo juego “Ana, la novia de tu hermano”, y me apetecía tantear.

Me levanté de la silla y me incliné junto a Lucía para susurrarle algo al oído:

-Me voy a echar un rato -le dije mientras su familia, alrededor, charlaba de sus cosas-. ¿Te vienes?

-Creo que no -respondió sin apenas prestarme atención.

-Anda, que esta noche habíamos dicho de poner esa peli de Netflix. Te vas a dormir y me la vas a fastidiar. Aunque sea una cabezada…

Lucía levantó la mirada. También me conocía demasiado bien. Yo, de nuevo, sonrisa y alzamiento de cejas.

Suspiró y retiró su silla.

-Bueno, nosotros vamos a echarnos un rato -anunció.

-Hacéis bien -dijo su madre-, que ahora empieza el calor fuerte. Yo también me voy para dentro.

-Sí, pero nos metemos abajo, en el salón, que se está más fresquito -dijo una de sus tías.

-Eso por supuesto -zanjó el padre de Lucía.

Dejamos aquella tertulia familiar a la espalda y nos encaminamos hacia la escalera. Mientras subíamos, admiraba el magistral culo de mi mujer, algo más grande y menos torneado que el de Anita, pero igual de delicioso. Buf, menudo calentón llevaba yo. Logré contener mis manos pero no mi lengua:

-Cuando llegues arriba echa a correr, porque en cuanto te coja voy a merendarme ese culo.

Lucía, halagada, miro hacia atrás con expresión adolescente y avivó el paso.

Echó a correr al entrar en el pasillo de la casa y yo le di ventaja, asegurándome antes de que la puerta quedase bien cerrada para escuchar su característico crujido cuando alguien fuese a entrar. En cualquier caso, los pasos en la escalera exterior retumbaban lo suficiente como para alertar con tiempo a cualquiera que, en el interior, estuviese haciendo algo en lo que no quisiera ser descubierto. Yo tenía bien medidos los tiempos. Digamos que tenía bastante experiencia en eso.

Alcancé a Lucía en el dormitorio y no le di tiempo a darse la vuelta. La empujé sobre la cama y ella lanzó los brazos hasta apoyarse con las manos sobre el colchón, quedando con su culo expuesto en toda su plenitud. Avancé hasta enterrar mi paquete entre sus nalgas y bajé las manos para agarrar sus muslos desnudos más allá de unos shorts vaqueros similares a los que había sobado de Anita. Ella dejó escapar un sutil gemido, y entonces solté mis manos y descargué parte de mi peso sobre su espalda para poder colar ambas manos bajo la camiseta hasta alcanzar sus pechos, a los que llegué de manera directa en unos segundos al deslizarme, también, bajo su sujetador. Acomodado allí, comencé a sobarle las tetas mientras restregaba mi paquete, en notable crecimiento, contra su culo.

-Bueno, bueno… sí que estás cachondo, ¿no?

-Mmmmm -musité mientras le mordisqueaba, chupaba y lamía a un lado del cuello-. Ya ves.

-¿Y ese repentino calentón?

-Mmmmm -repetí mientras me acomodaba al otro lado del cuello-. Ya sabes que estoy así de cachondo por ti desde aquella primera mamada que me hiciste.

-Ya, ya, cuentista… -pero en ese momento solté uno de sus pechos y envié la mano directamente a la entrepierna de Lucía, presionando con cuidado pero firmemente, lo que le cortó las palabras y la hizo elevarse sobre las puntas de sus pies al tiempo que soltaba un: Aaaaaaah…

Estuve un rato jugando con los dedos sobre su pantalón, sintiendo cómo se retorcía todo su cuerpo. Y sí, soy un mal tipo, no hacía más que recordar que acababa de hacer lo mismo con Anita pero que no había podido pasar de ahí. Así que estaba dispuesto a subsanarlo… aunque fuese en fantasía.

Agarré a Lucía por ambas muñecas y la alcé contra mi cuerpo. La hice volverse hacia mí y la besé apasionadamente. Primero le sostuve el rostro con ambas manos, y la besé como si su respiración dependiese de nuestro intercambio de lengua, pasión y saliva. Mantuve la mano izquierda en su mejilla y bajé la derecha hasta agarrar su culo. Eso le encantaba, y así me lo demostró con un respingo y frotándose aún más contra mi cuerpo. Pasados unos segundos, y sin dejar de besarla, fue mi mano izquierda la que bajó hasta cubrir su pecho, y allí comencé a sobar ambos por encima de la camiseta. Lucía tenía unas tetas grandes, turgentes y aún rotundas a sus 49 años, con sus deliciosos pezones ligeramente caídos… hacia arriba, como la más retadora pista de salto de esquí olímpico; su cuerpo, en general se lo rifarían la mayoría de las de 35.

Hacía rato ya que las mejillas de Lucía se habían encendido, y su respiración era cada vez más entrecortada.

-Me estás poniendo muy cachonda. No sé por qué estás así tú, pero a mí me estás poniendo a mil.

Empecé a comerle el cuello, sin dejarla de masajear culo y tetas, y le susurré:

-Es que creo que he visto desnuda de refilón a la novia de tu hermano y me ha dado mucho morbo.

Lucía paró en seco y se separó de mí. Allá íbamos: todo o nada. O la cagaba o abríamos una puerta prometedora.

-¿Cómo que la has visto desnuda?

-¡Mujer, no desnuda! Cuando hemos subido antes, yo estaba preparando los licores y ella fue al fondo, yo pensé que al baño. Y al venir a nuestro cuarto a coger las gafas de sol, resultó que ella estaba en el suyo cambiándose el sujetador, no me preguntes por qué, y bueno, eso, que le vi las brevas. ¡Buenas brevas, por cierto!

-¡Serás cerdo! -dijo empujándome para alejarme de ella. Pero la cogí de la cintura y volví a juntarnos.

-Pero las tuyas me gustan mucho más -dije mientras me lanzaba a morderlas por encima de la camiseta.

-Y te ha puesto cachondo la tía guarra.

-Hija, ella tampoco ha hecho nada.

-Eso es, no ha hecho nada -dijo molesta-. Porque si yo voy a quedarme en tetas, lo menos que hago es cerrar la puerta.

-¡Anda ya!

-Así que ahora estás cachondo pensando en otra -dijo, fingiendo un tono molesto.

-Claro, pensando en otra… por eso te estoy devorando como lo estoy haciendo -dije mientras volvía a su cuello. Subí para susurrarle en el oído-. ¿Qué puedo hacer para que me perdones?

Lucía me cogió de la nuca y me hizo girar la cabeza para susurrarme:

-Pues ya que esa guarra ha puesto cachondo a mi maridito, ahora me voy a aprovechar yo -y a continuación me metió la lengua en el oído haciéndome casi caer de rodillas.

Aproveché el movimiento para, efectivamente, clavar ambas rodillas en tierra, y me apresuré a desabotonar el short y bajarlo junto a las braguitas celestes. Y allí quedó, ante mí, el frondoso sexo de Lucía, de un castaño algo más oscuro que el color de su cabello. Lucía era poco dada a la depilación íntima, más allá del necesario recorte para adaptarlo a bañadores y bikinis. Y debo decir que a mí no me molestaba en absoluto. Es más, siempre me ha excitado mucho más un sexo -cuidadamente- peludo que uno de muñeca cuarentona (dicho sea con todos los respetos hacia muñecas y hacia cuarentonas).

De pronto, los movimientos se volvieron más lentos. Lucía posó sus manos sobre mis hombros y yo levanté la cabeza. Ella me observaba con una mirada entre excitada e implorante. Yo sonreí y bajé la cabeza. Observé de nuevo aquel vello púbico rizado ocultando la entrada a esa deliciosa gruta del placer, y hacia ella lancé un par de dedos, deslizándolos por la entrada con sumo cuidado. Lucía se puso de nuevo de puntillas y trató de arquear las piernas todo lo que pudo para facilitarme el acceso.

Pero aquello era solo una forma de empezar, no era en absoluto el principio.

Agarré el short y las braguitas y terminé de bajarlos hasta sacárselos por los pies, aún enfundados en las zapatillas de lona. Uf, me ponía a mil verla así, desnuda de cintura para abajo y con esas zapas de jovencita traviesa. En un movimiento rápido que no esperaba, la agarré por ambos tobillos y tiré de ellos para arriba para hacerla caer de espalda sobre la cama. Ahogó un grito con ambas manos.

-Idiota, no me hagas hacer ruido -me gritó en un susurro.

Pero yo andaba ocupado. Con delicadeza de cirujano, tomé su pie izquierdo y lo coloqué sobre mi hombro, y lo mismo hice con el otro. Abierta ante mí y para mí, me relamí y le lancé una mirada de advertencia. Ella suspiró, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás dejando soltar un casi doliente “Jodeeeer”.

Abrí ligeramente mis labios y aproximé mi cabeza hasta introducirlos entre sus labios, en un acoplamiento perfecto con su clítoris como centro gravitatorio. Comencé entonces a mover mi lengua, primero a lo largo de sus labios mayores, luego jugueteando con los menores; círculos alrededor de su clítoris, succión de este… Empecé poco a poco a introducir la lengua en la vagina. Entonces Lucía agarró mi cabeza con ambas manos y la empujó contra ella, haciéndome entender que quería que la penetrara más a fondo con mi lengua. Sus respuestas vocales me lo confirmaban. Pasados unos segundos me liberé y proseguí con los juegos de lamidas, mordiscos y chupadas en todas la extensión de su sexo. Sus manos proseguían rodeando mi cabeza, temerosa tal vez de que tuviese la tentación de apartarme.

-Qué bien me comes el coño, joder, cariño… ¡Qué rico! ¡Sigue por favor! ¡Qué bien me lo comes…!

Como parte implicada, no puedo decir si Lucía tenía razón o no, pero sí puedo confirmar que hay pocas cosas en este mundo que me gusten más que comer un coño, por encima de cualquier otra práctica sexual. De hecho, ella podía pasar cinco, seis o siete minutos practicándome una felación antes de empezar a acelerar movimientos, deseosa ya de que me corra, mientras que yo podía pasarme hasta treinta minutos sin salir de entre sus piernas, consagrándome a besar sus muslos mientras la dejaba recuperarse entre un orgasmo y otro. Comer un coño es un bocado de dioses (y diosas, claro, allá cada cual).

Eso pensaba, esmerándome al máximo, cuando soltó uno de sus pasajes habituales en estas situaciones:

-Nadie me ha comido el coño como tú, cariño. ¡Qué suerte tener un marido que me coma así el coño! Mmmm… Mis amigas se mueren de envidia desde que se lo dije una vez, lo bien que me come el coño mi marido. Como ningún otro tío…

Aquella proclamación de indudable aplauso a mi ego, me la soltó Lucía años atrás una vez que empezamos a hablar de mi complejo por tamaño de pene (en mi caso, unos catorce centímetros bastante juguetones). Ella entonces, además del habitual “eso no es lo importante”, me soltó que había llegado a estar con un tío que la tenía realmente grande, pero que era más un problema que otra cosa, y que además de que la mía le iba genial, encima, yo se lo comía como nadie. ¿Con qué me quedé yo? Con que una vez le había hablado a sus amigas de cómo le como el coño -y eso me hace tener fantasías cuando estoy con ellas y reímos por cualquier otro tema-, y con que una vez se la había follado un tío con un pollón, y me calienta imaginar a mi mujercita ensartada por un animal.

Hecha esa aclaración, ahí estaba yo deleitándome con mi coño marital cuando aquel comentario de Lucía me hizo pensar en Anita: ¿le comerá Dani el coño como Dios manda, o sería tirando a machista egoísta como tanto le pegaba? En ese caso, después del numerito de aquella tarde, ¿se habría quedado Ana con ganas de una buena comida? Aún recordaba cómo le latía el coño cuando, años atrás, jugueteábamos en algún parking, cine o probador, y se quedaba palpitando, ansioso de que llegáramos a casa para que se lo comiera hasta derretirse en mi boca.

Eso, derretirse en mi boca, es lo que hizo el coño de Lucía en aquel momento, mientras ella me agarraba la cabeza y me apretaba más y más contra ella.

Levanté el brazo y traté de introducir con cuidado dos dedos, pero ella los rechazó.

-¡No, solo con la lengua! ¡Con la lengua! ¡Sí, joder! ¡Me corro, me corro otra vez…!

Sí, porque he obviado -lo siento- que durante la historia que os contaba antes Lucía ya se había corrido una vez. Eso me encantaba de ella. Ya fuese a través de sexo oral o de penetración, no solía tardar más de dos o tres minutos en correrse, y podía encadenar tres o cuatro orgasmos antes de decretar el alto el fuego, sacar bandera blanca y pedir clemencia.

Me puse en pie y miré a Lucía tirada sobre la cama. Camiseta arrugada subida hasta el pecho, sujetador desabrochado con ambas tetas sueltas con sus deliciosos pezones claros, frondoso sexo palpitante y piernas entrecruzadas terminadas en aquellas eróticas zapatillas deportivas.

Tras recrearme en ella un momento me tumbé a su lado y la besé. Ella me miró y sonrió, aún jadeante. Casi sin fuerzas, me lanzó un amago de guantazo.

-Eres un cerdo, te has puesto cachondo con la novia de mi hermano. Pero me encanta. -Seguía recuperando el resuello respirando con dificultad-. Aunque la pajilla te la vas a tener que hacer tú en el baño, bonito, porque no te la voy a menear pensando en otra.

Sonreí y me acerqué a ella.

-¿Y si no me la hago y me reservo para ti esta noche? -le susurré.

-¿Sí? ¿Y yo cómo voy a saber que has cumplido?

Le lancé una mano a las tetas y comencé a sobarlas.

-Con lo que me duelen los huevos ahora mismo estoy seguro de que te las podría bañar bien, ¿no

-Mmmmm… Qué machito, ¿no? Trato hecho, ya veremos. Anda, dame mi ropa.

Alcancé las bragas y los shorts y se los lancé a Lucía. Luego rodeé la cama para ir hasta la ventana y echar la persiana. Cogí una manta fina y se la eché a mi mujer por encima. Aunque estuviéramos en julio, le encantaba sentirse arropada, y realmente se había quedado relajada tras la sesión de sexo, tanto, que no me tomé a mal lo de dejarme con el calentón. Me tumbé a su lado y no había llegado a abrir “Sexus”, de Henry Miller, cuando ya escuché la respiración profunda habitual de cuando dormía.

Y Anita, ¿estaría pensando en una comida de coño mientras aguantaba a los amigos paletos de mi cuñado? ¿Le seguiría palpitando como cuando salió de aquel salón? Y lo que me interesaba más aún, ¿también habían sido las mías las mejores comidas de coño que había recibido? Ella, al contrario que Lucía, nunca lo admitiría, aunque no necesitaba que lo verbalizara, solo que dejara hablar a su cuerpo.
 
Por cierto, por ayudar a vuestra imaginación, ¿os gustaría ver una comparativa de mi ex y mi mujer desnudas? Si esta tercera parte consigue un número aceptable de likes, que vea que hay interés, las “cuelo” como intermedio antes de la cuarta. Y más adelante, si queréis, una foto comparativa entre mi cuñado y yo (que sí, también tengo de él en bolas).

Ahí queda ese “aliciente”, jeje… Y, por supuesto, se agradecen todo tipo de comentarios que animen a seguir escribiendo.

Y ante todo, gracias por leer la historia.
 
Capítulo 3

La tarde transcurrió más tranquila de lo que había imaginado, claro que ni en mis sueños más traviesos hubiese imaginado algo como lo que había ocurrido. A Ana se le fastidió la sesión de sexo, porque después de llevar un rato en la sobremesa familiar, justo cuando le preguntó a Dani si no iban a subirse a descansar un poco, este le anunció que el fin de semana era muy corto como para desperdiciarlo, y que mejor iban a bajarse a la plaza del pueblo, que quería presumir de novia con los amigos que andarían allí tomando copas.

Ana no se esmeró en disimular su expresión de disgusto, a lo que mi cuñado replicó con malos modos:

-Joder, tía, para estar durmiendo no nos comemos la caravana de salida de Madrid.

-Si la mujer no quiere jaleos ahora, que se quede aquí tranquila -interrumpí.

-¡Es verdad! -intercedió una de las tías-. Si dentro de un rato vamos na sacar las cartas y jugamos la partida.

-¡Y luego dan toros por la tele! -remató la madre de Lucía.

Ana, antitaurina militante, no sabía cuál de las propuestas era peor, pero sí que tenía claro a quién lanzar su mirada más dura. Yo ladeé la sonrisa y alcé mi copa de licor antes de dar un sorbo.

-No, no -dijo finalmente-. Venga, nos preparamos y vamos.

-Pues vamos -confirmó Daniel poniéndose en pie con ella.

La pareja subió a la planta de arriba para cambiarse de ropa y al poco rato volvió a aparecer para despedirse, avanzando que no sabían si cenarían en casa o echarían la tarde noche en el pueblo.

-No os digo que os vengáis porque ya sé que mis colegas no te caen bien -le dijo Dani a su hermana.

-Ni loca, deja tú -confirmó mi mujer.

-Ya nos entretendremos con lo que sea -dije yo mirando fijamente a Ana, que desvió la mirada forzando su indiferencia. Pero me conocía demasiado bien. Y debió joderle. Sabía que ella iba a pasar la tarde con una panda de pueblerinos borrachos y que mi mujer iba a llevarse una buena comida de coño inspirada por ella. Así es la vida.

En algo llevaba razón: yo estaba cachondísimo. Tenía los gayumbos mojados de todo el líquido preseminal que había babeado y estaba rabiando por comerme un coño. A ser posible el de Anita, que hacía tanto que no paladeaba, pero ante la imposibilidad absoluta de eso, con el de Lucía me quedaría más que satisfecho. Además, con ella no había echo aún el primer movimiento del nuevo juego “Ana, la novia de tu hermano”, y me apetecía tantear.

Me levanté de la silla y me incliné junto a Lucía para susurrarle algo al oído:

-Me voy a echar un rato -le dije mientras su familia, alrededor, charlaba de sus cosas-. ¿Te vienes?

-Creo que no -respondió sin apenas prestarme atención.

-Anda, que esta noche habíamos dicho de poner esa peli de Netflix. Te vas a dormir y me la vas a fastidiar. Aunque sea una cabezada…

Lucía levantó la mirada. También me conocía demasiado bien. Yo, de nuevo, sonrisa y alzamiento de cejas.

Suspiró y retiró su silla.

-Bueno, nosotros vamos a echarnos un rato -anunció.

-Hacéis bien -dijo su madre-, que ahora empieza el calor fuerte. Yo también me voy para dentro.

-Sí, pero nos metemos abajo, en el salón, que se está más fresquito -dijo una de sus tías.

-Eso por supuesto -zanjó el padre de Lucía.

Dejamos aquella tertulia familiar a la espalda y nos encaminamos hacia la escalera. Mientras subíamos, admiraba el magistral culo de mi mujer, algo más grande y menos torneado que el de Anita, pero igual de delicioso. Buf, menudo calentón llevaba yo. Logré contener mis manos pero no mi lengua:

-Cuando llegues arriba echa a correr, porque en cuanto te coja voy a merendarme ese culo.

Lucía, halagada, miro hacia atrás con expresión adolescente y avivó el paso.

Echó a correr al entrar en el pasillo de la casa y yo le di ventaja, asegurándome antes de que la puerta quedase bien cerrada para escuchar su característico crujido cuando alguien fuese a entrar. En cualquier caso, los pasos en la escalera exterior retumbaban lo suficiente como para alertar con tiempo a cualquiera que, en el interior, estuviese haciendo algo en lo que no quisiera ser descubierto. Yo tenía bien medidos los tiempos. Digamos que tenía bastante experiencia en eso.

Alcancé a Lucía en el dormitorio y no le di tiempo a darse la vuelta. La empujé sobre la cama y ella lanzó los brazos hasta apoyarse con las manos sobre el colchón, quedando con su culo expuesto en toda su plenitud. Avancé hasta enterrar mi paquete entre sus nalgas y bajé las manos para agarrar sus muslos desnudos más allá de unos shorts vaqueros similares a los que había sobado de Anita. Ella dejó escapar un sutil gemido, y entonces solté mis manos y descargué parte de mi peso sobre su espalda para poder colar ambas manos bajo la camiseta hasta alcanzar sus pechos, a los que llegué de manera directa en unos segundos al deslizarme, también, bajo su sujetador. Acomodado allí, comencé a sobarle las tetas mientras restregaba mi paquete, en notable crecimiento, contra su culo.

-Bueno, bueno… sí que estás cachondo, ¿no?

-Mmmmm -musité mientras le mordisqueaba, chupaba y lamía a un lado del cuello-. Ya ves.

-¿Y ese repentino calentón?

-Mmmmm -repetí mientras me acomodaba al otro lado del cuello-. Ya sabes que estoy así de cachondo por ti desde aquella primera mamada que me hiciste.

-Ya, ya, cuentista… -pero en ese momento solté uno de sus pechos y envié la mano directamente a la entrepierna de Lucía, presionando con cuidado pero firmemente, lo que le cortó las palabras y la hizo elevarse sobre las puntas de sus pies al tiempo que soltaba un: Aaaaaaah…

Estuve un rato jugando con los dedos sobre su pantalón, sintiendo cómo se retorcía todo su cuerpo. Y sí, soy un mal tipo, no hacía más que recordar que acababa de hacer lo mismo con Anita pero que no había podido pasar de ahí. Así que estaba dispuesto a subsanarlo… aunque fuese en fantasía.

Agarré a Lucía por ambas muñecas y la alcé contra mi cuerpo. La hice volverse hacia mí y la besé apasionadamente. Primero le sostuve el rostro con ambas manos, y la besé como si su respiración dependiese de nuestro intercambio de lengua, pasión y saliva. Mantuve la mano izquierda en su mejilla y bajé la derecha hasta agarrar su culo. Eso le encantaba, y así me lo demostró con un respingo y frotándose aún más contra mi cuerpo. Pasados unos segundos, y sin dejar de besarla, fue mi mano izquierda la que bajó hasta cubrir su pecho, y allí comencé a sobar ambos por encima de la camiseta. Lucía tenía unas tetas grandes, turgentes y aún rotundas a sus 49 años, con sus deliciosos pezones ligeramente caídos… hacia arriba, como la más retadora pista de salto de esquí olímpico; su cuerpo, en general se lo rifarían la mayoría de las de 35.

Hacía rato ya que las mejillas de Lucía se habían encendido, y su respiración era cada vez más entrecortada.

-Me estás poniendo muy cachonda. No sé por qué estás así tú, pero a mí me estás poniendo a mil.

Empecé a comerle el cuello, sin dejarla de masajear culo y tetas, y le susurré:

-Es que creo que he visto desnuda de refilón a la novia de tu hermano y me ha dado mucho morbo.

Lucía paró en seco y se separó de mí. Allá íbamos: todo o nada. O la cagaba o abríamos una puerta prometedora.

-¿Cómo que la has visto desnuda?

-¡Mujer, no desnuda! Cuando hemos subido antes, yo estaba preparando los licores y ella fue al fondo, yo pensé que al baño. Y al venir a nuestro cuarto a coger las gafas de sol, resultó que ella estaba en el suyo cambiándose el sujetador, no me preguntes por qué, y bueno, eso, que le vi las brevas. ¡Buenas brevas, por cierto!

-¡Serás cerdo! -dijo empujándome para alejarme de ella. Pero la cogí de la cintura y volví a juntarnos.

-Pero las tuyas me gustan mucho más -dije mientras me lanzaba a morderlas por encima de la camiseta.

-Y te ha puesto cachondo la tía guarra.

-Hija, ella tampoco ha hecho nada.

-Eso es, no ha hecho nada -dijo molesta-. Porque si yo voy a quedarme en tetas, lo menos que hago es cerrar la puerta.

-¡Anda ya!

-Así que ahora estás cachondo pensando en otra -dijo, fingiendo un tono molesto.

-Claro, pensando en otra… por eso te estoy devorando como lo estoy haciendo -dije mientras volvía a su cuello. Subí para susurrarle en el oído-. ¿Qué puedo hacer para que me perdones?

Lucía me cogió de la nuca y me hizo girar la cabeza para susurrarme:

-Pues ya que esa guarra ha puesto cachondo a mi maridito, ahora me voy a aprovechar yo -y a continuación me metió la lengua en el oído haciéndome casi caer de rodillas.

Aproveché el movimiento para, efectivamente, clavar ambas rodillas en tierra, y me apresuré a desabotonar el short y bajarlo junto a las braguitas celestes. Y allí quedó, ante mí, el frondoso sexo de Lucía, de un castaño algo más oscuro que el color de su cabello. Lucía era poco dada a la depilación íntima, más allá del necesario recorte para adaptarlo a bañadores y bikinis. Y debo decir que a mí no me molestaba en absoluto. Es más, siempre me ha excitado mucho más un sexo -cuidadamente- peludo que uno de muñeca cuarentona (dicho sea con todos los respetos hacia muñecas y hacia cuarentonas).

De pronto, los movimientos se volvieron más lentos. Lucía posó sus manos sobre mis hombros y yo levanté la cabeza. Ella me observaba con una mirada entre excitada e implorante. Yo sonreí y bajé la cabeza. Observé de nuevo aquel vello púbico rizado ocultando la entrada a esa deliciosa gruta del placer, y hacia ella lancé un par de dedos, deslizándolos por la entrada con sumo cuidado. Lucía se puso de nuevo de puntillas y trató de arquear las piernas todo lo que pudo para facilitarme el acceso.

Pero aquello era solo una forma de empezar, no era en absoluto el principio.

Agarré el short y las braguitas y terminé de bajarlos hasta sacárselos por los pies, aún enfundados en las zapatillas de lona. Uf, me ponía a mil verla así, desnuda de cintura para abajo y con esas zapas de jovencita traviesa. En un movimiento rápido que no esperaba, la agarré por ambos tobillos y tiré de ellos para arriba para hacerla caer de espalda sobre la cama. Ahogó un grito con ambas manos.

-Idiota, no me hagas hacer ruido -me gritó en un susurro.

Pero yo andaba ocupado. Con delicadeza de cirujano, tomé su pie izquierdo y lo coloqué sobre mi hombro, y lo mismo hice con el otro. Abierta ante mí y para mí, me relamí y le lancé una mirada de advertencia. Ella suspiró, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás dejando soltar un casi doliente “Jodeeeer”.

Abrí ligeramente mis labios y aproximé mi cabeza hasta introducirlos entre sus labios, en un acoplamiento perfecto con su clítoris como centro gravitatorio. Comencé entonces a mover mi lengua, primero a lo largo de sus labios mayores, luego jugueteando con los menores; círculos alrededor de su clítoris, succión de este… Empecé poco a poco a introducir la lengua en la vagina. Entonces Lucía agarró mi cabeza con ambas manos y la empujó contra ella, haciéndome entender que quería que la penetrara más a fondo con mi lengua. Sus respuestas vocales me lo confirmaban. Pasados unos segundos me liberé y proseguí con los juegos de lamidas, mordiscos y chupadas en todas la extensión de su sexo. Sus manos proseguían rodeando mi cabeza, temerosa tal vez de que tuviese la tentación de apartarme.

-Qué bien me comes el coño, joder, cariño… ¡Qué rico! ¡Sigue por favor! ¡Qué bien me lo comes…!

Como parte implicada, no puedo decir si Lucía tenía razón o no, pero sí puedo confirmar que hay pocas cosas en este mundo que me gusten más que comer un coño, por encima de cualquier otra práctica sexual. De hecho, ella podía pasar cinco, seis o siete minutos practicándome una felación antes de empezar a acelerar movimientos, deseosa ya de que me corra, mientras que yo podía pasarme hasta treinta minutos sin salir de entre sus piernas, consagrándome a besar sus muslos mientras la dejaba recuperarse entre un orgasmo y otro. Comer un coño es un bocado de dioses (y diosas, claro, allá cada cual).

Eso pensaba, esmerándome al máximo, cuando soltó uno de sus pasajes habituales en estas situaciones:

-Nadie me ha comido el coño como tú, cariño. ¡Qué suerte tener un marido que me coma así el coño! Mmmm… Mis amigas se mueren de envidia desde que se lo dije una vez, lo bien que me come el coño mi marido. Como ningún otro tío…

Aquella proclamación de indudable aplauso a mi ego, me la soltó Lucía años atrás una vez que empezamos a hablar de mi complejo por tamaño de pene (en mi caso, unos catorce centímetros bastante juguetones). Ella entonces, además del habitual “eso no es lo importante”, me soltó que había llegado a estar con un tío que la tenía realmente grande, pero que era más un problema que otra cosa, y que además de que la mía le iba genial, encima, yo se lo comía como nadie. ¿Con qué me quedé yo? Con que una vez le había hablado a sus amigas de cómo le como el coño -y eso me hace tener fantasías cuando estoy con ellas y reímos por cualquier otro tema-, y con que una vez se la había follado un tío con un pollón, y me calienta imaginar a mi mujercita ensartada por un animal.

Hecha esa aclaración, ahí estaba yo deleitándome con mi coño marital cuando aquel comentario de Lucía me hizo pensar en Anita: ¿le comerá Dani el coño como Dios manda, o sería tirando a machista egoísta como tanto le pegaba? En ese caso, después del numerito de aquella tarde, ¿se habría quedado Ana con ganas de una buena comida? Aún recordaba cómo le latía el coño cuando, años atrás, jugueteábamos en algún parking, cine o probador, y se quedaba palpitando, ansioso de que llegáramos a casa para que se lo comiera hasta derretirse en mi boca.

Eso, derretirse en mi boca, es lo que hizo el coño de Lucía en aquel momento, mientras ella me agarraba la cabeza y me apretaba más y más contra ella.

Levanté el brazo y traté de introducir con cuidado dos dedos, pero ella los rechazó.

-¡No, solo con la lengua! ¡Con la lengua! ¡Sí, joder! ¡Me corro, me corro otra vez…!

Sí, porque he obviado -lo siento- que durante la historia que os contaba antes Lucía ya se había corrido una vez. Eso me encantaba de ella. Ya fuese a través de sexo oral o de penetración, no solía tardar más de dos o tres minutos en correrse, y podía encadenar tres o cuatro orgasmos antes de decretar el alto el fuego, sacar bandera blanca y pedir clemencia.

Me puse en pie y miré a Lucía tirada sobre la cama. Camiseta arrugada subida hasta el pecho, sujetador desabrochado con ambas tetas sueltas con sus deliciosos pezones claros, frondoso sexo palpitante y piernas entrecruzadas terminadas en aquellas eróticas zapatillas deportivas.

Tras recrearme en ella un momento me tumbé a su lado y la besé. Ella me miró y sonrió, aún jadeante. Casi sin fuerzas, me lanzó un amago de guantazo.

-Eres un cerdo, te has puesto cachondo con la novia de mi hermano. Pero me encanta. -Seguía recuperando el resuello respirando con dificultad-. Aunque la pajilla te la vas a tener que hacer tú en el baño, bonito, porque no te la voy a menear pensando en otra.

Sonreí y me acerqué a ella.

-¿Y si no me la hago y me reservo para ti esta noche? -le susurré.

-¿Sí? ¿Y yo cómo voy a saber que has cumplido?

Le lancé una mano a las tetas y comencé a sobarlas.

-Con lo que me duelen los huevos ahora mismo estoy seguro de que te las podría bañar bien, ¿no

-Mmmmm… Qué machito, ¿no? Trato hecho, ya veremos. Anda, dame mi ropa.

Alcancé las bragas y los shorts y se los lancé a Lucía. Luego rodeé la cama para ir hasta la ventana y echar la persiana. Cogí una manta fina y se la eché a mi mujer por encima. Aunque estuviéramos en julio, le encantaba sentirse arropada, y realmente se había quedado relajada tras la sesión de sexo, tanto, que no me tomé a mal lo de dejarme con el calentón. Me tumbé a su lado y no había llegado a abrir “Sexus”, de Henry Miller, cuando ya escuché la respiración profunda habitual de cuando dormía.

Y Anita, ¿estaría pensando en una comida de coño mientras aguantaba a los amigos paletos de mi cuñado? ¿Le seguiría palpitando como cuando salió de aquel salón? Y lo que me interesaba más aún, ¿también habían sido las mías las mejores comidas de coño que había recibido? Ella, al contrario que Lucía, nunca lo admitiría, aunque no necesitaba que lo verbalizara, solo que dejara hablar a su cuerpo.
Uffff que morbazo amigo!!! 💦🍆
 
Por cierto, por ayudar a vuestra imaginación, ¿os gustaría ver una comparativa de mi ex y mi mujer desnudas? Si esta tercera parte consigue un número aceptable de likes, que vea que hay interés, las “cuelo” como intermedio antes de la cuarta. Y más adelante, si queréis, una foto comparativa entre mi cuñado y yo (que sí, también tengo de él en bolas).

Ahí queda ese “aliciente”, jeje… Y, por supuesto, se agradecen todo tipo de comentarios que animen a seguir escribiendo.

Y ante todo, gracias por leer la historia.
La verdad es que me encanta tu relato y me pone muy cachondo. Sigue por favor compartiéndolo con nosotros. Y si hay fotos comparativas, mejor que mejor por supuesto.
 
La verdad es que me encanta tu relato y me pone muy cachondo. Sigue por favor compartiéndolo con nosotros. Y si hay fotos comparativas, mejor que mejor por supuesto.
Jajaja… gracias por comentar!!!
 
Capítulo 3

La tarde transcurrió más tranquila de lo que había imaginado, claro que ni en mis sueños más traviesos hubiese imaginado algo como lo que había ocurrido. A Ana se le fastidió la sesión de sexo, porque después de llevar un rato en la sobremesa familiar, justo cuando le preguntó a Dani si no iban a subirse a descansar un poco, este le anunció que el fin de semana era muy corto como para desperdiciarlo, y que mejor iban a bajarse a la plaza del pueblo, que quería presumir de novia con los amigos que andarían allí tomando copas.

Ana no se esmeró en disimular su expresión de disgusto, a lo que mi cuñado replicó con malos modos:

-Joder, tía, para estar durmiendo no nos comemos la caravana de salida de Madrid.

-Si la mujer no quiere jaleos ahora, que se quede aquí tranquila -interrumpí.

-¡Es verdad! -intercedió una de las tías-. Si dentro de un rato vamos na sacar las cartas y jugamos la partida.

-¡Y luego dan toros por la tele! -remató la madre de Lucía.

Ana, antitaurina militante, no sabía cuál de las propuestas era peor, pero sí que tenía claro a quién lanzar su mirada más dura. Yo ladeé la sonrisa y alcé mi copa de licor antes de dar un sorbo.

-No, no -dijo finalmente-. Venga, nos preparamos y vamos.

-Pues vamos -confirmó Daniel poniéndose en pie con ella.

La pareja subió a la planta de arriba para cambiarse de ropa y al poco rato volvió a aparecer para despedirse, avanzando que no sabían si cenarían en casa o echarían la tarde noche en el pueblo.

-No os digo que os vengáis porque ya sé que mis colegas no te caen bien -le dijo Dani a su hermana.

-Ni loca, deja tú -confirmó mi mujer.

-Ya nos entretendremos con lo que sea -dije yo mirando fijamente a Ana, que desvió la mirada forzando su indiferencia. Pero me conocía demasiado bien. Y debió joderle. Sabía que ella iba a pasar la tarde con una panda de pueblerinos borrachos y que mi mujer iba a llevarse una buena comida de coño inspirada por ella. Así es la vida.

En algo llevaba razón: yo estaba cachondísimo. Tenía los gayumbos mojados de todo el líquido preseminal que había babeado y estaba rabiando por comerme un coño. A ser posible el de Anita, que hacía tanto que no paladeaba, pero ante la imposibilidad absoluta de eso, con el de Lucía me quedaría más que satisfecho. Además, con ella no había echo aún el primer movimiento del nuevo juego “Ana, la novia de tu hermano”, y me apetecía tantear.

Me levanté de la silla y me incliné junto a Lucía para susurrarle algo al oído:

-Me voy a echar un rato -le dije mientras su familia, alrededor, charlaba de sus cosas-. ¿Te vienes?

-Creo que no -respondió sin apenas prestarme atención.

-Anda, que esta noche habíamos dicho de poner esa peli de Netflix. Te vas a dormir y me la vas a fastidiar. Aunque sea una cabezada…

Lucía levantó la mirada. También me conocía demasiado bien. Yo, de nuevo, sonrisa y alzamiento de cejas.

Suspiró y retiró su silla.

-Bueno, nosotros vamos a echarnos un rato -anunció.

-Hacéis bien -dijo su madre-, que ahora empieza el calor fuerte. Yo también me voy para dentro.

-Sí, pero nos metemos abajo, en el salón, que se está más fresquito -dijo una de sus tías.

-Eso por supuesto -zanjó el padre de Lucía.

Dejamos aquella tertulia familiar a la espalda y nos encaminamos hacia la escalera. Mientras subíamos, admiraba el magistral culo de mi mujer, algo más grande y menos torneado que el de Anita, pero igual de delicioso. Buf, menudo calentón llevaba yo. Logré contener mis manos pero no mi lengua:

-Cuando llegues arriba echa a correr, porque en cuanto te coja voy a merendarme ese culo.

Lucía, halagada, miro hacia atrás con expresión adolescente y avivó el paso.

Echó a correr al entrar en el pasillo de la casa y yo le di ventaja, asegurándome antes de que la puerta quedase bien cerrada para escuchar su característico crujido cuando alguien fuese a entrar. En cualquier caso, los pasos en la escalera exterior retumbaban lo suficiente como para alertar con tiempo a cualquiera que, en el interior, estuviese haciendo algo en lo que no quisiera ser descubierto. Yo tenía bien medidos los tiempos. Digamos que tenía bastante experiencia en eso.

Alcancé a Lucía en el dormitorio y no le di tiempo a darse la vuelta. La empujé sobre la cama y ella lanzó los brazos hasta apoyarse con las manos sobre el colchón, quedando con su culo expuesto en toda su plenitud. Avancé hasta enterrar mi paquete entre sus nalgas y bajé las manos para agarrar sus muslos desnudos más allá de unos shorts vaqueros similares a los que había sobado de Anita. Ella dejó escapar un sutil gemido, y entonces solté mis manos y descargué parte de mi peso sobre su espalda para poder colar ambas manos bajo la camiseta hasta alcanzar sus pechos, a los que llegué de manera directa en unos segundos al deslizarme, también, bajo su sujetador. Acomodado allí, comencé a sobarle las tetas mientras restregaba mi paquete, en notable crecimiento, contra su culo.

-Bueno, bueno… sí que estás cachondo, ¿no?

-Mmmmm -musité mientras le mordisqueaba, chupaba y lamía a un lado del cuello-. Ya ves.

-¿Y ese repentino calentón?

-Mmmmm -repetí mientras me acomodaba al otro lado del cuello-. Ya sabes que estoy así de cachondo por ti desde aquella primera mamada que me hiciste.

-Ya, ya, cuentista… -pero en ese momento solté uno de sus pechos y envié la mano directamente a la entrepierna de Lucía, presionando con cuidado pero firmemente, lo que le cortó las palabras y la hizo elevarse sobre las puntas de sus pies al tiempo que soltaba un: Aaaaaaah…

Estuve un rato jugando con los dedos sobre su pantalón, sintiendo cómo se retorcía todo su cuerpo. Y sí, soy un mal tipo, no hacía más que recordar que acababa de hacer lo mismo con Anita pero que no había podido pasar de ahí. Así que estaba dispuesto a subsanarlo… aunque fuese en fantasía.

Agarré a Lucía por ambas muñecas y la alcé contra mi cuerpo. La hice volverse hacia mí y la besé apasionadamente. Primero le sostuve el rostro con ambas manos, y la besé como si su respiración dependiese de nuestro intercambio de lengua, pasión y saliva. Mantuve la mano izquierda en su mejilla y bajé la derecha hasta agarrar su culo. Eso le encantaba, y así me lo demostró con un respingo y frotándose aún más contra mi cuerpo. Pasados unos segundos, y sin dejar de besarla, fue mi mano izquierda la que bajó hasta cubrir su pecho, y allí comencé a sobar ambos por encima de la camiseta. Lucía tenía unas tetas grandes, turgentes y aún rotundas a sus 49 años, con sus deliciosos pezones ligeramente caídos… hacia arriba, como la más retadora pista de salto de esquí olímpico; su cuerpo, en general se lo rifarían la mayoría de las de 35.

Hacía rato ya que las mejillas de Lucía se habían encendido, y su respiración era cada vez más entrecortada.

-Me estás poniendo muy cachonda. No sé por qué estás así tú, pero a mí me estás poniendo a mil.

Empecé a comerle el cuello, sin dejarla de masajear culo y tetas, y le susurré:

-Es que creo que he visto desnuda de refilón a la novia de tu hermano y me ha dado mucho morbo.

Lucía paró en seco y se separó de mí. Allá íbamos: todo o nada. O la cagaba o abríamos una puerta prometedora.

-¿Cómo que la has visto desnuda?

-¡Mujer, no desnuda! Cuando hemos subido antes, yo estaba preparando los licores y ella fue al fondo, yo pensé que al baño. Y al venir a nuestro cuarto a coger las gafas de sol, resultó que ella estaba en el suyo cambiándose el sujetador, no me preguntes por qué, y bueno, eso, que le vi las brevas. ¡Buenas brevas, por cierto!

-¡Serás cerdo! -dijo empujándome para alejarme de ella. Pero la cogí de la cintura y volví a juntarnos.

-Pero las tuyas me gustan mucho más -dije mientras me lanzaba a morderlas por encima de la camiseta.

-Y te ha puesto cachondo la tía guarra.

-Hija, ella tampoco ha hecho nada.

-Eso es, no ha hecho nada -dijo molesta-. Porque si yo voy a quedarme en tetas, lo menos que hago es cerrar la puerta.

-¡Anda ya!

-Así que ahora estás cachondo pensando en otra -dijo, fingiendo un tono molesto.

-Claro, pensando en otra… por eso te estoy devorando como lo estoy haciendo -dije mientras volvía a su cuello. Subí para susurrarle en el oído-. ¿Qué puedo hacer para que me perdones?

Lucía me cogió de la nuca y me hizo girar la cabeza para susurrarme:

-Pues ya que esa guarra ha puesto cachondo a mi maridito, ahora me voy a aprovechar yo -y a continuación me metió la lengua en el oído haciéndome casi caer de rodillas.

Aproveché el movimiento para, efectivamente, clavar ambas rodillas en tierra, y me apresuré a desabotonar el short y bajarlo junto a las braguitas celestes. Y allí quedó, ante mí, el frondoso sexo de Lucía, de un castaño algo más oscuro que el color de su cabello. Lucía era poco dada a la depilación íntima, más allá del necesario recorte para adaptarlo a bañadores y bikinis. Y debo decir que a mí no me molestaba en absoluto. Es más, siempre me ha excitado mucho más un sexo -cuidadamente- peludo que uno de muñeca cuarentona (dicho sea con todos los respetos hacia muñecas y hacia cuarentonas).

De pronto, los movimientos se volvieron más lentos. Lucía posó sus manos sobre mis hombros y yo levanté la cabeza. Ella me observaba con una mirada entre excitada e implorante. Yo sonreí y bajé la cabeza. Observé de nuevo aquel vello púbico rizado ocultando la entrada a esa deliciosa gruta del placer, y hacia ella lancé un par de dedos, deslizándolos por la entrada con sumo cuidado. Lucía se puso de nuevo de puntillas y trató de arquear las piernas todo lo que pudo para facilitarme el acceso.

Pero aquello era solo una forma de empezar, no era en absoluto el principio.

Agarré el short y las braguitas y terminé de bajarlos hasta sacárselos por los pies, aún enfundados en las zapatillas de lona. Uf, me ponía a mil verla así, desnuda de cintura para abajo y con esas zapas de jovencita traviesa. En un movimiento rápido que no esperaba, la agarré por ambos tobillos y tiré de ellos para arriba para hacerla caer de espalda sobre la cama. Ahogó un grito con ambas manos.

-Idiota, no me hagas hacer ruido -me gritó en un susurro.

Pero yo andaba ocupado. Con delicadeza de cirujano, tomé su pie izquierdo y lo coloqué sobre mi hombro, y lo mismo hice con el otro. Abierta ante mí y para mí, me relamí y le lancé una mirada de advertencia. Ella suspiró, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás dejando soltar un casi doliente “Jodeeeer”.

Abrí ligeramente mis labios y aproximé mi cabeza hasta introducirlos entre sus labios, en un acoplamiento perfecto con su clítoris como centro gravitatorio. Comencé entonces a mover mi lengua, primero a lo largo de sus labios mayores, luego jugueteando con los menores; círculos alrededor de su clítoris, succión de este… Empecé poco a poco a introducir la lengua en la vagina. Entonces Lucía agarró mi cabeza con ambas manos y la empujó contra ella, haciéndome entender que quería que la penetrara más a fondo con mi lengua. Sus respuestas vocales me lo confirmaban. Pasados unos segundos me liberé y proseguí con los juegos de lamidas, mordiscos y chupadas en todas la extensión de su sexo. Sus manos proseguían rodeando mi cabeza, temerosa tal vez de que tuviese la tentación de apartarme.

-Qué bien me comes el coño, joder, cariño… ¡Qué rico! ¡Sigue por favor! ¡Qué bien me lo comes…!

Como parte implicada, no puedo decir si Lucía tenía razón o no, pero sí puedo confirmar que hay pocas cosas en este mundo que me gusten más que comer un coño, por encima de cualquier otra práctica sexual. De hecho, ella podía pasar cinco, seis o siete minutos practicándome una felación antes de empezar a acelerar movimientos, deseosa ya de que me corra, mientras que yo podía pasarme hasta treinta minutos sin salir de entre sus piernas, consagrándome a besar sus muslos mientras la dejaba recuperarse entre un orgasmo y otro. Comer un coño es un bocado de dioses (y diosas, claro, allá cada cual).

Eso pensaba, esmerándome al máximo, cuando soltó uno de sus pasajes habituales en estas situaciones:

-Nadie me ha comido el coño como tú, cariño. ¡Qué suerte tener un marido que me coma así el coño! Mmmm… Mis amigas se mueren de envidia desde que se lo dije una vez, lo bien que me come el coño mi marido. Como ningún otro tío…

Aquella proclamación de indudable aplauso a mi ego, me la soltó Lucía años atrás una vez que empezamos a hablar de mi complejo por tamaño de pene (en mi caso, unos catorce centímetros bastante juguetones). Ella entonces, además del habitual “eso no es lo importante”, me soltó que había llegado a estar con un tío que la tenía realmente grande, pero que era más un problema que otra cosa, y que además de que la mía le iba genial, encima, yo se lo comía como nadie. ¿Con qué me quedé yo? Con que una vez le había hablado a sus amigas de cómo le como el coño -y eso me hace tener fantasías cuando estoy con ellas y reímos por cualquier otro tema-, y con que una vez se la había follado un tío con un pollón, y me calienta imaginar a mi mujercita ensartada por un animal.

Hecha esa aclaración, ahí estaba yo deleitándome con mi coño marital cuando aquel comentario de Lucía me hizo pensar en Anita: ¿le comerá Dani el coño como Dios manda, o sería tirando a machista egoísta como tanto le pegaba? En ese caso, después del numerito de aquella tarde, ¿se habría quedado Ana con ganas de una buena comida? Aún recordaba cómo le latía el coño cuando, años atrás, jugueteábamos en algún parking, cine o probador, y se quedaba palpitando, ansioso de que llegáramos a casa para que se lo comiera hasta derretirse en mi boca.

Eso, derretirse en mi boca, es lo que hizo el coño de Lucía en aquel momento, mientras ella me agarraba la cabeza y me apretaba más y más contra ella.

Levanté el brazo y traté de introducir con cuidado dos dedos, pero ella los rechazó.

-¡No, solo con la lengua! ¡Con la lengua! ¡Sí, joder! ¡Me corro, me corro otra vez…!

Sí, porque he obviado -lo siento- que durante la historia que os contaba antes Lucía ya se había corrido una vez. Eso me encantaba de ella. Ya fuese a través de sexo oral o de penetración, no solía tardar más de dos o tres minutos en correrse, y podía encadenar tres o cuatro orgasmos antes de decretar el alto el fuego, sacar bandera blanca y pedir clemencia.

Me puse en pie y miré a Lucía tirada sobre la cama. Camiseta arrugada subida hasta el pecho, sujetador desabrochado con ambas tetas sueltas con sus deliciosos pezones claros, frondoso sexo palpitante y piernas entrecruzadas terminadas en aquellas eróticas zapatillas deportivas.

Tras recrearme en ella un momento me tumbé a su lado y la besé. Ella me miró y sonrió, aún jadeante. Casi sin fuerzas, me lanzó un amago de guantazo.

-Eres un cerdo, te has puesto cachondo con la novia de mi hermano. Pero me encanta. -Seguía recuperando el resuello respirando con dificultad-. Aunque la pajilla te la vas a tener que hacer tú en el baño, bonito, porque no te la voy a menear pensando en otra.

Sonreí y me acerqué a ella.

-¿Y si no me la hago y me reservo para ti esta noche? -le susurré.

-¿Sí? ¿Y yo cómo voy a saber que has cumplido?

Le lancé una mano a las tetas y comencé a sobarlas.

-Con lo que me duelen los huevos ahora mismo estoy seguro de que te las podría bañar bien, ¿no

-Mmmmm… Qué machito, ¿no? Trato hecho, ya veremos. Anda, dame mi ropa.

Alcancé las bragas y los shorts y se los lancé a Lucía. Luego rodeé la cama para ir hasta la ventana y echar la persiana. Cogí una manta fina y se la eché a mi mujer por encima. Aunque estuviéramos en julio, le encantaba sentirse arropada, y realmente se había quedado relajada tras la sesión de sexo, tanto, que no me tomé a mal lo de dejarme con el calentón. Me tumbé a su lado y no había llegado a abrir “Sexus”, de Henry Miller, cuando ya escuché la respiración profunda habitual de cuando dormía.

Y Anita, ¿estaría pensando en una comida de coño mientras aguantaba a los amigos paletos de mi cuñado? ¿Le seguiría palpitando como cuando salió de aquel salón? Y lo que me interesaba más aún, ¿también habían sido las mías las mejores comidas de coño que había recibido? Ella, al contrario que Lucía, nunca lo admitiría, aunque no necesitaba que lo verbalizara, solo que dejara hablar a su cuerpo.
Me encanta el relato….. sigue asi
 
Por cierto, por ayudar a vuestra imaginación, ¿os gustaría ver una comparativa de mi ex y mi mujer desnudas? Si esta tercera parte consigue un número aceptable de likes, que vea que hay interés, las “cuelo” como intermedio antes de la cuarta. Y más adelante, si queréis, una foto comparativa entre mi cuñado y yo (que sí, también tengo de él en bolas).

Ahí queda ese “aliciente”, jeje… Y, por supuesto, se agradecen todo tipo de comentarios que animen a seguir escribiendo.

Y ante todo, gracias por leer la historia.
Lo de las mujeres está bien pero lo del cuñado no será un poco fuerte y nos causará daños sicoligicos jaja, adelante tu no te cortes que estamos curados de espanto
 
Atrás
Top Abajo