Hedonista78
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Siempre he odiado ir a la casa de verano de la familia de mi mujer. Es un viejo casoplón en la siérrala norte de Madrid, con un jardín inmenso, un cobertizo lleno de herramientas, un trastero lleno de porquería inservible… pero, sobre todo, la casa tiene a la familia. Allí se reúnen las tías casadas, las tías solteronas, los primos, mis cuñados, mis suegros… Vaya, una feria. Sin embargo, el pasado verano ocurrió algo que lo hizo especial. Ocurrió algo que hubiera imaginado en mis fantasías más locas… ni en las más húmedas. Se presentó mi cuñado con su nueva novia. Y su nueva novia, era mi ex. Pero dejad que os ponga en antecedentes.
Mi nombre es Alex, tengo 46 años y llevo nueve años con mi chica. Estuvimos saliendo tres años y luego nos casamos. Todo bien entre nosotros. Lucia es una chica guapa y a sus 48 tiene un cuerpo de escándalo, con unos pechos que no me canso de devorar. Es cierto que desde que tenemos una hija -tiene cinco años-, el ritmo de relaciones sexuales no es el mismo, pero la cadencia no es lo más preocupante, sino la monotonía. Digamos que Ana es muy sexual pero una vez metida en faena. Eso significa que hay que lavarse los dientes, apagar las luces, echar el cerrojo de la casa, ponerse el pijama y entonces, metidos en la cama, se pone al asunto. Lo de un aquí te pillo aquí te mato en el sofá o la cocina, ni pensarlo. Pero bueno, ya digo que no me quejo. Aunque a veces, por qué negarlo, sí he cerrado los ojos mientas me la comía y he fantaseado con Ana, Anita, como lo gustaba que la llamara cuando estábamos metidos en harina; mi ex.
Anita era hipersexual. En realidad era hipertodo, por eso rompimos; demasiado intensa. Para que os hagáis una idea, os contaré una anécdota. Un verano, en la playa, nos estábamos vistiendo para ir a cenar. Ella tardaba mucho y yo empezaba a quejarme. Es cierto que me asomaba al baño y cada vez la veía más guapa. Era alta, esbelta, con un cabello moreno brillante, mirada felina y una media sonrisa socarrona que desarmaba ejércitos, con un simpático diente ligeramente superpuesto que asomaba a modo de saludo. El caso es que yo empecé a decir que íbamos a perder la reservar y que a ver entonces qué hacíamos con todo lleno. “Tranquilo, yo conozco un sitio que siempre está abierto para ir a comer”, dijo ella mientras pasaba al dormitorio a coger el bolso. “Mira, ven”, dijo a continuación. Al entrar, me la encontré tirada en la cama, con el vestido remangado hasta la cintura y su floreciente sexo, tan moreno como su cabellera, expuesto para mí. Sobre este, sostenía Anita un papel en el que había escrito “Abierto”. Levanté la mirada y me encontré con aquella media sonrisa cautivadora y con un gesto de sus ojos ante el que solo pude soltar las llaves del coche y lanzarme a devorarla.
Aquello ocurrió durante nuestros mejores días, pero dejadme que os cuente nuestra última anécdota juntos. Ocurrió cuando yo ya estaba saliendo con Lucía, mi actual mujer. Anita y yo habíamos roto meses atrás pero habíamos seguido quedándoosla alguna vez a comer o a tomar algo, en una relación cordial. Pero entonces Anita había empezado a salir con otro chico y dijo que lo mejor era que dejáramos de quedar, por muy amigos que fuéramos Vale, me pareció bien. O no, no sé; en realidad, tampoco le di tanta importancia. El caso es que, al despedirnos, en medio de una plaza pública un viernes por la tarde, a Anita le vino un calentón. Lo digo porque me cogió la mano en lo que parecía ser una despedida nostálgica y comenzó a enumerar cosas que ya no podríamos hacer. Y no, no habló de paseos por el parque, rutas de senderismo o noches acurrucados en el sofá viendo Netflix, sino de comerme la polla, de hacerle candados (no un dedo en el coño y otro en el culo), de follar en mi terraza… A medida que hablaba yo empezaba a ponerme más nervioso y a mirar a mi alrededor, y mi tensión se acentuó cuando su otra mano agarró también mi muñeca y con ambas llevó mi mano hacia su entrepierna. Me abrace entonces a ella y la hice retroceder hacia una de las columnas de aquella centenaria plaza porticada, donde no estábamos tan expuestos a la multitud. Y sin reparar en más, Anita metió mi mano bajo su pantalón hasta que pude sentir sus bragas empapadas. ¡Dios! Lo recuerdo tantos años después y aún me provoca una erección brutal.
En fin, pues esa era Anita, amigos. Puro fuego, un alma salvaje. Demasiado salvaje. Os he contado solo un par de las “buenas” historias. Las malas han quedado en el olvido porque no gana uno nada con conservarlas. De hecho, solo sirven para enturbiar los buenos recuerdos.
El caso es que un día de julio del pasado verano andaba toooooda la familia de mi mujer reunida en el jardín. Yo andaba metido en la pequeña casetilla que tienen con una vieja chimenea donde hacemos arroces, asados y demás. En este caso estaba preparando costillas de cordero, chorizos y morcillas. Le daba un sorbo a mi enésima cerveza helada cuando alguien gritó: “¡Ahí viene el niño!”. El niño, claro, el hermano de mi mujer, que como buen cuñado, era un auténtico gilipollas. El tipo que todo lo sabía, el que a todas se las follaba, el que a todos se enfrentaba, el que remataba cada frase con un “por mis huevos” o un “me va a comer la polla”. Un macho español en toda regla. Un cuñado, vaya, al que la novia le había puesto las maletas en la calle seis meses atrás y había tenido que volver a casa de los padres con 47 palos con una explicación a prueba de bombas: “Es que no voy a tirar el dinero cogiéndome un piso para mí solo”. Con un par.
Salí de la casetilla secándome el sudor de la frente (os recuerdo: julio, cocinando en lecha metido entre ladrillos). Yo solo llevaba puesto unos viejos vaqueros cortos y unas viejas zapatillas de montaña. Con lo sudorosos que tenía el pecho velludo y la espalda empapaba cualquier prenda con solo tocarla.
“Anda, mira, viene con Ana”, dijo mi mujer al pasar al lado mía de camino a saludar a su hermano.
En aquel momento yo no sabía quién era esa Ana. Lucía me había comentado varias semanas atrás que su hermano llevaba un tiempo saliendo con una chica, pero como todas las cosas que me cuenta sobre el gilipollas, no le presté mucha atención. “Pobre chica”, debí pensar. Y poco más.
Así que, mientras me limpiaba las gafas de sol con un pañuelo, comenzó yo también a acercarme a saludar al heredero, el hijo pródigo. Allí andaban todos en corro alrededor del coche, hablándonoslas unas ayudando con las bolsas otros… “Bueno, venga, no seáis pesados”, dijo Daniel, mi cuñado: “Esta es Ana, pero no la agobiéis”. El aquelarre de tías se lanzó a besuquear al la muchacha, que desde mi posición y con los primos por medio yo no alcanzaba a ver. El besamanos fue avanzando hasta que le tocó a mi mujer saludarla, y al terminar y verme a su espalda, se volvió y anunció sonriente: “Mira, Ana, este es Alex, mi marido”.
No sé si alguien de la familia se percató, pero hubo unos segundos, que a mí se me tornaron horas, como en una de esas malas películas donde ralentizan las caídas, en las que Ana y yo nos quedamos mirándonos sin saber cómo reaccionar. Porque aquella Ana, claro, era Anita. Y yo, el tipo del que se había despedido para siempre haciéndole meterle los dedos en el coño en la Plaza Mayor de Madrid.
No nos dio tiempo a balbucear. No sé qué me llevó a tomar aquella decisión, pero el caso es que me lancé a darle dos besos mientras decía: “Hola, Ana. encantado”. Lucía se había percatado de aquella extraña pausa pero no acertó a intuir el motivo: “Hijo, que ya iba a darte una colleja. Perdónalo, Ana, es que se mete ahí a cocinar y se toma las cervezas como agua”. Pero Ana creo que ni la escuchó. Se limitaba a mirarme sin saber cómo reaccionar, hasta que no pudo más que balbucear un: “Encantada”. Mi cuñado la agarró entonces del brazo y la condujo, cargado de bolsas, hacia la escalera exterior que daba acceso a la primera planta, donde estaban los dormitorios. En el camino, Anita se giró y me buscó con la mirada, con una expresión de total desconcierto.
A ojos de la familia, éramos unos completos desconocidos. Al pensar en ello, mientras cada cual volvía a sus quehaceres, me pareció terriblemente excitante.
Fue entonces cuando supe que aquel iba a ser un verano interesante...
Mi nombre es Alex, tengo 46 años y llevo nueve años con mi chica. Estuvimos saliendo tres años y luego nos casamos. Todo bien entre nosotros. Lucia es una chica guapa y a sus 48 tiene un cuerpo de escándalo, con unos pechos que no me canso de devorar. Es cierto que desde que tenemos una hija -tiene cinco años-, el ritmo de relaciones sexuales no es el mismo, pero la cadencia no es lo más preocupante, sino la monotonía. Digamos que Ana es muy sexual pero una vez metida en faena. Eso significa que hay que lavarse los dientes, apagar las luces, echar el cerrojo de la casa, ponerse el pijama y entonces, metidos en la cama, se pone al asunto. Lo de un aquí te pillo aquí te mato en el sofá o la cocina, ni pensarlo. Pero bueno, ya digo que no me quejo. Aunque a veces, por qué negarlo, sí he cerrado los ojos mientas me la comía y he fantaseado con Ana, Anita, como lo gustaba que la llamara cuando estábamos metidos en harina; mi ex.
Anita era hipersexual. En realidad era hipertodo, por eso rompimos; demasiado intensa. Para que os hagáis una idea, os contaré una anécdota. Un verano, en la playa, nos estábamos vistiendo para ir a cenar. Ella tardaba mucho y yo empezaba a quejarme. Es cierto que me asomaba al baño y cada vez la veía más guapa. Era alta, esbelta, con un cabello moreno brillante, mirada felina y una media sonrisa socarrona que desarmaba ejércitos, con un simpático diente ligeramente superpuesto que asomaba a modo de saludo. El caso es que yo empecé a decir que íbamos a perder la reservar y que a ver entonces qué hacíamos con todo lleno. “Tranquilo, yo conozco un sitio que siempre está abierto para ir a comer”, dijo ella mientras pasaba al dormitorio a coger el bolso. “Mira, ven”, dijo a continuación. Al entrar, me la encontré tirada en la cama, con el vestido remangado hasta la cintura y su floreciente sexo, tan moreno como su cabellera, expuesto para mí. Sobre este, sostenía Anita un papel en el que había escrito “Abierto”. Levanté la mirada y me encontré con aquella media sonrisa cautivadora y con un gesto de sus ojos ante el que solo pude soltar las llaves del coche y lanzarme a devorarla.
Aquello ocurrió durante nuestros mejores días, pero dejadme que os cuente nuestra última anécdota juntos. Ocurrió cuando yo ya estaba saliendo con Lucía, mi actual mujer. Anita y yo habíamos roto meses atrás pero habíamos seguido quedándoosla alguna vez a comer o a tomar algo, en una relación cordial. Pero entonces Anita había empezado a salir con otro chico y dijo que lo mejor era que dejáramos de quedar, por muy amigos que fuéramos Vale, me pareció bien. O no, no sé; en realidad, tampoco le di tanta importancia. El caso es que, al despedirnos, en medio de una plaza pública un viernes por la tarde, a Anita le vino un calentón. Lo digo porque me cogió la mano en lo que parecía ser una despedida nostálgica y comenzó a enumerar cosas que ya no podríamos hacer. Y no, no habló de paseos por el parque, rutas de senderismo o noches acurrucados en el sofá viendo Netflix, sino de comerme la polla, de hacerle candados (no un dedo en el coño y otro en el culo), de follar en mi terraza… A medida que hablaba yo empezaba a ponerme más nervioso y a mirar a mi alrededor, y mi tensión se acentuó cuando su otra mano agarró también mi muñeca y con ambas llevó mi mano hacia su entrepierna. Me abrace entonces a ella y la hice retroceder hacia una de las columnas de aquella centenaria plaza porticada, donde no estábamos tan expuestos a la multitud. Y sin reparar en más, Anita metió mi mano bajo su pantalón hasta que pude sentir sus bragas empapadas. ¡Dios! Lo recuerdo tantos años después y aún me provoca una erección brutal.
En fin, pues esa era Anita, amigos. Puro fuego, un alma salvaje. Demasiado salvaje. Os he contado solo un par de las “buenas” historias. Las malas han quedado en el olvido porque no gana uno nada con conservarlas. De hecho, solo sirven para enturbiar los buenos recuerdos.
El caso es que un día de julio del pasado verano andaba toooooda la familia de mi mujer reunida en el jardín. Yo andaba metido en la pequeña casetilla que tienen con una vieja chimenea donde hacemos arroces, asados y demás. En este caso estaba preparando costillas de cordero, chorizos y morcillas. Le daba un sorbo a mi enésima cerveza helada cuando alguien gritó: “¡Ahí viene el niño!”. El niño, claro, el hermano de mi mujer, que como buen cuñado, era un auténtico gilipollas. El tipo que todo lo sabía, el que a todas se las follaba, el que a todos se enfrentaba, el que remataba cada frase con un “por mis huevos” o un “me va a comer la polla”. Un macho español en toda regla. Un cuñado, vaya, al que la novia le había puesto las maletas en la calle seis meses atrás y había tenido que volver a casa de los padres con 47 palos con una explicación a prueba de bombas: “Es que no voy a tirar el dinero cogiéndome un piso para mí solo”. Con un par.
Salí de la casetilla secándome el sudor de la frente (os recuerdo: julio, cocinando en lecha metido entre ladrillos). Yo solo llevaba puesto unos viejos vaqueros cortos y unas viejas zapatillas de montaña. Con lo sudorosos que tenía el pecho velludo y la espalda empapaba cualquier prenda con solo tocarla.
“Anda, mira, viene con Ana”, dijo mi mujer al pasar al lado mía de camino a saludar a su hermano.
En aquel momento yo no sabía quién era esa Ana. Lucía me había comentado varias semanas atrás que su hermano llevaba un tiempo saliendo con una chica, pero como todas las cosas que me cuenta sobre el gilipollas, no le presté mucha atención. “Pobre chica”, debí pensar. Y poco más.
Así que, mientras me limpiaba las gafas de sol con un pañuelo, comenzó yo también a acercarme a saludar al heredero, el hijo pródigo. Allí andaban todos en corro alrededor del coche, hablándonoslas unas ayudando con las bolsas otros… “Bueno, venga, no seáis pesados”, dijo Daniel, mi cuñado: “Esta es Ana, pero no la agobiéis”. El aquelarre de tías se lanzó a besuquear al la muchacha, que desde mi posición y con los primos por medio yo no alcanzaba a ver. El besamanos fue avanzando hasta que le tocó a mi mujer saludarla, y al terminar y verme a su espalda, se volvió y anunció sonriente: “Mira, Ana, este es Alex, mi marido”.
No sé si alguien de la familia se percató, pero hubo unos segundos, que a mí se me tornaron horas, como en una de esas malas películas donde ralentizan las caídas, en las que Ana y yo nos quedamos mirándonos sin saber cómo reaccionar. Porque aquella Ana, claro, era Anita. Y yo, el tipo del que se había despedido para siempre haciéndole meterle los dedos en el coño en la Plaza Mayor de Madrid.
No nos dio tiempo a balbucear. No sé qué me llevó a tomar aquella decisión, pero el caso es que me lancé a darle dos besos mientras decía: “Hola, Ana. encantado”. Lucía se había percatado de aquella extraña pausa pero no acertó a intuir el motivo: “Hijo, que ya iba a darte una colleja. Perdónalo, Ana, es que se mete ahí a cocinar y se toma las cervezas como agua”. Pero Ana creo que ni la escuchó. Se limitaba a mirarme sin saber cómo reaccionar, hasta que no pudo más que balbucear un: “Encantada”. Mi cuñado la agarró entonces del brazo y la condujo, cargado de bolsas, hacia la escalera exterior que daba acceso a la primera planta, donde estaban los dormitorios. En el camino, Anita se giró y me buscó con la mirada, con una expresión de total desconcierto.
A ojos de la familia, éramos unos completos desconocidos. Al pensar en ello, mientras cada cual volvía a sus quehaceres, me pareció terriblemente excitante.
Fue entonces cuando supe que aquel iba a ser un verano interesante...