Caminábamos por la calle, tambaleándonos un poco después de tantas horas de tardeo. Iba en medio, cogida del brazo de mi ex y de su amigo, riéndome como una tonta por cualquier gilipollez. Tenía las mejillas calientes, el cuerpo ligero, y esa sensación de que podía decir o hacer cualquier cosa sin consecuencias.
—Joder, Patri, cómo vas —se burló el amigo, dándome un codazo.
—Mejor que tú, que ya no sabes ni andar recto —le contesté sacando la lengua.
Reímos los tres como idiotas, y entonces, entre una broma y otra, el amigo soltó la frase.
—Seguro que no te atreverías a follarte a un mendigo.
Me giré hacia él con la risa congelada. Esa mezcla de alcohol y orgullo me pinchó como una aguja en el estómago.
—¿Qué dices? Claro que me atrevería —le respondí, más chula de lo que en realidad me sentía.
Mi ex soltó una carcajada, mirándome con esa cara suya de “estás de farol”.
—Sí, claro, Patri… tú hablas mucho, pero luego nada.
Me entraron ganas de callarle la boca.
—Atrévete tú a traerme uno, verás.
El silencio duró apenas un segundo, pero bastó para que entendiera que aquello ya no era una broma. Seguimos andando hacia mi portal, con las risas flojas, pero ya con algo más: nervio, malicia, esa especie de cosquilleo sucio que se mete bajo la piel.
Cuando subimos las escaleras, el amigo y yo entramos a casa entre empujones y carcajadas. Mi ex se quedó abajo.
—Voy a por una cosa, ahora subo.
Ni pregunté. Me tiré en el sofá, todavía riéndome, pensando que todo aquello se quedaría en la tontería de siempre.
Hasta que sonó el timbre.
Me levanté arrastrando los pies, con la risa aún en los labios, y abrí la puerta. Se me congeló todo de golpe. Mi ex estaba allí… y a su lado, un hombre con la barba sucia, la ropa llena de manchas, oliendo a calle, a sudor rancio.
—Te dije que lo conseguía —se rió mi ex, empujando al mendigo hacia adentro.
Me quedé clavada, con el estómago encogido. Una parte de mí quería echarlo a la mierda. Pero otra, más baja, más oscura, notaba un calor extraño recorriéndome las piernas. Como si en lugar de un chiste, acabara de abrir la puerta a un precipicio.
—Joder, Patri, cómo vas —se burló el amigo, dándome un codazo.
—Mejor que tú, que ya no sabes ni andar recto —le contesté sacando la lengua.
Reímos los tres como idiotas, y entonces, entre una broma y otra, el amigo soltó la frase.
—Seguro que no te atreverías a follarte a un mendigo.
Me giré hacia él con la risa congelada. Esa mezcla de alcohol y orgullo me pinchó como una aguja en el estómago.
—¿Qué dices? Claro que me atrevería —le respondí, más chula de lo que en realidad me sentía.
Mi ex soltó una carcajada, mirándome con esa cara suya de “estás de farol”.
—Sí, claro, Patri… tú hablas mucho, pero luego nada.
Me entraron ganas de callarle la boca.
—Atrévete tú a traerme uno, verás.
El silencio duró apenas un segundo, pero bastó para que entendiera que aquello ya no era una broma. Seguimos andando hacia mi portal, con las risas flojas, pero ya con algo más: nervio, malicia, esa especie de cosquilleo sucio que se mete bajo la piel.
Cuando subimos las escaleras, el amigo y yo entramos a casa entre empujones y carcajadas. Mi ex se quedó abajo.
—Voy a por una cosa, ahora subo.
Ni pregunté. Me tiré en el sofá, todavía riéndome, pensando que todo aquello se quedaría en la tontería de siempre.
Hasta que sonó el timbre.
Me levanté arrastrando los pies, con la risa aún en los labios, y abrí la puerta. Se me congeló todo de golpe. Mi ex estaba allí… y a su lado, un hombre con la barba sucia, la ropa llena de manchas, oliendo a calle, a sudor rancio.
—Te dije que lo conseguía —se rió mi ex, empujando al mendigo hacia adentro.
Me quedé clavada, con el estómago encogido. Una parte de mí quería echarlo a la mierda. Pero otra, más baja, más oscura, notaba un calor extraño recorriéndome las piernas. Como si en lugar de un chiste, acabara de abrir la puerta a un precipicio.