Capítulo 7
La vida en la casa familiar era un laberinto de emociones, por un lado estaba la rutina de Ana y Marcos con su día a día monótono, y por el otro el de padre e hija. En ellos parecía haberse instalado un terremoto constante de nervios, emociones y sentimientos que amenazaban con hacer saltar todo por los aires en cualquier momento.
Celia llegó esa tarde de jueves a casa cuando el sol ya empezaba a bajar. Venia de tomar algo con su novio y realmente esa tarde estaba deseando de llegar a casa. Con su novio esa tarde, tenía la sensación incómoda de que no debía, esa tarde, de estar con él en esos momentos, sino en su casa poniendo en orden sus sentimientos. Toda la tarde estuvo Pablo preguntando “que si le pasaba algo, que la notaba distraída” y ella respondía con evasivas echando la culpa a los exámenes.
La calle estaba tranquila, el aire olía a césped del jardín de la vecina y el silencio del barrio era casi irreal después del ruido de la cafetería. Cerró la puerta con cuidado, dejó las llaves en el mueble de la entrada y se quedó un segundo apoyada contra la madera, escuchando: nadie. Su madre aún no había vuelto del trabajo, Marcos seguía en el entrenamiento y su padre estaría en la oficina hasta las siete. La casa entera era suya durante una hora. Subió a su habitación sin encender las luces del pasillo. Cerró la puerta, se quitó las zapatillas de una patada y se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los brazos abiertos, mirando el techo. Y entonces, por primera vez desde que habían acordado que iba a pasar, se permitió estar completamente sola con la idea. No era solo un plan vago, una fantasía que podía ignorar. Era real. Ese fin de semana, su padre la miraría a los ojos y follaría con ella. La penetraría. Le haría el amor. Y ella se lo permitiría, lo desearía, lo disfrutaría.
Se llevó las manos a la cara, respirando hondo, y dejó que los pensamientos salieran en tropel, sin orden, crudos y honestos. ¿Qué sentiría cuando él la tocara de verdad, no las tetas, que ya lo había hecho, sino sus partes más íntimas, cuando sus manos, esas manos grandes y callosas que la habían cargado de pequeña, exploraran su cuerpo como a una mujer? Ya le había chupado las tetas y ella le había hecho una mamada pero ahora se imaginaba el calor de su piel contra la suya, el peso de su cuerpo encima, el momento en que él la penetrara, lento, cuidadoso, como había prometido. Sentiría placer, de eso estaba segura; el deseo la había estado quemando durante días, un fuego bajo pero constante que se encendía con cada mirada, cada roce accidental. Pero ¿y después? ¿Qué sentiría cuando el éxtasis se desvaneciera y la realidad la golpeara? ¿Culpa? ¿Asco? ¿O una libertad extraña, como si hubiera roto cadenas que ni siquiera sabía que llevaba?
Se giró de lado, abrazó la almohada y cerró los ojos. El sexo tabú, el incesto. Eso era lo que la obsesionaba ahora. Había leído sobre ello en foros anónimos, en páginas web, en historias que flotaban en internet como secretos compartidos, gente que expresaba sus fantasías ocultas bajo un seudónimo. Algunas serían meras fantasías pero estaba segura que otras serian verídicas. Se sorprendió la cantidad de información que había sobre el tema, tan deseado como prohibido. ¿Cuantas personas tendrían sexo tabú en el secreto de sus hogares, y de puertas para afuera serían personas normales y corrientes de las que nadie jamás sospecharía nada? Padres e hijas, hermanos y hermanas, madres e hijos, tíos y sobrinas, tías y sobrinos, primos y primas, familiares unidos por un deseo que la sociedad condenaba pero que existía, latente, en secreto en tantas familias. ¿Por qué era tan malo?
No entendía donde estaba el problema si dos personas adultas decidían disfrutar del sexo sin complejos, sin fines reproductivos, solo por el placer del sexo. Se preguntaba si el tabú era solo una regla inventada para controlar, o si de verdad había algo roto en ella por quererlo. Los dilemas morales la asaltaban: era su padre, el hombre que la había criado, que la había protegido. Acostarse con él era traicionar esa relación que la sociedad había impuesto como modelo, convertir el amor filial en algo carnal, sucio para el mundo. Pero para ella no se sentía sucio. Para ella era otra manera diferente de demostrar su amor hacia un padre. Se sentía natural, como si el deseo hubiera estado ahí siempre, dormido, esperando a despertar. ¿Y si el verdadero dilema moral era negar lo que sentía? ¿Vivir una vida falsa, fingiendo que no lo deseaba, que no lo necesitaba?
Se mordió el labio, sintiendo un calor subirle por el vientre. El deseo era real, físico, y en ese momento, sola en su habitación, decidió no ignorarlo más. Se levantó, se quitó la camiseta, el sujetador y los vaqueros, quedándose solo con las braguitas. Se miró en el espejo, estudiando su cuerpo curvy, sus tetas grandes, sus caderas anchas. Tocó uno de sus pezones con el dedo, sintiendo cómo se endurecía, y un escalofrío le recorrió la espalda. Cogía sus tetas con sus manos y las subía, para después dejarlas caer de golpe viendo como botaban. Se tumbó de nuevo en la cama, metió la mano bajo la tela de las braguitas y comenzó a tocarse despacio, acariciaba su botoncito con movimientos circulares que la hicieron suspirar. Imaginó a su padre, sus manos en lugar de las suyas, su boca en su cuello, su polla dura presionando contra ella. El placer creció, intenso, y mientras se masturbaba, los pensamientos se volvieron más profundos: “Es tabú, lo sé, pero eso lo hace más excitante. Quiero sentirlo dentro de mí, quiero que me folle, que me haga gemir, quiero que me mire como si fuera la única mujer del mundo. La culpa vendrá después, o no, pero ahora… ahora solo quiero disfrutarlo”. El orgasmo llegó rápido, un estallido que la dejó jadeando, con el cuerpo temblando y una sonrisa en los labios. Se dijo a sí misma que estaba dispuesta, que lo haría por deseo, no por obligación, y que pase lo que pase, sería su secreto. Se levantó, se duchó rápido y se vistió normal, como si nada. Pero en su interior, el fuego ardía, estaba lista para hacer el amor con su padre.
Esa mañana de sábado el sol se filtraba a través de las persianas del salón, dibujando rayas de luz sobre el suelo, un patrón que parecía marcar el paso del tiempo en una casa que, por primera vez en mucho tiempo, estaba completamente vacía. Era el fin de semana que habían planeado, un día que Ramón y Celia habían marcado en su calendario secreto con una mezcla de nervios y deseo. Ana había salido temprano hacia su curso de formación, un taller de dos días en una ciudad cercana que la tendría ocupada hasta el domingo por la noche. Marcos, por su parte, había preparado una mochila y se había ido a casa de un amigo para un maratón de videojuegos, prometiendo volver al día siguiente cuando lo recogiera su madre al volver del curso. Pablo, el novio de Celia, estaba en un viaje con su grupo de la universidad, explorando un proyecto académico que lo mantendría lejos hasta el lunes. Parecía un fin de semana creado expresamente para ellos, cómo si todos se hubieran puesto de acuerdo para facilitar que padre e hija hicieran el amor. La casa, usualmente llena de ruido y movimiento, se sentía ahora como un santuario, un espacio donde el secreto que compartían podía desplegarse sin interrupciones, pero también sin excusas.
Ramón se levantó temprano para despedirse de su mujer, que se iba ajena al momento de pasión que iba a vivirse en su propia casa, con el corazón latiendo con fuerza, como si cada latido fuera un recordatorio de lo que se acercaba. La cocina estaba en silencio, el aroma del café que preparó llenando el aire, pero su mente estaba en otro lugar. Reflexionaba sobre los días previos, sobre las noches en que la culpa lo había mantenido despierto, masturbándose en la oscuridad con la imagen de Celia grabada en su retina. Se sentía como un monstruo, pero también como un hombre renacido, atrapado entre el remordimiento y un deseo que no podía controlar. Se preguntaba si esto era amor, un amor torcido, prohibido, o solo una obsesión que lo destruiría. Pero la idea de tocarla, de estar con ella de verdad, con cariño, como le había dicho, era una llama que no podía apagar. Recordaba con una sonrisa de resignación, como habían llegado a ello por un simple y absurdo descuido de pillarla saliendo de la ducha. Quién lo iba a decir.
Celia bajó las escaleras alrededor de las diez, descalza, con una camiseta holgada que usaba a veces para dormir y que le llegaba a medio muslo y el pelo rubio revuelto por el sueño. Se sirvió una taza de café y se sentó frente a él en la mesa de la cocina, cruzando las piernas con una naturalidad que lo desarmó. El silencio entre ellos era pesado, cargado de expectativa, pero ninguno quería romperlo demasiado pronto. Finalmente, fue Ramón quien habló, con la voz temblando ligeramente.
—Celia, antes de… de lo que va a pasar esta noche, necesito hablar contigo —dijo, clavando la vista en su taza de café, incapaz de mirarla directamente. Sus manos apretaban la taza como si fuera un ancla, y su corazón latía con una mezcla de miedo y deseo. Ella levantó la vista, con una sonrisa pequeña, pero sus ojos verdes mostraban una seriedad que lo sorprendió. Sabía que este momento era importante, que no era solo un juego, sino algo que podía cambiarlo todo.
—Claro, papá. Dime —dijo, con una voz suave pero firme, inclinándose un poco hacia él, como si quisiera acortar la distancia no solo física, sino emocional.
Ramón tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el borde. Miró a su alrededor, asegurándose de que la casa estaba realmente vacía como si no se lo creyera aún, y luego la miró a los ojos, con una vulnerabilidad que lo dejó expuesto.
—Mira cariño, quiero que sepas que… que no tienes que hacerlo si no quieres —dijo, con la voz entrecortada—. No quiero que lo hagas para complacerme, ni para hacerme feliz. Pero si lo haces, quiero que lo hagas por voluntad propia, por deseo. Si no sientes lo mismo que yo, si no quieres esto de verdad, podemos parar. Y lo entenderé y respetaré tu decisión. No quiero que sea algo que te obligues a hacer.
Las palabras salieron en un torrente, cargadas de una honestidad que lo sorprendió incluso a él. Se sentía nervioso, las manos temblando ligeramente sobre la taza, el corazón desbocado. La culpa lo aplastaba, pero también había una esperanza, un anhelo de que ella sintiera lo mismo, de que esto no fuera solo un acto de piedad, sino algo real, algo compartido. Celia se quedó en silencio un momento, mirándolo con una intensidad que lo hizo estremecerse. Reflexionaba, dejando que las palabras de su padre se asentaran en su mente. Sabía que esto era importante, que cruzaban una línea que no tenía vuelta atrás. Una parte de ella sentía miedo, un nudo en el estómago ante lo prohibido, ante lo que la sociedad diría si supiera que iban a hacer el amor. Pero otra parte, más fuerte, sentía un deseo que no podía negar. Era su padre, pero también un hombre que la hacía sentir deseada, poderosa, viva. El tabú, en lugar de repelerla, la atraía como un poderoso imán, como un secreto que solo ellos compartían.
—Papá, lo hago porque quiero —dijo finalmente, con una voz suave pero decidida, alcanzando su mano a través de la mesa—. No es solo para complacerte. Me gusta verte así, me gusta sentir que te doy algo que necesitas. Y… sí, lo deseo. Es raro, lo sé, pero lo deseo. No es obligación, es… es algo que quiero experimentar contigo.
Ramón sintió que el aliento se le atascaba en la garganta. La miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tan segura, tan madura. La culpa seguía ahí, un eco lejano, pero la palabra “deseo” en sus labios era un bálsamo, una promesa que lo liberaba. Se levantó, con las piernas temblando, y se acercó a ella, tomándola de las manos. Ella se levantó también, y por un momento, se quedaron ahí, frente a frente, el aire entre ellos cargado de electricidad.
—Quiero que esta noche sea especial cariño—dijo él, con la voz baja, como si temiera romper el momento—. Con cariño, como te dije. No solo… no solo sexo. Quiero hacerte el amor, mi niña.
Celia asintió, con una sonrisa que era a la vez tierna y traviesa. Se acercó un poco más, hasta que sus cuerpos casi se tocaban, y levantó la vista hacia él.
—Será especial papi, ya verás que bien que lo vamos a pasar —prometió, y su voz era un susurro que lo envolvió.
Entonces, como si el momento lo exigiera, Ramón se inclinó, y sus labios se encontraron con los de ella. El beso fue suave al principio, vacilante, como si ambos probaran el terreno. Pero luego, la pasión se encendió, y sus lenguas se encontraron, explorando con una mezcla de ternura y urgencia. El beso fue profundo, largo, un intercambio que era a la vez promesa y confesión. Celia suspiró contra sus labios, sus manos subiendo a su cuello, enredándose en su pelo, mientras él la atraía hacia sí, sintiendo el calor de su cuerpo, la suavidad de su piel. Era un beso que lo decía todo, que sellaba el pacto, que los unía en un deseo que no podían negar. Cuando se separaron, jadeando, Celia sonrió, con las mejillas sonrojadas.
—Esta noche —susurró, con una voz que era a la vez promesa y desafío—. Lo haremos esta noche.
Esa misma mañana, después de desayunar y antes de que todo cambiara de verdad, Celia había quedado con Laura y Marta en la cafetería de siempre, la del toldo verde junto a la plaza. Llegó un poco tarde, con el pelo todavía húmedo de la ducha y una sonrisa que no terminaba de asentarse en los labios. Se sentó frente a ellas, pidió un cortado y se quedó mirando la cucharilla como si en ella estuviera escrita la respuesta a todas las preguntas que le daban vueltas en la cabeza. Laura y Marta hablaban sin parar: de la fiesta de la uni para el último sábado de mes, del profesor de Estadística que era un cretino, de los apuntes que había que pasar a limpio antes del examen de recuperación. Celia asentía en los momentos adecuados, reía cuando tocaba reír, pero estaba ausente. Su cuerpo ocupaba la silla, pero su mente estaba ya en casa, en la habitación de su padre, en la cama que esa noche sería testigo de lo que llevaba semanas deseando con una intensidad que a veces la asustaba.
—¿Estás bien, tía? —preguntó Laura de pronto, frunciendo el ceño—. Llevas toda la mañana en otro mundo.
Marta soltó una risita y le dio un golpecito en el brazo. —O en otro planeta. Venga, suelta. Te conocemos.
Celia parpadeó, regresó al presente por un segundo y forzó una sonrisa más amplia de lo normal. —Es que tengo la cabeza en los exámenes —mintió con una naturalidad que la sorprendió incluso a ella misma—. Estoy agobiada perdida con las recuperaciones y todo lo que hay que estudiar.
Las dos asintieron, comprensivas, y volvieron a su charla. Celia dejó que las palabras de sus amigas se convirtieran en un ruido de fondo mientras su pensamiento se escapaba de nuevo. Pensaba en lo que iba a ocurrir en unas pocas horas. En cómo iba a desnudarse delante de su padre. En cómo iba a abrirle las piernas y a dejar que él se la metiera por primera vez. En cómo iba a mirarlo a los ojos mientras lo hacía y le diría que lo quería, que siempre lo había querido así. Y mientras Laura contaba una anécdota graciosa del gimnasio sobre el tío de la limpieza que no paraba de mirarle el culo, Celia se preguntaba qué dirían ellas si lo supieran. Si supieran que su mejor amiga estaba a punto de follarse a su propio padre. Si supieran que llevaba semanas de morbo con su padre, que se masturbaba pensando en él, que había comprado lencería nueva solo para esa noche. ¿La mirarían con asco? ¿La tacharían de enferma? ¿O alguna de las dos, en lo más hondo y oscuro de su alma, ocultaría el mismo secreto prohibido o habría sentido alguna vez lo mismo?
Porque Laura tenía un padre divorciado, alto, todavía en forma, que aparecía de vez en cuando a recogerla y llenaba la puerta con una presencia que siempre había llamado la atención de Celia, de hecho no le importaría follárselo. Recordaba perfectamente cómo, en más de una ocasión, Laura se quedaba mirando a su padre cuando él se quitaba la camiseta sudada después de correr, cómo sus ojos se demoraban un segundo de más antes de apartar la mirada con una risita nerviosa. Y Marta hablaba constantemente de lo protector que era el suyo, de lo bien que olía después de ducharse, de lo fuerte que la abrazaba cuando estaba triste. Siempre había un matiz extraño en su voz cuando lo contaba, un brillo raro en los ojos que Celia ahora reconocía perfectamente porque era el mismo que ella sentía cuando hablaba de su padre. ¿Y si alguna de ellas había tenido alguna vez un pensamiento prohibido o incluso habían llegado a follar? ¿Un sueño del que se había despertado empapada en sudor y en vergüenza? ¿Una fantasía que guardaba bajo llave y que nunca, jamás, confesaría a nadie? Quizá no estaba tan sola como creía. Estaba convencida de que el mundo estaba lleno de hijas que, en silencio, deseaban a sus padres. O de padres que, en silencio, deseaban a sus hijas. Quizá ella solo era una más que había decidido dejar de mentir.
—¿Seguro que solo son los exámenes? —preguntó Marta de pronto, mirándola con esa intensidad que tienen las amigas que huelen algo raro.
Celia levantó la taza, ocultó tras ella la sonrisa que ya no podía contener y mintió con una calma absoluta:
—Seguro. Solo exámenes. No os preocupéis chicas.
Y bebió un sorbo largo, saboreando el café y, al mismo tiempo, el secreto que llevaba dentro y que, en pocas horas, dejaría de ser solo un secreto.
Esa misma mañana Ramon mientras Celia se fue con sus amigas, decidió salir a dar un paseo para no volverse loco en esa espera que duraría hasta la tarde, caminar por las calles como si eso pudiera diluir el deseo que lo consumía por dentro, como si el aire fresco pudiera enfriar el fuego que le ardía en las venas cada vez que pensaba en lo que iba a pasar esa noche, cuando por fin la tendría para él solo, sin interrupciones, sin miedos, solo ellos dos en la más prohibida intimidad.
Salió de casa con un chándal y unas zapatillas desgastadas, caminando sin rumbo fijo por el barrio, intentando enfocarse en las cosas cotidianas: el panadero abriendo la persiana, el vecino paseando al perro, el tráfico empezando a despertar. Pero nada funcionaba; cada paso era un recordatorio de lo que se acercaba, cada respiración un susurro de su nombre en su mente. Pensaba en su piel suave, en sus labios carnosos besándolo con urgencia, en sus caderas anchas moviéndose contra las suyas, y sentía que la polla se le ponía medio dura solo con imaginarlo, un bulto incómodo que tenía que ajustar disimuladamente mientras caminaba. La culpa lo pinchaba, claro, como siempre, un recordatorio constante de que era su hija, su niña, la que había visto crecer y ahora la deseaba con una intensidad que lo asustaba, pero el deseo era más fuerte, un hambre que lo devoraba por dentro y lo hacía caminar más rápido, como si pudiera dejar atrás los dilemas morales que lo asaltaban en cada esquina. Terminó llegando al centro comercial sin planearlo, atraído por el bullicio anónimo, por la idea de perderse entre gente que no lo conocía, que no podía leer en su cara el secreto que llevaba grabado en la piel.
El centro comercial estaba medio vacío a esa hora de la mañana, con las tiendas abriendo apenas y el eco de sus pasos resonando en los pasillos amplios. Caminó sin rumbo, pasando por escaparates de ropa, de zapatos, de electrónica, intentando distraerse con los colores y las luces, pero su mente volvía una y otra vez a Celia, a cómo la besaría esa noche, a cómo la desnudaría con manos temblorosas, a cómo entraría en ella despacio para no hacerle daño, sintiendo su calor envolviéndolo como un guante perfecto. Fue entonces cuando vio la farmacia en la planta baja, con su cruz verde parpadeando, y la idea le golpeó como un relámpago: condones. No habían hablado de eso, pero de repente se dio cuenta de que no podía arriesgarse, no con algo tan grave como un embarazo, no con su propia hija. El pensamiento lo paralizó un segundo: imaginó a Celia con la barriga hinchada, llevando un hijo suyo, un secreto que se haría visible para todos, un escándalo que los destruiría a los dos, a la familia entera. No, no podía pasar; tenía que ser cuidadoso, responsable, aunque el mero hecho de planearlo ya lo hacía sentir como un criminal. Entró en la farmacia con el corazón en la garganta, fingiendo mirar vitaminas y analgésicos antes de acercarse al estante de los preservativos, donde las cajas de colores brillantes se alineaban como promesas tentadoras y acusadoras al mismo tiempo.
Se quedó allí parado, valorando las opciones con una concentración absurda, como si eligiera el destino de su vida en ese momento. Vio los condones estándar, los resistentes para “durar más”, los texturizados con puntos y estrías para “mayor placer”, y sintió un calor subirle por el cuello al imaginarlos en uso con ella. Pensó en Celia, en como sería su coño suave y cálido, en cómo quería sentirla al máximo, sin barreras gruesas que diluyeran la sensación, así que descartó los extra resistentes; quería la sensación de piel contra la piel, o lo más cercano posible, quería notar cada pulso, cada contracción cuando ella se corriera alrededor de él. Finalmente se decidió por los ultrafinos, una caja que prometía “sensación natural, como si no llevaras nada”, y al leerlo sintió una oleada de excitación que lo hizo endurecerse ligeramente, imaginando cómo entraría en ella con uno puesto, cómo la follaría despacio al principio y luego con fuerza, sintiendo su calor a través de la látex fina, derramándose dentro sin riesgo, pero con toda la intensidad. Pagó la caja con la cabeza baja, evitando la mirada del cajero, y salió con la bolsa en la mano, sintiendo que llevaba dinamita en el bolsillo.
Al salir de la farmacia, con la bolsa arrugada en el puño, se topó de frente con Miguel, su amigo de siempre, que venía caminando por el pasillo con una bolsa de la panadería. Miguel lo vio, sonrió y le dio una palmada en el hombro.
—Hombre, Ramón, ¿qué haces por aquí tan temprano? ¿Comprando vitaminas para aguantar el ritmo con Ana? —dijo riendo, y entonces sus ojos se fueron a la bolsa que llevaba en la mano, donde la caja de condones se marcaba claramente a través del plástico fino—. ¡Coño, pero si son condones! ¿Para Ana? ¿O es que tienes planes especiales, pillín?
Ramón sintió que la sangre le subía a la cara de golpe, un rubor caliente que le quemaba las mejillas. Intentó reír, pero salió una risa forzada, ahogada.
—Pues claro que son para Ana capullo, ¿para quién van a ser si no? ya quisiera yo tener un lío. —Dijo riendo para aliviar la tensión. Mintió, pero en su cabeza la imagen era otra: Celia arrodillada frente a él esa noche, poniéndole el condón ultrafino con la boca, lamiéndolo antes de que entrara en ella, gimiendo su nombre mientras la follaba sin riesgo, sintiendo cada centímetro de su coño apretado alrededor. Miguel siguió bromeando, pero Ramón apenas lo oía, el mundo reducido a esa bolsa en su mano y al deseo que lo consumía por dentro, un secreto que si su amigo supiera lo destruiría todo en un segundo. Se despidió rápido, con una excusa de prisa, y siguió caminando por el centro comercial, con la polla medio dura solo de pensar en ella, en las consecuencias que evitaba con esa caja, y en el placer que le esperaba esa noche cuando por fin la tuviera para él solo, sin barreras gruesas, sintiéndola al máximo como siempre había soñado.
El reloj de pared seguía marcando las cuatro y algo, y la tele emitía un programa de preguntas y respuestas que ni escuchaba, pero el tiempo se había vuelto una cosa viscosa, lenta, casi irrespirable. Sentía la nuca empapada y el estómago revuelto, como cuando tenía diecisiete años y esperaba a su primera novia detrás del instituto. Solo que ahora no era una chica cualquiera: era Celia. Era su hija. Y eso convertía la espera en una tortura distinta, más profunda, más sucia. Cerró los ojos y, de pronto, se vio desde fuera: un hombre maduro, casado, respetable, a punto de hacer algo que ningún amigo, ningún conocido, ningún ser humano decente podría comprender. Aunque era consciente de que el sexo tabú era una de las fantasías más comunes de la sociedad ¿Qué dirían si lo supieran?
Imaginó la cara de Miguel la próxima vez que se tomaran unas cañas. Miguel, que siempre sacaba el móvil para enseñar fotos de Lucía, su hija mayor, la morena de piernas interminables que ahora estudiaba Derecho en Madrid. «Mira qué guapa está mi niña», decía orgulloso, pero Ramón recordaba perfectamente aquella barbacoa de hace dos veranos: Lucía se había agachado a recoger una botella caída y Miguel, por una fracción de segundo, había clavado la mirada en el culo perfecto de su propia hija antes de apartar la vista con una sonrisa nerviosa. Nadie más lo vio. Ramón sí. Y no dijo nada, porque él mismo había sentido esa misma punzada prohibida demasiadas veces cuando se fijaba en las tetas de su hija o en su generoso culo. Pensó en Javi y en su Inés, rubia, alta, con unos tetas que parecían desafiar la gravedad incluso bajo la sudadera más holgada. Javi siempre bromeaba: «Quien toque a mi niña se las ve conmigo». Era todo un pibón su hija. Pero Ramón había pillado más de una vez cómo los ojos de Javi se demoraban demasiado cuando Marta pasaba por su lado, cómo tragaba saliva y luego soltaba una carcajada demasiado fuerte para disimular.
Y Luis. Y Carlos. Todos tenían hijas o sobrinas que habían crecido delante de sus narices, hijas que ya no eran niñas, hijas que provocaban miradas rápidas, pensamientos fugaces, erecciones vergonzosas que se escondían cómo podían disimulando. Nadie lo admitía nunca, claro. Pero estaban ahí. Ramón lo sabía porque él también los había tenido. Y porque, en el fondo, sospechaba que no era el único que alguna vez se había pajeado en la ducha imaginando cosas que nunca debería imaginar. Así que quizá, pensó Ramón con un escalofrío que era mitad miedo y mitad excitación salvaje, quizá no estaba tan solo en su infierno. Quizá Miguel, Javi, Luis, todos ellos, en algún rincón oscuro de sus cabezas, habían fantaseado alguna vez con lo mismo que él estaba a punto de hacer realidad. Quizá la diferencia era que ellos seguían fingiendo, o no, quien sabe lo que pasará de puertas para adentro de cada casa, que eran buenos padres, buenos maridos, buenos hombres, mientras él, por primera vez en su vida, iba a dejar de fingir.
Puede que fuera un hijo de puta. Pero al menos era un hijo de puta honesto.
Arriba, en su habitación, ya después de haber cenado juntos una ensalada y poco más sin hablar sobre lo que iba a pasar en unos momentos, como si ese paréntesis fuera un momento de calma ante la tormenta que se avecinaba, Celia se preparaba con una meticulosidad que era a la vez ritual y meditación. El baño estaba lleno de vapor, el aroma a jabón de ducha envolviendo el aire como un velo. Se metió en la ducha con lentitud, dejando que el agua caliente cayera sobre su piel, lavando no solo el sudor del día, sino también los nervios que la recorrían. Reflexionaba mientras el agua resbalaba por su cuerpo, por sus tetas grandes y naturales, por sus caderas anchas. No sabía cómo describir lo que sentía: una mezcla de excitación por el tabú, por lo prohibido de follar con su padre, y un profundo deseo que la hacía sentir bien, como si estuviera llenando un vacío en su vida. Era su referente desde pequeña, el hombre que la había hecho sentir segura, y ahora, en esta versión adulta y torcida, sentía que le estaba dando algo que necesitaba. El deseo la atraía, como una fuerza magnética, pero también había nervios, un nudo en el estómago ante lo desconocido. ¿Disfrutaría? ¿Sería tan especial como imaginaba? Al final, le podía el deseo de hacer algo tan tabú, tan secreto, algo que solo ellos compartirían. Decidió que lo haría sin preservativo, confiando en la pastilla que tomaría después; quería sentirlo de verdad, sin barreras, que se corriera dentro de su coño, para que fuera más íntimo, más real.
Salió de la ducha, envolviéndose en una toalla suave, y se miró en el espejo empañado. Limpió el vaho con la mano, estudiando su reflejo: su pelo rubio húmedo, sus ojos verdes que brillaban con una mezcla de determinación y duda. Quería estar perfecta para la ocasión, no solo por él, sino por ella, por hacer que este momento fuera inolvidable. Se secó el pelo y aplicó loción en el cuerpo con movimientos lentos, extendiendo la crema hidratante por sus piernas, sus muslos, su vientre, sintiendo la suavidad de su piel bajo sus dedos. La loción dejaba un aroma floral sutil, un toque que imaginaba le gustaría a él. Reflexionaba mientras lo hacía: “Esto es de locos, pero lo quiero. Lo quiero de verdad. No por complacerlo, sino porque me excita la idea de ser suya, de romper todas las reglas”.
Luego, se sentó en el borde de la bañera, con una maquinilla y espuma, para arreglarse el pelo del coño y con cuidado recortó el vello, depilando los labios pero dejando algo en su pubis, un detalle juguetón que imaginaba lo sorprendería. Nunca le había gustado depilarse entera, no se sentía cómoda así, porque siempre había algún pelo que se le enquistaba y le daba problemas y que a ella le gustaba su coño con pelo, era más natural y bonito. La sensación era íntima, un acto de preparación que la hacía sentir vulnerable pero poderosa.
Después en su habitación se sentó frente al espejo del tocador, con la toalla aún enrollada. Se maquilló sutilmente, aplicando una base ligera que igualaba su tono de piel, un toque de rubor en las mejillas para dar un aspecto fresco, y un delineador suave que hacía resaltar sus ojos verdes. No quería algo exagerado; quería ser ella misma, pero mejorada, como si el maquillaje fuera una armadura para sus nervios. Pintó sus labios con un rojo suave, mate, imaginando cómo se sentirían contra los de su padre, y aplicó máscara en las pestañas, alargándolas para que su mirada fuera más intensa.
Luego se pintó las uñas, eligiendo un esmalte rojo oscuro que contrastaba con su piel clara y hacia juego con sus labios. Aplicó la primera capa con cuidado, soplando para secarlas, y luego la segunda, asegurándose de que quedaran perfectas, sin imperfecciones. Mientras esperaba que se secaran, reflexionaba sobre sus emociones: una excitación que le aceleraba el pulso y le mojaba su coño, un deseo de explorar lo prohibido, pero también un profundo cariño hacia su padre, un hombre que había sido su héroe y ahora era su amante secreto. Finalmente, eligió la lencería: un conjunto de encaje negro con ligueros, que había comprado con Laura unos días antes. Se puso el sujetador primero, ajustando las copas para que realzaran sus tetas grandes, talla 100 de copa C, sintiendo cómo la tela fina abrazaba su piel, realzando cada curva con una elegancia provocadora. Luego se deslizó las braguitas a juego, finas y transparentes, dejando entrever su vello púbico, un detalle que le encantaba. Los ligueros siguieron, enganchándolos con cuidado a unas medias de rejilla negra que se deslizaban por sus piernas como una caricia. Se miró en el espejo de cuerpo entero en su habitación, girándose lentamente para admirar cómo le quedaban, y sintió un escalofrío de excitación recorrerle la espalda. La imagen era poderosa, sensual, y la llenó de una mezcla de nervios y orgullo. Que guapa eres se dijo a sí misma sonriendo.
Se perfumó con un aroma floral suave, rociando en el cuello, las muñecas y entre los pechos, imaginando cómo su padre lo olería al acercarse, cómo el perfume lo envolvería como una promesa. Por último, se arregló el pelo, dejando que cayera en ondas suaves sobre sus hombros, y se puso un vestido rojo ajustado por encima de la lencería, uno que realzaba sus curvas sin ser demasiado obvio, un velo que escondía y sugería al mismo tiempo. Se puso unos zapatos de tacón y sonrió de orgullo propio de lo guapa que se sentía. Antes de salir de la habitación, se detuvo frente al espejo una vez más. Suspiró profundamente, un sonido que cargaba todo el peso de lo que iba a hacer. “Bueno pues allá voy. Esto es real,” pensó, con el corazón latiendo con fuerza. “Voy a cruzar una línea que no tiene vuelta atrás. Pero lo quiero, lo necesito, y él también. Que sea nuestro secreto, nuestro momento.” El nudo en su estómago se apretó, pero también sintió una determinación que la impulsó a abrir la puerta.
Bajó las escaleras con el corazón acelerado, el cloc cloc de sus tacones resonando en el silencio de la casa, un eco que marcaba cada paso hacia lo inevitable. Ramón la esperaba en el salón, nervioso, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, sentado en el borde del sofá. Cuando la vio aparecer, su expresión cambió, una mezcla de deseo y ternura que iluminó sus ojos cansados. Se levantó lentamente, como si el movimiento requiriera un esfuerzo consciente, y la miró de arriba abajo, deteniéndose en la forma en que el vestido rojo abrazaba su cuerpo. Parecía una princesa, la mujer más hermosa que hubiera visto nunca. Su hija, su mujer.
—Celia… estás guapísima —dijo, con la voz temblando, cargada de una emoción que no podía ocultar—. Mi niña, me muero de ganas de hacerte el amor.
Ella sonrió, un gesto pequeño pero cargado de complicidad, sintiendo cómo las palabras de él encendían un fuego en su interior. Ramón dio un paso hacia ella, tendiéndole la mano con una mezcla de nervios y decisión.
—Vamos a mi habitación, cariño —susurró, su voz ronca pero tierna—. La cama es más grande para hacerlo.
Se acercó, y sus dedos se entrelazaron, cálidos, temblorosos, un contacto que sellaba su pacto silencioso. Sus labios se encontraron en un beso apasionado, profundo, con lenguas entrelazadas que exploraban con urgencia, un hambre que había crecido durante días. Ramón la cogió de la mano con firmeza, guiándola escalera arriba hacia su habitación, donde el acto se consumaría con ternura y deseo, un momento que ambos sabían que cambiaría todo.
Continuará…
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Jejeje! Todo lo bueno se hace esperar. Para el siguiente capitulo.