Hot_Velvet
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Habrá pocos espacios tan devastadores como una cama sin amante.
El lecho aún conserva las huellas de nuestros cuerpos, el olor de tu piel, el calor de tu presencia.
Te vestiste de forma apresurada, aún sonrojada por lo que habías sentido. Tu beso sabía a amarga despedida, inquieta, avergonzada.
No quise mirar por la ventana, no quería verte partir. Pero te imaginé entrando en el coche, comprobando que llevabas todo encima, que no se te olvidaba nada. Posiblemente irías a casa, te ducharías e irías a buscar la parada del autobús a tus hijos. Luego en casa, disimularías ante tu marido contándole que el día había sido agotador y que querías irte pronto a dormir. Nunca sabrá lo mucho que le envidio por poder despertar un día tras otro a tu lado.
No podías contar que esa mañana no habías ido a trabajar, que nos habíamos escapado a un pueblo costero donde dimos un paseo por la playa tratando de pasar inadvertidos, a escondidas, como eran siempre nuestros encuentros.
Recuerdo cómo el viento hacía que tu cabello negro como el azabache te tapara la cara. Esa sonrisa nerviosa y ese brillo en los ojos que me hacía enloquecer. Caminamos juntos, sin tocarnos. Con una complicidad que no podía ocultarse, así como las ganas de intimar.
Fue la habitación del hotel la que nos propició ese lugar, el refugio que buscábamos para encontrar lo que creíamos haber perdido irremediablemente.
Ahora seguía en esa habitación. Era un espacio grande, con mucha luz gracias al ventanal desde el que se veía el mar. Iba a quedarme allí, sentado en la butaca, con la mirada perdida en las sábanas que hace escasos minutos nos habían arropado.
Eran las primeras horas de la tarde. No tenía apetito, solo tenía hambre de ti, de tu aliento, tus suspiros y tus besos. Quería hartarme de tus abrazos y saciarme recorriendo tu piel, una vez más. El dulce postre de tus besos, el fuerte sabor de tu sexo, se fue diluyendo gracias a un vaso con licor de una de las botellas del minibar.
Me enviaste un mensaje. Estabas en casa. Suspiré. La habitación sin ti me atormentaba, la cama vacía era un páramo. Salí afuera. No quise ir a la playa donde hace pocas horas paseábamos juntos. Fui en dirección contraria. Me fatigó subir aquellas colinas. Merecía la pena; la visión era espectacular, con ese mar tan agitado como lo que sentía por ti. Con esa luz que se apagaba como nuestro encuentro furtivo. Las primeras luces de las casas comenzaron a pintar el horizonte de reflejos lejanos.
Cómo iba a volver a verte, disimulando delante de los conocidos. Cómo iba a volver a coincidir contigo tomando café sin besarte, sin abrazarte. Era ya de noche en la habitación del hotel. Seguía revuelta, llorando por tu ausencia. No quise encender la luz, ni dormir en la cama. Aún quedaban botellas en el minibar. Las apuré todas. Hacía años que no bebía alcohol. El sopor me encontró en la butaca, rodeado de los reflejos de las pequeñas botellas esparcidas por la moqueta.
Debía haber descansado en la cama, porque el amanecer fue de todo menos idílico. Con la espalda dolorida, las piernas entumecidas y el cuello desencajado. Me costó mucho ponerme en pie. El calor de la ducha me reconfortó. Pero seguía ansiando el calor de tu cuerpo. ¿Volvería a sentirlo?
Era la sensación que me aturdía: ansiar algo que sabía que no podría ser. Solo tenía una opción: atesorar aquellas sensaciones para que me dieran el calor necesario para seguir viviendo. Sin ti. No hay despedida más triste que la de los amantes furtivos.
El lecho aún conserva las huellas de nuestros cuerpos, el olor de tu piel, el calor de tu presencia.
Te vestiste de forma apresurada, aún sonrojada por lo que habías sentido. Tu beso sabía a amarga despedida, inquieta, avergonzada.
Tras el paseo por la playa entramos en la habitación, tan avergonzados como ansiosos. Te cogí de la mano y me acerqué a ti. Los dos con las cabezas bajas. Aparté tus cabellos de la cara y volví a ver aquel brillo en tus ojos. Cerré los míos y busqué tu boca. Fue un beso tímido, corto,al que siguieron otros cada vez más intensos. Cogidos de la mano. En pie en aquella habitación.
No quise mirar por la ventana, no quería verte partir. Pero te imaginé entrando en el coche, comprobando que llevabas todo encima, que no se te olvidaba nada. Posiblemente irías a casa, te ducharías e irías a buscar la parada del autobús a tus hijos. Luego en casa, disimularías ante tu marido contándole que el día había sido agotador y que querías irte pronto a dormir. Nunca sabrá lo mucho que le envidio por poder despertar un día tras otro a tu lado.
Nuestras manos comenzaron a buscarse, nos apretamos el uno contra el otro. Ahora un abrazo. Sin dejar de besarnos. Con pasión pero sin prisas. Queríamos dilatar el tiempo lo máximo posible para empaparnos en aquella sensación, conscientes del momento que estábamos viviendo.
No podías contar que esa mañana no habías ido a trabajar, que nos habíamos escapado a un pueblo costero donde dimos un paseo por la playa tratando de pasar inadvertidos, a escondidas, como eran siempre nuestros encuentros.
Terminamos desnudos en la cama. Abrazados y besándonos. Te coloqué tumbada boca arriba. Tu pecho se hinchaba a un ritmo acelerado. Te susurré cosas al oído y mis dedos comenzaron a jugar con tu pelo. Me gustaba la sensación de cómo se enredaban en él. Lo levanté en varias ocasiones para que volviera a su sitio, dibujando sombras en tu cara. Traté de seguirlas con los dedos, acariciando tus pómulos y tu barbilla. Volví a besarte con pasión mientras mis dedos recorrían tu cuello que también comencé a besar.
Recuerdo cómo el viento hacía que tu cabello negro como el azabache te tapara la cara. Esa sonrisa nerviosa y ese brillo en los ojos que me hacía enloquecer. Caminamos juntos, sin tocarnos. Con una complicidad que no podía ocultarse, así como las ganas de intimar.
La mano siguió el recorrido de tus formas y acaricié esa parte de la piel siempre fina y muchas veces olvidada. Los hombros desnudos siempre me habían parecido terriblemente sensuales. Acariciar tus hombros, con suavidad, mientras te susurraba dulces palabras y te dedicaba suspiros era lo más cercano a la felicidad en aquel momento.
Fue la habitación del hotel la que nos propició ese lugar, el refugio que buscábamos para encontrar lo que creíamos haber perdido irremediablemente.
Recorrí tu largo brazo hasta encontrarme con esa mano que se aferraba a las sábanas. Al notar la mía se entrelazaron. Tus besos aumentaron en intensidad. Traté de calmarte. Quería que todo aquel momento fuera eterno. Mis dedos comenzaron a jugar con los tuyos. Se buscaban y se enganchaban los unos a los otros. Levantamos las manos buscando el sol que se colaba entre nuestros dedos.
Ahora seguía en esa habitación. Era un espacio grande, con mucha luz gracias al ventanal desde el que se veía el mar. Iba a quedarme allí, sentado en la butaca, con la mirada perdida en las sábanas que hace escasos minutos nos habían arropado.
Mi mano se desvió nuevamente hacia tus hombros, recorriendo las contorneadas formas de tus brazos. Siempre fue un fetichista de los brazos. Son la parte del cuerpo que más habla. Si sentimos rechazo ellos nos empujan fuera de nuestro espacio. Pero si amamos, ellos nos acercan a la persona amada y si la pasión se desata los brazos nos sujetan fuertemente y nos aprietan. Son los brazos maternos los que nos acogen por primera vez y nos dan esa sensación de cariño para la que hemos nacido. Y no hay muerte más poética que esperarla en los brazos de la persona que amas.
Eran las primeras horas de la tarde. No tenía apetito, solo tenía hambre de ti, de tu aliento, tus suspiros y tus besos. Quería hartarme de tus abrazos y saciarme recorriendo tu piel, una vez más. El dulce postre de tus besos, el fuerte sabor de tu sexo, se fue diluyendo gracias a un vaso con licor de una de las botellas del minibar.
Creía morir acariciándote. Quizás por eso mis besos eran lentos. Mis dedos comenzaron a recorrer tu pecho, dibujando la forma de tus senos y deteniéndose en las abruptas cúspides de tus pezones. Los recorrí con las yemas de los dedos, en círculos lentos y cuando comencé a sentir tu cambio en la forma de respirar apreté con toda la mano tu pecho mientras te besaba apasionadamente.
Me enviaste un mensaje. Estabas en casa. Suspiré. La habitación sin ti me atormentaba, la cama vacía era un páramo. Salí afuera. No quise ir a la playa donde hace pocas horas paseábamos juntos. Fui en dirección contraria. Me fatigó subir aquellas colinas. Merecía la pena; la visión era espectacular, con ese mar tan agitado como lo que sentía por ti. Con esa luz que se apagaba como nuestro encuentro furtivo. Las primeras luces de las casas comenzaron a pintar el horizonte de reflejos lejanos.
La mano descansó en tu tripa que me condujo hacia las caderas donde se entretuvieron un rato hasta volver al vientre donde mis dedos se toparon con los pelos de tu sexo. Lo evité y mis manos, dando un rodeo, descansaron entre la suavidad de tus muslos. Hasta ese momento tenías las piernas estiradas pero al sentir las manos flexionaste las rodillas. Mi mano aprovechó la invitación y recorrió la piel de tus piernas, las rodillas, las pantorrillas y nuevamente a los muslos, finos, suaves, delicados.
Cómo iba a volver a verte, disimulando delante de los conocidos. Cómo iba a volver a coincidir contigo tomando café sin besarte, sin abrazarte. Era ya de noche en la habitación del hotel. Seguía revuelta, llorando por tu ausencia. No quise encender la luz, ni dormir en la cama. Aún quedaban botellas en el minibar. Las apuré todas. Hacía años que no bebía alcohol. El sopor me encontró en la butaca, rodeado de los reflejos de las pequeñas botellas esparcidas por la moqueta.
En ese momento era difícil mantener la pasión sin agitación. Te besé apasionadamente mientras mi mano encontró tu sexo. Los dedos fueron apartando poco a poco los labios para encontrar tu humedad y tu calor.
Fue sencillo lubricar el clítoris con tu propia humedad. Para entonces mi mano supo acercarse a tu intimidad y un dedo penetró tu sexo realizando pequeños y acompasados gestos hacia dentro y hacia afuera.
Tu respiración era ya tremendamente agitada y volví a susurrarte lo mucho que te quería mientras mis dedos seguían en tu interior y suspirabas como nunca antes te había visto hacerlo. Noté que tus piernas y tu vientre comenzaban a convulsionar. Saqué mis dedos de tu interior y puse la palma de la mano sobre tu vagina. Cerraste las piernas y me atrapaste la mano mientras perdías el control y gemías y suspirabas mientras mi boca trataba de beber tu aliento.
Debía haber descansado en la cama, porque el amanecer fue de todo menos idílico. Con la espalda dolorida, las piernas entumecidas y el cuello desencajado. Me costó mucho ponerme en pie. El calor de la ducha me reconfortó. Pero seguía ansiando el calor de tu cuerpo. ¿Volvería a sentirlo?
Una de tus manos se posó sobre la mía que seguía dulcemente atrapada. La apretabas con fuerza mientras tu respiración iba recobrando el ritmo pausado. Giraste en ese momento la cabeza hacia mi cara. Soltaste mi mano y me agarraste la cabeza con fuerza mientras tu boca me susurró dulces besos. Una de tus manos buscó mi sexo y cuando lo encontró, apenas sentí el tacto de tu mano, agarrándolo con fuerza, eyaculé mientras te besaba y susurraba tu nombre.
Era la sensación que me aturdía: ansiar algo que sabía que no podría ser. Solo tenía una opción: atesorar aquellas sensaciones para que me dieran el calor necesario para seguir viviendo. Sin ti. No hay despedida más triste que la de los amantes furtivos.