Noche de verano

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Madrid
Fue una de esas noches lentas de verano, con el calor colgado del techo y las piernas pegadas al sofá.
Marta vino con su novio.
Ella, la de siempre: risa fuerte, leggins ajustados, escote sin miedo.
Él, callado, de esos que observan más de lo que hablan.
La cena fue sencilla.
Vino blanco, risas tontas, confesiones flojas.
Marta se descalzó. Se echó en el sofá con las piernas abiertas, el vestido subido, las marcas del sujetador a la vista.
Yo hacía como que no miraba.
Pero mi cuerpo respondía.
Cuando se hizo tarde, les dije que se quedaran.
La habitación de invitados estaba lista.
Les di una toalla y les deseé buenas noches.
Ella me guiñó un ojo. Él apenas dijo nada.
Me metí en la cama.
Camiseta vieja, sin bragas.
Mi marido se durmió en tres minutos.
Y entonces, empezó.
Primero, risas apagadas.
Luego, el sonido del somier.
Un chac chac suave, rítmico.
Después… la voz de Marta.
Ahogada.
Como si se tapara con la almohada, pero no pudiera evitarlo.
Sus gemidos eran húmedos, de esos que salen cuando no finges, cuando te están tocando como nadie más sabe.
Y él… le murmuraba.
No entendía bien, pero lo que sí llegaba eran palabras rotas.
Un “no te pares”, un “así, así, así…”.
Y yo ahí.
Despierta.
Con el pecho apretado y el coño latiéndome solo de oírla.
Me metí la mano sin pensarlo.
Los dedos deslizaron fácil. Estaba mojada desde hacía rato.
Cada vez que la oía suspirar, mis dedos bajaban más.
Cada golpe que él daba contra ella… lo sentía yo en la pelvis.
Y cuando soltó ese gemido largo, al final, como rendida…
tuve que morder la almohada para no gritar yo también.
Él se vino. Lo supe por cómo jadeó.
Ella se rió bajito después.
Y todo se volvió silencio.
Menos yo.
Yo me quedé con los dedos húmedos, la espalda sudada.
 
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Gracias por la imagen de nuevo
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