ruijin
Miembro
- Desde
- 13 Nov 2025
- Mensajes
- 17
- Reputación
- 5
Capítulo 1. El juego.
No habían cruzado palabra desde que ella entró en aquel pub. Ni una mirada directa, ni un gesto que delatara ningún interés.
Él, como sin ser consciente, ya estaba allí, esperándola, sentado al fondo, con una copa que ni siquiera había tocado.
La vio entrar como a cualquier desconocida pero recreándose en cada detalle: el vestido negro, las botas marrón rojizo, el paso seguro, esa forma de sostener el bolso bajo el brazo...
Ella no lo miró. Seguramente porque no quiso verlo aunque su piel lo sintió en cuanto cruzó la puerta.
Era como si en el aire se respirase una tensión entre ambos, un hilo invisible tirando de sus respiraciones.
Pidió una copa, sonrió al camarero y, al poco, ya estaba en la pista.
Bailaba.
A veces con un grupo, a veces con alguien a solas. Reía, se movía con un ritmo que parecía provocar a todos y, sin embargo, su mirada se perdía de vez en cuando por los límites del local.
Él la observaba con una mezcla de deseo y celos contenidos. Cada risa, cada roce accidental de otros hombres, era una chispa que lo incendiaba por dentro.
Era, simplemente, un extraño contemplando a una mujer, y eso lo perturbaba y lo excitaba a partes iguales.
Las horas pasaron lentas.
Ella seguía bailando, disfrutando de esa libertad que en realidad era una provocación. Y él, en su rincón, contenía el impulso de acercarse, de romper el hechizo. Pero no. El silencio, el desconocimiento, la barrera que existía entre ellos formaba parte del encanto.
Cuando ella decidió marcharse, fue tan sutil como todo lo demás. Dejó la copa, se despidió con una sonrisa y salió a la calle. O quiso hacerlo.
Había bailado tantas horas que las luces del pub parecían girar con ella. Con la respiración acelerada y el pulso aún siguiendo el ritmo de la música, se abrió paso hacia la salida. El mareo dulce del alcohol le daba una sensación ligera, casi eléctrica.
Justo cuando empujó la puerta, una mano firme le sujetó el brazo. Por lo visto en aquel local había más de un hombre fijando sus ojos en ella. Éste era uno de tantos.
Ella se giró y encontró unos ojos intensos, seguros, que la observaron con una mezcla de calma y autoridad natural. Él era atractivo, de una forma silenciosa pero indiscutible: mandíbula fuerte, barba corta, camisa negra ligeramente desabrochada.
—¿Vas bien? —preguntó con una voz grave que le acarició el estómago.
—Un poco borracha… pero sí —respondió ella, con una sonrisa ladeada.
Él no le soltó el brazo de inmediato; lo mantuvo con suavidad, pero con una firmeza que la hizo estremecerse.
Una firmeza que reconoció. Que le gustó.
—Ven conmigo —dijo, sin alzar la voz, pero con una seguridad que no dejaba lugar a dudas.
Ella asintió antes incluso de pensarlo.
Salieron juntos del pub, caminando muy cerca, rozándose. Cada vez que él apoyaba la mano en su cintura para guiarla por la acera, su cuerpo reaccionaba como si le pulsaran un interruptor escondido.
Al llegar a su piso, él abrió la puerta y, al cerrarla, la apoyó suavemente contra la pared. Su boca bajó hasta su oído.
—Desde que te vi bailando sabía que ibas a obedecerme —susurró.
El temblor que le recorrió el cuerpo fue inmediato.
Él la besó con calma al principio, explorando, pero pronto la sujetó del mentón para obligarla a mirarlo.
—Si vienes conmigo al dormitorio, juegas bajo mis reglas. Solo si tú quieres.
Ella tragó saliva, excitada y consciente.
—Quiero.
Su sonrisa fue lenta, satisfecha.
La llevó de la mano hasta el dormitorio. Sobre una cómoda había una pequeña caja de cuero negro. Ella la observó con las pupilas dilatadas.
—Desvístete —ordenó él.
Ella obedeció, lenta, dejando que el vestido cayera por sus muslos. Él la observaba sin tocarla, los brazos cruzados, disfrutando de cada gesto.
Cuando quedó desnuda, él abrió la caja.
Sacó unas esposas acolchadas, una fusta corta de cuero, y una cinta de satén que hizo deslizar entre sus dedos.
—Dame las manos —ordenó.
Ella las ofreció. La sensación del cierre metálico rodeándole las muñecas la hizo gemir suavemente.
Él la giró y la inclinó sobre la cama. Le acarició la espalda, bajando lentamente hasta sus caderas. Después, un pequeño toque seco de la fusta suspendió su respiración.
—Respira —ordenó él, acariciándole donde había golpeado—. Quiero sentirte rendida, no tensa.
Ella exhaló, temblando, y él volvió a marcarla suavemente, alternando caricias con golpes precisos, medidos, que la hacían arquearse y humedecerse más.
Luego deslizó los dedos entre sus piernas.
—Así —susurró—. Muy bien, sumisa.
Ella gimió, entregada.
Él la penetró lentamente, manteniendo las manos en sus caderas, controlando cada movimiento.
La fusta caía con pequeños toques en sus muslos mientras la follaba. Toques profundos y calculados. Ella jadeaba entre gemidos que no intentaba contener.
—Di que eres mía —le ordenó, apretando más fuerte.
—Soy tuya —respondió ella, ronca, completamente perdida en el placer.
—Llámame Amo Pablo — aclaró él.
—Pablo... — repitió en su mente— Pablo el perverso.
Él la empujó con un ritmo más intenso, llenándola, sujetándola por las esposas para arrastrarla hacia él.
El orgasmo le llegó como llega el mar caliente a la orilla. Ella permanecía desgarradora, mientras él seguía dominándola con movimientos firmes hasta correrse dentro de ella con un gemido profundo.
Cuando terminaron, él la desató con cuidado, acariciándole las muñecas para aliviar la presión.
La besó, suave, como un contraste perfecto con lo anterior.
Ella se vistió con las piernas aún temblorosas.
—Ha sido… —empezó ella.
—Lo sé —dijo él, con esa sonrisa de dueño satisfecho—. Si quieres volver, sabes dónde estoy.
Ella salió a la calle poco después. Pero no estaba sola.
Al cruzar, observó a un hombre alto, fuerte, casi escondido entre la oscuridad de la madrugada.
Les habia seguido, poseído por el deseo, desde que vió cómo Pablo, el perverso, la detenía justo antes de salir de aquel pub y, a la fuerza pero sin saberlo, habia retrasado sus planes, mucho más perversos que los de Pablo.
La madrugada fresca la recibió mientras caminaba hacia su casa con la piel aún ardiendo, las marcas suaves en los muslos, y el cuerpo lleno de una sensación deliciosa de rendición. Simplemente caminaba cabizbaja pero orgullosa de sí misma.
Al llegar al desconocido, casi por un reflejo, subió por primera vez la mirada y le vio clavando sus ojos en ella. Ahí supo, por primera vez, lo que iba a pasar.
No habían cruzado palabra desde que ella entró en aquel pub. Ni una mirada directa, ni un gesto que delatara ningún interés.
Él, como sin ser consciente, ya estaba allí, esperándola, sentado al fondo, con una copa que ni siquiera había tocado.
La vio entrar como a cualquier desconocida pero recreándose en cada detalle: el vestido negro, las botas marrón rojizo, el paso seguro, esa forma de sostener el bolso bajo el brazo...
Ella no lo miró. Seguramente porque no quiso verlo aunque su piel lo sintió en cuanto cruzó la puerta.
Era como si en el aire se respirase una tensión entre ambos, un hilo invisible tirando de sus respiraciones.
Pidió una copa, sonrió al camarero y, al poco, ya estaba en la pista.
Bailaba.
A veces con un grupo, a veces con alguien a solas. Reía, se movía con un ritmo que parecía provocar a todos y, sin embargo, su mirada se perdía de vez en cuando por los límites del local.
Él la observaba con una mezcla de deseo y celos contenidos. Cada risa, cada roce accidental de otros hombres, era una chispa que lo incendiaba por dentro.
Era, simplemente, un extraño contemplando a una mujer, y eso lo perturbaba y lo excitaba a partes iguales.
Las horas pasaron lentas.
Ella seguía bailando, disfrutando de esa libertad que en realidad era una provocación. Y él, en su rincón, contenía el impulso de acercarse, de romper el hechizo. Pero no. El silencio, el desconocimiento, la barrera que existía entre ellos formaba parte del encanto.
Cuando ella decidió marcharse, fue tan sutil como todo lo demás. Dejó la copa, se despidió con una sonrisa y salió a la calle. O quiso hacerlo.
Había bailado tantas horas que las luces del pub parecían girar con ella. Con la respiración acelerada y el pulso aún siguiendo el ritmo de la música, se abrió paso hacia la salida. El mareo dulce del alcohol le daba una sensación ligera, casi eléctrica.
Justo cuando empujó la puerta, una mano firme le sujetó el brazo. Por lo visto en aquel local había más de un hombre fijando sus ojos en ella. Éste era uno de tantos.
Ella se giró y encontró unos ojos intensos, seguros, que la observaron con una mezcla de calma y autoridad natural. Él era atractivo, de una forma silenciosa pero indiscutible: mandíbula fuerte, barba corta, camisa negra ligeramente desabrochada.
—¿Vas bien? —preguntó con una voz grave que le acarició el estómago.
—Un poco borracha… pero sí —respondió ella, con una sonrisa ladeada.
Él no le soltó el brazo de inmediato; lo mantuvo con suavidad, pero con una firmeza que la hizo estremecerse.
Una firmeza que reconoció. Que le gustó.
—Ven conmigo —dijo, sin alzar la voz, pero con una seguridad que no dejaba lugar a dudas.
Ella asintió antes incluso de pensarlo.
Salieron juntos del pub, caminando muy cerca, rozándose. Cada vez que él apoyaba la mano en su cintura para guiarla por la acera, su cuerpo reaccionaba como si le pulsaran un interruptor escondido.
Al llegar a su piso, él abrió la puerta y, al cerrarla, la apoyó suavemente contra la pared. Su boca bajó hasta su oído.
—Desde que te vi bailando sabía que ibas a obedecerme —susurró.
El temblor que le recorrió el cuerpo fue inmediato.
Él la besó con calma al principio, explorando, pero pronto la sujetó del mentón para obligarla a mirarlo.
—Si vienes conmigo al dormitorio, juegas bajo mis reglas. Solo si tú quieres.
Ella tragó saliva, excitada y consciente.
—Quiero.
Su sonrisa fue lenta, satisfecha.
La llevó de la mano hasta el dormitorio. Sobre una cómoda había una pequeña caja de cuero negro. Ella la observó con las pupilas dilatadas.
—Desvístete —ordenó él.
Ella obedeció, lenta, dejando que el vestido cayera por sus muslos. Él la observaba sin tocarla, los brazos cruzados, disfrutando de cada gesto.
Cuando quedó desnuda, él abrió la caja.
Sacó unas esposas acolchadas, una fusta corta de cuero, y una cinta de satén que hizo deslizar entre sus dedos.
—Dame las manos —ordenó.
Ella las ofreció. La sensación del cierre metálico rodeándole las muñecas la hizo gemir suavemente.
Él la giró y la inclinó sobre la cama. Le acarició la espalda, bajando lentamente hasta sus caderas. Después, un pequeño toque seco de la fusta suspendió su respiración.
—Respira —ordenó él, acariciándole donde había golpeado—. Quiero sentirte rendida, no tensa.
Ella exhaló, temblando, y él volvió a marcarla suavemente, alternando caricias con golpes precisos, medidos, que la hacían arquearse y humedecerse más.
Luego deslizó los dedos entre sus piernas.
—Así —susurró—. Muy bien, sumisa.
Ella gimió, entregada.
Él la penetró lentamente, manteniendo las manos en sus caderas, controlando cada movimiento.
La fusta caía con pequeños toques en sus muslos mientras la follaba. Toques profundos y calculados. Ella jadeaba entre gemidos que no intentaba contener.
—Di que eres mía —le ordenó, apretando más fuerte.
—Soy tuya —respondió ella, ronca, completamente perdida en el placer.
—Llámame Amo Pablo — aclaró él.
—Pablo... — repitió en su mente— Pablo el perverso.
Él la empujó con un ritmo más intenso, llenándola, sujetándola por las esposas para arrastrarla hacia él.
El orgasmo le llegó como llega el mar caliente a la orilla. Ella permanecía desgarradora, mientras él seguía dominándola con movimientos firmes hasta correrse dentro de ella con un gemido profundo.
Cuando terminaron, él la desató con cuidado, acariciándole las muñecas para aliviar la presión.
La besó, suave, como un contraste perfecto con lo anterior.
Ella se vistió con las piernas aún temblorosas.
—Ha sido… —empezó ella.
—Lo sé —dijo él, con esa sonrisa de dueño satisfecho—. Si quieres volver, sabes dónde estoy.
Ella salió a la calle poco después. Pero no estaba sola.
Al cruzar, observó a un hombre alto, fuerte, casi escondido entre la oscuridad de la madrugada.
Les habia seguido, poseído por el deseo, desde que vió cómo Pablo, el perverso, la detenía justo antes de salir de aquel pub y, a la fuerza pero sin saberlo, habia retrasado sus planes, mucho más perversos que los de Pablo.
La madrugada fresca la recibió mientras caminaba hacia su casa con la piel aún ardiendo, las marcas suaves en los muslos, y el cuerpo lleno de una sensación deliciosa de rendición. Simplemente caminaba cabizbaja pero orgullosa de sí misma.
Al llegar al desconocido, casi por un reflejo, subió por primera vez la mirada y le vio clavando sus ojos en ella. Ahí supo, por primera vez, lo que iba a pasar.