San Vicente del Raspeig. Verano en el infierno.

mostoles

Miembro muy activo
Desde
24 Jun 2023
Mensajes
526
Reputación
3,785
Ubicación
Madrid
Aquel año, mis padres decidieron alquilar una casa de campo para desconectar.
Desconectar ellos, claro. Porque para mí, fue desconectar del mundo: sin wifi, sin amigas, sin nada. Solo mosquitos, calor, y una especie de acequia mugrienta donde decían que nos podíamos bañar.

La casa tenía lo justo. Y al lado, otra más vieja, medio reformada, donde vivía un chico de mi edad.
Rubio, gordo, con camiseta sin mangas y ese andar de los que no se lavan las manos pero saben mirar.
Fue mi único entretenimiento aquel verano.

—¿Quieres salir a andar? —me decía.
Y yo, que estaba más caliente que aburrida, asentaba sin pensarlo.

Nos íbamos al campo. Caminábamos entre matojos, caminos polvorientos, y esa mezcla de tensión y aburrimiento que solo da el verano y las hormonas desatadas.
 
Última edición:
Los primeros quince días fueron una tortura. Ni playa, ni amigas, ni aire acondicionado. Solo la puta acequia llena de barro y un televisor viejo con T5 todo el día puesto.

Y él.

El puto vecino.
Gordo, con camisetas sudadas de Goku y Pikachu, siempre con los sobacos mojados y ese olor a habitación cerrada con fritanga y desodorante barato.

No me gustaba. Nada.
Me daba repelús.
Pero ahí estaba, todos los días, asomado a la verja, tirando frases tipo:
—¿Quieres que te pase pelis en el USB?
—¿Jugamos a la Play?
—¿Te vienes a andar?

Y yo sudaba más de aburrimiento que de calor. Me levantaba a las 12, me sentaba en la silla del porche, me miraba las piernas sin depilar y pensaba:
“Me estoy pudriendo viva.”

Y fue ahí, justo en esa mezcla de tedio y calor animal, que algo empezó a cambiar.
No él…
Yo.

Porque una tarde, después de que mi madre dijera “vete a andar un rato con el chaval, así os da el aire”, lo hice.
Y esa caminata, entre sudores, piedras secas y silencio incómodo… no fue tan aburrida.

De repente, le vi mirarme las tetas.
 
…y ahí estábamos. En mitad del campo, entre matorrales secos y algún grillo que no se callaba. El sol pegaba fuerte, y yo sudaba entre las tetas, con la camiseta pegada al pecho y las bragas empezando a meterse donde no debían.
Él caminaba a mi lado, torpe, callado, y cada dos pasos me miraba las tetas.
Yo lo notaba. Clarísimo.
Tenía esa mirada nerviosa de los que se hacen pajas a escondidas y creen que nadie se da cuenta.
Y no sé por qué lo hice. O sí. Me aburría, me sentía deseada, y me parecía gracioso.
—¿Quieres verlas?
Él paró en seco.
Me miró como si le hubiese explotado el cerebro.
No dijo nada. Solo asintió. Torpe. Como un puto niño virgen que nunca había tenido algo tan cerca.
Me levanté un poco la camiseta.
Llevaba sujetador. Viejo, sin relleno. Uno blanco de algodón que ya me apretaba un poco de lo que me habían crecido las tetas ese año.
Me miró.
Respiraba fuerte.
Le temblaban las manos.
—¿Nunca has visto unas, no? —le solté, con media sonrisa, como si yo fuera mayor y él un crío.
—No… o sea… sí… en vídeos —me dijo.
Me reí.
Y entonces lo hice.
Me bajé un tirante. Luego el otro.
Me saqué las tetas, ahí, en mitad del campo. Pezones duros del aire, de los nervios… o del poder.
—Míralas bien. Que esto no pasa dos veces.
Y ahí estaba él. Con los ojos fijos. El pantalón corto le marcaba la erección. Y no sabía dónde meterse.
 
…y ahí estábamos. En mitad del campo, entre matorrales secos y algún grillo que no se callaba. El sol pegaba fuerte, y yo sudaba entre las tetas, con la camiseta pegada al pecho y las bragas empezando a meterse donde no debían.
Él caminaba a mi lado, torpe, callado, y cada dos pasos me miraba las tetas.
Yo lo notaba. Clarísimo.
Tenía esa mirada nerviosa de los que se hacen pajas a escondidas y creen que nadie se da cuenta.
Y no sé por qué lo hice. O sí. Me aburría, me sentía deseada, y me parecía gracioso.
—¿Quieres verlas?
Él paró en seco.
Me miró como si le hubiese explotado el cerebro.
No dijo nada. Solo asintió. Torpe. Como un puto niño virgen que nunca había tenido algo tan cerca.
Me levanté un poco la camiseta.
Llevaba sujetador. Viejo, sin relleno. Uno blanco de algodón que ya me apretaba un poco de lo que me habían crecido las tetas ese año.
Me miró.
Respiraba fuerte.
Le temblaban las manos.
—¿Nunca has visto unas, no? —le solté, con media sonrisa, como si yo fuera mayor y él un crío.
—No… o sea… sí… en vídeos —me dijo.
Me reí.
Y entonces lo hice.
Me bajé un tirante. Luego el otro.
Me saqué las tetas, ahí, en mitad del campo. Pezones duros del aire, de los nervios… o del poder.
—Míralas bien. Que esto no pasa dos veces.
Y ahí estaba él. Con los ojos fijos. El pantalón corto le marcaba la erección. Y no sabía dónde meterse.
Interesante, seguiré el hilo
 
…y ahí estábamos. En mitad del campo, entre matorrales secos y algún grillo que no se callaba. El sol pegaba fuerte, y yo sudaba entre las tetas, con la camiseta pegada al pecho y las bragas empezando a meterse donde no debían.
Él caminaba a mi lado, torpe, callado, y cada dos pasos me miraba las tetas.
Yo lo notaba. Clarísimo.
Tenía esa mirada nerviosa de los que se hacen pajas a escondidas y creen que nadie se da cuenta.
Y no sé por qué lo hice. O sí. Me aburría, me sentía deseada, y me parecía gracioso.
—¿Quieres verlas?
Él paró en seco.
Me miró como si le hubiese explotado el cerebro.
No dijo nada. Solo asintió. Torpe. Como un puto niño virgen que nunca había tenido algo tan cerca.
Me levanté un poco la camiseta.
Llevaba sujetador. Viejo, sin relleno. Uno blanco de algodón que ya me apretaba un poco de lo que me habían crecido las tetas ese año.
Me miró.
Respiraba fuerte.
Le temblaban las manos.
—¿Nunca has visto unas, no? —le solté, con media sonrisa, como si yo fuera mayor y él un crío.
—No… o sea… sí… en vídeos —me dijo.
Me reí.
Y entonces lo hice.
Me bajé un tirante. Luego el otro.
Me saqué las tetas, ahí, en mitad del campo. Pezones duros del aire, de los nervios… o del poder.
—Míralas bien. Que esto no pasa dos veces.
Y ahí estaba él. Con los ojos fijos. El pantalón corto le marcaba la erección. Y no sabía dónde meterse.
Mmmmmm jejeje morbosa eres mmmmm
 
Le di unos segundos más para que memorizara mis tetas.
El chaval tragaba saliva como si estuviera viendo una peli porno en directo por primera vez. Y lo estaba, en realidad.
Yo sabía que ese momento se le iba a quedar grabado para toda la vida.
Pero yo ya me aburría otra vez.

—Venga, ahora tú —le solté, cruzándome de brazos—. Enséñamela.

Se quedó blanco. Pálido.
—¿En serio?

—¿Tú qué crees? No me voy a quedar con la intriga…

Y ahí fue, el gran momento. Se bajó los pantalones con las manos temblorosas. Los calzoncillos cayeron, y entonces… madre mía.

Una decepción de manual.
Pequeña, retraída, y con una fimosis que daba más pena que morbo. La piel no le bajaba bien. Tenía que forzarla, y aún así, la pobre parecía un cuello de botella mal cortado.

Yo me quedé callada.
No quería reírme… pero por dentro pensaba:
“¿Todo este paseo, el sudor, y el numerito… para esto?”

No dije nada más.
Me puse la camiseta, ajusté el sujetador con un tirón rápido y empecé a andar de nuevo hacia la casa.

Él caminó detrás, en silencio, con la polla aún medio tiesa, como si no supiera si se sentía triunfador o humillado.
 
Le di unos segundos más para que memorizara mis tetas.
El chaval tragaba saliva como si estuviera viendo una peli porno en directo por primera vez. Y lo estaba, en realidad.
Yo sabía que ese momento se le iba a quedar grabado para toda la vida.
Pero yo ya me aburría otra vez.

—Venga, ahora tú —le solté, cruzándome de brazos—. Enséñamela.

Se quedó blanco. Pálido.
—¿En serio?

—¿Tú qué crees? No me voy a quedar con la intriga…

Y ahí fue, el gran momento. Se bajó los pantalones con las manos temblorosas. Los calzoncillos cayeron, y entonces… madre mía.

Una decepción de manual.
Pequeña, retraída, y con una fimosis que daba más pena que morbo. La piel no le bajaba bien. Tenía que forzarla, y aún así, la pobre parecía un cuello de botella mal cortado.

Yo me quedé callada.
No quería reírme… pero por dentro pensaba:
“¿Todo este paseo, el sudor, y el numerito… para esto?”

No dije nada más.
Me puse la camiseta, ajusté el sujetador con un tirón rápido y empecé a andar de nuevo hacia la casa.

Él caminó detrás, en silencio, con la polla aún medio tiesa, como si no supiera si se sentía triunfador o humillado.
Bueno quizas un poco jodida porque podia haver-se corrido jugando contigo
 
Le di unos segundos más para que memorizara mis tetas.
El chaval tragaba saliva como si estuviera viendo una peli porno en directo por primera vez. Y lo estaba, en realidad.
Yo sabía que ese momento se le iba a quedar grabado para toda la vida.
Pero yo ya me aburría otra vez.

—Venga, ahora tú —le solté, cruzándome de brazos—. Enséñamela.

Se quedó blanco. Pálido.
—¿En serio?

—¿Tú qué crees? No me voy a quedar con la intriga…

Y ahí fue, el gran momento. Se bajó los pantalones con las manos temblorosas. Los calzoncillos cayeron, y entonces… madre mía.

Una decepción de manual.
Pequeña, retraída, y con una fimosis que daba más pena que morbo. La piel no le bajaba bien. Tenía que forzarla, y aún así, la pobre parecía un cuello de botella mal cortado.

Yo me quedé callada.
No quería reírme… pero por dentro pensaba:
“¿Todo este paseo, el sudor, y el numerito… para esto?”

No dije nada más.
Me puse la camiseta, ajusté el sujetador con un tirón rápido y empecé a andar de nuevo hacia la casa.

Él caminó detrás, en silencio, con la polla aún medio tiesa, como si no supiera si se sentía triunfador o humillado.
El pobre jajajaja.
 
Quedaban siete días para irnos.
Siete.
Y yo ya era un trapo humano.
No me duchaba casi. Para qué, si acababa igual de sudada a los diez minutos. Me tiraba al agua de la puta charca esa, que olía a cloro como si quisieran matar ranas a traición.
Las piernas con pelos. Los sobacos, peor.
Y las bragas… bueno, rotas y con elástico muerto.
Estaba hecha una mierda.
Pero seguía saliendo a caminar con el pajero de la casa de al lado. Ya no hablábamos mucho. Solo caminábamos. Él me seguía como perro con hambre. Y yo, con las tetas botando en la camiseta vieja, sin sujetador. Para qué. Si ya me daba igual todo.
Y entonces va… y aparece el primo.
El puto primo.
Igual de gordo, más bajito, con gafas empañadas y una camiseta de One Piece dos tallas más chica.
Y de repente éramos tres.
—¿Vamos a andar? —me dicen.
Y yo: "anda y que os follen", pensé.
Pero al final fui.
No sé por qué. Aburrimiento, costumbre, o esa cosa rara de saberse el centro de dos pares de ojos calientes.
Sudábamos los tres. Ellos dos respiraban fuerte desde el minuto cinco.
Yo, con el culo apretado en las mallas, la camiseta empapada marcándome los pezones.
Y los dos… sin apartar la vista.
Miraban mis tetas como si les hubiera puesto un episodio inédito de su serie favorita.
Y yo caminaba delante, con el sudor bajándome por la espalda, oliéndome a mí misma, sabiendo que daba pena… y morbo al mismo tiempo.
 
La camiseta pegada, las mallas subidas, el coño húmedo no de ganas, sino de calor y abandono.
Y los dos detrás. Respirando fuerte. Callados. Mirándome como si les debiera algo.
Y ahí… se me cruzó el cable.
Me giré en seco, con la cara seria y la paciencia en el suelo.
—¿Queréis que os enseñe las tetas?
Se quedaron tiesos.
El gordo original parpadeó rápido. El primo tragó saliva como si se le hubiera secado la boca entera.
—S-sí… si tú quieres, claro —balbuceó uno.
Me crucé de brazos, con las tetas empujando la tela empapada de la camiseta.
—Vale. Pero una condición.
Silencio. Esperaban como si fuera una prueba de acceso a una secta secreta de bragas sudadas.
—Os sacáis la polla los dos. Ahora. Y sin tocaros. Solo mirándome.
Los ojos se les pusieron como platos. El gordo de siempre ya estaba manoseándose a través del pantalón, como si no lo hubiera escuchado bien. El primo parecía paralizado.
—¿Qué pasa, mucho pedir? Si sois tan valientes para pedir tetas, tened huevos para enseñarme lo que traéis —solté, seca.
El primero se bajó los pantalones.
Ahí estaba: su polla pequeña, húmeda, medio tiesa, pegada al calzoncillo como si no quisiera salir. El primo dudó, pero al ver que yo no apartaba la mirada, lo hizo también. Otra polla triste, sin fuerza, pero expuesta.
—Muy bien —dije.
Me subí la camiseta.
Sin sujetador.
Las tetas caídas, sudadas, con los pezones duros del contraste.
Y me las agarré con las manos.
Les miré fijamente.
—No toquéis. Ni un dedo. Que si os corréis sin permiso, os juro que os dejo aquí en mitad del campo con las pollas fuera.
Ellos tragaban saliva. Yo los veía temblar.
Y por dentro, por dentro me ardía algo. No placer. No amor.
Aburrimiento...
 
Ahí estaban.
Los dos con las pollas fuera, tiesas como si nunca antes se les hubiese levantado tan fuerte.
Sudados, nerviosos, sin saber si mirar mis tetas o mis ojos. Y yo, con la camiseta subida, los pezones brillando del sudor, sujetándome las tetas como si fueran trofeos.
El silencio era tan espeso como el calor.
Y entonces el primo —el más pringado de los dos, con el pantalón a medio caer y las gafas resbalándole por la nariz— suelta:
—¿Puedo… tocarlas?
Me lo soltó en voz bajita, como si estuviera pidiendo otra ración en el comedor del colegio.
Lo miré.
Los miré a los dos.
Con esa mezcla de desprecio y ternura que da ver a dos tíos completamente entregados sin haber hecho nada más que enseñar las tetas.
—Sois vírgenes, ¿verdad?
Ellos se miraron.
Y después, casi al mismo tiempo, bajaron la mirada y dijeron:
—Sí…
Uno, con voz rota. El otro, apenas susurrando.
Se les notaba. Se les olía. Se les caía de la cara y de la polla.
Vírgenes no solo del cuerpo, sino de la vida.
Me bajé la camiseta.
Despacio. Sin decir nada.
Y los dos se quedaron con las pollas fuera, mirándome como si les hubiera quitado el oxígeno.
—No habéis hecho nada para ganároslo. Nada. Y ya estáis pidiendo tocar.
Silencio.
No sabían si subirse los pantalones o esperar algo más.
—Aprended algo —les dije—: a una tía no se le suplica. Se le calienta. Se le hace sentir.
Y vosotros… parecéis dos adolescentes sacando la polla en un probador del Decathlon.
Y me di la vuelta.
Y me fui andando.
Con las tetas sudadas, el coño pegajoso, y una sonrisa torcida.
 
Crucé una zona seca y llegué a una casa medio derruida que ya había visto antes, entre los paseos. De esas con las paredes rajadas, el techo medio hundido, carteles oxidados de “no entrar” y colchones viejos por el suelo.
Perfecta para hacer lo que no se debe.


Ellos venían detrás.
En silencio.
Con las pollas aún fuera, tiesas, medio cubiertas con sus camisetas largas como si eso tapara algo.


Yo llevaba una toalla. Una botella de agua.
Y un runrún en la cabeza que me decía: “¿y si hoy les das algo… pero a tu manera?”


Entré en la casa. El aire olía a humedad, a polvo, a piedra caliente.
Vi uno de los colchones viejos apoyado en el suelo, hundido en el centro, manchado, pero sin cristales.
Extendí la toalla sobre ese colchón, tapando lo justo, y me senté. Piernas cruzadas. Tetas aún cubiertas, pero los pezones seguían duros, porque el morbo no se había ido.


Ellos se asomaron, dudando.


—¿A qué esperáis? —dije sin mirarlos.


Se sentaron. Uno a cada lado.
Como dos perritos obedientes, sudando, con las pollas duras marcando el pantalón flojo.


—¿Y ahora… qué? —preguntó el primo, con la voz más ronca que antes.
—¿Nos dejas tocarte?


Me giré un poco.
Los miré.
Y sin decir nada, me saqué las tetas otra vez. Lentamente.
Las dejé caer, brillantes, con el pezón medio tieso, apuntando a cada uno.


—Podéis mirar —dije—. Solo eso.
Y si tocáis, será cuando yo os lo diga.


Les temblaba todo. El gordo original tenía la cara roja y el labio sudado. El primo no paraba de mirarme el escote, la barriga, las piernas… como si no supiera por dónde empezar a babear.


Me tumbé un poco hacia atrás, apoyándome en los codos, dejando que las tetas se abrieran y colgaran, sueltas.
Y ahí, entre el calor, el polvo y sus respiraciones torpes, me entró el impulso.


—Sacaos la polla otra vez —dije.
—Pero ahora… solo vais a tocárosla si yo os lo digo.


Y esperé.
Mirándolos.
Jugando con la punta de la botella, entre mis dedos.
 
El colchón hundido crujía bajo mis caderas. El calor dentro de esa casa medio derruida era espeso, como si el aire también sudara.
Me quité la camiseta despacio. Mojada. Pegajosa. Y luego el sujetador. Lo solté a un lado como si no valiera nada.
Las tetas cayeron libres, sudadas, con los pezones duros por la mezcla de vergüenza, control y esa puta tensión que ya me latía en el coño.
—Ahora vosotros —les dije—. Quitáos las camisetas. Estáis chorreando.
Los dos obedecieron como cachorros entrenados. El gordo con esfuerzo, la tela se le pegaba al cuerpo. El primo más rápido, aunque se le resbalaban las gafas cada dos segundos.
Y ahí estábamos.
Los tres medio desnudos, en un colchón sucio, en una casa abandonada…
y con dos pollas empalmadas a cada lado que me miraban más que ellos.
—Podéis tocar. Solo las tetas.
Y si hacéis una gilipollez… os quedáis sin nada.
Se acercaron con esas manos torpes, nerviosas, como si estuvieran tocando oro o dinamita. El primo fue el primero en rozarme un pezón con la yema del dedo. Luego con la mano entera. Me apretó suave, temblando. Y yo gemí. No de placer… de morbo retorcido.
El otro masajeaba el otro pecho con torpeza. Me los manoseaban como si fueran los primeros de su vida. Y lo eran.
Me hacían sentir sucia. Poderosa. Cansada y viva al mismo tiempo.
El primo se envalentonó. Me miró. No pedí permiso.
Simplemente… metió la lengua y me chupó el pezón.
Su boca era húmeda, ansiosa. Lo succionaba como si quisiera que le saliera algo.
El otro lo imitó, pero peor. Con la baba cayéndole por la comisura, con ruido. Pero yo… no dije nada. Porque verlos ahí, babeando, empalmados, adorando mis tetas como si fueran diosas de piedra… me mojaba.
Y entonces cerré los ojos.
Y me dejé hacer un poco más.
Porque ese día… no me apetecía pensar.
Solo mandar. Y que me chuparan entera si hacía falta.
 
Crucé una zona seca y llegué a una casa medio derruida que ya había visto antes, entre los paseos. De esas con las paredes rajadas, el techo medio hundido, carteles oxidados de “no entrar” y colchones viejos por el suelo.
Perfecta para hacer lo que no se debe.


Ellos venían detrás.
En silencio.
Con las pollas aún fuera, tiesas, medio cubiertas con sus camisetas largas como si eso tapara algo.


Yo llevaba una toalla. Una botella de agua.
Y un runrún en la cabeza que me decía: “¿y si hoy les das algo… pero a tu manera?”


Entré en la casa. El aire olía a humedad, a polvo, a piedra caliente.
Vi uno de los colchones viejos apoyado en el suelo, hundido en el centro, manchado, pero sin cristales.
Extendí la toalla sobre ese colchón, tapando lo justo, y me senté. Piernas cruzadas. Tetas aún cubiertas, pero los pezones seguían duros, porque el morbo no se había ido.


Ellos se asomaron, dudando.


—¿A qué esperáis? —dije sin mirarlos.


Se sentaron. Uno a cada lado.
Como dos perritos obedientes, sudando, con las pollas duras marcando el pantalón flojo.


—¿Y ahora… qué? —preguntó el primo, con la voz más ronca que antes.
—¿Nos dejas tocarte?


Me giré un poco.
Los miré.
Y sin decir nada, me saqué las tetas otra vez. Lentamente.
Las dejé caer, brillantes, con el pezón medio tieso, apuntando a cada uno.


—Podéis mirar —dije—. Solo eso.
Y si tocáis, será cuando yo os lo diga.


Les temblaba todo. El gordo original tenía la cara roja y el labio sudado. El primo no paraba de mirarme el escote, la barriga, las piernas… como si no supiera por dónde empezar a babear.


Me tumbé un poco hacia atrás, apoyándome en los codos, dejando que las tetas se abrieran y colgaran, sueltas.
Y ahí, entre el calor, el polvo y sus respiraciones torpes, me entró el impulso.


—Sacaos la polla otra vez —dije.
—Pero ahora… solo vais a tocárosla si yo os lo digo.


Y esperé.
Mirándolos.
Jugando con la punta de la botella, entre mis dedos.
ummm tiene buena pinta , puedes hacer lo que quieras con esos dos , pardillos no?
 
Me tienes cachondo perdido. Haces q me palpite la polla.
 
El colchón hundido crujía bajo mis caderas. El calor dentro de esa casa medio derruida era espeso, como si el aire también sudara.
Me quité la camiseta despacio. Mojada. Pegajosa. Y luego el sujetador. Lo solté a un lado como si no valiera nada.
Las tetas cayeron libres, sudadas, con los pezones duros por la mezcla de vergüenza, control y esa puta tensión que ya me latía en el coño.
—Ahora vosotros —les dije—. Quitáos las camisetas. Estáis chorreando.
Los dos obedecieron como cachorros entrenados. El gordo con esfuerzo, la tela se le pegaba al cuerpo. El primo más rápido, aunque se le resbalaban las gafas cada dos segundos.
Y ahí estábamos.
Los tres medio desnudos, en un colchón sucio, en una casa abandonada…
y con dos pollas empalmadas a cada lado que me miraban más que ellos.
—Podéis tocar. Solo las tetas.
Y si hacéis una gilipollez… os quedáis sin nada.
Se acercaron con esas manos torpes, nerviosas, como si estuvieran tocando oro o dinamita. El primo fue el primero en rozarme un pezón con la yema del dedo. Luego con la mano entera. Me apretó suave, temblando. Y yo gemí. No de placer… de morbo retorcido.
El otro masajeaba el otro pecho con torpeza. Me los manoseaban como si fueran los primeros de su vida. Y lo eran.
Me hacían sentir sucia. Poderosa. Cansada y viva al mismo tiempo.
El primo se envalentonó. Me miró. No pedí permiso.
Simplemente… metió la lengua y me chupó el pezón.
Su boca era húmeda, ansiosa. Lo succionaba como si quisiera que le saliera algo.
El otro lo imitó, pero peor. Con la baba cayéndole por la comisura, con ruido. Pero yo… no dije nada. Porque verlos ahí, babeando, empalmados, adorando mis tetas como si fueran diosas de piedra… me mojaba.
Y entonces cerré los ojos.
Y me dejé hacer un poco más.
Porque ese día… no me apetecía pensar.
Solo mandar. Y que me chuparan entera si hacía falta.
que pena que no fuera yo uno de ellos .
 

📢 Webcam con más espectadores ahora 🔥

Atrás
Top Abajo