Capitulo I
A veces los sábados se despiertan con un calor distinto,
sobre todo cuando una amiga de toda la vida,
esa morena de sonrisa pícara y curvas imposibles,
decide ser tu despertador humano.
Ella siempre había tenido esa costumbre de lanzarse sobre mí.
Era como un juego secreto entre los dos:
ella me zarandeaba entre risas, yo la sujetaba a medias,
fingía que dormía más de la cuenta,
sólo para sentir el roce de su cuerpo sobre el mío.
Pero esa mañana el destino —y mi ropa interior suelta—
hicieron de las suyas.
El accidente fue tan breve como intenso:
un segundo en que mi erección, tan natural como descarada,
se coló justo entre sus piernas,
apenas separados por la tela fina de su vestido corto.
Nos quedamos congelados.
Ella, tan cerca que podía sentir su respiración;
yo, con el corazón estallándome en el pecho.
Y entonces la tensión se rompió en carcajadas.
No hubo reproche. No hubo vergüenza.
Sólo esa risa que compartíamos desde niños,
pero ahora cargada de una electricidad que nunca se apagó.
Aún con el rubor en la cara, intenté cubrirme,
pero ella no dejó pasar la oportunidad para bromear,
para hacerme sentir más expuesto y más vivo que nunca.
Me dijo, como si fuera la cosa más simple del mundo,
que éramos amigos, que nada la incomodaba,
que ella siempre supo lo que yo callaba con tanto cuidado:
que su cuerpo era la fantasía de todos,
y especialmente la mía.
Lo admití. Sin rodeos.
Se rio de nuevo, esa risa de boca llena, traviesa,
y me sugirió que fuera al baño a “resolver”.
Yo, a mis 19, sólo podía mirarla con el deseo a punto de explotar.
Así que, entre broma y broma, solté lo que nunca me había atrevido:
“Si somos tan amigos, ¿por qué no me ayudas?
Prometo no tocarte, ni moverme.”
Ella me miró como quien juega con fuego.
Sus ojos recorrieron la habitación, como buscando testigos.
No había nadie.
Solo estábamos nosotros, la mañana, y esa tensión guardada por años.
“Queda entre nosotros”, me dijo,
su voz un susurro cargado de picardía.
Se quitó la pequeña barrera de tela interior,
de un tirón, como si fuera lo más natural.
Se montó sobre mí, rozando mis muslos con la suavidad de su piel,
me ordenó mirarla a los ojos,
nada de caricias indebidas, nada de manos inquietas.
Obedecí.
Cuando sentí el calor de su centro buscándome,
creí que explotaría sin tocar nada.
Fue lento, delicioso, real.
Tres minutos.
Tres minutos en que mi respiración se mezclaba con la suya,
en que nuestras risas nerviosas se convirtieron en jadeos cortos,
en que la amistad se volvió deseo sin promesas.
Cuando terminó, sólo se acomodó la ropa,
me miró con esa mirada suya de niña traviesa y mujer hecha,
y dijo: “Ahora sí, vamos a desayunar.”
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