Todos los años la empresa en la que trabajo celebra una cena en la que están invitadas todas las parejas de los trabajadores. El año pasado mi mujer no pudo acompañarme, pues su madre se encontraba enferma y pasaba con ella varias noches a la semana, así que, tuve que acudir a ella solo.
Al tener un puesto de responsabilidad, prácticamente basado en el control del trabajador, son muy pocos compañeros quieren compartir la cena conmigo, así que me senté en uno de los lados y, poco después, se sentó junto a mi una compañera que estaba a punto de jubilarse y que había sido, en mis comienzos, una buena maestra del oficio. Era bastante pelota y, pese a la diferencia de edad (yo estoy llegando a los cincuenta y ella ya ha pasado los sesenta) y una barriga que me acompaña desde hace unos años y que parece disimularse un poco por mi altura, siempre está comiéndome la oreja con lo bien que estoy y lo guapo que soy (cosa que, como comprenderéis, no me creo, al menos mucho).
Ella, viuda desde hacía algo más de un año, aprovechaba los momentos en que no había mucha gente alrededor para hacerme proposiciones que, realmente, me ponían bastante cachondo, quizá por ese juego que sólo existía antes de haber follado con alguien.
A mitad de la cena, con una discreción exquisita, comenzó a acariciar mi paquete, notando que aquel día no había encontrado nada de ropa interior que ponerme, ya que ahora que me encargaba prácticamente de toda la casa, tenía muchos fallos de planificación. He de decir que siempre he sido muy frío para este tipo de cosas, pero con sus caricias, y al no haber hecho el amor a mi mujer en varias semanas, mi picha comenzó a dejar claro que estaba deseosa de juegos.
Fueron varias las veces en las que retiré su mano de mi entrepierna, con mucha educación y disimulo, pues no quería que nadie se diese cuenta (y creo que así fue), ni de su comportamiento, ni del de mi entrepierna, dejando que la razón se impusiera sobre la excitación.
Terminada la cena se ofreció para acompañarme a casa en coche, pero yo me negué, pues no estaba dispuesto a darle lo que buscaba y no quería que se hiciera ilusiones, aunque mi polla le hubiera podido dar alguna esperanza. Además, cenamos cerca de casa y decidí volver a ella andando.
Las caricias que mi paquete había recibido durante la cena, la libertad de mis pelotas y mi polla en el interior de mi pantalón y la fantasía de saberme deseado, hacían que mi excitación, camino a casa, se hiciera muy notable, sintiéndome aliviado al notar que el abrigo parecía taparla y que, realmente, las calles estaban prácticamente desiertas.
Justo cuando intentaba contar las losas del suelo, esperando que mi polla se relajara, noté como dos chicas jóvenes (vamos, lo que es joven para mí a estas alturas de la vida, alrededor de los veinticinco o los treinta) se acercaban a mi. Observé que llevaban puestas unas batas y las zapatillas de andar por casa, cosa que me extrañó.
Al parecer habían bajado a tirar la basura y al intentar subir no lograban abrir la puerta del portal con sus llaves. Intuí que habría que intentar abrir con algo de maña, y comprobando que mi picha se relajaba, decidí ayudarlas.
Comprobé que el bombín de la cerradura se había desplazado un poquito, y, con un poco de paciencia, logré colocarlo en su sitio para abrir la puerta, dándoles unos consejos para que no les volviera a pasar y con la intención de marcharme lo antes posible. Ellas me invitaron a un café en agradecimiento. Intenté rehusarlo, aunque por las horas y la temperatura no era una opción totalmente despreciable, así que, sabiendo que mi mujer no estaría en casa y al ser ellas tan firmes en su proposición, decidí ser cortés y aceptar.
Subimos, abrieron la puerta de la casa y me invitaron a entrar, topándome de pronto con otra chica que estaba allí, con un camisón. Podéis imaginar que aquello me extrañó más que el verlas con zapatillas, y tuve que preguntarles por qué no habían llamado al telefonillo para que les abrieran. Una de ellas me explicó que aquella chica era sorda y que, al haber llegado esa misma tarde, no habían podido instalar ninguna señal luminosa en la casa para avisar de que llamaban de abajo.
Una de ellas comenzó a explicarle lo que había pasado con lenguaje de signos y ella con amabilidad, me saludó con una sonrisa. De las otras dos chicas, la rubia (que a pesar de ser bajita tenía un cuerpo bastante interesante: piel clarita, culo alto y redondito, pechos medianos y bastante tersos, a juzgar por lo que la camiseta que llevaba dejaba entrever al no llevar sujetador,…) comenzó a reírse:
-Se llama Carla, y dice que te pareces a ese presentador gordito y sexy de la tele … –yo sonreí con la ocurrencia también-. Lleva cuidado que esta es muy burra.
-Decidle que me halaga y que no me creo lo de sexy -contesté con una pequeña sonrisa que, según mi mujer, desarmaba a la más dura, y que, sinceramente, nunca conseguía de forma intencionada-.
La chica a la que acababa de conocer, que era algo más grande que las otras, pero que me parecía la más femenina de las tres, marchó a lo que imaginé que era la cocina, mientras las otras me acompañaban al salón, para que me sentara. Su compañera no tardó en llegar con una copa en la mano para mi, ante lo que le dije que prefería el café, explicándoles de dónde venía, pero me aconsejaron que no rechazara su oferta o se mosquearía mucho.
Por contentarla, tome un sorbo de lo que parecía ser ron con cola, aunque lo notaba bastante más dulzón de lo habitual. Entre lo que había bebido en la cena y aquella copa, que tomé mucho más rápido de lo que solía hacer con la intención de marcharme lo antes posible, comencé a marearme y a dejar mi seriedad habitual. Hacía tiempo que no charlaba de una forma tan distendida.
De repente empecé a sentir calor y, ellas, tras notarlo, me comentaron que tenían la calefacción rota y eran incapaces de bajarla.
Carla, delante de mí, me hacía sentir algo incómodo, al no lograr que se integrara en la conversación con sus compañeras, mientras su mente parecía abstraída en mirarme.
De repente se marchó para volver con un consolador con ventosa.
La situación, que rozaba lo inexplicable, me hizo reír azorado y taparme los ojos con las manos, mientras ella lamía la ventosa para colocarlo en la silla.
Traté de levantarme, pero sus compañeras, sin darle más importancia, me lo impidieron, mientras ella, de espaldas a nosotros, se bajaba el pijama y las bragas mostrando los perfectos cachetes de su culo y, subiendo ligeramente el camisón, tras girarse para mirarme de nuevo, se posó sobre aquel pene de silicona que había colocado en su silla.
Intenté seguir con la conversación, pero viendo a la chica cabalgando el consolador, aunque su camisón y su posición le diera algo de privacidad, me costaba concentrarme en lo que sus compañeras iban comentando. Mientras, el calor que sentía cada vez de una forma más intensa, hacía mayor mi mareo y mi confusión.
Al tener un puesto de responsabilidad, prácticamente basado en el control del trabajador, son muy pocos compañeros quieren compartir la cena conmigo, así que me senté en uno de los lados y, poco después, se sentó junto a mi una compañera que estaba a punto de jubilarse y que había sido, en mis comienzos, una buena maestra del oficio. Era bastante pelota y, pese a la diferencia de edad (yo estoy llegando a los cincuenta y ella ya ha pasado los sesenta) y una barriga que me acompaña desde hace unos años y que parece disimularse un poco por mi altura, siempre está comiéndome la oreja con lo bien que estoy y lo guapo que soy (cosa que, como comprenderéis, no me creo, al menos mucho).
Ella, viuda desde hacía algo más de un año, aprovechaba los momentos en que no había mucha gente alrededor para hacerme proposiciones que, realmente, me ponían bastante cachondo, quizá por ese juego que sólo existía antes de haber follado con alguien.
A mitad de la cena, con una discreción exquisita, comenzó a acariciar mi paquete, notando que aquel día no había encontrado nada de ropa interior que ponerme, ya que ahora que me encargaba prácticamente de toda la casa, tenía muchos fallos de planificación. He de decir que siempre he sido muy frío para este tipo de cosas, pero con sus caricias, y al no haber hecho el amor a mi mujer en varias semanas, mi picha comenzó a dejar claro que estaba deseosa de juegos.
Fueron varias las veces en las que retiré su mano de mi entrepierna, con mucha educación y disimulo, pues no quería que nadie se diese cuenta (y creo que así fue), ni de su comportamiento, ni del de mi entrepierna, dejando que la razón se impusiera sobre la excitación.
Terminada la cena se ofreció para acompañarme a casa en coche, pero yo me negué, pues no estaba dispuesto a darle lo que buscaba y no quería que se hiciera ilusiones, aunque mi polla le hubiera podido dar alguna esperanza. Además, cenamos cerca de casa y decidí volver a ella andando.
Las caricias que mi paquete había recibido durante la cena, la libertad de mis pelotas y mi polla en el interior de mi pantalón y la fantasía de saberme deseado, hacían que mi excitación, camino a casa, se hiciera muy notable, sintiéndome aliviado al notar que el abrigo parecía taparla y que, realmente, las calles estaban prácticamente desiertas.
Justo cuando intentaba contar las losas del suelo, esperando que mi polla se relajara, noté como dos chicas jóvenes (vamos, lo que es joven para mí a estas alturas de la vida, alrededor de los veinticinco o los treinta) se acercaban a mi. Observé que llevaban puestas unas batas y las zapatillas de andar por casa, cosa que me extrañó.
Al parecer habían bajado a tirar la basura y al intentar subir no lograban abrir la puerta del portal con sus llaves. Intuí que habría que intentar abrir con algo de maña, y comprobando que mi picha se relajaba, decidí ayudarlas.
Comprobé que el bombín de la cerradura se había desplazado un poquito, y, con un poco de paciencia, logré colocarlo en su sitio para abrir la puerta, dándoles unos consejos para que no les volviera a pasar y con la intención de marcharme lo antes posible. Ellas me invitaron a un café en agradecimiento. Intenté rehusarlo, aunque por las horas y la temperatura no era una opción totalmente despreciable, así que, sabiendo que mi mujer no estaría en casa y al ser ellas tan firmes en su proposición, decidí ser cortés y aceptar.
Subimos, abrieron la puerta de la casa y me invitaron a entrar, topándome de pronto con otra chica que estaba allí, con un camisón. Podéis imaginar que aquello me extrañó más que el verlas con zapatillas, y tuve que preguntarles por qué no habían llamado al telefonillo para que les abrieran. Una de ellas me explicó que aquella chica era sorda y que, al haber llegado esa misma tarde, no habían podido instalar ninguna señal luminosa en la casa para avisar de que llamaban de abajo.
Una de ellas comenzó a explicarle lo que había pasado con lenguaje de signos y ella con amabilidad, me saludó con una sonrisa. De las otras dos chicas, la rubia (que a pesar de ser bajita tenía un cuerpo bastante interesante: piel clarita, culo alto y redondito, pechos medianos y bastante tersos, a juzgar por lo que la camiseta que llevaba dejaba entrever al no llevar sujetador,…) comenzó a reírse:
-Se llama Carla, y dice que te pareces a ese presentador gordito y sexy de la tele … –yo sonreí con la ocurrencia también-. Lleva cuidado que esta es muy burra.
-Decidle que me halaga y que no me creo lo de sexy -contesté con una pequeña sonrisa que, según mi mujer, desarmaba a la más dura, y que, sinceramente, nunca conseguía de forma intencionada-.
La chica a la que acababa de conocer, que era algo más grande que las otras, pero que me parecía la más femenina de las tres, marchó a lo que imaginé que era la cocina, mientras las otras me acompañaban al salón, para que me sentara. Su compañera no tardó en llegar con una copa en la mano para mi, ante lo que le dije que prefería el café, explicándoles de dónde venía, pero me aconsejaron que no rechazara su oferta o se mosquearía mucho.
Por contentarla, tome un sorbo de lo que parecía ser ron con cola, aunque lo notaba bastante más dulzón de lo habitual. Entre lo que había bebido en la cena y aquella copa, que tomé mucho más rápido de lo que solía hacer con la intención de marcharme lo antes posible, comencé a marearme y a dejar mi seriedad habitual. Hacía tiempo que no charlaba de una forma tan distendida.
De repente empecé a sentir calor y, ellas, tras notarlo, me comentaron que tenían la calefacción rota y eran incapaces de bajarla.
Carla, delante de mí, me hacía sentir algo incómodo, al no lograr que se integrara en la conversación con sus compañeras, mientras su mente parecía abstraída en mirarme.
De repente se marchó para volver con un consolador con ventosa.
La situación, que rozaba lo inexplicable, me hizo reír azorado y taparme los ojos con las manos, mientras ella lamía la ventosa para colocarlo en la silla.
Traté de levantarme, pero sus compañeras, sin darle más importancia, me lo impidieron, mientras ella, de espaldas a nosotros, se bajaba el pijama y las bragas mostrando los perfectos cachetes de su culo y, subiendo ligeramente el camisón, tras girarse para mirarme de nuevo, se posó sobre aquel pene de silicona que había colocado en su silla.
Intenté seguir con la conversación, pero viendo a la chica cabalgando el consolador, aunque su camisón y su posición le diera algo de privacidad, me costaba concentrarme en lo que sus compañeras iban comentando. Mientras, el calor que sentía cada vez de una forma más intensa, hacía mayor mi mareo y mi confusión.