Ya sabéis lo que es terminar de trabajar un día de verano y llegar a casa: todo un placer para el cuerpo y la mente. En aquella época el placer, para mi, era mayor, ya que al llegar al edificio solía coincidir con Daniel, uno de mis vecinos, de unos cuarenta y tantos años, pelo cano, alto y grandullón que me daba mucho morbo. No era el tipo de hombre con el que yo me hubiera enrollado, pero su elegancia, su caballerosidad y su sonrisa seductora, le convirtieron en el objeto de mis sueños y anhelos.
Solíamos coincidir al entrar al edificio. Aquel día llevaba en una bolsa con comida preparada, pero solo para uno. Imaginé que su mujer y sus hijas (dos, ya adolescentes) se habrían marchado de veraneo ya.
Se me pasó por la cabeza preguntarle por la comida, más que nada por si quería comer conmigo, pero no quise ser cotilla (era bastante reservado) y seguí caminando con él hasta llegar al ascensor. Era allí dentro, encerrados los dos, cuando intentaba escrutar con la mirada cada uno de los detalles de su cuerpo (su paquete, su vello, sus pezones…) a través de la fina ropa que llevaba, para después, con la imaginación, terminar de dar forma a su cuerpo en mis sueños.
Llevaba la camisa algo más abierta de lo habitual, lo que me permitió fijarme en su piel, sonrosada y tersa, no se podía decir que fuera muy peludo, sobre todo porque el vello que asomaba se veía rizado, corto y fino, se notaba que no necesitaba depilarse para no parecer un oso. El caso es que poseía un tronco bastante recio y redondo, acompañado de unas extremidades excesivamente delgadas para mi gusto, de hecho sus pectorales parecían poco desarrollados, gracias a lo cual su barriga parecía tomarles delantera, pero aún así me sentía fuertemente atraída por él.
Estando en esos pensamientos fue cuando llegamos a nuestra planta. Él salió primero, lo que me dio la oportunidad de admirar su trasero. Tenía poco culo, como la mayoría de los tíos que conocía, pero aquel día su pantalón permitía que se adivinara el calzoncillo (tipo slip) que llevaba puesto.
Un “¿no te bajas aquí?” grave y bromista, pícaro, quizá, al descubrirme abstraída (creo que sin notar que estaba pensando en su trasero), me sacó de mis pensamientos.
Cada uno entramos a nuestra casa y yo, en la misma entrada del piso, me quité los zapatos, con la intención de que no me oyera acercarme hasta la ventana de mi habitación, que había dejado con las lamas entreabiertas. Desde ella veía precisamente la habitación de Daniel y su mujer y, los días que, como aquel, nos encontrábamos en el edificio, tras esperar unos minutos, le veía quitarse la ropa para ponerse más fresco. La verdad es que no entendía por qué él solía ponerse tan cerca de la ventana a cambiarse de ropa, aunque imaginaba que la verdadera razón era salvaguardar su “intimidad”, aquella que yo intentaba apropiarme para mis sueños eróticos. Aquel día no se comportó de la forma habitual: se quitó la camisa y la tiró sobre la cama, y, a continuación se quitó el cinturón y se acercó a la cómoda, que estaba al otro lado de la habitación para guardarlo, fue cuando se acercaba a la ventana cuando se desabrochó el pantalón y, sin llegar a su habitual posición, se lo bajó, mostrando el slip que yo había intuido en el rellano del piso.
Como imaginaba, llevaba uno de esos calzoncillos blancos con dibujitos pequeños, de los que ya no se llevaban. Su paquete era mayor de lo que me había imaginado, aunque los pequeños huecos a través de los que miraba, no me dejaban encontrar claramente el lugar en que caía su pene. Mi corazón se aceleró cuando miró hacia mi ventana, sabía que no podría descubrirme, pero el instinto me hizo pararme como una estatua, incluso retirarme unos centímetros de la persiana. Sus brazos se levantaron para tocar su cabeza, mientras sonreía con picardía, quizá me hubiera descubierto, quizá aquella ventana le recordara a mi, sabiendo que me moría por sus huesos. Se quitó la ropa interior y, lentamente, recogió el montón de ropa sucia que había dejado encima de la cama y salió con ella de la habitación.
Aproveché entonces para respirar, pero no me retiré de la ventana lamentándome por haberme echado hacia atrás, esperando que regresara a ponerse el habitual pantaloncito corto y la camiseta que se solía colocar en verano para estar en casa, aunque estando solo era probable que disfrutara de su desnudez en casa, que era lo que yo hubiera hecho.
Entró de nuevo en la habitación cuando mi esperanza comenzaba a terminarse (demasiado tiempo después para mi corazón palpitante). Mi mirada a través de los huecos de la persiana difuminaba la imagen, pero no dejaba de ser excitante ver cómo buscaba su pantalón y se lo colocaba sin ropa interior (seguramente el único detalle que confirmaba su libertad en casa), para coger después su camiseta. La intención era, seguramente colocársela, como hacía habitualmente, pero cambió de idea al recordar que estaba solo (imagino) tirándola sobre la cama y se acercó a la ventana, acariciándose ligeramente el torso, buscando un fresco que aquel edificio no dejaba pasar.
Cuando volvió al interior de su piso, yo me tumbé sobre la cama, y me desnudé imaginando que era él quien lo hacía. Me quité la camiseta, y aproveché para acariciarme los pechos, seguro que a él le hubieran encantado, eran más pequeños que los de su mujer, pero yo era más joven y mis pechos eran más firmes. Siempre me habían gustado mis pezones, que estaban bastante excitados gracias a la situación. Así, en braguitas, sudorosa y caliente, decidí que tendría que masturbarme después de comer, tumbada en la cama, imaginándole sobre mi. Así que, con aquellas pintas, me fui a la cocina, preparé una ensalada y comí para marcharme tranquilamente a mi cama.
Me puse una camiseta de tirantes al volver a la habitación, para poder subir la ventana y dormir algo más fresca. Mantendría mi intimidad con las cortinas. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, al subir la persiana, descubrí que estaba tendido en su cama, durmiendo, desnudo, aunque sus piernas no me permitieran admirar su sexo. Admiré el movimiento de su torso al respirar, sorprendida de la excitación que provocaba en mi. Al elevar la mirada observé como, reflejada en las ventanas superiores a la suya, se veía a la vecina de arriba, una mujer casi jubilada, solterona, escondida tras las cortinas, admirando excitada aquel hombre desnudo. A pesar de estar yo haciendo lo mismo, me sentí celosa, decidiendo si debía dejar abierta la ventana o si lo que tenía que hacer era bajarla haciendo ruido para proteger el sueño en que se había sumido de mironas desconsideradas como la vecina, o como yo misma. Estaba tan excitada ante la visión que hasta me era difícil pensar; pero al rato, decidí cerrar la persiana, no sin reservar un ligero hueco con el que poder verle.
Como esperaba, el ruido de la persiana retiró a la beata vecina de su “almena”, pero descubrí que él no se inmutó, cosa que, realmente me fastidió, ya que esperaba al menos ver su cuerpo desnudo en movimiento con algo más de claridad que anteriormente. Recordé entonces que su mujer se quejaba frecuentemente de su sueño pesado y, dejando la persiana entreabierta, me tendí, rezando porque Morfeo me llevara a soñar y gemir con él.
Desperté bastante descansada una hora más tarde, esperando encontrarle aún tendido, pero ya no estaba y no creía que volviera por la habitación hasta la noche. Toda la excitación anterior había pasado y decidí sentarme a ver la tele un rato.
Solíamos coincidir al entrar al edificio. Aquel día llevaba en una bolsa con comida preparada, pero solo para uno. Imaginé que su mujer y sus hijas (dos, ya adolescentes) se habrían marchado de veraneo ya.
Se me pasó por la cabeza preguntarle por la comida, más que nada por si quería comer conmigo, pero no quise ser cotilla (era bastante reservado) y seguí caminando con él hasta llegar al ascensor. Era allí dentro, encerrados los dos, cuando intentaba escrutar con la mirada cada uno de los detalles de su cuerpo (su paquete, su vello, sus pezones…) a través de la fina ropa que llevaba, para después, con la imaginación, terminar de dar forma a su cuerpo en mis sueños.
Llevaba la camisa algo más abierta de lo habitual, lo que me permitió fijarme en su piel, sonrosada y tersa, no se podía decir que fuera muy peludo, sobre todo porque el vello que asomaba se veía rizado, corto y fino, se notaba que no necesitaba depilarse para no parecer un oso. El caso es que poseía un tronco bastante recio y redondo, acompañado de unas extremidades excesivamente delgadas para mi gusto, de hecho sus pectorales parecían poco desarrollados, gracias a lo cual su barriga parecía tomarles delantera, pero aún así me sentía fuertemente atraída por él.
Estando en esos pensamientos fue cuando llegamos a nuestra planta. Él salió primero, lo que me dio la oportunidad de admirar su trasero. Tenía poco culo, como la mayoría de los tíos que conocía, pero aquel día su pantalón permitía que se adivinara el calzoncillo (tipo slip) que llevaba puesto.
Un “¿no te bajas aquí?” grave y bromista, pícaro, quizá, al descubrirme abstraída (creo que sin notar que estaba pensando en su trasero), me sacó de mis pensamientos.
Cada uno entramos a nuestra casa y yo, en la misma entrada del piso, me quité los zapatos, con la intención de que no me oyera acercarme hasta la ventana de mi habitación, que había dejado con las lamas entreabiertas. Desde ella veía precisamente la habitación de Daniel y su mujer y, los días que, como aquel, nos encontrábamos en el edificio, tras esperar unos minutos, le veía quitarse la ropa para ponerse más fresco. La verdad es que no entendía por qué él solía ponerse tan cerca de la ventana a cambiarse de ropa, aunque imaginaba que la verdadera razón era salvaguardar su “intimidad”, aquella que yo intentaba apropiarme para mis sueños eróticos. Aquel día no se comportó de la forma habitual: se quitó la camisa y la tiró sobre la cama, y, a continuación se quitó el cinturón y se acercó a la cómoda, que estaba al otro lado de la habitación para guardarlo, fue cuando se acercaba a la ventana cuando se desabrochó el pantalón y, sin llegar a su habitual posición, se lo bajó, mostrando el slip que yo había intuido en el rellano del piso.
Como imaginaba, llevaba uno de esos calzoncillos blancos con dibujitos pequeños, de los que ya no se llevaban. Su paquete era mayor de lo que me había imaginado, aunque los pequeños huecos a través de los que miraba, no me dejaban encontrar claramente el lugar en que caía su pene. Mi corazón se aceleró cuando miró hacia mi ventana, sabía que no podría descubrirme, pero el instinto me hizo pararme como una estatua, incluso retirarme unos centímetros de la persiana. Sus brazos se levantaron para tocar su cabeza, mientras sonreía con picardía, quizá me hubiera descubierto, quizá aquella ventana le recordara a mi, sabiendo que me moría por sus huesos. Se quitó la ropa interior y, lentamente, recogió el montón de ropa sucia que había dejado encima de la cama y salió con ella de la habitación.
Aproveché entonces para respirar, pero no me retiré de la ventana lamentándome por haberme echado hacia atrás, esperando que regresara a ponerse el habitual pantaloncito corto y la camiseta que se solía colocar en verano para estar en casa, aunque estando solo era probable que disfrutara de su desnudez en casa, que era lo que yo hubiera hecho.
Entró de nuevo en la habitación cuando mi esperanza comenzaba a terminarse (demasiado tiempo después para mi corazón palpitante). Mi mirada a través de los huecos de la persiana difuminaba la imagen, pero no dejaba de ser excitante ver cómo buscaba su pantalón y se lo colocaba sin ropa interior (seguramente el único detalle que confirmaba su libertad en casa), para coger después su camiseta. La intención era, seguramente colocársela, como hacía habitualmente, pero cambió de idea al recordar que estaba solo (imagino) tirándola sobre la cama y se acercó a la ventana, acariciándose ligeramente el torso, buscando un fresco que aquel edificio no dejaba pasar.
Cuando volvió al interior de su piso, yo me tumbé sobre la cama, y me desnudé imaginando que era él quien lo hacía. Me quité la camiseta, y aproveché para acariciarme los pechos, seguro que a él le hubieran encantado, eran más pequeños que los de su mujer, pero yo era más joven y mis pechos eran más firmes. Siempre me habían gustado mis pezones, que estaban bastante excitados gracias a la situación. Así, en braguitas, sudorosa y caliente, decidí que tendría que masturbarme después de comer, tumbada en la cama, imaginándole sobre mi. Así que, con aquellas pintas, me fui a la cocina, preparé una ensalada y comí para marcharme tranquilamente a mi cama.
Me puse una camiseta de tirantes al volver a la habitación, para poder subir la ventana y dormir algo más fresca. Mantendría mi intimidad con las cortinas. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, al subir la persiana, descubrí que estaba tendido en su cama, durmiendo, desnudo, aunque sus piernas no me permitieran admirar su sexo. Admiré el movimiento de su torso al respirar, sorprendida de la excitación que provocaba en mi. Al elevar la mirada observé como, reflejada en las ventanas superiores a la suya, se veía a la vecina de arriba, una mujer casi jubilada, solterona, escondida tras las cortinas, admirando excitada aquel hombre desnudo. A pesar de estar yo haciendo lo mismo, me sentí celosa, decidiendo si debía dejar abierta la ventana o si lo que tenía que hacer era bajarla haciendo ruido para proteger el sueño en que se había sumido de mironas desconsideradas como la vecina, o como yo misma. Estaba tan excitada ante la visión que hasta me era difícil pensar; pero al rato, decidí cerrar la persiana, no sin reservar un ligero hueco con el que poder verle.
Como esperaba, el ruido de la persiana retiró a la beata vecina de su “almena”, pero descubrí que él no se inmutó, cosa que, realmente me fastidió, ya que esperaba al menos ver su cuerpo desnudo en movimiento con algo más de claridad que anteriormente. Recordé entonces que su mujer se quejaba frecuentemente de su sueño pesado y, dejando la persiana entreabierta, me tendí, rezando porque Morfeo me llevara a soñar y gemir con él.
Desperté bastante descansada una hora más tarde, esperando encontrarle aún tendido, pero ya no estaba y no creía que volviera por la habitación hasta la noche. Toda la excitación anterior había pasado y decidí sentarme a ver la tele un rato.