Mi mujer y yo. Su confesión

Hoy he salido de fiesta con mis amigos. Primero hemos cenado y después hemos ido a tomar unas copas. Quizá no debería haberme tomado la última; estoy un poco borracho y sé que es hora de regresar a casa.

Cuando entro, todo está en silencio. Mi mujer duerme ya. La veo tumbada en la cama, medio cubierta por una sábana ligera. El tejido apenas alcanza a taparle la cadera, dejando a la vista unas braguitas blancas de algodón que se ajustan a su culo redondo. La imagen me enciende todavía más.

Me tumbo a su lado con el pulso acelerado, sintiendo cómo mi erección me late bajo el pantalón. Me acerco, me pego a su cuerpo cálido y, con cuidado de no despertarla, bajo despacio sus braguitas. Quedan a medio camino en sus muslos, y mi miembro roza ya la curva suave de su culo.

Ella se mueve, se gira lentamente y me mira con los ojos entreabiertos, todavía envuelta en la niebla del sueño. Me sonríe con ternura.

—Cari, tengo sueño… —susurra, con una voz suave y adormilada.

Me inclino hacia ella y la beso, sintiendo el calor de sus labios contra los míos.

—Estoy muy cachondo… —le confieso, con un murmullo ronco.

Ella suspira y me responde sin abrir del todo los ojos:

—Hazte una paja… tengo sueño.

Sus palabras me sorprenden. No suele hablarme así, tan directa, y esa franqueza me excita más de lo que esperaba. Llevo la mano a sus pechos, suaves bajo la tela, y cuando la rozo me detiene con un gesto leve.

—No puedo… —dice, casi como un lamento.

Me quedo quieto un instante, dudando. Pienso en levantarme, ir al baño y correrme allí, pero entonces su voz me retiene:

—No te vayas… háztela aquí, si quieres

La miro con deseo y desconcierto, y en ese instante sé que la noche acaba de cambiar.

Me acomodo a su lado, con el corazón desbocado. La habitación está en penumbra, apenas iluminada por la luz anaranjada de una farola que se cuela por la persiana. El silencio se llena poco a poco con el sonido áspero de mi respiración.

Me bajo del todo los calzoncillos que habían y me quedo desnudo junto a ella. Su cuerpo cálido me roza la piel. Llevo la mano a mi miembro, lo envuelvo con fuerza y empiezo a moverla despacio, sintiendo cómo se endurece aún más bajo la presión de mis dedos.

El primer suspiro me escapa entre los labios: un ahh… que rompe la quietud. Cada movimiento me enciende, la piel tensa, caliente, palpitando en mi mano. La excitación sube rápido, pero intento controlarla, escuchando mis jadeos cada vez más irregulares.

Yo cierro los ojos un instante. Los músculos del abdomen se me tensan, la respiración se vuelve rápida, entrecortada: haa… haa… haa…


Cuando vuelvo a mirarla, sigue ahí, mirándome entre dormida y despierta, más despierta de lo que parece. Sus labios se curvan en una sonrisa tranquila, y ese gesto me lleva al borde.

El alcohol hace que todo se vuelva más lento. La excitación me abrasa por dentro, pero el clímax se resiste. Mi mano sigue el vaivén húmedo y en la penumbra solo se escucha mi respiración agitada y el chof, chof de mi polla resbalando al compás.

Ella mantiene los ojos cerrados, pero sonríe. Entre dientes murmura con dulzura burlona:

—Eres muy guarro…

Sus palabras me estremecen. Me muerdo el labio, jadeo más fuerte.

—Córrete… —me susurra.

—Dios… —jadeo.

Un escalofrío me recorre entero, la tensión se libera y me corro con un gemido ahogado, temblando hasta quedar rendido. Ella sonríe, me acaricia la cara como si nada, y se acurruca de nuevo contra mí.

Cuando despierto, ella ya no está en la cama. El aire conserva ese olor denso, inconfundible. Apenas puedo incorporarme; la luz entra por la ventana. Escucho la cadena del baño, pasos suaves. La puerta se abre, la luz se apaga y nuestras miradas se cruzan.

—Buenos días —dice, con una sonrisa ligera.

—Buenos días —respondo, ronco todavía.

—¿Quieres desayunar?

La miro, la deseo otra vez y murmuro:

—Ven.

Se acerca, con los ojos brillantes. Me mira, sabe lo que quiero, sonríe y pregunta juguetona:

—¿Y cómo te lo pasaste anoche?

—Me hubiera gustado follarte… —le confieso.

Ella ladea la cabeza, sonríe.

—Lo sé… pero estaba muerta.

Se sienta en el borde de la cama, me acaricia el pecho, y me susurra:

—Todavía puedes hacerlo…

Pero no se queda ahí. Inclina el rostro, me roza con la voz:

—¿Cómo es que viniste tan cachondo? ¿Alguna chica?

Respiro agitado, mis dedos se pierden entre sus muslos.

—Hubo una… —admito.

Ella suspira, se excita, sonríe con picardía.

—¿Era más guapa que yo? ¿Estaba más buena?

—No. Ninguna es como tú —le respondo mientras la penetro con un dedo.

Ella gime, húmeda, y sigue provocando:

—¿Te hubiera gustado llegar más lejos?

—No… solo pensaba en ti y que ojalá ella fueras tú.

Su sonrisa se vuelve traviesa, su cuerpo delata la excitación. Me tumba de espaldas y se coloca a mi lado. Recorre mi pecho con la lengua, baja hasta mi vientre, y me envuelve con su aliento caliente. Mi miembro late bajo su boca, pero no lo chupa; lo sujeta con la mano, firme, jugando con la espera.

Luego arquea la espalda, levanta el culo, abre las piernas y se ofrece con naturalidad. El sexo húmedo, los labios entreabiertos, palpitan con cada respiración puedo ver su ano, me excita. Yo le amaso las nalgas, le doy un azote que resuena excitante, y ella se arquea, dejándose hacer.

—Chúpamela… —le pido.

Ella sonríe:

—No… te lo tienes que ganar.

Se coloca a horcajadas dándome la espalda sobre mi cabeza, acercando su humedad a mi boca.

—Méteme la lengua —susurra.

Lo hago, pero enseguida me guía.

—No ahí… chúpame el culito un poquito.

Me sorprende no es lo habitual, apenas me deja que juegue con su culo, aunque la gusta no suele sentirse cómoda con eso.

Me aprieta contra ella, mueve las caderas, y jadea con cada roce húmedo de mi lengua. Su culito tiembla, palpita, se abre apenas, y cada espasmo suyo me excita aún más.

De pronto se aparta, baja hasta mí y envuelve mi miembro con su boca. El calor húmedo me arranca un gemido ronco. Me la chupa con ansia, intentando metérsela entera, pero no puede. Sonrío entre jadeos:

—Nunca has podido…

Ella se ríe con los ojos encendidos y vuelve a hundirse sobre mí.

El juego continúa hasta que, excitada, abre el cajón de la mesilla, saca un preservativo y un bote de lubricante. Me lo da mientras me chupa de nuevo, y cuando por fin me lo pongo, unta mi polla y su sexo con el líquido viscoso que sale del bote, se coloca encima, y gime al sentirme dentro.

—Dios… qué gorda la tienes… —jadea, bajando despacio.

Yo la sujeto fuerte, y al oído le susurro:

—¿Te gustaría sentir otra polla?

Acerco el bote a su culito y presiono. Ella grita, sorprendida y excitada a la vez, y apenas aguanta unos segundos antes de correrse con fuerza, temblando sobre mí, dejándose llevar por su orgasmo.

Cuando termina, exhausta, me aparta la mano para que saque el bote de su culo y se queda sobre mí, respirando entrecortada, con una sonrisa luminosa.

—Eres un guarro… —susurra.

Yo río, todavía dentro de ella. Duro aguantándome las ganas de follarla con fuerza.

—e ha puesto cachonda…

Se ríe conmigo. La miro a los ojos, provocador:

—¿Te gustaría que te follaran dos pollas?

Ella sonríe más, me clava la mirada y, con voz juguetona, me lanza:

—Ya lo han hecho.

No sé si habla en serio o en broma. La observo, intentando leerla, y ella se ríe, disfrutando de mi desconcierto, encendiendo aún más la chispa de un juego que sé que no ha terminado.
Claro que te lo ha dicho en serio
 
Lo más inquietante del asunto, es que Vega se echa atrás, de camino a casa de Erika y Adolfo. Es decir, ella se había planteado seriamente volver a acostarse con el " superdotado", lo que ocurre es que un rayo de raciocinio aparece en su cabeza, y piensa que lo que va a hacer, teniendo en cuenta la información que ocultaba a Nico, hubiera acabado con su relación de forma inmediata, si se llegaba a descubrir.
La frase " no quiero que te acuestes con Erika", ha sonado más a interludio de la bomba que iba a soltar, que a un sentimiento real. Creo que a Vega le apetecía mucho revivir viejos tiempos con el tocayo del dictador alemán, y que se ha frenado porque sabía que desde el principio lo había planteado mal, y que ello podría tener consecuencias muy graves.
Cuidadito con Vega, que oculta más secretos que un agente de la Cia retirado.
Felicidades al autor, muy buen relato magníficamente escrito.
 
Lo que tengo frente a mí es un espectáculo. Su coño abierto, húmedo, brillando bajo la luz, y justo debajo, su ano aún enrojecido y húmedo por lo que le hice hace unos minutos con mis dedos. Está relajado, un poco dilatado, perfecto. Dios, ese lunar diminuto que tiene justo en la entrada… ese que solo yo conozco. Me obsesiona.

No creo que Adolfo comparta tal afirmación.:salido1:
Lo ha dejado muy claro la confesión de Vega, la primera. :censored:;)
 
….—Por cierto… me has mordido. —Lo señala con un dedo, arqueando una ceja….


Yo me río también, medio avergonzado, medio excitado.


—Perdona… —digo, acercándome a besarle la espalda—. Me llevaste al límite.


Vega se encoge de hombros, divertida, y empieza a caminar hacia el baño. El contoneo natural de sus caderas, todavía húmedas de mi corrida, es un espectáculo. Llega a la puerta, la empuja apenas y entra, dejándola entreabierta.


La escucho moverse, acomodarse en la taza del váter. No necesito verlo para saberlo: lleva años conmigo y reconozco ese gesto íntimo, cotidiano. Pero esta vez, con las marcas frescas en su piel y el olor de la habitación todavía en mis fosas nasales, el simple hecho de imaginarla orinando con el coño enrojecido y palpitante me resulta intensamente erótico.


Me levanto despacio, sintiendo aún las piernas flojas, y camino hacia la puerta entreabierta. Yo también necesito una ducha, me digo… pero lo que siento es que la ducha será apenas la excusa para empezar el segundo asalto.


Entro al baño. Vega está ahí, sentada en el wc, el pelo revuelto y la piel aún húmeda. Sus manos reposan sobre los muslos, el gesto relajado… hasta que me ve. Entonces, sabiendo de sobra lo que me provoca, abre lentamente las piernas, ofreciéndome la visión de su sexo. Me sonríe, descarada, como quien juega con un secreto.


Yo me planto frente a ella, mi polla colgando pesada, morcillona, no del todo erecta pero hinchada por la sangre y el deseo. Ella lo nota y ríe.


—Eres un guarro… —me lanza, divertida, al ver cómo no aparto la mirada.


De pronto empieza a orinar. Su cara se suaviza, los párpados se entrecierran, y ese gesto de alivio se mezcla con la picardía de saber que la estoy mirando. El sonido me excita más aún, íntimo y prohibido, como si me dejara entrar en un rincón secreto de ella que nadie más ve.


—¿Por qué te gusta verme hacer pis? —pregunta con media risa, arqueando una ceja.


Yo sonrío, tragando saliva, sintiendo cómo mi polla late con más fuerza.


—Porque es tan…tan íntimo… —respondo bajo, mirándola sin pestañear—.


Ella ríe, sacude la cabeza y me suelta, juguetona:


—Eso es de pervertido… —pero su voz no suena a reproche, suena a reto.


Siempre he tenido esa extraña fantasía y, con el corazón bombeando más rápido de lo normal, me decido a vivirla un poco. Me planto frente a ella, la miro fijamente, y con la mano sostengo mi polla como si fuera a orinar mientras ella lo hace.


Vega suelta una risa nerviosa, de esas que nacen cuando el deseo se mezcla con lo prohibido. Sus ojos brillan, me observa con picardía y un poco de incredulidad.


—No se te ocurra… —me dice, medio seria, medio divertida, con esa tensión en la voz que me enciende aún más.


Yo río, sin dejar de mirarla. Mis ojos recorren su cuerpo: sus pechos caen ligeramente por la gravedad, con los pezones aún erguidos. Su vientre se contrae suavemente al ritmo de su respiración y, más abajo, el vello oscuro enmarca sus labios rojos, hinchados, abiertos, dejando salir un hilo de orina que golpea el agua.


La escena me consume, me late en las sienes. No aguanto y se lo digo:


—No me aguanto…


Ella ríe más fuerte, se tapa la cara un instante y cuando termina de orinar me mira de frente. Hay algo en su gesto, una chispa que me dice que lo sabe: sabe que si quiero, podría hacerlo. Y que ella, en el fondo, podría dejarlo pasar.


Entonces me suelta la pregunta, directa, susurrada con un brillo en los ojos:


—¿Serías capaz?


Me quedo mudo un segundo, con la polla pesando en mi mano, medio dura, latiendo. Siento cómo empieza a hincharse más, despacio pero firme, como si su pregunta fuera una orden oculta.


La miro, y por un instante estoy convencido de que va a decirme que lo haga. Puedo ver la duda en su cara, como si estuviera en el borde de dejarse llevar. Esa duda sola ya me pone más duro.





—claro respondo


Vega no aparta la mirada. Sus piernas siguen abiertas, el cuerpo relajado después de orinar, pero en su cara hay algo nuevo: un destello de picardía, de desafío.


Se muerde el labio, inclina apenas la cabeza y con voz ronca, más baja de lo habitual, me pregunta:


—¿De verdad serías capaz?


Su tono me atraviesa, me sube el calor por la espalda. La polla se me hincha un poco más en mi mano, morcillona todavía, palpitando al ritmo de mi respiración.


Ella sonríe al darse cuenta y, como si quisiera probarme, desliza un dedo por su vientre, bajando lento hasta rozar sus labios aún húmedos. Los abre con la yema, mostrando su sexo brillando, y me dice:


—Si quieres hacerlo…


Me tiemblan las manos. La tensión me corta el aire. La observo: sus pechos desnudos cayendo hacia adelante, sus pezones duros, sus ojos verdes fijos en mí, esperando. Es como si me retara a cruzar una línea invisible.


—Vega… —murmuro, sin poder contener la excitación.


Ella ríe, suave, nerviosa, como si tampoco supiera hasta dónde va a llegar.


—vamos hazlo —susurra, abriendo más las piernas, ofreciéndome su coño palpitante mientras me sostiene la mirada.


El corazón me late como un tambor. No sé si es morbo, miedo o deseo puro, pero sé que está jugando conmigo… y que yo estoy a un paso de morder el anzuelo.


La miro una última vez a los ojos, buscando en ellos cualquier señal de que pare, de que no cruce esa línea. Pero no hay freno, solo deseo y provocación. Vega echa el cuerpo un poco hacia atrás, recostándose contra la tapa del wc. El gesto abre más el espacio entre su sexo y el hueco, y con él abre también sus piernas, lenta, deliberadamente.


El corazón me golpea el pecho, y siento cómo el calor me sube por la espalda hasta estallar en un escalofrío. No pienso más. Aflojo y dejo que el pis salga. El chorro impacta primero en sus labios abiertos, mojándolos, y Vega suelta un gritito agudo de sorpresa, mezcla de susto y excitación pura.


—¡Joder! —ríe nerviosa, con los ojos muy abiertos, pero no aparta la mano que mantiene su sexo expuesto.


El líquido resbala por su coño, goteando en cascada al wc. Meo sobre su vello púbico negro y corto, que se oscurece más y brilla mojado, pegándose a su piel. El chorro sube un instante y baña su bajo vientre, dejando la piel caliente y húmeda. Ella se mira, me mira a mí, con esa expresión que mezcla confusión y un morbo desbordado que no puede ocultar.


—Dios… no me creo que lo estés haciendo —susurra, con una media sonrisa, los ojos encendidos.


Su respiración se acelera, los pezones duros, las piernas abiertas sin cerrar el paso. Vega tiembla entre el asombro y la excitación, y yo no puedo apartar la vista de su cuerpo brillante bajo el líquido, de su coño abierto recibiéndolo, de la guarra que acaba de despertar en ella.


El chorro sigue saliendo de mí con fuerza, y la miro fijamente a los ojos. Por un segundo dudo, pero me dejo llevar y subo apenas, lo justo para alcanzar su pecho. El líquido tibio salpica su piel y Vega abre los ojos, suelta un jadeo entre asustada y excitada.


—¡Nooo…! —ríe nerviosa, pero enseguida junta sus pechos con las manos, apretándolos, ofreciéndomelos como si quisiera atraparlo todo ahí. Su cara es un poema: incredulidad, deseo, y esa pregunta muda de cómo demonios hemos llegado hasta esto… y lo mucho que le está gustando.


—para ya… —susurra con voz temblorosa, como si me rogara y me provocara al mismo tiempo.


El líquido resbala entre sus tetas, marcando caminos brillantes que llegan hasta sus pezones duros, y ella los aprieta aún más fuerte, cerrando los labios en un gemido contenido. Poco a poco la presión del chorro va bajando, haciéndose más débil. Tengo que acercarme más, el gesto me excita aún más, y la última parte cae directamente sobre su sexo abierto, empapando de nuevo sus labios y su vello húmedo, mezclándose con lo que ya goteaba de antes.


El liquiso golpea su clítoris y ella se estremece, arqueando la espalda con un gemido ronco, perdida entre la sorpresa, el morbo y la excitación que vibra en todo el baño


Vega se queda unos segundos en silencio, respirando fuerte, con esa mezcla de sorpresa y excitación marcada en sus ojos. Se muerde el labio, baja la mirada a su piel brillante y húmeda, y deja escapar una risita nerviosa, casi incrédula.


—Joder… —susurra, como si no acabara de creerse lo que hemos hecho.


Coge un trozo de papel, se seca despacio el bajo vientre, el vello y los muslos, con gestos lentos, todavía sonrojada pero sin dejar de sonreír. Me lanza una mirada cargada de picardía mientras termina de limpiarse, y luego se levanta con un movimiento ágil, el pecho aún húmedo, los pezones erguidos, el culo marcado por la luz del baño.


—Vamos —dice, con esa mezcla de orden y complicidad que solo ella tiene—. Ahora sí, nos toca ducharnos
 
El vapor del agua envuelve todo, pegándose a la piel como una segunda capa brillante. La abrazo apenas entrar, y Vega se deja apretar contra mí, nuestros cuerpos resbalando con el calor y el jabón. Nos besamos con calma al principio, con ternura, y en un susurro, casi rozando mis labios, me dice:


—Qué de cosas nuevas…


Sonrío, la respiración entrecortada, con mi polla dura clavada en su vientre húmedo. Le pregunto al oído, rozándole con mi boca:


—¿Te ha gustado?


Me responde con un “sí” lleno de picardía, y me devuelve un beso largo, mojado, antes de reírse.


—Tenías una cara de salido…


Reímos los dos, pero nuestras manos siguen otro camino. El jabón hace que todo sea más suave, más resbaladizo. Le lavo las tetas, aunque en realidad las estoy manoseando, amasando sus pezones duros, apretándolos con hambre. Ella gime bajito, se aprieta contra mí, y yo sigo bajando.


Mis dedos jabonosos recorren sus nalgas redondas, las aprieto, las separo, y paso entre ellas. Ella se agarra a mi cuello, gime, me muerde el labio, y me dice:


—Mmm… cabrón…


Me vuelvo adicto a ese gesto. No quiero parar, pero se gira y, con una mezcla de ternura y morbo, me lava el pelo. El cuello los hombros y llega a mi polla, la manosea como yo he manoseado sus tetas, me descapulla sonríe y con suavidad lo enjabona, Luego baja. Mis huevos resbalan en su palma, mi polla se tensa aún más al sentir la presión suave de sus dedos jabonosos. Vega se arrodilla para lavarme las piernas y me excita ver sus pechos colgando, brillantes de agua y espuma, su pelo pegado al rostro.


Se pone de pie y enjabona nuevamente mis hombros sigue por la espalda, y dice:


—A ver aquí…


Su mano resbala entre mis nalgas, firme, segura, acariciando justo donde ya me había llevado antes. No me sorprende, no me resisto. Solo cierro los ojos y me dejo ir, apoyándome en el azulejo, mientras su dedo tantea mi entrada y su respiración me acaricia la nuca.


El agua caliente cae sobre nosotros, resbalando como un velo líquido que oculta y muestra al mismo tiempo. Sigo apoyado en el azulejo, la frente pegada al vapor, mientras su mano sigue ahí atrás, firme, decidida.


—Vega… —susurro, entre un gemido y una súplica.


Ella no responde con palabras. Su dedo presiona, circula, tantea, hasta que siento cómo poco a poco, con la ayuda del jabón, se abre paso. El calor de la ducha se mezcla con otro calor, más profundo, más íntimo, y mi cuerpo tiembla.


—Dios… —escapa de mi boca.


Ella sonríe, lo sé porque lo siento en su respiración contra mi hombro, en la manera en que su pecho se pega a mi espalda. Mete el dedo hasta la mitad, me acaricia por dentro, y mi polla responde al instante, creciendo con un pulso que late fuerte, brutal. Su otra mano la envuelve, resbalando de la base a la punta con jabón, haciéndome jadear como un loco.


—Mírate… —me susurra al oído, su voz ronca—. Mi guarro… mi salido…


Su dedo se mueve en círculos dentro de mí, y la sensación es tan intensa que arqueo la espalda, entre el placer y la sorpresa. El agua cae más fuerte, como un aplauso contra la piel.


—No pares… —gimo, sin poder evitarlo.


Ella obedece, jugando con mi entrada, presionando y soltando, mientras su mano acelera sobre mi polla. El jabón hace que todo sea suave, resbaladizo, perfecto. Estoy al borde, la presión me rompe por dentro y por fuera.


—Vega… —jadeo—. Me voy a correr…


El vapor de la ducha lo envuelve todo, como si estuviéramos en otro mundo, aislados, solo ella y yo, nuestros cuerpos ardiendo bajo el agua caliente.


Vega me mira con esos ojos brillantes, todavía con el gesto torcido por el placer de lo que acaba de hacerme. Sonríe, húmeda, descarada, y me pregunta en un susurro ronco, con la boca pegada a la mía:


—¿Y ahora qué, eh?


No respondo con palabras. Me agacho y ella me entiende al instante: abre las piernas y mis manos la sostienen por los muslos. Mi boca encuentra su sexo, lento, con calma, recorriendo cada pliegue. Chupo sus labios con suavidad, acaricio con la lengua su clítoris, subo y bajo despacio, hundiéndome en ella como si quisiera memorizar su sabor. Vega gime bajito, arquea la espalda y me sujeta la cabeza con las dos manos, sin presionar, solo guiándome, dándome tiempo. Sabe que necesito recuperarme, y me lo regala con cada temblor de sus piernas.


Cuando siento que mi cuerpo vuelve a responder, me pongo de pie. Ella, jadeante, me rodea con sus brazos, y con una mano firme sostiene mi polla dura, húmeda, y la acomoda en su entrada. Un gemido profundo le sube por la garganta en cuanto la penetro. Se aprieta contra mí, se arquea, se empala despacio sobre mi polla, hasta que la siente entera dentro de ella. Nos besamos como si nos devoráramos, sus gemidos se mezclan con mis jadeos, el agua resbalando por nuestras pieles.


Entonces, me sorprende. Al oído, con la voz rota, me susurra:


—¿Quieres darme por el culo?


Se gira, apoyando las manos en la pared mojada, el agua cayéndole por la espalda. No hace falta que la responda: con la otra mano me guía, sosteniéndome el brazo, y yo siento cómo mi glande busca su entrada estrecha. Lentamente, la penetro, ella gime, tiembla, se abre paso y su cuerpo me lo permite. Estoy entero dentro, la beso en la nuca, espero que su cuerpo se acostumbre, acaricio sus caderas, su vientre.


Y de repente, entre jadeos, con la voz ronca, me pide lo que nunca antes:


—Dame fuerte…


Empiezo despacio, bombeando con fuerza contenida, y cada vez que entro, ella gime con un gemido más ronco, más sucio, hasta que se gira medio de lado, mirándome con los ojos nublados y la boca entreabierta.


—Joder… más fuerte… —me suplica, jadeando.


Obedezco. La agarro de las caderas y la penetro con más violencia, los golpes de mi pelvis contra su culo resonando con el eco de la ducha. Su grito ahogado me enciende todavía más.


—¡Más fuerte! —gime otra vez, y lo hago, cada embestida más profunda, más brutal, hasta que su espalda golpea contra la pared húmeda.


Levanto la mano y le doy un azote seco en una nalga mojada. ¡Plas! El sonido retumba en el baño. Ella se arquea, grita, y me pide otro. ¡Plas! ¡Plas! Su culo se enrojece bajo mis golpes, y la siento estremecerse, húmeda, ardiente, temblando contra mí.


Con una mano la aprieto de un pecho, pellizco y retuerzo su pezón duro hasta que se queja, pero no se aparta, al contrario: gime más fuerte, entregada, perdida. Yo jadeo en su oído, la embisto con toda la fuerza que tengo, y ella se aprieta contra la pared, los pechos rebotando con cada golpe.


—¡Córrete conmigo! —me suplica, la voz rota, entrecortada.


La presión en mi polla es insoportable, siento cómo su culo me aprieta tragándome más hondo, como si no quisiera soltarme. Ella tiembla, las rodillas le flaquean, pero se sigue empujando hacia mí, buscando más.


Y entonces no aguanto. El orgasmo me atraviesa como un latigazo, y en el instante en que estoy a punto, ella se saca mi polla con un gesto rápido. Yo me corro con violencia, mi leche caliente saliendo a borbotones entre sus nalgas, manchando su piel mojada. Vega se estremece, doblando las rodillas, jadeando como si se derrumbara contra la pared, temblando conmigo.


Sus gemidos roncos llenan el baño, los míos también. El agua cae sobre nosotros, arrastrando el sudor y el esperma por su cuerpo aún estremecido, mientras ella se gira con la cara encendida, exhausta, y me sonríe con esa mezcla de sorpresa y lujuria.


El agua sigue cayendo, caliente, resbalando por su pelo pegado a la cara, bajando por sus hombros temblorosos. Vega se gira, me abraza con fuerza, me clava las uñas en la espalda como si no quisiera soltarme. Su respiración es un torbellino contra mi cuello, entre jadeos y pequeños sollozos que no son de tristeza, sino de un placer que la desborda.


—Esto… esto no es normal —susurra, con la voz rota, casi temblando—. No sé qué me pasa… pero estoy super cachonda, nunca he estado así…


La siento aferrarse más a mí, como si buscara anclarse, como si necesitara fundirse conmigo para no perder el control. Su cuerpo vibra aún contra el mío, húmedo de agua y de sudor, con la piel erizada y los pezones duros rozando mi pecho. Yo la abrazo, la beso en la frente y la sostengo fuerte, y en ese instante sé que lo que hemos abierto no tiene marcha atrás: Vega está desatada, perdida en un placer nuevo, y yo con ella.
 
Ese universo de complicidad que se han creado es envidiable, se adaptan a cada necesidad sexual que el otro manifiesta, se brindan y reciben placer sin egoísmos, sincronía demasiado perfecta y sobre todo frágil para ser sustentada en el tiempo, amor y deseo les sobran, sólo que a ella parece empezar a quedarle muy pequeño este universo, insuficiente.:cool:
 
Y así queda la discusión por el tema de Adolfo??
Yo pensaba que habría más lío.
Pero si eso es agua más que pasada hombre, todo el mundo tenemos muertos en el armario cuando llegamos a ciertas edades.
Agua pasada?
Pues Vega iba decidida a beber otra vez de la misma " manguera " ... Suerte que se frenó en el camino
En serio.
Me parece que no han cerrado ese tema, una discusión interrumpida por el deseo y el morbo que de manera distinta provocó el tema en ambos, quizás fantasías que quedaron expuestas por la nueva realidad, con la mente ya fría sincerarán su percepción de aquel hecho.
Lo que sí es claro, que Vega ha causado gran daño a la confianza mutua, su omisión pudo convertirse en una infidelidad si hubiera consumado el juego que se traía con Adolfo.
Lo que más me preocupa es el necesidad creciente en Nico por ver expuesta a su mujer a situaciones que comprometen la integridad de su relación, ceder a la tentación de sus fantasías puede llevar a Vega a un comportamiento compulsivo que sexualmente puede ser incontrolable.:cool:
 
En serio.
Me parece que no han cerrado ese tema, una discusión interrumpida por el deseo y el morbo que de manera distinta provocó el tema en ambos, quizás fantasías que quedaron expuestas por la nueva realidad, con la mente ya fría sincerarán su percepción de aquel hecho.
Lo que sí es claro, que Vega ha causado gran daño a la confianza mutua, su omisión pudo convertirse en una infidelidad si hubiera consumado el juego que se traía con Adolfo.
Lo que más me preocupa es el necesidad creciente en Nico por ver expuesta a su mujer a situaciones que comprometen la integridad de su relación, ceder a la tentación de sus fantasías puede llevar a Vega a un comportamiento compulsivo que sexualmente puede ser incontrolable.:cool:
Estoy completamente de acuerdo en lo que dices , en el momento que Cedan a llevar a cabo sus fantasias , Vega se "emputece" de manera exponencial , ha demostrado ese perfil voraz , impulsivo y compulsivo sexualmente hablando .Vega ya esta en ese punto de no retorno ,de necesidad de tener que experimentar nuevas formas de placer,veremos que sucede , magnifico relato.
 
El problema es él que estáis diciendo. Que mucho me temo que al final van a entrar más personas y eso para mí lo va a complicar mucho y más cuando no lo veo necesario.
Y si Vega necesita más, que se compre un consolador y punto. Pero nada de tener sexo con otros hombres.
 
La noche cae sobre la ciudad y las calles están llenas de gente, de risas y el murmullo de los bares. El taxi nos deja cerca de esa zona famosa por sus tapas, y apenas bajo, mis ojos se clavan en Vega.


El vestido que ha elegido parece hecho para ella: ligero, de tela suave que se ajusta justo lo necesario, marcando cada curva. Le llega a media pierna, dejando a la vista sus muslos torneados, y al caminar el tejido se mueve con un vaivén que hipnotiza. No lleva sujetador, y se nota: su pecho se mueve libre bajo la tela, natural, firme, cada paso deja entrever el contorno de sus pezones que apenas el vestido logra disimular. El aire de la noche, fresco, acentúa aún más esa evidencia, y cada vez que gira o se inclina un poco, se marca con descaro, como un secreto a medias.


Por detrás, el vestido se ciñe a su cintura y baja pegado a su culo redondo, firme, que parece rebotar suavemente con cada paso. La tela lo envuelve sin ocultarlo, más bien lo exhibe, marcando el contorno de sus nalgas como si fueran esculpidas. No puedo evitar quedarme mirándola, con el deseo latiéndome en la entrepierna mientras ella, consciente, me lanza una sonrisa pícara al girar la cabeza.


—¿Te gusta? —susurra con malicia, como si no supiera perfectamente lo que está haciendo.


Entramos en el primer bar, de esos con azulejos en las paredes y la barra larga llena de platos pequeños que entran y salen sin descanso. El camarero apenas nos ve, sonríe y nos sirve dos copas de vino tinto sin preguntar mucho más. Como siempre en este sitio, la tapa llega sola: unas tostas con jamón y un poco de alioli que dejan un olor irresistible en el aire.


Nos apoyamos en la barra, hombro con hombro, y empezamos a hablar de cualquier cosa: del trabajo, de la semana, de cómo hacía tiempo que no volvíamos a este barrio. La conversación fluye, ligera, pero entre las frases se cuelan caricias suaves: su mano rozando la mía al coger la copa, mis dedos recorriendo un segundo la curva de su muslo bajo el vestido antes de apartarse.


El bar se va llenando poco a poco. El murmullo crece, las risas de grupos cercanos se mezclan con la música suave de fondo. Pero para mí, el ambiente se concentra en Vega. El vino la pone aún más luminosa, sus mejillas se tiñen de un leve rubor y su mirada se vuelve más pícara.


—¿Te acuerdas la última vez que vinimos aquí? —me dice, con una sonrisa traviesa, acercándose a mi oído para que solo yo la escuche.


Su aliento me roza la piel y siento un escalofrío. La miro de reojo, y ella, sin perder la compostura, deja escapar un comentario morboso al oído, casi inaudible entre el ruido del bar.


Bebo un trago despacio, intentando disimular la erección que empieza a crecerme. El ambiente es agradable, sí, pero debajo de esa normalidad flota la tensión de lo que ambos sabemos: esta noche no es solo de tapas y vino.


Con la copa en la mano y el bar lleno, me inclino apenas hacia ella. Mi mano baja con disimulo hasta su muslo, la acaricio despacio, como si no quisiera que nadie lo notara. Vega me mira de reojo, fingiendo indiferencia, pero una leve risa, casi contenida, la delata.


Ella me devuelve el gesto, menos explícita: su mano roza mi hombro con delicadeza, se queda ahí unos segundos y sus dedos dibujan un movimiento suave que solo yo percibo. Ese roce ligero dice más que cualquier caricia descarada. Entre palabra y palabra, nos damos un par de besos cortos, escondidos en el ruido de la barra, que saben a vino y a ganas.


Llega el segundo vino, lo bebemos despacio, y cuando terminamos salimos a la calle. El aire fresco de la noche nos golpea, y ella se pega a mí sin pensarlo, sus pechos presionando contra mi brazo mientras me mira con complicidad. Siento su calor, su perfume mezclado con el aire húmedo de la ciudad, y con disimulo dejo que mi mano deslice hasta su culo, acariciándolo como si no hubiera nadie alrededor.


Reímos por lo bajo, como adolescentes que saben que están jugando con fuego. Caminamos unos metros hasta el siguiente bar, uno que conocemos bien, donde siempre sirven una tapa que nos gusta. Al entrar encontramos sitio en la barra, y esa mezcla de costumbre y excitación nos envuelve: parece un plan cualquiera, pero cada gesto oculta un secreto.


El tercer vino nos suelta la lengua y la risa, el calor sube por dentro y ya no nos hace falta disimular tanto. En ese momento entra una pareja, altísimos, guapos, de esos que parecen sacados de un catálogo. Vega los sigue con la mirada, sonríe torcida y me suelta, con ese descaro que solo me enseña a mí:


—Muy guapos, sí… pero seguro que follan casi sin tocarse, para no mancharse.


La carcajada me sale sola, y me giro hacia ella, le agarro la cara y la beso con hambre. Al separarme le digo, casi mordiéndole los labios:


—No como yo te voy a follar esta noche.


Ella se ríe, me muerde el labio y, con voz baja y cómplice, contesta:


—¿Me vas a dar lo mío?


La risa se mezcla con el deseo. Me aprieto contra ella para que sienta lo que ya llevo duro solo de imaginarlo, y Vega sonríe satisfecha, consciente del poder que tiene sobre mí.


Pedimos otro vino más. Ella lo bebe lento, jugando con la copa, y cuando la deja en la barra me dice al oído:


—Voy al baño.


La miro con esa sonrisa que solo usamos los dos para hablar de lo prohibido y le pregunto en voz baja:


—¿Quieres que te acompañe?


Ella se queda un segundo callada, sonríe ladeando la cabeza, y me responde con esa picardía suya, sin bajar la mirada:


—Nos echarían del bar.


La veo salir del baño y ya sé que algo trama: camina más despacio, con esa sonrisa que no puede sostener cuando me busca con la mirada. Al llegar a la barra se me pega, me da un beso rápido en la comisura y mete la mano en el bolsillo de mi pantalón. Su boca se acerca a mi oído y susurra, con voz traviesa:


—Tienes un regalito…


Noto algo dentro, algo que antes no estaba. Instintivamente voy a sacar la mano para confirmarlo, pero ella me la sujeta con fuerza, riéndose bajito.


—No lo hagas… —me advierte, divertida, con ese tono que me mata.


Con disimulo toma mi otra mano, la coloca sobre su muslo y la guía hacia arriba. El calor de su piel me sube directo al pecho. Sigo subiendo y de pronto lo entiendo: no hay nada más que su piel.


¡Su tanga! No hay ninguna tela que proteja sus labios húmedos.


Me mira de reojo, me guiña un ojo y con una media sonrisa susurra:


—Para que lo tengas más a mano…


Estamos en la barra, hombro con hombro, casi de perfil el uno con el otro. Desde fuera, cualquiera que mire con atención podría intuir que mi mano no está en su sitio: no reposa en la barra, no está en mi copa… está perdida bajo el borde del vestido de Vega. Ella parece natural, apoyada en el taburete alto, con un codo en la barra y la copa de vino a medio camino de su boca.


Pero yo sé dónde está mi mano: entre sus muslos. Lentamente, con una calma que contrasta con el hervidero que siento dentro, meto un dedo en ella. Su coño está caliente, húmedo, como si llevara todo el rato esperándome.


Desde fuera se vería algo extraño: mi brazo rígido, su cuerpo tensándose apenas, como si un calambre de placer la recorriera. Su cuello se arquea un poco, los labios se entreabren y sus ojos se clavan en la nada un segundo, intentando contener un gemido. La copa tiembla apenas en su mano libre, la otra está firme sobre la mía, sujetándola, como diciendo “no pares… pero tampoco me dejes perder el control aquí”.


Unos segundos. Solo unos segundos en los que el tiempo parece detenerse. Siento su carne cerrarse y abrirse en torno a mi dedo, la humedad extenderse, su respiración volverse irregular.


Y entonces lo saco, despacio, dejando que el aire entre donde antes estaba yo. Ella cierra las piernas al instante, como queriendo atrapar el calor que le he dejado dentro. Su mirada vuelve a mí, roja, ardiendo, y en la comisura de su boca asoma una sonrisa culpable, como la de quien ha hecho algo prohibido y le ha encantado.





La cuarta copa llega a la barra y el ambiente ya es distinto. El bar está lleno, la gente entra y sale con risas, empujones suaves, conversaciones que se cruzan. El murmullo general se mezcla con la música de fondo, pero entre nosotros el sonido es otro: el de la respiración contenida, los silencios que pesan más que cualquier palabra.


Vega bebe un sorbo, despacio, mirándome por encima del borde de la copa. Sus ojos están brillantes, excitados, y sus mejillas tienen ese color que no es solo del vino. El vestido, corto, parece pegarse más a sus muslos cada vez que cruza o descruza las piernas, como si supiera que me está provocando.


Yo paso un brazo por detrás de su espalda, la acerco un poco hacia mí, y ella no se resiste. Siento su pecho presionando mi brazo, el roce de su pezón libre, duro, que me hace estremecer. Sonríe, juguetona, y finge que escucha la conversación de dos que están a nuestro lado, pero sus dedos se entretienen con los míos, enredándose, pellizcándolos, rozando la palma de mi mano como si dibujara en ella lo que quiere que pase cuando estemos solos.


Cada vez que alguien pasa cerca y nos roza, me sorprendo pensando si se han dado cuenta. Si han notado la electricidad en el aire, la tensión erótica que nos envuelve como un secreto a punto de explotar.


La miro y sé que está igual de cachonda que yo. No lo dice, no lo hará en voz alta, pero lo grita con cada gesto: con su forma de beber, con la manera en que muerde el labio, con la risa floja que le escapa cuando mis dedos se atreven a subir apenas por el borde de su muslo.


Salimos del bar y el aire fresco de la noche nos golpea la cara, aunque el calor del vino y del deseo sigue dentro, más fuerte que nunca. La ciudad está viva: risas, grupos de amigos que caminan deprisa hacia otro bar, coches que pasan despacio buscando aparcamiento, luces de neón que parpadean, reflejándose en los charcos de la acera.


Vega se cuelga de mi brazo, juguetona, y siento cómo sus pechos libres rebotan con cada paso contra mi hombro. Me mira de reojo con esa sonrisa traviesa, como si todo el mundo pudiera adivinar lo que llevamos dentro, y a ella no le importara. Yo le aprieto suavemente la cintura, y ella me pellizca el culo entre risas.


—Vamos a por una copa —me dice, casi al oído—. Tengo ganas de música.


Caminamos unas calles más, dejándonos llevar por el bullicio, hasta que llegamos a un local pequeño pero abarrotado, famoso por sus conciertos en directo. La entrada está llena de gente charlando con las copas en la mano. Dentro, el ambiente es cálido, vibrante: luces bajas, mesas apretadas, y al fondo un pequeño escenario donde un grupo afina sus instrumentos.


El camarero nos hace un gesto y nos abre paso hacia la barra. Pedimos dos copas, ella un gin-tonic y yo un ron con cola. Mientras esperamos, Vega se pega más a mí, me acaricia el pecho por encima de la camisa y sonríe.


—Cuatro vinos no eran suficientes —ríe—. Quiero más…


La miro y me la imagino en el escenario, bailando con esa seguridad natural que tiene, y noto la tensión volver a subir. La música empieza a sonar, un ritmo fuerte, sensual, que hace que todo el mundo mueva el cuerpo, aunque sea un poco. Vega se deja llevar enseguida, moviendo sus caderas contra mí, con una gracia hipnótica.


La música sube, el murmullo del local se mezcla con los acordes y las voces, y Vega se coloca de espaldas a mí. Aprieta su culo contra mi miembro duro, despacio al principio, como tanteando, hasta que lo agarra con descaro a través del pantalón.


Me inclino y le susurro al oído, rozándole el lóbulo con mis labios:


—Me encanta cuando estás tan cachonda…


Ella sonríe apenas, sin girarse, y me manosea con más fuerza mientras mueve las caderas al ritmo de la música. Yo no aguanto: mis manos se deslizan bajo su vestido, subiendo por sus muslos hasta encontrar su sexo húmedo. Al sentir mi contacto directo sobre su clítoris, pega un respingo y su respiración se acelera; en vez de frenarme, abre más las piernas, invitándome.


El tumulto de gente nos protege, todos están distraídos con la música, el baile, las copas. Pero noto una mirada. A mi izquierda, una chica se ha dado cuenta. Sus ojos se agrandan, se inclina hacia su amiga y le dice algo al oído. La otra gira la cabeza, sonríe sorprendida, y ambas se ríen con ese gesto cómplice de quien acaba de descubrir un secreto sucio en mitad de la fiesta.


Yo aprieto más los dedos contra el clítoris de Vega, disfrutando de verla retorcerse contra mí, excitado no solo por lo que hacemos, sino también porque alguien nos haya pillado en mitad del juego.





Me acerco aún más a su oído, mi voz ronca por la excitación:


—Nos miran… esas dos chicas.


Vega se gira despacio, sus ojos brillan con ese punto de alcohol y deseo, me muerde el labio en un beso rápido, húmedo, cargado de tensión, y me susurra con una sonrisa traviesa:


—¿Nos vamos?


La siento pegada a mí, su vestido descolocado por mis manos, su aliento mezclado con el mío. La idea de salir a la calle y tenerla solo para mí hace que mi polla lata más fuerte contra ella.


Salimos del local aún riéndonos, con la música todavía en los oídos y el calor del vino en la sangre. Callejeamos, la ciudad está viva, llena de gente que va de un sitio a otro buscando la siguiente copa, pero nosotros vamos pegados, besándonos, tocándonos a cada esquina.


De pronto, Vega se frena, me aprieta el brazo y susurra, entre risas:


—Me meo…


—¿No puedes aguantar? —le pregunto, divertido, notando ese tono de niña mala en su voz.


Se ríe, borracha, con esa urgencia seria que me hace entender que lo dice de verdad. Intentamos entrar en un garito cercano, pero está hasta arriba, con cola en la puerta. Ella me mira desesperada, se muerde el labio.


—No llego… —dice, riendo y apretando las piernas.


Seguimos caminando rápido hasta dar con una calle pequeña, oscura, con coches aparcados a ambos lados y ninguna alma a la vista. Apenas dos farolas iluminan a medias, creando sombras largas y un silencio roto solo por nuestros pasos.


—Aquí —me dice, levantando la falda sin vergüenza. Se coloca en cuclillas entre dos coches, el pelo oscuro cayéndole sobre la cara, mientras el sonido del pis golpea el suelo.


Yo me arrimo a ella, excitado por la escena sucia, por verla así tan vulnerable y descarada a la vez. Cuando termina, se incorpora con una risa nerviosa, y no me da tiempo a dejarla recomponerse: la agarro por la cintura y la beso con hambre.


Su boca sabe a alcohol y deseo, me enciende. Le bajo el vestido por un tirante y saco un pecho, lo chupo, lo muerdo fuerte, y ella suspira contra mi boca. Con torpeza desabrocho mi pantalón, y sus dedos me ayudan, sacando mi polla rígida.


—Como venga alguien, nos pilla… —susurra, riéndose, con esa chispa morbosa en los ojos.


Entonces se gira, apoya el pecho y las manos contra el maletero frío de un coche, arquea la espalda y separa las piernas. Su culo queda expuesto, perfecto bajo la luz tenue.


Yo gruño, la agarro fuerte de las caderas y la penetro de golpe, hundiéndome entero en su sexo mojado. El sonido húmedo y su gemido ahogado llenan la calle silenciosa. Mis embestidas retumban en la chapa, paf, paf, ella gime con la cara pegada al cristal del coche.


—Dios… así… fóllame… —jadea, moviéndose conmigo.


La muerdo en el cuello, aprieto sus tetas bajo el vestido, y la follo rápido, intenso, sucio, con esa urgencia animal que solo da el riesgo de ser descubiertos.


El aire frío de la calle me golpea la cara, pero dentro de mí arde un fuego que no puedo contener. Al hundirme en ella la primera vez, siento cómo su sexo me envuelve húmedo, suave, estrecho, casi resbaladizo por lo empapada que está. Cada vez que entro y salgo, esa fricción caliente me enloquece, como si su cuerpo se aferrara a mi polla para no dejarme escapar.


Vega aprieta las caderas hacia atrás, empujando contra mí, buscando que llegue más profundo, y lo consigue. Cada embestida choca con su culo, que vibra contra mi pelvis, y me hace gruñir en su oído.


Sus gemidos son breves, cortados, como si intentara tragárselos para que nadie los escuchara, pero se le escapan: jadeos húmedos, un “sí” entrecortado, un “dios” casi en un suspiro, y de pronto, entre el temblor de su voz:


—La tienes… muy gorda…


Me enciendo aún más. La agarro del pelo, tiro de su cabeza hacia atrás y pego mi mejilla a la suya. Su piel está caliente, húmeda de sudor, y puedo oír el crujido de su respiración contra mi oído.


Acelero, le doy con más fuerza, el sonido de nuestros cuerpos chocando contra la chapa del coche se mezcla con su risa nerviosa y sus gemidos contenidos.


—Mira… que no nos vean… —susurra, entrecortada, mientras sus uñas arañan la pintura del coche y su culo se abre para recibirme una y otra vez.


La sensación de tenerla ahí, en mitad de la calle, con el miedo de ser descubiertos y el placer de follarla como un animal, me vuelve loco. No pienso, solo empujo, más fuerte, más profundo, cada vez más.


Su mano busca la mía a tientas, la encuentra y la arrastra hasta su clítoris. Apenas rozo la yema de mis dedos sobre él y siento cómo tiembla, cómo se le quiebra el cuerpo en espasmos pequeños, contenidos.


De pronto, un ruido, un movimiento entre las sombras. Mis sentidos se tensan, paro un instante, me pego a ella.


—¿Qué pasa? —susurro contra su oído.


—Ahí alguien… —responde, con un hilo de voz.


Se aprieta aún más contra mí, como si quisiera fundirse conmigo, esconderse en mi piel. Pero su mano sigue guiando la mía, firme, obligándome a no detenerme, a seguir acariciando su clítoris. Y su cadera se mueve despacio, buscando cada roce.


Entonces lo veo claro: alguien se acerca. El sonido de tacones rompe el silencio, cada vez más cerca, resonando entre las paredes de la calle estrecha. Voy a salirme de ella, pero su mano me detiene, sujetando mi cuerpo, pegándome fuerte, obligándome a seguir dentro.


La mujer pasa a escasos metros, y en ese instante el tiempo se detiene. El roce de nuestros cuerpos, el aire cargado de sexo, el perfume extraño que trae la desconocida al cruzar… todo se mezcla. Ella nos mira fugazmente, con vergüenza, con la certeza de saber lo que estamos haciendo.


Vega gira la cabeza, la sigue con la mirada unos segundos, y siento cómo su cuerpo tiembla más fuerte, en silencio, ahogando un grito. Su respiración se corta, sus jadeos se vuelven apenas audibles, como si temiera ser descubierta en ese mismo instante.


Pegada a mí, se corre. Lo sé porque su coño palpita alrededor de mi polla, húmedo, apretándome, tragándome como nunca. Su clítoris late bajo mis dedos, y su orgasmo explota justo cuando la chica nos pasa por el lado, ajena y cómplice a la vez.


El contraste me enloquece: la calle vacía, los pasos que se alejan, y Vega temblando en mi polla, rendida, deshecha en silencio.


Vega se tapa la boca con una mano, pero no puede evitar la risa nerviosa tras el orgasmo, todavía con mis dedos húmedos de sus jugos y mi polla enterrada en su calor. Su cuerpo tiembla, y al salir de ella un hilo brillante de su humedad baja por sus muslos.


—Dios… nos han pillado —susurra entre risas, recolocándose como puede, con esa mezcla de vergüenza y excitación que la hace aún más guarra.


Yo también me río, con el pulso disparado. —Y parecía que te gustaba…


Ella me lanza una mirada intensa, con las mejillas encendidas, se sube el tirante que aún dejaba uno de sus pechos fuera y, mientras ajusta el vestido, responde bajito: —Me ha puesto muy cachonda.


Vega me agarra la polla antes de que pueda guardármela. Sujeta con firmeza, y por su gesto, y porque la conozco, sé que lo que quiere es ayudarme a terminar. Sus dedos se mueven rápidos, hábiles, y siento la presión de mi polla palpitando, atrapada entre nuestros cuerpos, pegada a la tela fina de su vestido empapado por mis fluidos.


Estoy a punto, la respiración se me corta, cuando escuchamos pasos de nuevo. Una pareja cruza la calle. Me pego a Vega, escondiéndome en su cuello, mientras ella no suelta mi polla, la aprieta con fuerza, como queriendo retar al momento, su risa nerviosa pegada a mi oído.


La pareja pasa a escasos metros y por un instante siento el vértigo de que nos vean, de que todo estalle. Vega aguanta, disimulando, pero su mano sigue firme, caliente, excitada en el riesgo.


Cuando ya se alejan, nos miramos los dos, con el pulso desbocado, y casi al unísono entendemos que ya está bien de tentar a la suerte. Vega me da un último apretón, sonriendo traviesa, y entonces bajamos la mano con disimulo.


Caminamos juntos hacia la avenida principal, todavía con el corazón acelerado, en busca de un taxi, con la excitación pegada al cuerpo como una segunda piel.


El trayecto en taxi se hace eterno. El conductor, un hombre de aspecto tosco, con barba de varios días y la camisa medio abierta dejando ver un pecho sudoroso, no para de hablar. Su voz áspera llena el coche, como si temiera el silencio. Entre palabra y palabra, sus ojos se van al retrovisor, y aunque intenta disimular, se le nota demasiado: sus miradas se clavan en Vega, en sus piernas, en cómo su vestido se sube un poco después de la caminata.


Me incomoda, y a ella también. Vega se recuesta contra mi hombro y finge que no se da cuenta, pero yo sí. Y ese ambiente cargado, con el olor a tabaco rancio y desinfectante barato del coche, hace imposible dejarnos llevar como nos gustaría. La situación, en vez de excitarnos, nos corta.


Cuando al fin llegamos a casa, la tensión se disuelve en un suspiro. Vega se quita los tacones nada más entrar, cansada pero aún con esa belleza desordenada que me enloquece. Me acerco a tocarla, a encender de nuevo el fuego, pero se estremece suave, como si mi roce le doliera.


—Cari… —me dice con voz baja, casi un suspiro—. Lo tengo tan sensible que no puedo más.


Me lo dice con ternura, con pena incluso, como si no quisiera dejarme a medias. Me acaricia la cara, sonríe con picardía y añade:


—Mañana lo compenso… o si quieres… te la chupo ahora.


La propuesta me enciende, pero sé que lo hace más por mí que por ella. La abrazo, la beso en la frente y bajo el ritmo de la noche.


—No pasa nada, amor. —le susurro, sincero.


Vega me sonríe, aliviada y cómplice, y nos dejamos caer en la cama. El cansancio se impone sobre el deseo. Entre su calor junto a mí y el recuerdo de todo lo vivido, cierro los ojos con la certeza de que mañana habrá más.
 
El jabón hace que todo sea más suave, más resbaladizo. Le lavo las tetas, aunque en realidad las estoy manoseando, amasando sus pezones duros, apretándolos con hambre.
Seguro que todos reconocemos esta escena en nosotros mismos. Cada vez tengo más claro que no hace falta meter a terceros para crear situaciones muy morbosas y excitantes para el lector. Yo casi prefiero esto. Lo otro me hace sufrir a pesar de ser situaciones de vértigo y muy morbosas.
El amor, la compenetración y la confianza entre Vega y Nico, creo que dan mucho juego para crear situaciones divertidas, excitantes, morbosas, muchas de las cuales todos podemos reconocer en nosotros mismos. Claro está que, si el autor decide meter a otras personas para crear nuevas "aventuras", seguro que nadie pone ninguna pega y serán bienvenidas.
 
Qué buscaban en esa marcha de bar en bar??? ...han iniciado los juegos???
Por lo visto repetirán esta búsqueda de ese "algo" o ...será un alguien?

Lo que tienen Nico y Vega está adquiriendo una intensidad que crece a diario, creo que nunca estuvieron mal, pero en algún momento algo disparó esta nueva dinámica que parece no tener límites.
Un detalle que no parece importante es el hecho que tras cada experiencia que agota física y emocionalmente a ambos, alternan generosamente su conquista del placer.
Espero que el desarrollo de esto no pierda calidad y morbo en caso que el autor opte por esa plantilla demasiado usada de las infidelidades consentidas.
Confío en el criterio de The Witcher. ;):cool:
 
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