La noche cae sobre la ciudad y las calles están llenas de gente, de risas y el murmullo de los bares. El taxi nos deja cerca de esa zona famosa por sus tapas, y apenas bajo, mis ojos se clavan en Vega.
El vestido que ha elegido parece hecho para ella: ligero, de tela suave que se ajusta justo lo necesario, marcando cada curva. Le llega a media pierna, dejando a la vista sus muslos torneados, y al caminar el tejido se mueve con un vaivén que hipnotiza. No lleva sujetador, y se nota: su pecho se mueve libre bajo la tela, natural, firme, cada paso deja entrever el contorno de sus pezones que apenas el vestido logra disimular. El aire de la noche, fresco, acentúa aún más esa evidencia, y cada vez que gira o se inclina un poco, se marca con descaro, como un secreto a medias.
Por detrás, el vestido se ciñe a su cintura y baja pegado a su culo redondo, firme, que parece rebotar suavemente con cada paso. La tela lo envuelve sin ocultarlo, más bien lo exhibe, marcando el contorno de sus nalgas como si fueran esculpidas. No puedo evitar quedarme mirándola, con el deseo latiéndome en la entrepierna mientras ella, consciente, me lanza una sonrisa pícara al girar la cabeza.
—¿Te gusta? —susurra con malicia, como si no supiera perfectamente lo que está haciendo.
Entramos en el primer bar, de esos con azulejos en las paredes y la barra larga llena de platos pequeños que entran y salen sin descanso. El camarero apenas nos ve, sonríe y nos sirve dos copas de vino tinto sin preguntar mucho más. Como siempre en este sitio, la tapa llega sola: unas tostas con jamón y un poco de alioli que dejan un olor irresistible en el aire.
Nos apoyamos en la barra, hombro con hombro, y empezamos a hablar de cualquier cosa: del trabajo, de la semana, de cómo hacía tiempo que no volvíamos a este barrio. La conversación fluye, ligera, pero entre las frases se cuelan caricias suaves: su mano rozando la mía al coger la copa, mis dedos recorriendo un segundo la curva de su muslo bajo el vestido antes de apartarse.
El bar se va llenando poco a poco. El murmullo crece, las risas de grupos cercanos se mezclan con la música suave de fondo. Pero para mí, el ambiente se concentra en Vega. El vino la pone aún más luminosa, sus mejillas se tiñen de un leve rubor y su mirada se vuelve más pícara.
—¿Te acuerdas la última vez que vinimos aquí? —me dice, con una sonrisa traviesa, acercándose a mi oído para que solo yo la escuche.
Su aliento me roza la piel y siento un escalofrío. La miro de reojo, y ella, sin perder la compostura, deja escapar un comentario morboso al oído, casi inaudible entre el ruido del bar.
Bebo un trago despacio, intentando disimular la erección que empieza a crecerme. El ambiente es agradable, sí, pero debajo de esa normalidad flota la tensión de lo que ambos sabemos: esta noche no es solo de tapas y vino.
Con la copa en la mano y el bar lleno, me inclino apenas hacia ella. Mi mano baja con disimulo hasta su muslo, la acaricio despacio, como si no quisiera que nadie lo notara. Vega me mira de reojo, fingiendo indiferencia, pero una leve risa, casi contenida, la delata.
Ella me devuelve el gesto, menos explícita: su mano roza mi hombro con delicadeza, se queda ahí unos segundos y sus dedos dibujan un movimiento suave que solo yo percibo. Ese roce ligero dice más que cualquier caricia descarada. Entre palabra y palabra, nos damos un par de besos cortos, escondidos en el ruido de la barra, que saben a vino y a ganas.
Llega el segundo vino, lo bebemos despacio, y cuando terminamos salimos a la calle. El aire fresco de la noche nos golpea, y ella se pega a mí sin pensarlo, sus pechos presionando contra mi brazo mientras me mira con complicidad. Siento su calor, su perfume mezclado con el aire húmedo de la ciudad, y con disimulo dejo que mi mano deslice hasta su culo, acariciándolo como si no hubiera nadie alrededor.
Reímos por lo bajo, como adolescentes que saben que están jugando con fuego. Caminamos unos metros hasta el siguiente bar, uno que conocemos bien, donde siempre sirven una tapa que nos gusta. Al entrar encontramos sitio en la barra, y esa mezcla de costumbre y excitación nos envuelve: parece un plan cualquiera, pero cada gesto oculta un secreto.
El tercer vino nos suelta la lengua y la risa, el calor sube por dentro y ya no nos hace falta disimular tanto. En ese momento entra una pareja, altísimos, guapos, de esos que parecen sacados de un catálogo. Vega los sigue con la mirada, sonríe torcida y me suelta, con ese descaro que solo me enseña a mí:
—Muy guapos, sí… pero seguro que follan casi sin tocarse, para no mancharse.
La carcajada me sale sola, y me giro hacia ella, le agarro la cara y la beso con hambre. Al separarme le digo, casi mordiéndole los labios:
—No como yo te voy a follar esta noche.
Ella se ríe, me muerde el labio y, con voz baja y cómplice, contesta:
—¿Me vas a dar lo mío?
La risa se mezcla con el deseo. Me aprieto contra ella para que sienta lo que ya llevo duro solo de imaginarlo, y Vega sonríe satisfecha, consciente del poder que tiene sobre mí.
Pedimos otro vino más. Ella lo bebe lento, jugando con la copa, y cuando la deja en la barra me dice al oído:
—Voy al baño.
La miro con esa sonrisa que solo usamos los dos para hablar de lo prohibido y le pregunto en voz baja:
—¿Quieres que te acompañe?
Ella se queda un segundo callada, sonríe ladeando la cabeza, y me responde con esa picardía suya, sin bajar la mirada:
—Nos echarían del bar.
La veo salir del baño y ya sé que algo trama: camina más despacio, con esa sonrisa que no puede sostener cuando me busca con la mirada. Al llegar a la barra se me pega, me da un beso rápido en la comisura y mete la mano en el bolsillo de mi pantalón. Su boca se acerca a mi oído y susurra, con voz traviesa:
—Tienes un regalito…
Noto algo dentro, algo que antes no estaba. Instintivamente voy a sacar la mano para confirmarlo, pero ella me la sujeta con fuerza, riéndose bajito.
—No lo hagas… —me advierte, divertida, con ese tono que me mata.
Con disimulo toma mi otra mano, la coloca sobre su muslo y la guía hacia arriba. El calor de su piel me sube directo al pecho. Sigo subiendo y de pronto lo entiendo: no hay nada más que su piel.
¡Su tanga! No hay ninguna tela que proteja sus labios húmedos.
Me mira de reojo, me guiña un ojo y con una media sonrisa susurra:
—Para que lo tengas más a mano…
Estamos en la barra, hombro con hombro, casi de perfil el uno con el otro. Desde fuera, cualquiera que mire con atención podría intuir que mi mano no está en su sitio: no reposa en la barra, no está en mi copa… está perdida bajo el borde del vestido de Vega. Ella parece natural, apoyada en el taburete alto, con un codo en la barra y la copa de vino a medio camino de su boca.
Pero yo sé dónde está mi mano: entre sus muslos. Lentamente, con una calma que contrasta con el hervidero que siento dentro, meto un dedo en ella. Su coño está caliente, húmedo, como si llevara todo el rato esperándome.
Desde fuera se vería algo extraño: mi brazo rígido, su cuerpo tensándose apenas, como si un calambre de placer la recorriera. Su cuello se arquea un poco, los labios se entreabren y sus ojos se clavan en la nada un segundo, intentando contener un gemido. La copa tiembla apenas en su mano libre, la otra está firme sobre la mía, sujetándola, como diciendo “no pares… pero tampoco me dejes perder el control aquí”.
Unos segundos. Solo unos segundos en los que el tiempo parece detenerse. Siento su carne cerrarse y abrirse en torno a mi dedo, la humedad extenderse, su respiración volverse irregular.
Y entonces lo saco, despacio, dejando que el aire entre donde antes estaba yo. Ella cierra las piernas al instante, como queriendo atrapar el calor que le he dejado dentro. Su mirada vuelve a mí, roja, ardiendo, y en la comisura de su boca asoma una sonrisa culpable, como la de quien ha hecho algo prohibido y le ha encantado.
La cuarta copa llega a la barra y el ambiente ya es distinto. El bar está lleno, la gente entra y sale con risas, empujones suaves, conversaciones que se cruzan. El murmullo general se mezcla con la música de fondo, pero entre nosotros el sonido es otro: el de la respiración contenida, los silencios que pesan más que cualquier palabra.
Vega bebe un sorbo, despacio, mirándome por encima del borde de la copa. Sus ojos están brillantes, excitados, y sus mejillas tienen ese color que no es solo del vino. El vestido, corto, parece pegarse más a sus muslos cada vez que cruza o descruza las piernas, como si supiera que me está provocando.
Yo paso un brazo por detrás de su espalda, la acerco un poco hacia mí, y ella no se resiste. Siento su pecho presionando mi brazo, el roce de su pezón libre, duro, que me hace estremecer. Sonríe, juguetona, y finge que escucha la conversación de dos que están a nuestro lado, pero sus dedos se entretienen con los míos, enredándose, pellizcándolos, rozando la palma de mi mano como si dibujara en ella lo que quiere que pase cuando estemos solos.
Cada vez que alguien pasa cerca y nos roza, me sorprendo pensando si se han dado cuenta. Si han notado la electricidad en el aire, la tensión erótica que nos envuelve como un secreto a punto de explotar.
La miro y sé que está igual de cachonda que yo. No lo dice, no lo hará en voz alta, pero lo grita con cada gesto: con su forma de beber, con la manera en que muerde el labio, con la risa floja que le escapa cuando mis dedos se atreven a subir apenas por el borde de su muslo.
Salimos del bar y el aire fresco de la noche nos golpea la cara, aunque el calor del vino y del deseo sigue dentro, más fuerte que nunca. La ciudad está viva: risas, grupos de amigos que caminan deprisa hacia otro bar, coches que pasan despacio buscando aparcamiento, luces de neón que parpadean, reflejándose en los charcos de la acera.
Vega se cuelga de mi brazo, juguetona, y siento cómo sus pechos libres rebotan con cada paso contra mi hombro. Me mira de reojo con esa sonrisa traviesa, como si todo el mundo pudiera adivinar lo que llevamos dentro, y a ella no le importara. Yo le aprieto suavemente la cintura, y ella me pellizca el culo entre risas.
—Vamos a por una copa —me dice, casi al oído—. Tengo ganas de música.
Caminamos unas calles más, dejándonos llevar por el bullicio, hasta que llegamos a un local pequeño pero abarrotado, famoso por sus conciertos en directo. La entrada está llena de gente charlando con las copas en la mano. Dentro, el ambiente es cálido, vibrante: luces bajas, mesas apretadas, y al fondo un pequeño escenario donde un grupo afina sus instrumentos.
El camarero nos hace un gesto y nos abre paso hacia la barra. Pedimos dos copas, ella un gin-tonic y yo un ron con cola. Mientras esperamos, Vega se pega más a mí, me acaricia el pecho por encima de la camisa y sonríe.
—Cuatro vinos no eran suficientes —ríe—. Quiero más…
La miro y me la imagino en el escenario, bailando con esa seguridad natural que tiene, y noto la tensión volver a subir. La música empieza a sonar, un ritmo fuerte, sensual, que hace que todo el mundo mueva el cuerpo, aunque sea un poco. Vega se deja llevar enseguida, moviendo sus caderas contra mí, con una gracia hipnótica.
La música sube, el murmullo del local se mezcla con los acordes y las voces, y Vega se coloca de espaldas a mí. Aprieta su culo contra mi miembro duro, despacio al principio, como tanteando, hasta que lo agarra con descaro a través del pantalón.
Me inclino y le susurro al oído, rozándole el lóbulo con mis labios:
—Me encanta cuando estás tan cachonda…
Ella sonríe apenas, sin girarse, y me manosea con más fuerza mientras mueve las caderas al ritmo de la música. Yo no aguanto: mis manos se deslizan bajo su vestido, subiendo por sus muslos hasta encontrar su sexo húmedo. Al sentir mi contacto directo sobre su clítoris, pega un respingo y su respiración se acelera; en vez de frenarme, abre más las piernas, invitándome.
El tumulto de gente nos protege, todos están distraídos con la música, el baile, las copas. Pero noto una mirada. A mi izquierda, una chica se ha dado cuenta. Sus ojos se agrandan, se inclina hacia su amiga y le dice algo al oído. La otra gira la cabeza, sonríe sorprendida, y ambas se ríen con ese gesto cómplice de quien acaba de descubrir un secreto sucio en mitad de la fiesta.
Yo aprieto más los dedos contra el clítoris de Vega, disfrutando de verla retorcerse contra mí, excitado no solo por lo que hacemos, sino también porque alguien nos haya pillado en mitad del juego.
Me acerco aún más a su oído, mi voz ronca por la excitación:
—Nos miran… esas dos chicas.
Vega se gira despacio, sus ojos brillan con ese punto de alcohol y deseo, me muerde el labio en un beso rápido, húmedo, cargado de tensión, y me susurra con una sonrisa traviesa:
—¿Nos vamos?
La siento pegada a mí, su vestido descolocado por mis manos, su aliento mezclado con el mío. La idea de salir a la calle y tenerla solo para mí hace que mi polla lata más fuerte contra ella.
Salimos del local aún riéndonos, con la música todavía en los oídos y el calor del vino en la sangre. Callejeamos, la ciudad está viva, llena de gente que va de un sitio a otro buscando la siguiente copa, pero nosotros vamos pegados, besándonos, tocándonos a cada esquina.
De pronto, Vega se frena, me aprieta el brazo y susurra, entre risas:
—Me meo…
—¿No puedes aguantar? —le pregunto, divertido, notando ese tono de niña mala en su voz.
Se ríe, borracha, con esa urgencia seria que me hace entender que lo dice de verdad. Intentamos entrar en un garito cercano, pero está hasta arriba, con cola en la puerta. Ella me mira desesperada, se muerde el labio.
—No llego… —dice, riendo y apretando las piernas.
Seguimos caminando rápido hasta dar con una calle pequeña, oscura, con coches aparcados a ambos lados y ninguna alma a la vista. Apenas dos farolas iluminan a medias, creando sombras largas y un silencio roto solo por nuestros pasos.
—Aquí —me dice, levantando la falda sin vergüenza. Se coloca en cuclillas entre dos coches, el pelo oscuro cayéndole sobre la cara, mientras el sonido del pis golpea el suelo.
Yo me arrimo a ella, excitado por la escena sucia, por verla así tan vulnerable y descarada a la vez. Cuando termina, se incorpora con una risa nerviosa, y no me da tiempo a dejarla recomponerse: la agarro por la cintura y la beso con hambre.
Su boca sabe a alcohol y deseo, me enciende. Le bajo el vestido por un tirante y saco un pecho, lo chupo, lo muerdo fuerte, y ella suspira contra mi boca. Con torpeza desabrocho mi pantalón, y sus dedos me ayudan, sacando mi polla rígida.
—Como venga alguien, nos pilla… —susurra, riéndose, con esa chispa morbosa en los ojos.
Entonces se gira, apoya el pecho y las manos contra el maletero frío de un coche, arquea la espalda y separa las piernas. Su culo queda expuesto, perfecto bajo la luz tenue.
Yo gruño, la agarro fuerte de las caderas y la penetro de golpe, hundiéndome entero en su sexo mojado. El sonido húmedo y su gemido ahogado llenan la calle silenciosa. Mis embestidas retumban en la chapa, paf, paf, ella gime con la cara pegada al cristal del coche.
—Dios… así… fóllame… —jadea, moviéndose conmigo.
La muerdo en el cuello, aprieto sus tetas bajo el vestido, y la follo rápido, intenso, sucio, con esa urgencia animal que solo da el riesgo de ser descubiertos.
El aire frío de la calle me golpea la cara, pero dentro de mí arde un fuego que no puedo contener. Al hundirme en ella la primera vez, siento cómo su sexo me envuelve húmedo, suave, estrecho, casi resbaladizo por lo empapada que está. Cada vez que entro y salgo, esa fricción caliente me enloquece, como si su cuerpo se aferrara a mi polla para no dejarme escapar.
Vega aprieta las caderas hacia atrás, empujando contra mí, buscando que llegue más profundo, y lo consigue. Cada embestida choca con su culo, que vibra contra mi pelvis, y me hace gruñir en su oído.
Sus gemidos son breves, cortados, como si intentara tragárselos para que nadie los escuchara, pero se le escapan: jadeos húmedos, un “sí” entrecortado, un “dios” casi en un suspiro, y de pronto, entre el temblor de su voz:
—La tienes… muy gorda…
Me enciendo aún más. La agarro del pelo, tiro de su cabeza hacia atrás y pego mi mejilla a la suya. Su piel está caliente, húmeda de sudor, y puedo oír el crujido de su respiración contra mi oído.
Acelero, le doy con más fuerza, el sonido de nuestros cuerpos chocando contra la chapa del coche se mezcla con su risa nerviosa y sus gemidos contenidos.
—Mira… que no nos vean… —susurra, entrecortada, mientras sus uñas arañan la pintura del coche y su culo se abre para recibirme una y otra vez.
La sensación de tenerla ahí, en mitad de la calle, con el miedo de ser descubiertos y el placer de follarla como un animal, me vuelve loco. No pienso, solo empujo, más fuerte, más profundo, cada vez más.
Su mano busca la mía a tientas, la encuentra y la arrastra hasta su clítoris. Apenas rozo la yema de mis dedos sobre él y siento cómo tiembla, cómo se le quiebra el cuerpo en espasmos pequeños, contenidos.
De pronto, un ruido, un movimiento entre las sombras. Mis sentidos se tensan, paro un instante, me pego a ella.
—¿Qué pasa? —susurro contra su oído.
—Ahí alguien… —responde, con un hilo de voz.
Se aprieta aún más contra mí, como si quisiera fundirse conmigo, esconderse en mi piel. Pero su mano sigue guiando la mía, firme, obligándome a no detenerme, a seguir acariciando su clítoris. Y su cadera se mueve despacio, buscando cada roce.
Entonces lo veo claro: alguien se acerca. El sonido de tacones rompe el silencio, cada vez más cerca, resonando entre las paredes de la calle estrecha. Voy a salirme de ella, pero su mano me detiene, sujetando mi cuerpo, pegándome fuerte, obligándome a seguir dentro.
La mujer pasa a escasos metros, y en ese instante el tiempo se detiene. El roce de nuestros cuerpos, el aire cargado de sexo, el perfume extraño que trae la desconocida al cruzar… todo se mezcla. Ella nos mira fugazmente, con vergüenza, con la certeza de saber lo que estamos haciendo.
Vega gira la cabeza, la sigue con la mirada unos segundos, y siento cómo su cuerpo tiembla más fuerte, en silencio, ahogando un grito. Su respiración se corta, sus jadeos se vuelven apenas audibles, como si temiera ser descubierta en ese mismo instante.
Pegada a mí, se corre. Lo sé porque su coño palpita alrededor de mi polla, húmedo, apretándome, tragándome como nunca. Su clítoris late bajo mis dedos, y su orgasmo explota justo cuando la chica nos pasa por el lado, ajena y cómplice a la vez.
El contraste me enloquece: la calle vacía, los pasos que se alejan, y Vega temblando en mi polla, rendida, deshecha en silencio.
Vega se tapa la boca con una mano, pero no puede evitar la risa nerviosa tras el orgasmo, todavía con mis dedos húmedos de sus jugos y mi polla enterrada en su calor. Su cuerpo tiembla, y al salir de ella un hilo brillante de su humedad baja por sus muslos.
—Dios… nos han pillado —susurra entre risas, recolocándose como puede, con esa mezcla de vergüenza y excitación que la hace aún más guarra.
Yo también me río, con el pulso disparado. —Y parecía que te gustaba…
Ella me lanza una mirada intensa, con las mejillas encendidas, se sube el tirante que aún dejaba uno de sus pechos fuera y, mientras ajusta el vestido, responde bajito: —Me ha puesto muy cachonda.
Vega me agarra la polla antes de que pueda guardármela. Sujeta con firmeza, y por su gesto, y porque la conozco, sé que lo que quiere es ayudarme a terminar. Sus dedos se mueven rápidos, hábiles, y siento la presión de mi polla palpitando, atrapada entre nuestros cuerpos, pegada a la tela fina de su vestido empapado por mis fluidos.
Estoy a punto, la respiración se me corta, cuando escuchamos pasos de nuevo. Una pareja cruza la calle. Me pego a Vega, escondiéndome en su cuello, mientras ella no suelta mi polla, la aprieta con fuerza, como queriendo retar al momento, su risa nerviosa pegada a mi oído.
La pareja pasa a escasos metros y por un instante siento el vértigo de que nos vean, de que todo estalle. Vega aguanta, disimulando, pero su mano sigue firme, caliente, excitada en el riesgo.
Cuando ya se alejan, nos miramos los dos, con el pulso desbocado, y casi al unísono entendemos que ya está bien de tentar a la suerte. Vega me da un último apretón, sonriendo traviesa, y entonces bajamos la mano con disimulo.
Caminamos juntos hacia la avenida principal, todavía con el corazón acelerado, en busca de un taxi, con la excitación pegada al cuerpo como una segunda piel.
El trayecto en taxi se hace eterno. El conductor, un hombre de aspecto tosco, con barba de varios días y la camisa medio abierta dejando ver un pecho sudoroso, no para de hablar. Su voz áspera llena el coche, como si temiera el silencio. Entre palabra y palabra, sus ojos se van al retrovisor, y aunque intenta disimular, se le nota demasiado: sus miradas se clavan en Vega, en sus piernas, en cómo su vestido se sube un poco después de la caminata.
Me incomoda, y a ella también. Vega se recuesta contra mi hombro y finge que no se da cuenta, pero yo sí. Y ese ambiente cargado, con el olor a tabaco rancio y desinfectante barato del coche, hace imposible dejarnos llevar como nos gustaría. La situación, en vez de excitarnos, nos corta.
Cuando al fin llegamos a casa, la tensión se disuelve en un suspiro. Vega se quita los tacones nada más entrar, cansada pero aún con esa belleza desordenada que me enloquece. Me acerco a tocarla, a encender de nuevo el fuego, pero se estremece suave, como si mi roce le doliera.
—Cari… —me dice con voz baja, casi un suspiro—. Lo tengo tan sensible que no puedo más.
Me lo dice con ternura, con pena incluso, como si no quisiera dejarme a medias. Me acaricia la cara, sonríe con picardía y añade:
—Mañana lo compenso… o si quieres… te la chupo ahora.
La propuesta me enciende, pero sé que lo hace más por mí que por ella. La abrazo, la beso en la frente y bajo el ritmo de la noche.
—No pasa nada, amor. —le susurro, sincero.
Vega me sonríe, aliviada y cómplice, y nos dejamos caer en la cama. El cansancio se impone sobre el deseo. Entre su calor junto a mí y el recuerdo de todo lo vivido, cierro los ojos con la certeza de que mañana habrá más.