La abrazo fuerte, beso su pelo, y en silencio nos dejamos caer en el sueño. El murmullo del mar llega desde el ventanal abierto, y con ella pegada a mi pecho siento que este viaje apenas acaba de empezar.
Después de un desayuno ligero —café, fruta y poco más— decidimos bajar a la playa. El aire de junio ya tiene ese calor anticipado del verano, pero todavía se siente limpio, sin la pesadez de los meses más fuertes.
Atravesamos un sendero de arena entre pinos que huele a resina y a mar, con las dunas levantándose suaves a los lados como un muro natural. El sol cae alto pero no abrasa, la brisa arrastra el rumor del mar antes de verlo. Y cuando por fin la arena se abre, ahí está: una playa infinita, prácticamente desierta.
La arena es clara, suave, parece recién peinada por el viento. Se hunde bajo los pies como polvo tibio. El agua brilla delante de nosotros con destellos de plata y azul, moviéndose con un vaivén tranquilo, sin apenas olas, solo el respiro profundo del mar que se estira hasta el horizonte.
El cielo despejado es un lienzo limpio, con algún rastro de nube tan alto que parece pintado a mano. El sol se refleja sobre la superficie, y todo el paisaje parece invitarnos a dejarnos llevar, a fundirnos con ese lugar sin testigos.
Miro a Vega. Sus ojos recorren el horizonte, la piel dorada bajo el vestido brilla con la luz. El silencio de la playa nos envuelve, solo interrumpido por las gaviotas que cortan el aire y el crujido leve de la arena bajo nuestros pasos.
Extiendo la toalla sobre la arena y me siento, mirando el horizonte unos segundos más, como si quisiera ganar tiempo. Vega está de pie, con el sol iluminando cada curva bajo el vestido. Se agacha para dejar su bolsa a un lado y, en ese gesto, el tejido se estira sobre su culo, marcando aún más su figura. Me mira por encima del hombro y sonríe: sabe perfectamente lo que está haciendo.
Se recoge el pelo con una mano, y con la otra comienza a deslizar los tirantes del vestido por sus hombros. El movimiento es lento, deliberado, como si se deshiciera de un secreto más que de la tela. El vestido cae hasta su cintura y deja sus pechos al aire, libres, moviéndose con naturalidad bajo la brisa. El sol hace que sus pezones se vean duros, pequeños faros que me hipnotizan.
Yo me levanto despacio, sin apartar la mirada de ella, y comienzo a desabrocharme la camisa. Vega me observa, mordiéndose el labio inferior. Cuando dejo caer la prenda, me acerco unos pasos, y ella baja un poco más su vestido hasta dejarlo resbalando por sus caderas, lento, muy lento, hasta quedar a sus pies.
No lleva sujetador ni bragas, y el contraste de su piel dorada contra la tela clara sobre la arena me parece obscenamente hermoso. Me doy cuenta de que estoy aguantando la respiración.
—¿Te gusta? —pregunta, con esa voz ronca que le sale cuando se excita.
—Mucho —respondo, y mis manos van directas al botón de mi pantalón.
Ella se cruza de brazos, ladea la cabeza y observa cómo me despojo de la ropa. Cuando al fin me bajo los calzoncillos, mi miembro ya está medio erguido, respondiendo sin pudor a la visión de su cuerpo desnudo bajo el sol. Vega sonríe satisfecha, se acerca y me roza con la yema de los dedos el pecho, bajando apenas unos centímetros.
El mar ruge detrás de nosotros, la playa sigue vacía, y la sensación de estar desnudos frente al mundo, frente a nadie, se convierte en un juego, un secreto compartido que nos enciende todavía más.
Me mira fija, con esa chispa de provocación en los ojos, y sonríe torcida.
—Hoy todos van a ver el coño de puta que tengo —me suelta, con la voz ronca, como un reto.
El aire me golpea en el pecho, seco, eléctrico. Me quedo quieto, con la polla creciendo sola al escucharla, viendo cómo se acaricia el monte de Venus con la palma, lenta, como marcando el terreno.
El mar, la playa, el horizonte… todo se borra. Solo existe ella, desnuda, ofreciéndose con descaro, diciendo con esas palabras lo que yo siempre había pensado en secreto: que cuando se suelta, es muy puta.
Me da de lleno. La miro, sin poder contener la risa nerviosa mezclada con el deseo, y le suelto entre dientes:
—Joder, Vega… no sabes lo que me haces.
Ella baja la vista un segundo, y cuando la vuelve a subir ve mi polla empujando ya la tela del bañador, marcando. Se muerde el labio, divertida, y arquea una ceja con esa chulería suya.
—¿Tan pronto, cariño? —dice, acariciándose un pezón como quien no quiere la cosa—. Pues lo vas a pasar mal… porque hoy no pienso tapar nada.
El viento agita su pelo, el mar ruge de fondo, pero lo único que se oye de verdad es mi respiración agitada y la suya, provocándome, dejándome claro que acaba de empezar a jugar.
Camina hacia el agua con un aire tan suyo, tan consciente de lo que provoca, que casi me deja sin aliento. La arena se hunde bajo sus pasos firmes, y sus caderas se mueven con esa cadencia lenta, felina, como si cada movimiento fuera un desafío. El sol acaricia su piel, y las curvas de su culo parecen rebotar con cada paso.
No se tapa, no intenta disimular. Al contrario: deja que el aire le endurezca los pezones y se noten descaradamente, deja que su coño depilado brille húmedo bajo la luz. Avanza segura, con la espalda recta y la cabeza alta, como si supiera que todo el horizonte es para ella.
Se moja los pies primero, levanta un poco el pelo con la mano y se gira fugazmente para mirarme, con esa sonrisa maliciosa que dice “sé cómo me estás mirando”. Yo me quedo clavado en la arena, con la polla dura peleando contra el bañador, agradeciendo que apenas haya gente y los pocos que hay estén lejos, demasiado lejos para ver en detalle.
Porque si alguien estuviera lo bastante cerca… sería un espectáculo. Y Vega lo sabe. Y yo también.
Está realmente espléndida. Preciosa. Y sabe perfectamente lo que provoca en mí. Su caminar no es solo sensualidad, es poder, una declaración muda de lo que es capaz de hacerme sentir con un solo gesto.
La veo feliz, ligera, radiante, como si cada grano de arena y cada ola fueran cómplices suyos. Y yo, desde aquí, no puedo evitar emocionarme: quizá la vida sea solo esto, mirar a quien amas, verla sonreír, sentirla libre. Y al darme cuenta, me excito. Porque no hay nada más bello, nada más puro que ese instante en el que sé que es mía, que lo nuestro es real y que no necesito nada más.
Esa certeza me arde por dentro: querer mostrarlo, gritarlo, que todos supieran que no existe nada mejor que lo que tengo. Ella también lo sabe, seguro que lo sabe. Se siente preciosa, poderosa, intocable. Y verla así, tan dueña de sí misma, tan luminosa, me enloquece más que cualquier cuerpo desnudo.
Me desnudo lentamente, dejando que el aire me recorra entero. El contraste me enciende: la brisa cálida sobre mi pecho, más fresca en la piel húmeda de mis ingles, erizando el vello de mis brazos y piernas. Mi polla ya está dura, apuntando descarada, y me excita aún más pensar que, aunque estamos casi solos, alguien pudiera verla desde lejos. Quizá una silueta a lo lejos sepa exactamente qué estoy mostrando, pero sé que la playa hoy es nuestra.
Camino hacia el agua. Ella me espera hundida hasta la cintura, el mar dibujando olas suaves que golpean contra su vientre. Me sonríe con picardía, me observa, me llama sin palabras. Y yo acudo, obediente, porque no podría hacer otra cosa.
El agua está fría al primer contacto y lo comento con un gesto exagerado. Ella ríe, dice que tampoco es para tanto, que en unos segundos se acostumbra. Bromeamos, compartimos esas frases triviales que en realidad esconden la electricidad de estar los dos desnudos, juntos, en medio de la nada.
Nos acercamos, y cuando la abrazo siento la suavidad de su piel húmeda y salada. Nos besamos despacio, con esa mezcla de ternura y hambre contenida. Mis manos recorren su espalda, bajan por la curva de sus nalgas firmes y mojadas, apretándolas con fuerza. Ella suspira y aprieta su cuerpo contra mí, su vientre húmedo contra mi erección, que late entre los dos.
Sus dedos exploran mi pecho, juegan con mis pezones, bajan rozando mi abdomen tenso hasta el límite de mi erección, pero se detienen ahí, haciéndome arder. Yo subo por sus costados, siento la curva de sus pechos, duros bajo mis palmas, y al acariciarlos ella arquea la espalda, gime apenas, como si el mar mismo se metiera en su piel.
Me pierdo en su cuello, lo beso, lo muerdo suave, mientras ella mete su mano en mi pelo, tirando con dulzura. Sus labios buscan los míos una y otra vez, desesperados, húmedos de agua y saliva.
El deseo crece rápido, inevitable. Siento su sexo rozando mi muslo cuando se mueve, húmedo incluso bajo el agua, y sé que ella lo nota, que le enciende igual. Yo la deseo ahí mismo, contra las olas, pero nos contenemos. Nos dejamos llevar hasta cierto límite, acariciando, mordiendo, jugando a no romper del todo la barrera.
El aire, el mar, el sol, todo nos rodea y nos enciende. Sabemos que el juego explícito puede esperar… pero esa tensión, ese sabernos al borde, lo hace aún más intenso.
Ella se aparta un poco, el agua hasta la cintura, y me suelta una sonrisa limpia, descarada. Sus ojos brillan con picardía, sin rodeos.
—Te aviso: te voy a tener cachondo todo el día. —me dice, divertida, con esa voz que no deja lugar a dudas—. Me encanta verte así, que no puedas conmigo.
Yo río, resoplo, la miro con descaro.
—Pues ya veremos quién aguanta más, porque si me calientas así, al final vas a terminar pidiendo que te folle.
Ella se ríe fuerte, echa la cabeza hacia atrás, y luego me mira con esa cara de niña mala que tanto me pierde.
—¿Pedirte yo eso? —responde clara, directa—. Ni de coña.
Me acerco, la agarro por la cintura, la beso rápido en los labios y le susurro:
—Sí, ya veremos…
Ella sonríe, me aprieta un poco más contra su pecho, y responde al oído:
—Lo que tienes es mucha fantasía.
Nos besamos con hambre, el agua fría alrededor y su cuerpo caliente pegado al mío. Mis manos recorren su espalda, sus nalgas, y de repente siento la suya cerrarse sobre mi polla. Jadeo, me tiembla el vientre, la noto cachonda, húmeda incluso bajo el mar. Gime bajito, tan cerca de mi oído que me pierdo.
Creo que ya la tengo rendida, que se va a dejar, que es mía. Pero entonces suelta una risa juguetona y me corta el aire.
—¿Qué pasa, pensabas que era tan fácil? —dice, burlona, y de golpe suelta un par de gemidos exagerados, teatrales, para después reírse en mi cara.
Me deja con la polla dura entre las manos y, como si nada, se da la vuelta. Empieza a salir del agua con calma, provocadora, moviendo las caderas. Antes de alejarse del todo, me lanza una última pulla:
—A ver cómo sales tú ahora…
La playa ya no está tan vacía. No es que haya demasiada gente, pero en el trayecto hacia nuestras toallas hay tres o cuatro sombrillas nuevas, ocupadas por parejas jóvenes y algún grupo pequeño de amigos que han llegado mientras jugábamos. Vega lo sabe, y ese es el reto: salir con la polla dura, el cuerpo aún tenso de excitación, y cruzar la arena hasta nuestro sitio como si no pasara nada.
Salgo del agua intentando disimular, pero la situación no ayuda. Un grupo de chicas pasa justo por delante, camino de la orilla. Son cuatro, todas jóvenes, quizá a finales de sus veinte. Una va completamente desnuda, el pelo mojado pegado a la espalda, el pecho pequeño pero firme que se mueve libre con cada paso. Otra lleva solo la parte de abajo, unas braguitas claras que dejan ver la forma de su sexo al trasluz, los pechos sueltos, más llenos, y al caminar se los cubre a ratos con el brazo, aunque no parece molesta. Las otras dos optan por lo mismo: solo parte de abajo, tangas de colores llamativos que resaltan sus caderas, los pechos al aire, riendo entre ellas, cómodas, como si nadie más existiera en la playa.
Detrás, un chico camina también hacia el agua. Su pareja se queda extendiendo la toalla en la arena, agachada, mostrando sus nalgas bien redondeadas bajo la tela mínima del bikini. Él se adelanta sin mirar a los lados, con la soltura de quien no tiene reparos en mostrarse.
Yo, en cambio, me siento en el centro de todas las miradas, aunque seguramente nadie se haya fijado. Camino despacio, tratando de que el aire y la arena fría me enfríen lo suficiente. Intento pensar en otra cosa, en el trabajo, en cualquier detalle ajeno al momento, pero cada paso es peor: el roce de mi polla húmeda contra el muslo me recuerda que sigue dura, marcada, imposible de ocultar.
Vega me observa desde la toalla, sentada con las piernas recogidas, sonriendo con esa malicia que solo tiene cuando me ve luchar contra algo que ella misma ha provocado.
Camino hacia la orilla y justo me cruzo con las chicas. Ellas van en grupo, riendo entre sí, salpicándose un poco, como si fueran dueñas de la playa. Yo bajo la mirada, intento mantener la compostura, pero sé que mi polla sigue demasiado visible, pesada, delatando que estoy excitado.
La primera pasa sin mirarme, entretenida con la que va a su lado, pero la segunda sí me cruza los ojos fugazmente. Una mirada rápida, de arriba abajo, y su sonrisa apenas cambia, aunque yo siento como si me hubiese escaneado entero. La tercera, la de los pechos más llenos, se da cuenta de mi incomodidad: me mira un segundo de más y luego se vuelve hacia su amiga, como contándole algo en voz baja. La última no hace nada, pero esa indiferencia me hace sentir todavía más expuesto, como si lo notara y fingiera no verlo.
Trago saliva. Siento el calor en mis mejillas, la vergüenza recorriéndome como un niño desnudo en un sitio donde no debería estar. Siempre he tenido esa inseguridad: que otros hombres me superen, que las mujeres se fijen y comparen. El simple hecho de cruzarme con ellas me dispara el pulso, y mi vergüenza se mezcla con la excitación sucia de saber que, aunque me incomode, alguna de ellas se ha dado cuenta.
Desde la distancia, escucho la risa de Vega. Al girar la cabeza, la veo en la toalla, con esa sonrisita cómplice que me atraviesa. Ella sabe perfectamente lo que me pasa: lo disfruta, lo alimenta. Y yo, intentando disimular, siento que en lugar de calmarse, mi erección se hace más evidente.
Llego a la toalla intentando que no se note la tensión en mi cuerpo, como si fuera posible disimular lo evidente. Me tumbo a su lado, de medio perfil, y cubro como puedo mi polla con la mano y con la tela de la toalla.
Vega no dice nada al principio. Me observa en silencio, con esa media sonrisa que ya lo dice todo. Sus ojos se clavan en mí, brillantes, divertidos, casi crueles. Se muerde el labio como si guardara un secreto, como si disfrutara sabiendo que me estoy muriendo de vergüenza.
—¿Qué tal el paseo? —pregunta al fin, en un tono inocente que no engaña a nadie.
—Bien… —respondo, sin mirarla demasiado.
Ella se inclina hacia mí, me roza el hombro con su pecho, y me susurra cerca del oído:
—Te han mirado, ¿verdad?
Mi silencio la hace reír bajito, casi un ronroneo. Sus dedos juegan con la arena, y luego, como si nada, se posan sobre mi muslo. Apenas unos centímetros de distancia de donde estoy intentando ocultar mi erección.
—Me pone mucho verte así… —susurra, con un brillo travieso en los ojos—. Tan vergonzoso, tan expuesto…
Me arde la cara, pero también me enciende. Su mano aprieta apenas mi pierna, y antes de retirarla me roza con la yema del dedo, justo donde sabe que no debería.
—Relájate, cariño —añade, girándose hacia el mar con gesto despreocupado, como si no acabara de incendiarme por dentro
—Cari… si has tenido suerte de que no estaba floja, que si no… —se tapa la boca como si se arrepintiera, aunque no puede contener la risa.
—Eres una cabrona… —respondo, medio riendo, medio serio.
Ella se acerca y me acaricia el pecho, bajando un poco el tono, como suavizando la broma.
—Va, no te piques. Si cuando está dura… te crece un montón. —me guiña un ojo, como si me acabara de regalar una caricia con palabras.
Me quedo callado, y parece que ella lo nota. Suspira, baja la voz y ahora me habla más seria:
—¿Pero por qué tienes esa obsesión con el tamaño?
—No sé… —respondo con sinceridad—. Supongo que siempre he tenido ese complejo. Que si comparaciones, que si lo que se dice entre amigos… tonterías, ya lo sé. Pero a veces pienso que me gustaría tenerla más grande.
Ella niega despacio con la cabeza, casi como si le sorprendiera escucharme así. Se acerca más, apoya su frente en la mía y me habla muy bajito, con calma:
—Le das demasiada importancia. De verdad, amor… eso es cosa tuya.
—¿Y si no fuera solo mía? —digo yo, todavía inseguro—. Igual un día piensas que no es suficiente.
Vega me acaricia el vientre, sus dedos bajan despacio hasta rozar el inicio de mi pubis, y suelta con voz firme, casi seria:
—A mí me vale. Y me sobra. Cari, cuando de verdad importa es dura. Y cuando te empalmas es súper gorda… Y eso a mí me vuelve loca.
Me mira fijamente, como si quisiera grabar cada palabra en mi cabeza para que deje de dudar. Y su sonrisa, entre tierna y pícara, me desarma. Ella no se detiene, me mira con descaro y cambia el tono a uno más burlón:
—Cari, a mí tu colita me encanta. Es tan bonita… —lo dice con voz melosa, como si hablara a un niño.
—¿Cómo que mi colita? —respondo indignado, aunque divertido—. A ver, no puedes decir colita… se dice tu pollón.
—Vale… —dice con fingida inocencia—. Tu pollita.
Reímos los dos.
—Qué capulla eres… —murmuro, medio riéndome, medio rendido.
Ella me mira con esa chispa traviesa, baja la mano con disimulo y me agarra por encima de la toalla. Mira a un lado y a otro, asegurándose de que nadie cercano nos ve, y susurra con voz cargada de lujuria:
—Cariño, te estás empalmando… —y aprieta un poco más, relamiéndose—. Dios… si me vuelve loca esta polla gorda…
Antes de que pueda responder, se inclina y me da un chupetón rápido en el bajo vientre, descarado, como si estuviéramos solos en la playa y no rodeados de gente a distancia.
Ella me mira divertida, con esa chispa que no sé si me excita más o me desarma. Después de darme el chupetón, se ríe bajito y me da un golpecito en el pecho.
—Venga, no seas tonto… vamos a echarnos crema.
Saca el bote del bolso de playa y empieza con ella misma. Aprieta un chorro en sus manos y se la esparce por los hombros, bajando por el escote hasta sus tetas. Me quedo embobado viendo cómo sus dedos se hunden en la piel húmeda y brillante, resbalando por sus pezones duros. Luego baja por la tripa, lenta, hasta sus ingles. La crema brilla sobre su vello fino y, cuando llega a los muslos, se muerde el labio porque sabe que la estoy devorando con la mirada.
—¿Me ayudas? —me dice con esa voz que mezcla picardía y dulzura.
Me arrodillo a su lado y cojo la crema de sus manos. Le unto la espalda primero, los hombros, pero en seguida me pierdo en su culo redondo, masajeándolo con descaro. Aprieto, separo, paso los dedos por la línea de sus nalgas y noto cómo respira más hondo, como si no pudiera evitarlo.
—Eres un guarro… —susurra entre risas, aunque no se aparta dejando que la penetre con la llena del dedo
Cuando termino, se gira y me arrebata el bote. Ahora es su turno. Me pone de pie frente a ella y empieza a extenderme la crema por el pecho, jugando con mis pezones, bajando después por mi vientre hasta llegar al pubis. Se detiene un segundo, me mira de reojo, y con toda la cara dura me agarra la polla ya dura y la embadurna también, lenta, como si fuera lo más natural del mundo.
—Para que no se te queme tu pollita… —murmura con burla, mordiéndose el labio.
No puedo evitar gemir bajito mientras sus manos resbalan arriba y abajo, untando y masturbando al mismo tiempo. Me dejo llevar y le agarro la muñeca, como si quisiera que siguiera.
—Guarra… lo estás disfrutando más que yo.
Ella sonríe, me mira a los ojos y, sin soltar mi polla, se inclina y me pasa la mano manchada de crema por los huevos. Luego sube de golpe hasta el pecho y me acaricia otra vez, como si no hubiera hecho nada.
Estamos en mitad de la playa, con gente a lo lejos, pero por la forma en que nos tocamos parece que estuviéramos solos. Y quizá, en cierto modo, lo estamos.
Así, entre risas, besos robados y caricias cubiertas de crema, dejamos que el sol vaya subiendo hasta lo alto. Cuando el hambre empieza a asomar, Vega me señala un chiringuito que se ve a lo lejos, como a unos quinientos metros.
—¿Vamos? —me dice mientras se pone de pie, cogiendo el tanguita de su bikini.
La observo mientras se lo ajusta. El hilo se pierde entre sus nalgas aún brillantes de crema, y después se coloca el vestido ligero con el que había llegado, que apenas disimula nada. Yo me pongo el bañador, todavía con la piel tibia por el sol y el roce de sus manos.
Caminamos juntos por la arena, yo con la toalla al hombro y ella con ese aire despreocupado que me vuelve loco. El mar queda a nuestra derecha, azul y brillante, y la brisa trae olor a sal y a pescado frito.
Vega me sonríe, entrelaza su brazo con el mío, y siento cómo su pecho se apoya levemente contra mí a cada paso. Su vestido se mueve con el viento, marcando más de la cuenta.
—Ya verás… seguro que tienen unas cañas bien frías y algo rico para picar —me dice con entusiasmo, como si el simple hecho de andar hacia ese chiringuito fuera parte de la aventura.
El sol está fuerte, la playa tiene más vida a esta hora, pero entre la complicidad de los dos y el camino compartido, siento que seguimos en nuestra propia burbuja.
El camino se me ha hecho corto, quizás porque todo el rato iba mirando de reojo a Vega y su vestido que el viento levantaba lo justo para volverme loco. Cuando por fin llegamos, el chiringuito no es el típico de madera desvencijada y sombrillas de caña. Nada que ver.
Es moderno, elegante, todo blanco y madera clara, con detalles marineros muy cuidados. Las mesas están bien alineadas, con manteles de lino y centros de mesa discretos. Desde fuera ya se intuye que el sitio promete.
Al entrar, el olor a marisco fresco y a brasas me abre el apetito. El suelo está limpio, brillante, y un hilo de música suave acompaña el murmullo de las conversaciones.
Un camarero joven, con camisa blanca impecable y sonrisa profesional, se nos acerca de inmediato.
—Bienvenidos —nos dice con un tono educado, invitándonos a pasar con un gesto de la mano—. Tenemos sitio en la terraza con vistas al mar, si lo desean.