Mi mujer y yo. Su confesión

Qué buscaban en esa marcha de bar en bar??? ...han iniciado los juegos???
Por lo visto repetirán esta búsqueda de ese "algo" o ...será un alguien?

Lo que tienen Nico y Vega está adquiriendo una intensidad que crece a diario, creo que nunca estuvieron mal, pero en algún momento algo disparó esta nueva dinámica que parece no tener límites.
Un detalle que no parece importante es el hecho que tras cada experiencia que agota física y emocionalmente a ambos, alternan generosamente su conquista del placer.
Espero que el desarrollo de esto no pierda calidad y morbo en caso que el autor opte por esa plantilla demasiado usada de las infidelidades consentidas.
Confío en el criterio de The Witcher. ;):cool:
Mí temor es precisamente ese, que tiene toda la pinta de que va a terminar participando alguien ajeno a la pareja y eso siempre puede complicar las cosas.
 
gracias por el relato

la historia y los juegos son muy excitantes y bien desarrollados

Lo que me extrañó es que después de lo de Adolfo, y la conversación del coche, todo quede arreglado por el morbo del polvo al llegar a casa y que no salga el tema más

sobre todo recordando cosas como cuando le decía:

Sus ojos brillan con esa mezcla de ternura y picardía que solo ella tiene.

—Sabes todo lo que he hecho y con quién. —Su tono es firme, seguro, como si quisiera dejar claro que no hay nada más escondido, que me lo ha dado todo, incluso los secretos.
o cuando le dice:

Mi culito es solo tuyo.

—Bueno… mío y de…—respondo con ironía

—Bueno, pero ese no cuenta. Me la metió solo un poco y me dolió mucho así que como si me hubieras estrenado…

El aire se queda cargado. Yo me inclino hacia ella, con la voz más baja, como si no pudiera evitar la pregunta que me arde en la cabeza:

—¿Pero con quién fue?

—No me acuerdo de su nombre… —susurra al fin.

Se inclina hacia mí, y con esa picardía que me enloquece añade:

—Lo único que importa es que ahora es solo tuyo.



Y además, ¿que piensa Nico de sus amigos?




y también me quede dudando cuando estaba de viaje y al llamar a Vega le dice:

Vega:

Podías estar aquí.

Me quedo con el móvil en la mano, el corazón acelerado, entre la sorpresa y la excitación. Esa frase, tan simple, me atraviesa entero. La imagino oliendo a vino, con la piel caliente, su cuerpo rendido sobre esas sábanas que no son las nuestras.
o
El corazón me golpea fuerte en el pecho. La imagino ahí, en esa cama extraña, medio desnuda, borracha y encendida, escribiéndome con los labios aún pintados de rojo y la mirada húmeda.
Eso no me quedo claro
 
gracias por el relato

la historia y los juegos son muy excitantes y bien desarrollados

Lo que me extrañó es que después de lo de Adolfo, y la conversación del coche, todo quede arreglado por el morbo del polvo al llegar a casa y que no salga el tema más

sobre todo recordando cosas como cuando le decía:

Sus ojos brillan con esa mezcla de ternura y picardía que solo ella tiene.

—Sabes todo lo que he hecho y con quién. —Su tono es firme, seguro, como si quisiera dejar claro que no hay nada más escondido, que me lo ha dado todo, incluso los secretos.
o cuando le dice:

Mi culito es solo tuyo.

—Bueno… mío y de…—respondo con ironía

—Bueno, pero ese no cuenta. Me la metió solo un poco y me dolió mucho así que como si me hubieras estrenado…

El aire se queda cargado. Yo me inclino hacia ella, con la voz más baja, como si no pudiera evitar la pregunta que me arde en la cabeza:

—¿Pero con quién fue?

—No me acuerdo de su nombre… —susurra al fin.

Se inclina hacia mí, y con esa picardía que me enloquece añade:


—Lo único que importa es que ahora es solo tuyo.



Y además, ¿que piensa Nico de sus amigos?




y también me quede dudando cuando estaba de viaje y al llamar a Vega le dice:

Vega:

Podías estar aquí.


Me quedo con el móvil en la mano, el corazón acelerado, entre la sorpresa y la excitación. Esa frase, tan simple, me atraviesa entero. La imagino oliendo a vino, con la piel caliente, su cuerpo rendido sobre esas sábanas que no son las nuestras.
o
El corazón me golpea fuerte en el pecho. La imagino ahí, en esa cama extraña, medio desnuda, borracha y encendida, escribiéndome con los labios aún pintados de rojo y la mirada húmeda.
Eso no me quedo claro
A ver si te puedo responder sobre esa parte.


Sabes todo lo que he hecho y con quién. —Su tono es firme, seguro, como si quisiera dejar claro que no hay nada más escondido, que me lo ha dado todo, incluso los secretos
Bueno, pero ese no cuenta. Me la metió solo un poco y me dolió mucho así que como si me hubieras estrenado
—No me acuerdo de su nombre… —susurra al fin.

Las tres mentiras de vega como cuando Pedro negó a Jesús jejejje (aunque Nico solo sabe que le miente en una, la última)

Ella miente y lo sabe (en la discusión explica el motivo; se sentía avergonzada la primera vez que lo hablaron y más adelante tenía miedo a que descubriera que le había mentido, que era con su Adolfo y que él no pudiera soportar eso) eso es(la mentira de vega) lo que hace que Nico entre en cólera. No se enfada porque otro le haya estrenado el culo, sino porque dice que no se acuerda de su nombre y le miente porque si se acuerda. A Nico le excita imaginar a su mujer en esas situaciones sexuales anteriores a estar con él porque le da morbo y le pone cachondo que su mujer sienta placer.

su cuerpo rendido sobre esas sábanas que no son las nuestras.

en esa cama extraña
Voy con estas.

Esto son solo imaginaciones de Nico que como vega no le contestaba, piensa que podría haber estado con otro. Tiene la duda y la imagina en la cama con otro pero no dice nada en ese momento porque su excitación es tal que solo piensa en follar…

Si te das cuenta más adelante Nico pregunta

Lo que pasó el otro día. Lo cachonda que estabas. ¿Quién te puso así?

Intenta saber la verdad y esta vez vega no le miente

Bueno no sé si te he respondido aclarado o dejado con más dudas pero espero que con lo que te acabo de decir haya dado un poco de luz a los pensamientos de cada uno de los personajes

Un abrazo gracias y que sigas disfrutando de la historia.
 
Última edición:
Amanece. Una luz suave entra por la rendija de la persiana, dorada, tibia, anunciando un nuevo día. Abro los ojos aún con la pesadez del sueño, pero hay algo más fuerte que el cansancio: mi polla está dura, palpitante bajo las sábanas.


A mi lado, Vega duerme de lado, con el pelo revuelto sobre la almohada y la boca entreabierta. Sus pechos se mueven al ritmo de su respiración lenta y tranquila, y su culo asoma bajo la sábana torcida, tan tentador que me muerdo el labio solo de mirarla. Me acerco un poco, me excita aún más el olor de su cuerpo: la mezcla de sudor, vino y sexo de anoche todavía pegado a su piel. Ese aroma fuerte, vivido, me golpea directo en la polla.


Tengo la duda de despertarla. Podría besarle el cuello, deslizarme entre sus piernas y hacerle el amor despacio, aprovechar que estoy al borde del descontrol… Pero recuerdo lo sensible que estaba anoche, lo agotada que quedó después de todo. No quiero forzarla. La dejo dormir.


Respiro hondo, intentando relajarme, pero mi erección no cede. El calor me recorre el cuerpo, la cabeza me da vueltas con imágenes de todo lo que hicimos ayer. No puedo seguir en la cama.


Me levanto con cuidado de no despertarla, busco las mallas y las zapatillas, y decido salir a correr. El aire fresco de la mañana quizá consiga enfriar lo que por dentro arde demasiado.


El aire fresco de la mañana me golpea en la cara nada más salir del portal. El cielo está aún pálido, con una luz dorada que apenas empieza a teñir los edificios. Hace fresco, pero no frío; el tipo de temperatura que invita a correr, a despejar la cabeza.


Las calles están casi vacías. Algún repartidor en bicicleta, una señora paseando a su perro, poco más. El olor a pan recién hecho de una panadería cercana se mezcla con el aroma húmedo del asfalto tras el riego de madrugada.


Empiezo a trotar a buen ritmo, escuchando el golpeteo de mis zapatillas contra el suelo. En una esquina me cruzo con otro corredor, más veterano, que me saluda con un gesto rápido. Le devuelvo la mano y sigo. El aire fresco entra por mi nariz y me quema los pulmones, pero la sensación me gusta: es como si me limpiara por dentro.


Mis pensamientos vuelven inevitablemente a Vega. Al vestido sin sujetador de anoche, a sus pechos libres moviéndose mientras caminaba junto a mí por los bares. Al tanga que me dejó escondido en el bolsillo. A cómo la penetré contra el maletero de aquel coche, con la calle vacía y el miedo excitante de que nos pillaran. A cómo apretó mi mano contra su clítoris justo cuando aquella chica pasó junto a nosotros y ella, en silencio, tembló de placer.


La imagen me arde en la cabeza. Mi polla late incluso mientras corro. Y pienso en lo que pasó antes, en casa, en la ducha, en cómo me pidió lo que nunca antes había pedido. Me muerdo el labio, acelero sin darme cuenta, como si pudiera quemar con sudor el deseo que me persigue.


Miro el reloj: apenas llevo veinte minutos y ya siento el pulso disparado. El sudor empieza a caerme por la frente, los músculos de las piernas me arden, pero sigo. Una pareja de corredores me adelanta: ella lleva unas mallas negras ajustadas que marcan cada curva de sus glúteos, y no puedo evitar mirar, aunque de inmediato me sorprendo pensando en Vega, en cómo se le ajustaban las suyas ayer por la mañana cuando salimos juntos.


Un coche pasa despacio por la calle lateral, la radio alta, y su reflejo en un escaparate me devuelve la imagen: mi cuerpo inclinado hacia adelante, el gesto cansado, las gotas de sudor cayendo por la camiseta. Veo la respiración agitada en mis hombros, como si la ciudad misma me mirara correr.


El cansancio empieza a pesarme, pero no freno. El anhelo de volver a casa, de verla abrir los ojos, de meterme bajo las sábanas y sentir otra vez su olor mezclado al mío, es lo único que me mantiene en pie.


Sigo corriendo y me adentro en el parque. El ambiente cambia: hay más corredores, ciclistas que pasan rozando, algún grupo haciendo estiramientos. El aire huele a hierba húmeda y a tierra removida, mezclado con el sudor de los que, como yo, ya llevan un buen rato en marcha.


Veo a gente distinta: un par que aún no se han acostado, tambaleándose con una botella en la mano; otros, en cambio, ya vestidos de oficina, con el maletín, atravesando el parque a paso rápido camino del metro.


Mis ojos se van inevitablemente a las mallas ajustadas de una corredora que me adelanta. El movimiento de sus piernas y su culo firmes me despierta un cosquilleo de deseo. Pero en cuanto aparto la mirada, pienso en Vega. En lo que me contó de Adolfo, en cómo me lo ocultó y en que, desde aquella discusión, no hemos vuelto a hablar del tema. Me pregunto si de verdad tuvo tanta importancia, si de verdad mereció tanto enfado o si solo era el orgullo hiriéndome más que otra cosa.


Respiro hondo, aprieto el paso. Miro el reloj: llevo cerca de una hora. El tiempo vuela cuando corro. Me sorprende ver el ritmo: 5:20 de media por kilómetro, cuando lo normal en mí es rondar los 4:40. Voy más lento de lo habitual, pero hoy no buscaba marcas, solo vaciar la cabeza. Y en cierto modo lo estoy consiguiendo.


Entro en la ducha del baño, dejando que el vapor lo inunde todo. El agua cae fuerte sobre mi cabeza y baja por el cuello, los hombros, recorriendo mi espalda hasta resbalar por las piernas. Respiro hondo, cierro los ojos y me dejo llevar por esa sensación de limpieza después del esfuerzo.


Cojo el gel y empiezo a enjabonarme el pecho. Mis manos recorren los pectorales, duros por el deporte, bajan al abdomen donde la piel está caliente todavía por la carrera. Froto fuerte, como si quisiera borrar con espuma las tensiones que me siguen rondando la cabeza. El agua arrastra la espuma, marcando las líneas de los músculos, y me gusta ver cómo se dibujan más bajo el chorro.


Mis manos bajan hasta el vientre. El vello pubiano está recortado, oscuro, mojado y pegado a la piel, formando una especie de triángulo ordenado que enmarca mi sexo. Siento el contacto de mis propios dedos, y la mezcla de cansancio y excitación comienza a despertar algo más. Mi miembro, aún medio flácido tras la carrera, se estira poco a poco con cada roce, palpita bajo el agua caliente y empieza a crecer. Lo sostengo un momento con la mano enjabonada, resbaladizo, y noto cómo late, cómo se endurece poco a poco.


El agua sigue cayendo, resbalando por mi torso hasta mezclarse con la espuma y deslizarse por mi sexo cada vez más firme. Abro los ojos, respiro con fuerza y me dejo llevar un instante por la imagen de Vega aún dormida en la cama, con el pelo revuelto y la piel marcada por lo de anoche. Esa visión mental hace que mi polla termine de alzarse, dura, apuntando hacia delante, mientras el agua la acaricia como si también la despertara.


El agua resbala por mi cuerpo mientras mi mano envuelve mi polla, dura y palpitante. La noto gruesa, tensa en mi puño, y aunque nunca ha sido tan larga como alguna vez soñé —esos 16 centímetros que me medí mil veces de joven, con la esperanza inútil de que creciera más—, siempre he sabido que lo que me define es el grosor, esa sensación de plenitud que tanto ha hecho gemir a Vega. La ligera curva hacia arriba le da un aire distinto, único, como hecho para apretarse contra su interior.


El capullo, brillante y enrojecido, se asoma entre mis dedos, y cierro los ojos, apretando el ritmo. En mi mente aparece Vega. Primero su culo, redondo, ofreciéndose a mis manos; luego sus tetas, firmes, rebotando con cada embestida; después su coño húmedo, palpitante. Me arde la imaginación.


La visualizo como nunca, depilada por completo, limpia de vello, su piel suave y lisa brillando bajo la luz. Esa imagen me enciende aún más. La veo con sus labios húmedos, abriéndose para mí, y me imagino arrodillada, tragándose mi polla hasta la garganta, sus ojos verdes fijos en mí mientras babea y jadea con mi grosor llenándole la boca.


Acelero la mano, resbalando con el agua y el jabón.


La imagen se vuelve más sucia: la pienso inclinada, arqueando su espalda, su culo abierto, ofreciéndose a que la penetre por detrás, mi polla gruesa entrando en su culo estrecho mientras gime, mientras me pide más. El agua caliente cae sobre mi nuca, pero es su voz la que escucho en mi cabeza, jadeando, llamándome, pidiéndome que no pare.


Cada bombeo de mi mano me acerca más al borde. La mezcla de la realidad —el chorro del agua, el jabón resbalando por mis huevos— y la fantasía de Vega desnuda, sucia y mía, me consume por completo.


El vapor empaña el cristal de la mampara y me envuelve, pero a través de la neblina la veo ahí, de pie, al otro lado de la ducha, mirándome con una mezcla de sorpresa y excitación.


—Guarro… —susurra, con media sonrisa—. Pero me gusta.


No entra. Se queda apoyada en el marco, con los brazos cruzados un segundo, observando cómo muevo mi polla con la mano. Sus ojos brillan y noto que se muerde el labio.


—Sigue —me dice en voz baja, como una orden.


Obedezco. La rodeo con fuerza y bombeo más despacio, dejando que el agua resbale por mi glande. Sus pezones se marcan bajo la camiseta fina que lleva, tensos, traicionando su excitación. Sin darse cuenta al principio, baja la mano y se roza entre las piernas, como un gesto automático, inconsciente.


—Joder, Vega… me pones muy cachondo —le digo, jadeando.


Ella sonríe, maliciosa. Luego, despacio, se baja el pantalón de estar en casa y queda en bragas. Mete la mano dentro, y no parece hacerlo para darse placer, sino para mostrarme lo húmeda que está. Abre los dedos, me enseña el brillo en su piel y se acaricia el sexo con descaro.


—Dime qué estabas pensando —me reta, con la voz ronca, sin apartar la vista de mi polla dura.


Trago saliva, me cuesta hablar con el nudo de la excitación en la garganta.


—En ti… —confieso—. En verte completamente depilada… suave, lisa… toda para mí.


Su respiración se acelera, la sonrisa se abre más. Se muerde el labio, excitada por la confesión, y aprieta su sexo contra sus dedos, enseñándome cómo se abre bajo su caricia.


—Pervertido… —susurra, pero en sus ojos no hay reproche, solo deseo.


Vega me mira fijo, sin apartar los ojos de mi polla en mi mano, excitada y desafiante.


—¿Tanto te pone imaginarme así? —pregunta, con esa media sonrisa.


Yo sonrío, jadeando, y le respondo:


—No te lo imaginas…


Ella ladea la cabeza, se muerde el labio.


—Pero perdería su encanto… —me dice, como probando si me atrevo a contradecirla.


Entonces le explico, con la voz ronca, sin dejar de moverme:


—me da mucho morbo… —le digo, con la voz ronca, casi gruñendo—, depilado del todo, siempre pensé que era de puta… y me pone mucho imaginarte así saber que lo haces solo para mí.


Vega me mira en silencio, y noto cómo sus pezones se clavan más aún contra la tela. De pronto se ríe bajito, como si algo dentro de ella hubiera hecho clic. Se quita la camiseta, se baja las bragas con un gesto lento, me regala la visión completa de su coño húmedo y su vello oscuro. Luego abre el cajón del baño.


Mi corazón se acelera al verla sacar justo lo que imaginaba: la brocha, el jabón de afeitar y una cuchilla nueva.


—Dios… —susurro, porque sé lo que va a hacer.


Ella lo sabe también. Se queda un segundo desnuda, con la cuchilla en una mano y el jabón en la otra, y me lanza una mirada que mezcla ternura y lujuria.


Da un paso, entra en la ducha conmigo, el agua resbalando por su piel brillante, y me extiende la mano en la que sostiene la cuchilla.


—Venga… —me dice, con voz grave, mordiéndose el labio—. ¿Quieres quitármelo tú?


Y se coloca frente a mí, las piernas apenas separadas, ofreciéndome su sexo húmedo bajo el agua caliente.


Me mira fija, con esa mezcla de reto y dulzura, y no puedo callarme más.


—joder me vuelve loco que se te vean los labios…


Vega sonríe torcida, como si mis palabras la hubieran atravesado. Se muerde el labio, y en lugar de enfadarse, se le encienden los ojos.


—Eres un cerdo… —susurra, excitada.


Yo bajo la voz aún más, sin dejar de pajearme frente a ella.


—Sí… quiero que tengas coño de puta, para follártelo como una puta…


El aire entre los dos queda cargado, húmedo, eléctrico. Ella se desnuda despacio, abre el cajón, y cuando aparece con la cuchilla y la brocha en la mano, sé que va a dejarme cumplir esa fantasía.


El vapor de la ducha empaña el cristal, pero sus ojos no pierden fuerza ni un segundo. Me tiende la cuchilla y la brocha como si me entregara algo sagrado. Su cuerpo desnudo brilla húmedo, y cuando abre las piernas, siento que el aire se me corta en el pecho.


—Venga… —dice con voz ronca, inclinando apenas la cadera hacia delante—. Hazme tu puta.


Me agacho. La espuma blanca se desliza entre mis dedos cuando cargo la brocha y la paso sobre su pubis. El contraste me mata: su piel cálida, suave, cubierta por el jabón frío. Pinto círculos lentos, empapando ese pequeño triángulo de vello oscuro que tantas veces he besado. Ella tiembla, se agarra a la pared de la ducha, arquea la espalda cuando mis nudillos rozan sus labios húmedos.


—Joder, qué cerdo eres… —ríe entrecortado, con la respiración acelerada—. Me estás enjabonando el coño…


La brocha baja más, pasa sobre la línea de sus labios, y noto cómo se abre instintivamente, ofreciéndose. Está empapada de agua, pero también de su propio jugo, y la espuma se mezcla con sus fluidos. El olor es fuerte, íntimo, nuestro.


Tomo la cuchilla, la acerco con cuidado, y deslizo la primera pasada. El vello cae fácil, la piel aparece desnuda, brillante, y siento que mi polla palpita con cada centímetro que dejo descubierto.


—No te pares… —gime, mirándome desde arriba, con los pezones duros apuntándome como dardos.


La afeito lento, bordeando sus labios, estirando con los dedos para tensar la piel. Cada vez que paso la cuchilla, la toco más de lo necesario, abriéndola, separando la carne húmeda. Ella jadea, se muerde el labio, y sus caderas se mueven como si el mero roce de mis dedos la encendiera.


—Mira qué coño te estás dejando… —murmuro—. Limpio, suave, coño de puta…


Ella me mira con descaro, los ojos vidriosos, y suelta entre dientes:


—Para que me folles como a una puta…


La cuchilla sigue bajando, y cuando llego al borde de su culo, separo con los dedos y la abro entera, dejándola expuesta, temblando. El agua resbala sobre su piel recién descubierta. La colita del ano brilla bajo el jabón, y yo paso la cuchilla despacio, rozando su entrada estrecha mientras ella gime y me aprieta la cabeza contra su cuerpo.


—Dios… —jadea—. Me estás dejando el coño listo para que me lo destroces…


El último resto de vello desaparece, y ahí está: su sexo completamente desnudo, suave, enrojecido, brillante por el agua, el jabón y su excitación. Paso mi lengua por la piel recién afeitada y escucho su grito ronco, mitad placer, mitad incredulidad.


—Ya está… —le digo, con la cara enterrada en su coño—. Ya tienes coño de puta.


Vega sigue con la cuchilla en la mano, excitada y con una sonrisa traviesa. Me hace apoyar la espalda contra la pared de la ducha y, sin darme opción, se arrodilla frente a mí. El agua cae sobre su pelo suelto y pegado a la cara, y sus ojos brillan con malicia.


—Tú también… —susurra, pasando la espuma con la brocha por mi pubis, hasta cubrir de jabón blanco la base de mi polla y mis huevos—. Quiero que tengas polla de gigoló.


se arrodilla bajo el agua, con la cuchilla en una mano y mi polla en la otra. Me agarra firme de la base, tirando de ella hacia arriba para tensar la piel mientras con movimientos lentos y cuidadosos va pasando la cuchilla por mi pubis. Su mano jabonosa se desliza, sube, baja, rodea mis huevos y me los aprieta con suavidad para poder afeitar el poco pelo que queda.


Cada vez que acerca la cuchilla a la raíz, la siento sonreír, porque sabe que estoy a punto de explotar. De vez en cuando no se contiene y, con la lengua, me da un lametazo rápido en el capullo, mezclando el jabón con saliva.


—Mmm… sabía que no iba a resistirme… —susurra con la boca pegada a la punta, mientras sigue afeitando como si nada.


Yo, aprovechando que un momento no hay peligro de corte, muevo las caderas y le golpeo la cara con mi polla dura y brillante de espuma. “¡Plas, plas, plas!”, contra su mejilla, contra sus labios. Ella se ríe, abre la boca un instante como si fuera a tragársela, y vuelve a reír con esa cara de guarra excitada.


—Quieto, cabrón… que te rajo —me dice divertida, pero no aparta la lengua cuando la rozo otra vez con el capullo.


Siento la cuchilla bajar más despacio, quitando los últimos pelos de mis huevos. Me los estira, los mueve entre sus dedos, y cuando acaba los chupa, uno y luego el otro, como si quisiera comprobar cómo se siente ahora que estoy completamente depilado.


Cuando termina, me mira desde abajo, mi polla tiesa en su mano, brillante y limpia.


—Ahora sí… —susurra, pasándome la lengua lenta por todo el tronco—. Una polla de gigoló… lista para que me la coma.


Se separa, con esa sonrisa que mezcla picardía y descaro.


—Perdona… que te había dejado a medias.


—Ya es la segunda… —me río, todavía con la polla dura, palpitando.


Ella ríe también, y entonces apoya la espalda contra la pared de la ducha, el agua cayéndole por el pecho. Arquea las piernas, se abre despacio, mostrándome el coño recién afeitado, brillante, con los labios húmedos y rojos.


—Venga, sigue… ya no tienes que imaginarte que tengo coño de puta.


Dios, cómo me pone oírla decirlo así, tan cerda. Mi mano envuelve mi polla y la pajeo fuerte, la piel desliza húmeda por el agua y la espuma. Ella lo mira, con los ojos encendidos, y mete dos dedos en su coño, separando sus labios para enseñármelo mejor.


El agua resbala por sus pezones duros, bajando hasta sus dedos que chorrean jugos. Con la otra mano se aprieta el clítoris y jadea.


—Mírame, cabrón… ¿ves lo guarra que soy? —su voz tiembla de placer y provocación—. ¿No decías que quería coño de puta? Pues aquí lo tienes… tu puta.


Acelero mi mano, mi capullo enrojecido apunta directo a ella.


—Qué zorra estás hecha, Vega… enseñándome ese coño abierto, chorreando, como si fueras una cualquiera…


—Una cualquiera no… —jadea, retorciendo el gesto, mordiéndose el labio—. ¡Tu guarra, solo tuya!


Sus dedos entran y salen, se moja entera, y me mira con esa cara sucia y preciosa, la piel húmeda pegada a su cuerpo, el pelo enredado por el agua.


—Dios… —gruño, masturbándome más rápido, la vista clavada en su coño abierto—. Me voy a correr viéndote así, joder…


Ella gime, más fuerte, apretando sus piernas, temblando de rodillas, y su respiración entrecortada se mezcla con mis jadeos.


—Hazlo… córrete en mi cara… quiero tragarme tu corrida mientras me toco el coño como una puta.


—Ven… —le digo, jadeando.


Vega avanza apenas unos pasos, el agua resbalándole por el cuerpo, y se arrodilla frente a mí. Esa visión me enciende de una manera brutal, porque sé que a ella no le gusta que termine en su cara, y no recuerdo la última vez que me dejó hacerlo. Pero ahora abre la boca, los labios entreabiertos, esperando mi corrida como una actriz porno.


Estoy tan cachondo que me creo dentro de una película. La imagen me enloquece, me enciende, y sin pensarlo la sujeto de la cabeza.


—Vamos… córrete conmigo —me apremia, la voz rota, mientras escucho el chof, chof húmedo de sus dedos entrando en su coño sin parar.


Aguanto unos segundos más, reteniendo, hasta que la presión revienta. Mi leche sale con fuerza, espesa, a borbotones. El primer chorro le cae en la nariz y en los labios, resbalando por su cara húmeda. Ella no se aparta, jadea, gime, excitada de una forma guarra y morbosa.


Sus dedos no paran de meterse y salir de su coño mientras con la otra mano se aferra a mi polla, sujetándola para no perderse en el clímax.


El último chorro entra en su boca, y la siento succionarme el capullo con desesperación, tragando mientras sus ojos se cierran y todo su cuerpo tiembla. Se corre jadeando, con espasmos que la hacen casi derrumbarse, y yo gimo con ella, mirando cómo mi corrida gotea por su cara y brilla en su boca abierta.


Nos quedamos así, yo sujetando su cabeza, ella de rodillas, temblando con mi polla todavía en su boca y el eco de su orgasmo estremeciéndola.


Y aunque ya se ha corrido, no saca mi polla de su boca. La mantiene ahí, succionándola suave, con la lengua rodeando el capullo, como si quisiera exprimir hasta la última gota. Sus labios se mueven lentos, como si chuparme así la relajase, como si fuera su propio chupete.


Yo respiro agitado, mirándola desde arriba, con mi polla todavía brillando entre sus labios manchados de semen. Vega cierra los ojos unos segundos, disfrutando de ese gesto íntimo y sucio, y se aferra a mis muslos como si no quisiera que el momento acabara.


El agua de la ducha cae sobre los dos, mezclándose con mi corrida que aún le resbala por la cara, pero ella no se aparta: sigue mamándome despacio, tragando saliva, con esa calma guarra que me remata.


Cuando por fin levanta la vista, sonríe con los labios hinchados, brillantes, y con un hilo de voz ronca susurra:


—Mmm…


Y aunque ya se ha corrido, no saca mi polla de su boca. La mantiene ahí, succionando despacio, como si quisiera apurar hasta el último segundo. Sus labios se mueven suaves, y mi capullo late dentro de su boca, todavía sensible.


Al final se separa, dejando un hilo de saliva y semen entre su lengua y mi polla. Respira agitada, abre los ojos y me mira con esa cara de guarra que no suele mostrar, y de golpe suelta un jadeo entre risas:


—¡Diossss…!


Con la mano se limpia la cara, escurriendo la corrida que le ha caído sobre la nariz y los labios. Hace un gesto leve de asquito, arrugando un poco la nariz, pero a la vez sonríe, como si le excitara más reconocer lo cerdo que ha sido todo.


—Mírame, joder… —dice con media risa, señalándose el rostro manchado antes de enjuagárselo con el agua de la ducha.


Yo la observo, con la polla aún morcillona pero tiesa de orgullo, sabiendo que acabo de llevarla a un límite que nunca había pasado conmigo.
 
En éstas páginas, rara vez se llega al nivel de erotismo que consigue éste relato. Se disfruta leyendo la descripción de los actos, no porque sean excitantes o pornográficos, sino por la excelencia narrativa que contienen.
Un hombre y una mujer, que se aman, se desean y no necesitan más. Les basta con el universo que ellos dos han creado.
Amigo DeRivia, si no la distorsionas con personajes secundarios indeseados, ésta es una historia esencialmente romántica.
 
Última edición:
Es por la tarde, estamos tirados en el sofá. La peli que hemos puesto prometía, pero a los veinte minutos ya es un tostón. Cambiamos de postura, Vega apoya la cabeza en mi hombro y juega con mi mano sobre su pierna, como si el aburrimiento la empujara a buscarme.


De pronto, rompe el silencio con ese tono medio distraído pero que siempre esconde algo:


—Podríamos ir a la playa el fin de semana que viene… ¿te apetece?


La miro de reojo, sin quitar la vista del televisor, aunque en realidad no estoy entendiendo nada de la película.


—¿A dónde irías?


Ella se encoge de hombros y empieza a jugar con mis dedos sobre su muslo, como si lo pensara en voz alta:


—Podríamos ir a Cádiz… me encantan esas playas largas, de arena fina. O quizá al norte, las calas de Asturias… más escondidas, más íntimas.


—Sí, pero al norte el agua está helada —bromeo.


Vega ríe. —Ya, pero son tan bonitas. Y además allí casi no hay gente, podríamos estar tranquilos, solos… —susurra lo último, como si el silencio reforzara lo que de verdad quiere decir.


Nos quedamos un rato en silencio, cada uno imaginando su idea de fin de semana. Y buscado hoteles en diferentes plataformas.


—Mira este… —digo, enseñándole una foto—. Parece romántico, tiene un aire modernista, de casitas blancas, ¿ves?


Vega sonríe, apoyada en mi hombro, y acerca más la cara para mirar mejor. —Es precioso. Me gusta… parece tranquilo, pero con encanto.


Seguimos deslizando fotos: habitaciones con balcones al mar, un restaurante pequeño con terraza y farolillos, y justo al final, la playa. Arena clara, agua turquesa.


—Esa cala tiene buena pinta —añado, ampliando la imagen.


Ella asiente. —Sí… perfecta para escaparnos solos.


Nos metemos en las opiniones, buscando lo que dicen otros viajeros. La mayoría hablan de lo mismo: la tranquilidad, el servicio, la belleza del lugar. Hasta que un comentario nos llama la atención.


“Playa muy tranquila, perfecta para desconectar. Si caminas un poco hacia el extremo, suele haber gente practicando nudismo. Ambiente respetuoso y relajado.”


Nos miramos de golpe, con la misma mezcla de sorpresa y curiosidad. Vega sonríe, esa sonrisa suya que es a medias traviesa y a medias nerviosa.


—¿Tú has estado alguna vez en una playa nudista? —me pregunta, juguetona.


—Sí, un par de veces… —respondo encogiéndome de hombros—. Pero me daba vergüenza, sobre todo porque algún amigo estaba mucho más “dotado” que yo.


Ella se ríe.


—Pues yo me acuerdo de una vez en Caños de Meca, tendría unos veinte años… fui con Laura, Marta y Rocío. No sabíamos que era nudista y cuando llegamos a esa zona, claro, nos quedamos con una cara… Pero al final dijimos: “bah, venga, pues nos quedamos en pelotas”.


Hace una pausa y sonríe.


—Total, que estábamos tiradas en la toalla, y de repente, entre las dunas, vemos a un tío escondido. Miraba descarado, y al rato se viene hacia nosotras. Nos pide la hora, se enciende un cigarro, como si fuera lo más normal… y ahí se queda. Todas pensando “a ver si se va ya”, y Marta, ya sabes cómo era, dándole conversación.


—Vaya pieza Marta… —digo yo, sonriendo.


—Pues sí. Y de repente Rocío se da cuenta: el tío estaba empalmado. Se lo señala a Marta, y Marta va y le suelta:


—¿Te has empalmado hablando conmigo?


El tío, tan pancho:


—Es que estáis muy buenas.


Nosotras entre risas y asco, y Marta insistiendo:


—¿De verdad te has puesto duro hablando conmigo?


Y él, sin cortarse:


—Buff, es que me han entrado unas ganas de hacerme una paja…


Vega se tapa la cara, riéndose como si todavía lo viera.


—Y Marta, como si con eso bastara, le dice:


—Mientras no me toques, haz lo que quieras.


—¡No jodas! —le digo.


Ella se ríe más fuerte.


—Te lo juro. Y claro, saltamos todas:


—¡Venga, vete ya, guarro!


—¡Picha corta, lárgate!


—¡Eres un cerdo!


Y Rocío, con esa voz suya de cazallera:


—¡Como te hagas una paja, te corto los huevos!


El tío encima se indignó y nos gritó:


—¡Sois unas esaborías!


Nosotras nos partíamos entre el asco y la risa…


Hace un silencio, y entonces me mira de reojo, más seria, con un brillo distinto.


—La verdad, no se lo dije nunca a ninguna, pero… —se muerde el labio, como si dudara—. Me puso, ¿sabes? Verlo ahí, empalmado delante de nosotras. No sé, me daba cosa, pero ahora lo pienso… y me quedé con las ganas de verle hacerse una paja.


—A ti es que lo de las pajas te pone… —la digo, medio en broma, medio en serio, observándola.


Vega se ríe, esa risa suya con un puntito travieso.


—Si es que es como tan primario… —responde, encogiéndose de hombros.


Se queda un momento pensativa, luego me mira con descaro.


—Me excita ver cómo os tocáis. Así de simple. Da igual… —sonríe—. Es como ver la verdad sin filtros, puro instinto.


Yo la miro sorprendido, excitado solo de escucharla.


—¿Y si ahora mismo me hago una delante de ti? —la provoco.


Cuando me oye, se ríe, con esa mezcla de sorpresa y picardía que la delata.


—¿Serías capaz… así, ahora mismo, de hacerte una paja delante de mí? —pregunta, inclinándose un poco más, como si quisiera desafiarme.


El ambiente se queda cargado, denso, de esos silencios que anuncian que no hay vuelta atrás.


Me la saco despacio, sin pensarlo demasiado, y se la enseño. Aún no está dura del todo, cuelga pesada, medio morcillona. Vega se ríe al instante, llevándose la mano a la boca.


—¿Pero qué haces? —dice, divertida—. Si parece un pingajo…


Yo también río, sin soltarla, y la muevo un poco para provocarla.


—Sí, soy un guarro, ¿no? —la señalo con la barbilla, con descaro—. Seguro que ya te has mojado solo de verme la polla.


Ella abre los ojos, sorprendida un segundo, y luego sonríe ladeando la boca, mordiéndose el labio como si quisiera disimular.


—¿Pero qué haces? —se ríe Vega, con esa cara de pillina—. Si está que da hasta pena, guarro…


Yo sigo con la polla en la mano, empezando a moverla lento, masturbándome despacio, con los ojos fijos en ella. El roce húmedo de mis dedos contra el capullo hace un sonido bajo, chof, chof, que llena el silencio.


Vega me mira con descaro, los labios entreabiertos, y sin apartar la vista de mi polla se lleva las manos a los pechos. Los aprieta sobre el vestido, se los sube un poco, los moldea como si me los ofreciera. Sus pezones ya se notan erguidos, marcando la tela, y eso me enciende aún más.


Con la otra mano toco su sexo pero me dice —no háztela tú— ahora a mí no me apetece


Quito la mano no tengo esa necesidad lo hacía más por ella que por mí sigo subiendo bajando mirándola y ella sigue mirándome —que guarro eres—


—joder que cachondo me pones


Sigo y su mirada me enciende y es verdad tan primario tan sucio yo hay tocándome y ella solo mostrándose para mí eso me excita y me hace acelerar siento que me voy a correr mirando sus tetas sus pezones.


—¿puedo correrme en tus tetas?—la digo jadeante


—hazlo si quieres…


Me levanto pongo la polla a escasos centímetros de una de sus tetas llego a rozar su pezon ella lo mueve acariciando mi capullo.


—ah!!! —dice al sentir el primer lechazo sobre su piel


Y los apenas 10-15 segundos de lechazos intermitentes en los que mi semen resbala por sus tetas su canalillo y eso verla así dejando que me corre sobre ella por el simple hecho de mancharla me encanta.
 
Bueno, me puse al día.

Es evidente la complicidad que traen, por eso me sorprendió tremendamente el secreto que tenía ella y no lo confesó antes, incluso habiendo aceptado un juego sexual con el tipo en cuestión.

Es decir, tu novia tuvo encontrones con alguienque tú no sabias pero que al vez jugaban como si fuera la primera vez. Eras el único que no lo sabía de los tres (aunque queda averiguar si su amiga lo sabía, pero creo que si).
Pues si, quedó como un imbécil, y lo grave es que ella sabiendo esto aceptaba los juegos y estaba a punto de continuarlo de forma más profunda. Es una sensación bien jodida, saber que eras el estúpido del grupo.

Por otro lado, antes de enterarse, al momento de hablar de lo que iban a hacer, ella le dijo que no quería que se acueste con su amiga, y él en vez de decir la contraparte, le preguntó si se quería acostar con el esposo.
Eso me da a entender que es lo que parece él desea, osea, un cornudo consentidor de closet (en adelante CCC), todo apunta a eso.

La amiga la va a volver a llamar, ella le va a preguntar a él para saber que piensa, y él como típico CCC, va a ceder, y poco a poco avanzará hasta que pase lo inevitable.
 
...Es evidente la complicidad que traen, por eso me sorprendió tremendamente el secreto que tenía ella y no lo confesó antes, incluso habiendo aceptado un juego sexual con el tipo en cuestión.
Es decir, tu novia tuvo encontrones con alguien que tú no sabias pero que al vez jugaban como si fuera la primera vez. Eras el único que no lo sabía de los tres (aunque queda averiguar si su amiga lo sabía, pero creo que si).
Pues si, quedó como un imbécil, y lo grave es que ella sabiendo esto aceptaba los juegos y estaba a punto de continuarlo de forma más profunda. Es una sensación bien jodida, saber que eras el estúpido del grupo.
Por otro lado, antes de enterarse, al momento de hablar de lo que iban a hacer, ella le dijo que no quería que se acueste con su amiga, y él en vez de decir la contraparte, le preguntó si se quería acostar con el esposo.
Eso me da a entender que es lo que parece él desea, osea, un cornudo consentidor de closet (en adelante CCC), todo apunta a eso.
La amiga la va a volver a llamar, ella le va a preguntar a él para saber que piensa, y él como típico CCC, va a ceder, y poco a poco avanzará hasta que pase lo inevitable.

Lo que más temo, que dentro de poco el autor nos tenga con el estómago a dos manos, impotentes de hacer algo ante cada consentimiento de Nico presenciando y avalando los posibles nuevos juegos de Vega, que por probar ser liberales, algo estilo swingers o intercambios, se les escape de las manos, y se vuelva a instalar la caricatura del CCC.:rolleyes::cool:
 
Han sido unas tres horas de carretera, casi sin parar, con la música de fondo y alguna risa suelta para matar la impaciencia. Llegamos a la costa sobre las siete de la tarde del jueves, justo cuando el sol empieza a bajar y tiñe de naranja los edificios y la carretera. Aparco el coche frente al hotel y me quedo un instante mirando la fachada: blanca, impecable, con balcones de hierro negro donde cuelgan buganvillas moradas que parecen encenderse con la luz cálida. Tiene ese aire de casona andaluza renovada, elegante pero sencilla, que parece invitar a bajar el ritmo.


Vega baja del coche despacio, estirando las piernas tras el viaje. Lleva un vestido suelto de lino color crema que apenas le llega a mitad del muslo, con tirantes finos que dejan sus hombros al aire. El vestido se ciñe suavemente a su cintura, marcándole las caderas al caminar, y con la brisa del atardecer se adivina la libertad de no llevar sujetador. Sus sandalias de cuero hacen un sonido leve contra el suelo y su melena castaña, algo revuelta por el viaje, cae sobre la espalda como si fuera parte del paisaje.


Mientras sacamos las maletas del coche, noto en Vega una mezcla de cansancio y emoción. Está tranquila, pero la chispa en sus ojos no engaña: sonríe más de la cuenta, como si supiera que este fin de semana será distinto. Me mira de reojo, con esa media sonrisa que es casi un secreto compartido. Sé que está nerviosa, igual que yo, pero su nerviosismo se viste de ilusión, de ganas de dejarse llevar.


Entramos al vestíbulo y el hotel por dentro me sorprende aún más: suelos hidráulicos de dibujos geométricos, paredes encaladas, lámparas de cristal antiguas colgando del techo y un patio interior lleno de plantas verdes, con una fuente que deja caer el agua en un murmullo constante. Todo huele a jazmín y a incienso suave. La recepción es pequeña, con un mostrador de madera brillante.


La chica que nos atiende es simpática pero profesional, con una sonrisa cálida que parece de bienvenida sincera. Mientras hace el check-in, nos va explicando:


—El hotel cuenta con dos piscinas —una en el patio principal y otra en la azotea, con vistas al mar—, el restaurante abre hasta medianoche, y el spa está disponible durante todo el día con cita previa.


Luego, inclinándose un poco hacia nosotros, añade con complicidad:


—Y por la noche, en el cocktail bar, siempre tenemos actuaciones en directo. Hoy toca un grupo de jazz, mañana habrá flamenco. El ambiente suele ser muy animado.


Vega la escucha atenta, como si ya se estuviera imaginando cada rincón, y asiente con una sonrisa. Mientras nos entrega la tarjeta de la habitación, me aprieta el brazo y me susurra al oído:


—Me encanta este sitio… es perfecto.


Cuando abrimos la puerta, nos recibe una habitación luminosa, amplia, con una cama grande vestida de sábanas blancas y un ventanal abierto hacia el mar. Las cortinas claras se mueven con la brisa y sobre la mesilla hay una botella de vino con dos copas y una cesta de frutas frescas. El baño, con sus azulejos azules y su ducha de obra, parece pensado para olvidarse del mundo.


Vega se queda quieta un instante en la entrada, con los ojos recorriendo cada rincón. Luego me mira y sonríe como una niña, pero con ese brillo adulto en la mirada que conozco bien: está feliz, expectante y un poco nerviosa. Y yo, viéndola ahí de pie, con el vestido ceñido por la brisa y el sol bañándole la piel, pienso que este viaje no es solo para desconectar, es para vivir algo que los dos sabemos que no vamos a olvidar.


Apenas dejamos las maletas, la agarro por la cintura y le robo un beso más intenso de lo que esperaba. Mis labios buscan los suyos con hambre, y ella responde, pero enseguida se aparta con una sonrisa traviesa, apoyando su frente en la mía.


—Guarda fuerzas… —me susurra, con un brillo en los ojos que me enciende todavía más.


Nos cambiamos de ropa sin prisas, buscando algo cómodo pero arreglado. Yo una camisa ligera, ella un vestido oscuro que resalta aún más su piel dorada y sus hombros descubiertos. Bajamos a cenar y el ambiente es perfecto: mesas iluminadas con velas, murmullo suave de conversaciones, el sonido lejano del mar entrando por los ventanales abiertos. La cena fluye tranquila, sin prisas, hablando de ilusiones, de lo bien que se siente estar lejos de todo, de lo que nos espera este fin de semana.


Después nos movemos al cocktail bar. El jazz en directo envuelve el salón con un ritmo suave, íntimo, de esos que parecen marcar la respiración. Pedimos una copa, la disfrutamos sin prisas, mirándonos más de la cuenta, con esas caricias mínimas que dicen más que las palabras. La música, el vino y la penumbra crean un ambiente perfecto, casi mágico, pero los dos sabemos que conviene subir pronto.


Cuando por fin nos acostamos, el cansancio del viaje se deja notar. Me acerco a ella con la intención de hacerle el amor, pero antes de que pueda decir nada me acaricia la cara y susurra con ternura:


—Mejor guarda fuerzas… mañana quiero aprovechar el día.
 
Han sido unas tres horas de carretera, casi sin parar, con la música de fondo y alguna risa suelta para matar la impaciencia. Llegamos a la costa sobre las siete de la tarde del jueves, justo cuando el sol empieza a bajar y tiñe de naranja los edificios y la carretera. Aparco el coche frente al hotel y me quedo un instante mirando la fachada: blanca, impecable, con balcones de hierro negro donde cuelgan buganvillas moradas que parecen encenderse con la luz cálida. Tiene ese aire de casona andaluza renovada, elegante pero sencilla, que parece invitar a bajar el ritmo.


Vega baja del coche despacio, estirando las piernas tras el viaje. Lleva un vestido suelto de lino color crema que apenas le llega a mitad del muslo, con tirantes finos que dejan sus hombros al aire. El vestido se ciñe suavemente a su cintura, marcándole las caderas al caminar, y con la brisa del atardecer se adivina la libertad de no llevar sujetador. Sus sandalias de cuero hacen un sonido leve contra el suelo y su melena castaña, algo revuelta por el viaje, cae sobre la espalda como si fuera parte del paisaje.


Mientras sacamos las maletas del coche, noto en Vega una mezcla de cansancio y emoción. Está tranquila, pero la chispa en sus ojos no engaña: sonríe más de la cuenta, como si supiera que este fin de semana será distinto. Me mira de reojo, con esa media sonrisa que es casi un secreto compartido. Sé que está nerviosa, igual que yo, pero su nerviosismo se viste de ilusión, de ganas de dejarse llevar.


Entramos al vestíbulo y el hotel por dentro me sorprende aún más: suelos hidráulicos de dibujos geométricos, paredes encaladas, lámparas de cristal antiguas colgando del techo y un patio interior lleno de plantas verdes, con una fuente que deja caer el agua en un murmullo constante. Todo huele a jazmín y a incienso suave. La recepción es pequeña, con un mostrador de madera brillante.


La chica que nos atiende es simpática pero profesional, con una sonrisa cálida que parece de bienvenida sincera. Mientras hace el check-in, nos va explicando:


—El hotel cuenta con dos piscinas —una en el patio principal y otra en la azotea, con vistas al mar—, el restaurante abre hasta medianoche, y el spa está disponible durante todo el día con cita previa.


Luego, inclinándose un poco hacia nosotros, añade con complicidad:


—Y por la noche, en el cocktail bar, siempre tenemos actuaciones en directo. Hoy toca un grupo de jazz, mañana habrá flamenco. El ambiente suele ser muy animado.


Vega la escucha atenta, como si ya se estuviera imaginando cada rincón, y asiente con una sonrisa. Mientras nos entrega la tarjeta de la habitación, me aprieta el brazo y me susurra al oído:


—Me encanta este sitio… es perfecto.


Cuando abrimos la puerta, nos recibe una habitación luminosa, amplia, con una cama grande vestida de sábanas blancas y un ventanal abierto hacia el mar. Las cortinas claras se mueven con la brisa y sobre la mesilla hay una botella de vino con dos copas y una cesta de frutas frescas. El baño, con sus azulejos azules y su ducha de obra, parece pensado para olvidarse del mundo.


Vega se queda quieta un instante en la entrada, con los ojos recorriendo cada rincón. Luego me mira y sonríe como una niña, pero con ese brillo adulto en la mirada que conozco bien: está feliz, expectante y un poco nerviosa. Y yo, viéndola ahí de pie, con el vestido ceñido por la brisa y el sol bañándole la piel, pienso que este viaje no es solo para desconectar, es para vivir algo que los dos sabemos que no vamos a olvidar.


Apenas dejamos las maletas, la agarro por la cintura y le robo un beso más intenso de lo que esperaba. Mis labios buscan los suyos con hambre, y ella responde, pero enseguida se aparta con una sonrisa traviesa, apoyando su frente en la mía.


—Guarda fuerzas… —me susurra, con un brillo en los ojos que me enciende todavía más.





Cuando por fin nos acostamos, el cansancio del viaje se deja notar. Me acerco a ella con la intención de hacerle el amor, pero antes de que pueda decir nada me acaricia la cara y susurra con ternura:


—Mejor guarda fuerzas… mañana quiero aprovechar el día.


no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy
A ver si mañana lo va a hacer otro...
 
Han sido unas tres horas de carretera, casi sin parar, con la música de fondo y alguna risa suelta para matar la impaciencia. Llegamos a la costa sobre las siete de la tarde del jueves, justo cuando el sol empieza a bajar y tiñe de naranja los edificios y la carretera. Aparco el coche frente al hotel y me quedo un instante mirando la fachada: blanca, impecable, con balcones de hierro negro donde cuelgan buganvillas moradas que parecen encenderse con la luz cálida. Tiene ese aire de casona andaluza renovada, elegante pero sencilla, que parece invitar a bajar el ritmo.


Vega baja del coche despacio, estirando las piernas tras el viaje. Lleva un vestido suelto de lino color crema que apenas le llega a mitad del muslo, con tirantes finos que dejan sus hombros al aire. El vestido se ciñe suavemente a su cintura, marcándole las caderas al caminar, y con la brisa del atardecer se adivina la libertad de no llevar sujetador. Sus sandalias de cuero hacen un sonido leve contra el suelo y su melena castaña, algo revuelta por el viaje, cae sobre la espalda como si fuera parte del paisaje.


Mientras sacamos las maletas del coche, noto en Vega una mezcla de cansancio y emoción. Está tranquila, pero la chispa en sus ojos no engaña: sonríe más de la cuenta, como si supiera que este fin de semana será distinto. Me mira de reojo, con esa media sonrisa que es casi un secreto compartido. Sé que está nerviosa, igual que yo, pero su nerviosismo se viste de ilusión, de ganas de dejarse llevar.


Entramos al vestíbulo y el hotel por dentro me sorprende aún más: suelos hidráulicos de dibujos geométricos, paredes encaladas, lámparas de cristal antiguas colgando del techo y un patio interior lleno de plantas verdes, con una fuente que deja caer el agua en un murmullo constante. Todo huele a jazmín y a incienso suave. La recepción es pequeña, con un mostrador de madera brillante.


La chica que nos atiende es simpática pero profesional, con una sonrisa cálida que parece de bienvenida sincera. Mientras hace el check-in, nos va explicando:


—El hotel cuenta con dos piscinas —una en el patio principal y otra en la azotea, con vistas al mar—, el restaurante abre hasta medianoche, y el spa está disponible durante todo el día con cita previa.


Luego, inclinándose un poco hacia nosotros, añade con complicidad:


—Y por la noche, en el cocktail bar, siempre tenemos actuaciones en directo. Hoy toca un grupo de jazz, mañana habrá flamenco. El ambiente suele ser muy animado.


Vega la escucha atenta, como si ya se estuviera imaginando cada rincón, y asiente con una sonrisa. Mientras nos entrega la tarjeta de la habitación, me aprieta el brazo y me susurra al oído:


—Me encanta este sitio… es perfecto.


Cuando abrimos la puerta, nos recibe una habitación luminosa, amplia, con una cama grande vestida de sábanas blancas y un ventanal abierto hacia el mar. Las cortinas claras se mueven con la brisa y sobre la mesilla hay una botella de vino con dos copas y una cesta de frutas frescas. El baño, con sus azulejos azules y su ducha de obra, parece pensado para olvidarse del mundo.


Vega se queda quieta un instante en la entrada, con los ojos recorriendo cada rincón. Luego me mira y sonríe como una niña, pero con ese brillo adulto en la mirada que conozco bien: está feliz, expectante y un poco nerviosa. Y yo, viéndola ahí de pie, con el vestido ceñido por la brisa y el sol bañándole la piel, pienso que este viaje no es solo para desconectar, es para vivir algo que los dos sabemos que no vamos a olvidar.


Apenas dejamos las maletas, la agarro por la cintura y le robo un beso más intenso de lo que esperaba. Mis labios buscan los suyos con hambre, y ella responde, pero enseguida se aparta con una sonrisa traviesa, apoyando su frente en la mía.


—Guarda fuerzas… —me susurra, con un brillo en los ojos que me enciende todavía más.


Nos cambiamos de ropa sin prisas, buscando algo cómodo pero arreglado. Yo una camisa ligera, ella un vestido oscuro que resalta aún más su piel dorada y sus hombros descubiertos. Bajamos a cenar y el ambiente es perfecto: mesas iluminadas con velas, murmullo suave de conversaciones, el sonido lejano del mar entrando por los ventanales abiertos. La cena fluye tranquila, sin prisas, hablando de ilusiones, de lo bien que se siente estar lejos de todo, de lo que nos espera este fin de semana.


Después nos movemos al cocktail bar. El jazz en directo envuelve el salón con un ritmo suave, íntimo, de esos que parecen marcar la respiración. Pedimos una copa, la disfrutamos sin prisas, mirándonos más de la cuenta, con esas caricias mínimas que dicen más que las palabras. La música, el vino y la penumbra crean un ambiente perfecto, casi mágico, pero los dos sabemos que conviene subir pronto.


Cuando por fin nos acostamos, el cansancio del viaje se deja notar. Me acerco a ella con la intención de hacerle el amor, pero antes de que pueda decir nada me acaricia la cara y susurra con ternura:


—Mejor guarda fuerzas… mañana quiero aprovechar el día.
2 veces ha repetido el "guarda fuerzas"....suena raro. ¿Ya se ha desfogado antes, o es que viene traca al día siguiente?
 
La abrazo fuerte, beso su pelo, y en silencio nos dejamos caer en el sueño. El murmullo del mar llega desde el ventanal abierto, y con ella pegada a mi pecho siento que este viaje apenas acaba de empezar.


Después de un desayuno ligero —café, fruta y poco más— decidimos bajar a la playa. El aire de junio ya tiene ese calor anticipado del verano, pero todavía se siente limpio, sin la pesadez de los meses más fuertes.


Atravesamos un sendero de arena entre pinos que huele a resina y a mar, con las dunas levantándose suaves a los lados como un muro natural. El sol cae alto pero no abrasa, la brisa arrastra el rumor del mar antes de verlo. Y cuando por fin la arena se abre, ahí está: una playa infinita, prácticamente desierta.


La arena es clara, suave, parece recién peinada por el viento. Se hunde bajo los pies como polvo tibio. El agua brilla delante de nosotros con destellos de plata y azul, moviéndose con un vaivén tranquilo, sin apenas olas, solo el respiro profundo del mar que se estira hasta el horizonte.


El cielo despejado es un lienzo limpio, con algún rastro de nube tan alto que parece pintado a mano. El sol se refleja sobre la superficie, y todo el paisaje parece invitarnos a dejarnos llevar, a fundirnos con ese lugar sin testigos.


Miro a Vega. Sus ojos recorren el horizonte, la piel dorada bajo el vestido brilla con la luz. El silencio de la playa nos envuelve, solo interrumpido por las gaviotas que cortan el aire y el crujido leve de la arena bajo nuestros pasos.


Extiendo la toalla sobre la arena y me siento, mirando el horizonte unos segundos más, como si quisiera ganar tiempo. Vega está de pie, con el sol iluminando cada curva bajo el vestido. Se agacha para dejar su bolsa a un lado y, en ese gesto, el tejido se estira sobre su culo, marcando aún más su figura. Me mira por encima del hombro y sonríe: sabe perfectamente lo que está haciendo.


Se recoge el pelo con una mano, y con la otra comienza a deslizar los tirantes del vestido por sus hombros. El movimiento es lento, deliberado, como si se deshiciera de un secreto más que de la tela. El vestido cae hasta su cintura y deja sus pechos al aire, libres, moviéndose con naturalidad bajo la brisa. El sol hace que sus pezones se vean duros, pequeños faros que me hipnotizan.


Yo me levanto despacio, sin apartar la mirada de ella, y comienzo a desabrocharme la camisa. Vega me observa, mordiéndose el labio inferior. Cuando dejo caer la prenda, me acerco unos pasos, y ella baja un poco más su vestido hasta dejarlo resbalando por sus caderas, lento, muy lento, hasta quedar a sus pies.


No lleva sujetador ni bragas, y el contraste de su piel dorada contra la tela clara sobre la arena me parece obscenamente hermoso. Me doy cuenta de que estoy aguantando la respiración.


—¿Te gusta? —pregunta, con esa voz ronca que le sale cuando se excita.


—Mucho —respondo, y mis manos van directas al botón de mi pantalón.


Ella se cruza de brazos, ladea la cabeza y observa cómo me despojo de la ropa. Cuando al fin me bajo los calzoncillos, mi miembro ya está medio erguido, respondiendo sin pudor a la visión de su cuerpo desnudo bajo el sol. Vega sonríe satisfecha, se acerca y me roza con la yema de los dedos el pecho, bajando apenas unos centímetros.


El mar ruge detrás de nosotros, la playa sigue vacía, y la sensación de estar desnudos frente al mundo, frente a nadie, se convierte en un juego, un secreto compartido que nos enciende todavía más.


Me mira fija, con esa chispa de provocación en los ojos, y sonríe torcida.


—Hoy todos van a ver el coño de puta que tengo —me suelta, con la voz ronca, como un reto.


El aire me golpea en el pecho, seco, eléctrico. Me quedo quieto, con la polla creciendo sola al escucharla, viendo cómo se acaricia el monte de Venus con la palma, lenta, como marcando el terreno.


El mar, la playa, el horizonte… todo se borra. Solo existe ella, desnuda, ofreciéndose con descaro, diciendo con esas palabras lo que yo siempre había pensado en secreto: que cuando se suelta, es muy puta.


Me da de lleno. La miro, sin poder contener la risa nerviosa mezclada con el deseo, y le suelto entre dientes:


—Joder, Vega… no sabes lo que me haces.


Ella baja la vista un segundo, y cuando la vuelve a subir ve mi polla empujando ya la tela del bañador, marcando. Se muerde el labio, divertida, y arquea una ceja con esa chulería suya.


—¿Tan pronto, cariño? —dice, acariciándose un pezón como quien no quiere la cosa—. Pues lo vas a pasar mal… porque hoy no pienso tapar nada.


El viento agita su pelo, el mar ruge de fondo, pero lo único que se oye de verdad es mi respiración agitada y la suya, provocándome, dejándome claro que acaba de empezar a jugar.


Camina hacia el agua con un aire tan suyo, tan consciente de lo que provoca, que casi me deja sin aliento. La arena se hunde bajo sus pasos firmes, y sus caderas se mueven con esa cadencia lenta, felina, como si cada movimiento fuera un desafío. El sol acaricia su piel, y las curvas de su culo parecen rebotar con cada paso.


No se tapa, no intenta disimular. Al contrario: deja que el aire le endurezca los pezones y se noten descaradamente, deja que su coño depilado brille húmedo bajo la luz. Avanza segura, con la espalda recta y la cabeza alta, como si supiera que todo el horizonte es para ella.


Se moja los pies primero, levanta un poco el pelo con la mano y se gira fugazmente para mirarme, con esa sonrisa maliciosa que dice “sé cómo me estás mirando”. Yo me quedo clavado en la arena, con la polla dura peleando contra el bañador, agradeciendo que apenas haya gente y los pocos que hay estén lejos, demasiado lejos para ver en detalle.


Porque si alguien estuviera lo bastante cerca… sería un espectáculo. Y Vega lo sabe. Y yo también.


Está realmente espléndida. Preciosa. Y sabe perfectamente lo que provoca en mí. Su caminar no es solo sensualidad, es poder, una declaración muda de lo que es capaz de hacerme sentir con un solo gesto.


La veo feliz, ligera, radiante, como si cada grano de arena y cada ola fueran cómplices suyos. Y yo, desde aquí, no puedo evitar emocionarme: quizá la vida sea solo esto, mirar a quien amas, verla sonreír, sentirla libre. Y al darme cuenta, me excito. Porque no hay nada más bello, nada más puro que ese instante en el que sé que es mía, que lo nuestro es real y que no necesito nada más.


Esa certeza me arde por dentro: querer mostrarlo, gritarlo, que todos supieran que no existe nada mejor que lo que tengo. Ella también lo sabe, seguro que lo sabe. Se siente preciosa, poderosa, intocable. Y verla así, tan dueña de sí misma, tan luminosa, me enloquece más que cualquier cuerpo desnudo.


Me desnudo lentamente, dejando que el aire me recorra entero. El contraste me enciende: la brisa cálida sobre mi pecho, más fresca en la piel húmeda de mis ingles, erizando el vello de mis brazos y piernas. Mi polla ya está dura, apuntando descarada, y me excita aún más pensar que, aunque estamos casi solos, alguien pudiera verla desde lejos. Quizá una silueta a lo lejos sepa exactamente qué estoy mostrando, pero sé que la playa hoy es nuestra.


Camino hacia el agua. Ella me espera hundida hasta la cintura, el mar dibujando olas suaves que golpean contra su vientre. Me sonríe con picardía, me observa, me llama sin palabras. Y yo acudo, obediente, porque no podría hacer otra cosa.


El agua está fría al primer contacto y lo comento con un gesto exagerado. Ella ríe, dice que tampoco es para tanto, que en unos segundos se acostumbra. Bromeamos, compartimos esas frases triviales que en realidad esconden la electricidad de estar los dos desnudos, juntos, en medio de la nada.


Nos acercamos, y cuando la abrazo siento la suavidad de su piel húmeda y salada. Nos besamos despacio, con esa mezcla de ternura y hambre contenida. Mis manos recorren su espalda, bajan por la curva de sus nalgas firmes y mojadas, apretándolas con fuerza. Ella suspira y aprieta su cuerpo contra mí, su vientre húmedo contra mi erección, que late entre los dos.


Sus dedos exploran mi pecho, juegan con mis pezones, bajan rozando mi abdomen tenso hasta el límite de mi erección, pero se detienen ahí, haciéndome arder. Yo subo por sus costados, siento la curva de sus pechos, duros bajo mis palmas, y al acariciarlos ella arquea la espalda, gime apenas, como si el mar mismo se metiera en su piel.


Me pierdo en su cuello, lo beso, lo muerdo suave, mientras ella mete su mano en mi pelo, tirando con dulzura. Sus labios buscan los míos una y otra vez, desesperados, húmedos de agua y saliva.


El deseo crece rápido, inevitable. Siento su sexo rozando mi muslo cuando se mueve, húmedo incluso bajo el agua, y sé que ella lo nota, que le enciende igual. Yo la deseo ahí mismo, contra las olas, pero nos contenemos. Nos dejamos llevar hasta cierto límite, acariciando, mordiendo, jugando a no romper del todo la barrera.


El aire, el mar, el sol, todo nos rodea y nos enciende. Sabemos que el juego explícito puede esperar… pero esa tensión, ese sabernos al borde, lo hace aún más intenso.


Ella se aparta un poco, el agua hasta la cintura, y me suelta una sonrisa limpia, descarada. Sus ojos brillan con picardía, sin rodeos.


—Te aviso: te voy a tener cachondo todo el día. —me dice, divertida, con esa voz que no deja lugar a dudas—. Me encanta verte así, que no puedas conmigo.


Yo río, resoplo, la miro con descaro.


—Pues ya veremos quién aguanta más, porque si me calientas así, al final vas a terminar pidiendo que te folle.


Ella se ríe fuerte, echa la cabeza hacia atrás, y luego me mira con esa cara de niña mala que tanto me pierde.


—¿Pedirte yo eso? —responde clara, directa—. Ni de coña.


Me acerco, la agarro por la cintura, la beso rápido en los labios y le susurro:


—Sí, ya veremos…


Ella sonríe, me aprieta un poco más contra su pecho, y responde al oído:


—Lo que tienes es mucha fantasía.


Nos besamos con hambre, el agua fría alrededor y su cuerpo caliente pegado al mío. Mis manos recorren su espalda, sus nalgas, y de repente siento la suya cerrarse sobre mi polla. Jadeo, me tiembla el vientre, la noto cachonda, húmeda incluso bajo el mar. Gime bajito, tan cerca de mi oído que me pierdo.


Creo que ya la tengo rendida, que se va a dejar, que es mía. Pero entonces suelta una risa juguetona y me corta el aire.


—¿Qué pasa, pensabas que era tan fácil? —dice, burlona, y de golpe suelta un par de gemidos exagerados, teatrales, para después reírse en mi cara.


Me deja con la polla dura entre las manos y, como si nada, se da la vuelta. Empieza a salir del agua con calma, provocadora, moviendo las caderas. Antes de alejarse del todo, me lanza una última pulla:


—A ver cómo sales tú ahora…


La playa ya no está tan vacía. No es que haya demasiada gente, pero en el trayecto hacia nuestras toallas hay tres o cuatro sombrillas nuevas, ocupadas por parejas jóvenes y algún grupo pequeño de amigos que han llegado mientras jugábamos. Vega lo sabe, y ese es el reto: salir con la polla dura, el cuerpo aún tenso de excitación, y cruzar la arena hasta nuestro sitio como si no pasara nada.


Salgo del agua intentando disimular, pero la situación no ayuda. Un grupo de chicas pasa justo por delante, camino de la orilla. Son cuatro, todas jóvenes, quizá a finales de sus veinte. Una va completamente desnuda, el pelo mojado pegado a la espalda, el pecho pequeño pero firme que se mueve libre con cada paso. Otra lleva solo la parte de abajo, unas braguitas claras que dejan ver la forma de su sexo al trasluz, los pechos sueltos, más llenos, y al caminar se los cubre a ratos con el brazo, aunque no parece molesta. Las otras dos optan por lo mismo: solo parte de abajo, tangas de colores llamativos que resaltan sus caderas, los pechos al aire, riendo entre ellas, cómodas, como si nadie más existiera en la playa.


Detrás, un chico camina también hacia el agua. Su pareja se queda extendiendo la toalla en la arena, agachada, mostrando sus nalgas bien redondeadas bajo la tela mínima del bikini. Él se adelanta sin mirar a los lados, con la soltura de quien no tiene reparos en mostrarse.


Yo, en cambio, me siento en el centro de todas las miradas, aunque seguramente nadie se haya fijado. Camino despacio, tratando de que el aire y la arena fría me enfríen lo suficiente. Intento pensar en otra cosa, en el trabajo, en cualquier detalle ajeno al momento, pero cada paso es peor: el roce de mi polla húmeda contra el muslo me recuerda que sigue dura, marcada, imposible de ocultar.


Vega me observa desde la toalla, sentada con las piernas recogidas, sonriendo con esa malicia que solo tiene cuando me ve luchar contra algo que ella misma ha provocado.


Camino hacia la orilla y justo me cruzo con las chicas. Ellas van en grupo, riendo entre sí, salpicándose un poco, como si fueran dueñas de la playa. Yo bajo la mirada, intento mantener la compostura, pero sé que mi polla sigue demasiado visible, pesada, delatando que estoy excitado.


La primera pasa sin mirarme, entretenida con la que va a su lado, pero la segunda sí me cruza los ojos fugazmente. Una mirada rápida, de arriba abajo, y su sonrisa apenas cambia, aunque yo siento como si me hubiese escaneado entero. La tercera, la de los pechos más llenos, se da cuenta de mi incomodidad: me mira un segundo de más y luego se vuelve hacia su amiga, como contándole algo en voz baja. La última no hace nada, pero esa indiferencia me hace sentir todavía más expuesto, como si lo notara y fingiera no verlo.


Trago saliva. Siento el calor en mis mejillas, la vergüenza recorriéndome como un niño desnudo en un sitio donde no debería estar. Siempre he tenido esa inseguridad: que otros hombres me superen, que las mujeres se fijen y comparen. El simple hecho de cruzarme con ellas me dispara el pulso, y mi vergüenza se mezcla con la excitación sucia de saber que, aunque me incomode, alguna de ellas se ha dado cuenta.


Desde la distancia, escucho la risa de Vega. Al girar la cabeza, la veo en la toalla, con esa sonrisita cómplice que me atraviesa. Ella sabe perfectamente lo que me pasa: lo disfruta, lo alimenta. Y yo, intentando disimular, siento que en lugar de calmarse, mi erección se hace más evidente.


Llego a la toalla intentando que no se note la tensión en mi cuerpo, como si fuera posible disimular lo evidente. Me tumbo a su lado, de medio perfil, y cubro como puedo mi polla con la mano y con la tela de la toalla.


Vega no dice nada al principio. Me observa en silencio, con esa media sonrisa que ya lo dice todo. Sus ojos se clavan en mí, brillantes, divertidos, casi crueles. Se muerde el labio como si guardara un secreto, como si disfrutara sabiendo que me estoy muriendo de vergüenza.


—¿Qué tal el paseo? —pregunta al fin, en un tono inocente que no engaña a nadie.


—Bien… —respondo, sin mirarla demasiado.


Ella se inclina hacia mí, me roza el hombro con su pecho, y me susurra cerca del oído:


—Te han mirado, ¿verdad?


Mi silencio la hace reír bajito, casi un ronroneo. Sus dedos juegan con la arena, y luego, como si nada, se posan sobre mi muslo. Apenas unos centímetros de distancia de donde estoy intentando ocultar mi erección.


—Me pone mucho verte así… —susurra, con un brillo travieso en los ojos—. Tan vergonzoso, tan expuesto…


Me arde la cara, pero también me enciende. Su mano aprieta apenas mi pierna, y antes de retirarla me roza con la yema del dedo, justo donde sabe que no debería.


—Relájate, cariño —añade, girándose hacia el mar con gesto despreocupado, como si no acabara de incendiarme por dentro


—Cari… si has tenido suerte de que no estaba floja, que si no… —se tapa la boca como si se arrepintiera, aunque no puede contener la risa.


—Eres una cabrona… —respondo, medio riendo, medio serio.


Ella se acerca y me acaricia el pecho, bajando un poco el tono, como suavizando la broma.


—Va, no te piques. Si cuando está dura… te crece un montón. —me guiña un ojo, como si me acabara de regalar una caricia con palabras.


Me quedo callado, y parece que ella lo nota. Suspira, baja la voz y ahora me habla más seria:


—¿Pero por qué tienes esa obsesión con el tamaño?


—No sé… —respondo con sinceridad—. Supongo que siempre he tenido ese complejo. Que si comparaciones, que si lo que se dice entre amigos… tonterías, ya lo sé. Pero a veces pienso que me gustaría tenerla más grande.


Ella niega despacio con la cabeza, casi como si le sorprendiera escucharme así. Se acerca más, apoya su frente en la mía y me habla muy bajito, con calma:


—Le das demasiada importancia. De verdad, amor… eso es cosa tuya.


—¿Y si no fuera solo mía? —digo yo, todavía inseguro—. Igual un día piensas que no es suficiente.


Vega me acaricia el vientre, sus dedos bajan despacio hasta rozar el inicio de mi pubis, y suelta con voz firme, casi seria:


—A mí me vale. Y me sobra. Cari, cuando de verdad importa es dura. Y cuando te empalmas es súper gorda… Y eso a mí me vuelve loca.


Me mira fijamente, como si quisiera grabar cada palabra en mi cabeza para que deje de dudar. Y su sonrisa, entre tierna y pícara, me desarma. Ella no se detiene, me mira con descaro y cambia el tono a uno más burlón:


—Cari, a mí tu colita me encanta. Es tan bonita… —lo dice con voz melosa, como si hablara a un niño.


—¿Cómo que mi colita? —respondo indignado, aunque divertido—. A ver, no puedes decir colita… se dice tu pollón.


—Vale… —dice con fingida inocencia—. Tu pollita.


Reímos los dos.


—Qué capulla eres… —murmuro, medio riéndome, medio rendido.


Ella me mira con esa chispa traviesa, baja la mano con disimulo y me agarra por encima de la toalla. Mira a un lado y a otro, asegurándose de que nadie cercano nos ve, y susurra con voz cargada de lujuria:


—Cariño, te estás empalmando… —y aprieta un poco más, relamiéndose—. Dios… si me vuelve loca esta polla gorda…


Antes de que pueda responder, se inclina y me da un chupetón rápido en el bajo vientre, descarado, como si estuviéramos solos en la playa y no rodeados de gente a distancia.


Ella me mira divertida, con esa chispa que no sé si me excita más o me desarma. Después de darme el chupetón, se ríe bajito y me da un golpecito en el pecho.


—Venga, no seas tonto… vamos a echarnos crema.


Saca el bote del bolso de playa y empieza con ella misma. Aprieta un chorro en sus manos y se la esparce por los hombros, bajando por el escote hasta sus tetas. Me quedo embobado viendo cómo sus dedos se hunden en la piel húmeda y brillante, resbalando por sus pezones duros. Luego baja por la tripa, lenta, hasta sus ingles. La crema brilla sobre su vello fino y, cuando llega a los muslos, se muerde el labio porque sabe que la estoy devorando con la mirada.


—¿Me ayudas? —me dice con esa voz que mezcla picardía y dulzura.


Me arrodillo a su lado y cojo la crema de sus manos. Le unto la espalda primero, los hombros, pero en seguida me pierdo en su culo redondo, masajeándolo con descaro. Aprieto, separo, paso los dedos por la línea de sus nalgas y noto cómo respira más hondo, como si no pudiera evitarlo.


—Eres un guarro… —susurra entre risas, aunque no se aparta dejando que la penetre con la llena del dedo


Cuando termino, se gira y me arrebata el bote. Ahora es su turno. Me pone de pie frente a ella y empieza a extenderme la crema por el pecho, jugando con mis pezones, bajando después por mi vientre hasta llegar al pubis. Se detiene un segundo, me mira de reojo, y con toda la cara dura me agarra la polla ya dura y la embadurna también, lenta, como si fuera lo más natural del mundo.


—Para que no se te queme tu pollita… —murmura con burla, mordiéndose el labio.


No puedo evitar gemir bajito mientras sus manos resbalan arriba y abajo, untando y masturbando al mismo tiempo. Me dejo llevar y le agarro la muñeca, como si quisiera que siguiera.


—Guarra… lo estás disfrutando más que yo.


Ella sonríe, me mira a los ojos y, sin soltar mi polla, se inclina y me pasa la mano manchada de crema por los huevos. Luego sube de golpe hasta el pecho y me acaricia otra vez, como si no hubiera hecho nada.


Estamos en mitad de la playa, con gente a lo lejos, pero por la forma en que nos tocamos parece que estuviéramos solos. Y quizá, en cierto modo, lo estamos.


Así, entre risas, besos robados y caricias cubiertas de crema, dejamos que el sol vaya subiendo hasta lo alto. Cuando el hambre empieza a asomar, Vega me señala un chiringuito que se ve a lo lejos, como a unos quinientos metros.


—¿Vamos? —me dice mientras se pone de pie, cogiendo el tanguita de su bikini.


La observo mientras se lo ajusta. El hilo se pierde entre sus nalgas aún brillantes de crema, y después se coloca el vestido ligero con el que había llegado, que apenas disimula nada. Yo me pongo el bañador, todavía con la piel tibia por el sol y el roce de sus manos.


Caminamos juntos por la arena, yo con la toalla al hombro y ella con ese aire despreocupado que me vuelve loco. El mar queda a nuestra derecha, azul y brillante, y la brisa trae olor a sal y a pescado frito.


Vega me sonríe, entrelaza su brazo con el mío, y siento cómo su pecho se apoya levemente contra mí a cada paso. Su vestido se mueve con el viento, marcando más de la cuenta.


—Ya verás… seguro que tienen unas cañas bien frías y algo rico para picar —me dice con entusiasmo, como si el simple hecho de andar hacia ese chiringuito fuera parte de la aventura.


El sol está fuerte, la playa tiene más vida a esta hora, pero entre la complicidad de los dos y el camino compartido, siento que seguimos en nuestra propia burbuja.


El camino se me ha hecho corto, quizás porque todo el rato iba mirando de reojo a Vega y su vestido que el viento levantaba lo justo para volverme loco. Cuando por fin llegamos, el chiringuito no es el típico de madera desvencijada y sombrillas de caña. Nada que ver.


Es moderno, elegante, todo blanco y madera clara, con detalles marineros muy cuidados. Las mesas están bien alineadas, con manteles de lino y centros de mesa discretos. Desde fuera ya se intuye que el sitio promete.


Al entrar, el olor a marisco fresco y a brasas me abre el apetito. El suelo está limpio, brillante, y un hilo de música suave acompaña el murmullo de las conversaciones.


Un camarero joven, con camisa blanca impecable y sonrisa profesional, se nos acerca de inmediato.


—Bienvenidos —nos dice con un tono educado, invitándonos a pasar con un gesto de la mano—. Tenemos sitio en la terraza con vistas al mar, si lo desean.
 
La verdad, la complicidad, el juego y el deseo de la pareja me encanta y en algunos pasajes, por ejemplo el de la playa , me trae recuerdos de vivencias personales.

Y me sacan una sonrisa con su morbo.

Solo me deja una sombra el pensar que todos sospechamos que en algún momento van a cruzar una línea que va a dejar de ser juego y pueda dañar definitivamente esto que tienen.
 
" La veo feliz, ligera, radiante, como si cada grano de arena y cada ola fueran cómplices suyos. Y yo, desde aquí, no puedo evitar emocionarme: quizá la vida sea solo esto, mirar a quien amas, verla sonreír, sentirla libre. Y al darme cuenta, me excito. Porque no hay nada más bello, nada más puro que ese instante en el que sé que es mía, que lo nuestro es real y que no necesito nada más."

Parece que Nico está seguro de lo que siente y lo que quiere, sólo nos falta comprobar si Vega también piensa que con Nico tiene todo lo que pueda desear, que no necesita cruzar ninguna frontera ni rebasar los límites de su relación.
Por otra parte, las inseguridades de Nico, sus complejos y la necesidad de colmar a Vega en todo lo que pueda desear, podría llevar a nuestro protagonista, a impulsar a su esposa a hacer algo que podría dinamitar la relación.
Hasta el amor más fuerte y sincero, es frágil como el cristal.
 
Están muy bien los dos juntos y no necesitan para nada cruzar esa linea roja peligrosa que muchos nos estamos teniendo que van a cruzar y entonces veremos a ver si no afecta a está bonita relación que tienen.
 
Temeis que un intercambio o un trío dinamite su relación? No los creéis lo suficientemente maduros para soportar eso?
Pues viendo un poco las inseguridades del protagonista de la historia, no lo creo, pero vamos muy poca gente está preparada para un salto así, hay que reflexionar y hablar mucho y estos de momento solo folan :p
 
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