Mi mujer y yo. Su confesión

Temeis que un intercambio o un trío dinamite su relación? No los creéis lo suficientemente maduros para soportar eso?
Yo pienso que hay muy pocas parejas que tengan la capacidad real de disociar sexo y afectividad. Para eso se necesita una seguridad y una capacidad de distanciamiento del instinto muy poco frecuente.
No hablo del rol típico de cornudo consentidor y hotwife, eso más parece una filia que una elección personal.

Y no, no veo a Nico soportando como Vega le da a otro, lo que el piensa que le pertenece.
Por supuesto, no puedo estar en la mente de una mujer, pero creo que si eres capaz de entregarla por diversión, ella puede pensar que en realidad no es tan importante para tí.
 
Yo pienso que hay muy pocas parejas que tengan la capacidad real de disociar sexo y afectividad. Para eso se necesita una seguridad y una capacidad de distanciamiento del instinto muy poco frecuente.
No hablo del rol típico de cornudo consentidor y hotwife, eso más parece una filia que una elección personal.

Y no, no veo a Nico soportando como Vega le da a otro, lo que el piensa que le pertenece.
Por supuesto, no puedo estar en la mente de una mujer, pero creo que si eres capaz de entregarla por diversión, ella puede pensar que en realidad no es tan importante para tí.
"Por supuesto, no puedo estar en la mente de una mujer, pero creo que si eres capaz de entregarla por diversión, ella puede pensar que en realidad no es tan importante para tí."

esto que comentas , y que en este foro es politicamente incorrecto , es una realidad constatada , la naturaleza humana es compleja y en particular la de las mujeres mas aun , variada y a veces imprevisible pero , si algo , tienen todas en comun , es ese valor de sentirse unicas y valoradas para sus parejas, y si eso se lo ponen en duda en algun momento , dejan de ver a su pareja , como su hombre y lo amortiza sin duda .
 
Vega me mira y sonríe, como si ya supiera que va a ser el sitio perfecto. La sigo, hipnotizado, mientras caminamos entre mesas y siento la mezcla de placer y expectación: el día apenas empieza, y ya se siente especial.


Nos sentamos en una mesa junto a la barandilla de la terraza. El mar está tan cerca que parece que las olas quisieran meterse dentro del chiringuito. El camarero nos deja dos cervezas frías, con las botellas perladas de gotas y el vaso helado que se empaña nada más tocarlo. Ese primer trago me sabe a gloria: fresco, amargo y perfecto para borrar el calor de la playa.


Abro la carta y la apoyo en la mesa, pero apenas la miro. Estoy más pendiente de Vega, que juguetea con la suya, aún con el vestido puesto, cruzada de piernas.


—¿No te comprarías aquí una casa? —me pregunta de repente, sin levantar la vista de las páginas.


—¿Aquí? —repito, dándole un sorbo más a la cerveza mientras pienso. Giro la cabeza, miro el horizonte, el mar, el cielo despejado, y luego vuelvo a mirarla—. No me lo preguntes dos veces, que te digo que sí ahora mismo.


Ella sonríe, se recoge un mechón de pelo que el aire le mueve y me clava esos ojos verdes que parecen reírse de mí.


—Seguro que te duraba la ilusión tres meses, hasta que te aburrieras de tanto sol y tanta calma.


—¿Y a ti? —le devuelvo la pregunta.


Vega se queda pensativa un instante, mordiendo el borde de la pajita que le han puesto en el vaso, y sus labios se curvan.


—Yo creo que sí… vivir cerca del mar me haría feliz. Despertar, bajar a la arena, darme un baño y empezar el día con esa sensación de libertad.


Me quedo mirándola, y no digo nada. Solo la observo, pensando que no hace falta que lo jure: verla ahí, con el sol acariciándole la piel, ya parece que haya nacido para este lugar.


El camarero nos deja los cafés en la mesa con una sonrisa amable, y yo me relajo, estirando las piernas bajo la mesa, disfrutando de la brisa que entra desde el mar. Vega está removiendo el suyo cuando noto que su gesto cambia: levanta la mirada y sus ojos se clavan en alguien que acaba de entrar.


Sigo su dirección y veo a dos chicos que avanzan hacia la barra. El primero, alto, delgado, con el pelo algo revuelto y un aire de bohemio en su forma de vestir: camisa clara remangada, pantalón de lino, y ese porte de quien parece siempre un poco fuera de lugar, pero atractivo precisamente por eso. Su cara tiene rasgos finos, y aunque es delgado se nota que se cuida, que detrás de la apariencia desenfadada hay disciplina. Tiene que rondar los veinticinco.


El segundo es distinto: más alto aún, muy delgado, de rostro afilado y mirada vivaz. Se mueve con pluma, gesticula al hablar y tiene esa presencia elegante y descarada que no pasa desapercibida. Es guapo, con ese tipo de belleza que roza lo andrógino.


Vega aprieta los labios, nerviosa, y yo lo noto enseguida. En cuanto el primero la ve, se ilumina y viene hacia nuestra mesa con paso directo.


—¡Pero si es Vega! —dice, con una sonrisa amplia, franca, nada impostada. Y volviéndose hacia su acompañante añade, natural, casi orgulloso—: ¿Te acuerdas de la musa de la que te hablé? Pues aquí la tienes.


Me quedo en silencio, observando. El chico habla claro, sin rodeos, con esa seguridad que no suena arrogante sino auténtica. Vega se recoloca un mechón de pelo detrás de la oreja, gesto que siempre la delata cuando está nerviosa, y me mira antes de responder.


—Álvaro… —dice al fin, devolviéndole la sonrisa—. Él es mi marido, Nico.


Álvaro me tiende la mano con firmeza. Tiene una mirada limpia, intensa, y en cuanto estrecha la mía suelta, sonriendo:


—Eres afortunado.


Me sorprende, pero no llego a reaccionar cuando se gira un instante hacia Vega, la mira de arriba abajo con la misma sonrisa y añade, sin perder la serenidad:


—Y tú también.


Me quedo con la sensación de que todo ha sido tan directo que no sé si me incomoda o me divierte.


Álvaro se inclina hacia delante, sus ojos fijos en Vega, como si el resto de la terraza no existiera. Su voz ya no suena artística ni poética: ahora es cruda, directa, casi sucia.


—Tus ojos, Vega… me provocan. Ese cuello tan blanco me pide morderlo. Tus tetas, redondas y firmes, con esos pezones pequeños que se ponen duros con nada… —mueve los dedos en el aire, como dibujando el gesto de pellizcarlos—. Y ese culo… dios, ese culo lo pintaría mil veces, y aún me parecería poco.


Hace una pausa, baja la voz pero no la intensidad, y su mirada se clava en la entrepierna de Vega.


—Y lo mejor, tu coño. Ese coño que siempre he imaginado como una flor abierta, húmeda, caliente… el centro de todo. Algún día me dejarás pintarlo, ¿no? —su sonrisa es tan descarada que por un segundo me quedo sin aire.


Vega se sonroja, entre incómoda y excitada, y me mira de reojo, como buscando mi reacción, pero también incapaz de borrar la sonrisa nerviosa que le nace.


Antes de que yo diga nada, Marcos interviene, agitando una mano en el aire, con su tono ligero, divertido, como si bajara el peso de las palabras.


—No le hagas caso… es un soñador. Vive para sus fantasías.


Álvaro no aparta los ojos de Vega, y ese contraste —mi mujer encogiéndose en la silla, excitada y tensa, y el pintor desnudándola con la mirada como si fuera suyo— me hierve por dentro.


Álvaro se gira hacia mí, sin perder la calma ni el descaro. Me recorre con los ojos, como si cada parte de mi cuerpo ya la hubiera dibujado antes en su mente. Su voz suena lenta, cargada de intención.


—Tú también tienes lo tuyo… esos hombros anchos, la mandíbula fuerte, la piel tensa. Tus brazos, marcados, como si estuvieran hechos para sujetar y dominar… —hace un gesto con la mano, acompañando las palabras—. Y esa polla, sí, porque se nota hasta sin verla, gruesa, poderosa. Es imposible que no quieras pintarla.


Me quedo quieto, tragando saliva. Giro la cabeza hacia Vega. Ella me sonríe, nerviosa, divertida, como si me dijera déjate llevar. La excitación se mezcla con el vértigo, y por un momento me siento expuesto, desnudo, aunque aún lleve la ropa puesta.


Álvaro sonríe satisfecho, se echa hacia atrás en la silla y concluye:


—Los dos… tenéis que dejarme pintaros. No lo entendéis… es la unión de las almas. —Hace una pausa y sus ojos brillan. Por dentro, me atraviesa un pensamiento inmediato y brutal: qué forma tan bonita de decir que quiere pintarnos follando.


El silencio pesa. Vega me clava la mirada, como si compartiéramos el mismo pensamiento.


Pero entonces Marcos, que hasta ahora observaba en silencio, rompe la tensión con un comentario ligero, como pinchando el globo de aquella magia extraña:


—Ay, Álvaro… siempre tan intenso. Como no le bajéis los humos, os pinta en pelotas en la terraza. —Lo dice con un deje afeminado, su voz alta y musical, como si jugara a ridiculizar el momento.


La burbuja se rompe, aunque la electricidad queda flotando en el aire.


La pareja de Álvaro carraspea y sonríe, como si de repente necesitara cambiar el rumbo de la conversación. No sé si lo hace por celos, por costumbre o porque ya ha escuchado demasiadas veces a Álvaro hablar así de otras personas.


—Y vosotros… ¿qué hacéis aquí? —pregunta, mirándonos con una curiosidad ligera, casi protectora.


Vega se adelanta a responder, aunque noto en su voz ese temblor nervioso que también la excita. Me agarra de la mano y dice con una sonrisa tímida, como si confesara un secreto:


—Queríamos pasar un fin de semana diferente… salir de la rutina. Sentirnos un poco más libres. —Hace una pausa, sus ojos brillan al mirarme de reojo—. Incluso… probar el nudismo en la playa.


Sus palabras flotan en el aire como un suspiro atrevido. Me sorprende escucharla decirlo tan claro, delante de ellos, y noto que debajo de su aparente timidez hay un orgullo silencioso: sí, quiero esto.


Marcos, con un gesto cómplice, se inclina hacia nosotros y baja la voz como si compartiera una confidencia:


—Hay una cala a media hora de aquí, muy pequeña, casi escondida. Nada de mirones. Solo agua clara, arena suave y libertad de verdad.


Vega se muerde el labio y me mira, como pidiendo mi aprobación, con esa mezcla de vértigo y excitación que me enciende aún más que la propuesta.


Álvaro sonríe, apoya el codo sobre la mesa con una naturalidad casi insolente y añade:


—Si queréis, os decimos cómo ir. Seguro que os gusta… —nos mira fijamente a los dos, como si supiera leer lo que pensamos—. Es mucho más íntima, alejada de los mirones que siempre terminan apareciendo en playas como esta.


Marcos asiente con un gesto rápido, como confirmando las palabras de su pareja.


—De verdad, vale la pena —dice con una voz suave, melosa, que contrasta con la forma directa de Álvaro—. Es de esas calas que parecen inventadas.


Vega me mira, se aprieta un poco más a mi brazo y sonríe, nerviosa y excitada al mismo tiempo. Siento cómo su rodilla roza la mía bajo la mesa. Sé que está deseando, pero también espera a que yo diga algo, a que dé el paso.


—¿Y vosotros vais a venir?


Los dos se miran, casi cómplices, y es Marcos quien responde primero, con su tono suave, arrastrando un poco las palabras:


—Hoy no… habíamos quedado con unos amigos.


Álvaro asiente despacio, con un brillo en los ojos que parece decir más de lo que calla.


—Pero quizá nos pasemos mañana. Nunca se sabe —añade, como si dejara la puerta abierta de forma deliberada.


Vega sonríe y yo asiento, intentando que no se note la extraña mezcla de curiosidad y recelo que me recorre el estómago.


Nos levantamos, ellos pagan sus cafés antes de que podamos ofrecer nada, y tras un par de frases de cortesía nos despedimos en la entrada del chiringuito. Vega los sigue con la mirada un instante, hasta que desaparecen entre las sombrillas y el murmullo de la playa.


—Tienen algo raro, ¿verdad? —le digo en voz baja.


Ella sonríe nerviosa, pero no responde. Solo me coge de la mano y tira de mí hacia la arena, con las indicaciones aún frescas en la cabeza.


Subimos al coche y en cuanto cierro la puerta, Vega suelta una carcajada floja, de esas que arrastran nervios.


—Vaya obsesión la de Álvaro con el cuerpo… —dice, mientras se recoge el pelo con una goma que llevaba en la muñeca.


—Con el tuyo, querrás decir —respondo, mirándola de reojo.


—Bueno, sí… —admite, sonriendo—. ¿Has visto cómo me miraba?


—Te desnudaba con los ojos… vaya ganas te tiene —digo, cambiando de marcha.


Ella se encoge de hombros, divertida.


—Bah, si es gay. Pero… no sé, también me hizo gracia.


—¿Gracia? —murmuro, dejando que se note un punto de celos.


—Venga, no pongas esa cara —me toca el brazo, conciliadora—. Que a él le gustan los tíos.


—Si pudiera, te follaba ahí mismo —suelto medio en broma, medio en serio.


Vega se ríe con fuerza, me lanza una mirada rápida y vuelve a mirar por la ventanilla. El camino se estrecha entre pinares y dunas, el olor a resina se cuela con la brisa.


—¿Y no has pensado… —dice de repente, con esa sonrisa traviesa—, que igual te follaría a ti antes que a mí?


—Qué idiota eres —respondo, riendo incrédulo.


—¿Idiota? —levanta las cejas, divertida.


—Sí. A Álvaro le gusta todo —contesto, como si lo tuviera clarísimo.


Ella sonríe ladeando la cabeza, me clava la mirada unos segundos y suelta bajito:


—Celoso…


—¿Eso crees? —le digo, y acabamos los dos riéndonos, con esa risa que mezcla nervios y complicidad.


El coche avanza por la carretera estrecha, entre pinos y dunas. El aire huele a resina y mar. Vega sigue dándole vueltas al encuentro, con esa mezcla de nervios y risa que la hace hablar sin filtros.


—La verdad… —empieza, mirando hacia la ventanilla y luego hacia mí—. Cuando ha empezado a describir mi coño, casi me da la risa. ¿Pero qué tío más denso, no?


Yo suelto una carcajada. —Parecía que estaba dictando un catálogo de arte contemporáneo… “flor abierta, pétalos carnosos”… anda que no se ven las ganas.


Ella me mira, muerde el labio, y de repente se levanta un poco la falda, así, descarada, mostrando apenas un destello de piel.


—¿Tú crees que se parece a lo que decía? —me pregunta con esa sonrisa provocadora, casi inocente y guarra al mismo tiempo.


El coche da un pequeño bote en la curva y me cuesta mantener los ojos en la carretera.


—Cariño… —respondo tragando saliva—. Si llega a ver lo que estoy viendo ahora mismo, no pinta un cuadro, mete directamente el pincel.


Vega ríe, esa risa limpia y descarada que me enciende, y mientras baja la falda con calma suelta:


—Más que pincel… brocha.


Suelto una carcajada nerviosa, agarro fuerte el volante y miro de reojo cómo se acaricia entre las piernas con descaro.


—¿Entonces qué? —me dice, con esa sonrisilla traviesa—. ¿Es una flor o no?


No puedo evitarlo: mi polla empieza a endurecerse en segundos, marcando contra el bañador. Ella lo nota al instante, se le escapa una carcajada traviesa y me lanza una mirada que me enciende todavía más.


—Anda, salido… —ríe, bajando despacio la falda como si me quitara un caramelo de la boca.


Yo trago saliva, intentando mantener la vista en la carretera, pero el bulto en mi bañador no deja lugar a dudas.


—¿Y de quién es la culpa? —le respondo, con voz grave, mirándola de reojo.


Vega sonríe satisfecha, se inclina hacia mí y susurra muy cerca de mi oído:


—De quien siempre sabe cómo ponerte así…
 
Vega me mira y sonríe, como si ya supiera que va a ser el sitio perfecto. La sigo, hipnotizado, mientras caminamos entre mesas y siento la mezcla de placer y expectación: el día apenas empieza, y ya se siente especial.


Nos sentamos en una mesa junto a la barandilla de la terraza. El mar está tan cerca que parece que las olas quisieran meterse dentro del chiringuito. El camarero nos deja dos cervezas frías, con las botellas perladas de gotas y el vaso helado que se empaña nada más tocarlo. Ese primer trago me sabe a gloria: fresco, amargo y perfecto para borrar el calor de la playa.


Abro la carta y la apoyo en la mesa, pero apenas la miro. Estoy más pendiente de Vega, que juguetea con la suya, aún con el vestido puesto, cruzada de piernas.


—¿No te comprarías aquí una casa? —me pregunta de repente, sin levantar la vista de las páginas.


—¿Aquí? —repito, dándole un sorbo más a la cerveza mientras pienso. Giro la cabeza, miro el horizonte, el mar, el cielo despejado, y luego vuelvo a mirarla—. No me lo preguntes dos veces, que te digo que sí ahora mismo.


Ella sonríe, se recoge un mechón de pelo que el aire le mueve y me clava esos ojos verdes que parecen reírse de mí.


—Seguro que te duraba la ilusión tres meses, hasta que te aburrieras de tanto sol y tanta calma.


—¿Y a ti? —le devuelvo la pregunta.


Vega se queda pensativa un instante, mordiendo el borde de la pajita que le han puesto en el vaso, y sus labios se curvan.


—Yo creo que sí… vivir cerca del mar me haría feliz. Despertar, bajar a la arena, darme un baño y empezar el día con esa sensación de libertad.


Me quedo mirándola, y no digo nada. Solo la observo, pensando que no hace falta que lo jure: verla ahí, con el sol acariciándole la piel, ya parece que haya nacido para este lugar.


El camarero nos deja los cafés en la mesa con una sonrisa amable, y yo me relajo, estirando las piernas bajo la mesa, disfrutando de la brisa que entra desde el mar. Vega está removiendo el suyo cuando noto que su gesto cambia: levanta la mirada y sus ojos se clavan en alguien que acaba de entrar.


Sigo su dirección y veo a dos chicos que avanzan hacia la barra. El primero, alto, delgado, con el pelo algo revuelto y un aire de bohemio en su forma de vestir: camisa clara remangada, pantalón de lino, y ese porte de quien parece siempre un poco fuera de lugar, pero atractivo precisamente por eso. Su cara tiene rasgos finos, y aunque es delgado se nota que se cuida, que detrás de la apariencia desenfadada hay disciplina. Tiene que rondar los veinticinco.


El segundo es distinto: más alto aún, muy delgado, de rostro afilado y mirada vivaz. Se mueve con pluma, gesticula al hablar y tiene esa presencia elegante y descarada que no pasa desapercibida. Es guapo, con ese tipo de belleza que roza lo andrógino.


Vega aprieta los labios, nerviosa, y yo lo noto enseguida. En cuanto el primero la ve, se ilumina y viene hacia nuestra mesa con paso directo.


—¡Pero si es Vega! —dice, con una sonrisa amplia, franca, nada impostada. Y volviéndose hacia su acompañante añade, natural, casi orgulloso—: ¿Te acuerdas de la musa de la que te hablé? Pues aquí la tienes.


Me quedo en silencio, observando. El chico habla claro, sin rodeos, con esa seguridad que no suena arrogante sino auténtica. Vega se recoloca un mechón de pelo detrás de la oreja, gesto que siempre la delata cuando está nerviosa, y me mira antes de responder.


—Álvaro… —dice al fin, devolviéndole la sonrisa—. Él es mi marido, Nico.


Álvaro me tiende la mano con firmeza. Tiene una mirada limpia, intensa, y en cuanto estrecha la mía suelta, sonriendo:


—Eres afortunado.


Me sorprende, pero no llego a reaccionar cuando se gira un instante hacia Vega, la mira de arriba abajo con la misma sonrisa y añade, sin perder la serenidad:


—Y tú también.


Me quedo con la sensación de que todo ha sido tan directo que no sé si me incomoda o me divierte.


Álvaro se inclina hacia delante, sus ojos fijos en Vega, como si el resto de la terraza no existiera. Su voz ya no suena artística ni poética: ahora es cruda, directa, casi sucia.


—Tus ojos, Vega… me provocan. Ese cuello tan blanco me pide morderlo. Tus tetas, redondas y firmes, con esos pezones pequeños que se ponen duros con nada… —mueve los dedos en el aire, como dibujando el gesto de pellizcarlos—. Y ese culo… dios, ese culo lo pintaría mil veces, y aún me parecería poco.


Hace una pausa, baja la voz pero no la intensidad, y su mirada se clava en la entrepierna de Vega.


—Y lo mejor, tu coño. Ese coño que siempre he imaginado como una flor abierta, húmeda, caliente… el centro de todo. Algún día me dejarás pintarlo, ¿no? —su sonrisa es tan descarada que por un segundo me quedo sin aire.


Vega se sonroja, entre incómoda y excitada, y me mira de reojo, como buscando mi reacción, pero también incapaz de borrar la sonrisa nerviosa que le nace.


Antes de que yo diga nada, Marcos interviene, agitando una mano en el aire, con su tono ligero, divertido, como si bajara el peso de las palabras.


—No le hagas caso… es un soñador. Vive para sus fantasías.


Álvaro no aparta los ojos de Vega, y ese contraste —mi mujer encogiéndose en la silla, excitada y tensa, y el pintor desnudándola con la mirada como si fuera suyo— me hierve por dentro.


Álvaro se gira hacia mí, sin perder la calma ni el descaro. Me recorre con los ojos, como si cada parte de mi cuerpo ya la hubiera dibujado antes en su mente. Su voz suena lenta, cargada de intención.


—Tú también tienes lo tuyo… esos hombros anchos, la mandíbula fuerte, la piel tensa. Tus brazos, marcados, como si estuvieran hechos para sujetar y dominar… —hace un gesto con la mano, acompañando las palabras—. Y esa polla, sí, porque se nota hasta sin verla, gruesa, poderosa. Es imposible que no quieras pintarla.


Me quedo quieto, tragando saliva. Giro la cabeza hacia Vega. Ella me sonríe, nerviosa, divertida, como si me dijera déjate llevar. La excitación se mezcla con el vértigo, y por un momento me siento expuesto, desnudo, aunque aún lleve la ropa puesta.


Álvaro sonríe satisfecho, se echa hacia atrás en la silla y concluye:


—Los dos… tenéis que dejarme pintaros. No lo entendéis… es la unión de las almas. —Hace una pausa y sus ojos brillan. Por dentro, me atraviesa un pensamiento inmediato y brutal: qué forma tan bonita de decir que quiere pintarnos follando.


El silencio pesa. Vega me clava la mirada, como si compartiéramos el mismo pensamiento.


Pero entonces Marcos, que hasta ahora observaba en silencio, rompe la tensión con un comentario ligero, como pinchando el globo de aquella magia extraña:


—Ay, Álvaro… siempre tan intenso. Como no le bajéis los humos, os pinta en pelotas en la terraza. —Lo dice con un deje afeminado, su voz alta y musical, como si jugara a ridiculizar el momento.


La burbuja se rompe, aunque la electricidad queda flotando en el aire.


La pareja de Álvaro carraspea y sonríe, como si de repente necesitara cambiar el rumbo de la conversación. No sé si lo hace por celos, por costumbre o porque ya ha escuchado demasiadas veces a Álvaro hablar así de otras personas.


—Y vosotros… ¿qué hacéis aquí? —pregunta, mirándonos con una curiosidad ligera, casi protectora.


Vega se adelanta a responder, aunque noto en su voz ese temblor nervioso que también la excita. Me agarra de la mano y dice con una sonrisa tímida, como si confesara un secreto:


—Queríamos pasar un fin de semana diferente… salir de la rutina. Sentirnos un poco más libres. —Hace una pausa, sus ojos brillan al mirarme de reojo—. Incluso… probar el nudismo en la playa.


Sus palabras flotan en el aire como un suspiro atrevido. Me sorprende escucharla decirlo tan claro, delante de ellos, y noto que debajo de su aparente timidez hay un orgullo silencioso: sí, quiero esto.


Marcos, con un gesto cómplice, se inclina hacia nosotros y baja la voz como si compartiera una confidencia:


—Hay una cala a media hora de aquí, muy pequeña, casi escondida. Nada de mirones. Solo agua clara, arena suave y libertad de verdad.


Vega se muerde el labio y me mira, como pidiendo mi aprobación, con esa mezcla de vértigo y excitación que me enciende aún más que la propuesta.


Álvaro sonríe, apoya el codo sobre la mesa con una naturalidad casi insolente y añade:


—Si queréis, os decimos cómo ir. Seguro que os gusta… —nos mira fijamente a los dos, como si supiera leer lo que pensamos—. Es mucho más íntima, alejada de los mirones que siempre terminan apareciendo en playas como esta.


Marcos asiente con un gesto rápido, como confirmando las palabras de su pareja.


—De verdad, vale la pena —dice con una voz suave, melosa, que contrasta con la forma directa de Álvaro—. Es de esas calas que parecen inventadas.


Vega me mira, se aprieta un poco más a mi brazo y sonríe, nerviosa y excitada al mismo tiempo. Siento cómo su rodilla roza la mía bajo la mesa. Sé que está deseando, pero también espera a que yo diga algo, a que dé el paso.


—¿Y vosotros vais a venir?


Los dos se miran, casi cómplices, y es Marcos quien responde primero, con su tono suave, arrastrando un poco las palabras:


—Hoy no… habíamos quedado con unos amigos.


Álvaro asiente despacio, con un brillo en los ojos que parece decir más de lo que calla.


—Pero quizá nos pasemos mañana. Nunca se sabe —añade, como si dejara la puerta abierta de forma deliberada.


Vega sonríe y yo asiento, intentando que no se note la extraña mezcla de curiosidad y recelo que me recorre el estómago.


Nos levantamos, ellos pagan sus cafés antes de que podamos ofrecer nada, y tras un par de frases de cortesía nos despedimos en la entrada del chiringuito. Vega los sigue con la mirada un instante, hasta que desaparecen entre las sombrillas y el murmullo de la playa.


—Tienen algo raro, ¿verdad? —le digo en voz baja.


Ella sonríe nerviosa, pero no responde. Solo me coge de la mano y tira de mí hacia la arena, con las indicaciones aún frescas en la cabeza.


Subimos al coche y en cuanto cierro la puerta, Vega suelta una carcajada floja, de esas que arrastran nervios.


—Vaya obsesión la de Álvaro con el cuerpo… —dice, mientras se recoge el pelo con una goma que llevaba en la muñeca.


—Con el tuyo, querrás decir —respondo, mirándola de reojo.


—Bueno, sí… —admite, sonriendo—. ¿Has visto cómo me miraba?


—Te desnudaba con los ojos… vaya ganas te tiene —digo, cambiando de marcha.


Ella se encoge de hombros, divertida.


—Bah, si es gay. Pero… no sé, también me hizo gracia.


—¿Gracia? —murmuro, dejando que se note un punto de celos.


—Venga, no pongas esa cara —me toca el brazo, conciliadora—. Que a él le gustan los tíos.


—Si pudiera, te follaba ahí mismo —suelto medio en broma, medio en serio.


Vega se ríe con fuerza, me lanza una mirada rápida y vuelve a mirar por la ventanilla. El camino se estrecha entre pinares y dunas, el olor a resina se cuela con la brisa.


—¿Y no has pensado… —dice de repente, con esa sonrisa traviesa—, que igual te follaría a ti antes que a mí?


—Qué idiota eres —respondo, riendo incrédulo.


—¿Idiota? —levanta las cejas, divertida.


—Sí. A Álvaro le gusta todo —contesto, como si lo tuviera clarísimo.


Ella sonríe ladeando la cabeza, me clava la mirada unos segundos y suelta bajito:


—Celoso…


—¿Eso crees? —le digo, y acabamos los dos riéndonos, con esa risa que mezcla nervios y complicidad.


El coche avanza por la carretera estrecha, entre pinos y dunas. El aire huele a resina y mar. Vega sigue dándole vueltas al encuentro, con esa mezcla de nervios y risa que la hace hablar sin filtros.


—La verdad… —empieza, mirando hacia la ventanilla y luego hacia mí—. Cuando ha empezado a describir mi coño, casi me da la risa. ¿Pero qué tío más denso, no?


Yo suelto una carcajada. —Parecía que estaba dictando un catálogo de arte contemporáneo… “flor abierta, pétalos carnosos”… anda que no se ven las ganas.


Ella me mira, muerde el labio, y de repente se levanta un poco la falda, así, descarada, mostrando apenas un destello de piel.


—¿Tú crees que se parece a lo que decía? —me pregunta con esa sonrisa provocadora, casi inocente y guarra al mismo tiempo.


El coche da un pequeño bote en la curva y me cuesta mantener los ojos en la carretera.


—Cariño… —respondo tragando saliva—. Si llega a ver lo que estoy viendo ahora mismo, no pinta un cuadro, mete directamente el pincel.


Vega ríe, esa risa limpia y descarada que me enciende, y mientras baja la falda con calma suelta:


—Más que pincel… brocha.


Suelto una carcajada nerviosa, agarro fuerte el volante y miro de reojo cómo se acaricia entre las piernas con descaro.


—¿Entonces qué? —me dice, con esa sonrisilla traviesa—. ¿Es una flor o no?


No puedo evitarlo: mi polla empieza a endurecerse en segundos, marcando contra el bañador. Ella lo nota al instante, se le escapa una carcajada traviesa y me lanza una mirada que me enciende todavía más.


—Anda, salido… —ríe, bajando despacio la falda como si me quitara un caramelo de la boca.


Yo trago saliva, intentando mantener la vista en la carretera, pero el bulto en mi bañador no deja lugar a dudas.


—¿Y de quién es la culpa? —le respondo, con voz grave, mirándola de reojo.


Vega sonríe satisfecha, se inclina hacia mí y susurra muy cerca de mi oído:


—De quien siempre sabe cómo ponerte así…
El pintor ya le habia dado brocha a Vega , esa correccion a Nico , no es Pincel es Brocha es auna asunción velada de que ha follado con el .
 
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