Mi mujer y yo. Su confesión

SI el autor así lo decide, ésto podría acabar perfectamente como el " rosario de la aurora". Tiene mimbres suficientes para que pueda ocurrir.
El bueno de Nico, está emocionado por descubrir unos caminos que Vega transitó hace mucho tiempo. Ella sabe lo que se va a encontrar, y puede decidir si volver ahí o no, él puede encontrarse con escenarios que quizá no se espere.
 
La tarde cae con una luz cálida, dorada, que baña la arena como si fuera un escenario preparado para nosotros. El calor aprieta, pero la brisa marina refresca lo justo. Bajamos por el sendero de las dunas otra vez, con la piel todavía sensible, el recuerdo del spa pegado al cuerpo y esa electricidad que llevamos acumulando desde la mañana.


Vega camina a mi lado con una sonrisa peligrosa, de esas que ya sé lo que significan. Lleva solo su pareo anudado a la cintura y el top del bikini, pero la manera en que se mueve deja claro que está jugando conmigo. Lo noto en su mirada, en cómo me roza con el hombro de vez en cuando, en cómo deja que el aire levante la tela y descubra fugazmente su culo apenas cubierto.


—Estás muy callado… —me dice con picardía, como si quisiera provocarme más.


—Estoy pensando en lo que me hiciste en el jacuzzi… —respondo bajito, acercándome a su oído—. Y en la cara que tenías cuando te corriste ahí, conmigo.


Se muerde el labio, sus ojos brillan, y sé que está igual de encendida que yo.


—Cállate… que me estoy poniendo mala otra vez…


Llegamos a la arena. La playa sigue bastante tranquila, pero con ese punto de vida que da la tarde: alguna pareja paseando por la orilla, dos chicos jugando a las palas, un grupo pequeño más al fondo, risas lejanas. Nada que importe. El mar nos espera brillante, infinito.


Nos quitamos la ropa sin prisa, pero sin darnos tregua tampoco. Vega dobla su pareo y lo guarda en la bolsa, como si le importara mantener el orden en medio de toda esa tensión. Yo me quedo de pie, frente a ella, y mi polla, dura, apunta directa a su cara.


Ella me mira, sonríe con esa picardía que me enloquece y suelta una risita traviesa. Sabe perfectamente lo que quiero, pero aún así me lo pone en bandeja:


—¿Qué, cariño… quieres que te la chupe? —pregunta con voz baja, juguetona, fingiendo inocencia.


—Chúpamela… —respondo, con el tono grave, excitado, dejándome llevar.


Vega la envuelve con su mano, la siente palpitante y caliente en su palma. Me mira desde abajo, los ojos brillando, y susurra con media sonrisa:


—Nos van a ver…


El cosquilleo de esas palabras me enciende aún más. La agarro de la cabeza, enredando los dedos en su pelo, y con un movimiento firme la acerco hacia mí.


—Vamos… chupa —le ordeno en un susurro apretado, mientras acerco su boca a mi polla.


Ella ríe suave, como si disfrutara del juego, abre los labios y recibe mi capullo en su boca. El calor húmedo me atraviesa, su lengua se enrosca y sus ojos me miran mientras lo hace, sabiendo el poder que tiene sobre mí.


El contraste del aire libre, el rumor del mar y su boca caliente en mi polla me ponen al borde de perder el control desde el primer segundo.


Vega está de rodillas sobre la arena, con el mar de fondo, y mi polla entrando y saliendo de su boca. Sus labios húmedos, brillantes, se deslizan por mi capullo, y yo no aguanto más el ritmo dulce. Le agarro fuerte de la cabeza y gruño:


—Te voy a follar la boca.


Ella me mira con esos ojos verdes encendidos, como retándome a que lo haga. No dudo. Empiezo a mover las caderas, lento al principio, después más fuerte, metiendo y sacando mi polla de su garganta. El sonido húmedo de sus succiones se mezcla con el eco del mar, un glup, glup sucio y excitante.


El morbo me supera: le saco la polla de golpe y le doy un par de golpes suaves en la cara, plaf, plaf, marcando mis ganas. Vega sonríe jadeando, con la saliva escurriendo por la barbilla. Me agarra la base y cuando cree que voy a parar, le sujeto la cabeza y la aprieto contra mis huevos.


Se sorprende, suelta un gemido ahogado, pero enseguida chupa y absorbe con fuerza, llenándome de una presión deliciosa. Siento cómo su lengua juega, cómo me lame los huevos mientras me mira desde abajo, entregada, provocadora, guarra y preciosa.


El aire libre, el riesgo de que alguien pudiera vernos y su boca tragándoselo todo me vuelven loco.


Me arrodillo junto a ella, la agarro de la nuca y la beso con fuerza. Su boca está caliente, húmeda, con el sabor inconfundible de mi polla aún en sus labios enrojecidos. Ese sabor me enciende todavía más.


La tumbo sobre la arena, su melena oscura se esparce desordenada mientras me mira con los ojos brillantes de excitación. Sus tetas se estremecen con cada respiración acelerada; las junta con sus manos y me las ofrece, su voz ronca me pide:


—Chúpamelas…


Me inclino y muerdo sus pezones duros, los recorro con la lengua mientras los aprieto entre mis labios. Ella arquea la espalda, gime, su risa nerviosa se mezcla con jadeos urgentes.


Mis dedos bajan, se pierden en su sexo empapado. La noto ardiendo, húmeda, temblando al contacto. Juego con sus pliegues, abro despacio sus labios, froto su clítoris con movimientos circulares. Vega suelta un gemido más profundo, abre las piernas sin pudor, buscando más.


El mar de fondo, el viento sobre nuestros cuerpos desnudos y la arena pegándose a su piel hacen que todo sea más salvaje, más sucio y excitante.


La vuelvo a besar con hambre, mordiéndole el labio, y luego bajo despacio, recorriendo su vientre con la boca hasta quedar entre sus muslos abiertos. El calor de su sexo me envuelve antes siquiera de tocarla.


Me inclino y paso la lengua por toda su raja, desde abajo hasta arriba, saboreándola despacio. El gusto es salado, húmedo, caliente, inconfundible: puro sexo, puro deseo. Aspiro su olor fuerte, excitante, y me pongo más duro solo con eso.


Ella gime suave, hunde los dedos en mi pelo, me empuja contra su coño como si quisiera que desapareciera dentro de ella. Chupo sus labios, su clítoris, los alterno, jugando, lamiendo con avaricia.


De vez en cuando, dejo que mi lengua baje un poco más, hasta rozar su ano. En cuanto lo hago, su cuerpo se estremece, un espasmo involuntario la recorre. Sé que esa zona la vuelve loca, que es sensible, prohibida y excitante a la vez. Lo noto en cómo se aprieta, en cómo suelta un gemido más ronco, más sucio, cada vez que paso por ahí.


El contraste la descontrola: mi lengua en su clítoris, luego en su ano, después en todo su sexo, todo mezclado en un vaivén de placer que la tiene arqueando la espalda y jadeando con la boca abierta, perdida en la sensación.


Me coloco sobre ella, encajado entre sus muslos calientes, y meto las manos bajo sus rodillas. Al sentirlo, Vega se sorprende, pero se deja llevar. Con calma, levanto sus piernas hasta apoyarlas en mis hombros. Su respiración se acelera de golpe; la excita estar tan expuesta, tan abierta para mí.


La miro a los ojos y empujo. La punta de mi polla entra, húmeda, y con un gemido ronco de ella, la hundo hasta el fondo.


—¡Dios…! Está muy gorda… me llegas muy hondo… —jadea, con la voz rota de placer.


Empiezo a embestirla con fuerza, mi cuerpo golpeando contra el suyo. Sus tetas rebotan con cada arremetida, firmes y sudorosas, moviéndose a mi ritmo. Ella se estremece, gime con la respiración entrecortada, hasta que de pronto suelta una risa nerviosa y me empuja con las manos sobre el pecho.


—¡Para…! —ríe, jadeando—. Me estás reventando…


Se desliza ágilmente, cambiando de posición, y mientras se sube encima de mí, con la cara encendida y los labios húmedos, me suelta entre carcajada y jadeo:


—Creí que me la ibas a sacar por la boca…


Sus muslos se aprietan sobre mis caderas y me cabalga con hambre, todavía sonriendo por lo que acaba de decir, excitada y burlona al mismo tiempo.


Vega se aprieta contra mí con fuerza, restregándose, nuestros cuerpos mojados pegados, la piel vibrando en cada roce. De pronto, jadeando contra mi boca, me susurra:


—Hay un tío ahí… pero no para, nos está mirando.


Al principio pienso que bromea, pero escucho claramente pasos sobre la arena húmeda. Giro la cabeza y ahí está: un chaval de veintipocos, delgado, demasiado delgado, con la mano dentro del bañador. Nos observa sin vergüenza, acercándose lo justo para ver mejor.


—Joder… —murmuro, sin dejar de moverme dentro de ella.


Vega no se detiene, al contrario, me clava las uñas en la espalda, se pega aún más y, con la cara encendida, me susurra:


—No pares…


El chico se coloca justo enfrente, mirando sin tapujos. Incluso se inclina un poco, como queriendo ver cómo se la meto.


—Se está poniendo las botas… —le digo entre dientes.


Vega sonríe, húmeda de sudor y mar, los ojos brillando de excitación. —Déjale… que disfrute.


Su tono, su sonrisa, me encienden aún más. —Te pone, ¿eh? —le digo, notando cómo su coño me aprieta más fuerte.


—Mucho… estoy muy cachonda… —jadea, mordiéndose el labio.


La situación me excita más de lo que quiero admitir. No es solo el chaval mirándonos, es verla a ella, sabiendo que le gusta, que se entrega aún más porque alguien la está deseando. El chico sigue ahí, tocándose bajo el bañador, mirándonos como si no existiera nada más.


De pronto, Vega, con la voz ronca y temblando de placer, me suelta:


—Fóllame de espaldas


Se baja de encima de mí y se coloca en la arena, ofreciéndome el culo, arqueando la espalda. Yo me coloco detrás y la penetro de golpe, sintiendo cómo gime fuerte, sabiendo que el chico lo está viendo todo.


Lo miro Ahora se ha bajado el bañador. Su polla cuelga dura, aunque no es nada del otro mundo. Da un paso más cerca, lo justo para mirar mejor. Me tenso, pero no me detengo; Vega me grita de placer y eso me arrastra.


Ella, consciente de todo, se gira a medias, mirándole entre jadeos, y con un gesto de la mano le hace una señal clara: que no se acerque más.


—Mira cómo le pones… —le gruño, con rabia contenida, mientras mi polla entra todo lo que puede en su coño empapado.


Vega sonríe jadeante, esa risa rota de cachonda que me atraviesa entero. Su espalda se arquea, sus tetas tiemblan con cada embestida, y sus gemidos me enloquecen.


Entonces lo escucho: la arena cruje. El chico se mueve otra vez. Está tan cerca que casi oigo su respiración, rápida, caliente. Miro de reojo y lo tengo ahí, a un par de metros, la polla fuera, tiesa, cascándosela sin vergüenza.


Al oido le susurro a Vega:


—Te está poniendo mucho… ¿quieres ponerle más cachondo?


Ella ríe nerviosa, jadeando, y en un gesto descarado sigue de rodillas, pegando su espalda a mi pecho. Mi polla se le sale un instante, pero enseguida vuelvo a metérsela de un empujón. Ella echa los hombros hacia atrás, enseñándole las tetas al chico, mientras su coño queda abierto, tragándome lo entero a mi, a él, ofreciéndole una vista privilegiada.


Él no se mueve, pero no para de cascársela, rápido, frenético. El glande rojo brilla bajo el sol, los dientes apretados, el gesto desencajado por el ansia. Y aún así suelta, con la voz ronca, temblorosa:


—Qué buena está tu novia… estira su brazo intentando agarrar una teta a vega


Mi instinto me tensa, me entran ganas de saltar sobre él, pero Vega no duda ni un segundo:


—No. —jadea, clara, mirándole a los ojos.


Yo sigo dándole con rabia, mi pelvis golpeando su culo, mi mano enredada en su pelo. Ella gime más fuerte, el morbo la consume, el calor la hace temblar. El chico aprieta la polla con furia, sube y baja la mano frenético, los huevos tensos, respiración rota, está a punto de reventar.


—¿Puedo acercarme más? —pide entre gemidos.


Vega con su voz rota, sucia, provocadora:


—Acércate si quieres… pero no me toques.


Su tono es tan morboso que me parte en dos.


De pronto el chico gime, da un par de sacudidas más y estalla. Su semen salta en chorros blancos que caen a la arena, algunos rozando cerca de nosotros. El cabrón gruñe fuerte, con la cara desencajada, hasta exprimir la última gota.


Vega grita, sorprendida, ¡Joder! pero ese grito se convierte en placer puro. Su coño me aprieta de golpe, me estruja con fuerza descontrolada, sus piernas tiemblan y se cierran sobre mí. Se corre convulsionando, arqueándose, intentando tragarse mi polla otra vez.


Yo no aguanto más. Mi polla roza sus muslos empapados y exploto, corriéndome contra su piel caliente, manchándole la parte interna de los muslos. Mi leche se mezcla con sus jugos, chorreando hasta perderse en la arena.


El chico, aún jadeando, se sube el bañador con la mano pringada y sale corriendo por las dunas, sin mirar atrás.


Nos quedamos ahí, jadeando, con la piel pegajosa de sudor, sal y sexo. Vega se deja caer de lado sobre la toalla, medio riendo, medio exhausta. Yo apenas puedo respirar, el corazón aún martilleándome el pecho, con la imagen de ese cabrón corriéndose delante nuestra ardiéndome en la cabeza.


Vega de repente suelta una risa nerviosa:


—¿Lo has visto? …me ha dado en las tetas.


—¿te ha tocado las tetas?


—Nooo


Me incorporo, miro a lo lejos, pero el chico ya no está. Ella antes de limpiarse me enseña sus tetas y veo un resto blanco y húmedo sobre su pecho y su pezon luego se limpia con la toalla, divertida.


Me sorprendo a mí mismo pero al verlo me hace gracia.


—Eres Idota no te rías.— me dice ella también riendo—. ¡Qué cara de salido tenía!


La miro incrédulo, aún excitado, y respondo con media sonrisa torcida:


—¿Y tú? Que estabas súper cachonda…


Ella ríe, mordiéndose el labio mientras se recoloca el pelo mojado.


—Anda… ¿y tú qué? —me lanza la pulla, divertida—.


Me acerco, la miro serio un segundo y al final no aguanto la risa.


—Joder, es que me pone mucho cuando estás tan cachonda…


Ella sonríe, me acaricia la cara con los dedos húmedos y se ríe bajito, cómplice, mientras el sol nos quema la piel y el recuerdo de lo que acaba de pasar se queda suspendido entre los dos, a medio camino entre lo sucio y lo excitante.


Vega se queda dormida en el asiento del copiloto, con el pelo enredado por el viento y la piel aún oliendo a mar y a sexo. La miro de reojo y sonrío. Está preciosa, agotada, tranquila… como si nada hubiera pasado.


Yo, en cambio, no dejo de darle vueltas. Conduzco con las ventanillas bajadas y el aire fresco no logra despejarme del todo. Lo de hoy me ha puesto mucho, demasiado. Ese chico, mirándonos tan cerca, corriéndose a pocos metros, y Vega excitada hasta el límite… ha sido brutal. Pero mientras más lo pienso, más claro veo que estamos jugando con fuego.


Es exhibicionismo, sí. Es morbo, sí. Pero también es un riesgo. Porque hoy fue un chaval salido en una playa casi vacía, y Vega supo frenarle, dejar claro lo que quería y lo que no. ¿Y si la próxima vez alguien no entiende el límite? ¿Y si no respeta el “no”?


El corazón me late fuerte solo de imaginarlo. No quiero verla incómoda, ni mucho menos en peligro. Y, al mismo tiempo, no puedo negar que lo que sentimos los dos fue tan intenso porque él estaba ahí. Es esa contradicción la que me jode: entre el miedo y el deseo.


Sé que Vega lo disfruta, sé que a mí me enciende verla tan cachonda, tan desatada, pero también sé que esto tiene una frontera invisible. Hoy hemos estado a centímetros de cruzarla.


Acaricio el volante con los dedos y respiro hondo. El motor zumba, el cielo empieza a anaranjarse, y yo sigo dándole vueltas: ¿cuánto podemos estirar este juego sin romperlo todo? ¿Hasta dónde se puede llegar sin que deje de ser excitante y empiece a ser peligroso?


Miro otra vez a Vega. Duerme plácida, con una media sonrisa, como si lo supiera todo y no le preocupara nada. Y pienso: quizá sea yo quien tenga que poner los límites, aunque me muera de ganas de volver a repetirlo.


El camino sigue y yo no paro de darle vueltas. No me saco de la cabeza lo que pasó, ni lo que pudo haber pasado. Y me viene otra idea que me aprieta el pecho: ¿qué pasaría si, en lugar de pajeársela delante, ese tío hubiera intentado follársela?


Claro que me excita la fantasía, no voy a mentirme. Muchas veces lo he pensado: verla con otro, verla correrse mientras yo miro, incluso compartirla. Suena morboso, y en la teoría todo es fuego. Pero en la práctica… no estoy tan seguro. Creo que no lo soportaría. Y estoy casi convencido de que ella tampoco.


Porque lo de hoy fue un juego, un límite que tocamos sin cruzarlo. Nos encendió porque sabíamos que era solo eso: él mirando, ella disfrutando conmigo. Pero la idea de otro metiéndose dentro de ella… ahí ya no. Eso es otra cosa. Eso lo rompe todo.


Me froto la frente, como si el viento no bastara para despejarme. Sé que tengo que hablar con Vega. Pero hablar de verdad, no con las manos entre sus piernas ni con la polla dentro, sino con la cabeza fría. Poner palabras a lo que queremos y a lo que no. Porque si dejamos que todo se decida en el calor del momento, un día nos vamos a pasar de la raya.


La miro otra vez: duerme tranquila, la boca entreabierta, la respiración pausada. Parece ajena a mis tormentas. Pero yo sé que ella también piensa, que ella también mide, aunque luego se deje llevar. Y sé que, tarde o temprano, tenemos que hablar.


No para cortar el juego. Al contrario: para poder jugar sin miedo. Para que siga siendo nuestro, sin que nadie más lo pueda joder.
 
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Esto está casa vez más peligroso. Ya de momento un chico le ha tocado, aunque ella no quería.
Creo que no llega a tocarla, sólo hace el intento y ella lo frena... Según se cuenta en el relato.
El semen en su seno, no es una forma de contacto entre él y ella?
Eso fué un accidente... A quién no le ha pasado? 🤭🤭
Bueno, siendo riguroso...e hinchapelotas, técnicamente la tocaron millones de versiones del chico pajillero. ;):D:cool:
 
Entramos en la habitación en silencio. Vega tira las sandalias a un rincón y se deja caer en la cama boca arriba, con un suspiro largo. Yo cierro la puerta, dejo las llaves sobre la mesilla y me siento a su lado.


—¿Estás bien? —le pregunto.


Ella gira la cabeza, me sonríe cansada.


—Sí… solo agotada.


Me quedo unos segundos mirándola. El recuerdo de la playa aún me bulle en la cabeza, así que respiro hondo y me lanzo:


—Tenemos que hablar.


Vega abre los ojos de golpe, como si hubiera notado el peso en mi voz.


—¿De qué?


—De lo de hoy… —digo despacio—. Y de lo que estamos haciendo.


Ella se incorpora un poco, apoyándose en los codos, y me mira atenta. No está a la defensiva; está esperando.


—¿Te ha agobiado? —pregunta al fin.


Niego con la cabeza, aunque la verdad es más complicada.


—No exactamente. Me ha puesto, claro que sí. Pero también me ha hecho pensar. Estamos jugando con fuego, Vega. Ese chico hoy… estuvo a un paso de cruzar la línea. Y yo… no sé cómo habría reaccionado si lo hubiera hecho.


Ella baja la mirada un instante, como si le pesara la confesión.


—Yo tampoco —admite—. Me pone, sí, no voy a negarlo. Pero otra cosa es que alguien me toque, o que se meta más de lo que queremos. Eso… no.


Me siento aliviado de escucharla decirlo. Me acerco y le cojo la mano.


—Por eso creo que tenemos que dejar claras las reglas. Para no jodernos lo que tenemos por un calentón.


Vega asiente lentamente, y sus ojos brillan con un punto de ternura.


—Tienes razón. A mí me gusta el morbo, el riesgo… pero contigo. Que nos vean, que se pongan cachondos... imaginar cosas vale. Pero nada más. No quiero follar con nadie más que contigo. ¿Tu quieres follar con otros?


Me sonríe con esa sinceridad que me desarma y me acaricia la cara.


—No quiero que pienses ni un segundo que me falta algo contigo. Porque no es así.


Aprieto su mano, me acerco y apoyo mi frente en la suya.


—Me pone mucho imaginar cosas y que me miren ver como les pongo y le ponemos cachondos. Pero nada más…


—Para mí igual —respondo rápido, casi aliviado—. Me pone el morbo, el juego… pero no creo que aguantase ver que follas con otro


Ella sonríe, me acaricia la cara y dice bajito:


—Tú eres el único que me folla.


Vega se ríe, me aprieta la mano y dice entre carcajadas:


—y por hoy es suficiente.


Levanto las cejas, medio en broma, medio en serio.


—¿Eso quiere decir que no vamos a follar?


Ella vuelve a reír, me mira de reojo con picardía y suelta:


—Entiendes bien el español.


He estado corriendo por la orilla descalzo, sintiendo la arena fría primero y luego la húmeda, esa que se compacta al paso y que te obliga a ajustar la zancada. Las olas a veces me alcanzaban los tobillos, salpicando con espuma y refrescando justo cuando más lo necesitaba. Después de casi cuarenta minutos, con las piernas pesadas y el sudor empapando la camiseta, vuelvo a la playa del hotel.


Me detengo, respiro hondo, hago unas flexiones mirando al mar. Estoy empapado, jadeando, con el corazón todavía acelerado. Entonces me quito la camiseta de correr, la noto húmeda y pegajosa entre mis dedos, y la dejo sobre la arena. La brisa fresca de la mañana me golpea el torso y me eriza la piel, pero sigo caliente por dentro.


Camino hasta la orilla, dejo caer el pantalón de running y me quedo desnudo, con el mar enfrente. Doy unos pasos, la arena mojada se me mete entre los dedos, y cuando la primera ola me golpea las rodillas siento el frío cortante, delicioso. Me sumerjo de golpe, la sal me invade, y al salir a la superficie respiro hondo, sonriendo solo, como si hubiera vuelto a nacer.


El mar me envuelve, me aligera, me limpia. Cierro los ojos y floto un instante. No pienso en nada, solo en lo afortunado que soy por estar aquí, por tener este momento, por tener a Vega esperándome en la habitación.


El agua me cubre hasta el pecho y floto, relajado, con la mirada fija en el horizonte. Pienso en Vega, en cómo duerme ahora mismo, ajena a que estoy aquí, desnudo en el mar, dejándome arrullar por el vaivén de las olas.


Entonces las escucho. Risas suaves, pasos descompasados sobre la arena húmeda. Giro la cabeza y las veo: dos chicas caminan por la playa con vestidos cortos de fiesta, aún con vasos en la mano. Se tambalean un poco, se empujan entre bromas, y poco a poco se acercan justo hasta la orilla, muy cerca de donde he dejado mi ropa.


Todavía no ha amanecido del todo; la penumbra las envuelve, pero el azul pálido del cielo empieza a dibujar sus siluetas. Yo me hundo un poco más en el agua, apenas asomando la cabeza, y las observo.


Entre risas cómplices, se deshacen de los vestidos, dejando la tela caer sobre la arena mojada. Y ahí, de golpe, mis ojos se abren: están completamente desnudas. Sus cuerpos brillan por la humedad de la madrugada, con la piel tostada del verano, pero con esas marcas blancas que deja el biquini en las caderas, en los pechos. El contraste es hipnótico: la piel bronceada frente a esas líneas claras que parecen señalar lo que hasta ahora había estado oculto.


Una de ellas tiene el pelo recogido en un moño deshecho, el cuello largo, los pechos pequeños pero firmes, con los pezones claros resaltando por el frío de la brisa. La otra es más curvilínea, con las caderas marcadas y un trasero lleno, perfecto, que rebota suavemente al agacharse a dejar su vaso en la arena.


Estoy excitado, lo noto. El agua cubre mi erección, pero la presión contra mi polla es evidente. Ellas no saben que estoy aquí, mirándolas desde el mar, con la respiración contenida, como si fuera un espectador invisible de un ritual íntimo y casual.


El agua fría me mantiene en un estado extraño, entre la calma y la excitación. Las olas me balancean mientras ellas, a pocos metros, dejan caer los vestidos por completo y entran en la orilla.


Se meten despacio, chillando de risa cuando el agua les moja los tobillos. Una de ellas salta hacia atrás, la otra la salpica y empieza una pequeña guerra juguetona. Sus voces rebotan en la playa vacía, frescas, despreocupadas, como si el mundo entero fuera suyo en esa madrugada.


Se abrazan, se persiguen, se empujan con suavidad. La del pelo recogido se tira de golpe al agua, y al salir, con el cabello ya suelto y empapado, se frota los brazos mientras ríe. La otra se mete un poco más, hasta la cintura, y da vueltas sobre sí misma, levantando salpicaduras que brillan bajo la luz tenue.


Yo, desde el mar, contengo la respiración. Ellas no tienen ni idea de que estoy ahí, observándolas a pocos metros, con la piel erizada por el frío y por el morbo. Mis ojos no se apartan de las líneas claras de sus bikinis marcadas en la piel, del movimiento de sus cuerpos jóvenes y sueltos, de cómo se abrazan en medio del agua, riendo como niñas y al mismo tiempo mostrando, sin querer, toda la sensualidad de dos mujeres que no esconden nada.


Mi polla late bajo el agua, atrapada en ese contraste: el juego inocente de ellas y mi excitación oculta, invisible, ardiendo en silencio.


Se empujan con suavidad, chapoteando, y los chillidos se confunden con carcajadas que rompen el silencio de la madrugada. Yo apenas muevo un músculo, flotando, con el agua hasta el pecho, oculto pero atento a cada gesto.


Una se tira hacia atrás, cayendo de espaldas al agua, y la otra corre a ayudarla a levantarse. Sus pechos rebotan, empapados y firmes, los pezones endurecidos por el contraste del frío. El agua se escurre por su piel bronceada, resbalando por el vientre, las caderas y la línea clara de los bikinis que ya no llevan.


Se abrazan, y en esa complicidad inocente hay algo que me golpea directo en el estómago. La manera en que una apoya la cabeza en el hombro de la otra, cómo las manos resbalan por la espalda húmeda, cómo se ríen con la boca tan cerca que parece que fueran a besarse.


Yo me quedo helado y al mismo tiempo ardiendo. Siento el agua fría contra mi piel, pero debajo, mi polla late dura, pesada, como si quisiera salir del agua.


Me muerdo el labio, porque cada movimiento de ellas es un espectáculo privado que no debería estar viendo y, sin embargo, no aparto la mirada. El contraste de sus marcas blancas, sus curvas brillando con el reflejo de las olas, sus risas, sus juegos… todo me pone al borde.


Cierro los ojos un instante, dejando que el sonido del mar y sus voces se mezclen con mi respiración agitada. Cuando los abro, siguen ahí, girando en el agua como si bailaran, y yo solo pienso que ojalá no me descubran, porque en mi estado sería imposible disimular lo que me provocan.


Una de ellas, la más alta, se inclina hacia atrás para mojarse el pelo entero y, al girar la cabeza, sus ojos se cruzan con los míos. Tarda un segundo en darse cuenta, porque el sol apenas empieza a asomar y el agua me cubre hasta el pecho. Pero luego pega un pequeño grito ahogado y le susurra algo a su amiga.


Las dos se giran hacia mí. Yo me quedo inmóvil, con la respiración contenida, como un crío pillado en falta. Mi polla, dura bajo el agua, parece delatarme aunque no se vea.


Ellas se miran entre sí y sueltan una carcajada nerviosa, de esas que no sabes si son de vergüenza o de provocación. La más bajita se cruza de brazos sobre sus pechos, intentando cubrirse, pero la otra, con una sonrisa torcida, me mantiene la mirada un par de segundos más de la cuenta.


Siento cómo la sangre me golpea en la sien: la excitación y la vergüenza mezcladas, el deseo de hundirme más en el agua y desaparecer, y al mismo tiempo esa corriente salvaje que me dice que me han visto, que saben lo que estoy haciendo aquí, desnudo, viéndolas jugar.


Ellas recogen sus vestidos con prisa, aún riéndose, y antes de irse hacia la arena, la más descarada vuelve la cabeza y me lanza un gesto con la barbilla, como diciendo “te hemos pillado”.


Yo me quedo en el agua, con el corazón latiendo a mil, el cuerpo ardiendo y la certeza de que esa mirada me la voy a llevar de recuerdo mucho tiempo.


Ellas se miran, cuchichean algo y en lugar de marcharse al momento, se quedan en la orilla, justo delante de donde estoy yo. La más bajita, todavía con cierto pudor, se tapa los pechos con el brazo, pero la otra… la otra da un paso al frente.


Mete un pie en el agua, luego el otro, y se agacha un poco como probando la temperatura. El gesto hace que sus pechos caigan hacia delante, pesados, firmes, marcando perfectamente las marcas blancas del bikini que ha llevado todo el día. Me mira de reojo, sonríe con malicia y empieza a salpicarse el pecho con agua, como si se estuviera lavando delante de mí.


La amiga, entre nerviosa y divertida, le susurra algo como “tía, vámonos ya”, pero ella niega con la cabeza y, con una sonrisita traviesa, le contesta alto:


—Que espere… si total, ya nos ha visto todo.


El corazón me late a mil, noto la tensión en mi polla dura bajo el agua. Intento disimular, hundiéndome un poco más, pero ella lo sabe. Da un paso más adentro, ahora el agua le llega a medio muslo, y con las manos se recoge el pelo mojado hacia atrás, alargando el cuello, mostrando su cuerpo como si posara para mí.


Su amiga se ríe nerviosa, la llama de nuevo, pero ella solo suelta una carcajada y me clava la mirada:


—¿Estás bien ahí? —me dice, como quien provoca, sabiendo perfectamente lo que causa.


Yo asiento con la cabeza, incapaz de hablar, tragando saliva mientras el agua apenas consigue calmar el calor que me recorre.


Ella sonríe, satisfecha, y solo entonces retrocede, se pone el vestido mojado a toda prisa y sale corriendo con su amiga, las dos riéndose, con esa risa de chicas que saben el efecto que acaban de dejarme.


Me quedo flotando, jadeando en silencio, con el cuerpo en tensión y la imagen de su piel mojada grabada como fuego en mis ojos.


Me tumbo junto a ella, todavía con el cuerpo caliente del agua salada y el sudor seco de la carrera. El cuarto está en penumbra, solo unas líneas de luz se cuelan por las rendijas de la cortina. Vega duerme boca abajo, la sábana caída hasta media pierna, su espalda desnuda descubierta, suave, cálida.


La abrazo por detrás, pegándome a ella. Su olor mezclado con el de la noche me enciende. Mi erección, dura, late contra su culo, y el roce me enloquece más de lo que debería. No dejo de ver en mi cabeza a las dos chicas en la playa, riendo, desnudándose… y esa imagen se mezcla ahora con Vega, mía, ahí a mi lado.


Con suavidad, bajo la mano hasta su cadera y aparto la braguita hacia un lado, buscando espacio. Ella se mueve apenas, medio dormida, y en ese gesto me aprieta más contra su culo, como si su cuerpo reconociera el mío incluso en sueños.


Me muerdo el labio, excitado, y acaricio su sexo húmedo, todavía caliente. Jadeo en silencio, disfrutando de ese instante, sintiendo cómo la línea entre mi fantasía y la realidad se desdibuja mientras me preparo para entrar en ella.


Deslizo la punta, lento, con cuidado, y siento cómo su sexo se abre poco a poco. No está húmeda como otras veces, aún no, pero el roce me enciende igual, porque hay algo distinto… algo que me pone aún más duro: ella está medio dormida, entregada, respirando tranquila, y yo despierto, dominando ese instante.


Mi polla entra despacio, la noto más estrecha, más seca, y esa fricción me provoca un placer distinto, más intenso, como si cada milímetro me arrancara un gemido contenido. Me quedo quieto un segundo, jadeando contra su cuello, sintiendo cómo su cuerpo me va recibiendo poco a poco, cómo la calidez de dentro me atrapa.


Y es ese contraste, el que ella siga perdida entre sueños y yo esté al borde de explotar, lo que me enloquece. El pensamiento de que me pertenece incluso así, de que puedo despertarla con mi polla dentro, me excita más de lo que jamás hubiera imaginado.


Siento su mano tibia rozando mi cara, apenas un gesto instintivo, más dormida que despierta. Su respiración me acaricia la mejilla y, al mismo tiempo, mi polla sigue enterrada dentro de ella. Un pequeño suspiro escapa de sus labios, como si algo en su cuerpo empezara a reaccionar a lo que está pasando, aunque su mente aún vague en el sueño.


Me aprieto contra ella, rodeándola, hundiéndome más en su calor. No sé qué me ocurre, pero la excitación me desborda demasiado rápido. El recuerdo de las chicas, la ternura de tenerla así en mis brazos, el contraste entre su calma y mi desenfreno… todo se mezcla en un cóctel que no puedo controlar.


Y antes de que ella despierte del todo, antes siquiera de que pueda reaccionar a lo que hago, me vengo. Siento la corrida salir con violencia, llenándola por dentro, ardiendo en su interior mientras mi cuerpo tiembla contra el suyo. Gimo en silencio, apretando los dientes, dejándome llevar en ese clímax súbito que me atraviesa entero.


Ella apenas se mueve, apenas otro suspiro más profundo, mientras yo me dejo caer sobre su espalda, jadeando, sabiendo que he corrido demasiado rápido, que me ha podido la urgencia y el morbo.


Me retiro con cuidado, despacio, sintiendo cómo su calor me suelta poco a poco hasta quedar fuera de ella. El silencio de la habitación solo lo rompen nuestros respiraciones, la mía agitada y la suya serena, profunda, todavía perdida en el sueño.


Me quedo tumbado a su lado, girado hacia ella, mirándola como si fuera un milagro. Su cuerpo relajado, el pelo revuelto sobre la almohada, los labios entreabiertos. Los pezones duros bajo la tela fina de la camiseta me encienden todavía más, como si su propio cuerpo durmiente estuviera respondiendo a lo que acabamos de compartir.


No hago ruido, no quiero romper esa calma, pero mi polla sigue palpitando, húmeda de ella, y me tienta volver a hundirme en su interior. La observo con una sonrisa idiota, mezcla de placer y felicidad, pensando en lo mucho que me la follaría otra vez, aunque la deje descansar.


Los primeros rayos del sol entran tímidos por las cortinas. Yo sigo en la cama, despierto desde hace un rato, mirando el techo y repasando lo de antes como si hubiera sido un sueño demasiado intenso.
 
El es el típico personaje que narra algo pero piensa otra cosa. La escena frente a esas dos chicas comoortándose como un adolescente es que para mi, busca romper la zona de confort.

Por más que lo haya dicho, él no está conforme con lo hablado con su mujer. El quiere, ruega por ver a su mujer con otro, y si eso significa que él tenga que pecar primero, lo hará, todo por su objetivo principal.
 
Bueno bueno, eso puede ser hoy, o por la mañana, pero y a la tarde, o noche, o mañana, o dentro de X tiempo.

No des nada por sentado, que el autor puede pegarle un giro al timón que nos quedemos todos con la boca abierta durante muuuucho rato.

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Exacto. Que continúe la historia entre el morbo, el placer, la fantasia, el cruzar los límites, etc... con esa narración tan exquisita y realista nada atropellada.
 
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