La casa está en silencio.
Solo se escucha el sonido leve de la respiración de Vega, dormida al otro lado de la puerta.
Aprovecho ese instante de calma y me levanto despacio, sin encender la luz. Camino hasta el despacho con el móvil en la mano, guiándome por la penumbra.
Enciendo el ordenador. La pantalla ilumina la habitación con ese resplandor frío que parece flotar entre las sombras. Las persianas están medio bajadas; entra un hilo de luz naranja desde la calle. El escritorio está ordenado a medias: una libreta, un par de bolígrafos, una taza vacía. El silencio tiene un peso extraño, íntimo.
Abro el editor de texto.
El cursor parpadea, como si esperara.
Y empiezo a escribir.
No pienso en hacerlo bonito, ni perfecto. Solo quiero recordar.
Escribo sobre el día que hemos vivido, sobre cómo hemos ido de compras, sobre los perfumes que olimos juntos, la risa de Vega cuando se le quedó impregnado un aroma dulce en la muñeca. Escribo sobre la blusa transparente, sobre cómo se la probó primero con sujetador y luego sin él, riendo, provocando, sabiéndome rendido.
Escribo sobre los bañadores, los reflejos del espejo, la forma en que su cuerpo parecía hecho para la luz.
Y sobre todo, escribo sobre el momento del probador.
El instante en que la cortina del lado se abrió y supe que no estábamos solos. Las voces, las risas, los pasos. El vértigo de saber que podían escucharnos y aun así no parar.
Esas cosas no se dicen en voz alta, pero sí se escriben.
Cuando termino, releo lo que he puesto.
El corazón me late despacio, como si cada palabra fuera un recuerdo físico. Me quedo mirando la pantalla, con una mezcla de pudor y deseo.
Abro una pestaña nueva.
Busco el foro donde suelo publicar los relatos. Hace años se llamaba de otra forma; recuerdo la primera vez que lo encontré, por casualidad. Ahora tiene un diseño distinto, más moderno, pero conserva el mismo espíritu: un espacio donde gente anónima comparte fantasías, historias, confesiones.
Entro con mi usuario.
Repaso las categorías, los títulos, los comentarios. Algunos son burdos, otros increíblemente delicados. A veces pienso en subir una foto de Vega —no una explícita, algo sugerente, un reflejo, una silueta—. Nunca me atrevo del todo, aunque la idea siempre vuelve.
Me quedo ahí, observando la pantalla.
Siento una mezcla extraña: orgullo, deseo, ternura.
Orgullo de lo que tenemos, de cómo seguimos encendiéndonos después de tanto tiempo. Deseo por cada imagen que mi mente rescata. Y ternura por ella, por su forma de mirar, por su manera de decir “rápido” cuando lo que quiere en realidad es quedarse ahí, conmigo, sin fin.
Apago el monitor. La luz azul desaparece, y la habitación queda otra vez en silencio.
Solo queda el brillo tenue del recuerdo, latiendo todavía entre mis manos.
Son las tres de la mañana cuando vuelvo a la habitación.
Camino despacio, procurando no hacer ruido. La luz del pasillo se cuela apenas por la rendija de la puerta, dibujando un trazo tenue sobre la cama. Vega duerme de lado, con una pierna fuera del edredón y el pelo desordenado sobre la almohada. Se mueve un poco cuando me acerco, como si notara mi presencia incluso dormida.
Me quedo mirándola un momento.
Hay algo en esa calma suya que me desarma, como si toda la intensidad del día se hubiera disuelto en ese gesto tranquilo. Siento una felicidad sencilla, limpia, casi infantil. Una plenitud que no se explica, solo se siente.
Antes de tumbarme, veo en su mesilla el libro que está leyendo: Cincuenta sombras más oscuras. El marcador está a mitad.
Sonrío.
Hace unos días me dijo que no le estaba gustando tanto como el primero, que la historia se repetía, que ya no le sorprendía.
Y, sin embargo, recuerdo perfectamente lo que hizo aquella noche en la que pensó que yo dormía…
La respiración agitada, el leve movimiento bajo las sábanas, el suspiro que se escapó sin querer.
Intento apartar la imagen, aunque me cuesta.
Me tumbo despacio a su lado y noto el calor que desprende su cuerpo. Respiro hondo, dejo que ese olor familiar —mezcla de su piel y de su crema— me invada.
No necesito más.
Cierro los ojos con una sonrisa.
Dejo que el sueño me arrastre, agradecido, deseando que todas las noches fueran así: con ella ahí, cerca, respirando tranquila, recordándome sin palabras lo afortunado que soy.
Cuando abro los ojos, el lado de Vega está vacío.
La sábana aún guarda el calor de su cuerpo, y en el aire flota un leve olor a café. Miro el reloj: las 10:12. Me cuesta despegarme de la almohada, estoy demasiado relajado, con esa sensación de haber dormido profundamente.
Entonces recuerdo: a las doce hemos quedado para ir a misa con sus padres.
No solemos ir —en realidad, casi nunca—, pero hoy comemos en su casa y ya sabemos cómo son con las tradiciones. A Vega no le entusiasma, aunque se lo toma con buen humor. A mí, en el fondo, no me importa. Me gusta la idea de un domingo tranquilo: afeitarme, ponerme camisa, seguir la rutina de misa y luego el vermut. Es casi una forma de calma.
Mientras me levanto, sonrío al pensarlo.
Si existiera un infierno para los que practican la lujuria, nosotros tendríamos plaza fija.
Dios… si supieran lo que hacemos, lo que nos decimos, cómo nos miramos.
Abro la ventana; entra una luz suave, cálida.
Y pienso en lo distinta que es Vega a su hermana: tan educada, tan formal, tan de misa de doce en primera fila.
Menos mal, me digo sonriendo, que esa educación clásica no la pone en práctica en nuestro matrimonio.
Porque si algo agradezco de Vega, es que debajo de esa apariencia tranquila se esconde la mujer más viva, libre y apasionada que he conocido.
Camino por el pasillo medio dormido, aún con el pelo revuelto y la voz ronca del recién despierto.
Voy directo a la cocina, pero antes de llegar escucho su voz desde el despacho.
—Nico… ¿qué es esto? —pregunta, con un tono que mezcla sorpresa y curiosidad.
Me detengo en seco.
El corazón me da un vuelco.
Recuerdo de inmediato que anoche apagué la pantalla… pero no el portátil.
Asomo la cabeza por la puerta y ahí está: sentada en mi silla, con las piernas cruzadas, el portátil abierto delante. En la pantalla, el logo del foro brilla inconfundible.
—¿El qué? —pregunto, intentando sonar natural, aunque sé que ya es tarde.
Vega gira la silla hacia mí con una sonrisa traviesa.
—Aquí —dice, señalando la pantalla, y empieza a leer en voz alta, con una entonación casi teatral, como si fuera una locutora de radio erótica—: “El mar, la arena caliente, su cuerpo desnudo bajo mis manos…”
Levanta la mirada, y sonríe—. Somos nosotros, Nico.
—No… —atinó a decir, aunque mi voz suena poco convincente.
Vega ríe, divertida.
—¿Cómo que no? —insiste, y vuelve a leer otro fragmento, esta vez más despacio—. “Ella gime entre mis brazos, el mirón se queda quieto, y su placer lo inunda todo.”
Alza una ceja—. No me digas que esto no es la playa y el mirón…
No sé qué responder. Me quedo en la puerta, con una mezcla de vergüenza y algo de excitación por verla así, con esa expresión entre sorprendida y divertida.
—Perdona… —murmuro al fin.
Ella me mira unos segundos, y de repente estalla en risa.
—¿Pero esto alguien lo lee?
—Bueno… poca gente, pero sí. Y me dicen que les gusta.
—¿Y a ti? —pregunta, inclinándose hacia adelante, con una chispa peligrosa en los ojos.
—Sí… —respondo despacio—. Me pone contar lo que hacemos.
Vega me observa en silencio unos segundos.
Su sonrisa se forma despacio, casi imperceptible, como si necesitara saborear lo que acaba de descubrir.
No cierra el portátil; al contrario, lo gira un poco hacia ella, sin apartar la vista de la pantalla.
—¿Por qué no me lo habías dicho? —pregunta al fin, con voz tranquila, aunque noto una curiosidad sincera en sus ojos.
—No sé… —respondo, encogiéndome de hombros—. Pensé que te reirías. O que no te gustaría.
Ella sigue leyendo.
Pasa los dedos por el trackpad, avanza unas líneas, y su expresión cambia.
—Esto es muy bonito… —dice, casi en un suspiro—. “A veces la miro dormida y no puedo creer que sea mía.” —Levanta la vista y me sonríe—. No sabía que pensabas así cuando escribes.
Sonrío, algo incómodo, pero también con ternura.
—Siempre pienso así. Solo que no siempre lo digo.
Vega baja la mirada otra vez.
Sus ojos recorren la pantalla con curiosidad, buscando, hasta que se detiene en otro párrafo.
—A ver, a ver… —dice, divertida—. Aquí hay algo más interesante.
Leo en sus labios mientras repite en voz alta una de las frases más explícitas que escribí.
Su tono cambia, se vuelve más bajo, más provocador:
—“Ella se arquea, sabiendo que alguien podría vernos, y eso la enciende todavía más…”
Levanta la mirada, con una ceja alzada.
—Esto ya no es tan romántico —dice, mordiéndose el labio, entre divertida y picante—. Esto es sucio, Nico. Muy sucio.
Y en su mirada descubro que, aunque no lo admita, leerlo también la excita.
—A veces somos sucios… —digo, medio en broma, medio en serio.
Vega ríe, con esa risa suya entre pícara y dulce.
—¿Y me dejarías escribir? —pregunta, ladeando la cabeza—. Quizá podríamos hacerlo juntos… daríamos los dos puntos de vista. Podría estar bien.
La miro divertido.
—Pregúntaselo a ellos —respondo, fingiendo solemnidad—. Me debo a mis lectores.
Ella se ríe, abre el navegador y busca el foro con curiosidad.
—Venga, pregúntaselo a tus lectores —dice, imitándome con tono burlón.
—No, no —respondo—. Pregúntaselo tú.
Vega sonríe. Se sienta bien, coloca las manos sobre el teclado, me mira de reojo.
Puedo ver que está nerviosa, pero también ilusionada, excitada por el juego.
—¿Qué pongo? —me pregunta, con una sonrisa que no puede ocultar.
—Preséntate —le digo—. Y diles que eres tú, que si quieren que también escribas.
Ella asiente, se muerde el labio, y empieza a teclear:
—“Hola, soy Vega…” —se ríe al escribirlo—. ¿Por qué me pusiste ese nombre?
Sonrío y me apoyo en el marco de la puerta.
—Porque “Vega” me recuerda a las estrellas —le digo—. Brilla, pero también arde. Además, es un nombre que suena a mujer libre… y con un punto peligroso. Como tú.
Ella suelta una carcajada suave.
—Vale, eso te ha quedado bonito. —Y sigue escribiendo—.
Teclado en mano, dicta en voz alta, divertida, mientras escribe:
Hola, soy “Vega”, la mujer de… (borra mi nombre real) … de Nico.
Sí, soy yo. No sé muy bien cómo presentarme, porque ya me conocéis, y seguro que tenéis una imagen de mí… y de mis gustos.
Además, el guarro de mi marido me dibujó —y no sabía yo que iba a subir ese dibujo—.
Por cierto, soy más guapa que la del dibujo.
¿Os gustaría que escribiera con Nico y os contara lo que siento cuando… bueno, ya sabéis cuándo?
Cuando termina de leerlo, me mira con una mezcla de nervios y emoción.
—¿Le doy?
Asiento, sonriendo.
Ella no duda más. Pulsa publicar respuesta.
Durante un segundo, nos quedamos los dos mirando la pantalla.
Silencio.
Luego, Vega se gira hacia mí con una sonrisa enorme y un brillo en los ojos que me deja claro que el juego acaba de empezar.