Mi mujer y yo. Su confesión

Son dos personas ,con un perfil transgresor , Nico y Vega , por tanto para ellos los limites , estan para saltarselos , una verja es un limite , un hito una señalizacion o marca , estos dos ven hitos , no verjas 😂😜😈
Absolutamente. :cool:
 
El sábado lo dedicamos a esas compras que siempre acabamos aplazando. El centro comercial está lleno, con ese ruido de fondo que mezcla conversaciones, música suave y el tintineo de las bolsas. Vega camina unos pasos por delante, moviéndose con esa elegancia distraída que la caracteriza, mirando escaparates y comentando cosas al pasar.


Nos detenemos en la zona de perfumería. El aire está impregnado de mil aromas distintos, dulces, cítricos, amaderados. Las luces se reflejan en los frascos: algunos son pequeños y cuadrados, otros alargados y con tapones dorados que parecen joyas. Vega coge uno transparente con un tono ámbar y lo rocía en una tira de papel. Me la acerca a la nariz, sonriendo.


—Este huele a verano, ¿no crees? —dice, inclinando la cabeza.


Huelo. Es cálido, con un fondo de vainilla y algo de jazmín.


—Sí… y a piel después de la playa —respondo, sonriendo.


Ella ríe y prueba otro. El segundo es más fresco, cítrico, con un punto mentolado que casi hace cosquillas en la nariz.


—Demasiado limpio, ¿no? —bromea.


—Como oler a gimnasio caro —contesto, y los dos reímos.


Probamos tres o cuatro más. Uno de ellos, en un frasco azul oscuro con un tapón metálico, me gusta especialmente. Tiene ese aroma entre cuero y madera que se queda pegado a la piel. Me lo apunto mentalmente, aunque finjo indiferencia para no parecer demasiado interesado.


—Nada, hoy no compramos nada —dice Vega al final, dejando la última muestra sobre el mostrador.


—Pero me quedo con el nombre —le respondo.


Pasamos después por la zapatería. El olor a cuero nuevo y barniz es inconfundible. Vega se detiene frente a unas sandalias color crema, con una tira fina que sube por el empeine y un tacón medio, justo los suficientes centímetros para estilizarle la pierna sin perder naturalidad.


—¿Qué te parecen? —me pregunta, probándoselas.


Me quedo mirando. El vestido que lleva le roza las rodillas, y con las sandalias puestas las piernas se le ven perfectas, fuertes y femeninas. En ese momento noto cómo un hombre, de unos cincuenta, se gira disimuladamente mientras finge mirar unos mocasines. Sus ojos se detienen en las pantorrillas de Vega, luego suben, y en su mirada hay ese deseo silencioso, rápido, como un reflejo.


No me molesta; al contrario, me da un punto de orgullo, una sensación íntima y absurda de triunfo. Vega ni lo nota, o si lo hace, lo ignora con naturalidad. Sujeta su pelo, se mira en el espejo, levanta un poco el talón para ver el efecto.


—Te hacen una pierna preciosa —le digo.


Ella sonríe sin darse demasiada importancia.


—Pues me las llevo —decide, mientras el dependiente asiente encantado.


Salimos de allí con una bolsa más y un rato de complicidad tonta, de esos en los que no hace falta decir nada porque basta con mirarla caminar, segura, con ese aire entre elegante y natural que solo ella tiene.


En el piso de moda femenina el ambiente cambia: hay un murmullo distinto, un aire perfumado, música suave y la sensación de que todo brilla un poco más. Vega camina delante de mí, con esa forma suya de recorrer las perchas como si supiera exactamente lo que busca, pero sin prisa. Desliza los dedos por las telas, levanta una blusa, la estira frente a sí y la deja caer sobre el brazo con un gesto que tiene algo de sensual sin proponérselo.


—Voy a probarme unas cosas —dice, mirándome con esa media sonrisa que anuncia juego.


El probador huele a tela nueva y a perfume, con esa luz cálida que hace que todo parezca más bonito de lo que es. Vega entra con un montón de prendas colgadas del brazo y me mira por encima del hombro.


—Ven, que así tardo menos —dice con una sonrisa ladeada.


Cierro la cortina tras de mí. Ella ya se ha quitado el vestido con el que venía y está solo con un tanga negro y un sujetador del mismo color. Su piel dorada refleja la luz, y el contraste con el tejido oscuro la hace parecer aún más sensual.


Empieza probándose una falda blanca de lino, ligera, con una abertura lateral que deja ver su muslo al moverse. La combina con una camiseta corta color lavanda, ajustada y fresca.


—¿Qué te parece? —pregunta mientras se gira despacio.


—Preciosa —le digo, sin saber si hablo de la ropa o de ella.


Luego se prueba unos pantalones beige de pinzas, ceñidos a la cintura y sueltos en la pierna. Se agacha para colocarse el bajo y el movimiento deja ver la curva perfecta de su culo bajo el tanga. Me lanza una mirada desde el espejo.


—Sabía que te iban a gustar más los pantalones que a mí —dice divertida.


Cuando termina, saca una blusa de gasa blanca, muy fina.


—Esta dicen que es “ligeramente translúcida” —dice riendo, levantando las cejas.


Se la pone encima del sujetador, se mira al espejo y frunce el ceño.


—Con esto debajo queda fatal —murmura.


Sin pensarlo mucho, se desabrocha el sujetador y lo deja caer sobre el banco. Se vuelve a colocar la blusa, ahora sin nada debajo, y al mirarse, se le escapa una risa: los pezones se marcan apenas, suaves, insinuados bajo la tela.


—Bueno, “ligeramente”, dicen —comenta, entre divertida y provocadora.


Yo no aparto la vista, y ella lo nota.


—¿Un poco atrevida? —pregunta.


—Un poco —respondo, tragando saliva.


—En un sitio donde nadie nos conoce… ¿no te gustaría que me la pusiera? —susurra, girándose hacia mí.


—Lo que te gusta jugar.


—Y a ti mirar —responde, con una risa baja que me recorre entero.


Se quita la blusa despacio, dejando que la tela se deslice por su piel desnuda. Se queda solo con el tanga mientras busca otra prenda. Me mira de reojo, sabiendo perfectamente lo que provoca.


Luego se prueba una falda vaquera ajustada y un top de tirantes finos color coral, que deja ver la línea de su cintura. Después, un vestido negro, de tela elástica y tirantes finos.


—Este es para otra ocasión —dice con voz más baja.


Cuando se lo pone, el aire se espesa. El vestido se ciñe a su cuerpo como una segunda piel, marcando cada curva. Le llega a medio muslo, y el escote deja ver el principio del nacimiento de sus pechos.


—¿Y? —pregunta, girándose lentamente.


—Que si te lo pones, no vamos a salir del hotel.


Ella sonríe, satisfecha.


—Entonces me lo llevo.


Se inclina para recoger la ropa del suelo y no resisto la tentación: me acerco, la rodeo por la cintura y la beso en el cuello.


—Eh… —ríe bajito—. Que nos pillan.


Pero no se aparta. Deja que mis labios se queden ahí un instante antes de separarse.


Sale del probador con las prendas elegidas: la falda blanca, el pantalón beige y, por supuesto, el vestido negro. Mientras paga, me lanza una mirada de esas que ya conozco: mezcla de picardía y promesa.


—Ya tienes ganas de que me lo ponga, ¿eh?


—Ni te imaginas —le contesto.


Pasamos a la zona de los trajes de baño, y en cuanto veo los expositores llenos de color, me detengo.


Vega lo nota y sonríe.


—¿No quieres mirar alguno? —pregunta con un brillo travieso en los ojos.


Coge un bikini floreado, pequeño, con la parte de abajo mínima, de esas que parecen hechas más para insinuar que para cubrir. Lo levanta frente al espejo, gira la cabeza un poco y se lo imagina puesto. Yo también.


—Este me gusta —dice, sabiendo perfectamente lo que pienso.


Yo cojo otro, algo más atrevido: un bañador de un solo cuerpo, alto de cadera, de esos que alargan las piernas. Ella sonríe al verlo.


—Ese también es bonito… pero este —y saca uno blanco, completamente liso— tiene su encanto.


Se me acerca y, bajando un poco la voz, añade con picardía:


—Lo bueno de ir depilada es que ya no se transparentan los pelitos.


Nos reímos los dos.


—Venga, pruébatelos —le digo.


Entramos al probador. La cortina se cierra y, de pronto, el mundo queda fuera. El sonido de la gente se apaga, solo queda el roce de la tela, su respiración, el leve crujido de las perchas.


Vega se quita la ropa despacio, sin prisa, como si cada movimiento suyo fuera deliberado. Me mira por el espejo mientras desabrocha la falda, mientras la blusa cae y queda en ropa interior. La luz blanca del techo resalta la curva de sus hombros, la cintura, la forma suave de su espalda.


—¿Me ayudas con el cierre? —dice, dándose media vuelta.


Obedezco. La cremallera baja y el sonido, tan simple, se me clava en el pecho.


Se prueba primero el bañador azul. Al subir las tiras, el tejido le abraza la piel y deja asomar las líneas del tanguita que no se ha quitado.


—¿Qué tal? —pregunta girándose.


Vega se mira al espejo, ladeando la cabeza, observando cómo el tejido se ajusta a su cuerpo.


—No termino de verlo —dice, pensativa.


Da un paso atrás, suspira y se ríe bajito.


—A ver… creo que con el tanga debajo no se aprecia bien cómo queda.


Y, con total naturalidad, se lo quita. Se coloca el bañador de nuevo, acomodando la tela sobre la piel desnuda.


Cuando se gira, nos miramos los dos en el espejo y rompemos a reír: el bañador, tan pequeño, apenas cubre lo más íntimo.


—Vale, este no es para venir con tus padres —dice, divertida, intentando disimular que su sexo se marca descarado.


—Ni falta que hace —respondo, todavía riendo, aunque no puedo evitar que mi mirada se pierda en las curvas que apenas tapa la tela.


Vega se da la vuelta lentamente, observándose en el espejo. La luz blanca del probador resalta el tono cálido de su piel, el brillo suave que deja el roce del bañador sobre su cuerpo.


—¿Y por atrás? —pregunta, con un hilo de voz que suena a desafío más que a curiosidad.


Se gira apenas, ladeando la cadera. La tela mínima se tensa sobre su trasero, y el movimiento parece medido para enloquecerme. En el reflejo, nuestros ojos se encuentran. Sabe exactamente qué está provocando.


Con un gesto lento, pasa las manos por su vientre, sube por sus costados y se detiene en el pecho, ajustando una de las tiras. No es un gesto vulgar; es natural, femenino, hipnótico. Sus dedos se deslizan por su propia piel, como si se redescubriera a sí misma.


—¿Demasiado pequeño? —susurra sin mirarme directamente.


—Demasiado perfecto —le respondo, sin pensarlo.


Vega sonríe, divertida, y sus manos bajan otra vez hasta el borde del bañador, justo donde empieza la curva de sus caderas.


—No sé si es el bañador o tú… pero empiezo a ponerme nerviosa —dice con esa sonrisa suya que mezcla picardía y dulzura.


Da un paso hacia mí, solo uno. Puedo oler el perfume de su piel, el leve rastro salado que dejó el mar de la última vez que la toqué desnuda.


Ella se da la vuelta con ese gesto suyo que mezcla inocencia y desafío, las manos aún jugando con los tirantes del bañador. En el espejo ve mi reflejo: de pie, inmóvil, con la mirada fija en ella y el bulto marcando el pantalón sin disimulo.


—Así no puedes salir del probador… —susurra, mirándome directamente a través del espejo. Su sonrisa se curva despacio, pícara, deliciosa.


Doy un paso hacia ella. El aire entre nosotros se vuelve espeso, tibio, con ese olor a tela nueva, a su piel recién descubierta.


—La culpa es tuya —respondo, bajando un poco la voz—. Si supieras lo que provocas…


Ella se ríe suave, girándose despacio, quedando a apenas unos centímetros de mí. Sus dedos bajan hasta la parte inferior del bañador y lo ajusta con delicadeza, dejando que mis ojos sigan cada movimiento.


—Entonces será mejor que te calmes —murmura—, o vas a tener que explicarle a la dependienta por qué sales así.


Su cuerpo roza el mío al pasar, el roce leve pero intencionado. El perfume del tejido mezclado con su olor natural me enciende aún más. Antes de abrir la cortina, se gira un instante, inclinando la cabeza:


—Aunque… —dice con un destello en los ojos— si te portas bien, igual te lo enseño otra vez cuando estemos en la playa.


Se queda ahí, mirándome un instante con esa media sonrisa que me desarma. Luego se acerca, despacio, y su cuerpo roza el mío con un movimiento calculado. Sus manos se apoyan en mi pecho y, sin apartar la vista, susurra con una voz ronca, cargada de deseo:


—Como me sigas mirando así… lo voy a manchar.


Su vientre roza mi erección, y los dos lo sentimos. Vega se muerde el labio, reprime una risa suave, y me abraza. Su piel, tibia bajo el bañador, se pega a la mía a través de la tela.


—Mejor me lo quito… —murmura junto a mi oído, apenas un aliento.


Sus dedos bajan lentamente las tiras del bañador, con ese gesto natural, sin prisa, consciente del efecto que provoca. El tejido resbala por sus caderas y cae al suelo con un susurro leve. Se queda desnuda, abrazada a mí, con su respiración chocando contra la mía.


—Ahora sí… —dice, sonriendo—, así no manchamos nada.


Me encanta sentirla así, tan cerca, tan real.


Desde que estuvimos en el otro probador, no he dejado de imaginar este momento. La idea se me ha ido metiendo dentro, lenta, hasta que el deseo se ha vuelto insoportable.


Y ahora está aquí: desnuda, excitada, tan hermosa que me cuesta respirar.


Su mano se desliza hasta mi pantalón, me aprisiona con fuerza, y siento el temblor que me recorre entero. La deseo. La deseo con todas mis fuerzas, aquí, ahora, sin pensar en nada más.


Vega me desabrocha el pantalón despacio, como si alargara el momento solo para verme perder el control. Luego se gira, su espalda desnuda rozando mi pecho. El aire se vuelve espeso, cargado de calor y perfume.


Nuestras miradas se cruzan en el espejo del probador. Su expresión es puro fuego: los labios entreabiertos, los ojos medio cerrados, el pulso latiendo bajo su piel. Sabe exactamente lo que está haciendo, lo que provoca.


Se mueve apenas, rozándose contra mí con una lentitud calculada. Su cuerpo encaja con el mío como una respuesta.


—Míranos… —susurra, sin apartar la vista del espejo.


Y lo hago. Porque no podría mirar otra cosa.


Me acaricia la cara con la yema de los dedos, suave, casi tierna, mientras su espalda roza mi pecho. Siento el calor de su piel desnuda contra mi erección, el vaivén leve de su respiración.


—Tenemos que ser rápidos… —susurra, con una sonrisa que me enciende más.


Con un movimiento instintivo, estoy dentro de ella. El calor, la presión, el roce… todo me envuelve. Ella aprieta los labios para contener un gemido, y yo hago lo mismo, mordiéndome el aire.


Cada embestida es lenta, contenida, una mezcla de placer y riesgo. Vega se apoya en el espejo con una mano, la otra me busca atrás, guiándome. Nuestras miradas se cruzan en el reflejo, encendidas, cómplices, conscientes del peligro y del deseo.


Nada existe fuera de ese espacio estrecho, del sonido de nuestros cuerpos chocando apenas, del jadeo contenido y del temblor que nos recorre.


Solo nosotros. Y el espejo devolviéndonos la imagen exacta de lo que somos cuando nadie nos ve.


Ambos sabemos el riesgo.


El aire se ha vuelto espeso, cargado de ese miedo que solo aumenta la excitación. De pronto, escuchamos cómo la cortina del probador de al lado se abre y se cierra. A apenas unos centímetros de nosotros, hay alguien. Dos voces femeninas, risas suaves, el roce de perchas y el sonido del tejido deslizándose.


Contengo el movimiento, freno mis embestidas. Vega me mira a través del espejo, los labios temblando, los ojos encendidos. Sabe que debería parar, pero no puede. Yo tampoco.


Ella aprieta los dientes, se muerde el labio, y justo cuando intento retirarme, la siento temblar. Su cuerpo se arquea, se tensa, y un espasmo la recorre entera. Se corre ahí, contra mí, con las piernas cediendo y la respiración rota. Se lleva una mano a la boca para no hacer ruido, pero el placer es más fuerte que la prudencia.


Un gemido, ahogado al principio, escapa de su garganta. Y justo entonces, al otro lado, las chicas se echan a reír.


El contraste nos atraviesa: la risa inocente de ellas y el gemido desbordado de Vega que aún vibra entre mis manos.


Nos quedamos quietos, respirando despacio, con el corazón desbocado.


Vega me mira en el espejo, el rostro encendido, el pelo pegado al cuello. Sonríe, apenas.


—Nos han oído… —susurra, entre vergüenza y placer.


Y no puedo evitar pensar que, de algún modo, esa era justo la idea.
 
Bue... los días calcados pasan uno tras otro, más juegos, mucha complicidad, mejor no podrían estar...o no??? :cool:
 
Última edición:
Bue... los días calcados pasan uno tras otro, más juegos, mucha complicidad, mejor no podrían estar...o no??? :cool:
Si , el ya ha dejado entrever su perfil Candaulista , y Vega esta probando limites , en cuanto le tome medidas a Nico , propondra una subida de nivel , ....
 
"—Esto… esto no es normal —susurra, con la voz rota, casi temblando—. No sé qué me pasa… pero
estoy super cachonda, nunca he estado así…
La siento aferrarse más a mí, como si buscara anclarse, como si necesitara fundirse conmigo para no
perder el control. Su cuerpo vibra aún contra el mío, húmedo de agua y de sudor, con la piel erizada y
los pezones duros rozando mi pecho. Yo la abrazo, la beso en la frente y la sostengo fuerte, y en ese
instante sé que lo que hemos abierto no tiene marcha atrás: Vega está desatada, perdida en un placer
nuevo, y yo con ella."


Tic-toc...tic-toc...tic-toc...!!! :cool:
 
Hay un escena que nunca me dejó de hacer ruido.
Es luego del episodio de la piscina junto a Erika y Adolfo, luego de haber follado ambas parejas por separado, amanecen en la misma cama Nico y Vega, y él inicia una sesión de sexo mañanero, apenas la penetra por la vagina lo rechaza al tener mucho dolor, se queja por sentir gran ardor y escozor por dentro, pero tengo entendido que no pasaron de un intenso sexo anal, sin penetración vaginal.
Ella, sorprendida y avergonzada, y él, cachondo frustrado, lo justifican con la intensa penetración a cuatro dedos que le llegó a hacer para imitar la gran polla de Adolfo. No sé, no me convence tal daño en su vagina.
Con la facilidad de esconder secretos que ahora conocemos en Vega, no quiero pensar que los cuatro dedos fueron reemplazados en algún momento de la noche por el origen de la fantasía.;):cool:
 
La casa está en silencio.


Solo se escucha el sonido leve de la respiración de Vega, dormida al otro lado de la puerta.


Aprovecho ese instante de calma y me levanto despacio, sin encender la luz. Camino hasta el despacho con el móvil en la mano, guiándome por la penumbra.


Enciendo el ordenador. La pantalla ilumina la habitación con ese resplandor frío que parece flotar entre las sombras. Las persianas están medio bajadas; entra un hilo de luz naranja desde la calle. El escritorio está ordenado a medias: una libreta, un par de bolígrafos, una taza vacía. El silencio tiene un peso extraño, íntimo.


Abro el editor de texto.


El cursor parpadea, como si esperara.


Y empiezo a escribir.


No pienso en hacerlo bonito, ni perfecto. Solo quiero recordar.


Escribo sobre el día que hemos vivido, sobre cómo hemos ido de compras, sobre los perfumes que olimos juntos, la risa de Vega cuando se le quedó impregnado un aroma dulce en la muñeca. Escribo sobre la blusa transparente, sobre cómo se la probó primero con sujetador y luego sin él, riendo, provocando, sabiéndome rendido.


Escribo sobre los bañadores, los reflejos del espejo, la forma en que su cuerpo parecía hecho para la luz.


Y sobre todo, escribo sobre el momento del probador.


El instante en que la cortina del lado se abrió y supe que no estábamos solos. Las voces, las risas, los pasos. El vértigo de saber que podían escucharnos y aun así no parar.


Esas cosas no se dicen en voz alta, pero sí se escriben.


Cuando termino, releo lo que he puesto.


El corazón me late despacio, como si cada palabra fuera un recuerdo físico. Me quedo mirando la pantalla, con una mezcla de pudor y deseo.


Abro una pestaña nueva.


Busco el foro donde suelo publicar los relatos. Hace años se llamaba de otra forma; recuerdo la primera vez que lo encontré, por casualidad. Ahora tiene un diseño distinto, más moderno, pero conserva el mismo espíritu: un espacio donde gente anónima comparte fantasías, historias, confesiones.


Entro con mi usuario.


Repaso las categorías, los títulos, los comentarios. Algunos son burdos, otros increíblemente delicados. A veces pienso en subir una foto de Vega —no una explícita, algo sugerente, un reflejo, una silueta—. Nunca me atrevo del todo, aunque la idea siempre vuelve.


Me quedo ahí, observando la pantalla.


Siento una mezcla extraña: orgullo, deseo, ternura.


Orgullo de lo que tenemos, de cómo seguimos encendiéndonos después de tanto tiempo. Deseo por cada imagen que mi mente rescata. Y ternura por ella, por su forma de mirar, por su manera de decir “rápido” cuando lo que quiere en realidad es quedarse ahí, conmigo, sin fin.


Apago el monitor. La luz azul desaparece, y la habitación queda otra vez en silencio.


Solo queda el brillo tenue del recuerdo, latiendo todavía entre mis manos.


Son las tres de la mañana cuando vuelvo a la habitación.


Camino despacio, procurando no hacer ruido. La luz del pasillo se cuela apenas por la rendija de la puerta, dibujando un trazo tenue sobre la cama. Vega duerme de lado, con una pierna fuera del edredón y el pelo desordenado sobre la almohada. Se mueve un poco cuando me acerco, como si notara mi presencia incluso dormida.


Me quedo mirándola un momento.


Hay algo en esa calma suya que me desarma, como si toda la intensidad del día se hubiera disuelto en ese gesto tranquilo. Siento una felicidad sencilla, limpia, casi infantil. Una plenitud que no se explica, solo se siente.


Antes de tumbarme, veo en su mesilla el libro que está leyendo: Cincuenta sombras más oscuras. El marcador está a mitad.


Sonrío.


Hace unos días me dijo que no le estaba gustando tanto como el primero, que la historia se repetía, que ya no le sorprendía.


Y, sin embargo, recuerdo perfectamente lo que hizo aquella noche en la que pensó que yo dormía…


La respiración agitada, el leve movimiento bajo las sábanas, el suspiro que se escapó sin querer.


Intento apartar la imagen, aunque me cuesta.


Me tumbo despacio a su lado y noto el calor que desprende su cuerpo. Respiro hondo, dejo que ese olor familiar —mezcla de su piel y de su crema— me invada.


No necesito más.


Cierro los ojos con una sonrisa.


Dejo que el sueño me arrastre, agradecido, deseando que todas las noches fueran así: con ella ahí, cerca, respirando tranquila, recordándome sin palabras lo afortunado que soy.


Cuando abro los ojos, el lado de Vega está vacío.


La sábana aún guarda el calor de su cuerpo, y en el aire flota un leve olor a café. Miro el reloj: las 10:12. Me cuesta despegarme de la almohada, estoy demasiado relajado, con esa sensación de haber dormido profundamente.


Entonces recuerdo: a las doce hemos quedado para ir a misa con sus padres.


No solemos ir —en realidad, casi nunca—, pero hoy comemos en su casa y ya sabemos cómo son con las tradiciones. A Vega no le entusiasma, aunque se lo toma con buen humor. A mí, en el fondo, no me importa. Me gusta la idea de un domingo tranquilo: afeitarme, ponerme camisa, seguir la rutina de misa y luego el vermut. Es casi una forma de calma.


Mientras me levanto, sonrío al pensarlo.


Si existiera un infierno para los que practican la lujuria, nosotros tendríamos plaza fija.


Dios… si supieran lo que hacemos, lo que nos decimos, cómo nos miramos.


Abro la ventana; entra una luz suave, cálida.


Y pienso en lo distinta que es Vega a su hermana: tan educada, tan formal, tan de misa de doce en primera fila.


Menos mal, me digo sonriendo, que esa educación clásica no la pone en práctica en nuestro matrimonio.


Porque si algo agradezco de Vega, es que debajo de esa apariencia tranquila se esconde la mujer más viva, libre y apasionada que he conocido.


Camino por el pasillo medio dormido, aún con el pelo revuelto y la voz ronca del recién despierto.


Voy directo a la cocina, pero antes de llegar escucho su voz desde el despacho.


—Nico… ¿qué es esto? —pregunta, con un tono que mezcla sorpresa y curiosidad.


Me detengo en seco.


El corazón me da un vuelco.


Recuerdo de inmediato que anoche apagué la pantalla… pero no el portátil.


Asomo la cabeza por la puerta y ahí está: sentada en mi silla, con las piernas cruzadas, el portátil abierto delante. En la pantalla, el logo del foro brilla inconfundible.


—¿El qué? —pregunto, intentando sonar natural, aunque sé que ya es tarde.


Vega gira la silla hacia mí con una sonrisa traviesa.


—Aquí —dice, señalando la pantalla, y empieza a leer en voz alta, con una entonación casi teatral, como si fuera una locutora de radio erótica—: “El mar, la arena caliente, su cuerpo desnudo bajo mis manos…”


Levanta la mirada, y sonríe—. Somos nosotros, Nico.


—No… —atinó a decir, aunque mi voz suena poco convincente.


Vega ríe, divertida.


—¿Cómo que no? —insiste, y vuelve a leer otro fragmento, esta vez más despacio—. “Ella gime entre mis brazos, el mirón se queda quieto, y su placer lo inunda todo.”


Alza una ceja—. No me digas que esto no es la playa y el mirón…


No sé qué responder. Me quedo en la puerta, con una mezcla de vergüenza y algo de excitación por verla así, con esa expresión entre sorprendida y divertida.


—Perdona… —murmuro al fin.


Ella me mira unos segundos, y de repente estalla en risa.


—¿Pero esto alguien lo lee?


—Bueno… poca gente, pero sí. Y me dicen que les gusta.


—¿Y a ti? —pregunta, inclinándose hacia adelante, con una chispa peligrosa en los ojos.


—Sí… —respondo despacio—. Me pone contar lo que hacemos.


Vega me observa en silencio unos segundos.


Su sonrisa se forma despacio, casi imperceptible, como si necesitara saborear lo que acaba de descubrir.


No cierra el portátil; al contrario, lo gira un poco hacia ella, sin apartar la vista de la pantalla.


—¿Por qué no me lo habías dicho? —pregunta al fin, con voz tranquila, aunque noto una curiosidad sincera en sus ojos.


—No sé… —respondo, encogiéndome de hombros—. Pensé que te reirías. O que no te gustaría.


Ella sigue leyendo.


Pasa los dedos por el trackpad, avanza unas líneas, y su expresión cambia.


—Esto es muy bonito… —dice, casi en un suspiro—. “A veces la miro dormida y no puedo creer que sea mía.” —Levanta la vista y me sonríe—. No sabía que pensabas así cuando escribes.


Sonrío, algo incómodo, pero también con ternura.


—Siempre pienso así. Solo que no siempre lo digo.


Vega baja la mirada otra vez.


Sus ojos recorren la pantalla con curiosidad, buscando, hasta que se detiene en otro párrafo.


—A ver, a ver… —dice, divertida—. Aquí hay algo más interesante.


Leo en sus labios mientras repite en voz alta una de las frases más explícitas que escribí.


Su tono cambia, se vuelve más bajo, más provocador:


—“Ella se arquea, sabiendo que alguien podría vernos, y eso la enciende todavía más…”


Levanta la mirada, con una ceja alzada.


—Esto ya no es tan romántico —dice, mordiéndose el labio, entre divertida y picante—. Esto es sucio, Nico. Muy sucio.


Y en su mirada descubro que, aunque no lo admita, leerlo también la excita.


—A veces somos sucios… —digo, medio en broma, medio en serio.


Vega ríe, con esa risa suya entre pícara y dulce.


—¿Y me dejarías escribir? —pregunta, ladeando la cabeza—. Quizá podríamos hacerlo juntos… daríamos los dos puntos de vista. Podría estar bien.


La miro divertido.


—Pregúntaselo a ellos —respondo, fingiendo solemnidad—. Me debo a mis lectores.


Ella se ríe, abre el navegador y busca el foro con curiosidad.


—Venga, pregúntaselo a tus lectores —dice, imitándome con tono burlón.


—No, no —respondo—. Pregúntaselo tú.


Vega sonríe. Se sienta bien, coloca las manos sobre el teclado, me mira de reojo.


Puedo ver que está nerviosa, pero también ilusionada, excitada por el juego.


—¿Qué pongo? —me pregunta, con una sonrisa que no puede ocultar.


—Preséntate —le digo—. Y diles que eres tú, que si quieren que también escribas.


Ella asiente, se muerde el labio, y empieza a teclear:


—“Hola, soy Vega…” —se ríe al escribirlo—. ¿Por qué me pusiste ese nombre?


Sonrío y me apoyo en el marco de la puerta.


—Porque “Vega” me recuerda a las estrellas —le digo—. Brilla, pero también arde. Además, es un nombre que suena a mujer libre… y con un punto peligroso. Como tú.


Ella suelta una carcajada suave.


—Vale, eso te ha quedado bonito. —Y sigue escribiendo—.


Teclado en mano, dicta en voz alta, divertida, mientras escribe:


Hola, soy “Vega”, la mujer de… (borra mi nombre real) … de Nico.
Sí, soy yo. No sé muy bien cómo presentarme, porque ya me conocéis, y seguro que tenéis una imagen de mí… y de mis gustos.
Además, el guarro de mi marido me dibujó —y no sabía yo que iba a subir ese dibujo—.
Por cierto, soy más guapa que la del dibujo.
¿Os gustaría que escribiera con Nico y os contara lo que siento cuando… bueno, ya sabéis cuándo?

Cuando termina de leerlo, me mira con una mezcla de nervios y emoción.


—¿Le doy?


Asiento, sonriendo.


Ella no duda más. Pulsa publicar respuesta.


Durante un segundo, nos quedamos los dos mirando la pantalla.


Silencio.


Luego, Vega se gira hacia mí con una sonrisa enorme y un brillo en los ojos que me deja claro que el juego acaba de empezar.
 
Vega
Me miro en el espejo y no sabría decir qué siento exactamente, pero me gusta.


Nico sigue en la ducha, el sonido del agua llega amortiguado desde el baño. Me vienen imágenes del momento de hace un rato, de su cuerpo tensándose sobre el mío, de ese instante en el que pierde el control y yo me dejo ir con él.


A veces pienso que me gusta demasiado verlo así, tan desbordado, tan fuera de sí. Me excita su respiración entrecortada, la manera en que intenta contenerse, como si temiera hacerme daño… y, aun así, no puede evitarlo.


Me acerco al espejo.


Busco algún rastro suyo en mi piel —una gota, una sombra, algo—, asegurando que no queda nada, no quiero que alguien se dé cuenta que esta mañana se ha corrido en mi cara


Sonrío sola. Me he acostumbrado a ese placer de tenerlo en mí, a esa sensación tibia que me deja en la piel.


Abro el cajón y saco el conjunto nuevo que compré hace unos días: braguitas semitransparentes y sujetador a juego, de un tono marfil suave, casi inocente.


Me los pongo despacio, observando mi reflejo. El encaje deja adivinar lo que esconde; me gusta ese punto de provocación que solo él verá.


Abro el armario y elijo un vestido sobrio, elegante.


El contraste me hace sonreír: por dentro, fuego; por fuera, calma y corrección.


Pienso en lo irónico que resulta prepararme para ir a misa y después a casa de mis padres con este ardor bajo la piel.


No quiero ser tema de conversación de esas lenguas envenenadas que fingen virtud —ni darle a mi hermana, con su gesto perfecto y su marido aburrido, la satisfacción de juzgarme con la mirada.


Escucho el agua detenerse.


Nico sale de la ducha, el vapor le sigue como una nube.


Le miro sin disimulo.


El cuerpo aún húmedo, la piel tibia, el su pecho marcado, las gotas deslizándose por el abdomen hasta perderse bajo la toalla.


Siento un cosquilleo recorrerme entera; me gusta cómo se ve, cómo se mueve, ese aire distraído que tiene al secarse el pelo con una mano.


No digo nada hasta que se viste; quiero alargar el momento.


—¿Qué te vas a poner? —pregunto al fin, con tono de advertencia, como si le recordara el compromiso que tenemos—. Recuerda que vamos a casa de mis padres.


Él sonríe, tranquilo, mirándome por encima del hombro.


—No te preocupes —dice, abrochándose la camisa—. Algo formal… pero cómodo.


Lo observo mientras se viste. Cada gesto suyo me resulta familiar y, a la vez, nuevo.


En silencio, pienso que nadie —ni siquiera mis padres, ni mi hermana con su vida perfecta— sabrá nunca lo que hay debajo de esa camisa recién planchada… ni lo que sigue ardiendo bajo mi vestido.


Escucho la misa junto a Nico y, mientras el cura recita con voz monótona, dejo que mi mente se pierda entre los rostros conocidos que llenan los bancos.


Todos tan rectos, tan correctos, tan puros.


Pero solo es fachada.


Detrás de cada gesto de devoción hay un secreto, una grieta, una mentira bien planchada.


Ahí está doña Inés, con su sonrisa de porcelana, y su marido Carlos, que lleva años acostándose con la secretaria —todos lo saben, pero nadie lo dice—.


Más allá, Cristina de Hita, tan elegante, tan segura, que cambió a su marido de toda la vida por el hijo de un constructor multimillonario. El amor, dicen… pero en sus ojos solo brilla el reflejo del dinero.


Y como ellos, tantos otros.


Puros impíos comulgando y confesándose, convencidos de que el incienso borra la hipocresía.


Miro alrededor y me doy cuenta de que la iglesia está llena de niños.


Pequeños que lloran, que juegan con los misales, que se pelean por un caramelo o se duermen sobre los hombros de sus madres.


Son los hijos de todos estos fieles prolíficos que no paran de reproducirse, como si llenar el mundo de criaturas fuera prueba de fe.


A mí, en cambio, el instinto maternal no me ha visitado.


No me inquieta, pero sé que, para muchos de los que están aquí, eso me hace incompleta, casi sospechosa.


Sonrío con ironía.


Miro a mi hermana.


Perfecta, como siempre.


Y a su lado, él, su marido, tan firme, tan moral.


El tercer hijo de una familia ilustre, el que abandonó el seminario para casarse con ella.


“El pájaro espino”, le llamaba yo cuando tenía dieciocho años.


Mi hermana tenía veintiséis, y desde entonces los he visto actuar como si la virtud les saliera por los poros.


Son tal para cual: rígidos, orgullosos, encerrados en su propia idea de perfección.


El sacerdote levanta la hostia, el murmullo se apaga.


Siento la mano de Nico sobre la mía.


La aprieta con fuerza, en silencio.


Sabe que me incomoda estar aquí, rodeada de tanta apariencia.


Cuando lo miro, me devuelve una sonrisa breve, cómplice.


Y de pronto, todo el ruido se apaga.


No necesito fe para saber que ese gesto suyo es mi única verdad entre tanto teatro.


La misa, el vermut y ahora la comida en casa de mis padres.


Un domingo típico, tan español que casi parece sacado de una postal: los niños correteando por el pasillo, el olor del asado mezclado con el del vino, y las conversaciones cruzadas que suben y bajan como olas.


Mi hermana no ha parado de hablar durante todo el camino. Ahora colabora con una ONG —“un proyecto precioso”, repite mi madre, orgullosa—, y todos escuchan atentos como si estuvieran ante una santa moderna.


La miro mientras gesticula con esa seguridad que siempre tuvo para hablar de sí misma y, aunque la quiero, no puedo evitar pensar que, incluso a sus cuarenta, sigue siendo una repipi.


Sé que mamá está orgullosa de las dos; nunca ha hecho diferencias. Pero hay algo en esa admiración con la que la mira que, a veces, me irrita un poco.


No por celos —eso me lo he quitado hace tiempo—, sino porque sé que, si me comparan, yo siempre seré la que sonríe demasiado, la que no va a misa todos los domingos, la que no tiene hijos y se pinta los labios de rojo.


Mientras mamá termina la comida, me pregunta desde la cocina:


—Cariño, ¿dónde están las fotos de cuando fuisteis a Calpe? Las que salís las dos con los cubos de playa.


—En el álbum de mi dormitorio —respondo sin pensar.


—Pues no lo encontramos —dice, con ese tono suyo que mezcla dulzura y orden.


—Voy yo, mamá.


Nico se ofrece a acompañarme y subimos juntos.


Al abrir la puerta, me golpea una ráfaga de recuerdos.


Todo está igual que cuando me fui:


el corcho lleno de recortes, fotos y notitas dobladas con tinta azul;


las medallas del colegio colgando de una esquina;


los pósters arrugados;


los libros de lectura obligatoria en la estantería —Nada, El guardián entre el centeno, La sonrisa etrusca—;


y, sobre la cómoda, la muñeca de comunión, intacta, como si siguiera esperando algo.


Nico sonríe mirando alrededor.


—Te imagino aquí, escuchando música y hablando por teléfono con tus amigas —dice divertido.


Reímos mientras buscamos el álbum.


Revolvemos cajones, abrimos cajas, hojeamos sobres llenos de fotos antiguas.


Le voy contando anécdotas: quién era quién, en qué viaje fue, cómo acabamos empapadas en aquella playa o qué tontería hacíamos en esa foto.


Nos reímos, pero el álbum no aparece.


Entonces Nico se acerca al armario.


—A ver si está arriba —dice, y se pone de puntillas, pasando la mano por encima.


Y en ese instante lo recuerdo.


La caja.


La caja de zapatos.


Donde guardé cosas que no quería que nadie viera.


—Ahí no hay nada, Nico… —digo, más rápido de lo que quisiera.


Pero ya ha rozado el cartón.


—Mira, a lo mejor está aquí —responde, comenzando a bajarla.


—No, no, déjala… —digo, intentando sonar natural, pero me traiciona el tono.


Él me mira, curioso, con media sonrisa.


—¿Y por qué no? —pregunta, abriendo un poco la tapa.


Intento quitársela, pero ya es tarde.


La caja está en sus manos, abierta.


Y yo sé perfectamente lo que hay dentro.
 
Vega
Me miro en el espejo y no sabría decir qué siento exactamente, pero me gusta.


Nico sigue en la ducha, el sonido del agua llega amortiguado desde el baño. Me vienen imágenes del momento de hace un rato, de su cuerpo tensándose sobre el mío, de ese instante en el que pierde el control y yo me dejo ir con él.


A veces pienso que me gusta demasiado verlo así, tan desbordado, tan fuera de sí. Me excita su respiración entrecortada, la manera en que intenta contenerse, como si temiera hacerme daño… y, aun así, no puede evitarlo.


Me acerco al espejo.


Busco algún rastro suyo en mi piel —una gota, una sombra, algo—, asegurando que no queda nada, no quiero que alguien se dé cuenta que esta mañana se ha corrido en mi cara


Sonrío sola. Me he acostumbrado a ese placer de tenerlo en mí, a esa sensación tibia que me deja en la piel.


Abro el cajón y saco el conjunto nuevo que compré hace unos días: braguitas semitransparentes y sujetador a juego, de un tono marfil suave, casi inocente.


Me los pongo despacio, observando mi reflejo. El encaje deja adivinar lo que esconde; me gusta ese punto de provocación que solo él verá.


Abro el armario y elijo un vestido sobrio, elegante.


El contraste me hace sonreír: por dentro, fuego; por fuera, calma y corrección.


Pienso en lo irónico que resulta prepararme para ir a misa y después a casa de mis padres con este ardor bajo la piel.


No quiero ser tema de conversación de esas lenguas envenenadas que fingen virtud —ni darle a mi hermana, con su gesto perfecto y su marido aburrido, la satisfacción de juzgarme con la mirada.


Escucho el agua detenerse.


Nico sale de la ducha, el vapor le sigue como una nube.


Le miro sin disimulo.


El cuerpo aún húmedo, la piel tibia, el su pecho marcado, las gotas deslizándose por el abdomen hasta perderse bajo la toalla.


Siento un cosquilleo recorrerme entera; me gusta cómo se ve, cómo se mueve, ese aire distraído que tiene al secarse el pelo con una mano.


No digo nada hasta que se viste; quiero alargar el momento.


—¿Qué te vas a poner? —pregunto al fin, con tono de advertencia, como si le recordara el compromiso que tenemos—. Recuerda que vamos a casa de mis padres.


Él sonríe, tranquilo, mirándome por encima del hombro.


—No te preocupes —dice, abrochándose la camisa—. Algo formal… pero cómodo.


Lo observo mientras se viste. Cada gesto suyo me resulta familiar y, a la vez, nuevo.


En silencio, pienso que nadie —ni siquiera mis padres, ni mi hermana con su vida perfecta— sabrá nunca lo que hay debajo de esa camisa recién planchada… ni lo que sigue ardiendo bajo mi vestido.


Escucho la misa junto a Nico y, mientras el cura recita con voz monótona, dejo que mi mente se pierda entre los rostros conocidos que llenan los bancos.


Todos tan rectos, tan correctos, tan puros.


Pero solo es fachada.


Detrás de cada gesto de devoción hay un secreto, una grieta, una mentira bien planchada.


Ahí está doña Inés, con su sonrisa de porcelana, y su marido Carlos, que lleva años acostándose con la secretaria —todos lo saben, pero nadie lo dice—.


Más allá, Cristina de Hita, tan elegante, tan segura, que cambió a su marido de toda la vida por el hijo de un constructor multimillonario. El amor, dicen… pero en sus ojos solo brilla el reflejo del dinero.


Y como ellos, tantos otros.


Puros impíos comulgando y confesándose, convencidos de que el incienso borra la hipocresía.


Miro alrededor y me doy cuenta de que la iglesia está llena de niños.


Pequeños que lloran, que juegan con los misales, que se pelean por un caramelo o se duermen sobre los hombros de sus madres.


Son los hijos de todos estos fieles prolíficos que no paran de reproducirse, como si llenar el mundo de criaturas fuera prueba de fe.


A mí, en cambio, el instinto maternal no me ha visitado.


No me inquieta, pero sé que, para muchos de los que están aquí, eso me hace incompleta, casi sospechosa.


Sonrío con ironía.


Miro a mi hermana.


Perfecta, como siempre.


Y a su lado, él, su marido, tan firme, tan moral.


El tercer hijo de una familia ilustre, el que abandonó el seminario para casarse con ella.


“El pájaro espino”, le llamaba yo cuando tenía dieciocho años.


Mi hermana tenía veintiséis, y desde entonces los he visto actuar como si la virtud les saliera por los poros.


Son tal para cual: rígidos, orgullosos, encerrados en su propia idea de perfección.


El sacerdote levanta la hostia, el murmullo se apaga.


Siento la mano de Nico sobre la mía.


La aprieta con fuerza, en silencio.


Sabe que me incomoda estar aquí, rodeada de tanta apariencia.


Cuando lo miro, me devuelve una sonrisa breve, cómplice.


Y de pronto, todo el ruido se apaga.


No necesito fe para saber que ese gesto suyo es mi única verdad entre tanto teatro.


La misa, el vermut y ahora la comida en casa de mis padres.


Un domingo típico, tan español que casi parece sacado de una postal: los niños correteando por el pasillo, el olor del asado mezclado con el del vino, y las conversaciones cruzadas que suben y bajan como olas.


Mi hermana no ha parado de hablar durante todo el camino. Ahora colabora con una ONG —“un proyecto precioso”, repite mi madre, orgullosa—, y todos escuchan atentos como si estuvieran ante una santa moderna.


La miro mientras gesticula con esa seguridad que siempre tuvo para hablar de sí misma y, aunque la quiero, no puedo evitar pensar que, incluso a sus cuarenta, sigue siendo una repipi.


Sé que mamá está orgullosa de las dos; nunca ha hecho diferencias. Pero hay algo en esa admiración con la que la mira que, a veces, me irrita un poco.


No por celos —eso me lo he quitado hace tiempo—, sino porque sé que, si me comparan, yo siempre seré la que sonríe demasiado, la que no va a misa todos los domingos, la que no tiene hijos y se pinta los labios de rojo.


Mientras mamá termina la comida, me pregunta desde la cocina:


—Cariño, ¿dónde están las fotos de cuando fuisteis a Calpe? Las que salís las dos con los cubos de playa.


—En el álbum de mi dormitorio —respondo sin pensar.


—Pues no lo encontramos —dice, con ese tono suyo que mezcla dulzura y orden.


—Voy yo, mamá.


Nico se ofrece a acompañarme y subimos juntos.


Al abrir la puerta, me golpea una ráfaga de recuerdos.


Todo está igual que cuando me fui:


el corcho lleno de recortes, fotos y notitas dobladas con tinta azul;


las medallas del colegio colgando de una esquina;


los pósters arrugados;


los libros de lectura obligatoria en la estantería —Nada, El guardián entre el centeno, La sonrisa etrusca—;


y, sobre la cómoda, la muñeca de comunión, intacta, como si siguiera esperando algo.


Nico sonríe mirando alrededor.


—Te imagino aquí, escuchando música y hablando por teléfono con tus amigas —dice divertido.


Reímos mientras buscamos el álbum.


Revolvemos cajones, abrimos cajas, hojeamos sobres llenos de fotos antiguas.


Le voy contando anécdotas: quién era quién, en qué viaje fue, cómo acabamos empapadas en aquella playa o qué tontería hacíamos en esa foto.


Nos reímos, pero el álbum no aparece.


Entonces Nico se acerca al armario.


—A ver si está arriba —dice, y se pone de puntillas, pasando la mano por encima.


Y en ese instante lo recuerdo.


La caja.


La caja de zapatos.


Donde guardé cosas que no quería que nadie viera.


—Ahí no hay nada, Nico… —digo, más rápido de lo que quisiera.


Pero ya ha rozado el cartón.


—Mira, a lo mejor está aquí —responde, comenzando a bajarla.


—No, no, déjala… —digo, intentando sonar natural, pero me traiciona el tono.


Él me mira, curioso, con media sonrisa.


—¿Y por qué no? —pregunta, abriendo un poco la tapa.


Intento quitársela, pero ya es tarde.


La caja está en sus manos, abierta.


Y yo sé perfectamente lo que hay dentro.
Que narrativa, chapeau ......
 
Que gran capítulo me ha gustado ese punto de vista de Vega en la escena de la misa en la iglesia con las apariencia de casi todos tan rectos, orgulloso y responsable, luego se ve la verdadera apariencia en su vida privada, a sido maravilloso.
Haber que secretos de adolecencia y juventud hay en esa caja de zapatos del pasado de Vega.

Enhorabuena y seguir así un saludo
 
YO

La observo mientras escribe, concentrada, con esa mezcla de nervios y entusiasmo que tanto la delata.

Sus dedos se mueven con soltura sobre el teclado, a veces vacilan, otras golpean con decisión. Me gusta verla así, entregada a algo que la intriga, que la enciende.


Sé perfectamente hacia dónde quiere llegar.


La conozco.


Y esa certeza me produce un cosquilleo que me recorre el cuerpo entero.


La luz del portátil ilumina su rostro, dibujando sombras suaves en sus mejillas. De vez en cuando, muerde el labio inferior, se detiene un segundo, relee lo que acaba de escribir y sonríe sola, apenas, como si acabara de recordar algo que no se atreve a decir en voz alta.


Me acerco despacio, sin interrumpirla.


Desde aquí puedo leer parte de lo que está escribiendo.


Cada palabra suya tiene algo distinto, un tono más íntimo, más suyo.


Revivir lo que ya ha vivido parece excitarla tanto como vivirlo de nuevo.


Y no puedo negar que a mí también me fascina.


Ver su deseo convertido en palabras, su mirada en frases, su cuerpo en relato.


Hay algo poderoso en esa forma suya de contarse, de desnudar lo vivido con tanta elegancia, con tanto pudor y deseo entrelazados.

Sé que está ansiosa por contar esta parte, por escribir lo que hemos sido y lo que estamos siendo.

Y yo también lo estoy.

No solo por leerlo, sino por descubrir —quizá por primera vez— cómo lo ha sentido ella.

—Te has puesto tensa cuando has visto la caja negra —le digo, con una media sonrisa que intenta parecer casual, aunque en realidad busco provocarla.

Vega levanta la mirada del teclado.

Solo unos segundos, pero suficientes.

Su risa es breve, un poco forzada, como quien intenta esconder algo detrás del humor.

—¿Tensa yo? —responde, ladeando la cabeza con fingida inocencia.

Pero lo he notado. En el brillo de sus ojos, y ahora, en la forma en que se muerde el labio antes de volver la vista a la pantalla.

Ese gesto la delata: algo recuerda, algo que no quiere contar… o que quiere hacerlo, pero a su manera.

Sus dedos vuelven a moverse por el teclado, rápidos, como si al escribir pudiera esquivar mi mirada.

Y mientras la veo ahora, concentrada, iluminada por la luz del monitor, no puedo evitarlo: me excita recordar lo qué había dentro de aquella caja.

Y, sobre todo, cómo lo recordará ella cuando decida escribirlo.
 
La casa está en silencio.


Solo se escucha el sonido leve de la respiración de Vega, dormida al otro lado de la puerta.


Aprovecho ese instante de calma y me levanto despacio, sin encender la luz. Camino hasta el despacho con el móvil en la mano, guiándome por la penumbra.


Enciendo el ordenador. La pantalla ilumina la habitación con ese resplandor frío que parece flotar entre las sombras. Las persianas están medio bajadas; entra un hilo de luz naranja desde la calle. El escritorio está ordenado a medias: una libreta, un par de bolígrafos, una taza vacía. El silencio tiene un peso extraño, íntimo.


Abro el editor de texto.


El cursor parpadea, como si esperara.


Y empiezo a escribir.


No pienso en hacerlo bonito, ni perfecto. Solo quiero recordar.


Escribo sobre el día que hemos vivido, sobre cómo hemos ido de compras, sobre los perfumes que olimos juntos, la risa de Vega cuando se le quedó impregnado un aroma dulce en la muñeca. Escribo sobre la blusa transparente, sobre cómo se la probó primero con sujetador y luego sin él, riendo, provocando, sabiéndome rendido.


Escribo sobre los bañadores, los reflejos del espejo, la forma en que su cuerpo parecía hecho para la luz.


Y sobre todo, escribo sobre el momento del probador.


El instante en que la cortina del lado se abrió y supe que no estábamos solos. Las voces, las risas, los pasos. El vértigo de saber que podían escucharnos y aun así no parar.


Esas cosas no se dicen en voz alta, pero sí se escriben.


Cuando termino, releo lo que he puesto.


El corazón me late despacio, como si cada palabra fuera un recuerdo físico. Me quedo mirando la pantalla, con una mezcla de pudor y deseo.


Abro una pestaña nueva.


Busco el foro donde suelo publicar los relatos. Hace años se llamaba de otra forma; recuerdo la primera vez que lo encontré, por casualidad. Ahora tiene un diseño distinto, más moderno, pero conserva el mismo espíritu: un espacio donde gente anónima comparte fantasías, historias, confesiones.


Entro con mi usuario.


Repaso las categorías, los títulos, los comentarios. Algunos son burdos, otros increíblemente delicados. A veces pienso en subir una foto de Vega —no una explícita, algo sugerente, un reflejo, una silueta—. Nunca me atrevo del todo, aunque la idea siempre vuelve.


Me quedo ahí, observando la pantalla.


Siento una mezcla extraña: orgullo, deseo, ternura.


Orgullo de lo que tenemos, de cómo seguimos encendiéndonos después de tanto tiempo. Deseo por cada imagen que mi mente rescata. Y ternura por ella, por su forma de mirar, por su manera de decir “rápido” cuando lo que quiere en realidad es quedarse ahí, conmigo, sin fin.


Apago el monitor. La luz azul desaparece, y la habitación queda otra vez en silencio.


Solo queda el brillo tenue del recuerdo, latiendo todavía entre mis manos.


Son las tres de la mañana cuando vuelvo a la habitación.


Camino despacio, procurando no hacer ruido. La luz del pasillo se cuela apenas por la rendija de la puerta, dibujando un trazo tenue sobre la cama. Vega duerme de lado, con una pierna fuera del edredón y el pelo desordenado sobre la almohada. Se mueve un poco cuando me acerco, como si notara mi presencia incluso dormida.


Me quedo mirándola un momento.


Hay algo en esa calma suya que me desarma, como si toda la intensidad del día se hubiera disuelto en ese gesto tranquilo. Siento una felicidad sencilla, limpia, casi infantil. Una plenitud que no se explica, solo se siente.


Antes de tumbarme, veo en su mesilla el libro que está leyendo: Cincuenta sombras más oscuras. El marcador está a mitad.


Sonrío.


Hace unos días me dijo que no le estaba gustando tanto como el primero, que la historia se repetía, que ya no le sorprendía.


Y, sin embargo, recuerdo perfectamente lo que hizo aquella noche en la que pensó que yo dormía…


La respiración agitada, el leve movimiento bajo las sábanas, el suspiro que se escapó sin querer.


Intento apartar la imagen, aunque me cuesta.


Me tumbo despacio a su lado y noto el calor que desprende su cuerpo. Respiro hondo, dejo que ese olor familiar —mezcla de su piel y de su crema— me invada.


No necesito más.


Cierro los ojos con una sonrisa.


Dejo que el sueño me arrastre, agradecido, deseando que todas las noches fueran así: con ella ahí, cerca, respirando tranquila, recordándome sin palabras lo afortunado que soy.


Cuando abro los ojos, el lado de Vega está vacío.


La sábana aún guarda el calor de su cuerpo, y en el aire flota un leve olor a café. Miro el reloj: las 10:12. Me cuesta despegarme de la almohada, estoy demasiado relajado, con esa sensación de haber dormido profundamente.


Entonces recuerdo: a las doce hemos quedado para ir a misa con sus padres.


No solemos ir —en realidad, casi nunca—, pero hoy comemos en su casa y ya sabemos cómo son con las tradiciones. A Vega no le entusiasma, aunque se lo toma con buen humor. A mí, en el fondo, no me importa. Me gusta la idea de un domingo tranquilo: afeitarme, ponerme camisa, seguir la rutina de misa y luego el vermut. Es casi una forma de calma.


Mientras me levanto, sonrío al pensarlo.


Si existiera un infierno para los que practican la lujuria, nosotros tendríamos plaza fija.


Dios… si supieran lo que hacemos, lo que nos decimos, cómo nos miramos.


Abro la ventana; entra una luz suave, cálida.


Y pienso en lo distinta que es Vega a su hermana: tan educada, tan formal, tan de misa de doce en primera fila.


Menos mal, me digo sonriendo, que esa educación clásica no la pone en práctica en nuestro matrimonio.


Porque si algo agradezco de Vega, es que debajo de esa apariencia tranquila se esconde la mujer más viva, libre y apasionada que he conocido.


Camino por el pasillo medio dormido, aún con el pelo revuelto y la voz ronca del recién despierto.


Voy directo a la cocina, pero antes de llegar escucho su voz desde el despacho.


—Nico… ¿qué es esto? —pregunta, con un tono que mezcla sorpresa y curiosidad.


Me detengo en seco.


El corazón me da un vuelco.


Recuerdo de inmediato que anoche apagué la pantalla… pero no el portátil.


Asomo la cabeza por la puerta y ahí está: sentada en mi silla, con las piernas cruzadas, el portátil abierto delante. En la pantalla, el logo del foro brilla inconfundible.


—¿El qué? —pregunto, intentando sonar natural, aunque sé que ya es tarde.


Vega gira la silla hacia mí con una sonrisa traviesa.


—Aquí —dice, señalando la pantalla, y empieza a leer en voz alta, con una entonación casi teatral, como si fuera una locutora de radio erótica—: “El mar, la arena caliente, su cuerpo desnudo bajo mis manos…”


Levanta la mirada, y sonríe—. Somos nosotros, Nico.


—No… —atinó a decir, aunque mi voz suena poco convincente.


Vega ríe, divertida.


—¿Cómo que no? —insiste, y vuelve a leer otro fragmento, esta vez más despacio—. “Ella gime entre mis brazos, el mirón se queda quieto, y su placer lo inunda todo.”


Alza una ceja—. No me digas que esto no es la playa y el mirón…


No sé qué responder. Me quedo en la puerta, con una mezcla de vergüenza y algo de excitación por verla así, con esa expresión entre sorprendida y divertida.


—Perdona… —murmuro al fin.


Ella me mira unos segundos, y de repente estalla en risa.


—¿Pero esto alguien lo lee?


—Bueno… poca gente, pero sí. Y me dicen que les gusta.


—¿Y a ti? —pregunta, inclinándose hacia adelante, con una chispa peligrosa en los ojos.


—Sí… —respondo despacio—. Me pone contar lo que hacemos.


Vega me observa en silencio unos segundos.


Su sonrisa se forma despacio, casi imperceptible, como si necesitara saborear lo que acaba de descubrir.


No cierra el portátil; al contrario, lo gira un poco hacia ella, sin apartar la vista de la pantalla.


—¿Por qué no me lo habías dicho? —pregunta al fin, con voz tranquila, aunque noto una curiosidad sincera en sus ojos.


—No sé… —respondo, encogiéndome de hombros—. Pensé que te reirías. O que no te gustaría.


Ella sigue leyendo.


Pasa los dedos por el trackpad, avanza unas líneas, y su expresión cambia.


—Esto es muy bonito… —dice, casi en un suspiro—. “A veces la miro dormida y no puedo creer que sea mía.” —Levanta la vista y me sonríe—. No sabía que pensabas así cuando escribes.


Sonrío, algo incómodo, pero también con ternura.


—Siempre pienso así. Solo que no siempre lo digo.


Vega baja la mirada otra vez.


Sus ojos recorren la pantalla con curiosidad, buscando, hasta que se detiene en otro párrafo.


—A ver, a ver… —dice, divertida—. Aquí hay algo más interesante.


Leo en sus labios mientras repite en voz alta una de las frases más explícitas que escribí.


Su tono cambia, se vuelve más bajo, más provocador:


—“Ella se arquea, sabiendo que alguien podría vernos, y eso la enciende todavía más…”


Levanta la mirada, con una ceja alzada.


—Esto ya no es tan romántico —dice, mordiéndose el labio, entre divertida y picante—. Esto es sucio, Nico. Muy sucio.


Y en su mirada descubro que, aunque no lo admita, leerlo también la excita.


—A veces somos sucios… —digo, medio en broma, medio en serio.


Vega ríe, con esa risa suya entre pícara y dulce.


—¿Y me dejarías escribir? —pregunta, ladeando la cabeza—. Quizá podríamos hacerlo juntos… daríamos los dos puntos de vista. Podría estar bien.


La miro divertido.


—Pregúntaselo a ellos —respondo, fingiendo solemnidad—. Me debo a mis lectores.


Ella se ríe, abre el navegador y busca el foro con curiosidad.


—Venga, pregúntaselo a tus lectores —dice, imitándome con tono burlón.


—No, no —respondo—. Pregúntaselo tú.


Vega sonríe. Se sienta bien, coloca las manos sobre el teclado, me mira de reojo.


Puedo ver que está nerviosa, pero también ilusionada, excitada por el juego.


—¿Qué pongo? —me pregunta, con una sonrisa que no puede ocultar.


—Preséntate —le digo—. Y diles que eres tú, que si quieren que también escribas.


Ella asiente, se muerde el labio, y empieza a teclear:


—“Hola, soy Vega…” —se ríe al escribirlo—. ¿Por qué me pusiste ese nombre?


Sonrío y me apoyo en el marco de la puerta.


—Porque “Vega” me recuerda a las estrellas —le digo—. Brilla, pero también arde. Además, es un nombre que suena a mujer libre… y con un punto peligroso. Como tú.


Ella suelta una carcajada suave.


—Vale, eso te ha quedado bonito. —Y sigue escribiendo—.


Teclado en mano, dicta en voz alta, divertida, mientras escribe:


Hola, soy “Vega”, la mujer de… (borra mi nombre real) … de Nico.
Sí, soy yo. No sé muy bien cómo presentarme, porque ya me conocéis, y seguro que tenéis una imagen de mí… y de mis gustos.
Además, el guarro de mi marido me dibujó —y no sabía yo que iba a subir ese dibujo—.
Por cierto, soy más guapa que la del dibujo.
¿Os gustaría que escribiera con Nico y os contara lo que siento cuando… bueno, ya sabéis cuándo?

Cuando termina de leerlo, me mira con una mezcla de nervios y emoción.


—¿Le doy?


Asiento, sonriendo.


Ella no duda más. Pulsa publicar respuesta.


Durante un segundo, nos quedamos los dos mirando la pantalla.


Silencio.


Luego, Vega se gira hacia mí con una sonrisa enorme y un brillo en los ojos que me deja claro que el juego acaba de empezar.
Vega te conocemos ya un poquito y todo un placer. Tu visión será una maravilla para nosotros.... Maravilloso!!!
 
Vega
Me miro en el espejo y no sabría decir qué siento exactamente, pero me gusta.


Nico sigue en la ducha, el sonido del agua llega amortiguado desde el baño. Me vienen imágenes del momento de hace un rato, de su cuerpo tensándose sobre el mío, de ese instante en el que pierde el control y yo me dejo ir con él.


A veces pienso que me gusta demasiado verlo así, tan desbordado, tan fuera de sí. Me excita su respiración entrecortada, la manera en que intenta contenerse, como si temiera hacerme daño… y, aun así, no puede evitarlo.


Me acerco al espejo.


Busco algún rastro suyo en mi piel —una gota, una sombra, algo—, asegurando que no queda nada, no quiero que alguien se dé cuenta que esta mañana se ha corrido en mi cara


Sonrío sola. Me he acostumbrado a ese placer de tenerlo en mí, a esa sensación tibia que me deja en la piel.


Abro el cajón y saco el conjunto nuevo que compré hace unos días: braguitas semitransparentes y sujetador a juego, de un tono marfil suave, casi inocente.


Me los pongo despacio, observando mi reflejo. El encaje deja adivinar lo que esconde; me gusta ese punto de provocación que solo él verá.


Abro el armario y elijo un vestido sobrio, elegante.


El contraste me hace sonreír: por dentro, fuego; por fuera, calma y corrección.


Pienso en lo irónico que resulta prepararme para ir a misa y después a casa de mis padres con este ardor bajo la piel.


No quiero ser tema de conversación de esas lenguas envenenadas que fingen virtud —ni darle a mi hermana, con su gesto perfecto y su marido aburrido, la satisfacción de juzgarme con la mirada.


Escucho el agua detenerse.


Nico sale de la ducha, el vapor le sigue como una nube.


Le miro sin disimulo.


El cuerpo aún húmedo, la piel tibia, el su pecho marcado, las gotas deslizándose por el abdomen hasta perderse bajo la toalla.


Siento un cosquilleo recorrerme entera; me gusta cómo se ve, cómo se mueve, ese aire distraído que tiene al secarse el pelo con una mano.


No digo nada hasta que se viste; quiero alargar el momento.


—¿Qué te vas a poner? —pregunto al fin, con tono de advertencia, como si le recordara el compromiso que tenemos—. Recuerda que vamos a casa de mis padres.


Él sonríe, tranquilo, mirándome por encima del hombro.


—No te preocupes —dice, abrochándose la camisa—. Algo formal… pero cómodo.


Lo observo mientras se viste. Cada gesto suyo me resulta familiar y, a la vez, nuevo.


En silencio, pienso que nadie —ni siquiera mis padres, ni mi hermana con su vida perfecta— sabrá nunca lo que hay debajo de esa camisa recién planchada… ni lo que sigue ardiendo bajo mi vestido.


Escucho la misa junto a Nico y, mientras el cura recita con voz monótona, dejo que mi mente se pierda entre los rostros conocidos que llenan los bancos.


Todos tan rectos, tan correctos, tan puros.


Pero solo es fachada.


Detrás de cada gesto de devoción hay un secreto, una grieta, una mentira bien planchada.


Ahí está doña Inés, con su sonrisa de porcelana, y su marido Carlos, que lleva años acostándose con la secretaria —todos lo saben, pero nadie lo dice—.


Más allá, Cristina de Hita, tan elegante, tan segura, que cambió a su marido de toda la vida por el hijo de un constructor multimillonario. El amor, dicen… pero en sus ojos solo brilla el reflejo del dinero.


Y como ellos, tantos otros.


Puros impíos comulgando y confesándose, convencidos de que el incienso borra la hipocresía.


Miro alrededor y me doy cuenta de que la iglesia está llena de niños.


Pequeños que lloran, que juegan con los misales, que se pelean por un caramelo o se duermen sobre los hombros de sus madres.


Son los hijos de todos estos fieles prolíficos que no paran de reproducirse, como si llenar el mundo de criaturas fuera prueba de fe.


A mí, en cambio, el instinto maternal no me ha visitado.


No me inquieta, pero sé que, para muchos de los que están aquí, eso me hace incompleta, casi sospechosa.


Sonrío con ironía.


Miro a mi hermana.


Perfecta, como siempre.


Y a su lado, él, su marido, tan firme, tan moral.


El tercer hijo de una familia ilustre, el que abandonó el seminario para casarse con ella.


“El pájaro espino”, le llamaba yo cuando tenía dieciocho años.


Mi hermana tenía veintiséis, y desde entonces los he visto actuar como si la virtud les saliera por los poros.


Son tal para cual: rígidos, orgullosos, encerrados en su propia idea de perfección.


El sacerdote levanta la hostia, el murmullo se apaga.


Siento la mano de Nico sobre la mía.


La aprieta con fuerza, en silencio.


Sabe que me incomoda estar aquí, rodeada de tanta apariencia.


Cuando lo miro, me devuelve una sonrisa breve, cómplice.


Y de pronto, todo el ruido se apaga.


No necesito fe para saber que ese gesto suyo es mi única verdad entre tanto teatro.


La misa, el vermut y ahora la comida en casa de mis padres.


Un domingo típico, tan español que casi parece sacado de una postal: los niños correteando por el pasillo, el olor del asado mezclado con el del vino, y las conversaciones cruzadas que suben y bajan como olas.


Mi hermana no ha parado de hablar durante todo el camino. Ahora colabora con una ONG —“un proyecto precioso”, repite mi madre, orgullosa—, y todos escuchan atentos como si estuvieran ante una santa moderna.


La miro mientras gesticula con esa seguridad que siempre tuvo para hablar de sí misma y, aunque la quiero, no puedo evitar pensar que, incluso a sus cuarenta, sigue siendo una repipi.


Sé que mamá está orgullosa de las dos; nunca ha hecho diferencias. Pero hay algo en esa admiración con la que la mira que, a veces, me irrita un poco.


No por celos —eso me lo he quitado hace tiempo—, sino porque sé que, si me comparan, yo siempre seré la que sonríe demasiado, la que no va a misa todos los domingos, la que no tiene hijos y se pinta los labios de rojo.


Mientras mamá termina la comida, me pregunta desde la cocina:


—Cariño, ¿dónde están las fotos de cuando fuisteis a Calpe? Las que salís las dos con los cubos de playa.


—En el álbum de mi dormitorio —respondo sin pensar.


—Pues no lo encontramos —dice, con ese tono suyo que mezcla dulzura y orden.


—Voy yo, mamá.


Nico se ofrece a acompañarme y subimos juntos.


Al abrir la puerta, me golpea una ráfaga de recuerdos.


Todo está igual que cuando me fui:


el corcho lleno de recortes, fotos y notitas dobladas con tinta azul;


las medallas del colegio colgando de una esquina;


los pósters arrugados;


los libros de lectura obligatoria en la estantería —Nada, El guardián entre el centeno, La sonrisa etrusca—;


y, sobre la cómoda, la muñeca de comunión, intacta, como si siguiera esperando algo.


Nico sonríe mirando alrededor.


—Te imagino aquí, escuchando música y hablando por teléfono con tus amigas —dice divertido.


Reímos mientras buscamos el álbum.


Revolvemos cajones, abrimos cajas, hojeamos sobres llenos de fotos antiguas.


Le voy contando anécdotas: quién era quién, en qué viaje fue, cómo acabamos empapadas en aquella playa o qué tontería hacíamos en esa foto.


Nos reímos, pero el álbum no aparece.


Entonces Nico se acerca al armario.


—A ver si está arriba —dice, y se pone de puntillas, pasando la mano por encima.


Y en ese instante lo recuerdo.


La caja.


La caja de zapatos.


Donde guardé cosas que no quería que nadie viera.


—Ahí no hay nada, Nico… —digo, más rápido de lo que quisiera.


Pero ya ha rozado el cartón.


—Mira, a lo mejor está aquí —responde, comenzando a bajarla.


—No, no, déjala… —digo, intentando sonar natural, pero me traiciona el tono.


Él me mira, curioso, con media sonrisa.


—¿Y por qué no? —pregunta, abriendo un poco la tapa.


Intento quitársela, pero ya es tarde.


La caja está en sus manos, abierta.


Y yo sé perfectamente lo que hay dentro.
Me gusta esta descripción de la percepción de l@s demás en su teatro vital y habitual.
Cuando conoces e intuyes esas facetas de las personas e su cara opuesta que quieren preservar hasta que se hace tan evidente...
 
VEGA


En la caja, Entre papeles doblados con mi antigua caligrafía, notas del colegio, dedicatorias escritas en tinta azul, una flor seca que alguna vez creí importante, y unos pendientes que ya no uso, hay también un pequeño desorden de fotos.


Fotos sueltas, revueltas, algunas con los bordes doblados, otras hechas con una Polaroid, con ese brillo nostálgico que las vuelve más vivas de lo que deberían.


Las reconozco incluso antes de verlas todas.


Sé lo que hay ahí.


Y no sé si quiero que Nico lo vea.


Siento un nudo en el estómago; la tensión se mezcla con algo que no esperaba… una corriente tibia, un calor extraño.


Me excita, sin saber por qué.


Quizá sea esa sensación de estar al borde de ser descubierta, o de entregarle una parte de mí que pertenece a otro tiempo.


Miro a Nico.


Sus ojos recorren la caja con curiosidad, pero aún no ha reparado en lo verdaderamente peligroso: las fotos.


Hace un comentario trivial, una broma ligera sobre los pendientes o alguna carta doblada.


Sonrío, fingiendo naturalidad, y aprovecho ese instante para intentar apartar la caja hacia mí.


—Dame eso, anda —le digo, con una sonrisa que intento que suene despreocupada.


Él no me la da, claro.


Y yo tampoco insisto demasiado, aunque sé que debería.


Porque, en el fondo, algo dentro de mí desea que insista.


Que siga.


Que mire lo que no quiero que mire.


Y que, al hacerlo, descubra un pedazo de la mujer que fui antes de ser su Vega.


Nico alarga la mano y, sin que yo pueda impedirlo, coge una de las fotos del montón.


Por suerte, no es de las comprometidas.


—¿Roma? —pregunta, observándola con una sonrisa.


Asiento, intentando disimular la tensión que todavía me recorre el cuerpo.


—Viaje de fin de curso… —respondo, bajando un poco la voz—. Teníamos dieciocho años, íbamos todas como si el mundo empezara ahí.


La foto me devuelve un instante que creía olvidado: el autobús lleno de risas, de música, de perfume barato; mi amiga Laura dormida en mi hombro, el sol entrando por las cortinas de plástico y tiñéndolo todo de un color cálido, casi dorado.


Llevaba una camiseta blanca, el pelo recogido y esa expresión de quien todavía no sabe lo que la vida puede hacerle.


—Estás preciosa —dice Nico, mirándola con atención, sin malicia, pero con esa ternura que me desarma.


—Eran otros tiempos —le respondo, sonriendo—. Me gustaba hacerme fotos en todos lados, y Laura siempre me seguía el juego.


Él me la devuelve, y por un instante respiro tranquila.


Esa era de las inocentes.


Solo una imagen congelada del pasado, un recuerdo amable entre otros que preferiría no ver salir de esa caja.


Nico toma otra foto del montón. La sostiene unos segundos entre los dedos, con esa curiosidad que a veces mezcla ternura y picardía.


Su sonrisa se abre despacio, y sé que ha encontrado una de las que no quería que viera tan pronto.


—Vaya… —dice, divertido—. Esto ya no parece tan inocente.


Me inclino un poco para mirar.


Ahí estoy yo, en la habitación del hotel de Roma, tumbada en la cama, el cuerpo medio ladeado, una pierna doblada y la otra estirada, con una expresión que, en mi cabeza de entonces, pretendía ser sensual.


Y sí… los calcetines. Unos calcetines de rayas, absurdos, coloridos, que rompen cualquier intento de erotismo.


—Por favor… —suspiro, llevándome la mano a la cara—. ¿Por qué llevaba eso?


Nico ríe.


—No sé qué me pone más, si la pose o los calcetines —bromea, levantando la foto para verla a contraluz—. ¿Qué intentabas, posar para una portada de “Jóvenes promesas del caos”?


Me río también, vencida.


—Quería parecer una modelo… o algo así. Era una mezcla de ingenuidad y tontería adolescente.


Él me mira, aún sonriendo, pero con un brillo distinto en los ojos.


—Pues, para ser ingenua, la pose tiene lo suyo.


Me muerdo el labio, fingiendo que me molesta, aunque la verdad es que siento un pequeño calor en el pecho.


La manera en que lo dice, sin juzgar, con deseo disimulado, me hace recordar lo que fue aquella foto: un juego, una insinuación tímida del poder de gustar.


—Guárdala —le digo al final, bajando la voz—. Esa, si quieres, puedes quedártela.


Él sonríe, y por un instante, mientras coloca la foto sobre sus rodillas, pienso que acaba de ver una parte de mí que ni yo recordaba del todo.


Al mover la caja, una foto cae sobre mis rodillas. Intento esconderla, pero Nico ya la ha visto.


El aire en la habitación cambia, se vuelve espeso. Me quedo inmóvil, con la mirada fija en la imagen, sin atreverme a tocarla.


Siento un temblor leve, esa mezcla imposible de pudor y deseo que me recorre entera.


Recuerdo perfectamente el instante en que me la hicieron, la habitación, la luz, la piel desnuda, el calor de aquel verano.


Y sobre todo, el gesto… ese gesto mío que ahora me cuesta reconocer, pero que revive en mi cuerpo con una claridad que me asusta.


Mis dedos rozan la esquina de la foto.


Puedo sentirlo otra vez: la respiración agitada, el pulso en el cuello, el peso del deseo.


Por un segundo, cierro los ojos y el recuerdo se mezcla con el presente.


NICO


—No borres —le digo, al ver cómo su mano tiembla sobre el teclado.


No he llegado a leer lo que estaba escribiendo, pero ella ha borrado deprisa, como si esconderlo fuera más excitante que mostrarlo.


Se ríe nerviosa, y esa risa tiene algo de confesión.


—¿Quién es la escritora ahora? —le susurro, acercándome.


Ella no responde.


Solo baja un poco la cabeza, el cabello cayendo sobre sus hombros, y en sus ojos hay algo distinto: un brillo que no es solo vergüenza.


—Es que es muy fuerte… —murmura—. Me da vergüenza.


—¿Vergüenza de mí? —le pregunto, deslizando mis dedos por su cuello, notando cómo se eriza su piel.


—De lo que recuerdo —susurra, apenas audible.


—Entonces escríbelo —le digo, más cerca de su oído—. Escribe lo que has borrado.


Vega duda unos segundos, respira hondo… y vuelve a teclear.


Sus dedos se mueven despacio, como si cada palabra le costara un trozo de aire.


Cuando termina, el silencio pesa.


Yo no necesito leerlo entero para entender.


La forma en que tiembla, el rubor en sus mejillas, la respiración contenida… todo lo que calla me dice lo que estaba ahí escrito.


La foto sigue entre nosotros, muda, pero llena de esa electricidad antigua.


Ella la mira y luego me mira a mí.


Y en ese cruce, lo sé: no es el pasado lo que la excita, sino el hecho de estar reviviéndolo conmigo.


VEGA


Recuerdo todo —la polla que tenía en la boca— era más grande, más gruesa.


Pero al ver la foto, algo no encaja.


Lo que entonces me pareció desbordante ahora se ve… escaso. Más pequeño, casi ingenuo.


Me sorprende la diferencia, y aun así no puedo evitarlo: el recuerdo me enciende.

Recuerdo la excitación, el calor en la cara, el vértigo de saberme fotografiada, de imaginar que luego él se masturbaría con aquella imagen.

Y al revivirlo, la sensación vuelve: la misma urgencia, el mismo deseo de tenerlo otra vez entre mis labios.

Nico está a mi lado. No dice nada.

Solo noto cómo me observa mientras mira también la foto.

Esa quietud suya me excita más que cualquier palabra, porque sé que está pensando en lo mismo: en esa boca, en ese gesto, en esa entrega que ahora es suya.

Siento el calor subir desde mi entrepierna como una corriente eléctrica que me abrasa; la respiración se acelera, la piel se me tensa.

Sé que él también lo nota. Sé que ha reconocido el gesto.


Me humedezco solo de imaginar que Nico me diga que se la chupe aquí, en mi antigua habitación de adolescente.

Mi mano, movida por un reflejo, busca su muslo. Roza su pierna.

No lo miro, pero siento su cuerpo responder cuando mis dedos llegan a su entrepierna.

Siento su dureza, caliente, viva.

Y el deseo (el de entonces y el de ahora) se mezclan en un mismo punto que ya no distingo si pertenece al recuerdo o al presente.

Meto la mano en su pantalón, y las yemas de mis dedos rodean su miembro. Subo y bajo la piel, despacio, sintiendo cómo se humedece.

Nico toma otra foto.

No es tan explícita como la anterior, pero sigo desnuda, en otra cama, con otra luz, otro día.

La reconozco enseguida. Sé lo que ocurrió aquella tarde. Recuerdo cómo follamos, cómo me sujetaba, cómo me miraba mientras gemía.

El recuerdo me atraviesa como una corriente suave y caliente.


Me vienen imágenes sueltas: su cuerpo sobre el mío, su sexo, sus manos, los jadeos, el aire espeso que olía a deseo después del orgasmo.

La cámara capturó mi risa, la broma, su sexo rozando mis labios.

Al verla, mi cuerpo responde antes que mi mente.

El eco de aquel deseo me late por dentro; no es nostalgia, es algo más físico, más inmediato.

Me gusta que Nico lo vea, que sepa que soy capaz de todo, que soy suya y sigo siendo aquella mujer que se excitaba sabiendo que alguien la miraba.

Mi mano aprieta su miembro. Mis dedos apenas abarcan el contorno.

Subo y bajo, lenta, sintiendo cómo su piel se tensa, cómo el deseo crece entre los dos.

No hace falta mirarnos: los dos sabemos que lo que arde ya no pertenece al recuerdo, sino al presente, a él y a mí.
 
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