Efectivamente, el alemán ha vuelto como hace siempre al final de la primavera y principios del verano. Se acerca hacia ellas y saluda a los chicos primero, luego da un abrazo a Yaiza y otro a María que se siente un juguete entre sus brazos, apretada contra su cuerpo duro y fornido.
Una nueva premonición le hace tener un cosquilleo en el estómago porque nota una conexión especial y una mirada intensa por parte del hombre del Norte. El verano pasado (recién instalados) apenas tuvieron tiempo de intimar, pero ella no olvida el episodio en que la sacó del agua y la conexión que hubo entre ambos las pocas veces que coincidieron.
Él les cuenta la historia reciente de su vida: varios meses embarcado en un barco bacaladero en el Atlántico Norte. Trabajo duro, sin apenas parar para descansar, mar a veces picada, alguna que otra tormenta infernal, mucho frío y también (como corresponde) un buen sueldo que le permitirá ahora vivir varios meses hasta la próxima campaña, incluido el verano. Sus manos duras, cortadas por varias cicatrices y su rostro curtido por el frío y la brisa marina certifican su relato. María se ve atrapada por la narración, por el hombre, por el aura que destila, por esos ojos azules intensos, por esa barba en la que a pesar de no haber cumplido los cuarenta asoma alguna cana. El hombre también se fija en ella.
- Me he acordado de ti muchas veces - le dice, lo hace sin un ápice de petulancia, sin ningún interés oculto, simplemente de una forma clara y espartana, refrendando lo que es una realidad.
Y es que María ha ocupado muchas de sus noches en vela, muchos de sus sueños húmedos, como si fuera una obsesión que revoloteaba en su mente durante todo el tiempo que ha estado fuera de la Costa de la Luz. Para todos resulta evidente como se miran, como se escuchan, como se siente el uno en el otro, como prácticamente están deseando fundirse en un abrazo. Más tarde, cuando llega la hora de recogerse, María les dice a sus chicos:
- Voy a invitarlo al apartamento.
Ellos simplemente asienten con la cabeza. Sven no parece sorprendido cuando ella le propone acompañarlos a pesar que no deja de mirar a los chicos, como pensando cuál va a ser la propuesta o en qué va a consistir exactamente el juego que le proponen.
En el apartamento toman unos chupitos de ron. En su marinero, acostumbrado a licores fuertes, no parece hacer mella. María sí nota que se le va un poco la cabeza y se pega a él en el sofá, desabrochándole la camisa y acariciándole el pecho. Sven la toma del cuello y la besa. Sabe a salitre, a licor y a pescador. Sabe a pirata y sabe también a hombre del Norte, a vikingo. María se enciende. Toma su mano grande, callosa, con dedos fuertes y los lleva hasta su muslo que él agarra con fuerza como si fuera al cabo de una nave de vela. Ella se estremece y él torna el apretón en caricia.
Jero y Juanjo se sientan cerca. Uno de ellos pone la mano en el muslo del alemán. Él no hace ningún movimiento brusco ni parece enfadado, simplemente la toma y la retira negando con la cabeza. No va de ese rollo, parece decirles. María les echa una mirada advirtiéndoles que esa es su noche y que, si a él no le van los hombres, que no lo estropeen. Ellos, obedientes, ponen distancia yéndose al otro extremo del sofá, pero la situación es un poco incómoda, de manera que María se levanta y toma al norteño de la mano. Lo lleva hasta la habitación y antes de cerrar la puerta les dice a los chicos:
- Quiero tener un hijo.
Lo hace inequívoca e inapelable, como si estuviera segura que él es el hombre que ha estado esperando todo este tiempo para ese fin, pero sin el cómo. Los muchachos ven la determinación en su cara y no se oponen.
- Ve con él - le dice Jero a la vez que Juanjo asiente.
Entonces cierra la puerta y queda a solas con su hombre, porque esa noche es su hombre. Posiblemente cien kilos de individuo alto y fuerte, de ojos azul marino profundo que ahora se oscurecen por el deseo. Ella se quita la ropa, queda desnuda y se somete a su mirada aprobadora. Luego lo desviste. Él ha empezado quitándose la camisa que ya tenía desabotonada, pero ella continua con todo lo demás como si fuera un ritual, como una ninfa preparando a un Dios para una ceremonia, tomándose su tiempo, recorriendo su cuerpo con los dedos, palpando cada centímetro de su piel, dejando su sexo libre. Su pene mide casi una cuarta en reposo, es grueso, su glande resalta acorde con lo demás. María siente un estremecimiento de placer solo de imaginarlo sobre ella, abriéndole los muslos y penetrándola hasta lo más profundo, llenándola de su esencia, preñándola.
Como si él pudiera leerle la mente, la toma en brazos y la lleva a la cama siguiendo prácticamente ese mismo ritual. En el sueño está tan húmeda que no necesita preliminares ni lubricación extra, simplemente abrirse y relajarse mientras él la penetra muy despacito. Nota su carne dilatarse, abrazar aquel miembro, fundirse con él aceptándolo en su interior y haciéndose los dos uno solo. El glande es como una bola de carne que va en vanguardia, llegando hasta el fondo de su vagina, tocando el final, proporcionándole un roce gozoso que el resto del falo aumenta. El hombre empuja y retrocede una y otra vez, como si estuviera atacando la puerta de una fortaleza. Trata de ser delicado pero al final, cuando le introduce los últimos centímetros, siempre acaba dando un empujón que a ella la hace vibrar por fuera y por dentro, emitiendo un gemido alto y ronco. Se pone en tensión, los muslos se le agarrotan, con las palmas de las manos araña las sábanas, sus pechos botan provocándole un suave cosquilleo en las puntas. Desea que él las muerda, pero no tiene tiempo de pedirle nada porque el orgasmo le llega como un golpe de mar que esos hacen naufragar una barquita: de repente, imprevisto, poderoso e inapelable.
María grita. Grita de placer, grita porque está descontrolada, porque su cuerpo no le obedece, porque se muere de gusto. Todo su ser tiembla incluso cuando el clímax ha pasado. Con sus muslos intenta rodear la cintura del hombre apretando los talones en sus nalgas para que continúe dentro. Sven se mantiene firme como una roca, aplastándola con su peso, penetrándola hasta lo más hondo. Y de repente, con apenas un par de movimientos, algo estalla en su interior. María percibe perfectamente las contracciones del miembro que en rápida sucesión eyacula tres o cuatro chorros de esperma tan potentes que desbordan su vagina y salen disparados por sus labios mayores, pegándose a sus muslos y a los testículos de Sven, volviéndose un engrudo pegajoso a medida que él continúa deslizando el miembro por su vagina. Finalmente se detiene y tras aguantar la posición un par de minutos en los que permanecen aferrados el uno al otro, finalmente la saca y se tumba a su lado. María se nota muy encharcada. Expulsa tal y como está, sin moverse, una buena cantidad de semen manchando las sábanas y luego se queda mirando hacia el techo, cansada pero feliz y satisfecha. Pasado un rato se gira y se recuesta contra el hombre del Norte, acariciando su pecho, enredando las yemas en su pelo.
No hablan, no preguntan, no hay cuestiones que formular ni respuestas que buscar, solo deseo satisfecho, anhelo colmado, placer diferido que aún aletea en su tripa y en su pecho. Más tarde les vuelven las ganas. Él se recupera y ella está tumbada boca abajo dejándose acariciar la nuca, la espalda y el culo. Una mano ruda y áspera que recorre sin embargo con delicadeza su piel. María ronronea y levanta el trasero, excitada de nuevo. Sven se sube y la aprisiona bajo su peso. Su miembro busca desde atrás abrirse y ella separa las piernas para facilitarlo a la vez que mete la mano por debajo de las ingles y dirige la punta para que encuentre la entrada de su coño. Siente que, si el desea, de un solo empujón podría penetrarla, romperla, desgarrarla, hacerle daño, destrozarla a golpes de cintura, pero eso no sucede porque a pesar de su tamaño y de su fuerza es extraordinariamente delicado. Quizás sea el sueño, pero sabe aplicar siempre la fuerza justa para no dañarla y solo se vuelve intenso cuando sabe que ella está lista para el placer. Así sucede esta vez también, desde atrás como si estuviera haciendo flexiones, juega a meterla y sacarla, a empujar, a llegar hasta el fondo, a dar con el culo de María penetrando cada vez más fuerte. María mete las manos por debajo buscando su nódulo y se acaricia mientras él la folla. Va pegando pequeños tirones al clítoris, tiene los labios hinchados por el roce y también por el placer. Lo espera, va bajando el ritmo de estimulación cuando siente que llega al orgasmo, incluso llega a detenerse mientras él continúa follándola, hasta que al final nota como el hombre se vuelve a derramar dentro y entonces presiona y agita rápidamente hasta que ella misma también se corre. Después, agotada, entra en un profundo sueño. Se queda así, tumbada boca abajo. Luego se pone de costado para poder respirar mejor y entonces las tinieblas del sueño se apoderan de ella.
Cuando despierta el sol está muy alto, es ya mediodía. Jero aún continúa en el taller y Juanjo debe haberse ido ya para entrar en el bar. Ella se levanta y prepara un poco de desayuno: hace tostadas con una barra de pan que sobró del día anterior, prepara café y exprime unas naranjas. Luego se da una ducha antes de llamar a Sven, cosa que no es necesaria pues cuando sale liada en la toalla está esperándola de pie, desnudo. Se fija en su pecho, sus brazos musculosos, su barriguita incipiente, su cintura ancha, sus piernas fuertes y duras, bien musculadas. El pene que cuelga es tan grueso que oculta sus huevos. Lo invita a sentarse en la mesa y los dos desayunan entablando una media conversación en el español que el hombre es capaz de chapurrear. María sonríe, le gusta verlo desnudo. A pesar de la diferencia de edad es para ella como un niño grande, se cree capaz de manejarlo, parece simple y buena persona. Si se queda embarazada le gustaría que su hijo fuera así. El pensamiento de quedarse encinta la hace revolverse inquieta otra vez, su matriz se encharca y la humedad vuelve a aparecer en su vagina. Se levanta para recoger la mesa señalándole a Sven donde puede ducharse, pero cuando está colocando los platos en el fregadero lo nota detrás de ella. Una presencia enorme, cálida, dura como la roca del acantilado se pega a ella y la abraza. Siente el miembro en su espalda. Se deja quitar la toalla que cae a sus pies y ahora ya nada se interpone entre piel y piel. La verga queda a la altura de su cintura, las manos acarician sus pequeños pechos, que se pierden entre ellas, que los pueden abarcar sin ningún problema, el aliento en su cuello que casi forma vapor. María mete la mano entre los dos cuerpos y agarra la verga del hombre, la masturba con cuidado, suavemente y luego se da la vuelta agachándose. Por primera vez la mete en su boca y de rodillas le hace una felación haciendo que el hombre gima de gusto. Si sigue así va a conseguir que se corra, pero no es su intención, ella sigue empecinada con que la preñen, así que tira de él y se acerca a la mesa del comedor. Se sienta en ella y abre las piernas mientras se echa para atrás, apoyándose en los codos. Queda a una altura buena, de forma que Sven puede jugar con su falo restregándolo contra su coñito. Luego la penetra tirando de ella hasta que el culo queda hasta el borde. De nuevo, el dulce vaivén, de nuevo la carne que entra en la carne, el roce gozoso, las manos de María intentando arañar el mantel igual que por la noche había agarrado las sábanas en un reflejo provocado por cada espasmo de placer. Finalmente acaba colgada de su cuello mientras él la golpea en su interior, dilatándola y provocándole un nuevo orgasmo. Luego sale de ella, la gira y María queda su merced echada sobre la mesa, con el culo levantado y esperando de nuevo que la penetre. Ahora sí nota un poco de molestia (que no de daño) porque en esa posición la embiste muy profundo y muy fuerte. La toma de las caderas y empuja una y otra vez hasta que finalmente la sujeta contra sí, pegada, con su pene llenándole la vagina, con esas manos duras y firmes inmovilizándola mientras eyacula en su interior. Puede sentir cada golpe de semen, cada vibración del pene, cada una de sus venas marcadas latiendo por la sangre que bombean, el glande aplastándose contra el cuello de su útero. Es una bestialidad que la hace sentirse como electrizada, es un sentimiento extraño, animal, atávico, que la atrae y la excita en una retroalimentación que la mantiene en tensión, provocándole una gran hipersensibilidad sobre todo en sus pezones y en su sexo.
Pasan unos minutos eternos en los que él se mantiene todavía en su interior hasta que por fin la saca. María oye como caen los goterones de semen al suelo, esa es una imagen que la va a perseguir durante las horas siguientes en las que, a pesar de estar cansada y un poco dolorida por esos tres polvos salvajes, se volverá a excitar recordándola mientras cuenta las horas para volver a encontrarse con el alemán.