Abel Santos
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DIA 17 – BLANCA SE VA
A la mañana siguiente, Blanca madrugó más que yo, como era habitual. Cuando abrí los ojos, me dio un piquito en los labios y me susurró:
—Tranquilo, cariño, son solo las ocho. Puedes dormir un poco más, yo me voy a desayunar y vuelvo en un rato.
Me lamenté por dejarla sola en medio de la jauría, pero el sueño me pudo y volví a adormilarme. No sabía cuánto tiempo había permanecido en un duerme vela hasta que por fin desperté del todo. Lo que me despejó fue descubrir un móvil boca abajo sobre mi mesilla de noche.
No me gustaba dejar mi teléfono cerca de la cabeza —ondas hercianas y esas cosas—, así que no dudé ni un instante que era el iPhone de Blanca.
¡Joder, el móvil de Blanca seguía donde lo dejé cargando la tarde anterior! Y ella no andaba por allí… Era mi oportunidad.
Di un bote sobre la cama, encendí la lamparita y tomé el iPhone, todo ello en un solo movimiento. Apreté el botón de encendido y la pantalla se iluminó. ¡Hurra, primera barrera superada! Pulsé los dígitos del pin y, mientras el aparato se desbloqueaba, la puerta de la habitación comenzó a abrirse.
Blanca se quedó congelada al verme con su móvil en mis manos y se lanzó como una gata en defensa de sus crías:
—¿Qué haces con mi iPhone? ¿No estarás espiándome?
Me atraganté buscando una respuesta lo más verosímil posible.
—Oh, no, cielo… —improvisé—. ¿Cómo voy a espiarte si no tengo tu clave?
—¿Y qué haces con él en la mano?
—Ha pitado, tal vez por un mensaje… Me ha despertado y lo he cogido entre sueños, sin saber si era el mío.
Había caminado hacia mi lado de la cama y me arrancó el aparato de las manos. Luego lo encendió y se encontró el móvil abierto y con la app de correo en primer plano.
—¡No… me… jodas…! —su rostro cambió de color—. ¡Está desbloqueado!
—¿Q-qué…? —traté de demostrar sorpresa, pero mi actuación debió de salirme fatal.
—¡A ver, Alex… dime la verdad…! —me fusiló con una de sus miradas asesinas—. ¿Cómo has conseguido mi pin?
Tragué saliva varias veces antes de balbucear.
—Ostras, cari, que yo no tengo ni idea de tu pin… ¿De dónde iba yo a sacarlo?
Sus ojos se abrieron aún más al detectar la siguiente anomalía.
—¡Qué…! ¿Has estado leyendo mis correos?
—¿Eh? —seguía en mis trece de negarlo todo—. ¿Qué correo?
La ira de su rostro iba creciendo.
—Mira, Alex, ¡no me tomes por tonta porque es lo último que te tolero! —se había enfurecido de veras y aún no había llegado al techo de indignación—. ¡Y menos se te ocurra mentirme…! ¡Dime cómo has conseguido el pin y qué has estado curioseando o te juro que…!
Se cortó para no soltar el juramento que le venía a la boca. Tanto ella como yo sabíamos que si lo lanzaba, era de las que lo cumplían.
En cualquier caso, su ira no hacía más que confirmarme que algo ocultaba. No la había visto tan enfadada por una cosa así jamás. Ni cuando le eché en cara que aún se mensajeara con su ex después de llevar un año saliendo conmigo. Hasta ese momento ambos conocíamos el pin del otro, pero a partir de entonces nuestras particulares claves se convirtieron en top secret.
En aquella ocasión también se había cabreado de lo lindo, pero ni la décima parte de lo que estaba ocurriendo ante mis narices.
—Vale, vale, lo admito… Conseguí tu pin viéndote teclearlo anoche —le mentí—. Y no he leído nada, te lo prometo, no me ha dado tiempo…
Pero no era de las que soltaba a su presa una vez la había mordido. Me mostró la pantalla en la que se veía la app de e-mail.
—Explícate… ¿Qué hacías hurgando en el correo?
—Joder, Blanca, no creo que sea para tanto…
—Lo es… —la seriedad de su rostro comenzaba a asustarme—. Ni te imaginas cuánto… Así que dime lo que ha pasado con pelos y señales o vamos a tener un problema serio.
No cabía otra que sincerarme. Le expliqué cómo había intentado leer sus mensajes del wasap interno y que los había encontrado borrados. Y que al intentar leer su correo, el móvil se había quedado sin batería.
Tras escuchar mi confesión, guardó el aparato en un bolsillo de la falda y se giró hacia la puerta.
—¡Espera, Blanca! —le grité—. ¿Dónde vas?
—No lo sé… —respondió—. La has cagado, Alex. No tienes ni idea de lo que has hecho…
El portazo al salir debió de oírse en todas las habitaciones. Y la soledad me atrapó con el inmenso silencio que dejó en la habitación tras su huida.
*
El resto de la mañana se me pasó como a cámara lenta. Desayuné, paseé por la primera planta, leí sin entender lo que leía y, sobre todo, la esperé en la habitación.
Al principio pensé que tarde o temprano Blanca volvería. Habíamos tenido algunas peleas bastante dramáticas durante nuestros siete años juntos. Incluso al comienzo del encierro ya se había ido algunas horas para finalmente volver, dulce y cariñosa como era ella.
Así que, llegada la hora, decidí ir a comer y esperar a que a mi regreso Blanca hubiera vuelto. La abrazaría con todas mis fuerzas y le pediría perdón. Luego haría lo que quisiera para compensarla por mi error.
Entraba en la cocina cuando la jauría salía de ella. A punto estuve de preguntarles por mi novia, pero decidí no hacerlo. No quería escuchar su nombre en las bocas de aquellos cerdos. Y mucho menos los chistes obscenos que seguro que Juan no se ahorraría al saber que la buscaba desesperado.
«Se habrá buscado un novio y andará follando por ahí, vete tú a saber… Menuda guarra te has echado de novia», imaginaba la respuesta sarcástica del gordo y preferí callar.
Comí en silencio y tomé varias tazas de café haciendo tiempo. Después encendí un cigarro que me supo fatal, pero que consiguió calmar mi angustia. Quizá esperaba verla entrar en la cocina con su sonrisa de niña buena, el caso es que permanecí a la mesa durante más de dos horas.
Finalmente, viendo que la espera era inútil, decidí volver al cuarto. La sorpresa que me esperaba allí me dejó sin respiración: el armario de Blanca se hallaba abierto de par en par y toda su ropa se había evaporado.
Caí de rodillas y lloré desconsolado. Blanca se había ido… de verdad. Ni siquiera la noche que pasó con Rubén había vaciado tan a conciencia el armario. En aquella ocasión se había conformado con llevarse cuatro trapos y dos mudas. Ahora solo había dejado dos perchas rotas y un calcetín desparejado.
La tarde de aquel aciago DÍA 17 la pasé buscándola por todos los rincones. Me tragué el orgullo y pregunté a todos los habitantes de la discoteca por si la habían visto. Lo único que conseguí fueron expresiones de ironía o incluso de rencor.
—¡Vete a la mierda! —me había dicho Rubén cuando le pregunté—. Eres un cerdo. Eso no se hace…
Supuse que todos estaban al tanto de mi intento de espionaje en el iPhone de Blanca. La muy asquerosa no había tenido empacho en contarles a aquellos tipejos nuestros secretos de alcoba.
Solo el viejo Mario, inocente y noble como siempre, tuvo a bien decirme algo más concreto.
—No sé, chaval… —replicó ante mi pregunta con su vocecilla de anciano—. Me parece que la has cagado pero bien… No la busques… no la vas a encontrar. Yo que tú le dejaría tiempo… A lo mejor si la dejas que se desahogue… Pero yo no te he dicho nada, ¿eh? Que luego me quedo sin follar…
Me hubiera reído si la situación no fuera tan grave. Y, para mi sorpresa, comprendí la ternura con la que Blanca hablaba del vejete. Un vejete que, por otro lado, solo pensaba en sexo las veinticuatro horas del día.
*
Aquella noche fue una de las muchas en que no pegué ojo. Daba vueltas en la cama ensayando las frases de disculpa que le diría cuando volviera. Si es que eso ocurría.
Decidí enviarle un mensaje. Desbloqueé el móvil y pulsé el icono de la app del wasap interno.
Un error apareció en la pantalla, junto con un aviso más que significativo: «servicio no disponible». Me indigné y solté varios tacos. Los cabrones de EXTA-SIS habían eliminado el único medio de comunicación que me quedaba con Blanca. Me habían convertido en un proscrito.
La opresión en mi pecho crecía sin parar. Había planeado salir de aquel encierro —si eso fuera posible— y olvidar que conocía a Blanca. Alejarme de ella para siempre era la forma en que me vengaría de todas sus afrentas.
Pero ahora me daba cuenta de que no podría hacerlo por mucho que me lo propusiera. Una cosa era pensarlo y otra llevarlo a cabo. El cordón umbilical que me unía a mi novia era más fuerte que cualquier otro sentimiento, ya fuera de odio, de asco o, incluso, de decepción ante sus múltiples desprecios. La quería más que a nada, y perderla sería tanto como morir en vida.
Serían sobre las cuatro de la mañana cuando tuve una iluminación. Si Blanca se había ido con toda su ropa, por fuerza tendría que haberlo hecho a una de las otras habitaciones. Y a esas horas todos dormirían, por lo que no sería muy difícil de localizar.
No tuve que pensármelo mucho. Si estaba durmiendo con alguno de los del grupo, ese sería el médico con toda seguridad. Debía de sentirse eufórico el muy cerdo al haber conseguido su propósito: robarme a Blanca y quitarse de en medio a un molesto rival.
Teniendo en cuenta que yo había arrancado el orgasmo de Blanca en prueba oficial, ya no me necesitaba. La tenía toda para él.
Maldiciéndole por lo bajo, salí de la habitación. En esta ocasión no pretendía meterme en peleas si la encontraba con él. Bastante se había liado ya como para montar otra bronca. Trataría de soportar lo insoportable con tal de recuperarla.
Pasé de largo por la habitación de Rubén. Con solo un vistazo por el ojo de buey pude comprobar que se encontraba a solas en la cama. Al llegar a la de Hugo, sin embargo, me asomé con precaución. Necesité varios segundos para acostumbrarme a la oscuridad reinante en el interior, solo blanqueada por la escasa luz del pasillo, que no se apagaba ni de día ni de noche.
Me alarmé al comprobar que el médico dormía a solas, igualmente. Tardé un segundo en comprender que aún me faltaba un dormitorio por chequear. Porque con la habitación de Mario no contaba. No sabía qué era peor: que estuviera con Hugo o con Juan. Concluí, tras pensarlo, que ninguna de las opciones me aliviaba.
Llegué agobiado hasta la puerta del exbombero y comprobé que una ligera claridad salía del interior. Apliqué la mirada y, efectivamente, Blanca y Juan se encontraban acostados frente a frente.
La claridad que había observado aún antes de llegar provenía de una linterna que tenían apoyada en una mesilla. Parecía dejada allí a propósito para alumbrar lo que quisiera que estuvieran haciendo.
Me senté con la espalda contra el muro y sollocé desesperado. Blanca, mi pequeña, mi amor… se había buscado una mejor opción entre los hombres que la rodeaban. Y la prioridad que había utilizado a la hora de su elección era el sexo.
Todos sabíamos que el exbombero era el único que la arrancaba un placer desmedido con tan solo rozarla. Y ella había cambiado tanto que eso era ahora lo único que le importaba. La depravación a la que había llegado tras la estancia en aquel encierro jamás la hubiera creído si no la estuviera viendo por mí mismo.
—Joder, Blanca… —me lamentaba—. ¿Por qué…? ¿Por qué…?
Tras unos minutos, me obligué a levantarme y a mirar por el ojo de buey. Vislumbré a Juan y a Blanca en la misma posición, el gordo a mi izquierda y ella a la derecha, mirando hacia él. Juan se hallaba desnudo de medio cuerpo y de Blanca no se sabía, ya que se encontraba cubierta por la sábana.
Y no estaban practicando sexo.
Ese detalle me tranquilizó, aunque no podía saber si acabarían de practicarlo. El exbombero era capaz de mantener despierta a una mujer durante una noche, quizá más, y tal vez se encontraran en un descanso.
Los observé unos segundos, aguzando la vista, y comprendí que conversaban. Por desgracia, la puerta se hallaba atrancada por dentro y la semi oscuridad del interior no me permitía leer sus labios.
Permanecí absorto contemplando el bello rostro de Blanca. No supe el tiempo que pasó, pero las dos figuras no movieron un solo músculo en todo el intervalo. Finalmente, el exbombero se movió ligeramente y sospeché que se acercaría hacia ella para otra sesión de sexo.
Por fortuna no fue así. El gordo se giró hacia su mesilla y apagó la linterna. A continuación, ambos se movieron hacia su lado de la cama y se dieron la espalda. Tras ello, la habitación quedó en total calma.
Era el momento de volver a mi cuarto. Al menos, daba la sensación de que aquella noche no volvería a pasar nada en aquel dormitorio.
*
Antes de terminar de girarme, la voz de Hugo me sobresaltó.
—No paras de equivocarte, ¿eh?
Me quedé perplejo y mudo ante la aparición. No hacía muchas horas había apaleado a aquel hijo de su madre, pero ahora su presencia me asustaba como si hubiera visto un fantasma. Además, me preguntaba, ¿qué habilidad tiene este tipejo para aparecer siempre cuando busco a Blanca? ¿Se pasará el día espiándome?
La respuesta era, probablemente, más sencilla de lo que parecía: no era a mí a quien acechaba, sino a ella, a quien vigilaba a todas horas como un novio celoso. Y esto era lo único que me producía placer en aquella situación. Que, aunque yo no tuviera a Blanca, él tampoco.
Ante mi mutismo, volvió a hablar.
—Eso que has hecho a Blanca es imperdonable…
Saqué fuerzas de donde no las tenía y respondí.
—No tienes ni idea… ¿Qué sabes tú de Blanca y de mí? No nos conoces…
—Conozco lo suficiente…
Esta afirmación golpeó mi línea de flotación. Imaginé las miles de charlas que Blanca y el médico habrían mantenido a mis espaldas en las casi tres semanas de encierro. Ardía de celos y de rabia solo de pensarlo.
—¿Qué te ha contado de mí…?
—Qué más da… lo que importa es el ahora, ¿no terminas de entenderlo?
El que hablaba no era el Hugo bravucón e indecente, sino el amable y serio doctor, quien debía de creer que tenía delante a uno de sus pacientes.
—No hay nada que entender —repliqué apretando los dientes—. Habéis degradado a Blanca y no voy a olvidarlo tan fácilmente.
—Eso si conseguimos salir, querrás decir…
Volví a callar. Y él se arrancó. Sabía que dominaba perfectamente los tempos de las conversaciones, así que no me cayó de sorpresa. Le tocaba soltarme su discurso, como hacía con todos a los que quería manipular.
—Lo que no entiendes es que salir de aquí o no depende de Blanca. Y ella se está sacrificando por salvarnos. Todo lo demás no le importa. Pero en tu egoísmo eres incapaz de verlo y no haces más que ponerle piedras en el camino. Si fueras capaz de mostrar la mitad de su generosidad, tal vez habríamos llegado al objetivo hace tiempo. Y ya nada de esto importaría.
Por «mi generosidad» quería decir que les dejase a Blanca para hacerle cuantas barbaridades les apeteciera, como a una furcia barata.
Miré a Hugo con interés. Me alucinaba el temple del manipulador. Estaba convencido de que se trataba de una mente bipolar. Había estudiado algo sobre este tipo de enfermos, y tratado con un niño autista con ese síndrome.
Las mentes bipolares pasaban de un estado a otro de una forma súbita y, la mayoría de las veces, sin un agente externo que disparara el proceso. Y el médico funcionaba así. Ahora hablaba como el hombre serio, formal e incluso honesto, que trataba de convencerme de algo que visto fríamente era cierto.
Y hasta llegaría a convencerme de mi culpabilidad si me dejaba arrastrar por su perorata.
Pero conseguí sobreponerme a sus palabras y recordé que en cualquier momento podría volver su Mister Hyde. Y que entonces sería capaz de ejercer las mayores humillaciones hacia mí y hacia ella. Y que Blanca podría volver a ser la víctima del horrible ginecólogo, que solo veía en ella un objeto de deseo con el que dar salida a sus bajas pasiones.
—Hazte un favor y háznoslo de paso al resto —siguió con su disertación—. Ya has cumplido tu objetivo. No te necesitamos. Así que puedes meterte en tu habitación y cerrarla por dentro. Deja a Blanca que sabe muy bien lo que tiene que hacer. Y déjanos a los demás resolver lo que falta… La pobre Blanca…
Se interrumpió y le apremié a que finalizara la frase.
—…está muy dolida por los problemas que hay entre vosotros. Y no tengo que decirte que su estado de ánimo nos puede afectar a todos. Deja de jodernos, porque te advierto que no voy a tolerarlo…
—¿Y si no…? —repliqué enseñándole los dientes.
Pensé que se encolerizaría y que mostraría su verdadera faz. Lo estaba retando. Prefería hablar con el monstruo y así no me sentiría culpable cuando le estrangulara con mis propias manos. Pero el médico iba por delante de mí, y se mostró afectado al responder.
—Y si no… puede que todo ya dé igual… —parecía que las lágrimas fueran a saltársele al muy cerdo. Qué actor se había perdido el cine, pensé irónico—. Hoy amanecerá el DÍA 18. En tres días podríamos estar todos muertos. Y en parte te lo deberemos a ti.
*
De vuelta a la habitación, no me molesté en meterme en la cama. Daba vueltas al cuarto sopesando las palabras de Hugo.
Había dicho cosas muy fuertes, como «en tres días podríamos estar todos muertos por tu culpa» o «tú ya has cumplido, no te necesitamos».
Pero, al mismo tiempo, había dicho otras que me hacían reflexionar con esperanza. «La pobre Blanca está muy dolida por los problemas que hay entre vosotros» era la que se había fijado en mi mente, repitiéndose sin parar.
El hecho de que mi novia no se encontrara en la habitación del médico ya era en sí una buena noticia. Dormir junto a él habría sido toda una declaración de intenciones. «Le elijo a él, aparta de mi camino», habría significado.
Sin embargo, el dormir junto a Juan, a pesar de todo, me ofrecía un resquicio de esperanza. Si lo que había entre ellos no era amor, sino solo sexo, nuestra relación podría no estar muerta. Y en ese caso seguiría luchando por revivirla hasta que no me quedaran fuerzas.
DIA 18 - LA MAYOR SORPRESA DEL ENCIERRO
La mañana del DÍA 18, a diferencia de lo habitual, fui el primero en llegar a la cocina. No quería perder la menor oportunidad para encontrarme con Blanca. No apareció, sin embargo.
Los siguientes en dejarse caer por el lugar fueron Mario y Rubén. Estaban estos terminando y se les unió Hugo. No fue hasta las nueve y media que apareció Juan. El exbombero desayunó copiosamente y, antes de irse, hizo provisión de café y magdalenas, que supe que eran para mi novia sin lugar a dudas.
Blanca estaba utilizando con Juan la misma estrategia que habíamos utilizado los dos en otras ocasiones: desayunar en la habitación para no tener que cruzarnos con los demás. La diferencia era que el término «los demás» ahora se refería a mí.
No me pasó desapercibido el gran número de magdalenas que portaba Juan. Tal vez Blanca necesitara retomar fuerzas por los excesos de la noche junto a él.
Durante el resto de la mañana me arrastré por los rincones más inhóspitos de la discoteca, sin ánimo para conversar con nadie. Acabé escondido tras la barra en la que apaleé al médico. Los cristales de la botella rota aún se hallaban por allí, señal inequívoca de que la batalla no había sido un sueño.
A mediodía volví a la cocina y me atrincheré en la puerta. Tal vez Blanca pasaría por allí, camino de los baños o para comer algo. Antes de las dos, observé al grupo de cuatro hombres bajando por la escalera desde la tercera planta.
Un escalofrío recorrió mi columna al descubrir que en medio de ellos iba Blanca. La jauría la escoltaba de la misma manera que se escolta a un cabecilla político. Los cinco tomaron el pasillo de las habitaciones y se perdieron por él.
Blanca, que hasta ese momento caminaba con la mirada baja, giró la cabeza y fijó sus ojos en los míos. Creí ver en ellos un destello de tristeza. Pero el instante duró menos que un relámpago, por lo que la soledad volvió a invadirme y tomé el camino de mi dormitorio sin probar bocado. Había perdido el apetito por completo.
*
Me atrincheré en la habitación y pasé el resto de la tarde en ella. Antes de las diez, hora que sería clave aquel día, solo hubo una novedad, aunque solo sería la primera de las tres que se presentarían esa misma noche: el mensaje de EXTA-SIS anunciando que la prueba final tendría lugar el DÍA 20, último día del plazo dado para la consecución del objetivo.
En su enorme «indulgencia», anunciaban, la duración de la prueba había sido incrementada a dos horas. Quedaban dos orgasmos por conseguir, los de Mario y Hugo, y se habían tenido a bien prolongar el tiempo habitual en media hora. Todo un detalle.
La segunda novedad de la noche se presentó algo después y comenzó con un trajín inesperado entre los hombres de la jauría. Me encontraba en la cocina recolectando nuevas botellas de agua, cuando observé la procesión que subía de la primera planta.
Los tipejos iban riendo a voz en grito y parecía que fueran a montar una fiesta en alguna de las habitaciones. Lo extraño eran los objetos que portaban, algunos en la mano y otros en una gran bolsa de deporte.
Conseguí identificar algunos de aquellos objetos. Los que más me llamaron la atención fueron un rollo de cuerda de fibra, una pala de madera similar a las que se usan en el juego del cricket, y una especie de látigo de varias cabezas. Me dejó descolocado todo aquello y me pregunté de qué iría la fiesta.
Empujado por la curiosidad, no pensé demasiado y salí a la carrera tras el grupo. No podía perderme lo que estaban preparando aquellos cuatro, que imaginé que no sería nada bueno. Abrí la puerta de mi dormitorio para deshacerme de las botellas antes de proseguir mi persecución… y el corazón se me detuvo de repente.
Delante de mí tenía la tercera novedad de la noche. Y ésta sí que era una «novedad» en todos los sentidos.
*
Mientras arrojaba las botellas de agua sobre la cama, reparé en «ella». Hubiera sido imposible no verla, porque su figura desencajaba con el paisaje de la discoteca en los últimos dieciocho días.
No miento cuando digo que el corazón se me paró cinco segundos y la respiración se me quedó retenida otro tanto o más.
«Ella» era una criatura impresionantemente joven. Alrededor de los veinte, como mucho. Rubita, con la melena por los hombros y la mirada asustadiza, consiguió que un escalofrío me recorriera de la cabeza a los pies.
—Hola… —dijo de forma tenue, casi etérea.
Como la chica vio que no respondía, tan absorto y sin capacidad para hablar me hallaba, se decidió a iniciar un conato de conversación.
—¿Eres Alex…? —preguntó con voz infantil.
—S-sí… —tartamudeé—. ¿Por qué…?
—No… por nada… —repuso—. Es que tenía que asegurarme para no meter la pata.
Recapacité un instante. ¿Se estaban volviendo locos los cerdos que nos habían encerrado allí? ¿Primero nos habían enviado a un viejo, y ahora secuestraban a una criatura?
Tras los primeros momentos de desconcierto, recuperé la entereza y decidí tomar las riendas de la conversación. Necesitaba saber… y lo necesitaba ya.
—¿Quién eres, chiquilla? ¿Cómo te llamas?
—Soy Marina… encantada —respondió con una sonrisa de ángel sin pecado. Se retorcía las manos, apoyadas en su falda tableada y a cuadros diez centímetros por encima de las rodillas, casi un uniforme colegial.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Te han secuestrado?
—¿Secuestrado? —abrió mucho los ojos—. No, no… yo he venido porque he querido…
No entendía nada. Nosotros estábamos encerrados a cal y canto y una muchacha que no levantaba el uno sesenta y cinco del suelo sin los tacones que lucía se paseaba por allí como si jugara al pilla-pilla.
—Entonces… ¿cómo has entrado?
—Pues… ¿por dónde va a ser? —sonrió con su sonrisa inmaculada—. Por la puerta, me ha abierto la señora del TikTok.
No salía de mi asombro. Y al mismo tiempo la cabeza me daba vueltas. Porque aquella chiquilla era una posibilidad de escapatoria. O así me lo pareció. Seguí con mi encuesta, sin saber muy bien adonde me llevaría.
—¿Qué edad tienes?
—Veintiuno…
—¿Seguro…? —desde luego no los aparentaba. Muy jovencita de cara sí se la veía, pero ya sabía yo que el maquillaje hace milagros—. No serás menor de edad, ¿no?
—Oh, no… te lo prometo… En octubre cumpliré los veintidós. Estudio en la universidad…
No sabía si creérmelo, así que le tendí una trampa.
—¿Qué estudias?
—Voy a empezar tercero de Psicología…
Su respuesta fue muy rápida, y supuse que decía la verdad. Hice cuentas y los números encajaban, a los veintiuno cumplidos bien podría estar en el curso que decía. O eso, o llevaba un guion muy bien aprendido.
Di por concluida la primera parte del interrogatorio. Ahora tocaba saber qué diablos hacía allí, cómo había llegado y cuál era su cometido. ¿La iban a añadir al juego aquellos hijos de puta? Eso sería una canallada suprema.
—¿Y cómo dices que has venido hasta aquí?
—¿Yo? Pues en un Uber, como todo el mundo…
Casi me hizo reír su ingenuidad.
—No, Marina, me refiero que cómo te han convencido para que vengas.
Rió despreocupada y luego respondió.
—Ah, vale, eso… Pues ha sido a través de TikTok. Me dijeron que era para darle una sorpresa a alguien, y vaya si es una sorpresa por la cara que pones…
—¿Qué…? —Mi expresión de asombro no era fingida. Aquello era un galimatías en el que se mezclaban una cría, Tiktok y una supuesta señora que no dudé que se trataría de la voz en off que nos hablaba a través de los altavoces. Necesitaba entenderlo bien si quería aprovecharme de ello—. ¿Puedes explicármelo desde el principio?
Carraspeó ligeramente y comenzó a contarme la historia. Una «story» digna de la red social más famosa del momento.
—Pues verás, yo estaba haciendo un «directo». Tenía ya casi cien espectadores, era una buena tarde. De pronto se me unió una señora en vídeo. Era muy maja, aunque no le podía ver bien la cara por el contraste de la luz de fondo.
—Sigue… —la apremié.
—El caso es que estuvimos hablando unos cinco minutos o así… La señora hablaba y me preguntaba cosas… yo le respondía… bueno, lo típico: mi edad, de dónde soy, lo que estudio… esas cosas que pregunta la gente en los directos.
Sabía a qué se refería, yo me había conectado a algunos de ellos, aunque nunca con chicas tan jóvenes.
—Al final, cuando ya no había mucho de qué hablar, la señora me pidió mi ********* y yo se lo di. Me dijo que quería que charláramos por privado cuanto antes para hacerme una propuesta. Así que corté el directo para chatear con ella. Empezamos a hablar y me explicó lo del juego.
—¿Juego? ¿Qué juego? —pregunté sabiendo la respuesta.
Se confirmaba que la «señora» era la voz en off de nuestro cautiverio y que el «juego» era lo que quería hacerle creer acerca de nuestro encierro.
—Pues este juego que estáis haciendo en esta escape room… —dijo y me asusté al caer en la cuenta de que la muchacha era un fleco que aquella gente no dejaría corretear por ahí si las cosas acababan mal.
Cerré los ojos y la encomendé a San Judas, patrón de los imposibles. Era lo único que podía hacer por ella.
—Vale, continúa… —dije cada vez más confuso.
—Total, que me ofreció el dinero por hacer… eso… y a mí me pareció bien.
—¿Te ofreció dinero?
—Sí, me ofreció dos mil euros por hacerte… eso…
—¿Hacerme qué…? —al oír su «eso» no pude evitar empalmarme—. ¿No me digas que te han pagado por dejarte follar…?
—Ah, no… —se echó a reír—. A la señora ya le dije que follar solo lo hago con mi novio. Y ella me dijo que no hacía falta que folláramos, que bastaba con que te la chupara.
Mis piernas hicieron un amago de doblarse y tuve que poner todo mi empeño para mantenerme en pie.
—Mira, Marina… —le dije despacio para que entendiera mi mensaje—. ¿A ti no te han dicho que no debes aceptar dinero de nadie por hacer cosas, digamos, «raras»?
—Joder, claro… —La chica parecía haberse crecido, como queriendo demostrar que ya era lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones—. Pero los dos mil euros me vienen genial para el viaje de paso del ecuador con mis colegas de la Uni.
Acojonante. Aquello solo admitía ese adjetivo: «acojonante» del todo. Una persona le ofrece a una cría en TikTok que se la mame a un fulano por una cantidad, digamos, «interesante», y la chica ni corta ni perezosa se presta a ello sin saber con quién se las está gastando.
Me pregunté dónde se habían quedado los valores de antaño, ese amor propio y el respeto a sí mismas de las jovencitas de nuestro entorno. Aquella cría podría ser mi vecina, mi hermana, la cuñada de un amigo... Cualquiera que tuviera acceso a las redes sociales. Y, si Marina tenía veintiuno de verdad, mañana podría ocurrir con una menor, ¿por qué no? ¿A quién le iba a importar la edad?
Pero ahora eso me preocupaba menos que el lío que nos traíamos entre manos en aquel encierro, y continué indagando.
—¿Y has aceptado sin más? ¿Te piden que se la chupes a un desconocido y no te importa ni saber quién es?
—Bueno, tampoco es eso…
Me extrañó oír aquello. ¿Le habían contado algo de mí para convencerla?
—… La señora hizo algo para que supiera que no eras un viejo.
Joder… ¿Era eso lo que le importaba?, ¿que no fuera un viejo baboso, y con eso le valía…? Por lo que entendía, lo demás le daba igual.
—¿Qué hizo, exactamente?
—Me enseñó una foto tuya.
—¿Una foto…? —joder, eso era una noticia relevante, una prueba que podría acabar mal para EXTA-SIS. Lo sentí por la chica.
—Sí, bueno, la cara estaba algo borrosa y por eso no te he reconocido de entrada, pero se veía que eras un hombre no muy mayor, de treinta y pico. Y a mí los tíos de menos de cuarenta no me dan mucho asco.
¡Hostia con la lógica de la chavala! Era inaudita. Y al mismo tiempo incontestable.
—Dime otra cosa, Marina. ¿Has confiado en esa señora? ¿Cómo sabes que va a cumplir el trato?
—Ah, pues porque ya ha cumplido una parte —dijo como una sabia viejecita—. Lo primero que hizo cuando acepté fue hacerme un bizum por la mitad. La otra mitad me la enviará en cuanto te haga la mamada.
Tragué saliva. Ni por todo el oro del mundo iba yo a permitir que aquella cría me la chupara.
—Mira, Marina, ¿por qué no hacemos una cosa? Le decimos a esa señora que ya me lo has hecho y te vas tan tranquila. Tú cobras tu premio y todos felices.
—Ni de coña… —dijo y se puso a la defensiva—. La señora me advirtió que aquí hay cámaras. Y que si no cumplo lo pactado no me pagará el resto.
«Hijos de puta», me dije, una vez más demostraban quién estaba al mando.
—Bueno… —insistí—. Pero lo que ya has pillado no te lo puede quitar. Te quedas con mil pavos por no hacer nada, ¿no te parece genial?
Marina puso morritos de enfado.
—Que no, tío, que mil euros no me sirven para nada… que el viaje me cuesta dos mil.
—Joder… —suspiré, casi rendido.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no quieres que te la chupe? ¿No te gusto, no te parezco guapa?
¡Su puta madre!, me dije de nuevo, aunque sin expresarlo en palabras. ¿Qué si me gustaba? Aquella criatura era un puto bombón. Metérsela en la boca era un sueño para cualquier cerdo aprovechado. Si no hubiera sido yo el elegido, sino alguno de los otros cuatro del grupo, haría ya rato que la nena tendría un rabo en la garganta.
—Pues claro que me pareces guapa… eres preciosa… —le confesé sin mentirle—. Pero esa no es razón para…
—Entonces… —me cortó y sonrió picarona meciéndose de un lado a otro sin mover los pies—. ¿Te la chupo o qué?
—La verdad es que no sé… —respondí en un mar de dudas—. No me parece decente…
*
Cinco minutos más tarde me había dejado convencer y la chica me relamía el glande exhalando el aliento caliente de su preciosa boca y humedeciendo la punta de mi polla con su lengua juguetona.
Cuando hube aceptado la mamada por fin, se acercó a mí con grandes zancadas. Se acuclilló a mis pies, bajándome los pantalones del chándal y los bóxer hasta los tobillos, y sacándomelos por los pies. Su posición me permitía divisar el triángulo entre sus muslos, donde se veían unas braguitas de algodón de color rosa, lo que podía esperarse de una muchacha de su edad.
Después me había pajeado con destreza hasta conseguir la dureza que le pareció conveniente y comenzó a chupar con un esmero inusitado. Había que reconocer que la chiquilla la mamaba de miedo. Y me atreví a preguntarle.
—Uffff… ¿Dónde has aprendido a hacer esto… Marina…?
La chica rió.
—Me lo ha enseñado mi novio, que es un guarrete… —sonreía picarona—. El muy cerdo me pone los cuernos cuando le da la gana, sobre todo con mujeres mayores, por lo que aprende un montón y luego me enseña.
La muchacha me estaba poniendo realmente berraco, y no solo de obra, sino de palabra también.
—Ufff… —resoplaba yo—. ¿Y sabe él que estás aquí…?
Temí su respuesta. No sabía si una contestación afirmativa sería algo positivo o todo lo contrario. Marina era un fleco, pero si había que contar al novio, serían dos.
—No fastidies… ¿cómo va a saberlo? —soltó sin dejar de mimar mi glande, que ya estaba rojo como un tomate e hinchado como la cabeza de una seta—. Con lo celoso que es, si se entera me estrangula.
Joder con el chico, pensé. Él se folla todo lo que se mueve y la chica atada a la pata de la cama. No me extrañó que la muchacha estuviera ávida de pollas ajenas. Pero esto me recordó la situación de Blanca con respecto a mí y a nuestros «queridos» compañeros de secuestro y el estómago se me agrió.
—Oye —me dijo al cabo de un rato—. ¿No quieres tocarme? Te aseguro que no voy a cobrar más si lo haces.
No pude menos que reír su ocurrencia.
—¿Qué puedo tocarte sin que suba la tarifa? —le seguí la broma.
—No sé, el pelo, las tetas… lo que te parezca…
Con un flash me llegó la sensación de que la buena muchacha no solo hacía aquello por dinero. Chupaba con esmero y disfrutaba de ello. Si cabe, se lo estaba pasando mejor que yo, toda una aventura para una simple chica del TikTok de las miles que pueblan la red.
Me senté en el borde de la cama. Marina se aproximó y apoyó los antebrazos en mis muslos para trabajarse mejor el rabo que se estaba comiendo con lujuria. Yo le tome del pelo con una mano y le empujaba la cabeza adelante y atrás para facilitarle la maniobra. Con la otra le sobaba las tetas, una por turno, por encima de la ropa.
—¿Me quito la camiseta para que puedas sobármelas mejor?
Solté un jadeo y lo asumió como un sí. Una vez sin camiseta ni sostén, comprobé que la piel de sus tetas era tan suave como toda ella. Y los pezones, hinchados como canicas, parecían pedir guerra.
—Hostia puta, Marina, cómo mamas… joder, eres una putilla de primera… así… por dios… lame con la lengua… así… su puta madre…
Yo gimoteaba y ella sonreía sin dejar de chupar. Y mi verga se iba cubriendo con su saliva. Aquello era una auténtica delicia, hasta el punto de que me había olvidado de Blanca, de los cuatro tipejos y hasta de la voz en off. Todo mi horizonte estaba en el calor de aquella húmeda boca. Lo demás ya no importaba.
—¿Vas a correrte pronto? —preguntó Marina tras unos instantes de silencio y cortó mi hilo de pensamiento.
—No, aún me queda un poco… Métetela entera en la boca. A ver si te llega hasta la garganta.
Hizo lo que le pedía y estuvo un rato glugluteando como un pavo. Se metía el rabo hasta las amígdalas, sacándolo cuando ya se asfixiaba y escupiendo babas que le colgaban por la barbilla y caían sobre su falda.
Yo me resistía a llegar al final apretando los dientes. Correrme supondría el final de aquel momento delicioso. El fin de su aliento caliente en mi piel, de la humedad de su lengua en el glande, y de la suavidad de sus manos sobándome los huevos con una delicadeza que me mataba.
Pero todo llega a su fin y, tras resistirme como un jabato, ya no podía aguantar más.
—Déjalo, Marina… —le dije—. Me voy a correr. Aparta, que lo voy a echar sobre el suelo, luego ya lo limpiaré.
—¡No, espera, espera…! —exclamó ella limpiándose las babas con el reverso de la mano—. ¡No lo eches al suelo, que me lo voy a tragar…!
Me extrañó aquella vehemencia y no pude dejar de preguntar.
—¿Tragar? ¿Pero por qué? —dije al borde del infarto, sujetando el orgasmo que llamaba a mi puerta desesperado—. No hace falta, nena…
—Sí, sí hace falta —replicó—. La señora me dijo que si me lo tragaba me daría quinientos euros más. Y me vienen genial para el regalo de cumpleaños de mi novio…
La lógica infantil de aquella chiquilla seguía desarmándome. Al tiempo que me revolvía el estómago el poco valor de sí misma que tenía. Me preguntaba si todas las chicas de ahora son así o solo las más echadas para adelante, como ocurría en mi adolescencia con las chicas que se dejaban magrear solo por pasar el rato.
—¿Pero es que no te da asco? —dije por disuadirla. Pero Marina no pensaba en nada más que en la cifra que obtendría a cambio.
—Sí, me da mucho asco. Una vez se lo dejé hacer a mi novio y las pasé canutas. Pero si no lo hago, no hay regalo, y eso es peor.
De cajón. Aquella muchacha tenía el guion aprendido y era difícil sacarla de él.
—Vale, pues trágatelo… —admití por fin.
—¿Me guías? —dijo antes de volver a lamer mi glande con su lengua juguetona.
—¿Cómo? —alucinaba yo con las ocurrencias de Marina.
—Sí, vete diciendo lo que tengo que hacer, así será más fácil para mí.
Yo pensaba: «lo único que tienes que hacer es metértela en la boca y tragar todo lo que te entre», pero quizá ella quería disfrutar del momento. Tenía derecho, al fin y al cabo. Y no quise defraudarla.
—De acuerdo, yo te guio… —repliqué—. Haz lo que te diga.
—Gracias… —su vocecilla ponía cachondo al más pintado solo con oírla.
Sonreí para mis adentros y luego comencé a sobreactuar para ella y para la voz en off.
—A ver, Marina, abre los ojos y mírame —dije poniéndome en pie y quitándole mi polla de las manos.
La chica obedeció. Su mirada era como la de un corderito. Se encontraba de rodillas, sentada sobre sus piernas y con las manos en el regazo.
—Ahora abre la boca y saca la lengua.
Tragó saliva y obedeció.
—Voy a correrme, cielo… —le dije en el tono más suave que pude—. No cierres los ojos ni la boca pase lo que pase. ¿Lo entiendes?
Asintió moviendo la cabeza y ante su docilidad ya no pude resistirme más.
Mi polla comenzó a escupir leche con disparos directos y certeros. Contenía la fuerza de salida para que toda le cayera sobre la lengua o le alcanzara la garganta. No quería mancharle la cara, ya que en el dormitorio no había baño para asearse después. Sus ojos se mantuvieron fijos en los míos todo el tiempo.
Bufé mientras me corría hasta vaciarme. Después le hablé entre jadeos.
—Ahora cierra la boquita y mantén mi leche dentro.
Marina subió la mandíbula inferior con ayuda de mi mano. Sus carrillos se le mostraban hinchados. Se veía que luchaba por sujetar las náuseas.
—A ver… abre la boca y enséñame la leche.
La abrió y pude ver mi lefa blanquecina flotando en su boquita, entre la lengua y el paladar. Había sido una lefada de las buenas. Su mirada seguía fija en mis ojos.
—Ahora, ciérrala otra vez y trágala.
Marina cerró la boca e intentó tragar el semen que bailaba en su interior. Le costaba sujetarse las náuseas. Su garganta se movía, pero sus carrillos seguían hinchados, señal de que no estaba tragando. No mucho, al menos.
—Traga, cielo… —le dije con dulzura.
Hizo un nuevo intento y pareció conseguirlo en parte. Sus carrillos seguían hinchados, pero no tanto como antes.
—Venga, un último intento, piensa en el regalo de tu novio…
Con un gran esfuerzo, terminó de tragar y sonrió entusiasmada.
—¡Lo hice, lo hice…! —exclamó con expresión de asco a pesar de su sonrisa.
—A ver, saca la lengua y enséñamelo.
Hizo lo que le pedía y su lengua se movió arriba, abajo y hacia los lados para demostrar que no mentía.
Yo me agaché y le besé el cabello. Sentía que de un momento a otro comenzaría a vomitar, y quizá la voz en off le negaría lo que se había ganado a pulso.
—Genial, cariño… —le hablé como se le habla a un niño cuando no se quiere tomar el jarabe—. Tranquila, cielo… ya pasó… ya pasó… bebe este refresco para que se te vaya la náusea.
Se puso en pie y le entregué una lata de Coca-cola que había quedado a medias sobre la mesilla, de la que bebió con placer contenido.
Cuando hubo apurado la lata, se volvió hacia mí. Le limpié las comisuras de los labios con una toallita húmeda y luego le acerqué los míos.
Pensé que me rechazaría, pero abrió la boca y nos besamos unos minutos con suavidad y sin prisas.
—¿Lo he hecho bien? —dijo cuando nos separamos—. Lo siento… me ha costado mucho… pero la he tragado toda, te lo prometo…
—Ssshhh… lo has hecho genial… —le acariciaba la mejilla con una mano.
De repente, un soniquete de caja registradora salió de un bolso que descansaba sobre la cama. Supuse que era el suyo. Lo abrió y extrajo el móvil. Tras trastear en él unos segundos, dio un par de saltitos de felicidad.
—¡Me ha llegado el bizum! —sonreía encantada—. Los mil quinientos que faltaban. Te dije que la señora cumpliría el trato.
Nos recostamos en el respaldo de la cama y estuvimos charlando un buen rato sobre trivialidades. La mayor parte de la conversación versó sobre nuestras experiencias en Tiktok. Las influencer de moda, las tendencias en el vocabulario, los temas que más atraían a los seguidores, etcétera.
Finalmente, la charla remitió y Marina se puso en pie. Hice lo propio y me planté delante de ella. Nos miramos un segundo en silencio. Luego me extendió la mano y yo se la apreté con delicadeza. Era una mano pequeña, suave y templada.
—Tengo que irme, ha sido un placer conocerte.
—Lo mismo digo… —le aseguré con una carantoña en la mejilla, y no mentía.
*
Sin más, Marina cruzó la puerta del dormitorio y salió disparada. Era mi momento, y no pensaba desaprovecharlo.
Tan pronto salió del cuarto, me dispuse a seguirla. Tenía que ver cómo y por dónde había entrado a la discoteca. Pero antes de llegar a los baños, el pitido del wasap interno me sobresaltó. Extrañado porque volviera a funcionar, extraje el móvil y leí como un relámpago:
EXTA-SIS: Ni se te ocurra seguirla si no quieres que la dejemos encerrada y que la unamos al juego.
Un sentimiento de angustia se me posó en la boca del estómago. Pero la voz en off me la calmó al instante, como si me hubiera leído el pensamiento.
EXTA-SIS: No te preocupes, a la chica no la consideramos un peligro. La hemos traído con los ojos vendados y la devolveremos sana y salva de la misma manera. Ni remotamente podrá relacionar a nadie de nosotros con la escape room. No temas por ella, al menos si la dejas marchar sin empeñarte en seguirla.
Respondí lo primero que se me vino a la cabeza:
ALEX: Y el resto? No la verán salir? Saben algo?
EXTA-SIS: Ni de coña, hombre, los otros están a lo suyo, tranquilo…
Intuí una segunda intención en aquellas palabras, y eso me cabreó.
ALEX: Vete a la mierda.
Fue mi respuesta antes de salir de línea.
Volví al cuarto, atranqué la puerta y me senté sobre la cama. Una vez más, nuestros captores ganaban la partida por la mano. Y, a pesar de haber pasado un rato tan agradable con Marina, una desazón me carcomía por dentro.
No estaba seguro de porqué me habían brindado aquel «regalo». Quizá era para equilibrar la balanza entre Blanca y yo mismo, algo que me permitiera resarcirme de la rabia de verla en los brazos de otros y que me diera aire para lo que aún restaba de aquella locura. Si ese era el motivo, los cerdos criminales habían errado de pleno. Mi rabia y mi impotencia no había disminuido ni un ápice.
Por otro lado, quizá solo pretendían calmar mis ánimos turbulentos utilizando la herramienta más vieja del mundo: el sexo. Algo que me escaseaba en aquel encierro por la lejanía de Blanca, que ahora ni dormía a mi lado. Si querían vaciarme para que dejara de ser «peligroso», como había comentado mi novia días atrás, solo lo habían conseguido en parte.
Pero, si pensaban matarnos, para qué concederme un premio especial, me preguntaba sin encontrar respuesta. ¿Era ésta una metáfora de la última cena del condenado a muerte?
Pero no era así. No era ninguna de aquellas la razón de la presencia de la chiquilla. La razón era, como suele ocurrir, mucho más simple. Y no tardaría en descubrirlo.
Continuará......
A la mañana siguiente, Blanca madrugó más que yo, como era habitual. Cuando abrí los ojos, me dio un piquito en los labios y me susurró:
—Tranquilo, cariño, son solo las ocho. Puedes dormir un poco más, yo me voy a desayunar y vuelvo en un rato.
Me lamenté por dejarla sola en medio de la jauría, pero el sueño me pudo y volví a adormilarme. No sabía cuánto tiempo había permanecido en un duerme vela hasta que por fin desperté del todo. Lo que me despejó fue descubrir un móvil boca abajo sobre mi mesilla de noche.
No me gustaba dejar mi teléfono cerca de la cabeza —ondas hercianas y esas cosas—, así que no dudé ni un instante que era el iPhone de Blanca.
¡Joder, el móvil de Blanca seguía donde lo dejé cargando la tarde anterior! Y ella no andaba por allí… Era mi oportunidad.
Di un bote sobre la cama, encendí la lamparita y tomé el iPhone, todo ello en un solo movimiento. Apreté el botón de encendido y la pantalla se iluminó. ¡Hurra, primera barrera superada! Pulsé los dígitos del pin y, mientras el aparato se desbloqueaba, la puerta de la habitación comenzó a abrirse.
Blanca se quedó congelada al verme con su móvil en mis manos y se lanzó como una gata en defensa de sus crías:
—¿Qué haces con mi iPhone? ¿No estarás espiándome?
Me atraganté buscando una respuesta lo más verosímil posible.
—Oh, no, cielo… —improvisé—. ¿Cómo voy a espiarte si no tengo tu clave?
—¿Y qué haces con él en la mano?
—Ha pitado, tal vez por un mensaje… Me ha despertado y lo he cogido entre sueños, sin saber si era el mío.
Había caminado hacia mi lado de la cama y me arrancó el aparato de las manos. Luego lo encendió y se encontró el móvil abierto y con la app de correo en primer plano.
—¡No… me… jodas…! —su rostro cambió de color—. ¡Está desbloqueado!
—¿Q-qué…? —traté de demostrar sorpresa, pero mi actuación debió de salirme fatal.
—¡A ver, Alex… dime la verdad…! —me fusiló con una de sus miradas asesinas—. ¿Cómo has conseguido mi pin?
Tragué saliva varias veces antes de balbucear.
—Ostras, cari, que yo no tengo ni idea de tu pin… ¿De dónde iba yo a sacarlo?
Sus ojos se abrieron aún más al detectar la siguiente anomalía.
—¡Qué…! ¿Has estado leyendo mis correos?
—¿Eh? —seguía en mis trece de negarlo todo—. ¿Qué correo?
La ira de su rostro iba creciendo.
—Mira, Alex, ¡no me tomes por tonta porque es lo último que te tolero! —se había enfurecido de veras y aún no había llegado al techo de indignación—. ¡Y menos se te ocurra mentirme…! ¡Dime cómo has conseguido el pin y qué has estado curioseando o te juro que…!
Se cortó para no soltar el juramento que le venía a la boca. Tanto ella como yo sabíamos que si lo lanzaba, era de las que lo cumplían.
En cualquier caso, su ira no hacía más que confirmarme que algo ocultaba. No la había visto tan enfadada por una cosa así jamás. Ni cuando le eché en cara que aún se mensajeara con su ex después de llevar un año saliendo conmigo. Hasta ese momento ambos conocíamos el pin del otro, pero a partir de entonces nuestras particulares claves se convirtieron en top secret.
En aquella ocasión también se había cabreado de lo lindo, pero ni la décima parte de lo que estaba ocurriendo ante mis narices.
—Vale, vale, lo admito… Conseguí tu pin viéndote teclearlo anoche —le mentí—. Y no he leído nada, te lo prometo, no me ha dado tiempo…
Pero no era de las que soltaba a su presa una vez la había mordido. Me mostró la pantalla en la que se veía la app de e-mail.
—Explícate… ¿Qué hacías hurgando en el correo?
—Joder, Blanca, no creo que sea para tanto…
—Lo es… —la seriedad de su rostro comenzaba a asustarme—. Ni te imaginas cuánto… Así que dime lo que ha pasado con pelos y señales o vamos a tener un problema serio.
No cabía otra que sincerarme. Le expliqué cómo había intentado leer sus mensajes del wasap interno y que los había encontrado borrados. Y que al intentar leer su correo, el móvil se había quedado sin batería.
Tras escuchar mi confesión, guardó el aparato en un bolsillo de la falda y se giró hacia la puerta.
—¡Espera, Blanca! —le grité—. ¿Dónde vas?
—No lo sé… —respondió—. La has cagado, Alex. No tienes ni idea de lo que has hecho…
El portazo al salir debió de oírse en todas las habitaciones. Y la soledad me atrapó con el inmenso silencio que dejó en la habitación tras su huida.
*
El resto de la mañana se me pasó como a cámara lenta. Desayuné, paseé por la primera planta, leí sin entender lo que leía y, sobre todo, la esperé en la habitación.
Al principio pensé que tarde o temprano Blanca volvería. Habíamos tenido algunas peleas bastante dramáticas durante nuestros siete años juntos. Incluso al comienzo del encierro ya se había ido algunas horas para finalmente volver, dulce y cariñosa como era ella.
Así que, llegada la hora, decidí ir a comer y esperar a que a mi regreso Blanca hubiera vuelto. La abrazaría con todas mis fuerzas y le pediría perdón. Luego haría lo que quisiera para compensarla por mi error.
Entraba en la cocina cuando la jauría salía de ella. A punto estuve de preguntarles por mi novia, pero decidí no hacerlo. No quería escuchar su nombre en las bocas de aquellos cerdos. Y mucho menos los chistes obscenos que seguro que Juan no se ahorraría al saber que la buscaba desesperado.
«Se habrá buscado un novio y andará follando por ahí, vete tú a saber… Menuda guarra te has echado de novia», imaginaba la respuesta sarcástica del gordo y preferí callar.
Comí en silencio y tomé varias tazas de café haciendo tiempo. Después encendí un cigarro que me supo fatal, pero que consiguió calmar mi angustia. Quizá esperaba verla entrar en la cocina con su sonrisa de niña buena, el caso es que permanecí a la mesa durante más de dos horas.
Finalmente, viendo que la espera era inútil, decidí volver al cuarto. La sorpresa que me esperaba allí me dejó sin respiración: el armario de Blanca se hallaba abierto de par en par y toda su ropa se había evaporado.
Caí de rodillas y lloré desconsolado. Blanca se había ido… de verdad. Ni siquiera la noche que pasó con Rubén había vaciado tan a conciencia el armario. En aquella ocasión se había conformado con llevarse cuatro trapos y dos mudas. Ahora solo había dejado dos perchas rotas y un calcetín desparejado.
La tarde de aquel aciago DÍA 17 la pasé buscándola por todos los rincones. Me tragué el orgullo y pregunté a todos los habitantes de la discoteca por si la habían visto. Lo único que conseguí fueron expresiones de ironía o incluso de rencor.
—¡Vete a la mierda! —me había dicho Rubén cuando le pregunté—. Eres un cerdo. Eso no se hace…
Supuse que todos estaban al tanto de mi intento de espionaje en el iPhone de Blanca. La muy asquerosa no había tenido empacho en contarles a aquellos tipejos nuestros secretos de alcoba.
Solo el viejo Mario, inocente y noble como siempre, tuvo a bien decirme algo más concreto.
—No sé, chaval… —replicó ante mi pregunta con su vocecilla de anciano—. Me parece que la has cagado pero bien… No la busques… no la vas a encontrar. Yo que tú le dejaría tiempo… A lo mejor si la dejas que se desahogue… Pero yo no te he dicho nada, ¿eh? Que luego me quedo sin follar…
Me hubiera reído si la situación no fuera tan grave. Y, para mi sorpresa, comprendí la ternura con la que Blanca hablaba del vejete. Un vejete que, por otro lado, solo pensaba en sexo las veinticuatro horas del día.
*
Aquella noche fue una de las muchas en que no pegué ojo. Daba vueltas en la cama ensayando las frases de disculpa que le diría cuando volviera. Si es que eso ocurría.
Decidí enviarle un mensaje. Desbloqueé el móvil y pulsé el icono de la app del wasap interno.
Un error apareció en la pantalla, junto con un aviso más que significativo: «servicio no disponible». Me indigné y solté varios tacos. Los cabrones de EXTA-SIS habían eliminado el único medio de comunicación que me quedaba con Blanca. Me habían convertido en un proscrito.
La opresión en mi pecho crecía sin parar. Había planeado salir de aquel encierro —si eso fuera posible— y olvidar que conocía a Blanca. Alejarme de ella para siempre era la forma en que me vengaría de todas sus afrentas.
Pero ahora me daba cuenta de que no podría hacerlo por mucho que me lo propusiera. Una cosa era pensarlo y otra llevarlo a cabo. El cordón umbilical que me unía a mi novia era más fuerte que cualquier otro sentimiento, ya fuera de odio, de asco o, incluso, de decepción ante sus múltiples desprecios. La quería más que a nada, y perderla sería tanto como morir en vida.
Serían sobre las cuatro de la mañana cuando tuve una iluminación. Si Blanca se había ido con toda su ropa, por fuerza tendría que haberlo hecho a una de las otras habitaciones. Y a esas horas todos dormirían, por lo que no sería muy difícil de localizar.
No tuve que pensármelo mucho. Si estaba durmiendo con alguno de los del grupo, ese sería el médico con toda seguridad. Debía de sentirse eufórico el muy cerdo al haber conseguido su propósito: robarme a Blanca y quitarse de en medio a un molesto rival.
Teniendo en cuenta que yo había arrancado el orgasmo de Blanca en prueba oficial, ya no me necesitaba. La tenía toda para él.
Maldiciéndole por lo bajo, salí de la habitación. En esta ocasión no pretendía meterme en peleas si la encontraba con él. Bastante se había liado ya como para montar otra bronca. Trataría de soportar lo insoportable con tal de recuperarla.
Pasé de largo por la habitación de Rubén. Con solo un vistazo por el ojo de buey pude comprobar que se encontraba a solas en la cama. Al llegar a la de Hugo, sin embargo, me asomé con precaución. Necesité varios segundos para acostumbrarme a la oscuridad reinante en el interior, solo blanqueada por la escasa luz del pasillo, que no se apagaba ni de día ni de noche.
Me alarmé al comprobar que el médico dormía a solas, igualmente. Tardé un segundo en comprender que aún me faltaba un dormitorio por chequear. Porque con la habitación de Mario no contaba. No sabía qué era peor: que estuviera con Hugo o con Juan. Concluí, tras pensarlo, que ninguna de las opciones me aliviaba.
Llegué agobiado hasta la puerta del exbombero y comprobé que una ligera claridad salía del interior. Apliqué la mirada y, efectivamente, Blanca y Juan se encontraban acostados frente a frente.
La claridad que había observado aún antes de llegar provenía de una linterna que tenían apoyada en una mesilla. Parecía dejada allí a propósito para alumbrar lo que quisiera que estuvieran haciendo.
Me senté con la espalda contra el muro y sollocé desesperado. Blanca, mi pequeña, mi amor… se había buscado una mejor opción entre los hombres que la rodeaban. Y la prioridad que había utilizado a la hora de su elección era el sexo.
Todos sabíamos que el exbombero era el único que la arrancaba un placer desmedido con tan solo rozarla. Y ella había cambiado tanto que eso era ahora lo único que le importaba. La depravación a la que había llegado tras la estancia en aquel encierro jamás la hubiera creído si no la estuviera viendo por mí mismo.
—Joder, Blanca… —me lamentaba—. ¿Por qué…? ¿Por qué…?
Tras unos minutos, me obligué a levantarme y a mirar por el ojo de buey. Vislumbré a Juan y a Blanca en la misma posición, el gordo a mi izquierda y ella a la derecha, mirando hacia él. Juan se hallaba desnudo de medio cuerpo y de Blanca no se sabía, ya que se encontraba cubierta por la sábana.
Y no estaban practicando sexo.
Ese detalle me tranquilizó, aunque no podía saber si acabarían de practicarlo. El exbombero era capaz de mantener despierta a una mujer durante una noche, quizá más, y tal vez se encontraran en un descanso.
Los observé unos segundos, aguzando la vista, y comprendí que conversaban. Por desgracia, la puerta se hallaba atrancada por dentro y la semi oscuridad del interior no me permitía leer sus labios.
Permanecí absorto contemplando el bello rostro de Blanca. No supe el tiempo que pasó, pero las dos figuras no movieron un solo músculo en todo el intervalo. Finalmente, el exbombero se movió ligeramente y sospeché que se acercaría hacia ella para otra sesión de sexo.
Por fortuna no fue así. El gordo se giró hacia su mesilla y apagó la linterna. A continuación, ambos se movieron hacia su lado de la cama y se dieron la espalda. Tras ello, la habitación quedó en total calma.
Era el momento de volver a mi cuarto. Al menos, daba la sensación de que aquella noche no volvería a pasar nada en aquel dormitorio.
*
Antes de terminar de girarme, la voz de Hugo me sobresaltó.
—No paras de equivocarte, ¿eh?
Me quedé perplejo y mudo ante la aparición. No hacía muchas horas había apaleado a aquel hijo de su madre, pero ahora su presencia me asustaba como si hubiera visto un fantasma. Además, me preguntaba, ¿qué habilidad tiene este tipejo para aparecer siempre cuando busco a Blanca? ¿Se pasará el día espiándome?
La respuesta era, probablemente, más sencilla de lo que parecía: no era a mí a quien acechaba, sino a ella, a quien vigilaba a todas horas como un novio celoso. Y esto era lo único que me producía placer en aquella situación. Que, aunque yo no tuviera a Blanca, él tampoco.
Ante mi mutismo, volvió a hablar.
—Eso que has hecho a Blanca es imperdonable…
Saqué fuerzas de donde no las tenía y respondí.
—No tienes ni idea… ¿Qué sabes tú de Blanca y de mí? No nos conoces…
—Conozco lo suficiente…
Esta afirmación golpeó mi línea de flotación. Imaginé las miles de charlas que Blanca y el médico habrían mantenido a mis espaldas en las casi tres semanas de encierro. Ardía de celos y de rabia solo de pensarlo.
—¿Qué te ha contado de mí…?
—Qué más da… lo que importa es el ahora, ¿no terminas de entenderlo?
El que hablaba no era el Hugo bravucón e indecente, sino el amable y serio doctor, quien debía de creer que tenía delante a uno de sus pacientes.
—No hay nada que entender —repliqué apretando los dientes—. Habéis degradado a Blanca y no voy a olvidarlo tan fácilmente.
—Eso si conseguimos salir, querrás decir…
Volví a callar. Y él se arrancó. Sabía que dominaba perfectamente los tempos de las conversaciones, así que no me cayó de sorpresa. Le tocaba soltarme su discurso, como hacía con todos a los que quería manipular.
—Lo que no entiendes es que salir de aquí o no depende de Blanca. Y ella se está sacrificando por salvarnos. Todo lo demás no le importa. Pero en tu egoísmo eres incapaz de verlo y no haces más que ponerle piedras en el camino. Si fueras capaz de mostrar la mitad de su generosidad, tal vez habríamos llegado al objetivo hace tiempo. Y ya nada de esto importaría.
Por «mi generosidad» quería decir que les dejase a Blanca para hacerle cuantas barbaridades les apeteciera, como a una furcia barata.
Miré a Hugo con interés. Me alucinaba el temple del manipulador. Estaba convencido de que se trataba de una mente bipolar. Había estudiado algo sobre este tipo de enfermos, y tratado con un niño autista con ese síndrome.
Las mentes bipolares pasaban de un estado a otro de una forma súbita y, la mayoría de las veces, sin un agente externo que disparara el proceso. Y el médico funcionaba así. Ahora hablaba como el hombre serio, formal e incluso honesto, que trataba de convencerme de algo que visto fríamente era cierto.
Y hasta llegaría a convencerme de mi culpabilidad si me dejaba arrastrar por su perorata.
Pero conseguí sobreponerme a sus palabras y recordé que en cualquier momento podría volver su Mister Hyde. Y que entonces sería capaz de ejercer las mayores humillaciones hacia mí y hacia ella. Y que Blanca podría volver a ser la víctima del horrible ginecólogo, que solo veía en ella un objeto de deseo con el que dar salida a sus bajas pasiones.
—Hazte un favor y háznoslo de paso al resto —siguió con su disertación—. Ya has cumplido tu objetivo. No te necesitamos. Así que puedes meterte en tu habitación y cerrarla por dentro. Deja a Blanca que sabe muy bien lo que tiene que hacer. Y déjanos a los demás resolver lo que falta… La pobre Blanca…
Se interrumpió y le apremié a que finalizara la frase.
—…está muy dolida por los problemas que hay entre vosotros. Y no tengo que decirte que su estado de ánimo nos puede afectar a todos. Deja de jodernos, porque te advierto que no voy a tolerarlo…
—¿Y si no…? —repliqué enseñándole los dientes.
Pensé que se encolerizaría y que mostraría su verdadera faz. Lo estaba retando. Prefería hablar con el monstruo y así no me sentiría culpable cuando le estrangulara con mis propias manos. Pero el médico iba por delante de mí, y se mostró afectado al responder.
—Y si no… puede que todo ya dé igual… —parecía que las lágrimas fueran a saltársele al muy cerdo. Qué actor se había perdido el cine, pensé irónico—. Hoy amanecerá el DÍA 18. En tres días podríamos estar todos muertos. Y en parte te lo deberemos a ti.
*
De vuelta a la habitación, no me molesté en meterme en la cama. Daba vueltas al cuarto sopesando las palabras de Hugo.
Había dicho cosas muy fuertes, como «en tres días podríamos estar todos muertos por tu culpa» o «tú ya has cumplido, no te necesitamos».
Pero, al mismo tiempo, había dicho otras que me hacían reflexionar con esperanza. «La pobre Blanca está muy dolida por los problemas que hay entre vosotros» era la que se había fijado en mi mente, repitiéndose sin parar.
El hecho de que mi novia no se encontrara en la habitación del médico ya era en sí una buena noticia. Dormir junto a él habría sido toda una declaración de intenciones. «Le elijo a él, aparta de mi camino», habría significado.
Sin embargo, el dormir junto a Juan, a pesar de todo, me ofrecía un resquicio de esperanza. Si lo que había entre ellos no era amor, sino solo sexo, nuestra relación podría no estar muerta. Y en ese caso seguiría luchando por revivirla hasta que no me quedaran fuerzas.
DIA 18 - LA MAYOR SORPRESA DEL ENCIERRO
La mañana del DÍA 18, a diferencia de lo habitual, fui el primero en llegar a la cocina. No quería perder la menor oportunidad para encontrarme con Blanca. No apareció, sin embargo.
Los siguientes en dejarse caer por el lugar fueron Mario y Rubén. Estaban estos terminando y se les unió Hugo. No fue hasta las nueve y media que apareció Juan. El exbombero desayunó copiosamente y, antes de irse, hizo provisión de café y magdalenas, que supe que eran para mi novia sin lugar a dudas.
Blanca estaba utilizando con Juan la misma estrategia que habíamos utilizado los dos en otras ocasiones: desayunar en la habitación para no tener que cruzarnos con los demás. La diferencia era que el término «los demás» ahora se refería a mí.
No me pasó desapercibido el gran número de magdalenas que portaba Juan. Tal vez Blanca necesitara retomar fuerzas por los excesos de la noche junto a él.
Durante el resto de la mañana me arrastré por los rincones más inhóspitos de la discoteca, sin ánimo para conversar con nadie. Acabé escondido tras la barra en la que apaleé al médico. Los cristales de la botella rota aún se hallaban por allí, señal inequívoca de que la batalla no había sido un sueño.
A mediodía volví a la cocina y me atrincheré en la puerta. Tal vez Blanca pasaría por allí, camino de los baños o para comer algo. Antes de las dos, observé al grupo de cuatro hombres bajando por la escalera desde la tercera planta.
Un escalofrío recorrió mi columna al descubrir que en medio de ellos iba Blanca. La jauría la escoltaba de la misma manera que se escolta a un cabecilla político. Los cinco tomaron el pasillo de las habitaciones y se perdieron por él.
Blanca, que hasta ese momento caminaba con la mirada baja, giró la cabeza y fijó sus ojos en los míos. Creí ver en ellos un destello de tristeza. Pero el instante duró menos que un relámpago, por lo que la soledad volvió a invadirme y tomé el camino de mi dormitorio sin probar bocado. Había perdido el apetito por completo.
*
Me atrincheré en la habitación y pasé el resto de la tarde en ella. Antes de las diez, hora que sería clave aquel día, solo hubo una novedad, aunque solo sería la primera de las tres que se presentarían esa misma noche: el mensaje de EXTA-SIS anunciando que la prueba final tendría lugar el DÍA 20, último día del plazo dado para la consecución del objetivo.
En su enorme «indulgencia», anunciaban, la duración de la prueba había sido incrementada a dos horas. Quedaban dos orgasmos por conseguir, los de Mario y Hugo, y se habían tenido a bien prolongar el tiempo habitual en media hora. Todo un detalle.
La segunda novedad de la noche se presentó algo después y comenzó con un trajín inesperado entre los hombres de la jauría. Me encontraba en la cocina recolectando nuevas botellas de agua, cuando observé la procesión que subía de la primera planta.
Los tipejos iban riendo a voz en grito y parecía que fueran a montar una fiesta en alguna de las habitaciones. Lo extraño eran los objetos que portaban, algunos en la mano y otros en una gran bolsa de deporte.
Conseguí identificar algunos de aquellos objetos. Los que más me llamaron la atención fueron un rollo de cuerda de fibra, una pala de madera similar a las que se usan en el juego del cricket, y una especie de látigo de varias cabezas. Me dejó descolocado todo aquello y me pregunté de qué iría la fiesta.
Empujado por la curiosidad, no pensé demasiado y salí a la carrera tras el grupo. No podía perderme lo que estaban preparando aquellos cuatro, que imaginé que no sería nada bueno. Abrí la puerta de mi dormitorio para deshacerme de las botellas antes de proseguir mi persecución… y el corazón se me detuvo de repente.
Delante de mí tenía la tercera novedad de la noche. Y ésta sí que era una «novedad» en todos los sentidos.
*
Mientras arrojaba las botellas de agua sobre la cama, reparé en «ella». Hubiera sido imposible no verla, porque su figura desencajaba con el paisaje de la discoteca en los últimos dieciocho días.
No miento cuando digo que el corazón se me paró cinco segundos y la respiración se me quedó retenida otro tanto o más.
«Ella» era una criatura impresionantemente joven. Alrededor de los veinte, como mucho. Rubita, con la melena por los hombros y la mirada asustadiza, consiguió que un escalofrío me recorriera de la cabeza a los pies.
—Hola… —dijo de forma tenue, casi etérea.
Como la chica vio que no respondía, tan absorto y sin capacidad para hablar me hallaba, se decidió a iniciar un conato de conversación.
—¿Eres Alex…? —preguntó con voz infantil.
—S-sí… —tartamudeé—. ¿Por qué…?
—No… por nada… —repuso—. Es que tenía que asegurarme para no meter la pata.
Recapacité un instante. ¿Se estaban volviendo locos los cerdos que nos habían encerrado allí? ¿Primero nos habían enviado a un viejo, y ahora secuestraban a una criatura?
Tras los primeros momentos de desconcierto, recuperé la entereza y decidí tomar las riendas de la conversación. Necesitaba saber… y lo necesitaba ya.
—¿Quién eres, chiquilla? ¿Cómo te llamas?
—Soy Marina… encantada —respondió con una sonrisa de ángel sin pecado. Se retorcía las manos, apoyadas en su falda tableada y a cuadros diez centímetros por encima de las rodillas, casi un uniforme colegial.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Te han secuestrado?
—¿Secuestrado? —abrió mucho los ojos—. No, no… yo he venido porque he querido…
No entendía nada. Nosotros estábamos encerrados a cal y canto y una muchacha que no levantaba el uno sesenta y cinco del suelo sin los tacones que lucía se paseaba por allí como si jugara al pilla-pilla.
—Entonces… ¿cómo has entrado?
—Pues… ¿por dónde va a ser? —sonrió con su sonrisa inmaculada—. Por la puerta, me ha abierto la señora del TikTok.
No salía de mi asombro. Y al mismo tiempo la cabeza me daba vueltas. Porque aquella chiquilla era una posibilidad de escapatoria. O así me lo pareció. Seguí con mi encuesta, sin saber muy bien adonde me llevaría.
—¿Qué edad tienes?
—Veintiuno…
—¿Seguro…? —desde luego no los aparentaba. Muy jovencita de cara sí se la veía, pero ya sabía yo que el maquillaje hace milagros—. No serás menor de edad, ¿no?
—Oh, no… te lo prometo… En octubre cumpliré los veintidós. Estudio en la universidad…
No sabía si creérmelo, así que le tendí una trampa.
—¿Qué estudias?
—Voy a empezar tercero de Psicología…
Su respuesta fue muy rápida, y supuse que decía la verdad. Hice cuentas y los números encajaban, a los veintiuno cumplidos bien podría estar en el curso que decía. O eso, o llevaba un guion muy bien aprendido.
Di por concluida la primera parte del interrogatorio. Ahora tocaba saber qué diablos hacía allí, cómo había llegado y cuál era su cometido. ¿La iban a añadir al juego aquellos hijos de puta? Eso sería una canallada suprema.
—¿Y cómo dices que has venido hasta aquí?
—¿Yo? Pues en un Uber, como todo el mundo…
Casi me hizo reír su ingenuidad.
—No, Marina, me refiero que cómo te han convencido para que vengas.
Rió despreocupada y luego respondió.
—Ah, vale, eso… Pues ha sido a través de TikTok. Me dijeron que era para darle una sorpresa a alguien, y vaya si es una sorpresa por la cara que pones…
—¿Qué…? —Mi expresión de asombro no era fingida. Aquello era un galimatías en el que se mezclaban una cría, Tiktok y una supuesta señora que no dudé que se trataría de la voz en off que nos hablaba a través de los altavoces. Necesitaba entenderlo bien si quería aprovecharme de ello—. ¿Puedes explicármelo desde el principio?
Carraspeó ligeramente y comenzó a contarme la historia. Una «story» digna de la red social más famosa del momento.
—Pues verás, yo estaba haciendo un «directo». Tenía ya casi cien espectadores, era una buena tarde. De pronto se me unió una señora en vídeo. Era muy maja, aunque no le podía ver bien la cara por el contraste de la luz de fondo.
—Sigue… —la apremié.
—El caso es que estuvimos hablando unos cinco minutos o así… La señora hablaba y me preguntaba cosas… yo le respondía… bueno, lo típico: mi edad, de dónde soy, lo que estudio… esas cosas que pregunta la gente en los directos.
Sabía a qué se refería, yo me había conectado a algunos de ellos, aunque nunca con chicas tan jóvenes.
—Al final, cuando ya no había mucho de qué hablar, la señora me pidió mi ********* y yo se lo di. Me dijo que quería que charláramos por privado cuanto antes para hacerme una propuesta. Así que corté el directo para chatear con ella. Empezamos a hablar y me explicó lo del juego.
—¿Juego? ¿Qué juego? —pregunté sabiendo la respuesta.
Se confirmaba que la «señora» era la voz en off de nuestro cautiverio y que el «juego» era lo que quería hacerle creer acerca de nuestro encierro.
—Pues este juego que estáis haciendo en esta escape room… —dijo y me asusté al caer en la cuenta de que la muchacha era un fleco que aquella gente no dejaría corretear por ahí si las cosas acababan mal.
Cerré los ojos y la encomendé a San Judas, patrón de los imposibles. Era lo único que podía hacer por ella.
—Vale, continúa… —dije cada vez más confuso.
—Total, que me ofreció el dinero por hacer… eso… y a mí me pareció bien.
—¿Te ofreció dinero?
—Sí, me ofreció dos mil euros por hacerte… eso…
—¿Hacerme qué…? —al oír su «eso» no pude evitar empalmarme—. ¿No me digas que te han pagado por dejarte follar…?
—Ah, no… —se echó a reír—. A la señora ya le dije que follar solo lo hago con mi novio. Y ella me dijo que no hacía falta que folláramos, que bastaba con que te la chupara.
Mis piernas hicieron un amago de doblarse y tuve que poner todo mi empeño para mantenerme en pie.
—Mira, Marina… —le dije despacio para que entendiera mi mensaje—. ¿A ti no te han dicho que no debes aceptar dinero de nadie por hacer cosas, digamos, «raras»?
—Joder, claro… —La chica parecía haberse crecido, como queriendo demostrar que ya era lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones—. Pero los dos mil euros me vienen genial para el viaje de paso del ecuador con mis colegas de la Uni.
Acojonante. Aquello solo admitía ese adjetivo: «acojonante» del todo. Una persona le ofrece a una cría en TikTok que se la mame a un fulano por una cantidad, digamos, «interesante», y la chica ni corta ni perezosa se presta a ello sin saber con quién se las está gastando.
Me pregunté dónde se habían quedado los valores de antaño, ese amor propio y el respeto a sí mismas de las jovencitas de nuestro entorno. Aquella cría podría ser mi vecina, mi hermana, la cuñada de un amigo... Cualquiera que tuviera acceso a las redes sociales. Y, si Marina tenía veintiuno de verdad, mañana podría ocurrir con una menor, ¿por qué no? ¿A quién le iba a importar la edad?
Pero ahora eso me preocupaba menos que el lío que nos traíamos entre manos en aquel encierro, y continué indagando.
—¿Y has aceptado sin más? ¿Te piden que se la chupes a un desconocido y no te importa ni saber quién es?
—Bueno, tampoco es eso…
Me extrañó oír aquello. ¿Le habían contado algo de mí para convencerla?
—… La señora hizo algo para que supiera que no eras un viejo.
Joder… ¿Era eso lo que le importaba?, ¿que no fuera un viejo baboso, y con eso le valía…? Por lo que entendía, lo demás le daba igual.
—¿Qué hizo, exactamente?
—Me enseñó una foto tuya.
—¿Una foto…? —joder, eso era una noticia relevante, una prueba que podría acabar mal para EXTA-SIS. Lo sentí por la chica.
—Sí, bueno, la cara estaba algo borrosa y por eso no te he reconocido de entrada, pero se veía que eras un hombre no muy mayor, de treinta y pico. Y a mí los tíos de menos de cuarenta no me dan mucho asco.
¡Hostia con la lógica de la chavala! Era inaudita. Y al mismo tiempo incontestable.
—Dime otra cosa, Marina. ¿Has confiado en esa señora? ¿Cómo sabes que va a cumplir el trato?
—Ah, pues porque ya ha cumplido una parte —dijo como una sabia viejecita—. Lo primero que hizo cuando acepté fue hacerme un bizum por la mitad. La otra mitad me la enviará en cuanto te haga la mamada.
Tragué saliva. Ni por todo el oro del mundo iba yo a permitir que aquella cría me la chupara.
—Mira, Marina, ¿por qué no hacemos una cosa? Le decimos a esa señora que ya me lo has hecho y te vas tan tranquila. Tú cobras tu premio y todos felices.
—Ni de coña… —dijo y se puso a la defensiva—. La señora me advirtió que aquí hay cámaras. Y que si no cumplo lo pactado no me pagará el resto.
«Hijos de puta», me dije, una vez más demostraban quién estaba al mando.
—Bueno… —insistí—. Pero lo que ya has pillado no te lo puede quitar. Te quedas con mil pavos por no hacer nada, ¿no te parece genial?
Marina puso morritos de enfado.
—Que no, tío, que mil euros no me sirven para nada… que el viaje me cuesta dos mil.
—Joder… —suspiré, casi rendido.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no quieres que te la chupe? ¿No te gusto, no te parezco guapa?
¡Su puta madre!, me dije de nuevo, aunque sin expresarlo en palabras. ¿Qué si me gustaba? Aquella criatura era un puto bombón. Metérsela en la boca era un sueño para cualquier cerdo aprovechado. Si no hubiera sido yo el elegido, sino alguno de los otros cuatro del grupo, haría ya rato que la nena tendría un rabo en la garganta.
—Pues claro que me pareces guapa… eres preciosa… —le confesé sin mentirle—. Pero esa no es razón para…
—Entonces… —me cortó y sonrió picarona meciéndose de un lado a otro sin mover los pies—. ¿Te la chupo o qué?
—La verdad es que no sé… —respondí en un mar de dudas—. No me parece decente…
*
Cinco minutos más tarde me había dejado convencer y la chica me relamía el glande exhalando el aliento caliente de su preciosa boca y humedeciendo la punta de mi polla con su lengua juguetona.
Cuando hube aceptado la mamada por fin, se acercó a mí con grandes zancadas. Se acuclilló a mis pies, bajándome los pantalones del chándal y los bóxer hasta los tobillos, y sacándomelos por los pies. Su posición me permitía divisar el triángulo entre sus muslos, donde se veían unas braguitas de algodón de color rosa, lo que podía esperarse de una muchacha de su edad.
Después me había pajeado con destreza hasta conseguir la dureza que le pareció conveniente y comenzó a chupar con un esmero inusitado. Había que reconocer que la chiquilla la mamaba de miedo. Y me atreví a preguntarle.
—Uffff… ¿Dónde has aprendido a hacer esto… Marina…?
La chica rió.
—Me lo ha enseñado mi novio, que es un guarrete… —sonreía picarona—. El muy cerdo me pone los cuernos cuando le da la gana, sobre todo con mujeres mayores, por lo que aprende un montón y luego me enseña.
La muchacha me estaba poniendo realmente berraco, y no solo de obra, sino de palabra también.
—Ufff… —resoplaba yo—. ¿Y sabe él que estás aquí…?
Temí su respuesta. No sabía si una contestación afirmativa sería algo positivo o todo lo contrario. Marina era un fleco, pero si había que contar al novio, serían dos.
—No fastidies… ¿cómo va a saberlo? —soltó sin dejar de mimar mi glande, que ya estaba rojo como un tomate e hinchado como la cabeza de una seta—. Con lo celoso que es, si se entera me estrangula.
Joder con el chico, pensé. Él se folla todo lo que se mueve y la chica atada a la pata de la cama. No me extrañó que la muchacha estuviera ávida de pollas ajenas. Pero esto me recordó la situación de Blanca con respecto a mí y a nuestros «queridos» compañeros de secuestro y el estómago se me agrió.
—Oye —me dijo al cabo de un rato—. ¿No quieres tocarme? Te aseguro que no voy a cobrar más si lo haces.
No pude menos que reír su ocurrencia.
—¿Qué puedo tocarte sin que suba la tarifa? —le seguí la broma.
—No sé, el pelo, las tetas… lo que te parezca…
Con un flash me llegó la sensación de que la buena muchacha no solo hacía aquello por dinero. Chupaba con esmero y disfrutaba de ello. Si cabe, se lo estaba pasando mejor que yo, toda una aventura para una simple chica del TikTok de las miles que pueblan la red.
Me senté en el borde de la cama. Marina se aproximó y apoyó los antebrazos en mis muslos para trabajarse mejor el rabo que se estaba comiendo con lujuria. Yo le tome del pelo con una mano y le empujaba la cabeza adelante y atrás para facilitarle la maniobra. Con la otra le sobaba las tetas, una por turno, por encima de la ropa.
—¿Me quito la camiseta para que puedas sobármelas mejor?
Solté un jadeo y lo asumió como un sí. Una vez sin camiseta ni sostén, comprobé que la piel de sus tetas era tan suave como toda ella. Y los pezones, hinchados como canicas, parecían pedir guerra.
—Hostia puta, Marina, cómo mamas… joder, eres una putilla de primera… así… por dios… lame con la lengua… así… su puta madre…
Yo gimoteaba y ella sonreía sin dejar de chupar. Y mi verga se iba cubriendo con su saliva. Aquello era una auténtica delicia, hasta el punto de que me había olvidado de Blanca, de los cuatro tipejos y hasta de la voz en off. Todo mi horizonte estaba en el calor de aquella húmeda boca. Lo demás ya no importaba.
—¿Vas a correrte pronto? —preguntó Marina tras unos instantes de silencio y cortó mi hilo de pensamiento.
—No, aún me queda un poco… Métetela entera en la boca. A ver si te llega hasta la garganta.
Hizo lo que le pedía y estuvo un rato glugluteando como un pavo. Se metía el rabo hasta las amígdalas, sacándolo cuando ya se asfixiaba y escupiendo babas que le colgaban por la barbilla y caían sobre su falda.
Yo me resistía a llegar al final apretando los dientes. Correrme supondría el final de aquel momento delicioso. El fin de su aliento caliente en mi piel, de la humedad de su lengua en el glande, y de la suavidad de sus manos sobándome los huevos con una delicadeza que me mataba.
Pero todo llega a su fin y, tras resistirme como un jabato, ya no podía aguantar más.
—Déjalo, Marina… —le dije—. Me voy a correr. Aparta, que lo voy a echar sobre el suelo, luego ya lo limpiaré.
—¡No, espera, espera…! —exclamó ella limpiándose las babas con el reverso de la mano—. ¡No lo eches al suelo, que me lo voy a tragar…!
Me extrañó aquella vehemencia y no pude dejar de preguntar.
—¿Tragar? ¿Pero por qué? —dije al borde del infarto, sujetando el orgasmo que llamaba a mi puerta desesperado—. No hace falta, nena…
—Sí, sí hace falta —replicó—. La señora me dijo que si me lo tragaba me daría quinientos euros más. Y me vienen genial para el regalo de cumpleaños de mi novio…
La lógica infantil de aquella chiquilla seguía desarmándome. Al tiempo que me revolvía el estómago el poco valor de sí misma que tenía. Me preguntaba si todas las chicas de ahora son así o solo las más echadas para adelante, como ocurría en mi adolescencia con las chicas que se dejaban magrear solo por pasar el rato.
—¿Pero es que no te da asco? —dije por disuadirla. Pero Marina no pensaba en nada más que en la cifra que obtendría a cambio.
—Sí, me da mucho asco. Una vez se lo dejé hacer a mi novio y las pasé canutas. Pero si no lo hago, no hay regalo, y eso es peor.
De cajón. Aquella muchacha tenía el guion aprendido y era difícil sacarla de él.
—Vale, pues trágatelo… —admití por fin.
—¿Me guías? —dijo antes de volver a lamer mi glande con su lengua juguetona.
—¿Cómo? —alucinaba yo con las ocurrencias de Marina.
—Sí, vete diciendo lo que tengo que hacer, así será más fácil para mí.
Yo pensaba: «lo único que tienes que hacer es metértela en la boca y tragar todo lo que te entre», pero quizá ella quería disfrutar del momento. Tenía derecho, al fin y al cabo. Y no quise defraudarla.
—De acuerdo, yo te guio… —repliqué—. Haz lo que te diga.
—Gracias… —su vocecilla ponía cachondo al más pintado solo con oírla.
Sonreí para mis adentros y luego comencé a sobreactuar para ella y para la voz en off.
—A ver, Marina, abre los ojos y mírame —dije poniéndome en pie y quitándole mi polla de las manos.
La chica obedeció. Su mirada era como la de un corderito. Se encontraba de rodillas, sentada sobre sus piernas y con las manos en el regazo.
—Ahora abre la boca y saca la lengua.
Tragó saliva y obedeció.
—Voy a correrme, cielo… —le dije en el tono más suave que pude—. No cierres los ojos ni la boca pase lo que pase. ¿Lo entiendes?
Asintió moviendo la cabeza y ante su docilidad ya no pude resistirme más.
Mi polla comenzó a escupir leche con disparos directos y certeros. Contenía la fuerza de salida para que toda le cayera sobre la lengua o le alcanzara la garganta. No quería mancharle la cara, ya que en el dormitorio no había baño para asearse después. Sus ojos se mantuvieron fijos en los míos todo el tiempo.
Bufé mientras me corría hasta vaciarme. Después le hablé entre jadeos.
—Ahora cierra la boquita y mantén mi leche dentro.
Marina subió la mandíbula inferior con ayuda de mi mano. Sus carrillos se le mostraban hinchados. Se veía que luchaba por sujetar las náuseas.
—A ver… abre la boca y enséñame la leche.
La abrió y pude ver mi lefa blanquecina flotando en su boquita, entre la lengua y el paladar. Había sido una lefada de las buenas. Su mirada seguía fija en mis ojos.
—Ahora, ciérrala otra vez y trágala.
Marina cerró la boca e intentó tragar el semen que bailaba en su interior. Le costaba sujetarse las náuseas. Su garganta se movía, pero sus carrillos seguían hinchados, señal de que no estaba tragando. No mucho, al menos.
—Traga, cielo… —le dije con dulzura.
Hizo un nuevo intento y pareció conseguirlo en parte. Sus carrillos seguían hinchados, pero no tanto como antes.
—Venga, un último intento, piensa en el regalo de tu novio…
Con un gran esfuerzo, terminó de tragar y sonrió entusiasmada.
—¡Lo hice, lo hice…! —exclamó con expresión de asco a pesar de su sonrisa.
—A ver, saca la lengua y enséñamelo.
Hizo lo que le pedía y su lengua se movió arriba, abajo y hacia los lados para demostrar que no mentía.
Yo me agaché y le besé el cabello. Sentía que de un momento a otro comenzaría a vomitar, y quizá la voz en off le negaría lo que se había ganado a pulso.
—Genial, cariño… —le hablé como se le habla a un niño cuando no se quiere tomar el jarabe—. Tranquila, cielo… ya pasó… ya pasó… bebe este refresco para que se te vaya la náusea.
Se puso en pie y le entregué una lata de Coca-cola que había quedado a medias sobre la mesilla, de la que bebió con placer contenido.
Cuando hubo apurado la lata, se volvió hacia mí. Le limpié las comisuras de los labios con una toallita húmeda y luego le acerqué los míos.
Pensé que me rechazaría, pero abrió la boca y nos besamos unos minutos con suavidad y sin prisas.
—¿Lo he hecho bien? —dijo cuando nos separamos—. Lo siento… me ha costado mucho… pero la he tragado toda, te lo prometo…
—Ssshhh… lo has hecho genial… —le acariciaba la mejilla con una mano.
De repente, un soniquete de caja registradora salió de un bolso que descansaba sobre la cama. Supuse que era el suyo. Lo abrió y extrajo el móvil. Tras trastear en él unos segundos, dio un par de saltitos de felicidad.
—¡Me ha llegado el bizum! —sonreía encantada—. Los mil quinientos que faltaban. Te dije que la señora cumpliría el trato.
Nos recostamos en el respaldo de la cama y estuvimos charlando un buen rato sobre trivialidades. La mayor parte de la conversación versó sobre nuestras experiencias en Tiktok. Las influencer de moda, las tendencias en el vocabulario, los temas que más atraían a los seguidores, etcétera.
Finalmente, la charla remitió y Marina se puso en pie. Hice lo propio y me planté delante de ella. Nos miramos un segundo en silencio. Luego me extendió la mano y yo se la apreté con delicadeza. Era una mano pequeña, suave y templada.
—Tengo que irme, ha sido un placer conocerte.
—Lo mismo digo… —le aseguré con una carantoña en la mejilla, y no mentía.
*
Sin más, Marina cruzó la puerta del dormitorio y salió disparada. Era mi momento, y no pensaba desaprovecharlo.
Tan pronto salió del cuarto, me dispuse a seguirla. Tenía que ver cómo y por dónde había entrado a la discoteca. Pero antes de llegar a los baños, el pitido del wasap interno me sobresaltó. Extrañado porque volviera a funcionar, extraje el móvil y leí como un relámpago:
EXTA-SIS: Ni se te ocurra seguirla si no quieres que la dejemos encerrada y que la unamos al juego.
Un sentimiento de angustia se me posó en la boca del estómago. Pero la voz en off me la calmó al instante, como si me hubiera leído el pensamiento.
EXTA-SIS: No te preocupes, a la chica no la consideramos un peligro. La hemos traído con los ojos vendados y la devolveremos sana y salva de la misma manera. Ni remotamente podrá relacionar a nadie de nosotros con la escape room. No temas por ella, al menos si la dejas marchar sin empeñarte en seguirla.
Respondí lo primero que se me vino a la cabeza:
ALEX: Y el resto? No la verán salir? Saben algo?
EXTA-SIS: Ni de coña, hombre, los otros están a lo suyo, tranquilo…
Intuí una segunda intención en aquellas palabras, y eso me cabreó.
ALEX: Vete a la mierda.
Fue mi respuesta antes de salir de línea.
Volví al cuarto, atranqué la puerta y me senté sobre la cama. Una vez más, nuestros captores ganaban la partida por la mano. Y, a pesar de haber pasado un rato tan agradable con Marina, una desazón me carcomía por dentro.
No estaba seguro de porqué me habían brindado aquel «regalo». Quizá era para equilibrar la balanza entre Blanca y yo mismo, algo que me permitiera resarcirme de la rabia de verla en los brazos de otros y que me diera aire para lo que aún restaba de aquella locura. Si ese era el motivo, los cerdos criminales habían errado de pleno. Mi rabia y mi impotencia no había disminuido ni un ápice.
Por otro lado, quizá solo pretendían calmar mis ánimos turbulentos utilizando la herramienta más vieja del mundo: el sexo. Algo que me escaseaba en aquel encierro por la lejanía de Blanca, que ahora ni dormía a mi lado. Si querían vaciarme para que dejara de ser «peligroso», como había comentado mi novia días atrás, solo lo habían conseguido en parte.
Pero, si pensaban matarnos, para qué concederme un premio especial, me preguntaba sin encontrar respuesta. ¿Era ésta una metáfora de la última cena del condenado a muerte?
Pero no era así. No era ninguna de aquellas la razón de la presencia de la chiquilla. La razón era, como suele ocurrir, mucho más simple. Y no tardaría en descubrirlo.
Continuará......