Allteus
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Me hizo un gesto claro, pidiendo que me acercara. En cuanto me tuvo a su alcance, me agarró con fuerza, con mucha fuerza, sin ninguna delicadeza, sacudiendo sin contemplaciones mi sexo, como si quisiera hacerme notar toda la potencia de su deseo.
Se incorporó, abandonando el cipote enhiesto y joven de Santi y mi tronco, menos vistoso pero también duro. De nuevo se acercó al carrito, para servirse esta vez una copa nada más, para ella sola, pronunciando nada más una orden, con su voz más grave y a la vez sugerente.
-Desnudaos.
Ciertamente, debe reconocerse que nuestra apariencia ya no era la mejor. Con la americana todavía puesta, los pantalones semibajados y las pollas tiesas, no era la mejor imagen posible de dos caballeros.
Cumplimos, como movidos por un resorte secreto, con rapidez, su orden. Fuera las americanas, primero, las camisas, los zapatos y pantalones. Observé en él un momento de duda, pero finalmente se despojó de los calzoncillos, al ver que yo también los estaba haciendo.
Antes de dejar a un lado la americana, sacó del bolsillo un pequeño paquete de cartón.
Preservativos.
Rocío volvía a la carga, viniendo hacia nosotros después de apagar su sed. Esta vez arrastraba delante de ella el carrito con la cubitera y la bebida, dejando que sus pechos de hembra en plenitud se balancearan a su paso.
Otra vez una orden breve, dirigida a nuestro acompañante.
-Ponte uno.
Mientras él cumplía sin rechistar esa orden, con un par de cubitos de hielo en la mano se acercó para besarme, acariciar mi espalda desnuda con una mano helada y, con la otra, aplicarme en la punta de la polla un cubito de hielo. Contrariamente a lo que pueda parecer, su acción me encendió más, si cabe, y con cierta brusquedad empuñe su entrepierna, buscando meter un dedo, dos dedos, en su interior. Ella reía con una franca risa y alegre expresión, satisfecha por el éxito alcanzado en su pretensión de enloquecerme de deseo haciéndome sentir en el centro de mi pasión el helado contacto.
El joven semental esperaba, enfundado su mástil en una goma brillante de color azulado, sentado en el borde de la cama. De espaldas a él, caminando la breve distancia que nos separaba de espaldas, con mis dedos clavados en su interior y nuestras bocas destrozándose en un beso feroz, mi Roció me arrastró lentamente, hasta estar justo en la posición en la que, echándose hacia atrás, sentándose, podía clavarse en aquella estaca que surgía del vientre de nuestro joven socio de placeres.
Lo hizo, mientras él se tumbaba de espaldas, con los pies en el suelo, las piernas dobladas por las rodillas y el resto del cuerpo sobre la cama. Con las piernas muy abiertas, mi esposa se dejó caer de espaldas a él con fuerza, con una fuerza que me hizo temer que se lastimara al alcanzarle aquel trozo imponente de carne.
No pareció dañarle y, muy al contrario, la expresión de sus ojos, entrecerrándose, y su gemido de placer, apenas audible pero inconfundible, demostraba que lo que notaba en su interior, el impacto que le producía el grosor y longitud de la verga de Santi, era muy satisfactorio.
Sin soltarme, me colocó frente a ella - en una posición muy vista en muchos vídeos de tríos- para que, en cada sacudida, en cada empuje, en cada acometida de la poderosa polla que le clavaban, su boca se abriera para albergar la mía, más pequeña, menos gruesa, menos potente, pero igualmente capaz de hacer sentir a su portador que podía morir de placer.
No tardó en desentenderse de mi sexo.
Con la boca muy abierta, concentrada en su propio placer, saltando rítmicamente sobre el vientre de su joven follador, se aferró para no caerse a mis caderas, y apoyada sobre mi vientre alcanzó el segundo de los orgasmos de aquella noche, apretándose con fuerza hacia abajo, clavándose todavía más en la columna que la taladraba, ayudada por las manos del joven que la sostenían por la cintura y la auxiliaban en el esfuerzo de levantarse, para dejarse caer sin freno una y otra vez.
Se desde siempre que ella, después de correrse, necesita unos segundos, un minuto, de calma absoluta, para volver en sí, para normalizar la respiración, para recuperar su autocontrol.
Se desplomó sobre la cama, tendida mirando al techo junto a Santi.
Me tendí también a su lado, y cuando juzgué que ya podía de nuevo volver a las caricias, tomé un pecho en mi boca, y comprobé que, en el otro, nuestro acompañante me imitaba.
Rocío quería más.
Con decisión repentina, se giró hacia el lado contrario al mío, monto a horcajadas sobre él y se deslizó hacia arriba hasta tener su sexo en la cara del muchacho. La intención era evidente y él la entendió sin problemas. Tomó con su boca inmediata posesión de aquel manjar que le ofrecían, y Rocío cayó hacia adelante, con la cara apoyada en el cobertor de la cama, los muslos envolviéndole el rostro para que su lengua se entretuviera en lamer una y otra vez aquella raja húmeda y jugosa que acababa de perforar con saña.
Me coloqué frente a ella, tumbado de espaldas, abriendo mucho las piernas y mi sexo justo en su cara. En la posición que estaba tampoco necesitaba mucha explicación. Volví a hundirme en su boca, esta vez con cierta furia, reclamando toda su atención, sin dejarle abandonar la tarea pese a que hacía reiteradas pausas, sintiendo las maniobras que le estaba haciendo el joven en su sexo, con la lengua o con los dedos también, algo que no podía ver en mi posición.
Puede ser que entendiera mi actitud como el reclamo de mi derecho al placer. Abandonó los intentos de paralizarse y concentrarse exclusivamente en sus sensaciones. Comenzó a buscar descaradamente mi orgasmo, con la boca -cada vez más experta, cada vez más sabia-, con una mano empujando con firmeza arriba y abajo el tronco, con el ritmo constante en la frecuencia que sabe que me sube a la cima en forma más rápida, y con un dedo hurgando mi trasero, incluso jugando a introducirse un par de centímetros en mi interior.
Sucedió lo que era previsible. Creo, también, que lo pretendido por ella.
Tuvo la deferencia de no apartarse, recibiendo en su boca toda la descarga que me provocó. Mientras lo hacía me miraba con descaro, abriendo la boca para que una parte del semen se deslizara al exterior y yo pudiera disfrutar de esa imagen de entrega tan especial.
Se entretuvo más, con suaves lamidas y succiones constantes. El tiempo necesario para llegar a ese momento en que el hombre sigue sintiendo un suave placer pero también un cierto dolor que aconseja dejar tranquilo, por un tiempo, su miembro.
Supe que a partir de ese momento debía imitar la inteligente actitud de nuestro amigo Pol, el marido de Carma.
Sabiendo que su mujer es inagotable, que tiene una ciencia especial para hacer durar sus momentos de placer, en todas las ocasiones en que nos hemos encontrado le he visto apartarse del centro del encuentro, proveerse de bebida suficiente -normalmente en él, cava- y observar complacido las acciones de los partícipes todavía activos, a veces tan complacido como para tocarse en solitario, con el sexo morcillón, aflojado pero no desaparecido, procurándose placer él mismo, pajillero de primera fila privilegiada mientras otros machos se follan a su hembra.
Me aparté, sentado en la cama inmensa que presidía la habitación, apoyando la espalda en el cabecero, después de rellenar de nuevo mi copa para no quedarme del todo seco mientras les veía seguir en danza.
No tardaron en seguir. Montó inmediatamente a caballo sobre él, esta vez de frente, las piernas dobladas a los costados del hombre y su coño empalado con aquella verga tan dura.
Subía y bajaba, recorriendo toda la longitud del miembro, saltando, clavada una y otra vez, sostenida por las manos de su follador, que la sujetaba por los pechos, estrujándolos sin contemplaciones, mientras ella se dejaba hacer, desmadejada pero saltando, hasta que un grito ronco y sonoro demostró que su tercer orgasmo había llegado, y con fuerza, permitiendo él entonces que el torso de Rocío llegara a descansar en su pecho, para agarrarla por las caderas y seguir bombeando en su interior con un ritmo frenético, mientras ellas apenas hacía un pequeño vaivén adelante y atrás, subiendo y bajando sus caderas, apretando todo el cuerpo contra el de su amante, escondida la cara en el pecho de Santi.
Reposó en aquella posición, sin sacar de su interior el sexo que albergaba, durante un par de minutos.
Finalmente se descabalgó, con los ojos cerrados, sin querer mirar nada ni a nadie, sintiendo todavía -estoy seguro- los coletazos de placer en todo su cuerpo.
El tronco duro y majestuoso de aquel chico seguía en todo su esplendor, enfundado en la goma azulada, acreditando la resistencia y excelente rendimiento de su propietario, que todavía tenía suficiente margen para más asaltos.
Mi Rocío estaba cerca del total agotamiento. Eran casi dos horas de relaciones sexuales, que habían transcurrido sin notarlo, pero que suponían un esfuerzo físico importante. Se movía con parsimonia, y entre ambos machos, en la cama, acariciaba lentamente nuestros vientres, por encima del sexo hasta el pecho.
Con esa lentitud, acabó colocándose a cuatro, atravesada a mi cuerpo, las piernas muy abiertas y el culo levantado apuntando a la posición en la que estaba Santi, la boca en mi boca y los pechos balanceándose con libertad, rozando con los pezones mi piel.
De nuevo una simple y suave orden, pronunciada con voz sugerente, pero no por ello menos imperativa.
-Fóllame otra vez.
Se incorporó, abandonando el cipote enhiesto y joven de Santi y mi tronco, menos vistoso pero también duro. De nuevo se acercó al carrito, para servirse esta vez una copa nada más, para ella sola, pronunciando nada más una orden, con su voz más grave y a la vez sugerente.
-Desnudaos.
Ciertamente, debe reconocerse que nuestra apariencia ya no era la mejor. Con la americana todavía puesta, los pantalones semibajados y las pollas tiesas, no era la mejor imagen posible de dos caballeros.
Cumplimos, como movidos por un resorte secreto, con rapidez, su orden. Fuera las americanas, primero, las camisas, los zapatos y pantalones. Observé en él un momento de duda, pero finalmente se despojó de los calzoncillos, al ver que yo también los estaba haciendo.
Antes de dejar a un lado la americana, sacó del bolsillo un pequeño paquete de cartón.
Preservativos.
Rocío volvía a la carga, viniendo hacia nosotros después de apagar su sed. Esta vez arrastraba delante de ella el carrito con la cubitera y la bebida, dejando que sus pechos de hembra en plenitud se balancearan a su paso.
Otra vez una orden breve, dirigida a nuestro acompañante.
-Ponte uno.
Mientras él cumplía sin rechistar esa orden, con un par de cubitos de hielo en la mano se acercó para besarme, acariciar mi espalda desnuda con una mano helada y, con la otra, aplicarme en la punta de la polla un cubito de hielo. Contrariamente a lo que pueda parecer, su acción me encendió más, si cabe, y con cierta brusquedad empuñe su entrepierna, buscando meter un dedo, dos dedos, en su interior. Ella reía con una franca risa y alegre expresión, satisfecha por el éxito alcanzado en su pretensión de enloquecerme de deseo haciéndome sentir en el centro de mi pasión el helado contacto.
El joven semental esperaba, enfundado su mástil en una goma brillante de color azulado, sentado en el borde de la cama. De espaldas a él, caminando la breve distancia que nos separaba de espaldas, con mis dedos clavados en su interior y nuestras bocas destrozándose en un beso feroz, mi Roció me arrastró lentamente, hasta estar justo en la posición en la que, echándose hacia atrás, sentándose, podía clavarse en aquella estaca que surgía del vientre de nuestro joven socio de placeres.
Lo hizo, mientras él se tumbaba de espaldas, con los pies en el suelo, las piernas dobladas por las rodillas y el resto del cuerpo sobre la cama. Con las piernas muy abiertas, mi esposa se dejó caer de espaldas a él con fuerza, con una fuerza que me hizo temer que se lastimara al alcanzarle aquel trozo imponente de carne.
No pareció dañarle y, muy al contrario, la expresión de sus ojos, entrecerrándose, y su gemido de placer, apenas audible pero inconfundible, demostraba que lo que notaba en su interior, el impacto que le producía el grosor y longitud de la verga de Santi, era muy satisfactorio.
Sin soltarme, me colocó frente a ella - en una posición muy vista en muchos vídeos de tríos- para que, en cada sacudida, en cada empuje, en cada acometida de la poderosa polla que le clavaban, su boca se abriera para albergar la mía, más pequeña, menos gruesa, menos potente, pero igualmente capaz de hacer sentir a su portador que podía morir de placer.
No tardó en desentenderse de mi sexo.
Con la boca muy abierta, concentrada en su propio placer, saltando rítmicamente sobre el vientre de su joven follador, se aferró para no caerse a mis caderas, y apoyada sobre mi vientre alcanzó el segundo de los orgasmos de aquella noche, apretándose con fuerza hacia abajo, clavándose todavía más en la columna que la taladraba, ayudada por las manos del joven que la sostenían por la cintura y la auxiliaban en el esfuerzo de levantarse, para dejarse caer sin freno una y otra vez.
Se desde siempre que ella, después de correrse, necesita unos segundos, un minuto, de calma absoluta, para volver en sí, para normalizar la respiración, para recuperar su autocontrol.
Se desplomó sobre la cama, tendida mirando al techo junto a Santi.
Me tendí también a su lado, y cuando juzgué que ya podía de nuevo volver a las caricias, tomé un pecho en mi boca, y comprobé que, en el otro, nuestro acompañante me imitaba.
Rocío quería más.
Con decisión repentina, se giró hacia el lado contrario al mío, monto a horcajadas sobre él y se deslizó hacia arriba hasta tener su sexo en la cara del muchacho. La intención era evidente y él la entendió sin problemas. Tomó con su boca inmediata posesión de aquel manjar que le ofrecían, y Rocío cayó hacia adelante, con la cara apoyada en el cobertor de la cama, los muslos envolviéndole el rostro para que su lengua se entretuviera en lamer una y otra vez aquella raja húmeda y jugosa que acababa de perforar con saña.
Me coloqué frente a ella, tumbado de espaldas, abriendo mucho las piernas y mi sexo justo en su cara. En la posición que estaba tampoco necesitaba mucha explicación. Volví a hundirme en su boca, esta vez con cierta furia, reclamando toda su atención, sin dejarle abandonar la tarea pese a que hacía reiteradas pausas, sintiendo las maniobras que le estaba haciendo el joven en su sexo, con la lengua o con los dedos también, algo que no podía ver en mi posición.
Puede ser que entendiera mi actitud como el reclamo de mi derecho al placer. Abandonó los intentos de paralizarse y concentrarse exclusivamente en sus sensaciones. Comenzó a buscar descaradamente mi orgasmo, con la boca -cada vez más experta, cada vez más sabia-, con una mano empujando con firmeza arriba y abajo el tronco, con el ritmo constante en la frecuencia que sabe que me sube a la cima en forma más rápida, y con un dedo hurgando mi trasero, incluso jugando a introducirse un par de centímetros en mi interior.
Sucedió lo que era previsible. Creo, también, que lo pretendido por ella.
Tuvo la deferencia de no apartarse, recibiendo en su boca toda la descarga que me provocó. Mientras lo hacía me miraba con descaro, abriendo la boca para que una parte del semen se deslizara al exterior y yo pudiera disfrutar de esa imagen de entrega tan especial.
Se entretuvo más, con suaves lamidas y succiones constantes. El tiempo necesario para llegar a ese momento en que el hombre sigue sintiendo un suave placer pero también un cierto dolor que aconseja dejar tranquilo, por un tiempo, su miembro.
Supe que a partir de ese momento debía imitar la inteligente actitud de nuestro amigo Pol, el marido de Carma.
Sabiendo que su mujer es inagotable, que tiene una ciencia especial para hacer durar sus momentos de placer, en todas las ocasiones en que nos hemos encontrado le he visto apartarse del centro del encuentro, proveerse de bebida suficiente -normalmente en él, cava- y observar complacido las acciones de los partícipes todavía activos, a veces tan complacido como para tocarse en solitario, con el sexo morcillón, aflojado pero no desaparecido, procurándose placer él mismo, pajillero de primera fila privilegiada mientras otros machos se follan a su hembra.
Me aparté, sentado en la cama inmensa que presidía la habitación, apoyando la espalda en el cabecero, después de rellenar de nuevo mi copa para no quedarme del todo seco mientras les veía seguir en danza.
No tardaron en seguir. Montó inmediatamente a caballo sobre él, esta vez de frente, las piernas dobladas a los costados del hombre y su coño empalado con aquella verga tan dura.
Subía y bajaba, recorriendo toda la longitud del miembro, saltando, clavada una y otra vez, sostenida por las manos de su follador, que la sujetaba por los pechos, estrujándolos sin contemplaciones, mientras ella se dejaba hacer, desmadejada pero saltando, hasta que un grito ronco y sonoro demostró que su tercer orgasmo había llegado, y con fuerza, permitiendo él entonces que el torso de Rocío llegara a descansar en su pecho, para agarrarla por las caderas y seguir bombeando en su interior con un ritmo frenético, mientras ellas apenas hacía un pequeño vaivén adelante y atrás, subiendo y bajando sus caderas, apretando todo el cuerpo contra el de su amante, escondida la cara en el pecho de Santi.
Reposó en aquella posición, sin sacar de su interior el sexo que albergaba, durante un par de minutos.
Finalmente se descabalgó, con los ojos cerrados, sin querer mirar nada ni a nadie, sintiendo todavía -estoy seguro- los coletazos de placer en todo su cuerpo.
El tronco duro y majestuoso de aquel chico seguía en todo su esplendor, enfundado en la goma azulada, acreditando la resistencia y excelente rendimiento de su propietario, que todavía tenía suficiente margen para más asaltos.
Mi Rocío estaba cerca del total agotamiento. Eran casi dos horas de relaciones sexuales, que habían transcurrido sin notarlo, pero que suponían un esfuerzo físico importante. Se movía con parsimonia, y entre ambos machos, en la cama, acariciaba lentamente nuestros vientres, por encima del sexo hasta el pecho.
Con esa lentitud, acabó colocándose a cuatro, atravesada a mi cuerpo, las piernas muy abiertas y el culo levantado apuntando a la posición en la que estaba Santi, la boca en mi boca y los pechos balanceándose con libertad, rozando con los pezones mi piel.
De nuevo una simple y suave orden, pronunciada con voz sugerente, pero no por ello menos imperativa.
-Fóllame otra vez.