Dos Hermanas

Me hizo un gesto claro, pidiendo que me acercara. En cuanto me tuvo a su alcance, me agarró con fuerza, con mucha fuerza, sin ninguna delicadeza, sacudiendo sin contemplaciones mi sexo, como si quisiera hacerme notar toda la potencia de su deseo.

Se incorporó, abandonando el cipote enhiesto y joven de Santi y mi tronco, menos vistoso pero también duro. De nuevo se acercó al carrito, para servirse esta vez una copa nada más, para ella sola, pronunciando nada más una orden, con su voz más grave y a la vez sugerente.

-Desnudaos.

Ciertamente, debe reconocerse que nuestra apariencia ya no era la mejor. Con la americana todavía puesta, los pantalones semibajados y las pollas tiesas, no era la mejor imagen posible de dos caballeros.

Cumplimos, como movidos por un resorte secreto, con rapidez, su orden. Fuera las americanas, primero, las camisas, los zapatos y pantalones. Observé en él un momento de duda, pero finalmente se despojó de los calzoncillos, al ver que yo también los estaba haciendo.

Antes de dejar a un lado la americana, sacó del bolsillo un pequeño paquete de cartón.

Preservativos.

Rocío volvía a la carga, viniendo hacia nosotros después de apagar su sed. Esta vez arrastraba delante de ella el carrito con la cubitera y la bebida, dejando que sus pechos de hembra en plenitud se balancearan a su paso.

Otra vez una orden breve, dirigida a nuestro acompañante.

-Ponte uno.

Mientras él cumplía sin rechistar esa orden, con un par de cubitos de hielo en la mano se acercó para besarme, acariciar mi espalda desnuda con una mano helada y, con la otra, aplicarme en la punta de la polla un cubito de hielo. Contrariamente a lo que pueda parecer, su acción me encendió más, si cabe, y con cierta brusquedad empuñe su entrepierna, buscando meter un dedo, dos dedos, en su interior. Ella reía con una franca risa y alegre expresión, satisfecha por el éxito alcanzado en su pretensión de enloquecerme de deseo haciéndome sentir en el centro de mi pasión el helado contacto.

El joven semental esperaba, enfundado su mástil en una goma brillante de color azulado, sentado en el borde de la cama. De espaldas a él, caminando la breve distancia que nos separaba de espaldas, con mis dedos clavados en su interior y nuestras bocas destrozándose en un beso feroz, mi Roció me arrastró lentamente, hasta estar justo en la posición en la que, echándose hacia atrás, sentándose, podía clavarse en aquella estaca que surgía del vientre de nuestro joven socio de placeres.

Lo hizo, mientras él se tumbaba de espaldas, con los pies en el suelo, las piernas dobladas por las rodillas y el resto del cuerpo sobre la cama. Con las piernas muy abiertas, mi esposa se dejó caer de espaldas a él con fuerza, con una fuerza que me hizo temer que se lastimara al alcanzarle aquel trozo imponente de carne.

No pareció dañarle y, muy al contrario, la expresión de sus ojos, entrecerrándose, y su gemido de placer, apenas audible pero inconfundible, demostraba que lo que notaba en su interior, el impacto que le producía el grosor y longitud de la verga de Santi, era muy satisfactorio.

Sin soltarme, me colocó frente a ella - en una posición muy vista en muchos vídeos de tríos- para que, en cada sacudida, en cada empuje, en cada acometida de la poderosa polla que le clavaban, su boca se abriera para albergar la mía, más pequeña, menos gruesa, menos potente, pero igualmente capaz de hacer sentir a su portador que podía morir de placer.

No tardó en desentenderse de mi sexo.

Con la boca muy abierta, concentrada en su propio placer, saltando rítmicamente sobre el vientre de su joven follador, se aferró para no caerse a mis caderas, y apoyada sobre mi vientre alcanzó el segundo de los orgasmos de aquella noche, apretándose con fuerza hacia abajo, clavándose todavía más en la columna que la taladraba, ayudada por las manos del joven que la sostenían por la cintura y la auxiliaban en el esfuerzo de levantarse, para dejarse caer sin freno una y otra vez.

Se desde siempre que ella, después de correrse, necesita unos segundos, un minuto, de calma absoluta, para volver en sí, para normalizar la respiración, para recuperar su autocontrol.

Se desplomó sobre la cama, tendida mirando al techo junto a Santi.

Me tendí también a su lado, y cuando juzgué que ya podía de nuevo volver a las caricias, tomé un pecho en mi boca, y comprobé que, en el otro, nuestro acompañante me imitaba.

Rocío quería más.

Con decisión repentina, se giró hacia el lado contrario al mío, monto a horcajadas sobre él y se deslizó hacia arriba hasta tener su sexo en la cara del muchacho. La intención era evidente y él la entendió sin problemas. Tomó con su boca inmediata posesión de aquel manjar que le ofrecían, y Rocío cayó hacia adelante, con la cara apoyada en el cobertor de la cama, los muslos envolviéndole el rostro para que su lengua se entretuviera en lamer una y otra vez aquella raja húmeda y jugosa que acababa de perforar con saña.

Me coloqué frente a ella, tumbado de espaldas, abriendo mucho las piernas y mi sexo justo en su cara. En la posición que estaba tampoco necesitaba mucha explicación. Volví a hundirme en su boca, esta vez con cierta furia, reclamando toda su atención, sin dejarle abandonar la tarea pese a que hacía reiteradas pausas, sintiendo las maniobras que le estaba haciendo el joven en su sexo, con la lengua o con los dedos también, algo que no podía ver en mi posición.

Puede ser que entendiera mi actitud como el reclamo de mi derecho al placer. Abandonó los intentos de paralizarse y concentrarse exclusivamente en sus sensaciones. Comenzó a buscar descaradamente mi orgasmo, con la boca -cada vez más experta, cada vez más sabia-, con una mano empujando con firmeza arriba y abajo el tronco, con el ritmo constante en la frecuencia que sabe que me sube a la cima en forma más rápida, y con un dedo hurgando mi trasero, incluso jugando a introducirse un par de centímetros en mi interior.

Sucedió lo que era previsible. Creo, también, que lo pretendido por ella.

Tuvo la deferencia de no apartarse, recibiendo en su boca toda la descarga que me provocó. Mientras lo hacía me miraba con descaro, abriendo la boca para que una parte del semen se deslizara al exterior y yo pudiera disfrutar de esa imagen de entrega tan especial.

Se entretuvo más, con suaves lamidas y succiones constantes. El tiempo necesario para llegar a ese momento en que el hombre sigue sintiendo un suave placer pero también un cierto dolor que aconseja dejar tranquilo, por un tiempo, su miembro.

Supe que a partir de ese momento debía imitar la inteligente actitud de nuestro amigo Pol, el marido de Carma.

Sabiendo que su mujer es inagotable, que tiene una ciencia especial para hacer durar sus momentos de placer, en todas las ocasiones en que nos hemos encontrado le he visto apartarse del centro del encuentro, proveerse de bebida suficiente -normalmente en él, cava- y observar complacido las acciones de los partícipes todavía activos, a veces tan complacido como para tocarse en solitario, con el sexo morcillón, aflojado pero no desaparecido, procurándose placer él mismo, pajillero de primera fila privilegiada mientras otros machos se follan a su hembra.

Me aparté, sentado en la cama inmensa que presidía la habitación, apoyando la espalda en el cabecero, después de rellenar de nuevo mi copa para no quedarme del todo seco mientras les veía seguir en danza.

No tardaron en seguir. Montó inmediatamente a caballo sobre él, esta vez de frente, las piernas dobladas a los costados del hombre y su coño empalado con aquella verga tan dura.

Subía y bajaba, recorriendo toda la longitud del miembro, saltando, clavada una y otra vez, sostenida por las manos de su follador, que la sujetaba por los pechos, estrujándolos sin contemplaciones, mientras ella se dejaba hacer, desmadejada pero saltando, hasta que un grito ronco y sonoro demostró que su tercer orgasmo había llegado, y con fuerza, permitiendo él entonces que el torso de Rocío llegara a descansar en su pecho, para agarrarla por las caderas y seguir bombeando en su interior con un ritmo frenético, mientras ellas apenas hacía un pequeño vaivén adelante y atrás, subiendo y bajando sus caderas, apretando todo el cuerpo contra el de su amante, escondida la cara en el pecho de Santi.

Reposó en aquella posición, sin sacar de su interior el sexo que albergaba, durante un par de minutos.

Finalmente se descabalgó, con los ojos cerrados, sin querer mirar nada ni a nadie, sintiendo todavía -estoy seguro- los coletazos de placer en todo su cuerpo.

El tronco duro y majestuoso de aquel chico seguía en todo su esplendor, enfundado en la goma azulada, acreditando la resistencia y excelente rendimiento de su propietario, que todavía tenía suficiente margen para más asaltos.

Mi Rocío estaba cerca del total agotamiento. Eran casi dos horas de relaciones sexuales, que habían transcurrido sin notarlo, pero que suponían un esfuerzo físico importante. Se movía con parsimonia, y entre ambos machos, en la cama, acariciaba lentamente nuestros vientres, por encima del sexo hasta el pecho.

Con esa lentitud, acabó colocándose a cuatro, atravesada a mi cuerpo, las piernas muy abiertas y el culo levantado apuntando a la posición en la que estaba Santi, la boca en mi boca y los pechos balanceándose con libertad, rozando con los pezones mi piel.

De nuevo una simple y suave orden, pronunciada con voz sugerente, pero no por ello menos imperativa.

-Fóllame otra vez.
 
Comencé en un instante a notar las embestidas que recibía desde atrás y la empujaban hacia mis labios con un ritmo vivo y sostenido.

Todo su cuerpo se desplazaba atrás y adelante, con fuerza a veces, otras en cambio con lentitud infinita, suspirando unas veces para acompañar el movimiento, lanzando pequeños grititos cuando la acción era más brusca, entornando los ojos en clara expresión del placer que le estaban provocando casi todas.

Intentaba respetar su momento y, todo lo más, ayudar a su placer acariciando los pechos que se movían con las embestidas, tomando con la punta de los dedos sus pezones, tironeando de ellos, jugando al juego de un placer que yo no dirigía.

Podía hacer algo más… y lo hice.

En el contacto físico, en la capacidad para activar sus zonas más sensibles, en la potencia y la duración de los sucesivos encuentros estaba claro que el protagonismo era de nuestro invitado. Pero la conozco mejor que nadie y sé la influencia que las palabras adecuadas ejercen en su deseo y en su satisfacción.

Me dediqué a susurrarle al oído algunas cosas que me acudían a la mente, algo que sé desde hace mucho tiempo que multiplica su excitación. El joven semental podía follarle el cuerpo clavándole una polla incansable, pero yo podía follarle el alma con la palabra.

Fui desgranando en susurros medidos frases diferentes, algunas simples descripciones de las sensaciones que ella me había explicado en alguna ocasión que sentía en el momento de máxima excitación sexual. Otras, narración de la apariencia que ofrecía entregando su cuerpo, en la posición sexual más animal posible, a un macho joven, destacando la extraordinaria atracción que le provocaba y la satisfacción que debía sentir al poseer una hembra como ella. Otras, mi propio sentimiento de felicidad por verla en ese estado. También, mis sentimientos amorosos hacia ella.

Follar la psiquis de una mujer en esos momentos no tiene manual de instrucciones. Las palabras que surgen son en cada ocasión diferentes. No podría recordar las que dije ese día, las que esa noche brotaban, pero sí puedo decir que basta con abrir el propio corazón y tener presente que no se trata de la propia satisfacción, sino de la suya, y que deben aplicarse los filtros convenientes para que cada palabra, sin excepción, ayude a esa finalidad.

El momento se prolongó una eternidad, en una especie de acción a cámara lenta que nos instalaba en una sensación de flotante liviandad casi tan placentera, para mí, como un orgasmo.

Pese a ello, como debía ser, hubo un momento en el que noté que el cuerpo de Rocío se tornaba más rígido, las sacudidas menos armónicas, los jadeos más intensos y los labios de mi mujer más apretados. Volvía a correrse de gusto, empalada por la vagina y por la oreja.

Esta vez también acabó Santi, acompañando su llegada con un grito ronco, un rugido gutural prolongado acorde con su mérito de macho potentísimo.

Se desplomaron boca abajo, él sobre ella, aplastándole el cuerpo contra la cama y la cabeza contra mi pecho, con la verga todavía dentro de ella, jadeando intensamente y notando, como los notaba yo, algunos espasmos de Rocío, coletazos de placer aun no descargado.

Cuando disminuyó paulatinamente la agitación, se bajó del cuerpo de mi esposa, el sexo todavía morcillón y el preservativo colocado aun, colgando como una larga bolsa con una considerable carga de semen en su interior.

Lo hizo deslizándose hacia el exterior de la cama, para que su boca recorriera la espalda de Rocío, las nalgas, abiertas, sin eludir el paseo por su mismo centro, hasta colocarse de pie frente a nosotros.

Tras un último estremecimiento, coincidente con la caricia de la boca del muchacho en su trasero, dejó claro con una expresión simple que la sesión había terminado.

-Estoy agotada… quiero dormir…

No era necesario decir nada más. Con una sonrisa en los labios Santi recogió tranquilamente sus ropas para entrar en el baño con todas ellas.

En unos minutos salió, vestido correctamente, como si jamás se hubiera desnudado. Se despidió con voz serena.

-Buenas noches. Ha sido una velada maravillosa, no creo que pueda olvidarla jamás. Muchísimas gracias.

Volvió a sonreír. Salió del dormitorio y, segundos después, oímos la puerta de salida al pasillo del hotel.

Estábamos de nuevo solos.

Rocío levantó la cabeza de mi pecho, comprobó que seguía acariciándome yo mismo, displicente, sin más pretensión que la de obtener ese placer que los hombres conocemos, con el sexo todavía flojo, algo relleno pero ni mucho menos pleno, ese momento en que el placer es gandul, acudiendo sin prisas, incluso a veces alcanzando un orgasmo flojo pero suficiente…

-Ven… déjame a mí.

Se movió lo suficiente para alcanzar con su mano a rodear mi sexo flojo, buscando endurecerlo.

-Shhh… Suave… Sin fuerza… No apretes… Despacio…

Entendió mi necesidad de delicadeza. Maniobró de nuevo para alcanzar con la boca mi sexo. Jugó con él lo bastante para llevarme a un orgasmo calmado, pero de esa intensidad que tienen los orgasmos que no obedecen a un deseo urgente y fiero.

Dejé ir en su boca el resto que quedaba en mi interior, y ella lo recibió sin aspavientos, como si nada hubiera sucedido o no hubiera notado aquella emisión.

Minutos después, desnuda, satisfecha, realmente agotada por la sesión tan intensa que había disfrutado, Rocío respiraba plácidamente a mi lado.

La tuve por dormida.

-Te quiero, Rocío.

Pero no lo estaba aún. Con voz desmayada contestó:

-Yo también te quiero, Juan.

Apagué las luces y no tardé en dormirme.

Eran las tres de la madrugada. Habían sido nada más seis horas -ocho desde el inicio de la preparación- pero había transcurrido, en ese tiempo, una inmensa eternidad.
 
La segunda de las experiencias que merece ser compartida sucedió hace poco tiempo.

El día 27 de mayo pasado, sábado, un día fácil de recordar porque era el anterior a las elecciones locales, un día destinado a la reflexión sobre el voto a emitir, y que Rocío y yo aprovechamos para añadir a la reflexión algunos matices interesantes.

Habíamos hecho un nuevo contacto. Una pareja de nuestra edad, habitantes de una ciudad jacobea que se encuentra a unos doscientos kilómetros de la nuestra, es decir, una distancia suficiente para evitar encuentros indeseados pero no tan grande como para impedir el contacto físico tras un proceso de conexión y valoración positiva suficiente.

No fue un encuentro a ciegas. Tuvimos, para hacer el primer contacto, la mediación de nuestros amigos catalanes, Pol y Carma, maestros nuestros y modelos a seguir en tantos aspectos, pero sobre todo, pigmaliones que al ayudarnos a explorar estos caminos nos construyen a su imagen y semejanza o, al menos, nos impregnan de algunas de sus propias características.

En una conversación a cuatro nos dijeron, entre risas y bromas, que habían hecho un Camino de Santiago muy particular. Se habían propuesto realizar todas las etapas, desde la primera francesa hasta la última, en Santiago, procurando conocer parejas liberales -swingers, decían- mientras lo realizaban.

Cabe reconocer que era una singular y curiosa forma de llevar a cabo la peregrinación, una peregrinación en realidad por las camas y los cuerpos de otras personas, que sumada a los más típicos objetivos de los caminantes -gastronomía, cultura e historia- debía haberles proporcionado una experiencia inigualable.

Más en serio ya nos comentaron que su periplo sexo-jacobeo no había estado exento de dificultades e, incluso, que los resultados no habían sido demasiado satisfactorio. Después de todo un año planificando, haciendo contactos, diseñando el recorrido, las etapas a realizar -diferentes a las típicas, para adaptarse a la coincidencia pretendida con las parejas contactadas- y reservando hoteles para no pernoctar en albergues en los que no era posible montar el intercambio, la realidad les había deparado bastantes sorpresas en forma de cancelación por las más variadas excusas, e incluso la pretensión de uno de sus contactos de hacer con ellos un trío pretextando la indisposición de su pareja.

Pero algunos éxitos habían tenido -pocos, insistían- y quisieron compartirlo con nosotros.

Es una pareja de profesionales. Ella, enfermera en un centro de cuidados estéticos. Él, consultor en una firma multinacional.

Sin hijos.

Dedicados a su placer, a su felicidad, conscientes de que la vida es un suspiro y cabe disfrutarlo sin demasiados complejos. Esas y otras virtudes similares destacaban de la pareja nuestros amigos, de forma que fácilmente apreciamos la conveniencia de dejarnos guiar por su criterio, y solicitar que mediaran para hacer posible nuestro contacto.

Había una característica que no supimos evaluar desde el inicio, pero que resultaba bastante novedosa para nosotros. Él era -afirmaban- un candaulista sumiso.

Nos explicaron que esa definición se correspondía con una tendencia o inclinación a exponer a su esposa a la contemplación, las caricias o la relación sexual con otras personas, obteniendo el placer en la contemplación de esa exposición, no en la participación de las relaciones. Nos comentaron que en la primera ocasión en la que se habían encontrado -tuvieron una segunda, meses después de acabar su ruta peregrina- él había sido reducido a mero ayudante de los tres, sin participar en la fiesta y sin despojarse de unos calzoncillos que tapaban su sexo.

En esa situación, Pol y Carma -pero sobre todo Carma- habían gozado de la disposición sexual de aquella hembra, a la cual calificaban de bellísima, de auténtica beldad de cuerpo perfecto, capaz de atender a ambos y de ser atendida en las más variadas formas o posiciones.

Cuando nos lo comentaban asomó a mi mente una pequeña reflexión: ¿no éramos también Pol y yo unos candaulistas? La forma en que Pol se retiraba en los encuentros, para contemplar al resto de los actores en plena actividad sexual ¿no era también algo parecido?. El modo en el que yo mismo me había conducido en el último encuentro con Santi ¿no era muy cercano a esa actitud?

No fue demasiado prolongado el periodo de contacto virtual. Volvimos a practicar la videoconferencia erótica, algo que ya se nos da con cierta maestría, ahora que desde la pandemia hemos aprendido todos a manejar los más variados sistemas que lo hacen posible.

En la primera hicieron de anfitriones nuestros amigos catalanes y fue nada más una muy formal presentación. Era una pareja muy normativa, con vestidos muy correctos y formales. Ella era llamativa, una mujer proporcionada, de pelo largo ondulado y apariencia sedosa, pecho pronunciado, cintura estrecha y piernas largas. Una belleza al estilo de las divas italianas de los años 50.

Él era apuesto, fibroso y elegante. No sabía bien por qué pero tenía un aire familiar, como si le conociera de algo. A veces pasa, especialmente en profesiones en las que tratamos con mucha gente, que un determinado rostro te parece conocido, en ocasiones por haber conocido a otra persona diferente que guarda cierta similitud física. Deseché la sensación, reflexionando sobre ese particular que acabo de exponer, y no le di más importancia.

En la segunda conversación telemática que mantuvimos, desde el portátil en nuestra habitación nosotros, desde el salón de su casa ellos, acordamos comenzar a mostrarnos más confiadamente, y en consecuencia despojarnos de algunas prendas.

Mi mujer estaba seductora, como ella sabe. Con una gracia inigualable se desabrochó la blusa que vestía, el sostén primoroso, sin dibujo y totalmente transparente, que llevaba debajo, exhibiendo sus pechos con naturalidad y su mejor sonrisa, en una invitación callada a nuestra interlocutora para que imitara sus movimientos. Ni Paco ni yo hicimos nada más. Elena, la pareja de Paco, imitó el movimiento de Rocío, pero con una diferencia: se había puesto un vestido negro, escotado en uve, muy modoso pero que no le permitía desnudarse parcialmente. Dejó caer uno y otro tirante y se desprendió arrastrándolo desde las caderas hacia abajo. Aparecieron así unos pechos desnudos firmes, turgentes, de buen tamaño y forma esférica casi exacta, con aréolas de perfecta redondez y pezones del tamaño justo, en el mismísimo centro de aquellos pechos de muestrario de clínica estética.

No llevaba sujetador, prenda a todas luces innecesaria para aquel cuerpo.

Su marido la tomo de la mano e invitó a girar sobre sí misma, luciendo su cuerpo nada más cubierto por unas bragas de encaje negras. Un cuerpo admirable…

Seguimos con toda normalidad la conversación, aunque plagada de risitas nerviosas, y ya en ese nivel de confianza comenzamos a plantear la posibilidad del encuentro real.

Convinimos el lugar, que a propuesta nuestra sería el mismo hotel en el que meses antes nos habíamos encontrado con Santi. Está a una distancia similar de su ciudad y de la nuestra, la bastante para la discreción, la adecuada para no hacer un viaje excesivo. Se trataba de reservar dos habitaciones cercanas, a ser posible dos suites como la que habíamos disfrutado nosotros algunos meses antes. También acordamos que nos encontraríamos en la cena, esta vez en un restaurante diferente que, según nos comentaron, conocían bien por ser el dueño de su pueblo y amigos desde la infancia.

Más dificultad tenía fijar la fecha en la que sucedería. Estábamos a primeros de mayo y propuse que fuera el día 13 de ese mes, sábado. Elena asintió de inmediato, pero Paco murmuró algo en voz baja, inaudible para nosotros, que motivó un pequeño movimiento de sorpresa y contrariedad de ella, acompañado de una breve expresión.

-¡Es verdad! ¡No me acordaba!

Deduje que tenían otro compromiso ineludible, algo comprensible, y propuse que fuera al siguiente sábado, 20 de mayo.

Más extrañeza me produjo la nueva negativa inmediata de Paco, esta vez instantánea y clara. Un poco mosqueado propuse de nuevo el sábado siguiente, el 27. Ya sabéis, el día de reflexión…

Parecieron dudar por un momento, pero dibujando una sonrisa ambos, asintieron mientras él comentaba que era un día muy apropiado.

Así quedamos, pero intrigado por la actitud de nuestros nuevos amigos inicié una breve investigación por internet y redes sociales.

En unos minutos había conseguido la suficiente para entender lo sucedido. Llamé a mi mujer para que lo viera conmigo, y pudiera conocer la misma información que yo poseía.

Paco era, en su pueblo, miembro destacado de una candidatura a las elecciones locales, presentado por un partido de derechas, muy de derechas, totalmente de derechas, tan de derechas como lo fueron en su día mis ya fallecidos suegros. La resistencia a quedar en aquellos dos sábados anteriores estaba justificada por ser el periodo de campaña electoral, que se iniciaba el 12 de mayo y finalizaba 26 del mismo mes.

Nuestros partenaires iban a tomarse la jornada de reflexión, esa que los políticos normalmente señalan como adecuada para pasarla en familia y llevar a cabo actividades lúdicas, para compartir con nosotros un encuentro sexual de parejas.

Confieso que a partir de ese descubrimiento dejó de preocuparme la posible desconsideración hacia él que suponía la condición sexual subordinada que le gustaba adoptar, y comencé a sentir muchísimo más interés por cómo podía obtener mayor placer de esa condición.
 
Llegó el día.

Nuevo desplazamiento en coche, llegada al mediodía al hotel, saludo del recepcionista, el mismo de la anterior ocasión y que, me pareció a mí, nos reconocía.

Paseamos un poco después de comer en el restaurante del hotel, nada del otro mundo pero decente, lo justo para estirar las piernas y hacer tiempo para que nos alcanzara la tarde.

Y otra vez el ritual místico de preparación.

Mi Rocío maravillosa, esta vez sin depilar, con una alfombra de vello rizado en su pubis, recortado a la perfección en sus límites, en un triángulo perfecto.

El vestido, en esta ocasión, no era tan llamativo. Un vestido de cóctel negro, de falda acampanada hasta la rodilla pero ceñidísimo desde la cadera hacia arriba, acabando recto sobre los hombros, sin mangas y con cuello redondo, pero transparente desde lo que sería un escote palabra de honor hasta arriba.

La ropa interior, negra, con bragas de encaje de las llamadas brasileiras, rectas en la cintura y altísimos arcos en las caderas y el culo, para dejar al aire toda esa piel. Sujetador sin tirantes, de los que simplemente cubren la parte inferior, dejando a la vista e incluso empujando hacia arriba los pechos, para resaltar su volumen.

Estaba, no es porque yo lo diga, divina.

Remataba con unas sandalias finísimas, de tacón muy alto, que nada más llevaba dos tirillas sobre el empeine y sobre los dedos del pie, que quedaba prácticamente desnudo en su totalidad, mostrando esa parte tan delicada de una mujer y, en este caso, tan bien cuidada y lucida.

Mi vestimenta era más convencional, Traje de tejido veraniego, sin corbata, claro, pero de corte muy clásico. Permitidme el sarcasmo… pensaba que yendo a follar con una pareja tan de orden y formal, qué menos podía hacer que acudir vestido como se acostumbran a presentar vestidos en sus carteles propagandísticos los candidatos de partidos fachas, seguro que no me iban a juzgar fuera de etiqueta…

No me equivoqué, porque Paco se presentó con algo parecido, incluso diría yo que era la misma ropa que había usado para posar en la cartelería electoral de su ciudad.

Elena, en cambio, estaba muy apetecible. No vestía de forma llamativa, pero lo llamativo era que la sencillez le hacía destacar, más si cabe, la belleza y armonía de su cuerpo. Sobre unas sandalias de tacón muy parecidas a las de mi Rocío, vestido de color verde vivo, tela vaporosa, cruzado, muy ceñido en la cintura para destacar su forma perfecta, ajustado en las caderas, algunos volantitos mínimos en la caída de la falda y escote en uve delantero y trasero, profundo pero sin exagerar, lo bastante para comprobar la tersura de su piel y la ausencia, al menos visible, de ningún artilugio que mantuviera la firmeza y posición de sus pechos…

La llegada al restaurante resultó cómoda, de nuevo en uno de esos vehículos privados que los hoteles disponen para sus clientes, y nuestros acompañantes de esa noche ya estaban allí.

Se habían adelantado y conversaban con el dueño del restaurante, que había salido a recibir a sus amigos y paisanos. Nos saludamos con cortesía, besos y apretones de manos, y nos presentó a nuestro anfitrión -no se me escapó el detalle y sus posibles significados- como “compañeros”, lo que podía tener algunas connotaciones diferentes según fuera la relación que ellos sostuvieran y me molestaba, pues era posible que el restaurador interpretara que mi Rocío y yo somos adeptos, seguidores o simpatizantes del grupo político al que pertenecen nuestros follamigos, algo muy lejos de la realidad.

Después de hacer los honores y pretextando la gran cantidad de trabajo que tenía, se retiró el hostelero dejándonos solos y acomodados para la cena.

Es una pareja agradable. Cultos, de conversación distendida y fluida, con voces agradables y, ella, con una risa jovial pero sin exceso, diría que de una jovialidad elegante.

Es un buen restaurante, de cocina castellana pero también sin excesos, como si todo en esa noche debiera ser centrado, sin extremos, al menos sin otros extremos que los que pudiéramos acometer entre los cuatro una vez que estuviéramos en un lugar reservado e íntimo.

Se nos pasó el tiempo sin notarlo. Dos horas empleamos en la cena, sin que apenas reparáramos en el avance del reloj, señal clara de que había sido un encuentro agradable. Miraba alternativamente a ambas señoras y a Paco, y pensaba que componíamos una figura grupal típica de una clase media acomodada, conservadora y formal, algo que resultaba falso -me decía- porque tanto él como yo nos hemos enseñado a nuestras parejas desnudas en los encuentros telemáticos que habíamos tenido, y después de la cena estaríamos encamados a cuatro, follando hasta cansarnos.

Ya en los postres ellas, como casi siempre ocurre con las mujeres, se dirigieron al aseo en pareja, circunstancia que aprovechamos para pagar -tras un tira y afloja reclamando el privilegio de hacerse cargo de la cuenta lo hicimos a medias- pedir que nos llamaran un vehículo para irnos al hotel y esperar el regreso de nuestras parejas.

Siempre tardan en ese trámite. Esta vez, incluso, un poco más, pero al final regresaron, recompuesto el maquillaje, sonrientes y, para mí era muy evidente, Rocío venía sonrojada.

Sonreía con esa sonrisa suya de los momentos ardientes, con el nerviosismo de unas mariposas revoloteando en su vientre, con el cosquilleo de su sexo estimulado por el deseo…

Algo había sucedido y era cuestión de tiempo, y de propiciar la ocasión, para que me lo dijera.

Nos subimos en el coche de alquiler que nos esperaba. Paco, caballeroso, abrió las puertas a las señoras para que accedieran a la parte trasera. En el centro su esposa, a su derecha Rocío. Después me hizo señas para que accediera yo por la parte contraria y me situara junto a Elena, mientras él abría la puerta delantera para sentarse en el lugar del acompañante del conductor.

Todo muy convencional, incluso el detalle de llevar ellas en el trayecto las manos entrelazadas, un gesto que cada vez se ve menos pero que era, en mi juventud, muy frecuente entre las chicas que salían juntas, estudiaban juntas o pertenecían a una misma cuadrilla de amistades.

Nadie sospechaba entonces que ese gesto de afecto tuviera connotaciones sexuales… o al menos yo no lo sospechaba, me parecía una expresión femenina de proximidad sin más sentido que la amistosa proximidad. Hoy, debo reconocerlo, cuando me asalta el recuerdo de las amigas o compañeras que practicaban esa forma de contacto, rebusco en la memoria por si hubiera algún otro indicador que permita revisar la romántica e idílica visión que entonces tenía sobre ese gesto.

¿Tendría algo que ver con su sonrojo ese gesto? ¿Qué había pasado en el aseo? Habían estado un cuarto de hora o veinte minutos, tiempo excesivo incluso para ella, que acostumbra a tardar bastante, aunque no tanto.
 
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Esta vez tenían cava.

En el hall del hotel, cómodamente sentados en unos sofás que hacían un rincón muy agradable y bastante reservado de las vistas de los clientes y recepcionistas, abrimos y degustamos la primera botella. Elena estaba radiante. Rocío, como de costumbre, seductora.

Entre comentarios intrascendentes nos la bebimos.

Mi mujer siempre fue una alumna aventajada. Aprende con facilidad y, con frecuencia, le basta la observación minuciosa de los demás para aprehender lo mejor de sus prácticas.

Reconocí la mano maestra de Carma, nuestra amiga catalana, cuando Rocío brindó porque todo en esa noche fuera bello, agradable y placentero, para, inmediatamente después de los sorbitos que correspondían al brindis, invitar a nuestros nuevos amigos a pasar la noche juntos.

-Nuestra habitación es la ¿¿¿¿¿… Dadnos un cuarto de hora y venid a visitarnos…

Lo dijo con una entonación de hembra en celo. Me excitó oírla. Y también ver la sonrisa abierta y cómplice de Elena, que dejó la copa sobre la mesita que había frente a los sofás y, levantándose, dirigió a su marido sólo una palabra.

-Vamos.

Llegamos a nuestra habitación y me faltó tiempo para preguntarle qué había sucedido en el aseo del restaurante.

Entró en el baño de la suite dejándome con la curiosidad, pero prometiendo satisfacerla.

-Pon música, quiero bailar… ahora te lo explico.

Recordé las manipulaciones que había hecho nuestro amigo en el encuentro en el mismo hotel, y regulé como pude el sonido y la iluminación hasta dejarlas razonablemente acogedoras.

Llamaban a la puerta. Era el mismo camarero que nos había servido el champán en la ocasión anterior, con Santi.

El mismo ritual, dejando el carrito junto a la cama, en la habitación.

-Buenas noches.

Cuesta cada vez más hacer el gesto de la propina. Desde la pandemia no acostumbro a llevar dinero en efectivo encima, porque hasta los cafés los pago con el móvil. Terrible dependencia ésta que estamos generando y que ya veremos dónde acaba.

Eché mano a la cartera y, por fortuna, me quedaba un billete de diez euros.

-Tenga. Y dentro de una hora aproximadamente nos trae otra, por favor.

Sonrió. Creo que aquel hombre de unos sesenta años, empleado del hotel en el turno de noche, habría vivido situaciones de todo tipo, algunas jocosas, otras trágicas, algunas excitantes, otras aburridas… como la vida misma.

En cuanto salió del baño pegó su cuerpo al mío y comenzó el contoneo de un baile sensual.

-¿Qué ha pasado?

Me miraba con descaro, repasando sus labios con la lengua y entornando los ojos.

-Hemos tenido un anticipo.

-¿En el aseo?

Hizo una pausa pícara, mientras me restregaba su vientre de forma provocativa.

-No. En un reservado que hay dentro.

-¿Un reservado?- Estaba a punto de decirle que no podía creerme lo que me contaba, que era una ficción.

-Una sala para clientes Vip, con una mesa y un lavabo propio. Nos ha llevado su paisano, el dueño.

-¿Y ya está?

Mi curiosidad seguía ardiendo. Una deferencia con unas clientas por su condición de amigo, paisano o lo que fuera no podía justificar el sonrojo -ni la excitación- que había observado en mi mujer.

-No… nada más entrar en la sala y cerrar la puerta se han enganchado en un morreo de película.

-¡Coño! ¿Son amantes?

-No sé… me ha dicho que es uno de los que tienen relación con ella y Paco en algunas ocasiones.

-¿Y en eso ha quedado todo, en un morreo?

Seguía restregando su vientre contra el mío al compás de la música, mientras hablaba.

-No… Le ha hecho una mamada impresionante…

-¡Joder! ¿Y tú que has hecho?

Empezaba a imaginar que en una escena así mi Rocío, con el impacto de la sorpresa, podía haber hecho cualquier cosa, desde salir corriendo o quedarse de piedra sin mover ni un pelo, hasta sumarse al momento compartiendo la polla del desconocido amigo de nuestros amigos.

--Nada… bueno… alargar la servilleta.

-¿Qué?

-Nada… cuando él se iba a correr se la ha sacado de la boca y ha seguido con la mano. Elena me ha dicho que le alargue una de las servilletas que había en la mesa y se la he dado.

Rocío seguía calentándome con su cuerpo y, ahora, con sus manos. Las pasaba arriba y abajo, por encima del pantalón, siguiendo el bulto que formaba mi sexo levantado, caliente con la descripción que ella estaba haciendo de ese momento.

-¿Se ha corrido en la servilleta?

-Sí.

-¡Eso te ha puesto a mil!

-Bueno… eso y que cuando él ha salido y nos ha dejado allí para hacer lo que íbamos a hacer, ella me ha plantado un beso en la boca que me ha dejado muy caliente, la verdad.

Mi pregunta era tonta, pero fue la que se me ocurrió.

-¿A qué sabía?

Unos ligeros golpecitos en la puerta interrumpieron nuestra conversación.

-Dale un beso y así lo sabrás tú- me respondió con ese tono de zorrita que a veces gasta.

Allí estaban, ella delante, sonriente, encantadora, deseable…

Él detrás, serio, muy compuesto, como si no hubiera salido todavía del cartel electoral.

La besé. Mejor dicho, me besó ella, porque nada más entrar y cerrar la puerta se colgó de mi cuello, con los brazos rodeándome y la lengua buscando entrar en mi boca con una pasión extrema.

Cuando una mujer se comporta en ese modo, está fuera de lugar tratarla con delicadeza. El mensaje que te envía es que quiere pasión desatada, fuerza masculina en el formato más bruto de todos los registros que tu sexualidad pueda ofrecerle.

No es esa mi especialidad preferida en las relaciones sexuales, pero sé distinguir cuando debe adoptarse ese rol y tengo algunos recursos para practicarlo.

Agarré sin cuidado con toda mi mano su entrepierna, primero encima del vestido, después debajo, jugando con unas bragas muy delicadas, que aparté sin miramientos entrando la mano por debajo, para finalmente atrapar sin ninguna cobertura un pubis desnudo y suave, un monte de venus depilado.

Apreté con fuerza, notando en su boca el efecto de mi caricia ruda, pues se pegó todavía más a mi cuerpo y buscó todavía más perforarme con su lengua.

Había algo extraño en la situación, porque Rocío y Paco, sin acercarse siquiera entre ellos, nos miraban con interés.

-Sírvenos unas copas.

A su voz, todavía apretadas sus tetas en mi pecho, su marido se dirigió raudo a la cubitera para cumplir sus órdenes.

Mientras preparaba aquellas copas, Elena miró a mi mujer y le hizo un gesto sencillo y claro para que se acercara a nosotros dos. La recibió con un beso tan apasionado como el que me había ofrecido segundos antes.

Bebimos las nuevas copas y pasamos, los cuatro, al dormitorio.
 
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Elena, la más lanzada de todos nosotros, hasta el punto que me sentía sorprendido y un tanto cohibido, se desnudó nada más entrar. Se despojó del vestido, dejando a la vista su cuerpo nada más cubierto por aquellas finísimas braguitas que había tenido ocasión de palpar. Sus pechos, dos semiesferas casi perfectas, fruto sin lugar a dudas de la perfección de unas prótesis carísimas…

Despertaba mi deseo de probar la textura de aquellos pechos, algo que jamás había hecho antes, pues no había estado nunca con una mujer que los tuviera operados.

Su cuerpo era perfecto, todo hay que decirlo. La cintura finísima, el vientre plano sin muscular, pero firme, las piernas larguísimas, estilizadas, perfectas, los hombros rectos…

La invité a bailar. También Rocío inició un baile con Paco.

Mientras se pegaba, moviéndose insinuante, le deslicé al oído una procacidad.

-Me han dicho que haces unas mamadas excelentes.

Echó la cabeza atrás, riendo con descaro, pero sin aspavientos ni levantar la voz. La respuesta, al oído, susurrada notando en la oreja el aliento, era una promesa de paraíso terrenal.

-Y más cosas que te haré esta noche. Te voy a dejar sin fuerzas. Te voy a hacer lo que nunca te han hecho… Te voy a follar como nunca te han follado.

Me estaba poniendo muy, pero que muy caliente.

Elena sabe encender con la palabra, con el gesto, con el cuerpo, con la actitud… Una hembra singular que tiene todos los recursos necesarios para satisfacer a un hombre.

Había algo que me chocaba, que no encajaba demasiado.

Rocío y Paco bailaban de forma muy convencional, sin estar juntos, sin arrimarse apenas, como en una verbena entre vecinos de trato formal y distante.

Me preocupaba que aquello no estuviera yendo de forma correcta y pusiera fin a una noche en la que, me decía a mí mismo, la suerte me había sonreído. Resultaba extraño, porque la recomendación provenía de quien tiene una considerable experiencia en relaciones de esta clase, de Pol y Carma, y ellos hubieran advertido de cualquier circunstancia que hiciera difícil o compleja la relación.

Se lo comenté a Elena.

Lo hice con cierta actitud manipuladora, sí. Quería que no se frustrara mi expectativa. Dejé claro que mi interés por ella era indudable.

-Estoy muy caliente… quiero follar contigo… pero me preocupan ellos, no avanzan al mismo ritmo que nosotros…

Volvió a reír. Y a comerme la boca con pasión. Sus manos, mientras, se afanaron en buscarme la entrepierna para notar el estado de dureza al que me había llevado.

-No te preocupes, ya lo entenderás.

Ese mensaje tiene la virtud de preocuparme todavía más. Cuando alguien me dice que no me preocupe, no puedo remediarlo, mi preocupación aumenta.

Duró poco. Y lo entendí bastante bien.

Se las apañó para llegar, besándonos como dos adolescentes en celo, hasta ellos. Tomó entonces a Rocío por la cintura y ordenó a su marido que volviera a preparar unas copas. La besó de nuevo, y mi mujer respondió con entusiasmo a su beso.

-Desnúdate.

Y de nuevo Rocío obedeció. Su cuerpo de diosa, cubierto nada más por la braga brasileña, que hacía ver sus largas piernas todavía más largas.

Nos sentó en el borde de la cama y ella misma se sentó junto a Rocío. Cuando su marido trajo las copas de nuevo llenas, su voz se dejó sentir con un timbre sorprendentemente duro, nada en consonancia con el momento que vivíamos.

-Paco hoy no follará.

Me sorprendió, pero observé que el único sorprendido era yo. Ni mi mujer ni Paco se extrañaron. Barrunté que era algo que ya sabían y tenían preparado. No podía ser que un anuncio así les dejara indiferentes, si lo que habíamos acordado era todo lo contrario.

¿Cómo afectaría eso a la noche? ¿Seguiría tal y como estaba prevista pero sin él? La respuesta la aclaraba Elena al continuar hablando.

-Mi maridito ofrece a su mujer para que hoy folle con otro hombre y con otra mujer, y él sólo mirará ¿verdad, cariño?

La última parte de la frase, ese apelativo dirigido a su marido, lo pronunció con una voz que sonaba falsamente dulce, incluso -me pareció a mí- con cierta ironía.

Entre frase y frase, lamía los pezones de mi mujer, que le presentaba los pechos a la boca, sujetándolos por debajo con sus manos, para que ella los recorriera con la lengua y con los labios.

-Mi maridito nos servirá todo lo que necesitemos para pasarlo bien ¿verdad?

Paco no respondía, simplemente miraba en silencio, un silencio que era más que nunca de confirmación de las palabras de su esposa.

Elena seguía acariciando a mi mujer, y yo a ella, buscando en el interior de sus piernas el contacto con aquella parte que apenas unos momentos antes había empuñado con fuerza.

Nuestro amigo pasivo se sentó en el único sillón que había dentro de la habitación, vestido, sin desprenderse de ninguna parte de su ropa, como si de una reunión social y formal se tratara, mirando sin perderse ni un detalle de lo que estuviéramos haciendo. Me provocaba cierto reparo, pero cuando ambas mujeres se aprestaron a despojarme de la ropa, dejé de pensar en aquella mirada escrutadora que nos observaba desde el sillón.

Cayó la americana primero, la camisa después, desabrochada por las hábiles manos de Elena, que aprovechaba para acariciarme el torso que iba desnudando, con un masaje suave y sabio, capaz de ponerme de punta el vello del pecho. Rocío se dedicó a los zapatos, los calcetines y los pantalones, dejando para el final unos calzoncillos slip muy clásicos, de color oscuro, que inmediatamente yo mismo bajé y retiré.

Totalmente desnudo me tumbaron sobre la cama y ambas se dedicaron, todavía con las bragas puestas, a acariciarme al alimón. Me restregaban sus pechos, los de mi Roció sensibles, blandos, flexibles, los de Elena duros, rígidos, plenos… pero ambos deliciosamente excitantes. En pocos instantes sucedió lo inevitable: sus bocas se encontraron…

Un beso húmedo, jugoso, de salivas de hembras enceladas, acompañado de caricias en las que cada una recorría el cuerpo de la otra, haciendo pasar los dedos por los pezones, por las bocas, por los vientres…

Quise ser agresivo y contribuir con cierta violencia a incrementar la temperatura del encuentro… con decisión y brusquedad tomé las bragas de Elena y las rasgué… en un par de esfuerzos más quedaron hechas girones. Repetí el gesto con las de Rocío. Me costó más, eran más fuertes, pero dispuesto como estaba a ser un macho primitivo no tardé en dejarlas como las otras.

Elena tomó ambas y las lanzó a su marido.

De nuevo su expresión me pareció de una agresividad excepcional, de una crudeza a la que no estoy acostumbrado.

-Toma. Hazte una paja con ellas.
 
No había vuelto a reparar en él, pero al hacer ese gesto le vi. Estaba con la bragueta abierta y la polla en la mano, sacudiéndola arriba y abajo sin gran entusiasmo, con una frecuencia lenta, seguramente con la intención de no acelerar el final de su placer solitario, teniendo en cuenta que la noche acababa de comenzar.

Había pasado una hora.

Unos golpes rítmicos en la puerta avisaban de la llegada del camarero con la nueva botella que había pedido que nos subieran pasado ese tiempo. Lo comenté en voz alta. También en ese caso la respuesta de nuestra amiga fue rápida.

-Paco, ves tú.

Y Paco, obediente, se levantó, se abrochó la bragueta y se dirigió a la puerta del exterior, para recibir la botella. Era, en efecto, el camarero, que al verle allí ataría los cabos necesarios para concluir que las dos parejas estábamos en la habitación.

Pero Paco no era muy ducho en la reserva de la privacidad.

-¿Le cambio la cubitera?

Y el muy inútil le franqueó el paso a la habitación, en donde irrumpió el camarero empujando un nuevo carrito con cubitera, copas y la nueva botella de cava. Su saludo nos sorprendió a los tres, desnudos, en la cama.

-Buenas noches.

No respondimos. En ese momento, me encontraba tumbado sobre la cama con la cabeza de Elena en mi vientre, tumbada también sobre su espalda pero atravesada en la cama, y mi mujer tumbada sobre ella, en una especie de misionero femenino en el que ambas hundían un muslo entre las piernas de la otra, rozándose los coños respectivos, con un movimiento de cadencia pausada pero firme.

Paramos cualquier movimiento, sin saber qué hacer. El camarero, un buen profesional, tomó el carrito anterior y salió sin entretenerse demasiado, eso sí, dirigiendo una última mirada a aquellas dos hembras tan apetecibles sobre la cama.

Nuestro sirviente compañero preparó cuatro copas. Aproveché que nos levantamos para tomarlas y pregunté a Roció algo cuya respuesta no necesitaba.

-Tú sabías de qué iba esto, ¿verdad?

Su risa me devolvía una confirmación completa.

-Cuando pille a Carma y Pol los mato.

Su risa se incrementó.

-¿Por qué? ¿No te está gustando?

La verdad es que no tenía motivos de queja. Estaba siendo una experiencia nueva y diferente, algo que muchos hombres desearían experimentar, que buscan desesperadamente a veces sin encontrarla y yo, sin proponérmelo, la estaba viviendo.

Mientras nos refrescábamos con las nuevas copas de cava bien frío, Elena salpicó sus pezones con el cava de su copa, mientras me miraba provocativa, tomó un cubito de hielo de la cubitera y, tomando a Rocío de la mano, la llevó de nuevo a acostarse en la cama.

Paseó por la piel de mi hembra el cubito, erizando a su paso todo lo que tocaba. Se entretuvo en los pezones, alternando el frio del hielo con el calor de su boca.

Finalmente, descendió al sexo, jugando en su entrada con el cubito, haciendo que mi hembra se retorciera con las sensaciones que le provocaba. Lo hizo todo en una posición felina, como gata que se estira, apoyada sobre manos y rodillas, a cuatro, con las piernas muy abiertas, exhibiendo un coño lujurioso.

Era redondo, con los labios, los mayores y los menores, ni grandes ni pequeños, justo la medida necesaria para componer una vagina modélica, en la que sobresalía un capuchón sonrosado, casi blanquecino, cubriendo pero sin alcanzar a taparlo entero un botón mucho más rosado.

El candaulista se volvió al sillón, a seguir machacándose el nabo con sus manos -pensé- y yo me acerqué de nuevo a la cama, a cumplir con el papel de macho único que me había sido adjudicado en aquella obra.

Siguiendo su ejemplo, llevaba otro cubito de hielo en la mano. Lo apliqué sin piedad en su trasero, tocando el ano, refregándolo bien en aquella zona que exponía desnuda, muy bien depilada, con un color idéntico al de la piel circundante, sin ningún tono más oscuro y, también, con muy pocas arrugas fruncidas de las que son normales en ese lugar.

Un respingo inicial, sucedido por un movimiento de empuje hacia atrás, como buscando mayor contacto con la helada superficie del hielo que le frotaba. Mientras, no dejaba de lamer el sexo de Rocío. Un jadeo fuerte, que conozco muy bien, me indicaba el nivel de excitación que estaba experimentando. La lengua de Elena, con el complemento de sus dedos, la estaba llevando a la más excelsa gloria.

-Fóllatela.

Era la voz de Paco. No había hablado en todo el tiempo. Me volví hacia él y comprobé que seguía con su placer solitario, masturbándose con tranquilidad, sobándose un aparato que no era pequeño pero que no había alcanzado una completa dureza.

Me acerqué a la americana, arrastrada en el suelo junto a la cama, para sacar la cajita de condones que tenía preparada.

Mientras me calzaba uno de aquellos protectores, me llegó el sonido inconfundible del orgasmo de mi mujer, que gemía como sólo puede hacerlo cuando está siendo transportada a ese mundo en el que la realización de las fantasías conducen a las personas que ponen en el sexo una pasión inigualable.

Antes de que cambiara su posición, me acerqué a la grupa de aquella jaca poderosa y sin miramientos, procurando por el contrario ser brutal, clave mi verga en el perfecto coño que se abría ante mí.

Resistió la embestida, se agitó con fuerza buscando que la penetrara más de lo que podía, hasta chocar con mis testículos en su entrada, haciendo patente el fin del recorrido posible. No me hacía falta mucho más. Agarrado a sus caderas, disfrutando de la visión de una bella espalda y de la sensación de tomar a una mujer por su cintura de avispa, sólo necesitaba mantener con firmeza la posición, para soportar los embates que ella realizaba, empujando con fuerza hacia atrás, clavándose ella misma hasta engullir en su interior toda mi verga, sintiendo el sonido a líquido de mi sexo al sumergirlo en su húmedo interior.

Ignoro cómo lo hizo, y tampoco sé si había preparado el momento con alguna crema o líquido. En uno de aquellos movimientos hizo que me saliera totalmente de su interior para tomar otro camino a la vuelta. Al entrar de nuevo no era el mismo lugar que una fracción de segundo antes ocupaba. Era más estrecho, sí, pero no en exceso. Era menos acuoso, pero se deslizaba igualmente mi verga en su interior.

Veía el rostro de mi mujer, que ya empezaba recuperarse de su primer orgasmo, sonriendo satisfecha, mirándome a los ojos, disfrutando de mi placer, de ese placer que yo sentía en ese instante como un regalo que ella me estaba haciendo.

-Mira, cariñito… Un macho me está follando el culo…

No fue una voz estridente, ni un grito… era una voz como de rabia concentrada, de reproche contenido…

-Ven. Míralo de cerca.

Y allí que estuvo Paco observando, detrás nuestro, como un trozo de carne ajena poseía aquella parte de su mujer. No debía ser nuevo para ellos. El estado de relajación del esfínter revelaba una práctica bastante habitual, al menos lo bastante para no ser dolorosa.

-Vuelve al sillón y córrete ya.

Una vez más Paco se mostró como cabrón obediente, como cabestro manso que acude a la llamada imperiosa de quien le domina, volviendo al sillón y no sé si a cumplir la segunda parte del mandato, porque preferí desconectar de su presencia.

Me hizo descabalgar y me quitó el preservativo que llevaba.

-Ven, voy a enseñarte cómo hago las mamadas.

Era la respuesta al comentario que le había hecho hacía un rato. Se sentó en el borde de la cama ante mí, que estaba de pie, en la misma posición en la que me había empotrado en su culo. Sin más preámbulos me engulló entero. De una sola vez. Tampoco puedo saber cómo, pero entraba entera en su boca y no sentía que le supusiera ningún esfuerzo. Rocío se acercó, de pie, junto a mí, para besarme con su boca jugosa de hembra caliente, de hembra folladora, mientras Elena subía sus manos entre las piernas de ambos, una para cada uno.

Noté cuando había llegado al objetivo entre las piernas de mi mujer, porque exhaló un suspiro más fuerte y se acomodó abriendo más las piernas. No le veía, pero no tenía ninguna duda de que, con el mismo ritmo que estaba recorriendo mi verga, estaba penetrándola con los dedos.

También me llegó al objetivo. Abrí las piernas para facilitarle la labor y también yo exhalé un suspiro, entre sorprendido y complacido, cuando un largo dedo, larguísimo dedo, entró sin problemas en mi interior, moviéndose con cierta fuerza arriba y abajo, también al ritmo de la mamada que estaba recibiendo.

El temblor del cuerpo de Rocío me anunciaba el segundo de sus orgasmos. Los dos provocados por nuestra compañera de juegos. Decidí que debía poner fin a esa situación de desproporción, y empujé a Elena sobre la cama, abrí sus piernas y me amorré a su coño con toda la pasión y ciencia que podía reunir.

Estuve todo el tiempo necesario, ignoro cuánto. Pero la experiencia ya me ha demostrado que es un tipo de caricia que, una vez encontrada la modalidad adecuada para cada hembra, es muy eficaz.

Y la modalidad adecuada para cada hembra es una cuestión de praxis, de método científico de prueba y error. Se trata de ir variando hasta descubrir, por su respuesta, la más conveniente.

La de Elena no era muy compleja. Se trataba de alternar ligeras succiones sobre su clítoris con lamidas longitudinales de presión intensa, recorrido largo y bastante velocidad. Al final, determinantes, dos dedos insertos en su interior, empujando hacia arriba, hacia su hueso púbico, consiguieron el resultado.

Cuando saqué la cabeza de entre sus piernas comprobé que algo más había contribuido a su placer. A cuatro, atravesada sobre su cabeza, con sus pechos bamboleando debajo de ella, los pezones de Rocío jugaban a rozar los labios de nuestra amiga, que seguramente se corrió chupándolos mientras yo la masturbaba con mis dedos y mi boca.

Nos incorporamos de nuevo, para una nueva refrescante copa de cava. Paco se adelantó a servirlas. Estaba recompuesto, con la bragueta de nuevo abrochada, impecablemente vestido.

-¿Te has corrido ya, amor?

La voz de Elena, de nuevo con un tono ligeramente irónico, ponía de relieve lo que ella seguramente ya sabía.

Un lacónico “sí” fue la única respuesta.

Mientras la escuchaba, Elena se apretaba de nuevo contra mi cuerpo, abrazada, casi colgada de mi cuello, levantando una pierna para acariciarme todo el costado, buscando calentarme de nuevo y que mi sexo, que se había aflojado durante la pausa, volviera a endurecerse del todo.

También la experiencia me dice que ese es un momento muy peligroso. Cuando llevas bastante tiempo en plena tensión sexual, el momento de relax permite que se afloje la dureza, pero no que pierda la sensibilidad. En ese momento, si se producen caricias muy intensas, cabe la posibilidad de que uno se corra sin remedio, en un orgasmo de polla floja bastante frustrante pero no por ello poco placentero. En ese momento, para recuperar la dureza es mejor acariciar que ser acariciado, por lo que opté por llevarla de nuevo a la cama, acompañado de Rocío, y dedicar mis esfuerzos a sus tetas de silicona, tamaño King Size.

Mientras yo me dedicaba a las suyas, ella se dedicaba a las de mi mujer, en un bello trío de besos y chupadas sonoras, con mi verga recuperando poco a poco su mejor estado de forma.

Elena se masturbaba ella misma mientras nos lamíamos. Tal vez por eso, mi mujer decidió regalarle la penetración de su Juan.

Tomó un nuevo preservativo, lamió mi polla antes de colocarlo, y una vez colocado me tumbó sobre la cama para que Elena me montara y ella misma, de cara a Elena, dejara caer su sexo sobre mi boca. No las podía ver, pero intuía que ellas se estaban besando, mientras una se ensartaba y la otra restregaba su raja por mi nariz…

No podía seguir más. Unos meneos más y mi corrida llegaría imparable. No quería que fuera así.
 
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Desmonté la composición y puse boca arriba a Elena. Quería follarla en la forma más clásica posible. Un polvo con ella abierta de piernas sobre la cama y yo saltando entre sus piernas y sobre su cuerpo.

Lo entendieron ambas muy bien.

Rocío, abrazada a mi espalda, con todo su cuerpo pegado al mío. Elena, abierta para mí, recibiendo mis embestidas.

Se corrió ella primero. Gritó con fuerza, con cierto desgarro, deshaciendo para ese instante la figura de mujer refinada, elegante y sutil que mantiene habitualmente.

Repetía nada más una palabra, varias veces, en voz alta, con empeño…

-¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabroooooón!

Después yo. No dije nada mientras me corría. Temí que de mi boca surgiera algo inconveniente.

Mi mente, en ese instante, estaba muy lejos.

Nos dejamos caer los tres sobre la cama. Rocío me despojó del condón, lleno de semen, y con una ternura casi maternal se dedicó a lamer mi sexo tranquilamente. Sin ansia. Sin otra pretensión que demostrarme su cariño, su entrega.

Acababa de regalarme un trío, aunque bien es cierto que en presencia de otro hombre, pero trío al fin y al cabo, y lo recibí como una de esas maniobras que ella hace para ofrecer a los suyos algo que considera beneficioso para el destinatario. Era, seguramente, la compensación por esos otros momentos en los que hemos compartido placeres con otros hombres, una forma de sentirse de nuevo en equilibrio, quizás.

Noté que otra boca acompañaba a mi mujer. Elena se sumaba a la caricia amorosa y besaba también en la misma zona que lo hacía ella.

Estaba agotado. No daba para más. Eran las tres de la madrugada.

Fui retirándome poco a poco del centro de aquellos besos, para dejar que se entretuvieran, ausente mi sexo, entre ellas mismas.

Cuchichearon en voz baja brevemente. Rieron. Al final, una nueva orden permitía saber de qué habían estado hablando.

-Paco, vete a la habitación. Esta noche dormiré con ellos.

Paco saludó y se dirigió a la puerta, abandonándonos.

No pude evitar un pensamiento escabroso. Aquel hombre servil y manso sería, si Dios no lo remediaba -y no lo remedió-, un dirigente público defensor en público de feroces ideas tradicionalistas, esencia de esa parte de España casposa y cutre de toda la vida que abomina de los placeres y estigmatiza al diferente, pero incapaz de evitar su propia viciosa inclinación a una sexualidad distinta.

Ellas continuaron en la cama, besándose, entre caricias y nuevos suspiros.

-¿Vienes?

Mi Rocío me invitaba a compartir con ellas el momento. No estaba en condiciones. Me senté en el sillón, todavía caliente por haber estado Paco tanto tiempo, rehusando con una sonrisa la invitación.

No me necesitaban. Contemplé la escena con agrado: dos mujeres muy bellas, en la plenitud de la vida, disfrutando de su piel, de su sexo, de su placer… Una de ellas, mi Rocío, de nuevo cerca de otro orgasmo, porque sus gemidos no permitían dudar de esa cercanía.

Allí pronuncié, en voz muy baja, muy baja, para que nadie pudiera oírme, el nombre que había pugnado por salir de mis labios cuando estaba en pleno orgasmo.

-¿Qué estará haciendo ahora mismo Loli?.
 
Capítulo quinto.- Nuestra vida, nuestro tiempo.

En unas horas saldremos de vacaciones.

Vivimos un tiempo extraño. En nuestro país volvemos al drama de las dos Españas, después de unas elecciones en las que nada ha sido aclarado, salvo eso, que no acabamos de desprendernos de la caspa de nuestra Historia.

Tampoco este año iremos juntos de vacaciones. Carlos y Loli harán un viaje, con su hija, a Grecia. Visitarán algunas islas paradisiacas, tomarán sol, sal y yodo, y volverán cargados de energía para un nuevo curso, para un nuevo volver a lo mismo.

Nosotros, con nuestros hijos, iremos quince días a Formentera. Dicen que todavía es posible, allí, encontrar algún rastro del hippysmo que se implantó en los años 70. No tuvimos ocasión de vivirlo, por edad, pero nos despierta curiosidad aquel movimiento contracultural, sobre todo ahora que ya se ha demostrado irrelevante e inofensivo.

Espero encontrar, en estas vacaciones, la calma que he perdido en los últimos días. En particular, la calma perdida desde el día siguiente al domingo de las elecciones generales.

No es que el resultado electoral me haya afectado tanto, no.

Es que ese día Loli y yo tuvimos -¿cómo decirlo?- una recaída.

No tan grave como la noche que compartimos, eso también es cierto. Al menos, desde la perspectiva más tradicional del juicio que puede hacerse sobre supuestos de infidelidad, no fue tampoco tan grave, máxime si se considera que nuestra recaída, en relación a las cosas que hacemos Loli y yo cuando nos vemos los cuatro, era una niñería.

Pero una recaída muy peligrosa. Mucho más porque ambos hemos convenido en no contarla a nuestras parejas. Y no contarlas a nuestras parejas significa, también, romper la sintonía perfecta que ambas hermanas han construido durante toda su vida.

Hay algo absurdo e incomprensible en nuestra conducta. Amamos a nuestras parejas. Amo profundamente a Rocío. Soy feliz junto a ella.

Tenemos una familia equilibrada, tanto Loli como yo somos padres amantísimos de nuestros hijos respectivos.

Vivimos una relación sexual maravillosa y plena, tanto en parejas por separado como a cuatro y, Rocío y yo, con otras personas diferentes.

Nuestra vida social y familiar, en suma, es envidiable. ¿Qué nos empuja a poner en riesgo nuestra agradable situación? Quiero, en la calma del no hacer nada del verano, encontrar la respuesta. Quiero poner fin a esta montaña rusa de emociones contradictorias, que empujan a la transgresión primero y, después, al arrepentimiento.

El lunes 24 de julio fue fruto, en parte, de la casualidad.

No esperaba encontrarla en aquella cafetería semivacía, en el centro de nuestra ciudad, en la que entré para tomar algo que me llenara algo el estómago, lo justo para acabar el día en el despacho.

Me comentó, tras un par de besos en las mejillas, que había visitado a un cliente importante y debía volver por la tarde a la oficina, para acabar algunos trabajos que tenía pendientes de entrega.

Comimos juntos. Hablamos de cosas normales, de la familia, del barrio, del trabajo… una conversación sin ninguna otra implicación.

Pero había algo que estaba presente entre nosotros. Yo lo sentía así. Creo que ella también. Una tensión inexplicable, que empujaba a algo más que la charla. Cedí a esa compulsión. Sin importarme el riesgo de que alguien nos viera, la besé en la boca, manteniendo el beso con intensidad durante unos largos segundos.

Un beso incendiario. Loli también lo mantuvo, colaborando en él y acariciándome mientras, muy cariñosamente, la cara.

-He de volver al trabajo- me dijo por todo comentario, en un intento clarísimo de fuga de la situación.

Pero el intento no era firme, sucumbió a la siguiente proposición.

-¿A qué hora sales?

No demoró la respuesta.

-A las cinco.

-Ven al despacho. Estaré esperando.

No respondió. Mi propuesta era en parte una trampa. Le proponía venir al despacho, un lugar en el que trabajamos doce personas. La trampa consistía en que en el despacho, durante la segunda quincena de julio, el personal hace jornada intensiva. Sale a las tres de la tarde y no vuelve hasta el día siguiente. Raramente alguien permanece allí a esas horas, salvo que haya una urgencia, una situación inesperada o un caso especial con necesidad imperiosa de ser atendido.

Con frecuencia la única presencia por las tardes, durante esas dos semanas, es la mía y ese día, lunes, con todo el mundo centrado en otras cuestiones, no era previsible una situación anómala que obligara a nadie a quedarse.

Esperé, impaciente, toda la tarde. Aceptaba que había una alta probabilidad de que no acudiera.

El corazón me dio un salto al oír el timbre. Las cinco y cuarto.

Allí estaba. Abrí la puerta para contemplarla mirando con timidez, como si no se acabara de explicar que hacía allí, por qué había venido.

De nuevo dos besos en las mejillas, en la misma puerta antes de entrar.

-¿No hay nadie?

-No. Sólo nosotros.

Estaba preciosa. La misma ropa que cuando nos vimos en la cafetería. Falda de cintura alta fruncida, parte lisa ajustada a las caderas, bajo con algo de vuelo y estampado floral, de color verde el fondo y flores diminutas, casi como lunares, en blanco.

Blusa blanca, sin mangas, abotonada por delante, escote en V, de talle recto y sin adornos, a excepción de unos pequeños volantes en el contorno de las aberturas de los brazos.

Sandalias con un pequeño tacón, tirillas por encima de los dedos de color a juego con la falda.

Había dos pequeñas diferencias en su apariencia, respecto a la que había visto en la cafetería. Se había maquillado ligeramente.

Pero la más importante era de gran significado. Ahora llevaba ese perfume que me hace perder cualquier freno.

No esperamos demasiado. Ni siquiera a entrar en mi despacho. Nos devoramos la boca con denuedo, sin miramientos, con tremenda pasión.

Consumamos un nuevo encuentro a dos, sin su hermana ni su marido. De nuevo solos, disfrutando de nuestra relación sin testigos, dejando que los deseos, y los afectos, fluyeran libremente entre nosotros, en un abandono irresponsable de cualquier racionalidad.

Caricias, lamidas, besos…

Al final, sobre la mesa de reuniones, sentada en el borde, acogió mi verga en su interior y se agitó acompasadamente hasta que ambos nos corrimos.

Para lo que es habitual entre nosotros, fue bastante rápido. Si en los encuentros que hasta entonces habíamos tenido la duración no bajaba de varias horas, en esta ocasión no transcurrieron más de cuarenta y cinco minutos desde su entrada hasta que recomponíamos nuestras vestimentas, descargada la pasión y exprimido todo el deseo.

Un polvo con más sentimiento que lujuria.

-Estamos locos.

Su voz sonaba otra vez con un timbre normal, Hacía pocos minutos era ronca, gutural, deformada por las sensaciones que nos provocábamos.

Callé. Por toda respuesta, aproveché que todavía los tenía desnudos para atrapar con los labios uno de sus singulares pezones, mientras con los dedos estiraba del otro.

Se dejaba hacer. Incluso participó activamente en el beso que volví a estamparle en la boca, con bastante más dulzura y suavidad que todos los anteriores.

-Estamos locos- repitió.

-Te llevo a casa.

Estuvimos hablando en el coche media hora. Volvimos a reafirmar el propósito de que no vuelva a pasar nunca más.

Coincidíamos en el análisis racional sobre lo absurdo de nuestra conducta. Nos arrepentíamos tan a la par como a la par había sido nuestra infracción.

-Si tu hermana se entera puede que haya consecuencias muy graves.

Introduje tan espinosa cuestión en medio de nuestra conversación. Me preocupaba que justo antes de otras vacaciones, de nuevo en esos días de finales de julio, un nuevo desliz con mi cuñada destrozara unas vacaciones anheladas durante todo el año.

-¿Me estás pidiendo que no le diga nada de esto a mi hermana?

La pregunta era directa y la respuesta también.

-Sí, eso es lo que te estoy pidiendo.

Tardó en darme respuesta. Pero era contundente.

-¡Qué mierda! ¡La hemos jodido bien jodida!

Volví a besarla. No se me ocurría otra forma de mitigar su derrotista calificación de nuestra situación. Además del beso, rozaba con el dorso de la mano su cara, en una caricia que pretendía expresarle todo el cariño que en ese momento me despertaba.

Cuando la dejaba en la puerta de su casa, me miró a los ojos para decirme sus últimas reflexiones.

-De acuerdo. No decimos nada a Carlos ni a Rocío. Será un secreto. A mi me jode tenerlo con mi hermana, pero será un secreto. Prométeme una cosa: no pasará ninguna vez más.

Al tiempo que prometía no reincidir jamás, tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no volver a besarla…

-Claro. Prometido.

Por el momento ha cumplido su compromiso. Rocío no sabe nada, porque si lo hubiera sabido hubiéramos tenido algunas complicaciones. Lejos de ello, está encantadora, muy cariñosa y por las noches muy activa, seguramente como consecuencia, entre otras razones, de su descansada condición de maestra en verano.

Ignoro que pasará a la vuelta. Ignoro si encontraré la paz, la serenidad y la racionalidad que necesito para no poner patas arriba nuestras vidas.

Por ahora, simplemente pondré el letrero de “cerrado por vacaciones”.

31 de julio de 2023.
 
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Capítulo sexto.- La burra siempre vuelve al trigo.

Es un gran placer -lo reconozco- contemplar a tu esposa, desnuda en una playa, siendo devorada con la mirada por una pluralidad de sujetos de diferentes edades, todos ellos también desnudos frente al relajante y hermoso Mediterráneo.

Rocío, con un porte siempre señorial, pasea sus estilizadas curvas por la arena con una elegancia suprema, como si de una modelo que exhibe simplemente su piel se tratara, o se mueve en el azul de aquellas aguas concitando millones d estrellitas brillantes a su alrededor, como si hasta el agua quisiera amontonarse para tener el privilegio de rozar su piel.

Y todo eso pasa, parece mentira, en las Platges del Migjorn de Formentera (creo que se escribe así), playas que son familiares, frecuentadas por familias enteras como nosotros que se desnudan sin complejos. También por parejas de todas las edades, los más mayores con los hijos criados seguramente y los más jóvenes sin hijos o con ellos a cargo de los abuelos o en cualquier centro de esos en los que ahora se abandonan a los niños en verano, como antes se abandonaba a los abuelos.

En nuestro caso nuestros hijos no nos han querido acompañar en la práctica nudista y han preferido durante este tiempo permanecer en la zona de playa justo delante del Hotel, zona textil.

También, todo hay que decirlo, el ambiente más adolescente se centraba en las actividades deportivas y lúdicas organizadas por el Hotel, especialmente por el centro de actividades acuáticas del que disponía, con windsurf, patines de vela, y otros deportes.

Nosotros, en cambio, nos desplazábamos los menos de doscientos metros que llevan desde el Hotel a la zona en la que los pepinos, las peras y los melones, así como las panochas (o en su caso los higos) eran los frutos más abundantes.

Rocío era panocha, perfecta alfombra de vello esponjoso por muy rizado, recortada con esmero en un triángulo equilátero invertido negro azabache que destacaba en su piel canela, más oscurecida al paso de los días. Tumbada al sol, boca arriba, aparecía como si fuera un tanga negro cubriendo el pubis, una apariencia que deshace al incorporar ligeramente el torso apoyándose en los codos, los pies en el suelo casi en los glúteos, las rodillas arriba y abiertas ampliamente las piernas, frente al mar, como si realizara un ofrecimiento sacrílego al dios Neptuno, mostrándole el camino de entrada al paraíso terrenal, como si le convocara a una orgía de placeres, todos ellos con destino en esa raja caliente que hasta el dios del mar desearía lamer.

En esa posición además de su sexo abierto y expuesto, sus pechos destacan por lo perfectos, ligeramente -muy ligeramente- abiertos hacia los lados, con los pezones generalmente endurecidos.

No apareció Neptuno en ningún caso, pero sí unos cuantos de los pocos bañistas que se encontraban cada día en aquella playa maravillosa.

Los más notables, una pareja que debía tener cumplidos más de setenta, todavía con cierta agilidad y estado de forma, aunque su edad era evidente. Ella, de cuerpo delgado y todavía formas redondeadas en las caderas y en el pecho, algo colgandero pero mucho menos de lo imaginable para esa edad. Él, de cuerpo atlético y también delgado en todo menos en el cipote, que lucía de un tamaño notable tanto por la longitud como por el calibre, colgando libremente entre sus piernas, emergiendo de un vello púbico escaso y canoso, pero marcando un armónico bamboleo al caminar.

Tanto ella como él pasearon en varias ocasiones frente a mi mujer, con la vista clavada en su cuerpo.

Aunque yo estaba al lado no era el destinatario de sus miradas, de ninguno de los dos.

Ella, incluso, mientras se bañaba estuvo en una ocasión durante más de dos minutos contemplando tranquilamente el cuerpo de mi mujer, con una sonrisa que indicaba su aceptación social o incluso su aprobación, cuando no su deseo, también totalmente desnuda, colocada dentro del agua a escasos tres metros de donde nos encontrábamos (las playas del Mediterráneo, por no tener mareas, permiten colocarse en la arena prácticamente en el borde del agua).

En esas condiciones, con los cuerpos descansados, sin ninguna otra actividad que el goce durante todo el día, nada más interrumpido por alguna visita a zonas de la isla (es pequeñita, no hay demasiado que visitar), podéis imaginar la natural tendencia a dejarse llevar por la más viciosa lascivia, de modo que la actividad sexual se ha convertido en un entretenimiento bastante frecuentado durante estos días.

Ya nada es lo que era en Formentera. Eso, al menos, fue lo que nos explicaron aquella pareja de setentañeros que, al cabo de un par de días, nos dirigieron saludos y conversaciones además de miradas lujuriosas.

Son habituales de la isla desde hace cincuenta años. Por una cuestión de románticos hábitos, desde entonces cada año, sin faltar ni uno, habían vuelto al menos dos semanas a “su” isla.

Explicaban que habían vivido durante cuatro años el esplendor del hippysmo, con apenas veinte años de edad. Se habían conocido allí a finales de los sesenta del siglo pasado, explicaban. Él de Madrid y ella de Barcelona, habían vivido el tiempo de los porros, de las comunas y de los ideales de redención general de la Humanidad, habían cantado el Hare Krisna y practicado la meditación, Se habían tatuado la piel con símbolos y frases muy bellas (ella llevaba una minúscula mariposa en cada pecho y él un buda en el vientre), habían sobrevivido haciendo artesanías diversas y gastando asignaciones paternas generosas -de familia con posibles ambos- hasta que un embarazo y cierto conflicto en la comuna les había retirado de aquella vida, para volver a los negocios inmobiliarios familiares él y a ser una madre de familia normativa ella, con tres hijos más o menos de nuestra edad que tienen, y seis nietos.

Ahora -decían- los hippys son de pacotilla. Parecen los extras de una mala película. Son más falsos que un duro sevillano -afirmaban-.

Cuando ya habíamos tenido un par de conversaciones, Rocío, con mucha naturalidad, le pregunto a ella si habían mantenido una vida sexual abierta después de la experiencia hippy.

Le respondió entre risas.

-Nena… ¡Eso da para una respuesta sencilla pero con explicación muy complicada!

Durante un buen rato comentó que su generación había vivido realidades muy diferentes a las anteriores y a las posteriores. Ellos, como otros jóvenes criados en “familias de orden” habían encontrado en aquella experiencia una fuga de una cultura que les ahogaba. El mundo estaba cambiando y en sus familias no lo sabían. Seguían con misas y novenas, maldiciendo las minifaldas e imponiendo una forma de vida anacrónica para los tiempos que corrían. Ella -decía- lo tenía todavía peor, porque un hermano de su madre era un importante clérigo, que albergaba pretensiones de ser un príncipe de la Iglesia.

Se habían “liberado” marchando a tocar la guitarra al atardecer y fumándose unos cuantos porros, huyendo del patrón de vida marcado por unas pautas odiosas para ellos. En España estaban muy lejos de Woodstock, pero sí bajo su influencia. Era una fuga.

Follaban, hablaban, reían, se divertían, fumaban…

Y se aburrían.

Había dos caminos. Cronificarse en un sistema de vida que difícilmente puede sostenerse durante décadas, o volver a sus vidas de siempre.

Las familias inteligentes, que habían comprendido que sería una aventura pasajera, que no cerraron las puertas a su recuperación, que tuvieron la paciencia de esperar a que se les pasase la fiebre, que incluso financiaron la aventura enviándoles dinero con el que mantenerse, recogieron de nuevo a sus vástagos, recuperándolos para siempre, reintegrándolos otra vez a sus rutinas familiares.

En aquellos cuatro años y medio, en materia de sexo, habían hecho de todo. Tener relaciones en grupo, relaciones hetero y homosexuales. Guiados por la idea del amor universal, incluso habían experimentado compartir sexo con otros seres de la naturaleza…

Como anécdota explicaba que un gurú con aspecto oriental (años después supo que era de un pueblo de Teruel) les había visitado predicando las maravillas del sexo energético, una serie de mantras y técnicas especiales para la perfecta comunidad con el propio y superior ser. Sin duda él había alcanzado cualidades muy especiales, porque en tres días que compartió con su comuna se cepilló en las horas del atardecer a la totalidad de las mujeres que la componían -siete-, que lo vivieron como una experiencia mística, como un privilegio excepcional… y a dos de los hombres -uno de ellos su marido-, sin que los otros nueve pertenecientes a la comuna se prestaran a “disfrutar” aquel estado de perfección del espíritu, insuflado por la prodigiosa capacidad del gurú para mantener su verga tiesa durante horas.

Ellos se lo habían perdido -decía con seriedad- porque los que lo habían probado, chicos y chicas, habían coincidido en manifestar que habían experimentado la mejor y más completa relación sexual de sus vidas. Puede que fuera así -añadía- por la capacidad de sugestión del mañico, pero incluso una de las chicas afirmaba que se había trasladado a un nuevo estadio de conciencia, en el que vivió un trance de perfección total, mientras que otra había llegado a perder el conocimiento, cayendo desvanecida sin recuperar la conciencia hasta diez horas más tarde, después de una serie de quince o más orgasmos ininterrumpidos de intensidad creciente.

Así que, al volver a su vida anterior, borraron aquel periodo de su pasado, del que sólo les quedaron -explicaba jocosa- los tatuajes. Se convirtieron en una familia normativa más, como cualquier otra, con las costumbres y hábitos de cualquier otra familia.

-Como familia normativa -comentaba mientras su marido escuchaba en silencio y sonreía con sincera naturalidad- en la que él se dedica a los negocios y yo a mis labores, estoy segura que él ha tenido aventuras con algunas mujeres, pero no me ha importado nunca porque nunca ha faltado en nuestra casa, siempre ha estado con su familia, y lo que pudiera hacer con ellas ya lo habíamos hecho los dos antes… y un polvo no es más que un polvo.

Completó la explicación entre más risas.

-Y yo no he tenido ninguna aventura. Comprenderéis que después de lo del gurú turolense dándome toma que dale durante horas frente al mar en el atardecer, y tenerme en una nube de placer y de regeneración de energía de nosecuantos chacras por hora, ya no me quedaba nada mejor para disfrutar.

En ese contexto de conversación, Rocío preguntó por algo, sin preguntar, también muy dulce y claramente.

-El otro día me mirabas de forma muy especial.

Nuestra interlocutora (no diré su nombre y no quiero ponérselo falso) sonrió y respondió de inmediato.

-Me recordabas a alguien. Desnuda, recibiendo el sol en todo el cuerpo, con las piernas abiertas frente al mar, sintiendo el aire correr sobre la piel, con el pelo recogido y con una sonrisa en los labios.

Rocío la miraba -yo también- con una expresión de interrogación.

-Ella era un poco más mayor que nosotros, muy poco, pero parecía mucho más. Fue la que nos introdujo en la comuna y la primera mujer con la que tuve una relación sexual. La primera vez que la vi estaba exactamente como estabas tú en ese momento.

Fue más allá Rocío en sus preguntas, pero con la habilidad natural que tiene para no resultar ofensiva, y con la sinceridad con la que aquella mujer se había expresado, resultaba bastante normal la pregunta.

-¿Me deseaste?

La respuesta, en la línea de sinceridad que había mantenido, resultaba incluso emotiva.

-Sí, un poco sí. El deseo se pierde bastante con la edad, aunque no todo. Luego se lo hice pagar a él -volvía a reír con ganas-. Pero más que deseo sentí añoranza de aquellos años jóvenes. Disfrutad de la vida. Es muy corta.

Más tarde, Rocío y yo nos escapamos, pasada la medianoche y después de la cena y una copa, a la playa.

Debe permanecer allí el espíritu del gurú follador aragonés y falso hindú porque, a imagen y semejanza de sus visitas a aquella comuna, mi mujer y yo estuvimos fornicando frente al mar durante más de una hora, cubiertos de posibles miradas indiscretas por unas pocas rocas y algunos arbustos de romero, sabina y enebro, sentada ella sobre mi vientre, sin cambiar la posición en todo el tiempo, abrazados y manteniendo el ritmo constante, con la cadencia de un mantra cansino, adaptado de forma natural al tenue sonido del mar en olas apenas perceptibles, sin que en ningún momento se aflojara la dureza de mi sexo, en la penetración más duradera que recuerdo haber tenido jamás.

Sin que en ningún momento dejara de sentir la suave respiración de mi Rocío junto a mi oído, completando el universo de experiencias sensoriales de aquel momento.

Creo que, cuando sea un viejito desmemoriado incapaz de reconocerse a sí mismo, si llego, todavía mantendré el recuerdo de ese lugar, esas caricias y ese sentimiento.
 
Entiendo que la frase "La burra siempre vuelve al trigo" se refiere a algo así como, "nunca aprendemos"...no?
 
Lo que hace que unas buenas vacaciones sean algo memorable son esos momentos que nos acompañarán siempre, y que recordarlos nos transporta en cuerpo y mente reviviéndolos cada vez.
 
Y como todos los años, ya estamos de vuelta. De nuevo en nuestra casa, en la Castilla de nuestros pecados, en el día a día rutinario.

Y con esas rutinas, el encuentro con nuestra realidad. Con toda nuestra realidad.

Ellos ya estaban desde hacía dos días. Nosotros volvimos el viernes 18.

Como es normal, los primeros en acercarse a recibirnos y saludarnos fueron Loli, Carlos y nuestra sobrina. Una familia unida y cercana, ya sabéis.

Muy cercana.

Los tres lucían un moreno dorado mediterráneo, como nosotros cuatro. El suyo obtenido en las islas del Egeo, el nuestro en las Baleares. Hay que reconocer que el Mediterráneo, con sus aguas muchísimo más cálidas que las atlánticas, con su sol más intenso y con menos brumas que el de los mares del oeste, embellece más a las personas que se dejan acariciar por unas y otro.

Le sienta bien el moreno a Loli. A las dos hermanas, en realidad. Mi cuñada lucía el pelo recogido en una coleta, la cara limpia, sin maquillar, una camiseta muy pudorosa, de cuello cerrado y media manga, diría que de apariencia andrógina, unos pantaloncitos cortos tejanos, que permitían apreciar el moreno dorado de unas piernas siempre atractivas, rematando el atuendo con unas sandalias planas de tirillas muy finas.

Estaba preciosa.

Y más aun que preciosa, estaba deseable. Hasta su olor era esencia mediterránea, como si la sal y el yodo marino le hubieran penetrado tanto la piel que dejaran huella permanente en ella.

Nos saludamos estampándonos dos besos convencionales en las mejillas y abrazándonos con fuerza, juntando nuestros cuerpos sin reserva, notando esa presencia física que por sí misma no es más que un contacto, como durante muchos años había sido, pero que tras nuestras experiencias durante los últimos tiempos adquiere un sentido muy diferente.

Su pecho apretado en el mío, nuestros vientres rozándose, nuestros brazos rodeándonos mutuamente… una sinfonía de sensaciones que, pese al cansancio del viaje y pese a la brevedad del contacto, provocaron un efecto inmediato en mi cuerpo.

Por primera vez experimentaba, además, otra sensación. Loli y yo compartíamos un secreto.

Podía ver a Rocío dando abrazos y besos convencionales a Carlos, en un entorno familiar con nuestros hijos respectivos, primos hermanos, presentes. Mi cuñada y yo también nos conducíamos con un código gestual de familia cercana, aparentemente desprovisto de cualquier significación sexual.

Todo muy natural, normal y normativo.

Pero Loli y yo compartíamos un secreto.

Habíamos follado como dos amantes clandestinos la última vez que nos vimos, antes de vacaciones.

Su marido y mi mujer, presentes allí, en ese entorno jovial y familiar, ignoraban que nos
habíamos devorado una tarde, en la soledad del despacho, hasta gastarnos el deseo en aquella ocasión.

Un doble sentimiento me invadía, entre la culpa por el engaño que estábamos infligiendo y la excitación por ese mismo engaño. Ella esquivaba mirarme directamente, o al menos a mi me lo parecía, mientras los siete reíamos, comentábamos cosas atropellándonos sin orden, felices por el reencuentro.

Tuve, lo confieso, que apartarme un momento como si urgiera atender una necesidad, para acomodarme con disimulo el paquete porque, desprevenido como estaba, la erección me lo había colocado de forma inconveniente e inapropiada para un encuentro familiar como el nuestro.

No soy un depravado, ni un obseso.

Pero durante un buen rato mi visión era irreal, como si flotara sobre la escena seleccionando, de entre todo lo que existía, nada más más una parte de las imágenes, las referidas a Loli, como si todo lo demás se borrara o no existiera y, de entre todos los sonidos, nada más se escuchara su voz.

Seguía encendido, con una barra dura surgiendo entre mis piernas y aplastada contra el vientre, haciendo equilibrios gestuales para esconder una erección notable y bastante inexplicable.

Se me hacía eterno el rato, deseando como estaba ponerle fin, incomodado por mi propia reacción y molesto por la expresión física tan insistente que me había provocado el simple roce con mi cuñada.

Cuando, por fin, aquella noche caímos Rocío y yo en nuestra cama, varias horas después del saludo familiar, mi sexo seguía enhiesto, demandando un trato inmediato, una atención urgente a su hinchazón sostenida, comenzando a provocar ese cierto dolor testicular que los hombres sabemos bien como afecta y duele, cuando el deseo no se satisface de manera suficiente.

Pero mi mujer no estaba en la misma onda.

Al cansancio del viaje se añadía el del trajín, durante horas, que provoca el tratamiento de todo el equipaje a la vuelta de unas vacaciones, algo que nunca demora y procura llevar a cabo nada más regresamos, sin que en ese trabajo admita una ayuda que, más que ayuda, ella califica de estorbo.

Acostados los dos, ella dormida a mi lado y yo con una excitación inevitable, comencé a recordar momentos vividos con Loli en los últimos años. Desde aquellas primeras caricias en un juego morboso pero todavía inocente hasta la sesión de sexo desatado en el jardín, apenas un mes antes. Desde aquella vez en que Carma provocó el contacto entre las hermanas hasta aquella
otra, tan reciente, en que abierta de piernas sobre una mesa del despacho suspiraba jadeante en cada una de mis embestidas…

Me masturbaba lentamente, recreando aquellos instantes, las sensaciones experimentadas, sus miradas con gesto tímido en pleno acto, su gemido inigualable al llegar al clímax, sus pezones enormes y duros...

La imaginaba de nuevo abierta de piernas, ofrecida a mi capricho con su vulva abierta,
invitándome a tomar posesión de ella con la mirada, como tantas veces ha sucedido.

Podía oír su voz, realmente la oía, susurrante, sumisa, entregada a mi deseo.

-¿Te estás pajeando mientras piensas en la niña, verdad?

La voz de Rocío sonó clara y tranquila en el silencio nocturno de nuestra habitación.

Quedé paralizado por el sobresalto, como si me hubieran pillado en una de aquellas pajas que en el silencio de la noche, de adolescente, ocupaban a escondidas parte de mis noches en la habitación.

O había estado despierta desde el principio o se había despertado en medio de mis
manipulaciones, probablemente más agitadas de lo que yo mismo hubiera querido. Pero el contenido de sus palabras era terriblemente certero, un impacto en la mismísima diana de la realidad, que me dejó desconcertado.

-Me estoy pajeando, nada más. Estoy caliente.

Intentaba quitarle importancia a su afirmación, hacerla pasar por algo anecdótico sin mayor trascendencia. No quería, ni por asomo, convertir su afirmación en el eje de nuestra conversación.

-Estás muy caliente porque verla te ha puesto muy caliente. He visto tus reacciones. Desde que la has visto estabas trempado.

Volvía a dar en la diana de mis reacciones.

De nuevo intenté cambiar el contenido de la
conversación. Su voz no era agresiva, pero estaba revestida de una asertividad que no admitía réplica.

-Ya que estás despierta… ¿por qué no seguimos los dos?, estoy a puntito…

-Sigue tú, yo te miraré- a la respuesta acompañó el encendido de la lámpara de la mesita de noche, que, aunque de luz tenue, por contraste con la anterior oscuridad me dejó por un momento con los ojos entornados.

No parecía enfadada, no parecía molesta… tal vez me observaba con curiosidad de psicóloga o antropóloga que analizara el comportamiento sexual de un macho de una manada de la especie humana.

-Sigue- insistió, apremiándome a continuar unas caricias que se habían detenido desde que me sorprendió estando despierta.

Tumbada de costado, girada hacía mí, la cabeza apoyada en su mano y el codo sobre la almohada, para elevar su mirada y poder contemplarme allí, a su lado, tumbado de espaldas, desnudo, el sexo como un mástil enderezado, apuntando hacia el techo, y mi mano envolviéndolo, sin moverse pero sin aflojar la presa.

Le obedecí y seguí acariciándome la verga, lentamente, recordando las maniobras que
normalmente hace la mano de Rocío cuando me proporciona esas caricias.

Recordando la mano de mi Rocío, pero en una mezcla de propiedades y cualidades que hacía aparecer ante mis ojos, como una fantasía, la cara, los pechos y el sexo de Loli. Todo su cuerpo, como en una aparición, a mi disposición en mi fantasía.

Ver a Rocío a mi lado, sonriente observadora, totalmente quieta, dejándome ser el único protagonista de la excitación que poco a poco se incrementaba, me producía una sensación de plenitud sexual inigualable.

La siguiente vez que abrí los ojos, ya muy cerca de acabar con una corrida, pude ver a mi Rocío masturbándose a mi lado, en la misma posición que estaba, sin cambiar nada salvo una mano incrustada entre sus piernas, en un movimiento acompasado adelante y atrás inconfundible.

Esa visión aceleró mi excitación. En unos segundos, un chorro de semen se derramaba sobre mi vientre, acompañado de espasmos de todo el cuerpo y una paulatina desaceleración del ritmo de la mano. Seguí, todo lo que pude, imitando la habilidad de Rocío cuando me masturba. A veces, después de correrme, sigue acariciándola suavemente, aprovechando la viscosidad de mis fluidos para incrementar las sensaciones provocadas mientras mi sexo lentamente va perdiendo la tensión, desplazando el prepucio todo lo que se puede hacia atrás y deslizando sus dedos por el glande, en un contacto que me enloquece.

De nuevo me dejó helado.

-Sé que estuvisteis follando en tu despacho- me soltó de golpe, mientras seguía masturbándose tranquilamente.

Me dejó sin aliento. Su afirmación no admitía respuesta ninguna. Cualquier sensación de placer que pudiera quedar en mi cerebro se borró instantáneamente. Supongo que se activaron todos los mecanismos químicos que se ponen en funcionamiento en el cuerpo humano ante las situaciones de peligro.

Al abrir los ojos me encontré con los suyos, ligeramente entornados pero mirándome a la cara, mientras seguía acariciándose sin pausa.

-¿Desde cuándo lo sabes?

Su expresión reflejó, inmediatamente, la sensación de triunfo.

-Desde aquella misma noche. ¿Qué creías ¿Qué no me lo diría?

Quise alargar la mano para acariciar alguna parte de su cuerpo, pero no me dejó.

-No me toques. Ahora me toca a mi disfrutar de mis fantasías.

Modificó su posición para tumbase boca arriba, al tiempo que sacaba de su mesita de noche el aparato succionador. En apenas unos minutos hizo su efecto, llevándola a un orgasmo intenso.

Aunque habitualmente no se detiene con uno, en esta ocasión decidió poner fin a la sesión, relajando gradualmente su respiración.

No podía dejar de preguntarle. Era obligado.

-¿Qué piensas hacer?

Rocío tiene respuestas para todo. Creo que ésta la tenía preparada.

-No lo sé. He estado pensando todo un mes. Lo más curioso es que ya no estoy enfadada. La conversación con nuestra amiga de la playa de Formentera me ayudó mucho a tener una actitud tolerante.

-¿No estás enfadada?

-No. Pero sí decidida.

La expresión me llenaba de terror. No quiero cambiar nada de mi vida, no me imagino rompiendo la armonía social, familiar, personal… Cierto que me la había jugado yo, no podía culpar a nadie más de las consecuencias que se derivaran de la corneada que habíamos protagonizado Loli y yo, pero si eran graves consecuencias que alteraran nuestra vida familiar no me sentiría capaz de soportarlo.

-¿Decidida?

Lo dije con voz temerosa, flojito, se me notaba el miedo.

-Decidida… ¿a qué?

-Decidida a cambiar cosas. No sé todavía qué. Pero a la vista de cómo has traspasado límites que no debías traspasar, me planteo que bien puedo yo hacer lo mismo.

Su respuesta era de una gran ambigüedad, pero sorprendentemente me tranquilizaba. El hecho de que durante el periodo transcurrido desde el revolcón con Loli de antes de vacaciones, poco menos de tres semanas, hasta ese momento no se hubiera desatado su cólera, que hubiéramos mantenido incluso relaciones sexuales frecuentes allí, y que ahora me dijera que se planteaba hacer “lo mismo” suponía una importante limitación de los daños posibles por mi acción. No hablaba de rupturas, ni siquiera había mencionado la palabra traición… todo parecía ser asumible.

-¿Qué harás- seguí preguntando.

Me miró con ese gesto condescendiente que ellas saben hacer y que con frecuencia te hace sentir lelo.

-No lo sé todavía - me espetó -, igual me apunto a una aplicación de encuentros sexuales y me meto en la cama con unos cuantos colegas tuyos, no sé si por separado o al mismo tiempo… o me voy a buscar a Santi para follar cuando quiera con un macho de verdad potente… o llamo a Ernesto y le digo que no soy celosa y quiero repetir con él, aunque esté con otra mujer… o mejor llamo a Elena para que me enseñe a hacer cabrón consentido y pasivo a un marido… No sé.

Había un poso de rabia en su expresión, pero lo hacía con un gran control de la emoción, sin alterar el tono o el timbre de la voz. Puede uno imaginar la reacción que tendría si descubriera que la pareja ha sido infiel. Pero difícilmente puede imaginar uno la reacción cuando esa infidelidad se produce con la propia y muy querida hermana (o el hermano, como sería al revés), y mucho menos el cóctel de sentimientos si esa infidelidad se ha producido en un entorno en el que han existido antes relaciones sexuales grupales consentidas por todos e, incluso, propiciadas y promovidas por la persona que se siente engañada.

Apagó la lámpara de la mesita de noche.

Poco a poco, en una reducción paulatina y claramente perceptible de la tensión, se me iba aflojando el cuerpo e invadiendo el sueño.

Como había sentenciado nuestra amiga de Formentera, por más que tu pareja sea libertina y tenga aventuras, si vuelve cada día a casa y está pendiente de los suyos, un polvo no es nada más que un polvo y al fin y al cabo lo que pueda hacer fuera ya lo hemos hecho juntos.

Debí quedarme dormido tal como estaba, desnudo, tendido boca arriba, con mi propio semen derramado sobre mi vientre, descansando profundamente tras la descarga de mi deseo, tras una paja intensa en homenaje a mi cuñada y una constatación: Todo lo que pensaba hacer mi Rocío no alteraba nuestra vida, nuestra maravillosa vida personal, familiar y social
 
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Yo sigo pensando lo mismo.no me gusta Rocío desde el minuto 1. Y encima en vez de arreglar las cosas, le amenaza con acostarse con otros. De verdad, no sé si merece la pena seguir con una mujer así.
Me ha parecido lamentable lo que le ha dicho. Sinceramente creo que lo mejor sería divorciarse de ella y ver si con Loli hay algo más que amistad y sexo. Me gusta mucho más Loli que Rocío.
Incluso tampoco vería mal que se divorcie, se aleje de esta gente y rehaga su vida.
 
Y como todos los años, ya estamos de vuelta. De nuevo en nuestra casa, en la Castilla de nuestros pecados, en el día a día rutinario.

Y con esas rutinas, el encuentro con nuestra realidad. Con toda nuestra realidad.

Ellos ya estaban desde hacía dos días. Nosotros volvimos el viernes 18.

Como es normal, los primeros en acercarse a recibirnos y saludarnos fueron Loli, Carlos y nuestra sobrina. Una familia unida y cercana, ya sabéis.

Muy cercana.

Los tres lucían un moreno dorado mediterráneo, como nosotros cuatro. El suyo obtenido en las islas del Egeo, el nuestro en las Baleares. Hay que reconocer que el Mediterráneo, con sus aguas muchísimo más cálidas que las atlánticas, con su sol más intenso y con menos brumas que el de los mares del oeste, embellece más a las personas que se dejan acariciar por unas y otro.

Le sienta bien el moreno a Loli. A las dos hermanas, en realidad. Mi cuñada lucía el pelo recogido en una coleta, la cara limpia, sin maquillar, una camiseta muy pudorosa, de cuello cerrado y media manga, diría que de apariencia andrógina, unos pantaloncitos cortos tejanos, que permitían apreciar el moreno dorado de unas piernas siempre atractivas, rematando el atuendo con unas sandalias planas de tirillas muy finas.

Estaba preciosa.

Y más aun que preciosa, estaba deseable. Hasta su olor era esencia mediterránea, como si la sal y el yodo marino le hubieran penetrado tanto la piel que dejaran huella permanente en ella.

Nos saludamos estampándonos dos besos convencionales en las mejillas y abrazándonos con fuerza, juntando nuestros cuerpos sin reserva, notando esa presencia física que por sí misma no es más que un contacto, como durante muchos años había sido, pero que tras nuestras experiencias durante los últimos tiempos adquiere un sentido muy diferente.

Su pecho apretado en el mío, nuestros vientres rozándose, nuestros brazos rodeándonos mutuamente… una sinfonía de sensaciones que, pese al cansancio del viaje y pese a la brevedad del contacto, provocaron un efecto inmediato en mi cuerpo.

Por primera vez experimentaba, además, otra sensación. Loli y yo compartíamos un secreto.

Podía ver a Rocío dando abrazos y besos convencionales a Carlos, en un entorno familiar con nuestros hijos respectivos, primos hermanos, presentes. Mi cuñada y yo también nos conducíamos con un código gestual de familia cercana, aparentemente desprovisto de cualquier significación sexual.

Todo muy natural, normal y normativo.

Pero Loli y yo compartíamos un secreto.

Habíamos follado como dos amantes clandestinos la última vez que nos vimos, antes de vacaciones.

Su marido y mi mujer, presentes allí, en ese entorno jovial y familiar, ignoraban que nos
habíamos devorado una tarde, en la soledad del despacho, hasta gastarnos el deseo en aquella ocasión.

Un doble sentimiento me invadía, entre la culpa por el engaño que estábamos infligiendo y la excitación por ese mismo engaño. Ella esquivaba mirarme directamente, o al menos a mi me lo parecía, mientras los siete reíamos, comentábamos cosas atropellándonos sin orden, felices por el reencuentro.

Tuve, lo confieso, que apartarme un momento como si urgiera atender una necesidad, para acomodarme con disimulo el paquete porque, desprevenido como estaba, la erección me lo había colocado de forma inconveniente e inapropiada para un encuentro familiar como el nuestro.

No soy un depravado, ni un obseso.

Pero durante un buen rato mi visión era irreal, como si flotara sobre la escena seleccionando, de entre todo lo que existía, nada más más una parte de las imágenes, las referidas a Loli, como si todo lo demás se borrara o no existiera y, de entre todos los sonidos, nada más se escuchara su voz.

Seguía encendido, con una barra dura surgiendo entre mis piernas y aplastada contra el vientre, haciendo equilibrios gestuales para esconder una erección notable y bastante inexplicable.

Se me hacía eterno el rato, deseando como estaba ponerle fin, incomodado por mi propia reacción y molesto por la expresión física tan insistente que me había provocado el simple roce con mi cuñada.

Cuando, por fin, aquella noche caímos Rocío y yo en nuestra cama, varias horas después del saludo familiar, mi sexo seguía enhiesto, demandando un trato inmediato, una atención urgente a su hinchazón sostenida, comenzando a provocar ese cierto dolor testicular que los hombres sabemos bien como afecta y duele, cuando el deseo no se satisface de manera suficiente.

Pero mi mujer no estaba en la misma onda.

Al cansancio del viaje se añadía el del trajín, durante horas, que provoca el tratamiento de todo el equipaje a la vuelta de unas vacaciones, algo que nunca demora y procura llevar a cabo nada más regresamos, sin que en ese trabajo admita una ayuda que, más que ayuda, ella califica de estorbo.

Acostados los dos, ella dormida a mi lado y yo con una excitación inevitable, comencé a recordar momentos vividos con Loli en los últimos años. Desde aquellas primeras caricias en un juego morboso pero todavía inocente hasta la sesión de sexo desatado en el jardín, apenas un mes antes. Desde aquella vez en que Carma provocó el contacto entre las hermanas hasta aquella
otra, tan reciente, en que abierta de piernas sobre una mesa del despacho suspiraba jadeante en cada una de mis embestidas…

Me masturbaba lentamente, recreando aquellos instantes, las sensaciones experimentadas, sus miradas con gesto tímido en pleno acto, su gemido inigualable al llegar al clímax, sus pezones enormes y duros...

La imaginaba de nuevo abierta de piernas, ofrecida a mi capricho con su vulva abierta,
invitándome a tomar posesión de ella con la mirada, como tantas veces ha sucedido.

Podía oír su voz, realmente la oía, susurrante, sumisa, entregada a mi deseo.

-¿Te estás pajeando mientras piensas en la niña, verdad?

La voz de Rocío sonó clara y tranquila en el silencio nocturno de nuestra habitación.

Quedé paralizado por el sobresalto, como si me hubieran pillado en una de aquellas pajas que en el silencio de la noche, de adolescente, ocupaban a escondidas parte de mis noches en la habitación.

O había estado despierta desde el principio o se había despertado en medio de mis
manipulaciones, probablemente más agitadas de lo que yo mismo hubiera querido. Pero el contenido de sus palabras era terriblemente certero, un impacto en la mismísima diana de la realidad, que me dejó desconcertado.

-Me estoy pajeando, nada más. Estoy caliente.

Intentaba quitarle importancia a su afirmación, hacerla pasar por algo anecdótico sin mayor trascendencia. No quería, ni por asomo, convertir su afirmación en el eje de nuestra conversación.

-Estás muy caliente porque verla te ha puesto muy caliente. He visto tus reacciones. Desde que la has visto estabas trempado.

Volvía a dar en la diana de mis reacciones.

De nuevo intenté cambiar el contenido de la
conversación. Su voz no era agresiva, pero estaba revestida de una asertividad que no admitía réplica.

-Ya que estás despierta… ¿por qué no seguimos los dos?, estoy a puntito…

-Sigue tú, yo te miraré- a la respuesta acompañó el encendido de la lámpara de la mesita de noche, que, aunque de luz tenue, por contraste con la anterior oscuridad me dejó por un momento con los ojos entornados.

No parecía enfadada, no parecía molesta… tal vez me observaba con curiosidad de psicóloga o antropóloga que analizara el comportamiento sexual de un macho de una manada de la especie humana.

-Sigue- insistió, apremiándome a continuar unas caricias que se habían detenido desde que me sorprendió estando despierta.

Tumbada de costado, girada hacía mí, la cabeza apoyada en su mano y el codo sobre la almohada, para elevar su mirada y poder contemplarme allí, a su lado, tumbado de espaldas, desnudo, el sexo como un mástil enderezado, apuntando hacia el techo, y mi mano envolviéndolo, sin moverse pero sin aflojar la presa.

Le obedecí y seguí acariciándome la verga, lentamente, recordando las maniobras que
normalmente hace la mano de Rocío cuando me proporciona esas caricias.

Recordando la mano de mi Rocío, pero en una mezcla de propiedades y cualidades que hacía aparecer ante mis ojos, como una fantasía, la cara, los pechos y el sexo de Loli. Todo su cuerpo, como en una aparición, a mi disposición en mi fantasía.

Ver a Rocío a mi lado, sonriente observadora, totalmente quieta, dejándome ser el único protagonista de la excitación que poco a poco se incrementaba, me producía una sensación de plenitud sexual inigualable.

La siguiente vez que abrí los ojos, ya muy cerca de acabar con una corrida, pude ver a mi Rocío masturbándose a mi lado, en la misma posición que estaba, sin cambiar nada salvo una mano incrustada entre sus piernas, en un movimiento acompasado adelante y atrás inconfundible.

Esa visión aceleró mi excitación. En unos segundos, un chorro de semen se derramaba sobre mi vientre, acompañado de espasmos de todo el cuerpo y una paulatina desaceleración del ritmo de la mano. Seguí, todo lo que pude, imitando la habilidad de Rocío cuando me masturba. A veces, después de correrme, sigue acariciándola suavemente, aprovechando la viscosidad de mis fluidos para incrementar las sensaciones provocadas mientras mi sexo lentamente va perdiendo la tensión, desplazando el prepucio todo lo que se puede hacia atrás y deslizando sus dedos por el glande, en un contacto que me enloquece.

De nuevo me dejó helado.

-Sé que estuvisteis follando en tu despacho- me soltó de golpe, mientras seguía masturbándose tranquilamente.

Me dejó sin aliento. Su afirmación no admitía respuesta ninguna. Cualquier sensación de placer que pudiera quedar en mi cerebro se borró instantáneamente. Supongo que se activaron todos los mecanismos químicos que se ponen en funcionamiento en el cuerpo humano ante las situaciones de peligro.

Al abrir los ojos me encontré con los suyos, ligeramente entornados pero mirándome a la cara, mientras seguía acariciándose sin pausa.

-¿Desde cuándo lo sabes?

Su expresión reflejó, inmediatamente, la sensación de triunfo.

-Desde aquella misma noche. ¿Qué creías ¿Qué no me lo diría?

Quise alargar la mano para acariciar alguna parte de su cuerpo, pero no me dejó.

-No me toques. Ahora me toca a mi disfrutar de mis fantasías.

Modificó su posición para tumbase boca arriba, al tiempo que sacaba de su mesita de noche el aparato succionador. En apenas unos minutos hizo su efecto, llevándola a un orgasmo intenso.

Aunque habitualmente no se detiene con uno, en esta ocasión decidió poner fin a la sesión, relajando gradualmente su respiración.

No podía dejar de preguntarle. Era obligado.

-¿Qué piensas hacer?

Rocío tiene respuestas para todo. Creo que ésta la tenía preparada.

-No lo sé. He estado pensando todo un mes. Lo más curioso es que ya no estoy enfadada. La conversación con nuestra amiga de la playa de Formentera me ayudó mucho a tener una actitud tolerante.

-¿No estás enfadada?

-No. Pero sí decidida.

La expresión me llenaba de terror. No quiero cambiar nada de mi vida, no me imagino rompiendo la armonía social, familiar, personal… Cierto que me la había jugado yo, no podía culpar a nadie más de las consecuencias que se derivaran de la corneada que habíamos protagonizado Loli y yo, pero si eran graves consecuencias que alteraran nuestra vida familiar no me sentiría capaz de soportarlo.

-¿Decidida?

Lo dije con voz temerosa, flojito, se me notaba el miedo.

-Decidida… ¿a qué?

-Decidida a cambiar cosas. No sé todavía qué. Pero a la vista de cómo has traspasado límites que no debías traspasar, me planteo que bien puedo yo hacer lo mismo.

Su respuesta era de una gran ambigüedad, pero sorprendentemente me tranquilizaba. El hecho de que durante el periodo transcurrido desde el revolcón con Loli de antes de vacaciones, poco menos de tres semanas, hasta ese momento no se hubiera desatado su cólera, que hubiéramos mantenido incluso relaciones sexuales frecuentes allí, y que ahora me dijera que se planteaba hacer “lo mismo” suponía una importante limitación de los daños posibles por mi acción. No hablaba de rupturas, ni siquiera había mencionado la palabra traición… todo parecía ser asumible.

-¿Qué harás- seguí preguntando.

Me miró con ese gesto condescendiente que ellas saben hacer y que con frecuencia te hace sentir lelo.

-No lo sé todavía - me espetó -, igual me apunto a una aplicación de encuentros sexuales y me meto en la cama con unos cuantos colegas tuyos, no sé si por separado o al mismo tiempo… o me voy a buscar a Santi para follar cuando quiera con un macho de verdad potente… o llamo a Ernesto y le digo que no soy celosa y quiero repetir con él, aunque esté con otra mujer… o mejor llamo a Elena para que me enseñe a hacer cabrón consentido y pasivo a un marido… No sé.

Había un poso de rabia en su expresión, pero lo hacía con un gran control de la emoción, sin alterar el tono o el timbre de la voz. Puede uno imaginar la reacción que tendría si descubriera que la pareja ha sido infiel. Pero difícilmente puede imaginar uno la reacción cuando esa infidelidad se produce con la propia y muy querida hermana (o el hermano, como sería al revés), y mucho menos el cóctel de sentimientos si esa infidelidad se ha producido en un entorno en el que han existido antes relaciones sexuales grupales consentidas por todos e, incluso, propiciadas y promovidas por la persona que se siente engañada.

Apagó la lámpara de la mesita de noche.

Poco a poco, en una reducción paulatina y claramente perceptible de la tensión, se me iba aflojando el cuerpo e invadiendo el sueño.

Como había sentenciado nuestra amiga de Formentera, por más que tu pareja sea libertina y tenga aventuras, si vuelve cada día a casa y está pendiente de los suyos, un polvo no es nada más que un polvo y al fin y al cabo lo que pueda hacer fuera ya lo hemos hecho juntos.

Debí quedarme dormido tal como estaba, desnudo, tendido boca arriba, con mi propio semen derramado sobre mi vientre, descansando profundamente tras la descarga de mi deseo, tras una paja intensa en homenaje a mi cuñada y una constatación: Todo lo que pensaba hacer mi Rocío no alteraba nuestra vida, nuestra maravillosa vida personal, familiar y social


Uffff,.... esta historia va para largo,....
A ver Allteus,... si no es indiscreción, ¿se parece tu mujer a alguna famosa?
 
Uffff,.... esta historia va para largo,....
A ver Allteus,... si no es indiscreción, ¿se parece tu mujer a alguna famosa?
Responder esa pregunta es siempre muy complicado. Es una belleza andaluza, de pelo negro largo y figura esbelta. Es un tipo frecuente en Sevilla. Te diría que, salvando las distancias, una cierta semblanza con actrices como Blanca Suarez o Inma Cuesta, quizas no tan delgada (pero muy poco menos) y algo más de pecho, y la cara con cierto parecido (también salvando las distancias) a Adriana Ugarte.
 
Capítulo sexto.- La burra siempre vuelve al trigo.

Es un gran placer -lo reconozco- contemplar a tu esposa, desnuda en una playa, siendo devorada con la mirada por una pluralidad de sujetos de diferentes edades, todos ellos también desnudos frente al relajante y hermoso Mediterráneo.

Rocío, con un porte siempre señorial, pasea sus estilizadas curvas por la arena con una elegancia suprema, como si de una modelo que exhibe simplemente su piel se tratara, o se mueve en el azul de aquellas aguas concitando millones d estrellitas brillantes a su alrededor, como si hasta el agua quisiera amontonarse para tener el privilegio de rozar su piel.

Y todo eso pasa, parece mentira, en las Platges del Migjorn de Formentera (creo que se escribe así), playas que son familiares, frecuentadas por familias enteras como nosotros que se desnudan sin complejos. También por parejas de todas las edades, los más mayores con los hijos criados seguramente y los más jóvenes sin hijos o con ellos a cargo de los abuelos o en cualquier centro de esos en los que ahora se abandonan a los niños en verano, como antes se abandonaba a los abuelos.

En nuestro caso nuestros hijos no nos han querido acompañar en la práctica nudista y han preferido durante este tiempo permanecer en la zona de playa justo delante del Hotel, zona textil.

También, todo hay que decirlo, el ambiente más adolescente se centraba en las actividades deportivas y lúdicas organizadas por el Hotel, especialmente por el centro de actividades acuáticas del que disponía, con windsurf, patines de vela, y otros deportes.

Nosotros, en cambio, nos desplazábamos los menos de doscientos metros que llevan desde el Hotel a la zona en la que los pepinos, las peras y los melones, así como las panochas (o en su caso los higos) eran los frutos más abundantes.

Rocío era panocha, perfecta alfombra de vello esponjoso por muy rizado, recortada con esmero en un triángulo equilátero invertido negro azabache que destacaba en su piel canela, más oscurecida al paso de los días. Tumbada al sol, boca arriba, aparecía como si fuera un tanga negro cubriendo el pubis, una apariencia que deshace al incorporar ligeramente el torso apoyándose en los codos, los pies en el suelo casi en los glúteos, las rodillas arriba y abiertas ampliamente las piernas, frente al mar, como si realizara un ofrecimiento sacrílego al dios Neptuno, mostrándole el camino de entrada al paraíso terrenal, como si le convocara a una orgía de placeres, todos ellos con destino en esa raja caliente que hasta el dios del mar desearía lamer.

En esa posición además de su sexo abierto y expuesto, sus pechos destacan por lo perfectos, ligeramente -muy ligeramente- abiertos hacia los lados, con los pezones generalmente endurecidos.

No apareció Neptuno en ningún caso, pero sí unos cuantos de los pocos bañistas que se encontraban cada día en aquella playa maravillosa.

Los más notables, una pareja que debía tener cumplidos más de setenta, todavía con cierta agilidad y estado de forma, aunque su edad era evidente. Ella, de cuerpo delgado y todavía formas redondeadas en las caderas y en el pecho, algo colgandero pero mucho menos de lo imaginable para esa edad. Él, de cuerpo atlético y también delgado en todo menos en el cipote, que lucía de un tamaño notable tanto por la longitud como por el calibre, colgando libremente entre sus piernas, emergiendo de un vello púbico escaso y canoso, pero marcando un armónico bamboleo al caminar.

Tanto ella como él pasearon en varias ocasiones frente a mi mujer, con la vista clavada en su cuerpo.

Aunque yo estaba al lado no era el destinatario de sus miradas, de ninguno de los dos.

Ella, incluso, mientras se bañaba estuvo en una ocasión durante más de dos minutos contemplando tranquilamente el cuerpo de mi mujer, con una sonrisa que indicaba su aceptación social o incluso su aprobación, cuando no su deseo, también totalmente desnuda, colocada dentro del agua a escasos tres metros de donde nos encontrábamos (las playas del Mediterráneo, por no tener mareas, permiten colocarse en la arena prácticamente en el borde del agua).

En esas condiciones, con los cuerpos descansados, sin ninguna otra actividad que el goce durante todo el día, nada más interrumpido por alguna visita a zonas de la isla (es pequeñita, no hay demasiado que visitar), podéis imaginar la natural tendencia a dejarse llevar por la más viciosa lascivia, de modo que la actividad sexual se ha convertido en un entretenimiento bastante frecuentado durante estos días.

Ya nada es lo que era en Formentera. Eso, al menos, fue lo que nos explicaron aquella pareja de setentañeros que, al cabo de un par de días, nos dirigieron saludos y conversaciones además de miradas lujuriosas.

Son habituales de la isla desde hace cincuenta años. Por una cuestión de románticos hábitos, desde entonces cada año, sin faltar ni uno, habían vuelto al menos dos semanas a “su” isla.

Explicaban que habían vivido durante cuatro años el esplendor del hippysmo, con apenas veinte años de edad. Se habían conocido allí a finales de los sesenta del siglo pasado, explicaban. Él de Madrid y ella de Barcelona, habían vivido el tiempo de los porros, de las comunas y de los ideales de redención general de la Humanidad, habían cantado el Hare Krisna y practicado la meditación, Se habían tatuado la piel con símbolos y frases muy bellas (ella llevaba una minúscula mariposa en cada pecho y él un buda en el vientre), habían sobrevivido haciendo artesanías diversas y gastando asignaciones paternas generosas -de familia con posibles ambos- hasta que un embarazo y cierto conflicto en la comuna les había retirado de aquella vida, para volver a los negocios inmobiliarios familiares él y a ser una madre de familia normativa ella, con tres hijos más o menos de nuestra edad que tienen, y seis nietos.

Ahora -decían- los hippys son de pacotilla. Parecen los extras de una mala película. Son más falsos que un duro sevillano -afirmaban-.

Cuando ya habíamos tenido un par de conversaciones, Rocío, con mucha naturalidad, le pregunto a ella si habían mantenido una vida sexual abierta después de la experiencia hippy.

Le respondió entre risas.

-Nena… ¡Eso da para una respuesta sencilla pero con explicación muy complicada!

Durante un buen rato comentó que su generación había vivido realidades muy diferentes a las anteriores y a las posteriores. Ellos, como otros jóvenes criados en “familias de orden” habían encontrado en aquella experiencia una fuga de una cultura que les ahogaba. El mundo estaba cambiando y en sus familias no lo sabían. Seguían con misas y novenas, maldiciendo las minifaldas e imponiendo una forma de vida anacrónica para los tiempos que corrían. Ella -decía- lo tenía todavía peor, porque un hermano de su madre era un importante clérigo, que albergaba pretensiones de ser un príncipe de la Iglesia.

Se habían “liberado” marchando a tocar la guitarra al atardecer y fumándose unos cuantos porros, huyendo del patrón de vida marcado por unas pautas odiosas para ellos. En España estaban muy lejos de Woodstock, pero sí bajo su influencia. Era una fuga.

Follaban, hablaban, reían, se divertían, fumaban…

Y se aburrían.

Había dos caminos. Cronificarse en un sistema de vida que difícilmente puede sostenerse durante décadas, o volver a sus vidas de siempre.

Las familias inteligentes, que habían comprendido que sería una aventura pasajera, que no cerraron las puertas a su recuperación, que tuvieron la paciencia de esperar a que se les pasase la fiebre, que incluso financiaron la aventura enviándoles dinero con el que mantenerse, recogieron de nuevo a sus vástagos, recuperándolos para siempre, reintegrándolos otra vez a sus rutinas familiares.

En aquellos cuatro años y medio, en materia de sexo, habían hecho de todo. Tener relaciones en grupo, relaciones hetero y homosexuales. Guiados por la idea del amor universal, incluso habían experimentado compartir sexo con otros seres de la naturaleza…

Como anécdota explicaba que un gurú con aspecto oriental (años después supo que era de un pueblo de Teruel) les había visitado predicando las maravillas del sexo energético, una serie de mantras y técnicas especiales para la perfecta comunidad con el propio y superior ser. Sin duda él había alcanzado cualidades muy especiales, porque en tres días que compartió con su comuna se cepilló en las horas del atardecer a la totalidad de las mujeres que la componían -siete-, que lo vivieron como una experiencia mística, como un privilegio excepcional… y a dos de los hombres -uno de ellos su marido-, sin que los otros nueve pertenecientes a la comuna se prestaran a “disfrutar” aquel estado de perfección del espíritu, insuflado por la prodigiosa capacidad del gurú para mantener su verga tiesa durante horas.

Ellos se lo habían perdido -decía con seriedad- porque los que lo habían probado, chicos y chicas, habían coincidido en manifestar que habían experimentado la mejor y más completa relación sexual de sus vidas. Puede que fuera así -añadía- por la capacidad de sugestión del mañico, pero incluso una de las chicas afirmaba que se había trasladado a un nuevo estadio de conciencia, en el que vivió un trance de perfección total, mientras que otra había llegado a perder el conocimiento, cayendo desvanecida sin recuperar la conciencia hasta diez horas más tarde, después de una serie de quince o más orgasmos ininterrumpidos de intensidad creciente.

Así que, al volver a su vida anterior, borraron aquel periodo de su pasado, del que sólo les quedaron -explicaba jocosa- los tatuajes. Se convirtieron en una familia normativa más, como cualquier otra, con las costumbres y hábitos de cualquier otra familia.

-Como familia normativa -comentaba mientras su marido escuchaba en silencio y sonreía con sincera naturalidad- en la que él se dedica a los negocios y yo a mis labores, estoy segura que él ha tenido aventuras con algunas mujeres, pero no me ha importado nunca porque nunca ha faltado en nuestra casa, siempre ha estado con su familia, y lo que pudiera hacer con ellas ya lo habíamos hecho los dos antes… y un polvo no es más que un polvo.

Completó la explicación entre más risas.

-Y yo no he tenido ninguna aventura. Comprenderéis que después de lo del gurú turolense dándome toma que dale durante horas frente al mar en el atardecer, y tenerme en una nube de placer y de regeneración de energía de nosecuantos chacras por hora, ya no me quedaba nada mejor para disfrutar.

En ese contexto de conversación, Rocío preguntó por algo, sin preguntar, también muy dulce y claramente.

-El otro día me mirabas de forma muy especial.

Nuestra interlocutora (no diré su nombre y no quiero ponérselo falso) sonrió y respondió de inmediato.

-Me recordabas a alguien. Desnuda, recibiendo el sol en todo el cuerpo, con las piernas abiertas frente al mar, sintiendo el aire correr sobre la piel, con el pelo recogido y con una sonrisa en los labios.

Rocío la miraba -yo también- con una expresión de interrogación.

-Ella era un poco más mayor que nosotros, muy poco, pero parecía mucho más. Fue la que nos introdujo en la comuna y la primera mujer con la que tuve una relación sexual. La primera vez que la vi estaba exactamente como estabas tú en ese momento.

Fue más allá Rocío en sus preguntas, pero con la habilidad natural que tiene para no resultar ofensiva, y con la sinceridad con la que aquella mujer se había expresado, resultaba bastante normal la pregunta.

-¿Me deseaste?

La respuesta, en la línea de sinceridad que había mantenido, resultaba incluso emotiva.

-Sí, un poco sí. El deseo se pierde bastante con la edad, aunque no todo. Luego se lo hice pagar a él -volvía a reír con ganas-. Pero más que deseo sentí añoranza de aquellos años jóvenes. Disfrutad de la vida. Es muy corta.

Más tarde, Rocío y yo nos escapamos, pasada la medianoche y después de la cena y una copa, a la playa.

Debe permanecer allí el espíritu del gurú follador aragonés y falso hindú porque, a imagen y semejanza de sus visitas a aquella comuna, mi mujer y yo estuvimos fornicando frente al mar durante más de una hora, cubiertos de posibles miradas indiscretas por unas pocas rocas y algunos arbustos de romero, sabina y enebro, sentada ella sobre mi vientre, sin cambiar la posición en todo el tiempo, abrazados y manteniendo el ritmo constante, con la cadencia de un mantra cansino, adaptado de forma natural al tenue sonido del mar en olas apenas perceptibles, sin que en ningún momento se aflojara la dureza de mi sexo, en la penetración más duradera que recuerdo haber tenido jamás.

Sin que en ningún momento dejara de sentir la suave respiración de mi Rocío junto a mi oído, completando el universo de experiencias sensoriales de aquel momento.

Creo que, cuando sea un viejito desmemoriado incapaz de reconocerse a sí mismo, si llego, todavía mantendré el recuerdo de ese lugar, esas caricias y ese sentimiento.


porque en tres días que compartió con su comuna se cepilló en las horas del atardecer a la totalidad de las mujeres que la componían -siete-, que lo vivieron como una experiencia mística, como un privilegio excepcional… y a dos de los hombres

Me quito el sombrero ante el gurú turolense,.... un verdadero crac, ja, ja,... siete de siete y en solo tres dias,... madre mía y lo que tenía que ser Ibiza en aquel entonces.
 
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