El ginecoloco

MikelMontenegro

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27 Abr 2024
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El Centro Periférico de Especialidades Francisco de Asís era el nombre técnico con que se había rebautizado al viejo ambulatorio Distrito Sur cuando este pasó a formar parte del Hospital Virgen del Carmen. Se trataba de un edificio de planta circular y cuatro pisos levantado a principios de los setenta, con un patio central a cielo descubierto presidido por una fuente ornamental. Visto desde el aire, el centro de salud que ahora albergaba consultas externas y de diagnóstico parecía un enorme pastel de ángel hecho de ladrillo blanco.

Cristina subió los escalones que daban acceso al hall principal y una bocanada de aire frío le dio la bienvenida. Mientras en el exterior las ruedas de los vehículos se derretían sobre el asfalto, el aire acondicionado convertía el vestíbulo del Francisco de Asís en una enorme nevera. Se frotó los brazos entrecruzados y examinó la espaciosa recepción. ¿Cuándo había estado allí por última vez? Quizás con diez años, cuando su madre la llevó al oftalmólogo tras haberse despertado una mañana con la visión borrosa. Excepto la denominación, pensó, el viejo edificio no había cambiado nada desde entonces. Estaba segura de haber visto en Cuéntame hospitales más modernos.

David entró tras sus pasos después de apurar el cigarrillo. Agradeció con un bufido el frescor que se adhería al polyester de su camiseta del Real Madrid y se repeinó el tupé. Lo primero que le llamó la atención del vestíbulo fue la máquina expendedora de bebidas frías. Estaba sediento y no tardaría en hacer uso de sus servicios. Mataría por una Coca-Cola. Después se fijó en la cantidad de cajas marcadas a rotulador que se almacenaban en lo que antaño fue un ascensor y en la de desconchones que mostraba el alto techo. Por un módico precio, echó cuentas, podría darle tres manos de pintura a aquello.

Al no encontrar las indicaciones que buscaban en los rótulos informativos, Cristina y él se dirigieron al mostrador. Al otro lado, un vigilante de seguridad, de mediana edad y aspecto descuidado, consumía absorto resúmenes de la final de Champions en Tik Tok. Ni se había percatado de la presencia de la pareja. Los viernes por la tarde la mayoría de las consultas estaban cerradas y las citas se concentraban en dos o tres servicios. Poco trabajo y menos ganas de trabajar, sobre todo en días tan calurosos. Pero en cuanto levantó la mirada se desentendió del teléfono y se puso en pie como un autómata. El corazón le había dado un vuelco. La chica que tenía enfrente era la más bonita de cuantas había visto en mucho tiempo. ¡Menuda aura desprendía! ¡Y cómo caminaba! Parecía sacada de un anuncio. Nada que ver con las viejas lisiadas y las yonquis del barrio con las que había tenido que bregar toda la semana. Más alta que él, de cintura estrecha y caderas femeninas, debía de haber soplado poco más de veinte velas. Lucía un veraniego y escotado vestido azul con botones frontales y unas sandalias de cuña alta. Un bolso de rafia colgaba de su hombro. Tenía los ojos verdes, una nariz fina y bien proyectada y la piel bronceada, aunque lo que más le llamó la atención fue su larguísima melena. No solo por la forma en que se vertía sobre su espalda, sino por el color de su pelo, de un fucsia oscuro que se descoloría ligeramente hacia las puntas en matices rosas y morados.

—Hola, buenas —saludó ella tímidamente—. ¿Sabría decirme dónde queda la consulta 3?

El tipo, muy metido en su papel, sacó pecho y metió barriga, lo que le obligó a recolocarse el cinturón. La porra al cinto bailó. Se quiso mostrar resolutivo:

—Faltaría más. ¿De qué servicio?

—Ginecología —respondió ella con un hilo de voz.

—Escaleras abajo y luego a la izquierda.

El vigilante aprovechó que la chica giró la cabeza hacia las escaleras que le señalaba para lanzar una fugaz mirada a su escote. «Qué pedazo de bongos, mi madre». Los dos botones superiores del vestido quedaban desabotonados y los otros dos permanecían cerrados a la altura de su abdomen, unos centímetros más arriba de la hebilla de un cinturón trenzado. Bajo los tirantes de la vaporosa prenda, pudo apreciar, asomaban otros más finos y transparentes.

—Mil gracias —correspondió amable regalándole una sonrisa.

Tras una reverencia, el vigilante de seguridad persiguió con la mirada el contoneo de sus caderas y el vaivén de su culo. De cometerse un delito aquella tarde, ni teniendo la Policía al novio como único sospechoso hubiera sabido reconocerlo.

En el sótano una enorme cristalera circundaba, como ocurría en las tres plantas superiores, toda la pared interior del edificio, facilitando la entrada de luz natural a las salas de espera. El jardín al que daban los ventanales, apreció Cristina, debía de llevar años sin recibir el menor cuidado. Solo malas hierbas y musgo parecían nacer entre las grietas del enlosado y el cemento fracturado. ¡Y la fuente seguía sin expulsar chorros de agua! La imagen era la misma que recordaba haber visto de niña. Como si durante más de una década nadie hubiera podido encontrar la llave de la puerta que daba acceso a aquel patio interior para adecentarlo.

—Esto está muerto, joder —apuntó David—. Ni siquiera llega el fresquito del aire acondicionado.

Seguía los estudiados andares de su novia, entretenida leyendo el rótulo de cada una de las puertas al otro lado de las bancadas. Consulta 12, consulta 11, consulta 10, consulta 9...

—Aquí es —dijo al llegar a la zona de espera correspondiente a las consultas 2 y 3, pertenecientes al Servicio de Obstetricia y Ginecología. La consulta 1 quedaba al otro lado de una de las mamparas de cristal opaco utilizadas para separar cada servicio y no pudieron leer el nombre que rezaba sobre el rótulo. Tampoco importaba.

Se sentaron en la primera fila de asientos y echaron un vistazo al entorno. Solo una pareja mayor aguardaba frente a las puertas de la consulta 9, la de digestivo. El resto del hemiciclo que dominaban desde la visual que les ofrecían los ventanales a sus espaldas, vacío. En la otra mitad, dedujeron, el panorama debía de ser igual de desolador. O de reconfortante, si comparaban aquella calma con el siempre estresante Virgen del Carmen.

—Qué tranquilo está todo... —anotó ella.

—Lo que yo te diga, Cris: ni el tío Wally. Me llevo esa tele que está ahí colgada y no se entera nadie. ¿Crees que el segurata va a salir corriendo detrás?

Cristina le regañó con un pellizco . A veces le parecía mentira que David tuviera veintisiete años.

—Lo que podrías hacer es traerte un poco del microclima de arriba.

Al abanicarse con la tela desabotonada del escote, dejó entrever el sujetador push-up y David le buscó la mirada:

—Esas dos son mías, ¿eh?

Su novia le hizo un desaire con la palma de la mano y él lo entendió como un: «vete a la mierda». Resignado, sacó el teléfono del bolsillo trasero del pantalón y se sumergió en la red social Instabloom fingiendo indiferencia.

Eran casi las cuatro y media de la tarde, hora a la que estaba citada, y Cris estaba nerviosa, aunque se esforzaba por disimularlo. Tanto como el hecho de tener que aguantar de buenas a su novio. Hubiera preferido ir sola. O con Fátima. Menos presión y menos explicaciones. Pero él se había emperrado. Así, después de la consulta se irían directos a su casa y terminaría de hacer las maletas. Con un poco de suerte, si todo iba bien, hasta le podría echar el primer polvo en demasiados días. Ella, en cambio, no tenía la mente en Zahara, donde irían a pasar un fin de semana de desconexión. Mucho menos en follar, por muchas ganas que tuviese acumuladas. Durante las últimas dos semanas no había parado de darle vueltas a la cita médica a la que debía enfrentarse. Ni al motivo que la había originado, aunque ese era otro cantar. Era la segunda ocasión que visitaba a un ginecólogo y la incertidumbre la carcomía por dentro. Porque a pesar de que las motivaciones presentes se asemejaban en lo esencial a aquella primera visita ginecológica al doctor Menéndez, íntimo amigo de su madre, allá por los comienzos de un 2020 que no tardaría en tornarse pandémico, el trasfondo ahora era completamente diferente. A algo se había tenido que agarrar.

La puerta de la consulta 2 se abrió y asomó medio cuerpo una enfermera que, según calculó Cris, debía de ser mayor que su madre.

—¿Cristina Barros Molina?

Ella asintió y echó mano del bolso. La mirada curiosa de David se despegó de la pantalla del móvil y se perdió más allá del umbral de la puerta.

—¿Tiene el...? —Cristina no la dejó terminar. Se levantó y le tendió el volante. La mujer lo hojeó por encima—. Muchas gracias. En cuanto salga la paciente que está dentro puede pasar, ¿vale?

Cris le dio las gracias sin poder evitar que se le encendieran las mejillas. Un nudo se le cogió al estómago y estrujó con disimulo el bolso en su regazo. Los nervios apretaban. Si no hubiera estado presente su chico a bien seguro se le habría escapado un largo suspiro. Pero no quería mostrarse dubitativa frente a él. Haría más preguntas. Y lo que menos deseaba era que aquella visita para «saber qué narices pasaba con los desbarajustes de su ciclo menstrual», como le había dicho, levantara sus suspicacias.

—¿Todo bien? —preguntó David posando su mano sobre el muslo desnudo de su novia. Había guardado el móvil en su bolsillo trasero y se esmeraba en mostrarse tranquilo.

—Todo bien —respondió ella dándole un pico conciliador.

—¿No quieres que entre contigo?

Ella negó con la cabeza y sostuvo con tono de forzada paciencia:

—Ya hemos hablado de eso.

Lo habían hablado el martes. Y el miércoles. Y el día anterior. También aquel viernes por la mañana. Le había dicho que el médico no le dejaría pasar, pero como sabía que aquella excusa se caería por su propio peso si David pedía permiso para acompañarla, le había explicado, además, que se sentía más segura y confiada hablando de «sus cosas» si estaba a solas con el profesional. No le mentía, al fin y al cabo. Él aceptó de mala gana, no sin darle vueltas a lo que pudiera dar lugar la consulta. Cristi era demasiado atractiva —y demasiado de su propiedad— como para acabar expuesta frente a un desconocido, por mucho titulito universitario que tuviera el menda. Solo esperaba que el estudio, o lo que fuese que debían hacerle a su bomboncito, no derivase en la necesidad de exploración física alguna.

Lo que Cristina no le había contado, entre otras cosas, es que había movido cielo y tierra para conseguir una cita con el doctor Andrade. Un poco de sobreactuación tras los resultados del análisis de sangre que le había mandado su médica de atención primaria para comprobar que, efectivamente, tenía anemia y ciertas dosis de persuasión frente a la administrativa que daba las citas, conocida de una conocida. ¡Necesitaba que la derivasen al servicio de ginecología! No era solo la confianza que le ofrecía la reputación del ginecólogo, culpable de que tanto su agenda en la sanidad pública como las del consultorio privado que no podía costearse tuvieran cubierto el cupo hasta después de verano; tampoco la encarecida recomendación que le había hecho de él su amiga Fátima, aunque esta le hubiera servido para oír de Carlos Andrade por primera vez. Había otro motivo más particular. El doctor Andrade, además de ginecólogo, era sexólogo clínico y dirigía diversos equipos de investigación a nivel nacional, además de presidir varios organismos médicos. Cris lo había leído en Google para acabar convencida de que aquel hombre estaba de sobra capacitado para tratar su problema. Uno de ellos, al menos. Cuando la conocida de su conocida contactó con ella dos semanas atrás para avisarla de que se abrirían tres citas la tarde del último viernes del mes, tres y media, cuatro y cuatro y media, vio el cielo abierto.

David soltó un suspiro. Si Cristina decía que no, era que no.

—Como quieras —cedió él.

No tuvieron tiempo de renegociar nada. La puerta de la consulta 1, situada al otro lado de la sala de espera, se abrió de golpe. De ella emergió la silueta de un tipo alto ataviado con una bata blanca que cruzó el pasillo tras el cristal opaco para, acto seguido, perderse más allá de un portón abatible sobre el que se leía:

SOLO PERSONAL AUTORIZADO


Al momento se abrió la puerta 3. La enfermera que se había asomado un instante antes despidió amablemente a una pareja de septuagenarios. Ella, muy emperifollada, lucía muchos oros y él, haciendo gala de un aspecto más campechano, una boina y un bastón de madera tallada.

—Muchísimas gracias por todo, Teresa. El doctor Andrade es un cielo.

—Lo es —corroboró la profesional—. Me alegro muchísimo de que toda siga bien, Doña Concha. En seis meses la volvemos a tener por aquí. Y a usted, si Dios quiere, Don Armando.

A Cris, a la que se le alegró el cuerpo al escuchar lo que Doña Concha decía del doctor, aquellas muestras de afecto le parecieron sinceras. Siguió con la vista a la pareja de ancianos y se preguntó acerca del motivo que les habría llevado a la consulta. A esas edades todo se complica. No tuvo tiempo de profundizar demasiado. Teresa reclamó la atención de ambos y se dirigió a la chica del cabello magenta:

—El doctor ha tenido que salir un momento. La avisaré enseguida.

Era la segunda vez que se dirigía a ella y la segunda vez que lo hacía tratándola de usted. Tenía veintidós años y acababa de terminar la carrera. Hacía poco más de un mes que se había graduado. Ni siquiera había empezado a preparar las oposiciones, mucho menos accedido al mercado laboral profesional. Todavía no podían llamarla de usted ni los críos que jugaban a la pelota en su calle, se dijo algo mosca.

—En cuanto entres voy a ir a comprarme una Coca-Cola. ¿Quieres algo? —le preguntó David.

Ella negó con la cabeza. Cuando saliera de la consulta quizás compraría un Nestéa de limón helado.

—Como quieras. —David echó mano de su cartera, de cuyo interior asomaron un par de billetes de cincuenta, revisó el compartimento de las monedas y sacó unos céntimos—. ¿Tienes un par de euros sueltos?

—Creo que sí.

En tanto abrió el bolso y rebuscó en su monedero, la figura borrosa del doctor Andrade se materializó al otro lado de la mampara de cristal tras abatir en sentido opuesto el portón que lo había visto marcharse unos minutos antes. Portaba ahora un maletín de cuero marrón. Se adentró en la consulta 1.

Llegaba su hora.

—Toma —dijo nerviosa. Él se guardó las dos monedas y dejó escapar un resuello. Tampoco había conseguido serenarse.

Se oyó una conversación en la consulta 2. A Cris le palpitaba fuerte el corazón. Luego unas risas. Bum-bum. Bum-bum. Después se hizo un silencio al que continuaron otras risas. ¿Qué estarían cuchicheando? Al cabo de un largo minuto ambos oyeron el golpe de una de las puertas internas al cerrarse. Lo siguiente que ocurrió es que la consulta 3 se abrió de par en par y apareció Carlos Andrade bajo el umbral.

—Cristina Barros es usted, ¿verdad?

Los nervios al escuchar su nombre de boca del médico la hicieron obviar el «usted». Se levantó, le dio un beso a su novio y se despidieron con un: «hasta ahora». Lo último que vio David antes de ir a buscar su Coca-Cola fue el bamboleo del culo de Cristi al perderse en la consulta.

El doctor, con un rictus de cortesía, cerró la puerta tras aquella chica tan exótica. Era mucho más guapa que en fotos, se dijo antes de echar el pestillo.


 
Que tremenda intriga hay tras esta consulta, ella quiere ser atendida por él, al parecer por su especialidad en sexología, él la ubica de fotos, el novio matando moscas...qué tramas Cristina????
 
Parece que ambos se conocen, no personalmente, pero se conocen. Él la reconoce por fotografías, osea, que Cristina tiene una red social que el novio desconoce.

Intrigante comienzo. Deseando leer la continuación.
 
2


—Lamento que no funcione el aire acondicionado. Y que no nos hayan puesto ni un pobre ventilador —dijo Carlos por toda bienvenida—. Tome asiento, por favor.

El ginecólogo le indicó a Cristina una de las dos sillas frente al escritorio. Luego bordeó la mesa, se acomodó sobre su sillón de dirección y tecleó algo en el ordenador. El ritual de siempre.

Carlos Andrade era un tipo espigado, de rostro anguloso, barbita recortada y densa cabellera trigueña. Usaba unas estilosas gafas con montura de carey y vestía camisa a cuadros y pantalones grises bajo la bata blanca. Su imagen destilaba cierta sofisticación. A Cris, hecha un manojo de nervios, su aspecto y sus rasgos, más varoniles que los de la foto de Google, le recordaron a quien ya no debía recordar. Esa semejanza, no obstante, le resultó atractiva en algún plano de su subconsciente sepultado bajo la tensión del momento.

—Muchas gracias, doctor. Por cierto, si no le importa... puede tutearme —le pidió Cristina al tomar asiento. Quiso confesarle que no llevaba bien ni el calor ni que se dirigieran a ella de usted, pero el mismo nudo en el estómago que le impidió exteriorizar la satisfacción de tenerle enfrente coartó su naturaleza espontanea. Se limitó a cruzar las piernas, comprobar que el iPhone estaba en silencio dentro del bolso y a repeinarse la cabellera fucsia. Tenía los pómulos encendidos, la mirada inquieta.

—Entonces usted... Quiero decir: entonces tú a mí también —se corrigió después de apartar la vista de la pantalla para dirigirse a su joven paciente—. Dejemos de lado los aburridos tratos protocolarios y demás formalismos. Soy Carlos, a secas. Encantado, Cristina.

La locuacidad de la que hizo gala le resultó simpática a la veinteañera, que dejó escapar una tímida sonrisa. A pesar de su currículum y posición, se dijo, aquel hombre de cuarenta y tantos se mostraba cordial y cercano. Exactamente como le había dicho Fátima que sería, y también como se decía que era en el foro de medicina. Dio por hecho que así debía funcionar un servicio tan delicado como aquel. Intimidad y empatía. Por eso no habría invitado a David a la consulta, aunque ella no le hubiera permitido acompañarla, y por el mismo motivo la enfermera aguardaba en la habitación contigua.

—Un verdadero placer —correspondió ella en tono agradable.

Carlos–a–secas esbozó una sonrisa de cortesía antes de dirigir de nuevo la mirada al monitor. La chica insegura sentada al otro lado de la mesa era preciosa. Qué bien se veía al natural aquel exótico color de pelo. ¡Y vaya cuerpazo bajo el vestido! Debía de comenzar a dosificar el entusiasmo creciente si no quería que la estrategia se le fuese de las manos. Evitando toda distracción visual, hizo un par de clics de ratón. En los cristales de sus gafas se reflejaron entonces el informe de derivación y el historial médico de Cristina que mostraba el programa del Sistema Autonómico de Salud.

Enfrentó el siguiente acto con determinación, como exigía su código.

—Veamos... Cristina Barros Molina, natural de Almería y nacida el 30 de marzo de 2002. Oye, ¡pero qué jovencita! —Carlos pareció sorprendido, pero lo cierto era que conocía su edad, como otros muchos aspectos de su vida, desde hacía días. Fue uno de los motivos principales que lo había llevado a seleccionarla. Aun así, aquel teatrillo estudiado para romper la barrera doctor–paciente tenía un hondo poso de razón: Cristina no solo era una cría joven, también era fruto del nuevo milenio. Aquel dato, un regusto agridulce que días atrás le hizo sentirse mayor, volvía a repetírsele. Él, que nació en 1979, ya había vivido lo suyo cuando Cristina no era más que una bebé de carrito y tacatá.

—Veintidós añitos ya —puntualizó ella convencida de que, si bien no merecía el trato de usted, tampoco el de una niñata. ¡Era graduada universitaria! Y al pensar en su nuevo estatus académico, no pudo evitar esta vez pronunciar mentalmente el nombre que debía olvidar: Oliver. El motivo de que estuviera en aquella consulta.

Andrade se sonrió. Luego retomó su papel:

—Toda una mujercita, claro que sí —dijo con un suave cabeceo—. Vamos a adentrarnos en el parte de la doctora Villalobos. Conozcamos los motivos por los que estás aquí, si te parece —propuso imprimiendo a sus palabras la máxima formalidad.

Omitió los datos superfluos de procedencia y se ciñó a la razón de la deriva y las propuestas clínicas. Siguió leyendo en un susurro diligente. Ella entrelazó las manos sobre el bolso a su regazo y se concentró en las palabras del doctor.

—La paciente referencia SMA (Sangrado menstrual abundante) desde principios de año... bla, bla... SPM (Síndrome premenstrual) desde la misma fecha acompañado de leve mastalgia… ajam... así como dismenorrea primaria... Bien... La analítica prescrita en fecha... muy bien... presenta hemoglobina baja y alteraciones en... genial... Vale, una bonita anemia... —dijo para sí restando importancia a la afección—. El análisis de orina no revela trastornos en... bla, bla... Genial... Del mismo modo, la paciente informa alteraciones del flujo vaginal previa al coito en etapa ovulatoria que varía en función de... ble, ble... No hay antecedentes familiares de... ajam, magnífico... ni operaciones quirúrgicas... —Los ojos pardos del doctor se movían veloces tras las lentes—. Se propone exploración ginecológica al mencionar una herida sangrante producida durante...

Carlos Andrade, que ya había leído y estudiado aquel informe hacia una semana, se mostró sosegado. Incluso se permitió el lujo de releer y memorizar el último párrafo, que no leyó en voz alta. Era la guinda. En cambio, a Cristina las manos se le cerraron de súbito al escuchar «exploración». El pegajoso calor de la estancia le pareció que se agravaba. Se humedeció los labios con la lengua y dijo:

—Bueno, creo que debería matizar algún punto de los que traté con la doctora...

Cris debía aclarar, más que matizar, un par de puntos de los mencionados. Sobre todo por suavizar unos padecimientos que se había encargado de dramatizar para conseguir la deriva a Ginecología. Pero todo a su debido tiempo. La atención del médico estaba en la pantalla. Carlos debía hilar fino si quería cumplir el objetivo completo.

—Ahora pasamos a las matizaciones y me cuentas, Cristina. Vamos a ver la analítica y la orina...

El doctor abrió el archivo y ojeó los resultados del análisis de sangre. Esos que también conocía. La hemoglobina no era el único valor por debajo de lo normal, pero nada en absoluto preocupante ni que pudiera relacionar con los diagnósticos anotados por la médica de cabecera. ¿Quién no tiene carencia de vitamina D? Echó un vistazo rápido a los resultados del análisis de orina y después al historial clínico. Ya sabía que no había nada llamativo. Sí le había resultado extraño, en cambio, comprobar que aquella fuese su primera visita ginecológica. Sobre ello se interesó:

—Dime algo, Cristina. ¿Es esta tu primera consulta ginecológica? No consta ninguna otra en tu historial.

Ella, dispuesta a abrirse a la verdad con cautela, le habló sucintamente de la primera visita al ginecólogo privado al que la llevó su madre hacía cuatro años.

—¿Hubo algún motivo concreto para visitar al ginecólogo en aquella ocasión o simplemente acudiste por consejo de tu madre? —Se ahorró explicarle los casos en que una mujer debe visitar a su ginecólogo. Tenía veintidós años y los conocería de sobra.

—A ver. En mi caso fue por la anemia que me detectaron cuando me estaban haciendo otro estudio. Mi madre puso el grito en el cielo con el tema de la hemoglobina. Llevaba un par de años con molestias cada vez que me bajaba y el sangrado excesivo era habitual durante un par de días. A veces, no siempre, llegaba a sangrar entre periodos, aunque muy poquito en estas ocasiones. ¡Podía llevar años padeciendo anemia sin saberlo!

La anemia. Las molestias premenstruales. Un sangrado abundante pero no preocupante y otro testimonial a destiempo. Cierto. Pero, por encima de todo, el motivo inmediato por el que acabó en el ginecólogo fue el haber sido pillada cabalgando al entrenador del equipo de fútbol en que jugaba su novio de entonces. A su tía, que fue la que la pilló, le iba a dar algo al verla botar sobre aquel cuerpo tatuado que reposaba en la cama de su yaya. Al enterarse, su madre puso el grito en el cielo, y de verdad. Menéndez, aquel señor viejo, seboso y antipático, a petición de su progenitora, sería el que la pusiera al tanto de la proliferación de las ETS y la intentase persuadir de repetir riesgos con chicos tan mayores y promiscuos. Se salvó a lágrima viva de la tan temida exploración y posterior citología para acabar recurriendo a un autoexamen de farmacia que descartaría la presencia del VPH en su organismo.

Aquel pequeño desliz sexual se cuidó de mencionarlo. Sabía que cabía la posibilidad de que floreciera otro percance parecido y debía cuidar su imagen. Ya no era una niñata.

—Muy semejante a tu cuadro clínico actual. ¿En qué derivó aquello?

Cristina prosiguió seleccionando con bisturí la información que debía ofrecerle a Carlos Andrade.

—Cambios en los hábitos alimenticios, una dieta estricta y suplementos con hierro, además de vitaminas de todo tipo. Ah, y un chute de ibuprofeno cuando la visita de mi amiguita mensual golpeaba fuerte.

Aquella expresión le sacó una sonrisa al doctor. A Cris, de manera breve pero más consciente que antes, le pareció un hombre atractivo. Bonita dentadura, ancha mandíbula, buen mentón. ¿Cómo no se había fijado en tales detalles al ver su foto en internet? De haber llevado más allá su percepción, se habría llegado a plantear por qué Fátima, personificación de la diosa de los chismes, tampoco había hecho mención a su físico cuando habló maravillas de él. Fátima conocía perfectamente la secreta debilidad de Cristina por los maduritos interesantes y no eran raras las charlas en que acababan abordando este tema y sus ramificaciones más evocadoras.

—¿Mitigó el ibuprofeno esos dolores?

Carlos se había acodado a la mesa y entrelazaba los dedos de una mano con la otra. Escuchaba de manera proactiva a Cris, concentrado y con actitud paciente. Se permitía, cuando la mirada de la chica se perdía entre explicaciones en algún punto inconcreto de la estancia, alguna que otra relampagueante mirada a sus piernas y a su escote, que comenzaba a emitir cierto destello provocado por las minúsculas perlas de sudor que escapaban de sus poros. Le parecía una chiquilla deliciosa, genuina, cargada de un morbo por explorar. Recrearse en lo obvio y fantasear con los detalles que iba descubriendo pregunta tras pregunta le provocaba un permanente estado de excitación controlada. Era una de las mejores partes del ritual.

—Quizás al principio. Mi madre volvió a contactar con el doctor Menéndez y acabó prescribiéndome las anticonceptivas —contestó sin dejar de gesticular con las manos, detalle que al doctor le resultaba muy femenino, como sus largas uñas—. Empecé con las Avissio®, las más suavecitas, y todo fueron ventajas, la verdad. Ciclo regulado, nada de manchar entre regla y regla, desaparición casi total de las molestias en los pechos y de la hinchazón de la tripa durante la menstruación...

También ventajas en los aspectos más íntimos de su vida, porque si el doctor Menéndez pensaba que iba a reprimir sus ganas de disfrutar del mayor de los placeres, fuere con su novio futbolista o no, andaba listo. Pero eso tampoco lo mencionó.

—Entiendo. Era lo esperable. ¿Sigues tomándolas? —preguntó mientras se recolocaba el puente de las gafas sobre la nariz.

—Ese es uno de los temas que quería tocar. —Los colores se le subieron sutilmente a los pómulos—. En la actualidad las sigo tomando tras haber hecho algún descanso, pero creo que mi cuerpo no las tolera como antes. En ocasiones algo de sangrado aparece entre ciclos, y he vuelto a padecer algún malestar, como calambres en el vientre o molestias leves en los pechos cuando me va a bajar. —Al decirlo, tuvo que reprimir el movimiento con que sus gesticulares manos se dirigieron instintivamente a sus tetas—. Y luego está lo de los cambios en mi estado de ánimo. Los días previos a «mis días» paso de la risa al llanto y de la euforia al abatimiento en un... —Cristina chasqueó los dedos de la mano derecha y Carlos sonrió sin perder detalle de cada movimiento—. Tengo amigas que han pasado por lo mismo y al cambiar a las Yassai® han notado una mejoría enorme, sobre todo en el tema de tener las hormonas revolucionadas...

Esta vez la sonrisa del doctor mostró un cariz paternalista, aunque fuese de todo menos eso. Todas las chicas querían las Yassai® por ventajas que poco tenían que ver con las aplicadas al ciclo menstrual. La mayoría, leyenda urbana.

—Ay, las amiguitas. ¡Las amiguitas y Google, mejor dicho! ¿Para qué estamos los médicos, mujer?

Cristina hizo un divertido mohín y se encogió de hombros, lo que provocó que sus pechos bailaran discretamente. Si la doctora Virginia Villalobos no había querido recetarle las Yassai®, con más beneficios y con menos efectos secundarios que las Avissio®, tendría que ser Carlos Andrade el que firmara su consentimiento en forma de receta electrónica.

—Bueno, me fío más de mis amigas que de internet. De ser cierto todo lo que he leído, creo que llevo muerta un par de años y no me he dado cuenta por ser tan despistada. —Carlos contuvo una carcajada. Guapísima y divertida—. Menos mal que estáis los médicos, sí.

—Siempre que quieras martirizarte, visita al doctor Google, ¡nada mejor para tener ansiedad! —añadió el ginecólogo antes de continuar con tono más formal—. ¿Estás tomando alguna medicación a día de hoy aparte de las anticonceptivas? ¿Suplementos alimenticios? ¿Vitaminas? ¿Algún tratamiento?

La charla había amortiguado muchos de los nervios y miedos que azotaban a Cris. Aquel madurito parecía majo.

—No, nada.

—Estupendo. Pues dame un segundo. —Carlos dejó escapar un resuello y giró el cuerpo sobre el sillón de cuero. Agarró el maletín marrón, que descansaba en el suelo, y lo colocó a un lado de la mesa. De él sacó un cuaderno de piel oscura del que asomaban notas, fotos y viejos recortes. Lo abrió por la página que marcaba el separador: la ficha «Cristina Barros – La deidad fucsia». Luego extrajo una estilográfica de uno de los compartimentos del maletín y comenzó a hacer anotaciones. Levantó la mirada al monitor y escribió sin parar. Repitió el gesto un par de ocasiones hasta completar la página y dejó la libretilla abierta en la siguiente hoja en blanco. Entretanto, había consultado la hora en la esquina inferior derecha de la barra de tareas. Se calculaba, como mucho, una hora y cuarto si no quería pillarse los dedos. Después comenzarían sus vacaciones, irremediablemente. Era un tiempo algo justo para completar la misión, pero debía hacerlo bien a la primera.

Cristina aprovechó el silencio que rompía la estilográfica al rascar el papel para echar un vistazo distraído a su alrededor. Leyó alguno de los lomos de los libros de medicina que descansaban en las repisas del mueble a espaldas del doctor, le echó un vistazo a los pósteres del aparato reproductor femenino colgados de la pared, al negatoscopio junto a un pequeño lavabo y lo que parecía ser un refrigerador, a la puerta cerrada que daba acceso a la consulta 2... En el tabique que daba al exterior, a su izquierda, observó un mueble con archivadores junto a una báscula mecánica con estadiómetro y un biombo de tres piezas que ocultaba una camilla y un ecógrafo. En la parte superior, un doble ventanal de apertura abatible, alargado y estrecho, asomaba a pie de calle, quizás a alguna zona cerrada y sucia del recinto hospitalario. A sus espaldas, y no necesitaba voltear la vista porque fue lo primero que vio al entrar, descansaba el sillón de reconocimiento ginecológico, con esos soportes reposapiernas y estribos tan temidos.

El doctor sacó de su ensimismamiento a Cristina interesándose por los episodios de SMA y SPM que mencionaba Villalobos en el informe.

Ella aprovechó para hacer ciertas apreciaciones superficiales. No quería extenderse.

—Lo cierto es que no son tan dramáticos como hace cuatro años, ni en dolor ni en volumen de sangrado. Me he acostumbrado a usar los Tampax Super Plus y no hay pérdidas. Pero bueno, ahí están, claro.

La escueta respuesta era su manera de evitar que la consulta se centrara en aquello a lo que había tenido que recurrir para alcanzar su objetivo pero que no le interesaba en realidad. Un poquito de anemia y otros males siempre la habían acompañado. Como al resto de sus amigas y como al resto de las mujeres del planeta. Con que le recetara las anticonceptivas, suficiente para dar por concluida la primera parte.

El médico, a la sazón, acabó restándole importancia al cuadro anémico. Sabía perfectamente que estaba sana. Sanísima. Lo sabía desde hacía días. Hasta llegó a plantearse la verdadera naturaleza de su visita, lo que abría una vía a la incertidumbre que tanto le excitaba. Igualmente, por curarse en salud antes de proponer nuevos exámenes clínicos para descartar la presencia de dolencia maligna alguna, Carlos se decantó por un hemograma en la fecha que anotó en su historial y otro más veintiún días después. También, como hubiera hecho un buen profesional, solicitó una ecografía transvaginal y una exploración ginecológica, aunque no se lo mencionó para no saturarla de exploraciones. Cris se mantuvo atenta a toda explicación que el doctor Andrade le brindaba en tanto escribía. No puso objeción alguna cuando le recetó unas píldoras que la iban a atiborrar de hierro, vitamina C, B12 y un montón de suplementos, además de unos fármacos presentados en sobres que contenían antiinflamatorios no esteroides que debían aliviar, junto al tratamiento que le prescribiría a continuación, las molestias físicas y psicoemocionales premenstruales.

—Respecto a la dismenorrea, las molestias en las mamas, la hinchazón del vientre... cambiaremos también a las Yassai®... —Ella se sintió gratamente complacida. Gracias a ellas sus amigas lucían una piel libre de acné e imperfecciones—. Seis meses. Si continúan las molestias, pides cita y lo valoraremos.

Al doctor le encantaba usar ese plural de modestia con el que se sentía uno de ellos. Le daba tanta profundidad a su juego como la emisión de un diagnóstico, el recetar un fármaco o tratamiento o trazar un calendario de pruebas. Se sabía bueno. Muy bueno. Y esa marca de profesional impecable era a la vez su mejor baza y coartada.

—Me parece estupendo...

—Y antes de pasar a la revisión —dijo al fin, deseoso de dar inicio a la parte clave del ritual—, háblame de lo que hemos dejado para el final. —Carlos bajó la mirada a sus anotaciones, como si necesitara leerlo, y habló—: Las alteraciones en el flujo vaginal, algo que puede o no estar relacionado con las anticonceptivas que has estado tomando, ya que no creo que tus niveles de estrógenos sean bajos, y esa heridita sangrante que aparece en el informe fruto de cierta práctica sexual.

A Cristina la invadió un vértigo pasajero. Práctica sexual. Maldijo a Oliver. Pero no había marcha atrás: llegaba el momento de la verdad.

—De acuerdo... ¿Por cuál empiezo? —preguntó insegura. El sudor la obligó a cruzar las piernas otra vez. La izquierda sobre la derecha.

—Tú misma.

Carlos, antebrazos sobre el escritorio y estilográfica serpenteando entre sus dedos, consultó la hora en el Apple Watch. Una hora asegurada si no hay contratiempos, se dijo. En dos horas debo estar muy lejos. A Cris aquel gesto no le pasó desapercibido y se impacientó. Todavía no había entrado en el meollo de la cuestión y la aterraba la idea de salir de allí sin respuestas. Necesitaba saber que todo estaba bien de boca de Carlos Andrade.

Se arrancó tras oxigenarse los pulmones.

—A ver, lo hablé con la doctora Virginia y me abrió un abanico de posibilidades que me creó más dudas que otra cosa —empezó diciendo para darse cuenta enseguida de que era más fácil abrirse ante una médica que ante un médico—. Resulta que durante las relaciones íntimas con mi chico... Bueno, digamos que no siempre estoy preparada para recibirle... cuando sí que debería estarlo.

—¿Para el coito, debo entender?

Cristina asintió y prosiguió tímidamente:

—Eso es. Noto que no estoy lo suficientemente... lubricada. Es la palabra.

Carlos se reclinó en su asiento de cuero negro, como si alejarse de la paciente le ayudase a ver su problema con mejor perspectiva.

—¿Es un sentir como tal o hablamos de un hecho fáctico?

—Casi siempre son ambas.

—Entiendo. ¿Esa sensación de sequedad, llamémosla así, la notas en tu día a día o solamente cuando estáis intimando? Las causas pueden ser muchísimas, como bien te comentó la doctora Villalobos. —Ahora se movía por donde más le gustaba. Y con la satisfacción de haber hecho bien su trabajo hasta el momento. Nadie podría dudar de su competencia profesional cuando desapareciera del mapa.

—Solo al intimar. Al momento del coito, concretamente —admitió ella usando la misma expresión que el ginecólogo. No entró a detallarle que su flujo vaginal estaba presente de manera constante en su vida. Y en la de sus braguitas, tangas y bikinis. Precisamente por esta facilidad para lubricar notó enseguida que algo no marchaba bien en la cama. A veces incluso tenía la sensación de que cuando David iba a penetrarla, el exterior de su vagina se deshidrataba a conciencia para que no lo hiciera.

—Entiendo que la siguiente pregunta pueda resultar un poco brusca, pero ¿te pasa cuando estás a solas?

La cuestión planteada iba más allá del interés clínico.

—¿A solas?

—Contigo misma, cuando buscas el placer en la soledad —puntualizó con muchísimo tacto.

—No, no me pasa —contestó con la boca chica. De nuevo tuvo que callarse un: «Todo lo contrario». Él se relamió la mente al saberse conocedor de que la muchacha se masturbaba gustosamente de cuando en cuando. Muchas lo seguían negando entre aspavientos. Era curioso que las más jovencitas rompiesen estos tabúes.

—Solo con tu pareja —se cercioró él, y no supo lo acertado que había estado su matiz. Se inclinó de nuevo sobre la mesa y comenzó a hacer anotaciones en la libreta—. ¿Te viene pasando esto desde...?

—No lo sé, seis, siete meses. Ha sido algo progresivo, supongo.

—Y llevas con tu chico...

—Un año y pico largo. Hacemos los dos en septiembre.

—Estupendo. ¿Sabrías decirme con qué frecuencia te sucede?

—A ver, no siempre, pero más de lo que me gustaría. La mitad de las veces en que nos acostamos, podría decir.

—Son demasiadas —advirtió él sin dejar de escribir—. Y ese estado fisiológico, digamos, ¿coincide con tu grado de excitación sexual en el momento de producirse?

Ella dudó. En realidad sí que llegaba a estar excitada al intimar con su chico, de lo contrario no accedería, aunque no al nivel deseado la mayoría de las ocasiones. Podía llegar a alcanzar un nivel de excitación mucho más intenso a solas con sus fantasías que en la cama siendo masajeada, besada y manoseada por su novio.

—Ahí anda la cosa. Hay ocasiones en que sí me noto más receptiva y mi cuerpo responde bien. Sobradamente —aclaró con énfasis—. Pero no quiere decir esto que siempre que estoy receptiva la cosa acabe... fluyendo.

—De acuerdo...

El doctor, con el monótono tono de quien lo ha explicado muchas veces, le habló del papel de las secreciones vaginales y sus funciones en el día a día. Mantienen sana y limpia la vagina, brindan protección contra las infecciones y la irritación... y también forman parte fundamental, muy fundamental, de la vida sexual de la mujer. Le comentó las diferentes formas en que se puede presentar a lo largo del ciclo menstrual, textura y densidad, y se interesó en saber si había notado cambios anormales en el olor o la consistencia, pues nadie mejor que ella podría percibir cualquier alteración en su propio funcionamiento, a lo que ella contestó que no. Ni olores raros ni tampoco una textura más densa que pudiera dificultar la penetración en circunstancias normales. Lo sabía perfectamente. Había vivido algún episodio de lubricación excesiva en fecha reciente.

—Cristina, ¿ha afectado este cambio a vuestra vida íntima de manera significativa? —De pronto habló el sexólogo que habitaba en el ginecólogo.

—Hemos cambiado algunos hábitos. He cambiado, quiero decir...

—¿Él no? —la interrumpió.

—Él se ha visto afectado por los mismos, claro. Solo que no me he atrevido a contarle nada directamente, para qué negarlo —admitió—. Aproveché uno de los descansos de las anticonceptivas para proponerle... —se detuvo al presentir que se le iba a escapar un «follar»— tener relaciones con protección y evitar tener un disgusto...

Un disgusto venía a significar que David estaba acostumbrado a eyacular dentro de Cristina y le hubiera costado la vida misma deshabituarse, aunque ella dejara las pastillas.

—Preservativos, entiendo. —Y también entendió que Cristina debía de llevar años gozando al natural.

—Sí, exacto. Digamos que añaden ese plus de lubricación que algunas veces voy a necesitar. Aunque también hemos pasado a usar lubricantes íntimos a base de agua que van muy bien —medio mintió. Los lubricantes habían comenzado a formar parte de sus juegos íntimos porque David había logrado a base de insistencia lo que ningún otro: convencerla para tener sexo anal.

Al escucharse a sí misma en voz alta una sensación de culpa la invadió. ¿Acaso era una enferma? La certeza de que en ella no estaba el problema la hizo sentir ridícula, como venía pensando de un tiempo a esta parte. Solo tenía veintidós años. Sabía que bajo un contexto normal sus funciones sexuales funcionaban de manera sobresaliente.

—¿No ha hecho tu pareja mención a este cambio de costumbres?

La respuesta, compleja, estaba relacionada con esa sensación de vergüenza que acababa de invadirla. Como llevaba observando, tal vez ella no tuviera la culpa de que los órganos sexuales que debían ser estimulados no lo fuesen de la manera correcta. Sobre todo el cerebro. Pero había más. David no solo se había vuelvo más directo —y pornográfico— con la evolución de la relación, también había perdido, por algún motivo que ella ignoraba, potencia sexual: sus erecciones, de tanto en tanto, no eran lo suficientemente consistentes como para acceder a una vagina que, si bien se mostraba carnosa y bien formada en su exterior, tenía una entrada lo suficientemente estrecha como para que la mayoría de chicos con los que se había acostado lo gozaran de lo lindo, especialmente los más dotados, capaces de dilatar su sexo hasta el punto de llevarla a otra dimensión del placer.

—Sí, sin duda. A veces surge alguna tensión cuando lo hacemos al natural, sin lubricantes... —Casi que volvió a sentirse tonta otra vez. ¿Esperaba una cura milagrosa para que los momentos de cama con su novio volvieran a ser lo que eran al principio? ¿Desprenderse del deber de tener una charla con él? ¿Echarle la culpa de que no supiera calentar su «conejito», como lo llamaba, ni medir los tiempos de una chica como ella? ¿U obviar que tal vez la culpa la comenzaba a perseguir? Podía ser que esta última cuestión fuese la que refrenaba su total entrega al novio, el maldito cargo de conciencia, lo que devolvía la pelota a su tejado haciéndola sentir tan culpable como para buscar ayuda profesional a sus espaldas.

—Resumiendo: vuestra vida sexual no es igual que antes.

—No es igual, no —reconoció. Y recordó las semanas que llevaba sin dejar que David se la follase, aunque de esto tuviese toda la culpa Oliver.

—Vale. También le echaremos un vistazo a eso. Aunque me da que es más tema de coco que otra cosa.

Hizo un pequeño inciso durante el que escribió algo en el ordenador y luego en su cuaderno. Si hubiera estado a solas, se hubiera frotado las palmas de las manos con devoción. Después adoptó una posición de meditación, los codos clavados sobre la madera y la barbilla reposando sobre los nudillos.

Arrancó mirándola a los ojos:

—Cristina, antes de proseguir, porque nos hemos adentrado en terreno farragoso y he de explorarte, me gustaría hacerte una puntualización. —Tosió teatralmente—. Más de una, si me lo permites. Estos temas son delicados —empezó a decir con la inflexión sólida de quien sabe lo que se dice—; sé lo que os cuesta a muchas chicas y no tan chicas abriros y ser completamente sinceras en consulta, delante de un completo desconocido y sin ningún apoyo emocional a vuestro lado. A veces, por este hecho que puede parecer una completa tontería, se pierde información muy valiosa. Se dan diagnósticos erróneos, se tira en una dirección que no es, no se hacen pruebas necesarias o se programan algunas que resultan inoportunas. A este respecto, debes saber que el secreto profesional os protege. Lo que se dice en consulta, en consulta se queda. Y esto es especialmente importante que se entienda cuando se viene a verme. ¿Por qué? Porque yo, no sé si lo sabes, además de médico ginecológico y obstetra, soy sexólogo clínico.

—Lo sabía, sí. —Se adelantó ella. Por eso estoy aquí, hablándote de mis flujos, se tuvo que tragar.

—Perfecto. Solo tiro de currículo para que sepas que cualquier aspecto que quieras comentar y creas entender que está fuera del ámbito de actuación profesional de un ginecólogo, también lo abarco. Cierto que no ejerzo como tal en la pública, ya que es un ámbito profesional que desarrollo en exclusiva en mi consultorio privado, pero me valgo de mis conocimientos para dar solución a cualquier problema que esté en mi mano solucionar y se derive de una consulta ginecológica.

La mirada del médico seguía clavada en los ojos verdes de Cristina, que continuaba prestando atención fielmente a lo que ignoraba que se llama manipulación psicológica.

—Con esta charla —continuó—, lo que te quiero dar a entender también es que sé que estás cohibida. Soy hombre, soy relativamente «mayor», existen muchos saltos generacionales entre ambos y esta consulta es horrible y calurosa. —Cris rio con dulzura—. Estás nerviosa porque es la primera vez que acudes al ginecólogo sin tener a tu madre sentada a tu lado. Te asusta la idea de la exploración, que ya verás que no es nada, y te he hecho preguntas personales, íntimas, que te han arrastrado fuera de tu zona de confort. Incluso te has incomodado al verme mirar la hora en el reloj, aunque te aseguro que tenemos todo el tiempo del mundo para solucionar tus dudas —mintió—. Además, eres consciente de que las implicaciones del problema que me acabas de contar pueden abarcar desde un estudio psicológico, terapia de pareja, un problema de salud o que simplemente no estés enamorada ni te sientas atraída por tu chico. —Cris valoró aquella última opción de manera objetiva—. Te acechan inseguridades racionales que van más allá de lo que quizás esperas que pueda solucionarte la médica de cabecera o yo mismo. Todo eso se ve desde este lado de la mesa. Cristina Barros, sé lo que pasa por tu mente ahora mismo, de verdad. Pero has venido aquí sabiendo que ibas a afrontar cualquier consecuencia derivada de lo que me expusieras, y eso ya es un paso. Lo máximo que puede ocurrite es que cuando finalicemos tu estudio te vayas mejor de lo que entraste. Estamos aquí para ayudarte. ¿Vale?

De nuevo ese plural de modestia con el que proyectaba la imagen de una asistencia integral que abarcaba mucho más que su labor profesional particular. Más tarde se recordaría que merecía un premio por su improvisación. Su actuación, básicamente, le pareció magistral. Cada vez lo hacía mejor.

Cristina, sin palabras pero emocionada, agradeció enormemente el sermón. Muchas barreras habían sido derribadas, la razón ganó a los prejuicios. No tenía nada que perder y mucho que ganar. Aquel hombre, se dijo, hacía justicia a lo que se decía de él.

—Te lo agradezco muchísimo —escupió al fin. Descruzó las piernas y destensó la espalda. Sus brazos se relajaron—. No es fácil, supongo, hablar con cualquiera, con perdón, de eso que solo hablas con tus amigas. Ni tener la valentía para dar el paso y decir: «esto está mal y lo quiero arreglar, joder» —dijo con ímpetu.

—No es fácil, no. A mi consultorio privado, al que estás invitada, me llegan pacientes de todas las edades. Y siempre, siempre —enfatizó—, he de ofrecer una charla introductoria como esta cuando se tocan estos temas. Porque si no lo haces, siempre habrá algo que se quede en el tintero. Si ese algo es clave, nuestra ayuda puede no servir para nada.

Cris asintió. La invadió la necesidad de refrescarse el rostro con el abanico que guardaba en el bolso, pero se contuvo. Le habían subido los siete males al rostro, tenía las mejillas encendidas. Carlos Andrade la había invitado al consultorio que no podía pagarse.

—Muchas gracias por la propuesta. Y respecto a lo que comentas... pues sí, la predisposición es importante. Me parece muy prudente por tu parte —dijo por educación. Se había quedado cortada y le costó encadenar una respuesta coherente y madura. Sobre todo porque no lo era.

Él le regaló una mirada condescendiente y aprovechó la escisión para imprimir revoluciones al momento:

—Pues venga. Después de la chapa que te he dado, al lío. Vamos a completar tu ficha y a ver si no andas muy estropeada. —Cristina aceptó el reto entre sonrisas, aunque no supiera qué era aquello de la ficha. —Empecemos por lo básico. Y mientras lo hacemos, pues me vas contando. —No, no se le había pasado por alto. Había obviado el último punto del parte a conciencia y ella no había hecho mención al mismo. Mejor. Lo abordaría en el momento ideal.

El ginecólogo se levantó de su asiento y Cris lo siguió con la mirada, expectante. El rato de parloteo médico la había hecho olvidar lo altísimo que era y el buen porte del que hacía gala.

—Ven por aquí. —Carlos la invitó a acercarse al peso con tallímetro. Ella se levantó y caminó hasta la báscula, a la que el ginecólogo trasteaba la balanza. Sobre la máquina, uno de los pequeños ventanales permitía ver el vallado, formado por tubos de acero verticales que se encargaban de separar el interior del recinto de la calle. A la derecha de la alta ventana abatible vio un par de bidones amarillos para residuos hospitalarios.

Cuando el médico terminó de hacer una calibración, la invitó a descalzarse.

—Espera, no pongas los pies en el suelo, que está sucio. —Carlos agarró una toalla de las que descansaba junto al lavabo y la tendió sobre el pavimento, al lado del peso.

—¿La ropa? —preguntó ella con cierta prudencia.

—No, con que te quites esas sandalias es suficiente.

Por ahora.

Ella obedeció, y él no perdió detalle de su pedicura. Hasta los pies los tenía sexys. Tras abrir el cierre de cada uno de los zapatos, tiró de la cuña y se descalzó sobre la toalla blanca. Luego se subió con cuidado a la balanza y miró a la pared.

—Muy bien —murmulló él dejándose embaucar por el fresco aroma que desprendía la chica—. Veamos...

Bajó el nivelador hasta la cabeza de Cristina. Al ver que no estaba totalmente erguida, llevó su mano a su espalda —momento en que se recreó con la imagen de su culo respingón— y le pidió que adoptara una postura más recta. El indicador subió un par de líneas, quedándose en 172 centímetros. Acto seguido, pidiéndole que relajara el cuerpo, trasteó la balanza, que acabó marcando un peso de 56,400 kilogramos.

—Estupendo. Puedes ponerte los zapatos. Y luego, si me haces el favor, quédate junto al biombo. Pero no te sientes en la camilla todavía.

Mientras se abrochaba las cuñas, Carlos se dirigió al escritorio y anotó sendos datos en su libreta. Luego se acercó a ella, que aguardaba con mirada curiosa echando un ojo aquí y otro allá.

—Muy bien, Cristina. Déjame que ponga esto.

Carlos desenrolló el papel desechable situado sobre el cabezal regulable de la camilla y lo extendió sobre la misma.

—Ya te puedes sentar. En dirección al biombo, por favor.

Cristina acató la orden y se sentó con las piernas semiabiertas. Él se colocó frente a ella.

—Lo que voy a hacer ahora es ver y palpar tu cuello. A ver qué tal la glándula tiroidea. Cualquier duda, molestia o temor... me lo dices. Tú simplemente mantente relajada hasta que te diga qué debes hacer.

—Muy bien.

Carlos Andrade se encorvó y comenzó a examinar su cuello. Analizó el contorno y la simetría del mismo yendo de un lado a otro. Se afanó, como siempre, en hacerlo con tacto, acariciando innecesariamente y masajeando zonas erógenas desacostumbradas a ser estimuladas.

—Echa un poco la cabeza hacia atrás. Eso es...

Cristina tenía un cuello delgado, delicado, sin imperfecciones, arrugas o patas de gallo. Su mandíbula le resultó en extremo tentadora, femenina, así como sus labios. Por otra parte, no observó nada anormal.

—Traga un poco de saliva.

Ella obedeció y el ginecólogo observó el movimiento simétrico de la tráquea y los cartílagos laríngeos. Todo estaba bien. Sobre todo la propia Cristina. De cerca resultaba si cabe muchísimo más bonita. O quizás simplemente Carlos se estaba llevando por una juventud a la que no estaba acostumbrado. Aquella chiquilla tenía una piel impoluta y bronceada.

—Magnífico. Ahora mantente relajada. No voy a ahogarte.

Cris dejó escapar una sonrisa. Las manos del médico le habían parecido suaves, masculinas, y su trato, exquisito, delicado.

El doctor dio la vuelta a la camilla, se colocó a su espalda y llevó sus manos al cuello. Colocó los pulgares sobre su nuca y comenzó a masajear con los otros cuatro dedos de cada mano los laterales de su cuello. Palpaban en una especie de masaje en busca del cricoides, sin llegar a hacer una presión excesiva. Era innecesario. No había abultamientos visibles en un cuello tan frágil como el que tanteaba con sumo cuidado. Antes de terminar con la maniobra, se permitió masajear en retirada sus trapecios. A ella le dio un sano escalofrío y ocultó los antebrazos en su regazo para que no se le notara la reacción que había tenido aquel gesto en su piel.

—Todo en orden por aquí.

Ella asintió y se llenó los pulmones respirando por la nariz. Él se dirigió de nuevo a la mesa, cogió el cuaderno personal y comenzó a escribir de pie. Luego, del maletín, sacó un fonendoscopio que se colgó al cuello y, acto seguido, otro artilugio metálico que se echó al bolsillo de la bata blanca. Una linterna.

Apoyado sobre el escritorio, se dirigió entonces a Cristina, que permanecía sentada:

—Muy bien. Ahora voy a pedirte dos cosas. Necesito que te quites el vestido y te tumbes sobre la camilla.

Lo dijo con total naturalidad. Porque, al fin y al cabo, aquello era lo que se hacía en las visitas ginecológicas, ¿verdad?

Cris obedeció mientras él se distraía haciendo anotaciones.

—A ver el vestido... —murmuró ella poniéndose en pie. Iba a quitarse las cuñas cuando el doctor le dijo que no, que el suelo estaba sucio y tendría que ponerse de pie para una exploración de la piel.

Dándole la espalda, desabotonó la parte frontal y se deshizo lentamente del cinturón. Luego dejó que los tirantes cayeran a través de sus brazos. Agarró el conjunto desde sendas caderas y tiró hacia abajo, sacándose la tela azul por los pies. Luego la colocó sobre el biombo. Ante un Carlos Andrade sumido en su libreta, se mostró un cuerpo escultural cubierto por un conjunto de lencería negra. Cuando levantó la cabeza hacia Cristina, el corazón le dio un vuelco. El tanga no era de hilo, pero el triángulo a la altura del coxis, como es natural, no cubría un centímetro cuadrado de sus glúteos desnudos. Mucho menos la tira de tela encajada entre ambos cachetes. Su espalda era recta, atlética, de contorno curvilíneo. Una delicia. Cuando se dio la vuelta para tumbarse sobre la camilla, la visión de tan perfecta hembra le provocó el primer contratiempo de la tarde. Aquellos pechos, embutidos en un sujetador push-up de color negro y tirantes trasparentes que magnificaba un volumen ya de por sí importante, parecían querer salírseles de la copa. Y eso hizo que bajo su pantalón gris algo comenzara a ganar volumen. El conjunto, subido en aquellas cuñas, era lo más top que había visto en mucho tiempo. Aquella cría de veintidós años era, con diferencia, la mejor paciente que había pasado por sus manos.

Cris terminó de colocarse en horizontal, recolocó sus largos cabellos sobre el cabezal regulable y luego pegó los brazos junto al cuerpo. Las manos, por instinto, se agarraron a sendos bordes de la camilla sin hacer demasiada presión.

Carlos dejó el cuaderno y se acercó a ella. En ropita interior y con los zapatos puestos, qué visión. No pudo pasar por alto las dos cordilleras formadas sobre el triángulo frontal de la diminuta braguita tanga. Un escalofrío le recorrió la columna. Qué cuerpo tan bonito. No sobraba ni faltaba nada, y ni un mínimo atisbo de la celulitis a la que estaba acostumbrado por tratar tantos cuerpos «reales». Vaya, como si aquel físico bronceado fuese un espejismo y no una realidad.

Se situó a su lado. La posición privilegiada, además de las vistas, también le otorgaba autoridad. Y eso siempre le resultaba tremendamente excitante. Más en una situación así.

Sacó la linterna del bolsillo de su bata y se dirigió a ella con tono calmo:

—Cristina, voy a mirarte los ojos y la boca. Mira hacia arriba.

Carlos le examinó los ojos, verdes intensos y rodeados de larguísimas pestañas. Luego le pidió que abriera la boca. No iba a ver mucho pues no era la mejor posición, pero no le importó. Todo estaba en orden para él. Mero trámite.

—¿Te has detectado este año manchas en la piel? ¿Acné atópico? ¿Bultos o semejantes?

Carlos apagó la linterna y la guardó en el bolsillo. Comenzó a examinar el brazo derecho de Cristina. Luego su abdomen, sus pechos embutidos y su otro brazo colocando su cuerpo a escasos centímetros del suyo. Después le examinó los muslos echando más de una ojeada a su exquisita entrepierna. Tuvo claro desde el primer vistazo que la depilación que lucía en sus extremidades inferiores llegaba más allá de la zona visible. No tardaría en comprobarlo, pero no tenía ninguna prisa. De hecho, hasta se lamentó de no tener más tiempo para alargar aquel momento tan mágico: la total disponibilidad de una paciente.

—No veo ninguna anomalía cutánea. A ver cómo estás por dentro.

El ginecólogo se colocó el estetoscopio y ajustó las olivas a sus oídos. Era el momento de auscultarla.

Al contacto del diafragma con la piel de Cris, esta le dijo que aquel contacto le daba frío. Él, que pasaba el extremo del fonendo por su escote, estaba caliente.

—Es lo más parecido a un aire acondicionado que vamos a tener aquí —bromeó.

Escuchó los latidos de su corazón. Estaba más nerviosa de lo que aparentaba. Parecieron subirles las pulsaciones cuando el metal se posó sobre sus pechos. Primero sobre el derecho, luego sobre el izquierdo. Deliberadamente, Carlos colocó la otra campana del estetoscopio sobre su sujetador. Luego en la zona alta del abdomen, desplazando sutilmente la banda inferior de la prenda. Tenía unas tetas maravillas. Una noventa o noventa y cinco. Con lo delgada que parece. ¿Cómo serían sus pezones?, pensó a continuación.

—Estupendo. Levanta los brazos.

Cristina hizo el intento, él la ayudó. El canal entre sus pechos, con la nueva postura, le pareció demencial. Tanto como que un milímetro de cada areola asomara sobre el sujetador. Aquello comenzaba a adquirir tintes interesantes.

—Esto te puede hacer cosquillas, pero he de palpar bajo tus axilas.

Un pequeño espasmo, propio de quien siente cosquillas incómodas, invadió a la chica cuando las grandes manos del médico comenzaron a palpar las axilas hasta bajar a su costado. La muchacha estaba para comérsela. Tan colaboradora, tan dócil y sumisa, tan preciosa.

—Y esto también, pero podrás soportarlo. Baja los brazos y deja el abdomen blando. Será más fácil para ti soportarlo.

Carlos percutió los dedos con mucha suavidad en su abdomen. Buscó, en vano, abultamientos en hígado y bazo. Aunque lo único que llevaba un rato haciendo era recrearse con el cuerpo que estaba activando.

—Ahora levanta un poco las rodillas. En la ingle ya no debería darte cosquillas, pero nunca se sabe. Lo haré con cuidado —advirtió sin que hubiera necesidad. Simplemente le apetecía decirlo para que supiera que podía hacerlo.

—¿Así?

Cristina había elevado las rodillas hasta formar una pequeña pirámide de perfil. Carlos la ayudó a elevarlas un poco más. Y acto seguido le pidió que abriera las piernas.

De pie a su lado, llevó su mano derecha sin enguantar a la ingle derecha de Cristina. La piel era extremadamente suave en esta zona, y cálida. Palpó con mimo toda la curva, bordeando el tanga con una cautela estudiada, descendiendo hasta su glúteo. Luego hizo lo propio con la ingle izquierda. Aquella postura, ideal para un misionero, mostraba perfectamente los labios vaginales bajo la tela negra. La lámpara del techo iluminaba el cuerpo de Cristina y nada quedaba a la imaginación.

Bueno, casi nada.

—Estás más sana que yo. Pero eso ya lo sabes tú, ¿no? —comentó Carlos tras agradecerle la colaboración. Luego le pidió que se sentara sobre la camilla.

Cristina rio. La tensión que se había hecho con ella al sentir las manos del ginecólogo sobre su cuerpo, especialmente en su entrepierna, se difuminó poco a poco. Resopló.

El ginecólogo se dirigió al maletín y extrajo una bolsita transparente de la que extrajo a su vez dos guantes azules.

—Voy a traer un espejo de la consulta vecina. Vamos a hacerte una exploración mamaria. Y si no sabes cómo se hace, te enseñaré yo para que lo hagas en casa. Ve quitándote el sujetador que vengo ahora mismo.

Carlos se perdió con diligencia en la habitación contigua, a la que entró con un saludo pidiendo permiso. Cris, en tanto se echaba las manos a la espalda para soltar la prenda, escuchó voces. Al recordar a la enfermera, se preguntó qué estaría haciendo David. La paciencia no era una de sus virtudes. ¿Habría ido a por la Coca–Cola? Miedo le daba pensar que pudiera fumar en el recinto, o que se fuese al baño a hacerse un porro, o que le viesen hacer lo mismo dentro del coche, aparcado en el recinto. Dejó el sujetador a un lado, sobre la camilla, y observó entre tinieblas cómo de la puerta que daba a la consulta 2 aparecía Carlos empujando un espejo de cuerpo entero y ruedas. Se sintió algo cohibida. La impresión que su cuerpo desnudo solía causar en los chicos —y no tan chicos— era normalmente bastante inequívoca. Estaba claro que Carlos era un profesional acostumbrado a ver a cientos o miles de mujeres, pero no se le había escapado la forma en que le había mirado los pechos al auscultarla. Ni tampoco la forma en que se había quedado mirándole el tanga. Que la fuese a ver en tetas, algo que podía hacer cualquier chico que coincidiera con ella en su «playa secreta», la cohibía no por su desnudez, sino por la situación en que se iba a producir. Pero para eso había ido allí, ¿no? Para que le dijeran que estaba sana de todo, y para que revisasen la herida. ¿Qué era que le viera los pechos comparado con la exploración con la que iba a saber si tras casi un mes podía ya follar o no? Necesitaba saber que había cicatrizado la lesión que la había hecho sangrar hacia semanas atrás. La lesión que le había provocado Oliver con su Ampallang, un tipo de piercing que atraviesa el glande de quien se atreve a hacérselo.

Se sumió tanto en el maldito recuerdo de la fiesta de graduación que solo abandonó las tinieblas del recuerdo cuando tuvo a Carlos a su lado. El ginecólogo, fascinado por la naturalidad con la que Cris le esperaba sobre la camilla, con el cuerpo reclinado y las manos más allá de la espalda, no pudo evitar fijarse en aquellas dos maravillas. Firmes, turgentes, redondas y con volumen, con los pezones de un rosa claro bien centrados... y un piercing atravesando uno de ellos.

Al descubrirse en fuera de juego, colocó el espejo junto a la báscula, bajo la ventana, y la invitó a su lado con la mayor naturalidad.

Solo iba a hacerle un examen mamario. O eso se dijo a sí mismo para seguir engañándose, como llevaba haciendo toda la tarde.
 
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3


El vigilante, aburrido de mirar las cuatro cámaras de seguridad, levantó la mirada al ver surgir por las escaleras del sótano al tipo con la camiseta del Real Madrid. Un chaval de veintimuchos cualquiera, con un horrible tatuaje en el gemelo derecho en el que no se había fijado antes. Aunque, pensándolo bien, no se había fijado más que en su camiseta. Ahora que lo hacía sin distracciones, se percató de que no era un muchacho en absoluto feo, desde luego, a pesar de la barba descuidada y el peinado de polla con el que intentaba ocultar unas profundas entradas. Pero le pareció demasiado poco para ser novio de una tía tan espectacular como la pelifucsia a la que acompañaba. Cruzó medio hall y se detuvo frente a la máquina de las bebidas. Al darle la espalda, el vigilante vio el 10 y el nombre de Modrić estampados en la camiseta. El croata, reflexionó, sería de los pocos jugadores del Madrid que le caían bien. Porque más allá de ser un ferviente seguidor del Barça, el guardia de seguridad era un declarado anti–madridista. Y eso conllevaba odiar prácticamente todo lo que estuviera impregnado de color blanco.

Estuvo a punto de desentenderse de él cuando vio que se le aproximaba.

—Oye, ¿tienes cambio para esta moneda de euro? La máquina me pide el dinero exacto.

Aquella forma de dirigirse a él no le gustó, así que se tomó un par de segundos para contestarle.

—Sí... está un poco escacharrada... Déjame que mire.

—Mira, mira. Las Coca–Colas no se van a mover —dijo Modrić con aires indiferentes.

En realidad el trabajador no miró una mierda. Tenía la cartera llena de monedas. De dos, de cinco, de diez, de veinte céntimos. Simplemente decidía si le apetecía o no hacer el trato con tremendo gilipollas. Al cabo de unos segundos, y tras ocurrírsele una réplica mordaz a su trato indecoroso, decidió que quedaría mejor si al soltársela la acompañaba de un gesto caritativo.

—Aquí tienes. —Le tendió cuatro monedas de veinte y dos de diez—. Mucho mejor cambiar que robar, como le hicisteis al Borussia el mes pasado.

David arrugó el entrecejo. ¿Todavía les escocía a los barcelonistas la final de la Champions? Pareciera que la hubieran jugado y perdido ellos, joder.

—Polaco, ¿no? —le preguntó despectivamente al vigilante en tanto cambiaban las monedas.

—A mucha honra.

—La misma honra que hay que tener para saber perder.

—La tendría si no nos robasen tanto desde la capital.

—Otra Liga y otra Champions serán... —acabó por decir David antes de regalarle la visión del dorsal con el número 10.

—A ver si la próxima no incluye el «fichaje» de más árbitros. Que Florentino tiene las manos muy largas —esgrimió el vigilante viendo cómo David ponía rumbo a la máquina de bebidas haciendo oídos sordos.

Sacó la Coca–Cola helada tras insertar el euro veinte y, antes de salir a fumarse un cigarrillo, le dijo al vigilante:

—De eso sabéis mucho vosotros. Solo ha faltado que a Negreira le dieran el Pichichi.

Tras el mostrador, con cara de pocos amigos, de la boca del vigilante se escapó un susurro cuando el otro cruzó la puerta:

—Ojalá se follen a tu pedazo de novia, subnormal.

Fuera seguía haciendo un calor de mil demonios, más teniendo en cuenta que David acababa de salir de la nevera que era la recepción del centro de salud. Buscó cobijo bajo un árbol situado junto a un puesto cerrado de cupones de la O.N.C.E., pero el suelo estaba lleno de hojas moradas que habían soltado un jugo pegajoso y maloliente. Caminó unos metros más a la derecha siguiendo la sombra que regalaba la verja empalizada por altos tubos de hierro y se detuvo junto a un murete de cemento que asomaba unos centímetros de la propia barrera. Sobre el mismo pudo apoyar el culo. Abrió la lata y encendió un cigarrillo que le quemó el tórax a la primera calada. Estaba nervioso. Cristina llevaba veinte minutos en la consulta y ni le había contestado el wasap que le había enviado. Ella y su «manía» de poner el móvil en silencio cuando entraba al médico. Si la cosa se alargaba, Dios no lo quisiera, pues eso significaría que algo malo le estaban haciendo a Cris, y a Cris no la tocaba ni Dios, se iría al coche, pondría el aire acondicionado a tope y se liaría un porro. Luego llamaría a Mario y le preguntaría si le había podido conseguir las malditas pastillas azules. No pensaba coger carretera y manta sin ir bien provisto de vardenafilo. No le volvería a fallar a Cristina. Su polla recuperaría el vigor que tenía antes de que comenzara con el jodido tratamiento alopécico, aunque fuese a base de química, aunque tuviera que hacerle a escondidas las fotos que el cabrón de Mario le había pedido como contraprestación al «enorme» favor. Si mi padre ve que falta algo en la farmacia me corta los cojones. Además, ya le he visto las tetas a Cris en la playa, ¿qué más te da hacerle un pequeño reportaje en el hotelito al que vais?

Se terminó el cigarro de cinco caladas y la Coca–Cola de tres tragos. ¿Qué narices le estarían haciendo a Cris ahí dentro? Iba a tirar la lata entre un par de coches estacionados frente a él cuando decidió esconderla entre los barrotes de hierro. ¡Que jodan al segurata! Al girar la cabeza y escrutar el interior del recinto a través de los barrotes, observó los ventanucos rectangulares que daban a las consultas del sótano. En una percibió movimiento. Una pareja de avanzada edad, sin duda la que aguardaba frente a la puerta de digestivo, entraba a la consulta. ¿Qué número era? ¿La 7? ¿La 8? No, era la 9. Sí, sin duda. Entonces le sobrevino la idea. Caminó acera abajo contando el número de ventanas. Ocho, siete, seis, cinco, cuatro, ¡tres! Ahí debía ser, todas las demás tenían las luces apagadas. Las dos consultas con las luces encendidas debían de ser la 2 y la 3. Ahí estaba Cristina. Por desgracia, la configuración circular del edificio con respecto al recto perímetro que delimitaba la barrera de pivotes de metal había alejado aquella zona de ventanas lo suficiente como para no ver un pimiento. Estaría al menos a diez metros. Y además estaban aquellos bidones de desechos clínicos.

Si tan solo pudiera encontrar la forma de entrar, se dijo echando un vistazo a un lado y a otro de la valla de metal para descubrir que no existía ningún acceso lateral. Quizás bordeando el recinto encontrase algo. Desde el aparcamiento era probable que hubiera un acceso. O una portezuela fácil de sortear. A lo mejor por la misma que debían sacar aquellos bidones.

No perdía nada por intentarlo.

Tiró la lata entre dos coches y caminó bajo un sol de justicia en busca de algún acceso al recinto exterior.
 
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Sinceramente debe de ser muy duro ser un tío hetero al que le gusten mucho las mujeres y controlar no tener una erección durante el trabajo.
Y ya no es cosa de hetero o gay, el problema es que no se te ponga el pito tieso al ver y tocar chochetes.

Debe de ser algo muy muy duro que imagino sufrirán en silencio los compañeros ginecólogos jajajaj.
Ánimo campeones. Estáis hechos de otra pasta
 
Sinceramente debe de ser muy duro ser un tío hetero al que le gusten mucho las mujeres y controlar no tener una erección durante el trabajo.
Y ya no es cosa de hetero o gay, el problema es que no se te ponga el pito tieso al ver y tocar chochetes.

Debe de ser algo muy muy duro que imagino sufrirán en silencio los compañeros ginecólogos jajajaj.
Ánimo campeones. Estáis hechos de otra pasta
No es coña. Lo digo muy enserio. ¿Qué tío en su sano juicio es capáz de aguantar el tipo mientras llega hasta meter espéculos con forma y tamaños de rabo?

Poco se habla sobre ello y del autocontrol que requiere el asunto jejeje.
 
Me encanta el relato, por lo bien. O eres sanitario o te has empapado bien para poder construir la historia. Y la parte erotica es genial además de introducir la historia en diferentes voces….
 
Me encanta el relato, por lo bien. O eres sanitario o te has empapado bien para poder construir la historia. Y la parte erotica es genial además de introducir la historia en diferentes voces….
Ya que has mencionado a los sanitarios, tengo una duda sobre ellos que si algún sanitario del foro pudiese despejar sería genial.
Estos días ando cruzando miradas con un enfermero. Creéis que es posible que pase algo, o tenéis como norma no liaros con gente que conocéis en el trabajo??
 
Ya que has mencionado a los sanitarios, tengo una duda sobre ellos que si algún sanitario del foro pudiese despejar sería genial.
Estos días ando cruzando miradas con un enfermero. Creéis que es posible que pase algo, o tenéis como norma no liaros con gente que conocéis en el trabajo??
Y si fuera en un bar??? Lo único que eso si tendrías que hacer algo para dar que entender para verte fuera.
 
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