MikelMontenegro
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1
Al momento se abrió la puerta 3. La enfermera que se había asomado un instante antes despidió amablemente a una pareja de septuagenarios. Ella, muy emperifollada, lucía muchos oros y él, haciendo gala de un aspecto más campechano, una boina y un bastón de madera tallada.
—Muchísimas gracias por todo, Teresa. El doctor Andrade es un cielo.
—Lo es —corroboró la profesional—. Me alegro muchísimo de que toda siga bien, Doña Concha. En seis meses la volvemos a tener por aquí. Y a usted, si Dios quiere, Don Armando.
A Cris, a la que se le alegró el cuerpo al escuchar lo que Doña Concha decía del doctor, aquellas muestras de afecto le parecieron sinceras. Siguió con la vista a la pareja de ancianos y se preguntó acerca del motivo que les habría llevado a la consulta. A esas edades todo se complica. No tuvo tiempo de profundizar demasiado. Teresa reclamó la atención de ambos y se dirigió a la chica del cabello magenta:
—El doctor ha tenido que salir un momento. La avisaré enseguida.
Era la segunda vez que se dirigía a ella y la segunda vez que lo hacía tratándola de usted. Tenía veintidós años y acababa de terminar la carrera. Hacía poco más de un mes que se había graduado. Ni siquiera había empezado a preparar las oposiciones, mucho menos accedido al mercado laboral profesional. Todavía no podían llamarla de usted ni los críos que jugaban a la pelota en su calle, se dijo algo mosca.
—En cuanto entres voy a ir a comprarme una Coca-Cola. ¿Quieres algo? —le preguntó David.
Ella negó con la cabeza. Cuando saliera de la consulta quizás compraría un Nestéa de limón helado.
—Como quieras. —David echó mano de su cartera, de cuyo interior asomaron un par de billetes de cincuenta, revisó el compartimento de las monedas y sacó unos céntimos—. ¿Tienes un par de euros sueltos?
—Creo que sí.
En tanto abrió el bolso y rebuscó en su monedero, la figura borrosa del doctor Andrade se materializó al otro lado de la mampara de cristal tras abatir en sentido opuesto el portón que lo había visto marcharse unos minutos antes. Portaba ahora un maletín de cuero marrón. Se adentró en la consulta 1.
Llegaba su hora.
—Toma —dijo nerviosa. Él se guardó las dos monedas y dejó escapar un resuello. Tampoco había conseguido serenarse.
Se oyó una conversación en la consulta 2. A Cris le palpitaba fuerte el corazón. Luego unas risas. Bum-bum. Bum-bum. Después se hizo un silencio al que continuaron otras risas. ¿Qué estarían cuchicheando? Al cabo de un largo minuto ambos oyeron el golpe de una de las puertas internas al cerrarse. Lo siguiente que ocurrió es que la consulta 3 se abrió de par en par y apareció Carlos Andrade bajo el umbral.
—Cristina Barros es usted, ¿verdad?
Los nervios al escuchar su nombre de boca del médico la hicieron obviar el «usted». Se levantó, le dio un beso a su novio y se despidieron con un: «hasta ahora». Lo último que vio David antes de ir a buscar su Coca-Cola fue el bamboleo del culo de Cristi al perderse en la consulta.
El doctor, con un rictus de cortesía, cerró la puerta tras aquella chica tan exótica. Era mucho más guapa que en fotos, se dijo antes de echar el pestillo.
El Centro Periférico de Especialidades Francisco de Asís era el nombre técnico con que se había rebautizado al viejo ambulatorio Distrito Sur cuando este pasó a formar parte del Hospital Virgen del Carmen. Se trataba de un edificio de planta circular y cuatro pisos levantado a principios de los setenta, con un patio central a cielo descubierto presidido por una fuente ornamental. Visto desde el aire, el centro de salud que ahora albergaba consultas externas y de diagnóstico parecía un enorme pastel de ángel hecho de ladrillo blanco.
Cristina subió los escalones que daban acceso al hall principal y una bocanada de aire frío le dio la bienvenida. Mientras en el exterior las ruedas de los vehículos se derretían sobre el asfalto, el aire acondicionado convertía el vestíbulo del Francisco de Asís en una enorme nevera. Se frotó los brazos entrecruzados y examinó la espaciosa recepción. ¿Cuándo había estado allí por última vez? Quizás con diez años, cuando su madre la llevó al oftalmólogo tras haberse despertado una mañana con la visión borrosa. Excepto la denominación, pensó, el viejo edificio no había cambiado nada desde entonces. Estaba segura de haber visto en Cuéntame hospitales más modernos.
David entró tras sus pasos después de apurar el cigarrillo. Agradeció con un bufido el frescor que se adhería al polyester de su camiseta del Real Madrid y se repeinó el tupé. Lo primero que le llamó la atención del vestíbulo fue la máquina expendedora de bebidas frías. Estaba sediento y no tardaría en hacer uso de sus servicios. Mataría por una Coca-Cola. Después se fijó en la cantidad de cajas marcadas a rotulador que se almacenaban en lo que antaño fue un ascensor y en la de desconchones que mostraba el alto techo. Por un módico precio, echó cuentas, podría darle tres manos de pintura a aquello.
Al no encontrar las indicaciones que buscaban en los rótulos informativos, Cristina y él se dirigieron al mostrador. Al otro lado, un vigilante de seguridad, de mediana edad y aspecto descuidado, consumía absorto resúmenes de la final de Champions en Tik Tok. Ni se había percatado de la presencia de la pareja. Los viernes por la tarde la mayoría de las consultas estaban cerradas y las citas se concentraban en dos o tres servicios. Poco trabajo y menos ganas de trabajar, sobre todo en días tan calurosos. Pero en cuanto levantó la mirada se desentendió del teléfono y se puso en pie como un autómata. El corazón le había dado un vuelco. La chica que tenía enfrente era la más bonita de cuantas había visto en mucho tiempo. ¡Menuda aura desprendía! ¡Y cómo caminaba! Parecía sacada de un anuncio. Nada que ver con las viejas lisiadas y las yonquis del barrio con las que había tenido que bregar toda la semana. Más alta que él, de cintura estrecha y caderas femeninas, debía de haber soplado poco más de veinte velas. Lucía un veraniego y escotado vestido azul con botones frontales y unas sandalias de cuña alta. Un bolso de rafia colgaba de su hombro. Tenía los ojos verdes, una nariz fina y bien proyectada y la piel bronceada, aunque lo que más le llamó la atención fue su larguísima melena. No solo por la forma en que se vertía sobre su espalda, sino por el color de su pelo, de un fucsia oscuro que se descoloría ligeramente hacia las puntas en matices rosas y morados.
—Hola, buenas —saludó ella tímidamente—. ¿Sabría decirme dónde queda la consulta 3?
El tipo, muy metido en su papel, sacó pecho y metió barriga, lo que le obligó a recolocarse el cinturón. La porra al cinto bailó. Se quiso mostrar resolutivo:
—Faltaría más. ¿De qué servicio?
—Ginecología —respondió ella con un hilo de voz.
—Escaleras abajo y luego a la izquierda.
El vigilante aprovechó que la chica giró la cabeza hacia las escaleras que le señalaba para lanzar una fugaz mirada a su escote. «Qué pedazo de bongos, mi madre». Los dos botones superiores del vestido quedaban desabotonados y los otros dos permanecían cerrados a la altura de su abdomen, unos centímetros más arriba de la hebilla de un cinturón trenzado. Bajo los tirantes de la vaporosa prenda, pudo apreciar, asomaban otros más finos y transparentes.
—Mil gracias —correspondió amable regalándole una sonrisa.
Tras una reverencia, el vigilante de seguridad persiguió con la mirada el contoneo de sus caderas y el vaivén de su culo. De cometerse un delito aquella tarde, ni teniendo la Policía al novio como único sospechoso hubiera sabido reconocerlo.
En el sótano una enorme cristalera circundaba, como ocurría en las tres plantas superiores, toda la pared interior del edificio, facilitando la entrada de luz natural a las salas de espera. El jardín al que daban los ventanales, apreció Cristina, debía de llevar años sin recibir el menor cuidado. Solo malas hierbas y musgo parecían nacer entre las grietas del enlosado y el cemento fracturado. ¡Y la fuente seguía sin expulsar chorros de agua! La imagen era la misma que recordaba haber visto de niña. Como si durante más de una década nadie hubiera podido encontrar la llave de la puerta que daba acceso a aquel patio interior para adecentarlo.
—Esto está muerto, joder —apuntó David—. Ni siquiera llega el fresquito del aire acondicionado.
Seguía los estudiados andares de su novia, entretenida leyendo el rótulo de cada una de las puertas al otro lado de las bancadas. Consulta 12, consulta 11, consulta 10, consulta 9...
—Aquí es —dijo al llegar a la zona de espera correspondiente a las consultas 2 y 3, pertenecientes al Servicio de Obstetricia y Ginecología. La consulta 1 quedaba al otro lado de una de las mamparas de cristal opaco utilizadas para separar cada servicio y no pudieron leer el nombre que rezaba sobre el rótulo. Tampoco importaba.
Se sentaron en la primera fila de asientos y echaron un vistazo al entorno. Solo una pareja mayor aguardaba frente a las puertas de la consulta 9, la de digestivo. El resto del hemiciclo que dominaban desde la visual que les ofrecían los ventanales a sus espaldas, vacío. En la otra mitad, dedujeron, el panorama debía de ser igual de desolador. O de reconfortante, si comparaban aquella calma con el siempre estresante Virgen del Carmen.
—Qué tranquilo está todo... —anotó ella.
—Lo que yo te diga, Cris: ni el tío Wally. Me llevo esa tele que está ahí colgada y no se entera nadie. ¿Crees que el segurata va a salir corriendo detrás?
Cristina le regañó con un pellizco . A veces le parecía mentira que David tuviera veintisiete años.
—Lo que podrías hacer es traerte un poco del microclima de arriba.
Al abanicarse con la tela desabotonada del escote, dejó entrever el sujetador push-up y David le buscó la mirada:
—Esas dos son mías, ¿eh?
Su novia le hizo un desaire con la palma de la mano y él lo entendió como un: «vete a la mierda». Resignado, sacó el teléfono del bolsillo trasero del pantalón y se sumergió en la red social Instabloom fingiendo indiferencia.
Eran casi las cuatro y media de la tarde, hora a la que estaba citada, y Cris estaba nerviosa, aunque se esforzaba por disimularlo. Tanto como el hecho de tener que aguantar de buenas a su novio. Hubiera preferido ir sola. O con Fátima. Menos presión y menos explicaciones. Pero él se había emperrado. Así, después de la consulta se irían directos a su casa y terminaría de hacer las maletas. Con un poco de suerte, si todo iba bien, hasta le podría echar el primer polvo en demasiados días. Ella, en cambio, no tenía la mente en Zahara, donde irían a pasar un fin de semana de desconexión. Mucho menos en follar, por muchas ganas que tuviese acumuladas. Durante las últimas dos semanas no había parado de darle vueltas a la cita médica a la que debía enfrentarse. Ni al motivo que la había originado, aunque ese era otro cantar. Era la segunda ocasión que visitaba a un ginecólogo y la incertidumbre la carcomía por dentro. Porque a pesar de que las motivaciones presentes se asemejaban en lo esencial a aquella primera visita ginecológica al doctor Menéndez, íntimo amigo de su madre, allá por los comienzos de un 2020 que no tardaría en tornarse pandémico, el trasfondo ahora era completamente diferente. A algo se había tenido que agarrar.
La puerta de la consulta 2 se abrió y asomó medio cuerpo una enfermera que, según calculó Cris, debía de ser mayor que su madre.
—¿Cristina Barros Molina?
Ella asintió y echó mano del bolso. La mirada curiosa de David se despegó de la pantalla del móvil y se perdió más allá del umbral de la puerta.
—¿Tiene el...? —Cristina no la dejó terminar. Se levantó y le tendió el volante. La mujer lo hojeó por encima—. Muchas gracias. En cuanto salga la paciente que está dentro puede pasar, ¿vale?
Cris le dio las gracias sin poder evitar que se le encendieran las mejillas. Un nudo se le cogió al estómago y estrujó con disimulo el bolso en su regazo. Los nervios apretaban. Si no hubiera estado presente su chico a bien seguro se le habría escapado un largo suspiro. Pero no quería mostrarse dubitativa frente a él. Haría más preguntas. Y lo que menos deseaba era que aquella visita para «saber qué narices pasaba con los desbarajustes de su ciclo menstrual», como le había dicho, levantara sus suspicacias.
—¿Todo bien? —preguntó David posando su mano sobre el muslo desnudo de su novia. Había guardado el móvil en su bolsillo trasero y se esmeraba en mostrarse tranquilo.
—Todo bien —respondió ella dándole un pico conciliador.
—¿No quieres que entre contigo?
Ella negó con la cabeza y sostuvo con tono de forzada paciencia:
—Ya hemos hablado de eso.
Lo habían hablado el martes. Y el miércoles. Y el día anterior. También aquel viernes por la mañana. Le había dicho que el médico no le dejaría pasar, pero como sabía que aquella excusa se caería por su propio peso si David pedía permiso para acompañarla, le había explicado, además, que se sentía más segura y confiada hablando de «sus cosas» si estaba a solas con el profesional. No le mentía, al fin y al cabo. Él aceptó de mala gana, no sin darle vueltas a lo que pudiera dar lugar la consulta. Cristi era demasiado atractiva —y demasiado de su propiedad— como para acabar expuesta frente a un desconocido, por mucho titulito universitario que tuviera el menda. Solo esperaba que el estudio, o lo que fuese que debían hacerle a su bomboncito, no derivase en la necesidad de exploración física alguna.
Lo que Cristina no le había contado, entre otras cosas, es que había movido cielo y tierra para conseguir una cita con el doctor Andrade. Un poco de sobreactuación tras los resultados del análisis de sangre que le había mandado su médica de atención primaria para comprobar que, efectivamente, tenía anemia y ciertas dosis de persuasión frente a la administrativa que daba las citas, conocida de una conocida. ¡Necesitaba que la derivasen al servicio de ginecología! No era solo la confianza que le ofrecía la reputación del ginecólogo, culpable de que tanto su agenda en la sanidad pública como las del consultorio privado que no podía costearse tuvieran cubierto el cupo hasta después de verano; tampoco la encarecida recomendación que le había hecho de él su amiga Fátima, aunque esta le hubiera servido para oír de Carlos Andrade por primera vez. Había otro motivo más particular. El doctor Andrade, además de ginecólogo, era sexólogo clínico y dirigía diversos equipos de investigación a nivel nacional, además de presidir varios organismos médicos. Cris lo había leído en Google para acabar convencida de que aquel hombre estaba de sobra capacitado para tratar su problema. Uno de ellos, al menos. Cuando la conocida de su conocida contactó con ella dos semanas atrás para avisarla de que se abrirían tres citas la tarde del último viernes del mes, tres y media, cuatro y cuatro y media, vio el cielo abierto.
David soltó un suspiro. Si Cristina decía que no, era que no.
—Como quieras —cedió él.
No tuvieron tiempo de renegociar nada. La puerta de la consulta 1, situada al otro lado de la sala de espera, se abrió de golpe. De ella emergió la silueta de un tipo alto ataviado con una bata blanca que cruzó el pasillo tras el cristal opaco para, acto seguido, perderse más allá de un portón abatible sobre el que se leía:
Cristina subió los escalones que daban acceso al hall principal y una bocanada de aire frío le dio la bienvenida. Mientras en el exterior las ruedas de los vehículos se derretían sobre el asfalto, el aire acondicionado convertía el vestíbulo del Francisco de Asís en una enorme nevera. Se frotó los brazos entrecruzados y examinó la espaciosa recepción. ¿Cuándo había estado allí por última vez? Quizás con diez años, cuando su madre la llevó al oftalmólogo tras haberse despertado una mañana con la visión borrosa. Excepto la denominación, pensó, el viejo edificio no había cambiado nada desde entonces. Estaba segura de haber visto en Cuéntame hospitales más modernos.
David entró tras sus pasos después de apurar el cigarrillo. Agradeció con un bufido el frescor que se adhería al polyester de su camiseta del Real Madrid y se repeinó el tupé. Lo primero que le llamó la atención del vestíbulo fue la máquina expendedora de bebidas frías. Estaba sediento y no tardaría en hacer uso de sus servicios. Mataría por una Coca-Cola. Después se fijó en la cantidad de cajas marcadas a rotulador que se almacenaban en lo que antaño fue un ascensor y en la de desconchones que mostraba el alto techo. Por un módico precio, echó cuentas, podría darle tres manos de pintura a aquello.
Al no encontrar las indicaciones que buscaban en los rótulos informativos, Cristina y él se dirigieron al mostrador. Al otro lado, un vigilante de seguridad, de mediana edad y aspecto descuidado, consumía absorto resúmenes de la final de Champions en Tik Tok. Ni se había percatado de la presencia de la pareja. Los viernes por la tarde la mayoría de las consultas estaban cerradas y las citas se concentraban en dos o tres servicios. Poco trabajo y menos ganas de trabajar, sobre todo en días tan calurosos. Pero en cuanto levantó la mirada se desentendió del teléfono y se puso en pie como un autómata. El corazón le había dado un vuelco. La chica que tenía enfrente era la más bonita de cuantas había visto en mucho tiempo. ¡Menuda aura desprendía! ¡Y cómo caminaba! Parecía sacada de un anuncio. Nada que ver con las viejas lisiadas y las yonquis del barrio con las que había tenido que bregar toda la semana. Más alta que él, de cintura estrecha y caderas femeninas, debía de haber soplado poco más de veinte velas. Lucía un veraniego y escotado vestido azul con botones frontales y unas sandalias de cuña alta. Un bolso de rafia colgaba de su hombro. Tenía los ojos verdes, una nariz fina y bien proyectada y la piel bronceada, aunque lo que más le llamó la atención fue su larguísima melena. No solo por la forma en que se vertía sobre su espalda, sino por el color de su pelo, de un fucsia oscuro que se descoloría ligeramente hacia las puntas en matices rosas y morados.
—Hola, buenas —saludó ella tímidamente—. ¿Sabría decirme dónde queda la consulta 3?
El tipo, muy metido en su papel, sacó pecho y metió barriga, lo que le obligó a recolocarse el cinturón. La porra al cinto bailó. Se quiso mostrar resolutivo:
—Faltaría más. ¿De qué servicio?
—Ginecología —respondió ella con un hilo de voz.
—Escaleras abajo y luego a la izquierda.
El vigilante aprovechó que la chica giró la cabeza hacia las escaleras que le señalaba para lanzar una fugaz mirada a su escote. «Qué pedazo de bongos, mi madre». Los dos botones superiores del vestido quedaban desabotonados y los otros dos permanecían cerrados a la altura de su abdomen, unos centímetros más arriba de la hebilla de un cinturón trenzado. Bajo los tirantes de la vaporosa prenda, pudo apreciar, asomaban otros más finos y transparentes.
—Mil gracias —correspondió amable regalándole una sonrisa.
Tras una reverencia, el vigilante de seguridad persiguió con la mirada el contoneo de sus caderas y el vaivén de su culo. De cometerse un delito aquella tarde, ni teniendo la Policía al novio como único sospechoso hubiera sabido reconocerlo.
En el sótano una enorme cristalera circundaba, como ocurría en las tres plantas superiores, toda la pared interior del edificio, facilitando la entrada de luz natural a las salas de espera. El jardín al que daban los ventanales, apreció Cristina, debía de llevar años sin recibir el menor cuidado. Solo malas hierbas y musgo parecían nacer entre las grietas del enlosado y el cemento fracturado. ¡Y la fuente seguía sin expulsar chorros de agua! La imagen era la misma que recordaba haber visto de niña. Como si durante más de una década nadie hubiera podido encontrar la llave de la puerta que daba acceso a aquel patio interior para adecentarlo.
—Esto está muerto, joder —apuntó David—. Ni siquiera llega el fresquito del aire acondicionado.
Seguía los estudiados andares de su novia, entretenida leyendo el rótulo de cada una de las puertas al otro lado de las bancadas. Consulta 12, consulta 11, consulta 10, consulta 9...
—Aquí es —dijo al llegar a la zona de espera correspondiente a las consultas 2 y 3, pertenecientes al Servicio de Obstetricia y Ginecología. La consulta 1 quedaba al otro lado de una de las mamparas de cristal opaco utilizadas para separar cada servicio y no pudieron leer el nombre que rezaba sobre el rótulo. Tampoco importaba.
Se sentaron en la primera fila de asientos y echaron un vistazo al entorno. Solo una pareja mayor aguardaba frente a las puertas de la consulta 9, la de digestivo. El resto del hemiciclo que dominaban desde la visual que les ofrecían los ventanales a sus espaldas, vacío. En la otra mitad, dedujeron, el panorama debía de ser igual de desolador. O de reconfortante, si comparaban aquella calma con el siempre estresante Virgen del Carmen.
—Qué tranquilo está todo... —anotó ella.
—Lo que yo te diga, Cris: ni el tío Wally. Me llevo esa tele que está ahí colgada y no se entera nadie. ¿Crees que el segurata va a salir corriendo detrás?
Cristina le regañó con un pellizco . A veces le parecía mentira que David tuviera veintisiete años.
—Lo que podrías hacer es traerte un poco del microclima de arriba.
Al abanicarse con la tela desabotonada del escote, dejó entrever el sujetador push-up y David le buscó la mirada:
—Esas dos son mías, ¿eh?
Su novia le hizo un desaire con la palma de la mano y él lo entendió como un: «vete a la mierda». Resignado, sacó el teléfono del bolsillo trasero del pantalón y se sumergió en la red social Instabloom fingiendo indiferencia.
Eran casi las cuatro y media de la tarde, hora a la que estaba citada, y Cris estaba nerviosa, aunque se esforzaba por disimularlo. Tanto como el hecho de tener que aguantar de buenas a su novio. Hubiera preferido ir sola. O con Fátima. Menos presión y menos explicaciones. Pero él se había emperrado. Así, después de la consulta se irían directos a su casa y terminaría de hacer las maletas. Con un poco de suerte, si todo iba bien, hasta le podría echar el primer polvo en demasiados días. Ella, en cambio, no tenía la mente en Zahara, donde irían a pasar un fin de semana de desconexión. Mucho menos en follar, por muchas ganas que tuviese acumuladas. Durante las últimas dos semanas no había parado de darle vueltas a la cita médica a la que debía enfrentarse. Ni al motivo que la había originado, aunque ese era otro cantar. Era la segunda ocasión que visitaba a un ginecólogo y la incertidumbre la carcomía por dentro. Porque a pesar de que las motivaciones presentes se asemejaban en lo esencial a aquella primera visita ginecológica al doctor Menéndez, íntimo amigo de su madre, allá por los comienzos de un 2020 que no tardaría en tornarse pandémico, el trasfondo ahora era completamente diferente. A algo se había tenido que agarrar.
La puerta de la consulta 2 se abrió y asomó medio cuerpo una enfermera que, según calculó Cris, debía de ser mayor que su madre.
—¿Cristina Barros Molina?
Ella asintió y echó mano del bolso. La mirada curiosa de David se despegó de la pantalla del móvil y se perdió más allá del umbral de la puerta.
—¿Tiene el...? —Cristina no la dejó terminar. Se levantó y le tendió el volante. La mujer lo hojeó por encima—. Muchas gracias. En cuanto salga la paciente que está dentro puede pasar, ¿vale?
Cris le dio las gracias sin poder evitar que se le encendieran las mejillas. Un nudo se le cogió al estómago y estrujó con disimulo el bolso en su regazo. Los nervios apretaban. Si no hubiera estado presente su chico a bien seguro se le habría escapado un largo suspiro. Pero no quería mostrarse dubitativa frente a él. Haría más preguntas. Y lo que menos deseaba era que aquella visita para «saber qué narices pasaba con los desbarajustes de su ciclo menstrual», como le había dicho, levantara sus suspicacias.
—¿Todo bien? —preguntó David posando su mano sobre el muslo desnudo de su novia. Había guardado el móvil en su bolsillo trasero y se esmeraba en mostrarse tranquilo.
—Todo bien —respondió ella dándole un pico conciliador.
—¿No quieres que entre contigo?
Ella negó con la cabeza y sostuvo con tono de forzada paciencia:
—Ya hemos hablado de eso.
Lo habían hablado el martes. Y el miércoles. Y el día anterior. También aquel viernes por la mañana. Le había dicho que el médico no le dejaría pasar, pero como sabía que aquella excusa se caería por su propio peso si David pedía permiso para acompañarla, le había explicado, además, que se sentía más segura y confiada hablando de «sus cosas» si estaba a solas con el profesional. No le mentía, al fin y al cabo. Él aceptó de mala gana, no sin darle vueltas a lo que pudiera dar lugar la consulta. Cristi era demasiado atractiva —y demasiado de su propiedad— como para acabar expuesta frente a un desconocido, por mucho titulito universitario que tuviera el menda. Solo esperaba que el estudio, o lo que fuese que debían hacerle a su bomboncito, no derivase en la necesidad de exploración física alguna.
Lo que Cristina no le había contado, entre otras cosas, es que había movido cielo y tierra para conseguir una cita con el doctor Andrade. Un poco de sobreactuación tras los resultados del análisis de sangre que le había mandado su médica de atención primaria para comprobar que, efectivamente, tenía anemia y ciertas dosis de persuasión frente a la administrativa que daba las citas, conocida de una conocida. ¡Necesitaba que la derivasen al servicio de ginecología! No era solo la confianza que le ofrecía la reputación del ginecólogo, culpable de que tanto su agenda en la sanidad pública como las del consultorio privado que no podía costearse tuvieran cubierto el cupo hasta después de verano; tampoco la encarecida recomendación que le había hecho de él su amiga Fátima, aunque esta le hubiera servido para oír de Carlos Andrade por primera vez. Había otro motivo más particular. El doctor Andrade, además de ginecólogo, era sexólogo clínico y dirigía diversos equipos de investigación a nivel nacional, además de presidir varios organismos médicos. Cris lo había leído en Google para acabar convencida de que aquel hombre estaba de sobra capacitado para tratar su problema. Uno de ellos, al menos. Cuando la conocida de su conocida contactó con ella dos semanas atrás para avisarla de que se abrirían tres citas la tarde del último viernes del mes, tres y media, cuatro y cuatro y media, vio el cielo abierto.
David soltó un suspiro. Si Cristina decía que no, era que no.
—Como quieras —cedió él.
No tuvieron tiempo de renegociar nada. La puerta de la consulta 1, situada al otro lado de la sala de espera, se abrió de golpe. De ella emergió la silueta de un tipo alto ataviado con una bata blanca que cruzó el pasillo tras el cristal opaco para, acto seguido, perderse más allá de un portón abatible sobre el que se leía:
SOLO PERSONAL AUTORIZADO
Al momento se abrió la puerta 3. La enfermera que se había asomado un instante antes despidió amablemente a una pareja de septuagenarios. Ella, muy emperifollada, lucía muchos oros y él, haciendo gala de un aspecto más campechano, una boina y un bastón de madera tallada.
—Muchísimas gracias por todo, Teresa. El doctor Andrade es un cielo.
—Lo es —corroboró la profesional—. Me alegro muchísimo de que toda siga bien, Doña Concha. En seis meses la volvemos a tener por aquí. Y a usted, si Dios quiere, Don Armando.
A Cris, a la que se le alegró el cuerpo al escuchar lo que Doña Concha decía del doctor, aquellas muestras de afecto le parecieron sinceras. Siguió con la vista a la pareja de ancianos y se preguntó acerca del motivo que les habría llevado a la consulta. A esas edades todo se complica. No tuvo tiempo de profundizar demasiado. Teresa reclamó la atención de ambos y se dirigió a la chica del cabello magenta:
—El doctor ha tenido que salir un momento. La avisaré enseguida.
Era la segunda vez que se dirigía a ella y la segunda vez que lo hacía tratándola de usted. Tenía veintidós años y acababa de terminar la carrera. Hacía poco más de un mes que se había graduado. Ni siquiera había empezado a preparar las oposiciones, mucho menos accedido al mercado laboral profesional. Todavía no podían llamarla de usted ni los críos que jugaban a la pelota en su calle, se dijo algo mosca.
—En cuanto entres voy a ir a comprarme una Coca-Cola. ¿Quieres algo? —le preguntó David.
Ella negó con la cabeza. Cuando saliera de la consulta quizás compraría un Nestéa de limón helado.
—Como quieras. —David echó mano de su cartera, de cuyo interior asomaron un par de billetes de cincuenta, revisó el compartimento de las monedas y sacó unos céntimos—. ¿Tienes un par de euros sueltos?
—Creo que sí.
En tanto abrió el bolso y rebuscó en su monedero, la figura borrosa del doctor Andrade se materializó al otro lado de la mampara de cristal tras abatir en sentido opuesto el portón que lo había visto marcharse unos minutos antes. Portaba ahora un maletín de cuero marrón. Se adentró en la consulta 1.
Llegaba su hora.
—Toma —dijo nerviosa. Él se guardó las dos monedas y dejó escapar un resuello. Tampoco había conseguido serenarse.
Se oyó una conversación en la consulta 2. A Cris le palpitaba fuerte el corazón. Luego unas risas. Bum-bum. Bum-bum. Después se hizo un silencio al que continuaron otras risas. ¿Qué estarían cuchicheando? Al cabo de un largo minuto ambos oyeron el golpe de una de las puertas internas al cerrarse. Lo siguiente que ocurrió es que la consulta 3 se abrió de par en par y apareció Carlos Andrade bajo el umbral.
—Cristina Barros es usted, ¿verdad?
Los nervios al escuchar su nombre de boca del médico la hicieron obviar el «usted». Se levantó, le dio un beso a su novio y se despidieron con un: «hasta ahora». Lo último que vio David antes de ir a buscar su Coca-Cola fue el bamboleo del culo de Cristi al perderse en la consulta.
El doctor, con un rictus de cortesía, cerró la puerta tras aquella chica tan exótica. Era mucho más guapa que en fotos, se dijo antes de echar el pestillo.