El ginecoloco

Buenos días,

Muchísimas gracias por vuestro interés y comentarios. Por motivos laborales sobrevenidos no me encuentro en casa. La siguiente parte del relato, de tres capítulos, la publicaré el sábado a las 22:00 horas.

Agradezco vuestra paciencia.

¡Un saludo! 🍻
 
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—Lo primero que vamos a hacer es lo siguiente. Ven aquí.

Cristina, varada en un mar de incertidumbre tras sentirse expuesta a ojos del médico, y sometida a unos calores flamígeros que le ascendían desde el cuello a las mejillas y se prolongaban hasta los oídos, se colocó delante del espejo, tal y como le indicó el doctor. La tensión que parecía haberse diluido crecía en su interior. Él, que debía de haber hecho infinidad de exploraciones, se situó detrás. La cabeza que le sacaba a Cris, pese a que esta tenía los zapatos de cuña puestos, le iba a facilitar la exploración mamaria, amén de otorgarle unas vistas privilegiadas del paraíso carnal que acababa de descubrir. Lo que prometía el cuerpo que ahora se mostraba frente él se había quedado corto, incluida la naturalidad de unos pechos tan perfectos que algunas fotos le habían hecho dudar. El revoltijo en su estómago se asemejaba más a una marcha militar que a un hormigueo.

—¿Estoy bien aquí?

La deidad fucsia, como la había apodado Andrade en su cuaderno, con el cuello ligeramente torcido, contemplaba con apuro su piel tostada. Sus pechos desnudos. Su ombligo, que era precioso pero nunca le había gustado. La braguita negra. Y luchaba, a su vez, por evitar cruzar la mirada con el ginecólogo. Moriría de la vergüenza. Lo había pillado con los ojos en la masa, estaba casi desnuda y no quiso imaginarse para qué serían los guantes que se había echado al bolsillo de la bata. Tampoco él buscó contacto visual tras saberse descubierto admirando sus curvas y el sensual piercing que atravesaba uno de sus pezones. La imagen era extraordinaria, pero no podía volver a cohibir a la paciente con miradas inmorales, por más sexy que luciera en tanga, por más que le estimulara no hallar rastros de marcas de bikini en su delicada espalda ni en sus pechos. El bronceado de aquella piel brillante era uniforme, lo que intensificaba el rosa de sus pezones. No evitó recrearse, a pesar de la prudencia requerida, con la forma en que el tanga era incapaz de cubrir la zona pálida que se había encargado de proteger del sol la braguita de un bikini más generoso que la minúscula prenda negra que vestía. Y esa zona prohibida varios tonos más blanca que el resto de la piel le pareció desafiante. El calor de la estancia se tornaba frío en comparación con el fuego que crecía en su interior.

Profundizó en su actuación:

—Muy bien. Solo céntrate frente al espejo, de este modo...

Las grandes manos de Carlos se posaron sobre la cintura desnuda de Cristina, que obedeció a su guía dando un pequeño paso lateral. Nerviosa, se recolocó la melena hacia atrás. Su fresco aroma era un constante estímulo para el maduro.

—¿Te has hecho alguna vez una autoexploración de mamas? —le preguntó él con su voz grave cerca del oído. No le quitó las manos de encima ni apartó la mirada del espejo, donde se forzaba por no mirar al triangulito negro entre los muslos de la niña. Actuaba de la manera más neutra posible sin ser tan idiota como para desaprovechar su estatus. Algunas voces en su cabeza, las que acostumbraba a acallar para concentrarse en el ritual, le pedían que aproximara su entrepierna al culo que tenía a escasos centímetros de su pantalón. Supo contenerse a pesar de que la monstruosidad bajo sus calzoncillos iba adquiriendo vida propia.

—Recuerdo que alguna me hice, así por encimilla, tras visitar al doctor Menéndez en su día... —admitió con una inflexión de duda recordando la de veces que su tía se lo había pedido. «Búscate bultitos en los pechos de vez en cuando, no lo dejes. Pálpate cuando te duches». Lo cierto es que las ocasiones en que echaba mano —o boca— a sus pechos solían esconder una motivación sexual. Le gustaba lamerse los pezones, sobre todo el derecho, el del piercing, cuando le hacían el amor en ciertas posturas. También gozaba al estimularlos con suaves y húmedos pellizquitos mientras le hacían sexo oral, o se los pellizcaba con más ímpetu mientras se masturbaba en compañía de su imaginación o se encendía con alguna escena pornográfica de fondo, circunstancia esta última que ignoraban hasta sus amigas más íntimas, incluida Fátima. Pero no todo consistía en maltratarse los pezones. Agarrarse y amasar sus pechos mientras cabalgaba a su chico, fuese David o algún otro, también la excitaba. Y a ellos, más. Como a Oliver, que, excitado por el vaivén de aquellas dos joyas mientras era cabalgado, la obligó a tumbarse en la trasera de su coche para «darle en condiciones», lo que derivó en la herida que la había llevado a la consulta 3 del Francisco de Asís aquel viernes.

—Lo primero que debe hacerse es observar. Observar con atención, ¿de acuerdo? —preguntó retóricamente—. Me pondré aquí, a tu lado.

Carlos, con aires de profesor de arte dispuesto a aleccionar a su alumna aventajada, se colocó a su derecha despegando las manos de su cuerpo.

—Descansa los brazos, relajada. Evita toda rigidez. —Ella obedeció tras hincharse los pulmones y dejar escapar el aire de manera pausada. No terminó de calmarse—. Solo has de mirarte con ojo clínico. Debes observar las mamas en su conjunto, las areolas y los pezones —explicaba sin perder detalle del perfil de sus preciosos pechos. Aquel juego le fascinaba—. Lo primero, el color de los pezones. Debe ser uniforme, como es tu caso, ¿ves? —Carlos señaló uno y otro con el índice; ella observó en el espejo, asintiendo, ahuyentando sus vergüenzas—. Especial atención merecen también el volumen, la forma y la simetría que existe entre los pechos —decía sin perder detalle, casi salivando. No quiso imaginarse el momento de analizar aspectos más íntimos de su anatomía—. Como puedes apreciar en el espejo, la simetría de tus pechos es perfecta a simple vista.

«Y el volumen y la forma, exquisitas. Menudas tetas tiene la chiquita esta», anotó mentalmente, enloqueciendo a sorbitos.

Cristina, cuyo cuerpo era la primera vez que estaba siendo escrutado de aquella manera tan necesaria por una circunstancia sobrevenida como deliberada por el método, no sabía si debía sentirse incómoda. Quería estarlo, o al menos una parte de ella; interpretar con mirada sucia la forma en que había sido estudiada hasta el momento. Pero no acababan de arrancar sus miedos y sus inseguridades más allá de los límites del pudor. Era examinada por el mismísimo Carlos Andrade y a cada rato los arranques de su malpensar se apagaban como nacían: al fin y al cabo estaba en una consulta ginecológica y aquello formaba parte del trámite clínico. Para evadirse de esa extraña sensación entre la exhibición y el protagonismo no deseado sin llegar a disociarse, se limitó a observar con atención su cuerpo y seguir el proceder del ginecólogo, preguntándose si sabría localizar asimetrías cuando estas se produjesen, si es que se producían.

—No significa esto, cuidado —la trajo de vuelta a la realidad el médico—, que cualquier asimetría resulte maligna. La mayoría no lo son. E incluso es en absoluto normal que existan desde que las mamas comienzan a desarrollarse.

Luego le habló al espejo de la necesidad de buscar bultitos, hundimientos, hoyuelos, sarpullidos, enrojecimientos o cambios de coloración en la piel. A todas luces, y aunque el ritual tuviera como finalidad crear una conexión tan íntima como complicada, aquel par de melones, le hizo saber con un lenguaje médico, estaban muy bien formados, así como los pezones, que se presentaban sanos, sin mostrar retracciones en la piel ni secreciones. A este último respecto sí se interesó. El piercing lo tenía tan fascinado como la firmeza de los senos que semanas atrás creyó artificiales. Podía dar mucho juego.

—¿Cuándo te hiciste la perforación? Si no te molesta decirlo.

—En absoluto —respondió ella con un movimiento de cuello. Después bajó la mirada y se lo observó. Una pequeña barra con una bola a cada lado—. Hará año y medio.

—¿Algo reseñable? ¿Tuviste infección? ¿Supuró el pezón?

—Salvo picores tras las curas, nada que yo recuerde. Lo llevé bien.

—Me alegro. Suelen dar problemas —expuso él sin estar seguro de su afirmación. Le bastó con haber sonado convincente.

Tras la primera toma de contacto normalizando su desnudez, y por ese afán de aparentar una profesionalidad impostada, le pidió ahora que elevara los brazos sobre la cabeza. La posición aumentaba la tensión en los ligamentos suspensorios. En caso de existir signos cutáneos retráctiles, esta postura, casi idéntica a la que había adoptado tumbada, facilitaba su detección a simple vista. Se colocó frente a ella, flexionó las rodillas colocando sus manos sobre ellas, y examinó de frente sus pechos. «Sublimes». Por supuesto, la postura los mostraba más firmes, redondos y tentadores. Se moría por comenzar a catarlos, idea que amenazaba la integridad de su monstruosidad, cuya cabeza buscaba salida entre la tela de sus calzoncillos. Pero qué iba a hacer. Para eso estaba allí, materializando el plan que tanto le había costado orquestar. Bueno, para eso y para lo que intentaría después.

—Estupendo, todo bien —habló tras colocarse de nuevo a su lado—. Baja los brazos, aunque los tendrás que volver a elevar cuando te lo pida. Vamos a lo importante. —«Ahora es cuando me los va a tocar», pensó ella—. Aunque te voy a entregar un tríptico donde todo te va a venir perfectamente explicado, vamos a la clase práctica. —«Sí, me los va a tocar», se repitió mirándose al espejo—. No es necesario que te tumbes otra vez, valoro más tu comodidad y que no te sientas vulnerable —mencionó con falsa empatía, pues todo lo que hacía conducía precisamente a buscar vulnerabilidades—. En tu casa, tranquila, puedes hacerlo de cúbito supino sobre la cama. O sentada en el filo de la misma.

—Vale... —dijo ella conforme, expectante, concisa.

El doctor se situó a su espalda una vez más.

—Permiso —solicitó él.

—Concedido. —Sonó convincente, pero la tensión la obligó a tragar saliva.

Merci... —Las manos de Carlos Andrade ascendieron suavemente a través de su costado hasta aproximarse a las axilas—. Coloca los brazos en jarra —le ordenó. Ella obedeció mirándose al espejo con nerviosa atención—. Muy bien. Debes comenzar aquí, o es lo que yo recomiendo para abarcar toda la zona a explorar, de fuera hacia dentro antes de centrarnos en las mamas.

Andrade volvió a explorar sus axilas, esta vez centrándose en subir y bajar con sus dedos por el exterior del pectoral. Cristina tenía unos senos tan voluminosos que al doctor le resultaba imposible no acariciarlos por las propias necesidades de la palpación lateral. Le explicó la ubicación de los ganglios linfáticos haciendo breves pasadas así como la manera de usar su índice, corazón y anular para palparse, ejerciendo una leve presión con las yemas sobre la carne.

—Ahora eleva los brazos, como antes, y llévate las manos a la nuca.

Cris respiró profundamente y se sometió a la orden del médico. Sus tetas se mostraron en todo su esplendor, desafiantes, como instantes antes habían lucido. El ángulo de sus pezones respecto a una línea recta imaginaria a la pared se vio incrementado. Casi apuntaban a la ventana. Otra oleada de inseguridades quiso apoderarse de ella al percibir su propia docilidad, pero se sobrepuso con un alarde de madurez. ¡Estaba en el médico! Además, aquel tío no era Menéndez: el doctor que posaba sus manos sedosas sobre ella, se convenció, era comunicativo, educado y cercano, factores que suelen generar siempre más confianza que los opuestos. Pocas cosas peores que tu salud dependa de alguien desagradable y distante. Además, el tipo, volvió a confesarse a sí misma, era bien atractivo. Algo sumaba aquel matiz superficial.

Carlos, que estaba encantado de permanecer con las manos acariciando el cuerpo de la veinteañera, se deleitó además con el ángulo que formó la espalda de Cris al estirar la chiquilla el tronco. Aquel culazo se curvó irremediablemente hacia su entrepierna. Una parte de él comenzaba a sentir hambre real, y aquel apetitoso plato era un tres Estrellas. Debía seguir conteniendo la sexualización del momento sin dejar de evocar en ella los más sutiles estímulos sensoriales.

—Esta posición facilita encontrar cualquier anomalía al tacto. Inténtalo tú. Deja el brazo izquierdo tras la cabeza y con la mano derecha haz el mismo recorrido que ha hecho la mía sobre tu axila. Al terminar, sitúa tu mano derecha tras la nuca y haz lo propio con la izquierda. Recorre tu axila hasta bordear por completo tu pecho.

—Vamos allá... —susurró ella humedeciéndose por décima vez los labios. Deseó que todo aquel trámite médico que la estaba poniendo a prueba tuviera un final fructífero. Carlos se separó de ella y tomó perspectiva a sus espaldas.

Cristina ejecutó el par de gestos como el ginecólogo le había indicado. Su vista al otro lado del espejo perseguía sus propios movimientos. Al terminar de autoexplorarse, buscó la mirada del maduro aguardando su aprobación.

—¡Estupendo! —la apremió él después de invitarla a descansar los brazos—. Recuerda hacerlo siempre usando estos tres dedos —le explicó llevando su índice, corazón y anular al contorno de su pecho sin solicitud de permiso, gesto con el que se maravilló sin perder detalle en el espejo. Su rostro junto al de Cris le resultó una situación en exceso sugestiva. Luego se separó ligeramente y colocó las manos sobre sus hombros en un gesto que buscaba poco más que tranquilizarla.

—Así lo haré —aceptó ella torciendo la cabeza a un lado para volver a contemplarse. No le incomodó el gesto del médico.

—Para la palpación de las mamas —prosiguió el profesional—, hay dos maneras de proceder. La primera comienza aquí. Permíteme...

El ginecólogo se colocó ahora al lado de Cris para no interferir entre ella y el espejo. Quería que atendiese a la explicación. Llevó su mano izquierda al hombro derecho de la chica y los tres dedos de la derecha justo bajo su clavícula izquierda. Fue descendiendo lentamente, imprimiendo una mayor presión en la zona en que encontraba más volumen mamario. Al llegar al pezón, no sin maldad bien disimulada, dibujó un círculo estudiado sobre su areola, provocando que el sobresaliente pezoncito oscilara siguiendo el movimiento circular de los dedos. Después, como si tal cosa, descendió por la parte inferior del pecho ejerciendo cierto empuje. Se detuvo al encontrarse con sus costillas.

—¿Has notado la línea recta que he dibujado?

Ella asintió, claro. No solo había notado la línea recta, también seguía percibiendo ese regusto extraño al haber sido excitado su pezón, que muy a su pesar se había despertado. Rezó por que no se le notara tanto, rezó por que no se le erizara al máximo esplendor. Era una de sus zonas de activación y no quería pasar un bochorno después.

—Magnífico. Pues esa misma línea, observa... —Carlos llevó otra vez sus tres dedos de su mano derecha bajo la clavícula izquierda de Cristina y volvió a descender sobre su piel. Esta vez inició la bajada desde un punto situado a un par de centímetros de donde había empezado a descender antes; aquel pecho era enorme—. Estoy trazando líneas rectas que van de arriba abajo. Debes imaginar líneas descendentes y abarcar todo el ancho del seno. Fíjate en mí...

Como había hecho hacía unos segundos, el ginecólogo recorrió, ejerciendo diferentes presiones en función del volumen bajo sus dedos, todo su pecho, de arriba abajo. Le explicó que debía buscarse uniformidades y posibles bultitos. Y la calmó aclarándole que no todo bulto que pudiera encontrar debía significar algo malo. De hecho, lo lógico es que no lo fuese. Más del noventa por ciento de los tumores que se encontraban durante las exploraciones eran benignos.

—Ahora tú, Cristina. Hazlo con la mano izquierda. Dibuja líneas imaginarias descendentes sobre tu mama derecha.

Cris, que no era una niñata, obedeció en silencio y adoptó una actitud profesional. Lo que puede parecer profesional una chica en tanga y zapatos veraniegos de cuña alta. Frente al espejo, trazó seis veces la misma ruta descendente a diferente distancia. Incluso imitó el movimiento circular sobre el pezón perforado cuando la trayectoria se topó con él. La coreografía fascinó a Carlos Andrade, que le pedía a los dioses de la providencia tiempo para ejecutar su obra sin interrupciones.

—Perfecto. De igual manera... Baja los brazos y permíteme... Se hace desde aquí... —Andrade llevó ahora sus dedos al esternón de Cris y pintó sobre su piel una imaginaria línea horizontal hasta el borde exterior de su pecho izquierdo. Por supuesto, y de manera distraída, recorrió la línea invisible que cruzaba sobre su pezón para volver a acariciarlo, esta vez sin circundarlo con caricias sobre la areola. Se limitó a pasar por encima para notar que había perdido su textura blanda: había reaccionado. Ella, bajo el embrujo del calor que apretaba en la consulta, atendía como buena alumna y no rechistó.

—Del mismo modo, debes hacer un poco más de presión en la zona en que la mama es más consistente. Es fácil. De arriba abajo y del centro al exterior.

—Lo pillo... —correspondió ella. Tenía la boca seca. Y los vellos de la nuca ligeramente de punta. Nada de lo que le hacía el doctor le pasaba desapercibido, fuere consciente o inconscientemente.

—La otra forma —prosiguió Carlos, situándose detrás de ella y pasando sus brazos bajo los suyos— es así, mira. Pon los brazos en cruz.

Ella acató su mandamiento clínico y él colocó su cabeza sobre su hombro, a la altura de su rostro. Sin impedimentos, llevó sus manos al punto más externo de sendas clavículas, e imprimió a sus dedos unos movimientos muy específicos. El contacto directo con su piel era excitante, y se convenció de que los guantes solo se los pondría en la siguiente fase de la exploración en tanto la chiquilla no dijera nada al respecto.

—Se trata de trazar pequeños círculos de esta manera sobre la piel. Un pequeño círculo describiendo otro más grande sobre tus pechos, donde el pezón es el centro...

Los dedos del doctor comenzaron a trazar sutiles redondeles sobre cada una de las tetas de Cristina. Sus manos, a su vez, describían una espiral que comenzaba desde el borde exterior hasta su pezón. Primero descendían bordeando el pecho, se dirigían a su esternón pasando por la zona inferior del pecho, ascendían y volvían a girar para ir describiendo órbitas por toda la montaña. La presión debía aumentar a medida que aquel ascenso circular avanzaba hasta la cumbre. Al coronar los pezones, con sumo cuidado, sobre todo al tocar el metal del piercing, Carlos trazó pequeños círculos sobre ellos con las yemas de sus dedos. Ella detuvo alguna embarazosa reacción de su cuerpo. A continuación, antes de separarse de su joven paciente, se permitió descuidadamente abrazar con la palma de las manos sendos pechos para acabar comprobando, como ya sabía, que no podía abarcarlos enteros. Reprimió con todas sus fuerzas las ganas de terminar el movimiento regalándole a la chica un sutil pellizco en sus cúspides rosadas. No tardaría en buscar la excusa para estimularlos. Y estimularla.

El cuerpo de Cristina se estremeció al sentir la última caricia, que no acabó de entender. El profesional, por su parte, recogió los brazos con cuidado, satisfecho, y se colocó a su lado. Miró al espejo y se dirigió a Cris a través de él.

—Puedes bajar los brazos. ¿Todo bien? ¿Alguna molestia?

Ella le miró y volvió a recolocarse el pelo hacia atrás.

—Todo bien. Ninguna molestia.

Se le escapó un suspiro. Ninguna molestia excepto una extraña y placentera sensación que provenía del pezón derecho, erizado y en constante emisión de señales positivas al resto de su cuerpo.

—Me alegro —dijo él con cierta preocupación: la de mantener oculta su inminente y enorme erección bajo la bata. Uno de los sinos que más había influido en su vida residía en su entrepierna. Para alegría y desgracia—. Como ves, es muy sencillo. Lo más difícil, como suele ocurrir en muchos ámbitos de la vida, es mantener la constancia. No quiero decir que se convierta en una carga diaria, pero procura autoexaminarte al menos un par de veces al mes. ¿Hecho?

—Intentaré ser constante —prometió ella, distraída.

La hipersensibilidad de sus pezones había activado su organismo. Podía sentir el tanga apretado en su entrepierna, en su cintura, perderse entre sus glúteos. La frecuencia cardiaca le había aumentado y los colores que se le habían subido daban buena muestra de esa mezcla de emociones que la embriaga. Por supuesto, sabía que estaba con un eminente ginecólogo y sexólogo, pero eso no ocultaba el hecho lógico de que un hombre al que acababa de conocer le hubiera acariciado los pechos en un contexto totalmente ajeno a ella y a su vida cotidiana. No era algo necesariamente malo: sentirse tan alejada de su zona de confort siempre activaba sus más personales instintos de sumisión placentera, aunque esto no significase más que eso, sensaciones placenteras.

—Para terminar la exploración de mamas, que espero te haya servido, déjame mirar un aspecto que me ha llamado la atención. Después vamos a lo que nos hemos dejado en el tintero.

A lo que nos hemos dejado en el tintero. Cris no le vio las orejas al toro, vio al toro.

El doctor la invitó a sentarse sobre la camilla en tanto él se dirigió de nuevo al misterioso maletín. Sacó una lupa y regresó a su lado.

—Siéntate en el borde, reclina el cuerpo y agárrate con las manos al otro extremo de la camilla. Saca pecho, hablando mal y pronto, y relájate. Voy a comprobar ahora lo que vienen a denominarse tubérculos de Montgomery.

—¿Qué son? —preguntó ella abandonando esa especie de estado de subyugación en que se había encontrado durante toda la exploración. Y obviando lo de sacar pecho, a lo que hizo caso con timidez. Por vergüenza, apretó los muslos, que sintió hirviendo. Sus cuñas no llegaban al suelo.

Carlos Andrade se quedó alucinado con la forma en que se había echado hacia atrás para facilitarle la exploración. Qué cuerpo tan precioso, y qué pechos tan turgentes, se repitió antes de convertirse en el ginecólogo formal que debía aparentar ser.

—Observa, son estos diminutos puntitos sobre la areola que bordea tus pezones... —Carlos se colocó de pie a su lado, se echó hacia delante y aproximó la lupa a su pezón izquierdo—. Son simples glándulas sebáceas. Tienes muy pocas, casi imperceptibles, y parecen perfectamente sanas. Algún día —aventuró con tono explicativo—, cuando te quedes embarazada, cambiarán en forma y número visible.

Cris miró distraídamente hacia un lado y otro. ¿Embarazada? ¿De David? No le agradó demasiado la idea. Para apartar de su mente inciertos futuros, centró su atención en el doctor. En esa maraña de pelos bien arreglados, en sus gafas de intelectual, a sus concentrados ojos, a sus grandes manos. ¿No tenía calor con la bata puesta?

Carlos se colocó al otro lado de sus piernas y procedió a examinar el pezón del piercing.

—A ver por aquí...

La imagen que se mostraba ante él era muy tentadora. Demasiado. Tanto que tuvo que arquear la espalda para evitar que Cristina pudiera apreciar el bulto de su bragueta. O que este mismo promontorio tocara su rodilla.

—Dime si te molesta esto cuando termine, por favor. Voy a estimular brevemente el pezón para volver a estimularlo tras incentivar el flujo sanguíneo de tu pecho. Avísame si llega a dolerte.

El ginecólogo llevó el índice derecho al pezón atravesado por la barra y comenzó a pulsarlo como si fuese un botón. Lo hizo tres, cuatro veces, con una cadencia suave, observando en los cristales de aumento cómo volvía a su posición natural tras ser hundido en el centro de la areola. Llevado por un sentir irrefrenable justificado por la explicación que acababa de darle a Cris, palpó el pecho desde abajo. Luego por los laterales. Y acto seguido lo abarcó todo lo que pudo con la mano, apretándolo entre sus dedos, examinando con la lupa aspecto alguno de la piel de sus tetas. Porque aquel proceder no buscaba más que su satisfacción y la sobreestimulación de una de las principales zonas erógenas de la muchacha de los ojos verdes. Antes de volver a apretar el botón del piercing, amasó su pecho con dulzura.

A Cristina un latigazo electrizante le había recorrido tres veces la columna vertebral en el proceso. Alguna ramificación del peculiar relámpago interno había alcanzado zonas prohibidas de su anatomía.

Disimuló:

—No, no me molesta, ni el pezón ni el pecho. Bueno, si se aprieta un poco sí, pero no ha llegado a eso.

—¿Me hablas de usted? ¡Por favor! —bromeó él.

—¡No, no! Quiero decir que no ha llegado «a eso» la presión que has hecho, ¡no tú!

La risa tonta que le entró a Cris fue suficiente como para que sus pechos se mecieran como flanes en la cara del doctor. También su delicioso vientre había temblado. Y sus labios mostraban una preciosa sonrisa. Fueron los gestos que más efectos adversos le provocaron al ginecólogo hasta el momento. La tirantez en sus calzoncillos tipo bóxer comenzaba ya a molestar. Y todavía quedaba lo mejor.

—¡Vale, vale! Me quedo más tranquilo —dijo divertido admirando su dentadura.

La pequeña confusión templó la tensión del momento y puso coto a los calambres que azotaban el cuerpo de la joven. Carlos aprovechó para acercarse de nuevo al pezón perforado. Cris lo siguió con los ojos con esa pose suya que la hacía sentirse entregada y rezó por que dejara su teta en paz. Pobre pezón, de una forma u otra siempre acababa maltrecho.

—Con lo poco que me gusta a mí que me hablen de usted —comentó ella con un tono suave con el que pretendía alejar algunos fantasmas.

—Y a mí —convino él con la lupa de nuevo sobre el piercing—. Me hace sentir más mayor. Dime ahora si esto te molesta, por favor.

En lugar de pulsar el pezón, esta vez lo pellizcó suavemente entre el índice y el pulgar. Ella dio un pequeño respingo, casi imperceptible, y pidió para sí misma que dejara de hacérselo. Él no pasó por alto la señal.

—Molestar no molesta... —admitió Cris, dubitativa. ¿Cabría decir que era molesta la percepción físico–erótica de lo que le hacía, así como lo que le provocaba en su fuero interno?

—¿Y si aprieto un poquito...? —Llevó de nuevo el índice y el pulgar al pezón y lo pellizcó ejerciendo unas dosis más altas de maldad, si puede ser esta usada como medida de intensidad.

Cristina dio otro respingo, esta vez más notorio, que provocó que moviese ligeramente el culo sobre la camilla.

—Algo siento —escupió con total naturalidad.

—¿Algo? —inquirió él.

—Sí, pero no es dolor ni molestia. Solo es que tengo los pezones muy sensibles —admitió convertida en un tomate.

Se le vino fugazmente a la mente el recuerdo de la primera infidelidad a David. Había conocido a un chico en Alicante, donde veraneaba con sus padres. Estaba en la playa y el muchacho, que también había acudido solo a aquella calita, se le acercó. Era muy guapo. Bastante. Y pasaba de los treinta, como a ella le gustaba. No le importó que la viese en topless y ni siquiera hizo por ponerse la parte de arriba del bikini cuando se instaló a su lado. Le ofreció galletas de chocolate para romper el hielo y a los diez minutos ya compartían cerveza. Hasta donde podía permitirse recordar, el chico la embadurnaba en crema solar, masajeaba su culo y le pedía que se diese la vuelta. Nunca había llegado tan lejos en su tonteo con un chico desde que había comenzado con David, pero se dijo que aquel encuentro casual llegaría hasta donde aquel chico totalmente depilado fuese capaz de llevarla. Sus pezones, al calor de aquella mágica tarde, fueron la llave de su coño.

—Oh, lo siento —se disculpó Carlos con una gran actuación—. Es normal, no te preocupes. Me basta con que no haya dolor ni molestia. Si el impulso eléctrico, por llamarlo de alguna manera, ha sido positivo, me es suficiente. No hay pérdida de sensibilidad, que era lo que me preocupaba. Nunca se sabe con qué puede estar relacionado lo que comentamos antes sobre tus flujos y demás.

«Miedo me dan mis flujos con estos impulsos», se lamentó ella muy consciente de que debía de ser tan madura como la hacía parecer su título universitario.

—Me alegro —dio por toda respuesta.

Carlos regresó al maletín y guardó la linterna en su interior. Luego volvió a ella y le pidió que se pusiera en pie.

—Muy bien, Cristina. Ahora quiero que me des las manos.

—¿Las manos? —preguntó ella con una medio sonrisa nerviosa, escrutando el rostro anguloso del doctor y pendiente de que sus ojos no bajaran a sus tetas.

—Sí, dame las manos.

Dubitativa, cedió. Carlos Andrade sostuvo sus dedos con dulzura en una escena de surrealismo médico. La chica, a todas luces escultural, aguardó expectante —y tensa— a lo que fuera que fuese a decirle.

—Vamos a pasar al sillón de ginecología, ¿de acuerdo? Vamos a efectuar una exploración. —Vamos. Nada como un buen plural de cortesía para seguir ganando puntos de confianza—. Para ello debes desnudarte, aunque no te recomiendo que te quites los zapatos antes de echarte sobre la camilla ginecológica, el suelo está sucio —repitió por tercera vez durante la tarde—. Si quieres, nadie te obliga, para que estés tranquila, puedes pedirle a tu chico que pase. Sé que es una examen que, aunque verás que no es nada, puede resultar un poco...

—No, no hace falta —lo interrumpió. Lo que tenía que contarle en relación a su herida interna era total y absolutamente incompatible con la presencia de David, por supuesto—. Me siento más cómoda si no está él. Si no hay nadie —matizó.

Al doctor, que esperaba aquella respuesta, no dejó de parecerle extraño. No obstante, conseguido el objetivo, no puso pegas a su decisión.

—Al menos deberías avisarle de que podemos tardar un poco. Díselo si quieres. El pestillo está echado, solo tienes que correrlo. Voy a pedirle a la enfermera una batita desechable para que te la pongas ahora. A ver si las tenemos en verde, que haga juego con tus ojos —bromeó. Ella sonrió, pero el corazón había comenzado a bombear a buen ritmo—. Puedes desnudarte tras el biombo mientras te traigo el camisón —le pidió desenlazando sus dedos de los suyos rogándole que estuviera tranquila.

El doctor entró en la habitación vecina abriendo la puerta de par en par y miró de un lado a otro dejando escapar algún aspaviento. Se encogió de hombros, se asomó a la consulta 1 y luego se plantó en el centro de la 2 con los brazos en jarra.

—¿Dónde se ha metido la enfermera? —preguntó en voz alta, indignado.

Con la esperanza de parecer malhumorado, se acercó a un mueble y de un cajón sacó una bata desechable no estéril de color azul. Luego otra verde. Luego una negra. Estaban todas mezcladas. Se entretuvo buscando una de manga corta y de la talla correcta hasta que la encontró. Y justo en ese momento, una sombra, un movimiento o un simple reflejo de la luz llamó la atención a sus espaldas. Giró rápido la cabeza, los sentidos en alerta puestos en el biombo y la ventana. Lo que menos deseaba es que el plan se viera alterado por algún contratiempo.

Tras comprobar que no ocurría nada imprevisto, se centró en su trabajo. Cerró los cajones tras ordenar las batas en su interior con meticulosidad estudiada y procedió a lavarse las manos. Aprovechó para repeinarse el denso flequillo al que no estaba acostumbrado.

Entretanto, Cristina, ataviada con su tanga y sus cuñas, había asomado la cabeza al pasillo en tanto escuchaba al doctor preguntar por la enfermera. No había un alma en ninguna de las salas de espera. ¿Dónde se había metido David? ¿Secuestrado por la enferma?, bromeó para sí misma. Decidió echar mano del bolso y sacó el iPhone mientras escuchaba a Carlos trastear en la otra habitación. Leyó un mensaje que le había escrito su chico un rato antes y tecleó:

Me va a hacer una ecografía. Tardamos un rato. Vete al coche si quieres, al menos tendrás aire acondicionado. Un besito.


Dejó el teléfono en el bolso y caminó hacia la camilla. La sensación de deambular casi desnuda por aquella calurosa habitación no dejaba de parecerle de una anormalidad absoluta. Sus pechos se bamboleaban a cada paso y no pudo más que sentirse extraña. Y más se hubiera sentido de haber pillado bajo el umbral de la puerta a Carlos Andrade, que con ferviente atención admiraba cómo el perfil de la chica del pelo fucsia se deshacía de la braguita tanga y la colocaba sobre el biombo, junto a su vestido azul. Un precioso déjà vu.

Se armó de valor e hizo acto de presencia con un toque de tos y mucha naturalidad.

—Muy bien, Cristina. Te he traído la azul y la verde. Escoge la que más te guste y póntela.

Cris, con los ojos puestos en las telas transparentes, no se dio cuenta de la estupefacción en el rostro del ginecólogo al admirar su cuerpo totalmente desnudo sobre sus plataformas de rafia. Carlos le había dicho que podía desnudarse tras el biombo mientras le traía el camisón. «Tras biombo», no frente a él. La naturaleza desinhibida de la veinteañera fue la gota que estuvo a punto de colmar el vaso. Bueno, mejor dicho, la visión de su entrepierna totalmente depilada. Lo que lo colmó fue comprobar lo que instantes antes había retenido: una mancha de humedad en el triángulo frontal del tanga negro sobre el biombo.

Era el momento de ver al causante de aquellos flujos en todo su esplendor. Esos flujos de los que Cristina se avergonzaría de ser tan notorios como intuía.

Daba comienzo lo mejor del ritual.


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5


David rehízo sus pasos. Dejó atrás el kiosco de la O.N.C.E., la entrada del centro de salud y al maldito vigilante en su interior, y se dirigió al aparcamiento con la intención de encontrar algún acceso a la zona trasera del recinto. Le tentaba la idea de la ventanita. Estudió los alrededores en busca de cámaras y bordeó la fachada del edificio circular situada dentro del parking. Había dos entradas: una que daba acceso al centro de transfusiones ubicado en el mismo sótano en que estaba Cristina y otra al fondo, un portón de apertura lateral para vehículos autorizados que lindaba con el alto muro exterior que daba a la calle. Ambas puertas estaban cerradas, pero mientras que la que daba acceso al edificio estaba cerrada a cal y canto, la que permitía el acceso a vehículos de servicio y suministro parecía fácil de superar. Se encaminó al fondo a paso lento, como quien deambula entre meditaciones, y se encendió otro cigarrillo bajo la sombra que le brindaba el muro perimetral. Al otro lado del portón, pudo observar, una carreterita asfaltada bordeaba el edificio bajo la sombra de los gruesos árboles cuyas raíces parecían estar inclinando el muro. Estaba seguro de que el camino llegaba hasta la zona trasera donde había visto los bidones amarillos.

El teléfono sonó cuando calculaba la altura del portón metálico. Casi se le salta el corazón.

—Tengo lo que me pediste. ¿A qué hora salís para Zahara? —dijo la voz al otro lado.

—Seguimos en el médico —contestó expulsando humo por la nariz.

—Pero entiendo que te sigue interesando —insistió Mario.

David dudó. Una duda pasajera. El fin justificaba los medios.

Se hinchó los pulmones y habló:

—Sigue interesándome, claro. A las seis en mi garaje. Si está Cristina conmigo, disimula.

—Lo único que espero de Cristina es que cumplas. O corto el grifo antes de abrirlo.

—No te preocupes por eso, coño. Tendrás lo que quieres.

—Eso quería oír.

Y colgó.

No le hacía ni puñetera gracia que su colega viera fotos de Cris desnuda. No le hacía gracia que nadie hiciera alusión al físico de su novia. Si quería verle las tetas, aunque le jodiera igualmente, que fuese a la playa, donde Cris las mostraba sin pudor. Aun así, se dijo, aquel pobre desgraciado no era más que un pajillero inofensivo que podría sacarle de un buen embrollo. Ni de coña visitaba él a un urólogo para que le trasteara el palote sin antes probar las archiconocidas pastillas azules.

Echó otro vistazo escrutador a su alrededor. Esta vez sí descubrió una cámara. Enfocaba directamente hacia la entrada del aparcamiento. Era imposible que se viera a través de ella la zona donde se encontraba. No existía un gran angular con semejante óptica, y menos en esas cámaras de mierda. Pero no quiso arriesgarse. Salió del recinto como el que da un paseo y bordeó la manzana entera en busca de algo que se le hubiera escapado, otra puerta, otras cámaras. Pero solo perdió el tiempo bajo un sol de justicia. Cuando regresó de vuelta al parking, el vigilante se estaba echando un pitillo apoyado en la entrada para vehículos. A su lado, una enfermera con aires de coqueteo sostenía otro cigarro. Maldijo su suerte al pasar junto a ellos y tiró el pitillo con un mal disimulado desprecio por la autoridad. No le quedó otra que meterse en el coche, enchufar el aire acondicionado, la música, y perderse en Instabloom a deleitarse con las influencers que seguía. Ya que estaba, se aliñó un cigarrito y se reclinó el asiento soñando con tener algún día el Lexus blanco que estaba aparcado en una esquina. «Menuda mierda de día para ir al médico», pensó al cerrar los ojos. Tuvieron que pasar diez largos minutos hasta que el vigilante y la amiguita se perdieron acera arriba hasta la puerta de entrada al centro de salud. Fue entonces cuando vio la oportunidad. Salió del coche con el culillo del porro en la boca, se dirigió al portón y miró hacia la entrada del parking, único lugar del que podía ser visto por algún transeúnte. En un santiamén se encaramó sobre la verja y de un salto acabó en el otro lado. Casi se le cae el porro de la boca. Avanzó por el camino asfaltado para vehículos asegurándose de que nadie lo veía a través de las ventanas de las consultas que daban a este lado. Dejó atrás varias cristaleras y un acceso lateral para personal autorizado y siguió circundando la fachada de la construcción hasta aproximarse a la zona donde había estado apoyado al otro lado de la verja un rato antes. Había desperdigados por el suelo montañas de arena, sacos de obra, palés, un par de contenedores, un generador eléctrico y bidones. Muchos bidones. De varios colores y tamaños. Al avanzar pegado al tabique se topó con los de color amarillo, justo los que había visto desde el exterior. Sabía que la ventana que venía a continuación era la de la consulta 2, puesto que las que dejaba atrás pertenecían a consultas que tenían las luces apagadas. Con suma cautela, cerciorándose de que nadie lo veía desde la calle, se asomó curioso. Un biombo, un mueble junto a la puerta de la consulta 3, archivadores en frente, un aparato totalmente desconocido para él, una encimera con un lavabo a su izquierda... A medida que se acercaba al doble ventanal, un ente extraño se abría en su campo visual, justo bajo sus pies. Escondida a ojos de quien entrara en la consulta, tras el biombo bajo la ventana, la enfermera que había despedido a la pareja de ancianos estaba echada en la camilla. Bueno, echada era un decir, estaba frita. Hija de puta. Mi novia en la habitación de al lado y esta echándose una siesta. Maldijo a la sanidad pública en un lamento sincero cuando la puerta entre consultas se abrió. De ella apareció Carlos Andrade gesticulando teatralmente. ¿Qué coño hacía ese tío? Vio cómo se encogía de hombros mirando hacia el umbral de la puerta. Tras ello deambuló unos pasos por la consulta. Se asomó a la puerta de la 1 y luego retrocedió hasta plantarse con los brazos en jarra. El doble ventanal insonorizado le impidió a David escuchar lo que decía, pero le pareció increíble que la enfermera tras el biombo no reaccionara. Debía de estar en el décimo sueño. No menos increíble le pareció que el colega aquel no la hubiera visto al ir y venir de la consulta 1. El biombo no era tan grande, joder. Tras aquel errático proceder, el ginecólogo rebuscó entre cajones para acabar sacando varias batas médicas de diferentes colores. Justo en ese momento le sonó una notificación de WhatsApp cuyo sonido chillón le hizo dar un salto hacia atrás. En la última fracción de segundo antes de desaparecer de su visual, le dio la impresión de que el doctor se giraba. Se escondió entre dos bidones y leyó el mensaje:


Me va a hacer una ecografía. Tardamos un rato. Vete al coche si quieres, al menos tendrás aire acondicionado. Un besito.


Joder. Lo que faltaba. ¿Por eso estaba buscando aquel tipo algo con que cubrirla o qué? ¿De eso se trataba? ¿Ya estábamos con las jodidas pruebas?

—Me cago en mi puta vida... ¿Qué mierda es una ecografía? —dijo en voz alta.

Se levantó sin intención de contestar al mensaje y se volvió a asomar a la consulta 2, donde Carlos, ajeno a su presencia, seguía desordenando el interior de varios cajones y comparando lo que fuera que fuesen aquellas prendas casi trasparentes. Quiso dar un paso al frente para asomarse a la consulta 3 cuando una voz llamó su atención:

—¡Eh, Modrić! ¡Ya sabía yo que algo tramabas! ¡No puedes estar aquí! ¡Ni espiar a través de las ventanas!

El rostro de David se encendió como la lava. No tanto por el hecho de haber sido pillado en una zona prohibida como por su motivación. El vigilante, tras despedirse de la enfermera joven, había vuelto al parking con la mosca detrás de la oreja.

El merengue reaccionó de manera torpe.

—Yo... Joder, solo quería fumarme esto sin molestar a nadie —esgrimió mostrando el culo de un porro apagado y consumido.

—Y encima eso... —protestó el otro con un meneo de cabeza—. Mira, no me toques los cojones que es viernes. Ya puedes estar saliendo por ahí y tirando esa porquería —le dijo con malos modos, como no podía ser de otra manera. Su brazo extendido le indicaba el camino de vuelta, donde el portón para vehículos estaba abierto.

David se quedó a un metro de la ventana de la consulta 3. Cabizbajo, pasó junto al cerdo de seguridad y le regaló una mirada desafiante tirándole el porro a los pies. Cuando el niñato con la camiseta del Madrid hubo desaparecido de su vista, el vigilante dudó con el ceño arrugado.

«¿Qué coño hacía este tipo aquí?».

Avanzó olisqueando aquí y allá, comprobando si faltaba algo o había algún cristal roto, hasta que unió cabos. Al fin y al cabo no tenía un pelo de tonto, se convenció. Con cautela, se acercó a la ventana de la consulta 2 y vio de refilón a un doctor que no había visto jamás lavándose las manos. Sobre la encimera, a su lado, descansaban lo que parecían ser un par de batas médicas, una azul y otra verde. Sin acercarse demasiado a la visual desde la que podría ser descubierto, arrastró los pies a la ventana de la consulta 3 y echó un vistazo desde un ángulo seguro. El corazón le dio un pequeño vuelco. A través del espacio inferior de un biombo de tres piezas, unos pies calzados sobre unas bonitas cuñas se levantaron del suelo. Primero uno, después el otro. Entre ambos se deslizó una pequeña tela negra, la misma que fue a parar al riel superior de la triple pantalla blanca. Era una braguita tanga muy pequeña y sexy. Casi sangra por la nariz al imaginar la escena al otro lado.

—Mi madre. La buenorra se acaba de despelotar...

Echó su cuerpo hacia atrás en un movimiento instintivo cuando el jodido ginecólogo entró en la consulta 3 con una sonrisa de oreja a oreja y el par de prendas en las manos.

—Menudo suertudo hijo de la gran puta... ¡Será...!

Miró hacia todas partes y se relamió cuando se supo invisible. Con un poco de suerte podría ver a la chica del pelo fucsia desnuda, ¿no? Con algo de cuidado, se convenció, no pondría en riesgo su puesto de trabajo.​
 
6

Aquel mismo viernes

16:28 horas


El teléfono vibró por tercera vez en el bolsillo de la bata del doctor Carlos Andrade cuando él y Teresa despedían a Doña Concha y Don Armando.

Creyó, por la insistencia, que podría tratarse de una llamada importante. No se quiso arriesgar a que colgaran esta vez.

—Disculpen un segundo, por favor.

Carlos cruzó la puerta a la consulta 2 y descolgó al número de quince cifras que aparecía en la pantalla de su Samsung.

—¿Diga? —preguntó con cierta prudencia.

—Buenas tardes. ¿Carlos Andrade Quijano?

—Soy yo, dígame.

Al oír su nombre completo y aquel extraño acento lo primero que se le vino a la cabeza es que podría tratarse de spam telefónico, alguna empresa de mierda que tiene datos de todo el mundo y cuyos operadores, humanos o robots, se dirigen a uno de cualquier manera con el fin de sonsacarle contraseñas bancarias. Con algo de suerte, solo su compañía telefónica para ofrecerle alguna oferta basura.

Nada más lejos de la realidad.

—Soy Alejandro Torres, le llamo de Soter Seguridad, de aquí del Francisco de Asís —dijo la voz con un matiz monótono—. Lamento molestarle. Sabemos que está pasando consulta. Nos consta que es usted el propietario del Lexus RX con matrícula 4433 MPA aparcado en el recinto.

—Soy el propietario, en efecto —contestó el ginecólogo adelantándose a cualquier explicación, nervioso por que hubiera podido pasarle algo a su flamante SUV blanco perlado e inmaculado.

—No se preocupe, el vehículo está bien —dijo el del acento incatalogable al percibir el nerviosismo en la voz del doctor—. El caso es que acaba de llegar la unidad móvil para la campaña de recogida de sangre que tendrá lugar mañana, como hace cada sábado... —añadió con impaciencia: Carlos Andrade debería saber ya que todos los sábados acampaba el punto móvil para la donación de sangre en el parking del centro de salud—, un autobús enorme que no vamos a poder ubicar en la zona amarilla si usted no nos hace el favor de...

El ginecólogo lo pilló al vuelo y volvió a interrumpir al vigilante de seguridad.

—Oh, Dios, lo siento. Lo siento mucho. Voy enseguida.

—Muchas gracias —se escuchó al otro lado.

Volvió a la consulta, interrumpió la charla de Teresa con los dos ancianos, se despidió de ellos y volvió a cruzar a la consulta 2 para acabar saliendo por la puerta de la consulta 1. La mampara opaca le impidió ver a la pareja de jovencitos que aguardaba impaciente y nerviosa, un tipo con la camiseta del Real Madrid y una chiquilla muy atractiva de pelo fucsia y generoso escote. Tampoco es que les hubiera prestado atención de no haber existido mampara. Solo pensaba en su Lexus.

Se dirigió hacia un portón abatible sobre el que se podía leer:


SOLO PERSONAL AUTORIZADO



Al cruzarlo, el instinto le hizo palparse los bolsillos frontales del pantalón, donde solo halló las llaves de casa y el llavero de la taquilla. En la bata solo llevaba el teléfono. Se detuvo un segundo. ¿Dónde estaban las llaves del coche? Juraría que las llevaba consigo. En el casillero, quizás. ¿Dónde si no? Junto al manojo de llaves que le habían prestado en el Virgen del Carmen por si encontraba la entrada al parking o la consulta cerradas. Reanudó el paso lamentándose por su mala cabeza. Últimamente le pasaban cosas raras.

Cruzó varias puertas, enfiló un oscuro y solitario pasillo y se adentró en el vestuario masculino, iluminado por la claridad natural que atravesaba una vidriera ambarina. Los fluorescentes estaban apagados. Antes de perderse por el pequeño laberinto de taquillas situado a la izquierda, saludó a otro doctor que se repeinaba frente al espejo de la derecha. No lo había visto antes, se juró. Era un tipo espigado, de rostro anguloso, barbita recortada y densa cabellera trigueña. ¡Como él!, se dijo sorprendido. Bajo la bata, una camisa azul a cuadros y un pantalón gris. Los zapatos, marrones, iban a juego con el cinturón.

—Buenas tardes —lo saludó con un deje caballeroso. Simpatizaba con los hombres que tenían su mismo estilo.

El desconocido correspondió con un educado cabeceo.

Carlos escuchó que abría el grifo cuando se adentró entre taquillas. La idea de que se hubiera dejado las llaves del Lexus en el interior del vehículo le inquietaba en cierto modo. Jamás le había pasado. Donde iba él, iban las llaves de su coche. Al menos, se tranquilizó, si le habían avisado para que lo moviera es que no se lo habían robado. Abrió la taquilla y encontró el mando sobre el único estante del interior, junto a un llavero del que pendían una veintena de llaves, un libro de Mikel Santiago y un montón de variopintas pertenencias. No echó en falta, claro, una de sus batas. Suspiró pesadamente y cerró el casillero. Estaba echando la llave cuando se sucedieron dos cosas a la vez: el fugaz recuerdo que arañó su memoria y un extraño movimiento a su espalda. A la mente le vino el lugar donde había estacionado el coche; justo bajo un árbol, al fondo del aparcamiento, alejado de la franja romboide pintada de amarilla. Con respecto al movimiento, poco pudo hacer más que presagiar en una milésima de segundo que algo tendría que ver con la trampa en la que había caído. ¿Le iban a robar? No lo sabría hasta unas horas después. La sombra tras él se aferró a su cuerpo, inmovilizándolo, y enseguida notó cómo algo le taponaba la boca y la nariz. Un trapo húmedo con un olor —tufos, más bien— que le resultó tan familiar por su trabajo —rohypnol, GHB, escopolamina y otros matices que le fueron imposibles de catalogar— como característico por sus efectos. Lo último que vio antes de desvanecerse sobre el suelo fue un nombre bordado en el bolsillo de plastrón de la bata que le había robado el verdugo que ahora la vestía:

DR. CARLOS ANDRADE


El tipo con la bata de Carlos Andrade agarró a Carlos Andrade por las axilas y lo arrastró hasta un mueble blanco de mediana altura, al fondo del vestuario. Dejó con cuidado el cuerpo del doctor en el suelo y abrió el compartimento inferior. Apartó varios botes de lejía y desinfectantes con cuidado y extendió una sucia alfombra sobre la superficie. Con espacio suficiente, empujó con sumo cuidado al ginecólogo al interior y lo colocó con la espalda apoyada en un lateral y la cabeza descansando sobre el contrachapado trasero. Le remangó la bata y la camisa y le inyectó en vena medio mililitro de una sustancia transparente. Cerró el mueble deseándole un feliz descanso. Cuando despertara, mucho rato después, el narcótico de elaboración propia habría borrado de su memoria todo el viernes. Con algo de suerte, se dijo el tipo que ahora se hacía llamar Carlos Andrade, podría recordar algo de las primeras horas del día antes de preguntarse qué hacía metido en el mueble de la limpieza del vestuario masculino del centro de salud al que debía ir a trabajar aquella tarde.

El tipo espigado con una bata del doctor Andrade sacó un sobre del bolsillo y lo dejó en la taquilla del doctor Andrade que ahora dormía. Después volvió a la zona común del vestuario, se quitó los guantes, los metió en una pequeña bolsita y los guardó junto a la gasa y la jeringuilla en una maleta de cuero marrón. Luego se colocó otro guante en la mano derecha, sacó de la misma maleta un pañuelo y lo empapó con un líquido que vertía con cuidado de no respirarlo. Un líquido en un botecito que también tuvo el cuidado de guardar entre sus pertenencias. A continuación escondió otra pequeña aguja en su nueva bata. Salió del vestuario, caminó hacia las consultas de Ginecología y se adentró en la consulta 1, de la que pasó a la 2. La enfermera, una tal Teresa, se mostró sorprendida por aquella presencia. No todos los días se presentaba en su consulta un médico tan bien parecido y elegante. Hasta el maletín hacía juego con sus zapatos.

—¡Hola, buenas tardes! Mis disculpas por esta irrupción sin preaviso. Debí haber llamado. Soy Federico de los Ríos. Venía a despedirme del doctor Andrade, que se va a Nicaragua y nos deja al resto en tierra. ¡¿Se puede usted creer?!

—Oh... Eh... —se le trastabilló la lengua a la enfermera—. Claro, disculpe, no le había visto antes... No... no le esperaba —se disculpó avergonzada—. Federico, encantada, soy Teresa —dijo ella muy resuelta sin saber muy bien cómo reaccionar.

—Un verdadero placer, Teresa —correspondió hiperactivo un Federico en cuya bata se leía bien claro: «Carlos Andrade»—. No me quiero imaginar los motivos de mi colega para no llevársela a usted a Nicaragua. —Las mejillas de la enfermera se encendieron y no pudo evitar dejar escapar una risotada—. ¿Está por aquí? ¿En la consulta contigua, quizás?

—Ay, no. Lo siento. Acaba de salir hace unos instantes. No tardará. Acabo de despedir a los penúltimos pacientes de la tarde y con la siguiente chica acabamos por hoy. ¿Quiere un poco de café o unas pastitas en tanto regresa?

—Oh, no, por favor. No quiero molestarla. Solo quiero que me diga cómo es posible que se nos vaya al otro lado del charco y la deje aquí en tierra. ¡A alguien como usted no la dejaría yo sola ni un instante!

Teresa, que rondaba los sesenta, aquellos halagos no le pasaron inadvertidos. Ni la forma tan casual en que aquel desconocido había irrumpido en su vida. Dejó escapar una risotada para disimular que se había puesto como un tomate.

—Ay, el doctor Andrade es un cielo, Federico —dijo como un mantra—. Pero no creo que me tenga tanto afecto como a usted. ¿De qué se conocen? Y a propósito, ¿a qué servicio pertenece? Nunca le había visto por aquí. ¿Está en el Virgen del Carmen?

Fue en ese momento cuando Teresa, cargada de preguntas, desvió la mirada al pecho del tal Federico. El nombre de Carlos Andrade le hizo saltar todas las alarmas. Su semblante cambió. Una preocupación se escapó de su boca con un hilo casi inaudible de voz:

—¿D... dónde está el doctor Andrade?

—Oh, es una corta historia. Digamos que ha adelantado sus vacaciones para hacer otro viaje. Pero no se preocupe, en este van juntos.

La mujer no tuvo tiempo de gritar. La mano derecha de quien decía llamarse Carlos Andrade le tapó la boca y en menos de un segundo se desvaneció sobre el pavimento. El nuevo doctor Andrade levantó su cuerpo y lo tendió sobre la camilla, que ocultó tras un biombo de tres piezas. A continuación le inoculó la misma vacuna somnífera que al verdadero doctor Carlos Andrade y guardó los restos, la gasa y el guante en la misma bolsita que el resto. Se acabaron los químicos aquella tarde. Ahora entraba en juego la psicología, eje central del ritual.

Todo había según lo previsto. Ahora solo debía ser Carlos Andrade. Y ser personas, tras tantos años de disfraces inadvertidos, se le daba muy bien.

Entró a la consulta 3, cerró la puerta a sus espaldas y se sentó al ordenador. Sobre la pantalla, el historial clínico brindado por la enfermera dormilona:

CRISTINA BARROS MOLINA


Ahí estaba.

Se puso en pie, caminó hacia la puerta, respiró hondo y giró el picaporte. Enmarcado bajo el umbral se dirigió a la bonita chiquilla de larga melena synthwave que aguardaba en la primera bancada de la zona de espera.

—Cristina Barros es usted, ¿verdad?
Le pareció muchísimo más guapa que en fotografías.
 
4


—Lo primero que vamos a hacer es lo siguiente. Ven aquí.

Cristina, varada en un mar de incertidumbre tras sentirse expuesta a ojos del médico, y sometida a unos calores flamígeros que le ascendían desde el cuello a las mejillas y se prolongaban hasta los oídos, se colocó delante del espejo, tal y como le indicó el doctor. La tensión que parecía haberse diluido crecía en su interior. Él, que debía de haber hecho infinidad de exploraciones, se situó detrás. La cabeza que le sacaba a Cris, pese a que esta tenía los zapatos de cuña puestos, le iba a facilitar la exploración mamaria, amén de otorgarle unas vistas privilegiadas del paraíso carnal que acababa de descubrir. Lo que prometía el cuerpo que ahora se mostraba frente él se había quedado corto, incluida la naturalidad de unos pechos tan perfectos que algunas fotos le habían hecho dudar. El revoltijo en su estómago se asemejaba más a una marcha militar que a un hormigueo.

—¿Estoy bien aquí?

La deidad fucsia, como la había apodado Andrade en su cuaderno, con el cuello ligeramente torcido, contemplaba con apuro su piel tostada. Sus pechos desnudos. Su ombligo, que era precioso pero nunca le había gustado. La braguita negra. Y luchaba, a su vez, por evitar cruzar la mirada con el ginecólogo. Moriría de la vergüenza. Lo había pillado con los ojos en la masa, estaba casi desnuda y no quiso imaginarse para qué serían los guantes que se había echado al bolsillo de la bata. Tampoco él buscó contacto visual tras saberse descubierto admirando sus curvas y el sensual piercing que atravesaba uno de sus pezones. La imagen era extraordinaria, pero no podía volver a cohibir a la paciente con miradas inmorales, por más sexy que luciera en tanga, por más que le estimulara no hallar rastros de marcas de bikini en su delicada espalda ni en sus pechos. El bronceado de aquella piel brillante era uniforme, lo que intensificaba el rosa de sus pezones. No evitó recrearse, a pesar de la prudencia requerida, con la forma en que el tanga era incapaz de cubrir la zona pálida que se había encargado de proteger del sol la braguita de un bikini más generoso que la minúscula prenda negra que vestía. Y esa zona prohibida varios tonos más blanca que el resto de la piel le pareció desafiante. El calor de la estancia se tornaba frío en comparación con el fuego que crecía en su interior.

Profundizó en su actuación:

—Muy bien. Solo céntrate frente al espejo, de este modo...

Las grandes manos de Carlos se posaron sobre la cintura desnuda de Cristina, que obedeció a su guía dando un pequeño paso lateral. Nerviosa, se recolocó la melena hacia atrás. Su fresco aroma era un constante estímulo para el maduro.

—¿Te has hecho alguna vez una autoexploración de mamas? —le preguntó él con su voz grave cerca del oído. No le quitó las manos de encima ni apartó la mirada del espejo, donde se forzaba por no mirar al triangulito negro entre los muslos de la niña. Actuaba de la manera más neutra posible sin ser tan idiota como para desaprovechar su estatus. Algunas voces en su cabeza, las que acostumbraba a acallar para concentrarse en el ritual, le pedían que aproximara su entrepierna al culo que tenía a escasos centímetros de su pantalón. Supo contenerse a pesar de que la monstruosidad bajo sus calzoncillos iba adquiriendo vida propia.

—Recuerdo que alguna me hice, así por encimilla, tras visitar al doctor Menéndez en su día... —admitió con una inflexión de duda recordando la de veces que su tía se lo había pedido. «Búscate bultitos en los pechos de vez en cuando, no lo dejes. Pálpate cuando te duches». Lo cierto es que las ocasiones en que echaba mano —o boca— a sus pechos solían esconder una motivación sexual. Le gustaba lamerse los pezones, sobre todo el derecho, el del piercing, cuando le hacían el amor en ciertas posturas. También gozaba al estimularlos con suaves y húmedos pellizquitos mientras le hacían sexo oral, o se los pellizcaba con más ímpetu mientras se masturbaba en compañía de su imaginación o se encendía con alguna escena pornográfica de fondo, circunstancia esta última que ignoraban hasta sus amigas más íntimas, incluida Fátima. Pero no todo consistía en maltratarse los pezones. Agarrarse y amasar sus pechos mientras cabalgaba a su chico, fuese David o algún otro, también la excitaba. Y a ellos, más. Como a Oliver, que, excitado por el vaivén de aquellas dos joyas mientras era cabalgado, la obligó a tumbarse en la trasera de su coche para «darle en condiciones», lo que derivó en la herida que la había llevado a la consulta 3 del Francisco de Asís aquel viernes.

—Lo primero que debe hacerse es observar. Observar con atención, ¿de acuerdo? —preguntó retóricamente—. Me pondré aquí, a tu lado.

Carlos, con aires de profesor de arte dispuesto a aleccionar a su alumna aventajada, se colocó a su derecha despegando las manos de su cuerpo.

—Descansa los brazos, relajada. Evita toda rigidez. —Ella obedeció tras hincharse los pulmones y dejar escapar el aire de manera pausada. No terminó de calmarse—. Solo has de mirarte con ojo clínico. Debes observar las mamas en su conjunto, las areolas y los pezones —explicaba sin perder detalle del perfil de sus preciosos pechos. Aquel juego le fascinaba—. Lo primero, el color de los pezones. Debe ser uniforme, como es tu caso, ¿ves? —Carlos señaló uno y otro con el índice; ella observó en el espejo, asintiendo, ahuyentando sus vergüenzas—. Especial atención merecen también el volumen, la forma y la simetría que existe entre los pechos —decía sin perder detalle, casi salivando. No quiso imaginarse el momento de analizar aspectos más íntimos de su anatomía—. Como puedes apreciar en el espejo, la simetría de tus pechos es perfecta a simple vista.

«Y el volumen y la forma, exquisitas. Menudas tetas tiene la chiquita esta», anotó mentalmente, enloqueciendo a sorbitos.

Cristina, cuyo cuerpo era la primera vez que estaba siendo escrutado de aquella manera tan necesaria por una circunstancia sobrevenida como deliberada por el método, no sabía si debía sentirse incómoda. Quería estarlo, o al menos una parte de ella; interpretar con mirada sucia la forma en que había sido estudiada hasta el momento. Pero no acababan de arrancar sus miedos y sus inseguridades más allá de los límites del pudor. Era examinada por el mismísimo Carlos Andrade y a cada rato los arranques de su malpensar se apagaban como nacían: al fin y al cabo estaba en una consulta ginecológica y aquello formaba parte del trámite clínico. Para evadirse de esa extraña sensación entre la exhibición y el protagonismo no deseado sin llegar a disociarse, se limitó a observar con atención su cuerpo y seguir el proceder del ginecólogo, preguntándose si sabría localizar asimetrías cuando estas se produjesen, si es que se producían.

—No significa esto, cuidado —la trajo de vuelta a la realidad el médico—, que cualquier asimetría resulte maligna. La mayoría no lo son. E incluso es en absoluto normal que existan desde que las mamas comienzan a desarrollarse.

Luego le habló al espejo de la necesidad de buscar bultitos, hundimientos, hoyuelos, sarpullidos, enrojecimientos o cambios de coloración en la piel. A todas luces, y aunque el ritual tuviera como finalidad crear una conexión tan íntima como complicada, aquel par de melones, le hizo saber con un lenguaje médico, estaban muy bien formados, así como los pezones, que se presentaban sanos, sin mostrar retracciones en la piel ni secreciones. A este último respecto sí se interesó. El piercing lo tenía tan fascinado como la firmeza de los senos que semanas atrás creyó artificiales. Podía dar mucho juego.

—¿Cuándo te hiciste la perforación? Si no te molesta decirlo.

—En absoluto —respondió ella con un movimiento de cuello. Después bajó la mirada y se lo observó. Una pequeña barra con una bola a cada lado—. Hará año y medio.

—¿Algo reseñable? ¿Tuviste infección? ¿Supuró el pezón?

—Salvo picores tras las curas, nada que yo recuerde. Lo llevé bien.

—Me alegro. Suelen dar problemas —expuso él sin estar seguro de su afirmación. Le bastó con haber sonado convincente.

Tras la primera toma de contacto normalizando su desnudez, y por ese afán de aparentar una profesionalidad impostada, le pidió ahora que elevara los brazos sobre la cabeza. La posición aumentaba la tensión en los ligamentos suspensorios. En caso de existir signos cutáneos retráctiles, esta postura, casi idéntica a la que había adoptado tumbada, facilitaba su detección a simple vista. Se colocó frente a ella, flexionó las rodillas colocando sus manos sobre ellas, y examinó de frente sus pechos. «Sublimes». Por supuesto, la postura los mostraba más firmes, redondos y tentadores. Se moría por comenzar a catarlos, idea que amenazaba la integridad de su monstruosidad, cuya cabeza buscaba salida entre la tela de sus calzoncillos. Pero qué iba a hacer. Para eso estaba allí, materializando el plan que tanto le había costado orquestar. Bueno, para eso y para lo que intentaría después.

—Estupendo, todo bien —habló tras colocarse de nuevo a su lado—. Baja los brazos, aunque los tendrás que volver a elevar cuando te lo pida. Vamos a lo importante. —«Ahora es cuando me los va a tocar», pensó ella—. Aunque te voy a entregar un tríptico donde todo te va a venir perfectamente explicado, vamos a la clase práctica. —«Sí, me los va a tocar», se repitió mirándose al espejo—. No es necesario que te tumbes otra vez, valoro más tu comodidad y que no te sientas vulnerable —mencionó con falsa empatía, pues todo lo que hacía conducía precisamente a buscar vulnerabilidades—. En tu casa, tranquila, puedes hacerlo de cúbito supino sobre la cama. O sentada en el filo de la misma.

—Vale... —dijo ella conforme, expectante, concisa.

El doctor se situó a su espalda una vez más.

—Permiso —solicitó él.

—Concedido. —Sonó convincente, pero la tensión la obligó a tragar saliva.

Merci... —Las manos de Carlos Andrade ascendieron suavemente a través de su costado hasta aproximarse a las axilas—. Coloca los brazos en jarra —le ordenó. Ella obedeció mirándose al espejo con nerviosa atención—. Muy bien. Debes comenzar aquí, o es lo que yo recomiendo para abarcar toda la zona a explorar, de fuera hacia dentro antes de centrarnos en las mamas.

Andrade volvió a explorar sus axilas, esta vez centrándose en subir y bajar con sus dedos por el exterior del pectoral. Cristina tenía unos senos tan voluminosos que al doctor le resultaba imposible no acariciarlos por las propias necesidades de la palpación lateral. Le explicó la ubicación de los ganglios linfáticos haciendo breves pasadas así como la manera de usar su índice, corazón y anular para palparse, ejerciendo una leve presión con las yemas sobre la carne.

—Ahora eleva los brazos, como antes, y llévate las manos a la nuca.

Cris respiró profundamente y se sometió a la orden del médico. Sus tetas se mostraron en todo su esplendor, desafiantes, como instantes antes habían lucido. El ángulo de sus pezones respecto a una línea recta imaginaria a la pared se vio incrementado. Casi apuntaban a la ventana. Otra oleada de inseguridades quiso apoderarse de ella al percibir su propia docilidad, pero se sobrepuso con un alarde de madurez. ¡Estaba en el médico! Además, aquel tío no era Menéndez: el doctor que posaba sus manos sedosas sobre ella, se convenció, era comunicativo, educado y cercano, factores que suelen generar siempre más confianza que los opuestos. Pocas cosas peores que tu salud dependa de alguien desagradable y distante. Además, el tipo, volvió a confesarse a sí misma, era bien atractivo. Algo sumaba aquel matiz superficial.

Carlos, que estaba encantado de permanecer con las manos acariciando el cuerpo de la veinteañera, se deleitó además con el ángulo que formó la espalda de Cris al estirar la chiquilla el tronco. Aquel culazo se curvó irremediablemente hacia su entrepierna. Una parte de él comenzaba a sentir hambre real, y aquel apetitoso plato era un tres Estrellas. Debía seguir conteniendo la sexualización del momento sin dejar de evocar en ella los más sutiles estímulos sensoriales.

—Esta posición facilita encontrar cualquier anomalía al tacto. Inténtalo tú. Deja el brazo izquierdo tras la cabeza y con la mano derecha haz el mismo recorrido que ha hecho la mía sobre tu axila. Al terminar, sitúa tu mano derecha tras la nuca y haz lo propio con la izquierda. Recorre tu axila hasta bordear por completo tu pecho.

—Vamos allá... —susurró ella humedeciéndose por décima vez los labios. Deseó que todo aquel trámite médico que la estaba poniendo a prueba tuviera un final fructífero. Carlos se separó de ella y tomó perspectiva a sus espaldas.

Cristina ejecutó el par de gestos como el ginecólogo le había indicado. Su vista al otro lado del espejo perseguía sus propios movimientos. Al terminar de autoexplorarse, buscó la mirada del maduro aguardando su aprobación.

—¡Estupendo! —la apremió él después de invitarla a descansar los brazos—. Recuerda hacerlo siempre usando estos tres dedos —le explicó llevando su índice, corazón y anular al contorno de su pecho sin solicitud de permiso, gesto con el que se maravilló sin perder detalle en el espejo. Su rostro junto al de Cris le resultó una situación en exceso sugestiva. Luego se separó ligeramente y colocó las manos sobre sus hombros en un gesto que buscaba poco más que tranquilizarla.

—Así lo haré —aceptó ella torciendo la cabeza a un lado para volver a contemplarse. No le incomodó el gesto del médico.

—Para la palpación de las mamas —prosiguió el profesional—, hay dos maneras de proceder. La primera comienza aquí. Permíteme...

El ginecólogo se colocó ahora al lado de Cris para no interferir entre ella y el espejo. Quería que atendiese a la explicación. Llevó su mano izquierda al hombro derecho de la chica y los tres dedos de la derecha justo bajo su clavícula izquierda. Fue descendiendo lentamente, imprimiendo una mayor presión en la zona en que encontraba más volumen mamario. Al llegar al pezón, no sin maldad bien disimulada, dibujó un círculo estudiado sobre su areola, provocando que el sobresaliente pezoncito oscilara siguiendo el movimiento circular de los dedos. Después, como si tal cosa, descendió por la parte inferior del pecho ejerciendo cierto empuje. Se detuvo al encontrarse con sus costillas.

—¿Has notado la línea recta que he dibujado?

Ella asintió, claro. No solo había notado la línea recta, también seguía percibiendo ese regusto extraño al haber sido excitado su pezón, que muy a su pesar se había despertado. Rezó por que no se le notara tanto, rezó por que no se le erizara al máximo esplendor. Era una de sus zonas de activación y no quería pasar un bochorno después.

—Magnífico. Pues esa misma línea, observa... —Carlos llevó otra vez sus tres dedos de su mano derecha bajo la clavícula izquierda de Cristina y volvió a descender sobre su piel. Esta vez inició la bajada desde un punto situado a un par de centímetros de donde había empezado a descender antes; aquel pecho era enorme—. Estoy trazando líneas rectas que van de arriba abajo. Debes imaginar líneas descendentes y abarcar todo el ancho del seno. Fíjate en mí...

Como había hecho hacía unos segundos, el ginecólogo recorrió, ejerciendo diferentes presiones en función del volumen bajo sus dedos, todo su pecho, de arriba abajo. Le explicó que debía buscarse uniformidades y posibles bultitos. Y la calmó aclarándole que no todo bulto que pudiera encontrar debía significar algo malo. De hecho, lo lógico es que no lo fuese. Más del noventa por ciento de los tumores que se encontraban durante las exploraciones eran benignos.

—Ahora tú, Cristina. Hazlo con la mano izquierda. Dibuja líneas imaginarias descendentes sobre tu mama derecha.

Cris, que no era una niñata, obedeció en silencio y adoptó una actitud profesional. Lo que puede parecer profesional una chica en tanga y zapatos veraniegos de cuña alta. Frente al espejo, trazó seis veces la misma ruta descendente a diferente distancia. Incluso imitó el movimiento circular sobre el pezón perforado cuando la trayectoria se topó con él. La coreografía fascinó a Carlos Andrade, que le pedía a los dioses de la providencia tiempo para ejecutar su obra sin interrupciones.

—Perfecto. De igual manera... Baja los brazos y permíteme... Se hace desde aquí... —Andrade llevó ahora sus dedos al esternón de Cris y pintó sobre su piel una imaginaria línea horizontal hasta el borde exterior de su pecho izquierdo. Por supuesto, y de manera distraída, recorrió la línea invisible que cruzaba sobre su pezón para volver a acariciarlo, esta vez sin circundarlo con caricias sobre la areola. Se limitó a pasar por encima para notar que había perdido su textura blanda: había reaccionado. Ella, bajo el embrujo del calor que apretaba en la consulta, atendía como buena alumna y no rechistó.

—Del mismo modo, debes hacer un poco más de presión en la zona en que la mama es más consistente. Es fácil. De arriba abajo y del centro al exterior.

—Lo pillo... —correspondió ella. Tenía la boca seca. Y los vellos de la nuca ligeramente de punta. Nada de lo que le hacía el doctor le pasaba desapercibido, fuere consciente o inconscientemente.

—La otra forma —prosiguió Carlos, situándose detrás de ella y pasando sus brazos bajo los suyos— es así, mira. Pon los brazos en cruz.

Ella acató su mandamiento clínico y él colocó su cabeza sobre su hombro, a la altura de su rostro. Sin impedimentos, llevó sus manos al punto más externo de sendas clavículas, e imprimió a sus dedos unos movimientos muy específicos. El contacto directo con su piel era excitante, y se convenció de que los guantes solo se los pondría en la siguiente fase de la exploración en tanto la chiquilla no dijera nada al respecto.

—Se trata de trazar pequeños círculos de esta manera sobre la piel. Un pequeño círculo describiendo otro más grande sobre tus pechos, donde el pezón es el centro...

Los dedos del doctor comenzaron a trazar sutiles redondeles sobre cada una de las tetas de Cristina. Sus manos, a su vez, describían una espiral que comenzaba desde el borde exterior hasta su pezón. Primero descendían bordeando el pecho, se dirigían a su esternón pasando por la zona inferior del pecho, ascendían y volvían a girar para ir describiendo órbitas por toda la montaña. La presión debía aumentar a medida que aquel ascenso circular avanzaba hasta la cumbre. Al coronar los pezones, con sumo cuidado, sobre todo al tocar el metal del piercing, Carlos trazó pequeños círculos sobre ellos con las yemas de sus dedos. Ella detuvo alguna embarazosa reacción de su cuerpo. A continuación, antes de separarse de su joven paciente, se permitió descuidadamente abrazar con la palma de las manos sendos pechos para acabar comprobando, como ya sabía, que no podía abarcarlos enteros. Reprimió con todas sus fuerzas las ganas de terminar el movimiento regalándole a la chica un sutil pellizco en sus cúspides rosadas. No tardaría en buscar la excusa para estimularlos. Y estimularla.

El cuerpo de Cristina se estremeció al sentir la última caricia, que no acabó de entender. El profesional, por su parte, recogió los brazos con cuidado, satisfecho, y se colocó a su lado. Miró al espejo y se dirigió a Cris a través de él.

—Puedes bajar los brazos. ¿Todo bien? ¿Alguna molestia?

Ella le miró y volvió a recolocarse el pelo hacia atrás.

—Todo bien. Ninguna molestia.

Se le escapó un suspiro. Ninguna molestia excepto una extraña y placentera sensación que provenía del pezón derecho, erizado y en constante emisión de señales positivas al resto de su cuerpo.

—Me alegro —dijo él con cierta preocupación: la de mantener oculta su inminente y enorme erección bajo la bata. Uno de los sinos que más había influido en su vida residía en su entrepierna. Para alegría y desgracia—. Como ves, es muy sencillo. Lo más difícil, como suele ocurrir en muchos ámbitos de la vida, es mantener la constancia. No quiero decir que se convierta en una carga diaria, pero procura autoexaminarte al menos un par de veces al mes. ¿Hecho?

—Intentaré ser constante —prometió ella, distraída.

La hipersensibilidad de sus pezones había activado su organismo. Podía sentir el tanga apretado en su entrepierna, en su cintura, perderse entre sus glúteos. La frecuencia cardiaca le había aumentado y los colores que se le habían subido daban buena muestra de esa mezcla de emociones que la embriaga. Por supuesto, sabía que estaba con un eminente ginecólogo y sexólogo, pero eso no ocultaba el hecho lógico de que un hombre al que acababa de conocer le hubiera acariciado los pechos en un contexto totalmente ajeno a ella y a su vida cotidiana. No era algo necesariamente malo: sentirse tan alejada de su zona de confort siempre activaba sus más personales instintos de sumisión placentera, aunque esto no significase más que eso, sensaciones placenteras.

—Para terminar la exploración de mamas, que espero te haya servido, déjame mirar un aspecto que me ha llamado la atención. Después vamos a lo que nos hemos dejado en el tintero.

A lo que nos hemos dejado en el tintero. Cris no le vio las orejas al toro, vio al toro.

El doctor la invitó a sentarse sobre la camilla en tanto él se dirigió de nuevo al misterioso maletín. Sacó una lupa y regresó a su lado.

—Siéntate en el borde, reclina el cuerpo y agárrate con las manos al otro extremo de la camilla. Saca pecho, hablando mal y pronto, y relájate. Voy a comprobar ahora lo que vienen a denominarse tubérculos de Montgomery.

—¿Qué son? —preguntó ella abandonando esa especie de estado de subyugación en que se había encontrado durante toda la exploración. Y obviando lo de sacar pecho, a lo que hizo caso con timidez. Por vergüenza, apretó los muslos, que sintió hirviendo. Sus cuñas no llegaban al suelo.

Carlos Andrade se quedó alucinado con la forma en que se había echado hacia atrás para facilitarle la exploración. Qué cuerpo tan precioso, y qué pechos tan turgentes, se repitió antes de convertirse en el ginecólogo formal que debía aparentar ser.

—Observa, son estos diminutos puntitos sobre la areola que bordea tus pezones... —Carlos se colocó de pie a su lado, se echó hacia delante y aproximó la lupa a su pezón izquierdo—. Son simples glándulas sebáceas. Tienes muy pocas, casi imperceptibles, y parecen perfectamente sanas. Algún día —aventuró con tono explicativo—, cuando te quedes embarazada, cambiarán en forma y número visible.

Cris miró distraídamente hacia un lado y otro. ¿Embarazada? ¿De David? No le agradó demasiado la idea. Para apartar de su mente inciertos futuros, centró su atención en el doctor. En esa maraña de pelos bien arreglados, en sus gafas de intelectual, a sus concentrados ojos, a sus grandes manos. ¿No tenía calor con la bata puesta?

Carlos se colocó al otro lado de sus piernas y procedió a examinar el pezón del piercing.

—A ver por aquí...

La imagen que se mostraba ante él era muy tentadora. Demasiado. Tanto que tuvo que arquear la espalda para evitar que Cristina pudiera apreciar el bulto de su bragueta. O que este mismo promontorio tocara su rodilla.

—Dime si te molesta esto cuando termine, por favor. Voy a estimular brevemente el pezón para volver a estimularlo tras incentivar el flujo sanguíneo de tu pecho. Avísame si llega a dolerte.

El ginecólogo llevó el índice derecho al pezón atravesado por la barra y comenzó a pulsarlo como si fuese un botón. Lo hizo tres, cuatro veces, con una cadencia suave, observando en los cristales de aumento cómo volvía a su posición natural tras ser hundido en el centro de la areola. Llevado por un sentir irrefrenable justificado por la explicación que acababa de darle a Cris, palpó el pecho desde abajo. Luego por los laterales. Y acto seguido lo abarcó todo lo que pudo con la mano, apretándolo entre sus dedos, examinando con la lupa aspecto alguno de la piel de sus tetas. Porque aquel proceder no buscaba más que su satisfacción y la sobreestimulación de una de las principales zonas erógenas de la muchacha de los ojos verdes. Antes de volver a apretar el botón del piercing, amasó su pecho con dulzura.

A Cristina un latigazo electrizante le había recorrido tres veces la columna vertebral en el proceso. Alguna ramificación del peculiar relámpago interno había alcanzado zonas prohibidas de su anatomía.

Disimuló:

—No, no me molesta, ni el pezón ni el pecho. Bueno, si se aprieta un poco sí, pero no ha llegado a eso.

—¿Me hablas de usted? ¡Por favor! —bromeó él.

—¡No, no! Quiero decir que no ha llegado «a eso» la presión que has hecho, ¡no tú!

La risa tonta que le entró a Cris fue suficiente como para que sus pechos se mecieran como flanes en la cara del doctor. También su delicioso vientre había temblado. Y sus labios mostraban una preciosa sonrisa. Fueron los gestos que más efectos adversos le provocaron al ginecólogo hasta el momento. La tirantez en sus calzoncillos tipo bóxer comenzaba ya a molestar. Y todavía quedaba lo mejor.

—¡Vale, vale! Me quedo más tranquilo —dijo divertido admirando su dentadura.

La pequeña confusión templó la tensión del momento y puso coto a los calambres que azotaban el cuerpo de la joven. Carlos aprovechó para acercarse de nuevo al pezón perforado. Cris lo siguió con los ojos con esa pose suya que la hacía sentirse entregada y rezó por que dejara su teta en paz. Pobre pezón, de una forma u otra siempre acababa maltrecho.

—Con lo poco que me gusta a mí que me hablen de usted —comentó ella con un tono suave con el que pretendía alejar algunos fantasmas.

—Y a mí —convino él con la lupa de nuevo sobre el piercing—. Me hace sentir más mayor. Dime ahora si esto te molesta, por favor.

En lugar de pulsar el pezón, esta vez lo pellizcó suavemente entre el índice y el pulgar. Ella dio un pequeño respingo, casi imperceptible, y pidió para sí misma que dejara de hacérselo. Él no pasó por alto la señal.

—Molestar no molesta... —admitió Cris, dubitativa. ¿Cabría decir que era molesta la percepción físico–erótica de lo que le hacía, así como lo que le provocaba en su fuero interno?

—¿Y si aprieto un poquito...? —Llevó de nuevo el índice y el pulgar al pezón y lo pellizcó ejerciendo unas dosis más altas de maldad, si puede ser esta usada como medida de intensidad.

Cristina dio otro respingo, esta vez más notorio, que provocó que moviese ligeramente el culo sobre la camilla.

—Algo siento —escupió con total naturalidad.

—¿Algo? —inquirió él.

—Sí, pero no es dolor ni molestia. Solo es que tengo los pezones muy sensibles —admitió convertida en un tomate.

Se le vino fugazmente a la mente el recuerdo de la primera infidelidad a David. Había conocido a un chico en Alicante, donde veraneaba con sus padres. Estaba en la playa y el muchacho, que también había acudido solo a aquella calita, se le acercó. Era muy guapo. Bastante. Y pasaba de los treinta, como a ella le gustaba. No le importó que la viese en topless y ni siquiera hizo por ponerse la parte de arriba del bikini cuando se instaló a su lado. Le ofreció galletas de chocolate para romper el hielo y a los diez minutos ya compartían cerveza. Hasta donde podía permitirse recordar, el chico la embadurnaba en crema solar, masajeaba su culo y le pedía que se diese la vuelta. Nunca había llegado tan lejos en su tonteo con un chico desde que había comenzado con David, pero se dijo que aquel encuentro casual llegaría hasta donde aquel chico totalmente depilado fuese capaz de llevarla. Sus pezones, al calor de aquella mágica tarde, fueron la llave de su coño.

—Oh, lo siento —se disculpó Carlos con una gran actuación—. Es normal, no te preocupes. Me basta con que no haya dolor ni molestia. Si el impulso eléctrico, por llamarlo de alguna manera, ha sido positivo, me es suficiente. No hay pérdida de sensibilidad, que era lo que me preocupaba. Nunca se sabe con qué puede estar relacionado lo que comentamos antes sobre tus flujos y demás.

«Miedo me dan mis flujos con estos impulsos», se lamentó ella muy consciente de que debía de ser tan madura como la hacía parecer su título universitario.

—Me alegro —dio por toda respuesta.

Carlos regresó al maletín y guardó la linterna en su interior. Luego volvió a ella y le pidió que se pusiera en pie.

—Muy bien, Cristina. Ahora quiero que me des las manos.

—¿Las manos? —preguntó ella con una medio sonrisa nerviosa, escrutando el rostro anguloso del doctor y pendiente de que sus ojos no bajaran a sus tetas.

—Sí, dame las manos.

Dubitativa, cedió. Carlos Andrade sostuvo sus dedos con dulzura en una escena de surrealismo médico. La chica, a todas luces escultural, aguardó expectante —y tensa— a lo que fuera que fuese a decirle.

—Vamos a pasar al sillón de ginecología, ¿de acuerdo? Vamos a efectuar una exploración. —Vamos. Nada como un buen plural de cortesía para seguir ganando puntos de confianza—. Para ello debes desnudarte, aunque no te recomiendo que te quites los zapatos antes de echarte sobre la camilla ginecológica, el suelo está sucio —repitió por tercera vez durante la tarde—. Si quieres, nadie te obliga, para que estés tranquila, puedes pedirle a tu chico que pase. Sé que es una examen que, aunque verás que no es nada, puede resultar un poco...

—No, no hace falta —lo interrumpió. Lo que tenía que contarle en relación a su herida interna era total y absolutamente incompatible con la presencia de David, por supuesto—. Me siento más cómoda si no está él. Si no hay nadie —matizó.

Al doctor, que esperaba aquella respuesta, no dejó de parecerle extraño. No obstante, conseguido el objetivo, no puso pegas a su decisión.

—Al menos deberías avisarle de que podemos tardar un poco. Díselo si quieres. El pestillo está echado, solo tienes que correrlo. Voy a pedirle a la enfermera una batita desechable para que te la pongas ahora. A ver si las tenemos en verde, que haga juego con tus ojos —bromeó. Ella sonrió, pero el corazón había comenzado a bombear a buen ritmo—. Puedes desnudarte tras el biombo mientras te traigo el camisón —le pidió desenlazando sus dedos de los suyos rogándole que estuviera tranquila.

El doctor entró en la habitación vecina abriendo la puerta de par en par y miró de un lado a otro dejando escapar algún aspaviento. Se encogió de hombros, se asomó a la consulta 1 y luego se plantó en el centro de la 2 con los brazos en jarra.

—¿Dónde se ha metido la enfermera? —preguntó en voz alta, indignado.

Con la esperanza de parecer malhumorado, se acercó a un mueble y de un cajón sacó una bata desechable no estéril de color azul. Luego otra verde. Luego una negra. Estaban todas mezcladas. Se entretuvo buscando una de manga corta y de la talla correcta hasta que la encontró. Y justo en ese momento, una sombra, un movimiento o un simple reflejo de la luz llamó la atención a sus espaldas. Giró rápido la cabeza, los sentidos en alerta puestos en el biombo y la ventana. Lo que menos deseaba es que el plan se viera alterado por algún contratiempo.

Tras comprobar que no ocurría nada imprevisto, se centró en su trabajo. Cerró los cajones tras ordenar las batas en su interior con meticulosidad estudiada y procedió a lavarse las manos. Aprovechó para repeinarse el denso flequillo al que no estaba acostumbrado.

Entretanto, Cristina, ataviada con su tanga y sus cuñas, había asomado la cabeza al pasillo en tanto escuchaba al doctor preguntar por la enfermera. No había un alma en ninguna de las salas de espera. ¿Dónde se había metido David? ¿Secuestrado por la enferma?, bromeó para sí misma. Decidió echar mano del bolso y sacó el iPhone mientras escuchaba a Carlos trastear en la otra habitación. Leyó un mensaje que le había escrito su chico un rato antes y tecleó:

Me va a hacer una ecografía. Tardamos un rato. Vete al coche si quieres, al menos tendrás aire acondicionado. Un besito.


Dejó el teléfono en el bolso y caminó hacia la camilla. La sensación de deambular casi desnuda por aquella calurosa habitación no dejaba de parecerle de una anormalidad absoluta. Sus pechos se bamboleaban a cada paso y no pudo más que sentirse extraña. Y más se hubiera sentido de haber pillado bajo el umbral de la puerta a Carlos Andrade, que con ferviente atención admiraba cómo el perfil de la chica del pelo fucsia se deshacía de la braguita tanga y la colocaba sobre el biombo, junto a su vestido azul. Un precioso déjà vu.

Se armó de valor e hizo acto de presencia con un toque de tos y mucha naturalidad.

—Muy bien, Cristina. Te he traído la azul y la verde. Escoge la que más te guste y póntela.

Cris, con los ojos puestos en las telas transparentes, no se dio cuenta de la estupefacción en el rostro del ginecólogo al admirar su cuerpo totalmente desnudo sobre sus plataformas de rafia. Carlos le había dicho que podía desnudarse tras el biombo mientras le traía el camisón. «Tras biombo», no frente a él. La naturaleza desinhibida de la veinteañera fue la gota que estuvo a punto de colmar el vaso. Bueno, mejor dicho, la visión de su entrepierna totalmente depilada. Lo que lo colmó fue comprobar lo que instantes antes había retenido: una mancha de humedad en el triángulo frontal del tanga negro sobre el biombo.

Era el momento de ver al causante de aquellos flujos en todo su esplendor. Esos flujos de los que Cristina se avergonzaría de ser tan notorios como intuía.

Daba comienzo lo mejor del ritual.


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El relato es genial. Me encanta , espero sigas colgando mas episodios. Por otro lado la chica de la foto sería la Protagonista?. Está buenísima.
 
6

Aquel mismo viernes

16:28 horas


El teléfono vibró por tercera vez en el bolsillo de la bata del doctor Carlos Andrade cuando él y Teresa despedían a Doña Concha y Don Armando.

Creyó, por la insistencia, que podría tratarse de una llamada importante. No se quiso arriesgar a que colgaran esta vez.

—Disculpen un segundo, por favor.

Carlos cruzó la puerta a la consulta 2 y descolgó al número de quince cifras que aparecía en la pantalla de su Samsung.

—¿Diga? —preguntó con cierta prudencia.

—Buenas tardes. ¿Carlos Andrade Quijano?

—Soy yo, dígame.

Al oír su nombre completo y aquel extraño acento lo primero que se le vino a la cabeza es que podría tratarse de spam telefónico, alguna empresa de mierda que tiene datos de todo el mundo y cuyos operadores, humanos o robots, se dirigen a uno de cualquier manera con el fin de sonsacarle contraseñas bancarias. Con algo de suerte, solo su compañía telefónica para ofrecerle alguna oferta basura.

Nada más lejos de la realidad.

—Soy Alejandro Torres, le llamo de Soter Seguridad, de aquí del Francisco de Asís —dijo la voz con un matiz monótono—. Lamento molestarle. Sabemos que está pasando consulta. Nos consta que es usted el propietario del Lexus RX con matrícula 4433 MPA aparcado en el recinto.

—Soy el propietario, en efecto —contestó el ginecólogo adelantándose a cualquier explicación, nervioso por que hubiera podido pasarle algo a su flamante SUV blanco perlado e inmaculado.

—No se preocupe, el vehículo está bien —dijo el del acento incatalogable al percibir el nerviosismo en la voz del doctor—. El caso es que acaba de llegar la unidad móvil para la campaña de recogida de sangre que tendrá lugar mañana, como hace cada sábado... —añadió con impaciencia: Carlos Andrade debería saber ya que todos los sábados acampaba el punto móvil para la donación de sangre en el parking del centro de salud—, un autobús enorme que no vamos a poder ubicar en la zona amarilla si usted no nos hace el favor de...

El ginecólogo lo pilló al vuelo y volvió a interrumpir al vigilante de seguridad.

—Oh, Dios, lo siento. Lo siento mucho. Voy enseguida.

—Muchas gracias —se escuchó al otro lado.

Volvió a la consulta, interrumpió la charla de Teresa con los dos ancianos, se despidió de ellos y volvió a cruzar a la consulta 2 para acabar saliendo por la puerta de la consulta 1. La mampara opaca le impidió ver a la pareja de jovencitos que aguardaba impaciente y nerviosa, un tipo con la camiseta del Real Madrid y una chiquilla muy atractiva de pelo fucsia y generoso escote. Tampoco es que les hubiera prestado atención de no haber existido mampara. Solo pensaba en su Lexus.

Se dirigió hacia un portón abatible sobre el que se podía leer:


SOLO PERSONAL AUTORIZADO



Al cruzarlo, el instinto le hizo palparse los bolsillos frontales del pantalón, donde solo halló las llaves de casa y el llavero de la taquilla. En la bata solo llevaba el teléfono. Se detuvo un segundo. ¿Dónde estaban las llaves del coche? Juraría que las llevaba consigo. En el casillero, quizás. ¿Dónde si no? Junto al manojo de llaves que le habían prestado en el Virgen del Carmen por si encontraba la entrada al parking o la consulta cerradas. Reanudó el paso lamentándose por su mala cabeza. Últimamente le pasaban cosas raras.

Cruzó varias puertas, enfiló un oscuro y solitario pasillo y se adentró en el vestuario masculino, iluminado por la claridad natural que atravesaba una vidriera ambarina. Los fluorescentes estaban apagados. Antes de perderse por el pequeño laberinto de taquillas situado a la izquierda, saludó a otro doctor que se repeinaba frente al espejo de la derecha. No lo había visto antes, se juró. Era un tipo espigado, de rostro anguloso, barbita recortada y densa cabellera trigueña. ¡Como él!, se dijo sorprendido. Bajo la bata, una camisa azul a cuadros y un pantalón gris. Los zapatos, marrones, iban a juego con el cinturón.

—Buenas tardes —lo saludó con un deje caballeroso. Simpatizaba con los hombres que tenían su mismo estilo.

El desconocido correspondió con un educado cabeceo.

Carlos escuchó que abría el grifo cuando se adentró entre taquillas. La idea de que se hubiera dejado las llaves del Lexus en el interior del vehículo le inquietaba en cierto modo. Jamás le había pasado. Donde iba él, iban las llaves de su coche. Al menos, se tranquilizó, si le habían avisado para que lo moviera es que no se lo habían robado. Abrió la taquilla y encontró el mando sobre el único estante del interior, junto a un llavero del que pendían una veintena de llaves, un libro de Mikel Santiago y un montón de variopintas pertenencias. No echó en falta, claro, una de sus batas. Suspiró pesadamente y cerró el casillero. Estaba echando la llave cuando se sucedieron dos cosas a la vez: el fugaz recuerdo que arañó su memoria y un extraño movimiento a su espalda. A la mente le vino el lugar donde había estacionado el coche; justo bajo un árbol, al fondo del aparcamiento, alejado de la franja romboide pintada de amarilla. Con respecto al movimiento, poco pudo hacer más que presagiar en una milésima de segundo que algo tendría que ver con la trampa en la que había caído. ¿Le iban a robar? No lo sabría hasta unas horas después. La sombra tras él se aferró a su cuerpo, inmovilizándolo, y enseguida notó cómo algo le taponaba la boca y la nariz. Un trapo húmedo con un olor —tufos, más bien— que le resultó tan familiar por su trabajo —rohypnol, GHB, escopolamina y otros matices que le fueron imposibles de catalogar— como característico por sus efectos. Lo último que vio antes de desvanecerse sobre el suelo fue un nombre bordado en el bolsillo de plastrón de la bata que le había robado el verdugo que ahora la vestía:

DR. CARLOS ANDRADE


El tipo con la bata de Carlos Andrade agarró a Carlos Andrade por las axilas y lo arrastró hasta un mueble blanco de mediana altura, al fondo del vestuario. Dejó con cuidado el cuerpo del doctor en el suelo y abrió el compartimento inferior. Apartó varios botes de lejía y desinfectantes con cuidado y extendió una sucia alfombra sobre la superficie. Con espacio suficiente, empujó con sumo cuidado al ginecólogo al interior y lo colocó con la espalda apoyada en un lateral y la cabeza descansando sobre el contrachapado trasero. Le remangó la bata y la camisa y le inyectó en vena medio mililitro de una sustancia transparente. Cerró el mueble deseándole un feliz descanso. Cuando despertara, mucho rato después, el narcótico de elaboración propia habría borrado de su memoria todo el viernes. Con algo de suerte, se dijo el tipo que ahora se hacía llamar Carlos Andrade, podría recordar algo de las primeras horas del día antes de preguntarse qué hacía metido en el mueble de la limpieza del vestuario masculino del centro de salud al que debía ir a trabajar aquella tarde.

El tipo espigado con una bata del doctor Andrade sacó un sobre del bolsillo y lo dejó en la taquilla del doctor Andrade que ahora dormía. Después volvió a la zona común del vestuario, se quitó los guantes, los metió en una pequeña bolsita y los guardó junto a la gasa y la jeringuilla en una maleta de cuero marrón. Luego se colocó otro guante en la mano derecha, sacó de la misma maleta un pañuelo y lo empapó con un líquido que vertía con cuidado de no respirarlo. Un líquido en un botecito que también tuvo el cuidado de guardar entre sus pertenencias. A continuación escondió otra pequeña aguja en su nueva bata. Salió del vestuario, caminó hacia las consultas de Ginecología y se adentró en la consulta 1, de la que pasó a la 2. La enfermera, una tal Teresa, se mostró sorprendida por aquella presencia. No todos los días se presentaba en su consulta un médico tan bien parecido y elegante. Hasta el maletín hacía juego con sus zapatos.

—¡Hola, buenas tardes! Mis disculpas por esta irrupción sin preaviso. Debí haber llamado. Soy Federico de los Ríos. Venía a despedirme del doctor Andrade, que se va a Nicaragua y nos deja al resto en tierra. ¡¿Se puede usted creer?!

—Oh... Eh... —se le trastabilló la lengua a la enfermera—. Claro, disculpe, no le había visto antes... No... no le esperaba —se disculpó avergonzada—. Federico, encantada, soy Teresa —dijo ella muy resuelta sin saber muy bien cómo reaccionar.

—Un verdadero placer, Teresa —correspondió hiperactivo un Federico en cuya bata se leía bien claro: «Carlos Andrade»—. No me quiero imaginar los motivos de mi colega para no llevársela a usted a Nicaragua. —Las mejillas de la enfermera se encendieron y no pudo evitar dejar escapar una risotada—. ¿Está por aquí? ¿En la consulta contigua, quizás?

—Ay, no. Lo siento. Acaba de salir hace unos instantes. No tardará. Acabo de despedir a los penúltimos pacientes de la tarde y con la siguiente chica acabamos por hoy. ¿Quiere un poco de café o unas pastitas en tanto regresa?

—Oh, no, por favor. No quiero molestarla. Solo quiero que me diga cómo es posible que se nos vaya al otro lado del charco y la deje aquí en tierra. ¡A alguien como usted no la dejaría yo sola ni un instante!

Teresa, que rondaba los sesenta, aquellos halagos no le pasaron inadvertidos. Ni la forma tan casual en que aquel desconocido había irrumpido en su vida. Dejó escapar una risotada para disimular que se había puesto como un tomate.

—Ay, el doctor Andrade es un cielo, Federico —dijo como un mantra—. Pero no creo que me tenga tanto afecto como a usted. ¿De qué se conocen? Y a propósito, ¿a qué servicio pertenece? Nunca le había visto por aquí. ¿Está en el Virgen del Carmen?

Fue en ese momento cuando Teresa, cargada de preguntas, desvió la mirada al pecho del tal Federico. El nombre de Carlos Andrade le hizo saltar todas las alarmas. Su semblante cambió. Una preocupación se escapó de su boca con un hilo casi inaudible de voz:

—¿D... dónde está el doctor Andrade?

—Oh, es una corta historia. Digamos que ha adelantado sus vacaciones para hacer otro viaje. Pero no se preocupe, en este van juntos.

La mujer no tuvo tiempo de gritar. La mano derecha de quien decía llamarse Carlos Andrade le tapó la boca y en menos de un segundo se desvaneció sobre el pavimento. El nuevo doctor Andrade levantó su cuerpo y lo tendió sobre la camilla, que ocultó tras un biombo de tres piezas. A continuación le inoculó la misma vacuna somnífera que al verdadero doctor Carlos Andrade y guardó los restos, la gasa y el guante en la misma bolsita que el resto. Se acabaron los químicos aquella tarde. Ahora entraba en juego la psicología, eje central del ritual.

Todo había según lo previsto. Ahora solo debía ser Carlos Andrade. Y ser personas, tras tantos años de disfraces inadvertidos, se le daba muy bien.

Entró a la consulta 3, cerró la puerta a sus espaldas y se sentó al ordenador. Sobre la pantalla, el historial clínico brindado por la enfermera dormilona:

CRISTINA BARROS MOLINA


Ahí estaba.

Se puso en pie, caminó hacia la puerta, respiró hondo y giró el picaporte. Enmarcado bajo el umbral se dirigió a la bonita chiquilla de larga melena synthwave que aguardaba en la primera bancada de la zona de espera.

—Cristina Barros es usted, ¿verdad?
Le pareció muchísimo más guapa que en fotografías.


Es difícil dar con relatos tan bien escritos y desarrollados, lo cual agradezco infinito, mis respetos! Aunque he de confesar que mi resaca y yo nos hemos quedado muuuuuy locas con este capítulo :oops:

No veré con los mismos ojos lo que parecía una consulta de rutina que iba a acabar en guarreo. Veremos qué pasa!
 
Un gran relato donde hay mucho erotismo, está muy bien escrito y con unos detalles muy erótico.
El último capitulo me ha sorprendido como a muchos lectores no me lo esperaba.
Enhorabuena y con ganas de leer más capítulos 👏🏻👏🏻
 
Muchísimas gracias por vuestros comentarios y reacciones (¡y cierta dedicatoria!).

Aunque suene a ponerme la tirita antes de tiempo, no sé cuándo publicaré las siguientes tres partes. Mi AVE sale en 4 minutos y estoy inmerso en una horrible semana de trabajo. Es posible que el sábado, el domingo a más tardar. No esperaba que el relato fuese a tener aceptación alguna por aquí y decidí llevar al día la edición de lo que había escrito con la intención de ir subiendo partes poco a poco (escribir y montar el capítulo 2, para que sirva de ejemplo, me llevó todas las tardes de 8 días consecutivos). No quiero trabajar a contrarreloj mientras estoy de hotel ya que este relato es uno de los dos prólogos de otra historia mucho mayor (que a más de uno sonará) y todo debe encajar a la perfección.

Lamento la espera y espero leeros leeros pronto.

🍷
 
Muchísimas gracias por vuestros comentarios y reacciones (¡y cierta dedicatoria!).

Aunque suene a ponerme la tirita antes de tiempo, no sé cuándo publicaré las siguientes tres partes. Mi AVE sale en 4 minutos y estoy inmerso en una horrible semana de trabajo. Es posible que el sábado, el domingo a más tardar. No esperaba que el relato fuese a tener aceptación alguna por aquí y decidí llevar al día la edición de lo que había escrito con la intención de ir subiendo partes poco a poco (escribir y montar el capítulo 2, para que sirva de ejemplo, me llevó todas las tardes de 8 días consecutivos). No quiero trabajar a contrarreloj mientras estoy de hotel ya que este relato es uno de los dos prólogos de otra historia mucho mayor (que a más de uno sonará) y todo debe encajar a la perfección.

Lamento la espera y espero leeros leeros pronto.

🍷
Otra historia mucho mayor?????
 
Muchísimas gracias por vuestros comentarios y reacciones (¡y cierta dedicatoria!).

. No quiero trabajar a contrarreloj mientras estoy de hotel ya que este relato es uno de los dos prólogos de otra historia mucho mayor (que a más de uno sonará) y todo debe encajar a la perfección.


🍷


Buenas @MikelMontenegro
Ahora si me has dejado intrigado con lo de la historia mayor
y sobre todo, con lo de que nos sonará..
¿Has publicado parte anteriormente?
¿Es una versión de otra?

A la espera quedamos
 
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