El ginecoloco

12


David dudó. No debió de haber borrado los vídeos. ¿Y si el vigilante le estaba tendiendo una trampa? ¿Y si le metía en un buen jaleo a las puertas de las vacaciones? Su único deseo era coger carretera y manta, perderse en Zahara y follarse de una vez por todas a su flamante novia.

Tampoco tenía demasiada alternativa. El consolador de cristal que había visto en el vídeo era real. Tal vez las risas o ese grito del que hablaba el segurata también lo eran. La imperiosa necesidad de controlar a Cris se anteponía a cualquier obstáculo. Además, qué leches, no iba a hacer nada malo. Entrar a una consulta vacía no era ningún delito. Siempre podría decir que el asfixiante calor en la sala de espera le obligó a buscar una habitación con aire acondicionado en la que no le diera ningún jamacuco. Media hora de consulta sobrepasaba su aguante físico y mental. Sobre todo este último. La paciencia no era una de sus virtudes.

Bajó al sótano escrutado por la mirada desaprobatoria del vigilante, que recobró su puesto de vigilancia tras el mostrador. Por culpa del maldito Modrić se había quedado sin ver lo que a bien seguro iban a ser las tetas más maravillosas del verano. Qué le importaría al madridista que un desconocido le echara un vistazo a los melones de la novia. Él se las vería todos los días. Compartir es de cristianos.

No había nadie en ninguna de las zonas de espera del semicírculo. La pareja de ancianos que aguardaba frente a Digestivo hacía rato que debieron de haberse marchado. Tanto le daba. Se acercó a la puerta de la consulta 3 y acercó el oído con un nudo en el estómago.

Nada.

Pegó la oreja a la madera y obtuvo el mismo resultado: el silencio más absoluto.

«Joder, ¿y si me ha dicho lo de la ecografía para que supiera que se la llevaban a una sala de pruebas o algo así? Quizás ha salido y al no verme aquí me ha escrito... Mierda...».

No, aquello no podía ser, pensó a continuación. El vigilante estaba viendo algo al otro lado de la ventana cuando él entró en cólera tras la tercera grabación que le dedicaba. Estaban en la consulta entonces. ¿A dónde cojones habían ido ahora?

Siguió las instrucciones de su archienemigo y dio unos pasos hasta enfrentarse a la puerta de la consulta 4. En el letrero leyó: «Urología».

«Vaya, hombre. Qué puta casualidad».

Giró el pomo con cautela, la vista a un lado y al otro del semicírculo atestado de bancadas vacías, y empujó la puerta.

«Ese hijo de puta no me ha engañado. Está abierta».

Raudo, se adentró en la oscura estancia y cerró a sus espaldas con el mismo sigilo con que había entrado. Una bocanada de aire caliente con aroma a hachís se le escapó de los pulmones. Una gota de sudor se desprendió de la frente.

«Vale... Averigüemos dónde está la puta placa de latón...».

Procurando no hacer el menor ruido, examinó la pared que separaba la consulta de Urología de la Ginecología.

«Detrás de un mueble, detrás de un mueble...».

A espaldas del escritorio había un enorme mueble con cristaleras en las puertas. Demasiado pesado. ¿Tal vez el archivador de metal en la esquina derecha?

Con prudencia, y extrañado de que no se oyera una sola voz en la habitación vecina, empujó la cajonera de metal. Tuvo cuidado con las esquinas oxidadas y el chirrido al empujarla. Al separarla del tabique, la vio: una tapa de latón en mitad de los rodapiés de obra.

Se agachó en la penumbra, sopló al polvo acumulado y a una endeble telaraña y descubrió la chapa.

«El viejaco tenía razón...».

No fue fácil y casi se parte una uña, pero logró arrancar la placa de la pared. El ruido que provocó el objeto al ser desencajado del hueco en que andaba anclado le hizo contener la respiración.

«Mierda».

Tras unos segundos prudenciales agazapado tras el archivador, se dijo que ahí al lado no podía haber nadie. Ya le hubiera llegado alguna voz. Aun así, acercó el oído a la rejilla. Nada. Luego trato de atisbar algo a través de las rendijas. La luz de la habitación, al menos, permanecía encendida. Incluso parecía no haber nadie frente al escritorio. Poca visión permitía el hueco.

«¿Dónde hostias está Cris?».

En su empeño por violar el espacio de la consulta de Ginecología, metió los dedos entre las pequeñas ranuras y tiró con fuerza hacia él. La malla, en mal estado, cedió y se partió.

«Eso es...».

A continuación, en un acto de enajenación provocado por los celos que le carcomían, sacó el móvil, encendió la cámara y metió medio brazo en la consulta contigua. Grabó a ciento ochenta grados, arriba y abajo, y recogió el brazo tras la filmación.

«A ver qué cojones pasa aquí...».

Apoyó la espalda en la pared. Un loco en una habitación entre tinieblas. Pulso el play y visionó el vídeo que acababa de grabar.

Como había deducido, no había nadie en la consulta 3. Fue lo que menos le preocupó. Los zapatos de cuña de Cris en el suelo, junto a un sillón de esos para ver el interior de las mujeres; el vestido y el tanga sobre el biombo; el bolso sobre una de las sillas frente al escritorio.

«Está desnuda... Esté donde esté, está desnuda...».

Se llevó el puño izquierdo a la boca y se lo mordió.

«Mi puta vida... ¿qué mierdas ocurre aquí? ¡Que yo me entere!».

Cobijado entre sombras, devorado por los celos, se dijo que lo mejor sería preguntarle al segurata dónde se hacían las ecografías. Otra parte de él, la controladora y obsesiva que surgía tras la llamada de los porros, le incitó a aguardar a que alguien se dignara a aparecer por la consulta 3.​
 
13



La lengua de Carlos, no le cupo duda a Cristina, era un auténtico prodigio. ¿Con cuántas tías se habría acostado hasta perfeccionar la técnica a ese nivel? Había recorrido con ella cada rincón de su sexo de forma húmeda y suave, firme y enfocada siempre en los puntos clave. El doctor, diestro saboreando y succionando labios y pliegues íntimos, lo sería aún más en el centro neurálgico de su universo erógeno. Antes de comenzar a besar su clítoris, unos lengüetazos habían llamado a las puertas del placer con insistencia. Tras un breve martirio de caricias orales, incluidos besos húmedos en su ano y perineo, había pasado a la acción más directa ejerciendo la presión justa con su lengua sobre la cabeza de su vulva. Cris, que no perdía detalle de todo cuanto le entregaba la boca del ginecólogo, se rindió al mejor sexo oral que recordaba haber recibido. Echó la cabeza sobre la camilla tras haber permanecido acodada un par de placenteros minutos y acabó llevándose las manos a los pechos con los ojos entrecerrados. Caricias en primer lugar, pellizcos tiernos en los pezones cuando el especialista comenzó a succionar repetidamente su clítoris.

«Madre mía, cómo lo chupa... Joder, joder, joder...».

La iba a matar del gusto.

El falso Andrade, disfrutando de sus flujos en el paladar y de todas las reacciones de su cuerpo, manejaba la situación con la habilidad de quien sabe conquistar —quizás hechizar— a una mujer sin importarle el contexto. Tal y como había hecho con la chiquita que tenía aprisionada su cabeza entre los muslos. Cris lo tenía atrapado con tanta fuerza que el maduro temió que se le fuesen a romper las gafas. Y al pensar sobre ello, las jodidas lentes con cámara, no pudo evitar considerar que al otro lado de la línea su descubridor estuviera, a su manera, entregado al más intenso clímax.

No se equivocaba.

Cristi resopló largo y tendido tras un fuerte envite oral de Carlos. Tras haberle estimulado su timbre del placer con un movimiento insistente proferido por el dorso de la lengua, había notado milímetro a milímetro cómo el ginecólogo le había introducido los dedos en el chochito. Esta vez no existía justificación clínica, solo la intención de estimular su punto G mientras sus labios mamaban, sorbían y bebían de su intimidad.

—Puf... Pero esto qué es...

La niña estaba empapada en flujos que chorreaban hasta la camilla. Entregada ciegamente al placer más obsceno, el estado de ingobernable euforia sexual la estaba deshidratando. No obstante su acalorada abstracción, retazos de la tarde cruzaban su mente como fugaces flashes que la hacían plantearse de manera frívola, casi burda, cómo narices había acabado así. Porque ella no era así. Era una mujer madura, graduada universitaria. Le gustaba el arte de la seducción, dejarse querer y desear, el juego y el tonteo morboso. Era habitual que acabara dejándose llevar en brazos de su conquistador tras verse absolutamente seducida, no erotizada como acababa de suceder. Aquello tenía poco de erotismo y mucho de porno, demasiado para lo que acostumbraba. ¿Cómo era posible que estuviera teniendo sexo con el ginecólogo mejor valorado de Medicalia en el ambulatorio de toda la vida? ¡Era tan surrealista!

—Una concienzuda exploración —contestó Carlos regalándose un brevísimo segundo para tomar aire. Al instante volvió a hundir el rostro en la entrepierna de la joven en tanto sus dedos percutían su vagina. Su lengua no podía dejar de lamer aquel delicioso clítoris. Estaba hambriento de sexo. Y dolorido. Tanto que no pudo más: en un alarde de agilidad, se desabrochó el cinturón con la mano izquierda y bajó la cremallera. Acuclillado como estaba, se tuvo que bajar el pantalón a tirones para que su descomunal miembro viese por fin la libertad.

La respuesta de la chiquilla al extenuante castigo fueron más gemidos, casi todos ahogados. Podrían escucharla desde fuera. David. La enfermera a su regreso. El vigilante. Cualquiera. De haberse producido aquel encuentro sexual fortuito en cualquier otro lugar más discreto —un hotel, un apartamento, un acogedor pisito o incluso un coche aparcado en las afueras de la ciudad—, estaba convencida, se habría soltado muchísimo más. Necesitaba gruñir, jadear, insultar, maldecir, dejar escapar sin contención los gemidos que se le atragantaban.

—No podía permitir que te marcharas con ese runrún de si podrías o no hacer lo que vamos a hacer ahora...

Un placentero relámpago se sumó a todos los estímulos que recibía su cuerpo.

«Lo que vamos a hacer ahora».

«¿Me va a follar? ¿Aquí?».

Cris ni siquiera se replanteó el motivo final que la sumía en ese estado de absoluta entrega. Que existiera la posibilidad de que aquel maduro se la follase tras lo vivido no le suponía ya drama moral más allá del riesgo al que se enfrentaba por la propia situación, incluida la presencia cercana de David. ¿Pero qué iba a hacer? Su único runrún, el opacado tras miles de estímulos placenteros, rondaba la idea de que, en realidad, ella no había hecho nada para suscitar el interés sexual de aquel hombre. Claro, se había desnudado frente a él, ¿pero no era algo a lo que se suponía acostumbrado un ginecólogo? La idea de que su aspecto, un físico del que no solía sacar todo el provecho para captar el interés de los hombres, había jugado a su favor la hizo creer de nuevo que tenía un mágico magnetismo para los tíos maduros. Se sintió una especie de privilegiada. ¡El mismísimo doctor Carlos Andrade había sucumbido a su naturaleza femenina, natural y coqueta! Bueno, y a sus tetas. No iba a engañarse.

Todo flujo de pensamiento más o menos racional se cortó enseguida. Carlos sacó los tres dedos de su coñito y comenzó a succionar todo el entorno del clítoris. Las palmas de las manos enseguida acariciaron su vientre y su abdomen en una ascensión decidida hasta copar sus pechos. Necesitaba apretujarlos con el ímpetu de quien era en realidad y no con el control de quien fingía ser. Cristi, en un movimiento instintivo, apartó sus manos y las colocó encima de las del maduro, que aprisionó con firmeza sus tetas.

—Uf...

El gemido se le escapó a Cris cuando los dedos comenzaron a pellizcarles los pezones. Cerró los ojos y se relamió los labios. La sensación de sed se atenuaba en un poso donde se acumulaban estímulos secundarios y terciarios. En su piel se concentraba toda su atención, dispersándose el placer desde su entrepierna al resto del cuerpo. Ahora también desde los pezones.

«Qué pedazo de melones tiene la niña...».

Carlos se sobreexcitaba por segundos.

—¿Te duele si te aprieto?

El falso médico se refería al piercing. Con la yema de sus dedos índice y pulgar aplastaba el pezón apretando arriba y abajo.

A Cristina el dolor le resultaba placentero en tanto se solapaba con los estímulos de su clítoris. El orgasmo se le antojaba inminente. Tenía muchísimas ganas de correrse en la boca del madurito, hacerle conocedor de su éxito.

—Me gusta... Me gusta todo lo que me haces...

Sumida en la euforia más sucia, pudo mantener a raya los gemidos y jadeos más intensos, pero no la apremiante necesidad de más placer.

—Esto también me gusta...

La chica se incorporó entre placeres que le provocaban los más intensos retortijones en el vientre, se acodó sobre la camilla e invitó al ginecólogo a que realzara su pecho derecho. Él lo pilló al vuelo en cuanto vio que Cris, totalmente despeinada, sacaba la lengua juguetona. Juntos sostuvieron el pecho elevado y Cris pudo lamerse a placer el pezón. Mientras lo hacía, la visión de la boca de Carlos succionando su chochito pudo con ella y comenzó a mover la cadera de arriba abajo: quería correrse en la cara de aquel hombre atractivo que ni se había molestado en quitarse las gafas.

Pero Carlos no tenía prisa.

La visión de la preciosidad sacando lo más íntimo de su ser le invitó a diversificar sus atenciones. Apartó las manos de su piel y detuvo la comida de coño. La pelifucsia, sin saber qué iba a hacerle el maduro, se desentendió de su pecho y volvió a tumbarse con la respiración acelerada, sus antebrazos sobre la frente. Carlos se puso en pie deshaciéndose de la bata y se asombró de su propia erección. La polla parecía tener vida propia. Entre molestias y limitado por el pantalón a medio quitar, ayudó a Cristina a reptar hacia atrás sobre la camilla y a descansar sus piernas, que quedaron colgando de rodillas para abajo. La idea de penetrarla tuvo que ser refrenada en pos del ritual. Aquel cuerpo desnudo incitaba a todo pecado.

—A ver, incorpórate otra vez. Quiero ver cómo haces eso de lamerte el pezoncito desde bien cerquita... —La invitación a retomar la estimulación del pezón con la lengua iba cargada de morbo desenfrenado. Ella, con una sonrisa erótica dibujada en la cara, volvió a acodarse. Acto seguido, levantó su pecho y se llevó el pezón a la boca sin apartarle la mirada.

Carlos Andrade se acodó a su lado sin perder detalle de cómo se relamía a sí misma. Tras unos segundos disfrutando del paraíso carnal que tenía a escasos centímetros de la boca, se decidió a llevar su lengua al pezón que la deidad no dejaba de lamer. Ambos comenzaron entonces a excitar la tetilla erizada.

—Mmm...

Carlos, que además de lamer también succionaba a maldad el pezón cuando no se le escapaba algún erótico beso, aprovechó la posición para llevar la mano derecha a la entrepierna de Cristina. En primer lugar masturbó de forma torpe y acelerada su clítoris, después se dejó llevar por su lado salvaje y comenzó a penetrarla con un par de dedos. El gimoteo de la veinteañera fue in crescendo mientras ambos lengüeteaban el pezón y se retaban con la mirada. A continuación, tras una larga succión del pezón que el médico no pudo contenerse y que Cris correspondió con un leve quejido, ocurrió lo inevitable. La línea que pocas veces el falso Andrade se permitía cruzar. Paciente y profesional se olvidaron del piercing y comenzaron a morrearse. Una banda sonora húmeda de dos lenguas en guerra. Al cabo de un electrizante minuto de lengüeteo unieron sus labios y comenzaron a besarse. Un hormigueo les recorrió la espalda. La chica, que no tenía ni puta idea de la edad de aquel hombre, cayó sometida a los besos expertos del maduro. A este, el dulce proceder de la cría le erizó los vellos más recónditos de su cuerpo, amén de provocarle un dolor al que por fin quiso poner remedio. El morreo no parecía tener fin.

—Besas muy bien...

La vocecita aniñada de la espectacular paciente fue la gota que colmó el vaso. Carlos estaba entregado como lo estaría el viejo al otro lado de las gafas. Yendo contra otro de sus principios habituales, dejó escapar su naturaleza animal.

—Tú también, pequeña —correspondió entre besuqueos y el cálido sonido al penetrarla con ganas. Tenía los dedos arrugados por las humedades internas de un chochito que no paraba de lubricar—. Eres muy apasionada... Y estoy seguro de que muy madura sexualmente...

La respuesta de Cristina no se hizo esperar. Por supuesto que era una tía muy madura en temas de cama. Con un cabeceo de arriba abajo dejó escapar un «ajá» con el que otorgaba razón al maduro que la sometía entre besos y caricias íntimas.

Aquel gimoteo le gustó al hombre misterioso.

—Y también tengo la absoluta certeza de saber qué te apetece ahora...

Que la lengua de Cristina acelerase la lucha contra la de Carlos nada tuvo que ver con la velocidad de penetración que ganaron los dedos de este en su chochito de veintidós años. La propuesta velada del médico la excitó sobremanera. No se podía creer que aquello estuviera pasando. Ya ni hacía frío ni hacía calor: hacía excitación. Sudor. Ganas de seguir explorando el más allá que prometía aquel tipo con hechos que le nublaban el entendimiento desde hacía rato.

—Puede que lo sepas... —dejó escapar ella, enigmática.

—¿Puede? —la picó él.

De nuevo ese «ajá» tan sensual que salía de lo más profundo de la garganta de la muchacha le puso los pelos de punta. Una interjección que quería decir: «Soy una hembra joven y sana en edad reproductiva a la que le gusta copular cuando se da la oportunidad. ¿Qué te hace pensar a estas alturas de la consulta que no me apetece follar?».

—Me gustaría ponerte a prueba, pequeña... Quiero saber a qué estás dispuesta para... llegar al final de la exploración...

Debió gustarle aquella otra proposición indecente a una Cristina entregada, porque lo siguiente que hizo fue llevar sus labios a la barbilla peluda del médico y succionarla con dulzura. Él correspondió acto seguido haciéndole lo mismo, lo que lo invitó a seguir devorando aquel cuello tan delicado y suave.

—¿Qué prueba? —preguntó ella con la respiración entrecortada. El madurito olía fenomenal de tan cerca.

—Una que tal vez ponga a prueba tu madurez... sexual. Creo que estás de sobra capacitada para enfrentarte a ella...

La lengua de Carlos ascendió por el cuello y se detuvo en la orejita de la chica, donde comenzó a surcar cartílagos entre eróticos lametones.

—Ay, Dios... —gimoteó la presa.

La entrepierna le ardía, su vagina se contraía. Carlos lo percibía a la perfección en sus dedos. Y más lo percibió cuando Cristi, fuera de sí, le apartó la cara y llevó las manos a su antebrazo para usarlo de consolador. El que se hacía pasar por médico nunca había visto a ninguna mujer hacer eso y quedó fascinado. Cristina le agarraba con fuerza el antebrazo y maniobraba de delante hacia atrás para que sus gruesos dedos la penetraran sin descanso. Se estaba follando el conejito con dedos ajenos.

—Uf... Uf... Uf... —resollaba sin parar—. Dios mío...

La entrega era absoluta. Fascinante. Hipnótica.

Era el momento.

Andrade, a su pesar, detuvo a Cristina y sacó con delicadeza los dedos de su sexo. No estuvo desamparado el conejito demasiado tiempo. Enseguida los dedos de Cris ocuparon el lugar que Carlos acababa de torturar. Con los deditos de la mano izquierda se separó los labios y con el índice y el corazón de la derecha comenzó a masturbarse.

No duró demasiado la celestial visión para el maduro. Se puso en pie, se bajó el pantalón y los slips hasta los tobillos y llevó su enorme falo cerca de la cabeza de Cris. Cuando le giró la cara, un gesto que dotó de ternura, la mirada de la niña lo dijo todo.

O casi todo.

—Ostras, por favor... Qué es esto...

Cristina podría haber usado, con ese tonillo suyo tan inocente y sensual, cualquiera de sus expresiones habituales, esas que sabía que estimulaban a los hombres a la hora de descubrirles por primera vez el pene.

«Qué gorda la tienes...».

«Vaya pollón, ¿no?...».

«Uf, qué cabezona… Justo como me gustan a mí...».

Pero no dijo nada. No le salió decir ni mu. Aquel miembro, totalmente recto y venoso, era el más grande de cuantos había visto. Por grosor y por longitud. No en vano, el ginecólogo estaba allí precisamente por el tamaño de su polla. Ni más ni menos. Su extrema dotación y una de esas casualidades de la vida le habían llevado a convertirse en quien era. Causa y efecto.

Cris, dejándose llevar por un impulso natural, y sin prestar atención al rostro de orgullo de Carlos Andrade, brazos en jarra y expectación por las nubes, llevó su mano izquierda al tronco de aquella polla cuya cabezota bicéfala apuntaba en dirección a su cara. Le resultó imposible abarcar la circunferencia venosa de un falo imponente con su pequeña mano, pero no por ello dejó de intentarlo.

—Eso es. Sujétala con suavidad. Es parte fundamental de esta... exploración ginecológica...

Carlos se deleitó con la imagen sobre la camilla. La chica giró levemente el cuerpo hacia él y se facilitó el agarre en tanto se seguía masturbando con la derecha. Se mordió el labio inferior al comenzar a deslizar la palma de la mano sobre el miembro del médico. A su modo, estaba entusiasmada.

—Nunca había visto algo así...

«¡Es como la de las pelis porno!», continuó diciendo en su cabeza sin poder apartar la vista de la serpiente que la amenazaba. Estaba realmente asombrada. No necesitaba fingir ni subirle el ego a nadie. No en esta ocasión.

—Una nueva herramienta de análisis —bromeó él.

A Cristi, que estaba fascinada por el tamaño y las formas del miembro que acariciaba con el respeto que se merecía, la broma no le pareció tal. Si aquel tío pensaba follársela con aquello, ella tenía sus reservas. No era la primera vez que un pene grueso lastimaba su conejito, e incluso durante algún momento de las semanas anteriores llegó a pensar que la herida que la había llevado a pedir cita estaba más relacionada con el tamaño de la polla de Oliver que con el piercing de su glande.

Aun así, antes de llegar el momento, si es que llegaba, había algo que sí que le apetecía hacer. Aquel hombre se lo merecía. Y a ella le daba bastante morbo.

—Está muy dura esta herramienta—le dijo tras levantar la mirada en busca de aprobación.

«Si supieras la cantidad de rato que lleva dura por tu culpa...».

—Dura y enorme... —agregó ella.

Los adjetivos mágicos. Los que elevaban el ego a la máxima potencia y aumentaban las ganas de todo lo indecente. El panorama era espléndido, un cuerpo precioso, pero era la hora de los adultos, la de la falta de delicadeza.

—Vente aquí, cariño...

Carlos tomó el mando otra vez. Y lo hizo sin escatimar en comodidades. En este caso, la suya.

Agarró a Cristina del pajeador brazo izquierdo y la ayudó a incorporarse sobre la camilla. Acabó sentada durante unos segundos a los pies del acolchado hasta que Carlos se colocó frente a ella y la invitó a poner los pies descalzos en el suelo. Frente a frente, llevó sus manazas al culo de Cris y esta se abrazó a su cuello con ferviente entrega. El beso fue sucio y pasional, como el de dos desconocidos que llevan bailando entre frotes toda la noche en una oscura discoteca. La forma en que el médico invitó a la chica a arrodillarse frente a él no fue menos sucia ni pasional: una leve presión sobre sus hombros y una risa que ella correspondió de forma traviesa.

Era su turno. Y aunque no llegó a arrodillarse, sí se acuclilló frente al espigado maduro.

«No me puedo creer que vaya a hacer esto...».

Para cuando quiso tomar consciencia de lo que estaba a punto de suceder, la polla más grande que había visto jamás se encontraba a escasos centímetros de su nariz. Olía, cómo no, a polla, a hombre, a sudor y otros flujos masculinos formando una fragancia hormonal irresistible para una mujer joven como ella.

Levantó la vista cuando el ginecólogo le acarició la melena fucsia. Primero repeinándola hacia atrás, luego con un suave masaje en la nuca. ¿La estaba invitando a merendar? Le regaló una de sus miradas de viciosa bien amaestrada cuando volvió a agarrar su tronco. Ella sabía cómo mostrarse dócil. Y aquel era el momento indicado para demostrar que además de dócil, era viciosa cuando debía.

Sin apartarle la mirada, y sin dejar de masturbar suavemente un pene que a todas luces se le antojaba enorme, le dijo:

—¿Cómo se llama esta herramienta, doctor?

A Carlos aquella pregunta le hizo gracia. No por la pregunta en sí, claro, sino por el juego en que había sumido a la paciente. Estaba claro que la muchacha, todo morbo y frescura natural, no tenía un pelo de tonta. Por todo. Y también por su picardía y por la forma en que frotaba la palma de su mano derecha sobre la piel del pene.

—Es una broca ginecológica de calibre especial… —respondió él no menos pícaro. Llevó ambas manos a la cabeza de Cris y rastrilló de nuevo sus cabellos. Era guapísima, y estaba seguro de que también una experta en lo que se traía entre manos.

—No la conocía...

Esta vez Cris sí bajó la mirada y por fin le plantó cara a la monstruosidad que pajeaba. El glande estaba muy hinchado, y de su punta asomaba un pequeño punto de líquido blando. Sus huevos colgaban enormes al final del tronquito, uno grueso y rugoso. El conjunto le agradaba tanto como le desagradaba. Le pareció preciosa, pero también amenazante. Estaba allí tras haberse herido el interior de flor. No quería salir peor de lo que entró.

—Ahora ya la conoces. Y ella a ti... —la sacó Carlos de sus pensamientos fálicos.

—Entonces me voy a presentar como es debido... —contestó ella, valiente. No iba a ser menos que él. Por más que estuviera en un terreno que jamás había pisado.

Al escuchar aquello, Carlos resopló y se secó la frente.

Cristina, por su parte, no lo dudó. Entrecerró los ojos y acercó la boca al glande hinchado que la observaba con deseo. La sostuvo en perfecta horizontalidad e hizo lo que aquel hombre esperaba de ella: besar el capullo con dulzura.

—Uy... —dejó escapar Carlos. Estuvo a punto de volver a resoplar, pero se contuvo. Mostrarse en exceso sensible no era bueno. Debía controlar la situación sin obviar el placer, pero no sucumbiendo a él.

—¿Uy? —repitió ella. Y también repitió el beso, esta vez en el lado izquierdo de la cabeza de la bella monstruosidad. Luego le dio tres o cuatro besos más por todo el contorno. El último la obligó a girar la cabeza: iba dirigido a la zona del frenillo. Al besar esta parte, se llevó consigo la gotita de semen que se descansaba al final de la uretra y se relamió los labios.

—Uy, uy... —volvió a dejar escapar el médico. La manera en que Cris sujetaba su falo y la cadencia con que había besado su polla eran impropias de una cría de su edad. O al menos eso creyó. Su especialidad eran mujeres de más de treinta, al fin y al cabo.

Cris se vino arriba al percibir las reacciones positivas del desconocido al que le iba a regalar una de sus famosas mamadas. Dejó que saliese a pasear su lengua y recorrió la parte inferior del glande, justo donde acababa de estampar el cálido y húmedo beso. Acto seguido dio otra pasada con la lengua por un lateral de la cabezota, y otro más por el opuesto. Viendo cómo brillaba la parte externa del capullo, fue más allá. Bajó el ángulo del pene con respecto a la horizontalidad que mantenía y pasó con un gesto húmedo el dorso de la lengua desde el orificio urinario hasta el borde superior del glande. El reguero de saliva que dejó a su paso lo volvió a empapar al retroceder por el mismo camino con la lengua, esta vez con un leve zigzagueo. Al llegar a la punta, levantó su polla y volvió a estampar varios besos más por toda la parte inferior.

—Eres una mujer muy experimentada, Cristina... Estas herramientas no se te resisten...

El comentario le gustó a la niña. Se sonrió. Pajeó con mayor ligereza. Pero al contrario que el glande, el tronco estaba seco. Debía remediarlo. Con desparpajo y sensualidad, se escupió en la palma de la mano. Un escupitajo casi seco. Lo siguiente que hizo fue embadurnar el tronco con su propia saliva. Al retomar la paja, la fricción se tornó cálida y suave.

El tío que se hacía pasar por Carlos Andrade se sintió maravillado por aquella iniciativa. Debía de estar bien cachonda para haberle hecho eso. Y bien experimentada. No llevó más allá el análisis de la situación porque tras compartir una leve mirada, Cris cerró los ojos, abrió la boca, soltó el aliento y sus gruesos labios aprisionaron un glande que desapareció entre sus fauces.

Cristina estaba segura de no haber chupado nunca una polla tan gruesa. Y aquel extremo no era necesariamente algo positivo. Al succionar el glande que aprisionaba, se dijo que un poco más pequeña hubiera sido más manejable, oralmente hablando. Menos esfuerzo y más facilidad para sus juegos de lengua. Porque aunque la mandíbula daba algo más de sí, forzar para tener la cabezota dentro le restaba algo de agilidad. Aun así, pudo limpiar con su lengua todo el capullo en tanto sus labios lo abrazaban con extrema sensualidad. Al tenerla empapada, comenzó a mamar el glande y los dos o tres centímetros de tronco que era capaz de tragar.

—Lo que yo te diga: una muchachita muy experimentada...

La primera toma de contacto de la muchachita muy experimentada dio lugar a una mamada de pleno derecho. Sus labios surcaban el glande y chupaban tanto como podían acaparar. El juego de mano, a ritmo con la boca, comenzó a masturbar con intensidad todo el recorrido de la polla. Al llegar al final, una pequeña mata de pelo rizado esperaba a que su mano realizara el camino de vuelta para después volver a pajear todo el recorrido. Y aunque era la manera en que a Cris le gustaba mamar el pene de los chicos con los que se liaba, no era el único proceder al que se ceñía. Por ejemplo, le dedicó al doctor su especialidad. Entretanto masturbaba su pene con rapidez, su lengua circundaba el capullo con un soniquete jugoso. A este continuó unas rápidas pasadas de lengua desde la parte inferior del tronco hasta la punta del capullo, donde la lengua no se detenía y surcaba unos centímetros el aire. Repitió las lamidas de gata unas cuatro o cinco veces más antes de volver a engullir el glande y centrarse en una mamada natural y precisa. A cada cabeceo, la mano mantenía el ritmo; cuando la mano atrapaba la zona del tronco más próxima al glande, su lengua lo recorría con sobrada pericia.

«La tiene riquísima, joder... Qué pollón...».

Carlos, entregado al placer más insospechado, se dijo que la niñata era top en la materia. Sin ambages. No le cupo duda de su dilatada experiencia, como tampoco que tío al que se la hubiera comido de esta forma tan cálida y dulce, tío que se la habría follado sin demasiado miramiento.

Como se decidió a hacer él cuando Cristina terminó de surcar los costados de su leño cavernoso. Había colocado los labios gorditos a un lado de su polla y le había ensalivado todo el falo hasta llegar a la pequeña selva del pubis. Luego había repetido la operación por el otro lado. Al dedicarle unas rápidas mamadas al glande, no pudo más.

—Reina, todo listo. La herramienta está en su punto. Es el momento de utilizarla.

Cris se limpió la boca con el dorso de la muñeca y se puso en pie ayudada por el médico. Al segundo notó cómo él la abrazaba y la sentaba sobre los pies de la camilla. Luego la tumbó dejando su entrepierna al filo del acolchado.

—Eso es... Pon las piernecitas aquí...

Andrade levantó las piernas de Cristina y luego flexionó sus rodillas. Gemelos contra muslos. Acto seguido los separó y su coño se mostró a la altura idónea para su monstruosidad.

Cristi estaba entregada. Tumbada sobre la camilla, no perdió detalle del momento en que el doctor se deshizo de los calzoncillos y del pantalón tras extraer un plastiquito del interior del bolsillo. Se lo llevó a la boca, lo abrió y extrajo un preservativo. El envoltorio fue a parar, cómo no, al suelo.

—Lo que voy a hacer ahora es cubrir la herramienta con este plástico protector. Mejor fluidez y fricción. Enseguida vamos a descubrir... si... estás... Eso es... —se decía a sí mismo en tanto desenrollaba el condón sobre su polla apresando su extremo superior—. Si estás preparada para tener sexo seguro y libre de molestias...

Cris bajó la mirada en la penumbra y fue incapaz de ahogar sus miedos. «Es demasiado grande, mi madre...». No tuvo tampoco tiempo para oponerse a lo inevitable. Carlos dirigió su polla enguantada a su coñito y frotó la cabeza alrededor del clítoris.

—Muy bien... —dijo al aire.

La chica gruñó. Se le aceleró el corazón. Lo que parecía una fantasía de cría estaba sucediendo en la realidad. Una parte de ella todavía no se lo creía. No iba a tardar en convencerse.

—Así un poquito, preparando el terreno para la inyección...

El médico pasó de nuevo el glande enfundado en el preservativo por la rajita de Cristina. De arriba abajo, de abajo arriba, abriendo sus pétalos con la cabezota. Con ella se deleitó dándole varios golpecitos más a la cabeza de la vulva.

El suspiro de Cristina y sus melones firmes le sacaron del ensimismamiento. Dirigió el capullo a la entrada de la vagina e hizo una leve presión. Los pétalos se abrieron sin oposición y la húmeda cavidad comenzó a dilatarse al paso de la polla del maduro.

—Suave... —le pidió ella.

—¿Te duele? ¿Alguna molestia?

Las gafas enfocaban la escena. Medio glande había entrado ya en Cristina, arramplando con la enrojecida carne alrededor de la entradita. Sintió el sitio empapado y cálido.

—Tienes una polla muy gorda —respondió ella con absoluta naturalidad. Las ganas de cubrirse el rostro la invadieron. Qué importaba ya. Al fin y al cabo aquella cosa no era una herramienta, era un pollón; y la exploración no era tal: aquel hombre había conseguido metérsela.

Al falso médico le encantó aquel vocabulario.

—¿Y no te gusta?

La pregunta estaba cargada de malicia. Tanto que antes de que ella pudiera responder, el glande ya había entrado en su coñito. Lo siguió un trozo de falo. El respingo automático que dejó escapar el cuerpo de Cristina le confirmó que lo había notado todo.

Y no se equivocó.

—Joder... —Cristi resopló. Se llevó los antebrazos a la cara y se cubrió los ojos—. Madre mía, de verdad, qué polla tan grande...

Otro chute de ego para el doctor, que supo contenerse. Tras meter la mitad de su miembro, se encontró tope. No iba a forzar. Cierto era que prefería mujeres más profundas, pero aquello no suponía ningún problema para follar sin contemplaciones —y algo de cuidado—. Al sentir el fondo de la vagina, retrocedió para volver a meter, y luego repitió el movimiento de cadera.

Acalorado, comenzó a desabrocharse la camisa.

—¿Ves? —preguntó en tanto comenzaba a penetrarla con mimo—. Entra genial...

Las manos de Carlos, hábiles con los botones de la camisa, fueron a parar a las torvas de Cris. Con este gesto se aseguró que la chica se mantenía bien abierta para él.

Y para el viejo que lo veía y escuchaba todo desde la distancia. Incluido el contaste gemir que se adueñó de la garganta de Cristina, cuyos pechos comenzaron a bambolearse al ritmo de cada penetración.

—Entra muy bien... —corroboró ella.

«Me está follando... No me lo creo... Carlos Andrade me está follando... Fátima no me va a creer en la puta vida, joder...».

La polla del falso Andrade percutía sin problema su intimidad profanada. Bajó la mirada y gozó con la visión de su chochito bien dilatado y su polla entrando y saliendo a placer tras una fricción demencial. La chica estaba empapadísima. Ardía. Disfrutaba. Y más que debía disfrutar.

Confiando en que se mantuviera bien abierta sobre la camilla y continuara con las rodillas flexionadas sobre su cuerpo, llevó su mano derecha al coñito de la cría. Enseguida su pulgar se humedeció con los flujos de la zona y comenzó a estimular de izquierda a derecha su clítoris.

—Ay, Dios... Pufff...

El lamento de Cristina no hizo más que dotar a las caderas de Carlos de una mayor potencia. Media polla se perdía en su interior a ritmo de vértigo en tanto su botón era estimulado con más acierto que torpeza, a pesar de la postura.

Los «Ah... Ah... Ah...» cada vez menos ahogados tras cada penetración se adueñaron de la pequeña estancia. Chorros de sudor caían por el torso desnudo del ginecólogo.

Bajó de nuevo la mirada a la entrepierna de la chica tras una panorámica en la que mostraba todo su cuerpo tumbado frente a él y preguntó al aire:

—¿Te gusta esto?

Su pollón entraba y salía sin miramientos. Sus labios no podían estar más abiertos, su vagina más dilatada. La fricción era endiablaba para ambos. Incluso Cris llegó a maldecir no haber conocido a aquel hombre en un hotel. A bien seguro habría dejado que se la follase en su habitación, sobre una cama, con todas las comodidades a mano. Aun así, no podía quejarse en absoluto de la deriva que había tomado la calurosa tarde.

No lo dudó:

—Estoy flipando con que me hayas calentado hasta este punto —contestó mordiéndose el labio inferior y llevándose las manos de nuevo a las tetas. Comenzaba a entrarle el cosquilleo íntimo previo al orgasmo y quería estimular sus pezones al máximo. Comenzaba a apreciar los matices desiguales del tronco de la polla de Carlos. Su vigor y potencia. La manera en que su interior estaba dando todo de sí para recibirle. La morbosa situación que la dejaba a ella como el recipiente sexual de un hombre del que hubiera esperado todo menos que la calentase para follársela con el novio al otro lado de la puerta. Pero si así habían salido las cosas, una experiencia sexual que se llevaba. Una nueva muesca en su currículum.

La única cuestión en el momento en que Carlos comenzó a follársela con más violencia era que la pregunta que acababa de hacer no iba dirigida a ella.​
 
14



El viejo se había deshecho del pantalón, los calzoncillos y la raída camisetilla de tirantes. Desnudo frente al monitor, extasiado, su última preocupación era el semen que se deslizaba por su vientre y muslos.

—Me ha encantado, amigo mío.

La corrida había sido salvaje. Su Enfermero era el mejor, se dijo. La forma en que había conseguido hacerse a la niñata le resultó excepcional. Como la follada que le estaba pegando. De campeonato. Terminaría de verla por darse el gusto, pero sabía que no iba a poder ganar una nueva erección. Si al menos hubiera tenido a bien el tomarse una de esas pastillas que usaba con las mujeres que se acostaba...

Se levantó del sillón desentendiéndose de la escena de alto voltaje al otro lado de la pantalla y se dirigió a la repisa oeste de la buhardilla. Agarró el mando del aire acondicionado y subió la temperatura. A 20 grados hacía frío. Su cuerpo se estaba desprendiendo poco a poco de todo su ardor acumulado durante la consulta a distancia.

Tras adecentar el ambiente, caminó con torpeza y un naciente dolor de huevos al tabique norte de la enorme sala. Se detuvo frente al espacio en blanco que había entre docenas de cuadros. Un espacio donde hasta hacía un mes y pocos días colgaba el ejemplar original número 16 de «Minotauromaquia», de Pablo Picasso, fechado en 1935 y firmado por el propio artista.

Lo recuperaría, por supuesto. Pero alguien debía comenzar a pagar por su osadía.

Se dirigió de nuevo al escritorio.

Quería presencia el final del ritual. Deleitarse con los detalles que más tarde comentaría con su pupilo.

Con algo de suerte, tal vez mucha, correrse a la vez que él. Imaginarse que era él el que iba a pintar de blanco la preciosa carita de la niña.​
 
Esto sigue 10/10. La escena entre "Carlos" y Cristina está siendo muy morbosa. Además, todo el tema del señor que está viendo por las gafas, el falso Carlos y el complot que parece haber contra Cristina, me tiene muy interesado en cómo va a seguir toda la historia.

Saludos!
 
Última edición:
Buenísimo relato, fantástica narración. Situación super morbosa. Deseando seguir leyendo.
 
15
Un mes antes


No más de diez personas en el mundo conocían ese número. Sus padres. Erika. Jaime Rubio. Arkaitz. Víctor Santacruz. Guti Romero. También quien se hacía llamar Jeeg. Y, por supuesto, Poncho Menéndez.

Salvo su madre, nadie había osado interrumpir el año sabático que pronto tocaría a su fin. Ni siquiera Erika, que se había tenido que poner al frente de sus negocios previo convincente «soborno».

Su entorno lo entendió. Hay rupturas que mejor gestionar desde la distancia.

Por eso, cuando sonó el teléfono al despuntar el alba supo que algo no iba bien. ¿Les habría pasado algo a sus padres?

La duda le carcomió al punto de que la grabación dejó de importarle. Tendría clips de sobra con el material conseguido durante la noche para seguir alimentando el hilo «La hippie insaciable» de su sección «Las presas del laberinto». Porque como webmaster de su propio foro, disponía de su sección personal, la reina de la web y en la que categorizaba e inmortalizaba desde hacía tiempo a sus presas, más de una docena en el último medio año. No era, no obstante, el mejor cazador del foro.

—Disculpa, tengo que coger el teléfono.

La presa que lo cabalgaba hizo como si no lo hubiera oído. A horcajadas sobre él, su frenética cabalgada no tenía visos de detenerse. Con un largo gemido le dejó claras sus intenciones.

—En serio... Creo que es importante.

Sus manos abandonaron la cintura de la muchacha y descendieron a sus muslos.

Ella no podía creer que fuese a interrumpir semejante polvazo mañanero. Estaba casi más enamorada del gran cimbrel inagotable de aquel tío misterioso que del propio tío.

—Entonces volverán a llamar —arguyó.

Su negativa estuvo acompañada de más jadeos y gruñidos. Los de una tigresa que arañaba el pecho de su amante. Aunque las felinas no tuvieran la larguísima cabellera castaña que danzaba describiendo órbitas hipnóticas sobre ambos.

El teléfono seguía sonando y él, más que saciado tras la madrugada de pasión, tomó las riendas. Tuvo que apartar a la chica hasta dejarla caer a su lado. Sus tetas rebotaron hacia todos los puntos cardinales al descansar su cuerpo sobre el maltrecho colchón. El tío misterioso le dio un beso en el hombro en señal de reconciliación y salió de la cama prometiéndole que no tardía.

—Menudo aguafiestas... —murmuró ella antes de encenderse la mitad del cigarro que había en el cenicero de la mesita.

El aguafiestas bajó las escaleras hacia la cocina con una erección de caballo que no aguantaría demasiado. La sorpresa al ver el nombre de su interlocutor en la pantalla le desconcertó al punto de que el firme soldado acabó desinflándose.

Contestó tras un pequeño carraspeo.

—Es muy temprano en este rinconcito del mundo —dijo por todo saludo mientras descorría las cortinas. La claridad del Mediterráneo inundó la blanca estancia. La casita bebía prácticamente del mar al que se asomaba.

La vetusta voz al otro lado sonó cansada.

—Mallorca tiene amaneceres preciosos. Dudo que un caballero tan madrugador como usted se pierda semejante espectáculo cada mañana.

El viejo tenía razón. En parte, al menos. Lo cierto es que todavía no se había acostado. Un pequeño cambio de hábitos tras casi doce meses alejado de su hábitat natural y nuevos proyectos en ciernes.

—No creo que me estés telefoneando para recordarme que debo contemplar el amanecer del viernes, ¿verdad?

Una risa nasal se escuchó al otro lado.

—Mi amigo, soy el último culpable de que el ferry atraque a estas horas tan intempestivas. Al menos he podido echar una cabezada.

El hombre que contemplaba los azules del mar y los naranjas del horizonte desde la cocina no dio crédito: el doctor Menéndez en la isla. Se había quedado corto calculando el alcance de una llamada que presumió importante al primer tono.

Optó por la prudencia.

—Queda mucho para mi cumpleaños. ¿A qué debo el placer de esta sorpresa?

Que su mentor, enemigo de los barcos casi tanto como de los aviones, acudiera al nuevo sitio de su recreo no presagiaba nada bueno.

—Si pudiera contártelo por teléfono no habría venido hasta aquí, ¿no crees? Necesitaba verte. Ponte algo decente y sal de la madriguera en la que andes escondido, anda —le apremió con una inflexión impaciente en la voz—. Te veo en una hora en el Baderna. Espero que no te pille demasiado lejos.

No hubo lugar a la negociación. El hombre en la ventana maldijo el momento en que creyó buena idea confesarle el lugar en que iba a resetear su vida. Lo maldijo por segunda vez al subir las escaleras y escuchar el sonido de la ducha. A la mierda la grabación, definitivamente. Caminó hasta la cómoda frente a la cama y apagó la cámara escondida en la cajita de madera tallada que un día se trajo de Cuba. Segundos después entraría en el baño a finiquitar lo que había dejado a medias.



El Baderna era uno de los barecitos más madrugadores del entorno de Portocolom y de los pocos que conservaba a pie de puerto la esencia marinera del lugar. Especialidad en croquetas a base de productos pesqueros de la zona, también ofrecía, según los buenos paladares, el mejor pan mallorquín de la isla. En temporada alta, desde las siete de la mañana.

—Tienes buena cara y mejor cuerpo. ¡Se nota que haces mucho el amor!

El doctor Menéndez no había levantado la vista del periódico que hojeaba para elogiar el buen color de su pupilo. Estaba acompañado de un café y una tostada de aguacate, atún y tomate. Bajo el toldo del establecimiento y junto a su maleta de viaje, lucía muchísimo más delgado que la última vez que se vieron. Ahora parecía incluso saludable.

—Solo cuando me dejan —contestó el hombre misterioso al tomar asiento frente a él.

Mentía, y el otro lo sabía. La hippie que había dejado durmiendo sobre su cama era solo una de tantas. No le estaba yendo mal el retiro para mantenerse en forma. Ni para sus cosas. El foro, a punto de adquirir una nueva dimensión, seguía siendo su vía de escape de la realidad.

—Eso debería decirlo yo, arrugado como una pasa tras perder cientos de kilos —exageró orgulloso de su hazaña endocrinológica—. En serio, he paseado por la página esa en la que te dejas ver de cuando en cuando. No te va mal, a pesar de todo. Buenas presas en esta isla y mejores sacudidas. Se nota quien fue tu maestro.

—Bon dia! —La camarera se dirigió al recién llegado interrumpiendo la charla—. ¿Quiere desayunar el caballero?

Parapetado tras las gafas de sol, el pupilo del doctor Menéndez escaneó de arriba abajo a la empleada. De mediana edad, cabellera rizada, blanca sonrisa y bonitas curvas. Nada mal, no. Quizás volviese por Portocolom para probar suerte con alguno de sus disfraces. Quizás con el de pintor bohemio que llevaba labrándose meses. Las chicas entraditas en carnes estaban dándole muchas alegrías al curioso artista. Y a sus seguidores, también. Total, el «no» ya lo tenía; el trabajarse el éxito era lo excitante. Triunfase o fracasase.

—Bon dia! —saludó él—. Lo mismo que a mi colega. Pero que la tostada sea doble y el café descafeinado, por favor.

Estaba hambriento. Las noches de sexo tántrico, o lo que fuese aquello que practicaba la chica que regentaba la biblioteca-cafetería-tienda-de-abalorios del cercano puerto donde vivía, eran agotadoras.

—Enseguida se lo traigo.

Retomó la palabra cuando la camarera se marchó.

—Lo cierto es que he sobrellevado bastante bien el duelo en este paraíso en el que no me falta de nada —admitió oteando el pequeño puerto que ejemplificaba la armonía de la que se rodeaba en el contexto de la isla—. El sexo, como tantas otras curas psicológicas, siempre es una gran terapia. Oxitocina y todo eso. El foro, por decirlo de alguna manera, es solo una extensión a esa terapia concreta. —Y mucho más de lo que el doctor, invitado de honor a ese lugar inaccesible de la deep web, imaginaba—. Pero no creo que hayas venido a Mallorca para hablar de mi vida íntima y la forma en que la comparto...

—Cierto —admitió el viejo llevándose el café a los labios—. Aunque hay algunos matices que hacerle a tu afirmación. —Dejó la taza sobre el platito y pasó varias páginas del periódico—. En cualquier caso, he cruzado el Mediterráneo porque necesito de tu ayuda.

«¿Mi ayuda?».

—¿En qué puedo ayudarte yo a estas alturas de la vida?

El hombre que pocas semanas después sería Carlos Andrade sospechaba ligeramente de las intenciones de su antiguo instructor, lo cual le mantenía en alerta.

El viejo se hinchó los pulmones antes de hablar. Sus problemas eran suyos, pero a veces necesitaba hallar soluciones en alguien más. Sobre todo desde que se había adentrado en la vejez.

—Han robado en casa.

Aquello pilló desprevenido al hombre misterioso. No era especialista en hallar objetos perdidos. Se le daban mejor las personas.

—¿En Villa Celestina?

El doctor asintió, la barbilla arrugada y los ojos perdidos en las gafas de sol de su contraparte.

—¿Y qué se han llevado? Si se puede saber.

Menéndez levantó los hombros e hizo un gesto de desinterés con la mano. Lo esperable.

—No importa. Dejémosle esa parte del trabajo a la policía. Llegado el momento, te lo diré.

Poncho siempre tan misterioso. Desde que lo había conocido hacía más de veinte años no se había desprendido de esa aura enigmática de la que amaba dotarse. Cosas de su fraternidad, supuso. Todo aquel aquelarre de médicos pervertidos del que un día él mismo participó presumía de un misticismo enaltecido por logros de dudosa honra.

—Me parece genial. Pero entonces no estás aquí por el robo en sí. Sigo sin entender en qué puedo ayudarte.

El ginecólogo tardó en arrancar a pesar de las horas ensayando el discursito.

—Verás, sí que estoy aquí por el robo. En cierto modo. —Hizo una pausa antes de continuar—: Quiero que castigues a uno de los tres perpetradores.

La confusión se manifestó de manera inequívoca en el rostro del pupilo. Por supuesto que entendía el significado de castigo y las implicaciones que el favor que le estaba pidiendo tenía, lo que escapaba a su conocimiento era...

—Espera, ¿se supone que la policía ya los ha detenido?

El viejo negó con la cabeza entrecerrando los ojos.

El joven se dio por vencido. Sabía que no iba a recibir más información de la necesaria. Tampoco hizo falta, incluso si lo pensaba bien era lo mejor. Siempre había sido lo mejor. De entre los pliegues del periódico el octogenario sacó tres sobres y se los entregó. En el anverso de cada uno su pupilo leyó un nombre:

Teresa.

Marcela.

Cristina.

El futuro imitador del doctor Andrade los sostuvo con cara de no saber qué hacer. Aunque lo supiera perfectamente.

—Elige a una de ellas, Dédalo.

Dédalo.

No recordaba la última vez que alguien se había dirigido a él con su viejo apodo: Dédalo. Le hizo gracia. Hacía tiempo que había dejado de ser el constructor para convertirse en la bestia. En sus submundos todo el mundo se refería a él como Tauro, su sobrenombre.

Abrió los sobres uno a uno, examinando con tiento el contenido.

Las fotos de la tal Teresa mostraban a una chica de unos treinta años, morena, de estatura media y bien vestida. Los robados se habían conseguido en un superficie comercial y en una sola sesión. La vestimenta era con seguridad su indumentaria de trabajo. Falda oscura, blusa blanca. No había fotos de su día a día, posiblemente debido a que no tendría redes sociales.

—No está mal —balbució.

Dejó el sobre en la mesa y abrió el siguiente.

Marcela no parecía española. Colombiana, apostó. Tez morena, largas piernas, buen culo y una delantera a todas luces de silicona. De treinta y tantos. Las fotos pertenecían a sus redes sociales, casi todas selfies. Era guapa, exótica. Ella lo sabía y así lo transmitía a través de la seguridad que desbordaba su mirada.

El sobre con las fotos de Marcela fue a parar a la mesa.

—Aquí tiene.

La camarera hizo acto de presencia justo cuando se disponía a abrir el tercer sobre. Dédalo giró la cara y le dio las gracias. Ella le correspondió con una sonrisa y le regaló un contoneo de culo que mantuvo hasta perderse en el barecito.

—Céntrate —le pidió el doctor Menéndez.

El pupilo abrió el tercer sobre. La chica que se mostró ante él le llamó la atención inmediatamente. Tenía una larga cabellera fucsia plagada de matices y una carita preciosa. El cuerpo que lucía, a todas luces natural, era una verdadera delicia. El conjunto era de nivel oro. Pocas como ella había catado en su estancia en Baleares, por no decir ninguna. Tampoco tenía la mayor importancia: el físico no era más importante que el morbo para él. Eso sí, tenía un pero: parecía demasiado joven para la media con la que acostumbraba a trabajar. Un contratiempo o un posible reto.

Guardó las fotos en el sobre y lo colocó sobre los otros dos. Le dio un pequeño sorbo al café y miró por encima de las gafas al ginecólogo.

—Muy bien. ¿Ahora qué? —preguntó haciéndose el interesante.

—Ya sabes. Ahora debemos castigar a uno de los malhechores —sentenció su maestro con aire ceremonioso.

—¿Por qué a uno y no a los tres?

La cara del viejo mostró un rictus de indiferencia.

—Solo quiero enviar un mensaje esta vez. Cuando el castigo sea público todos los implicados sabrán a quien no deben volver a joder. Y los allegados de los implicados, también. Y los cercanos a aquellos. ¡Todos lo sabrán!

Dédalo cruzó las piernas llevándose el plato con las tostadas al regazo. El olor había terminado de abrirle el necesitado estómago.

—Poncho, llevo un año retirado —respondió antes de comenzar a masticar—. Fue esta mierda lo que acabó con mi última oportunidad de tener una vida... normal.

A Poncho Menéndez casi se le escapa una sonrisa. «Vida normal». Como si el hombre amante de los disfraces hubiera tenido alguna vez algo parecido. Como si fuese ese el tipo de vida que llevaba en Mallorca. Como si existieran diferencias de peso entre su libertinaje connatural y el juego del que siempre había sido maestro de maestros. ¿De qué se trataba, al fin y al cabo? Bah, unas cuantas reglas, víctimas, presas y castigos. Hasta el ritual corría a cuenta de las preferencias del castigador, como haría cualquier libertino a la hora de seducir a la hembra por la que bebe los vientos.

Menéndez, siempre cauto, echó mano del sentido común:

—No dejaste de jugar en ningún momento, amigo mío. No culpes al juego de lo que pasó con Carmen. Aquello no tuvo nada que ver.

A medias. Carmen y Dédalo, como cualquier otra pareja, vivían la sexualidad a su manera. Con normas y límites, como todo lo que se pretende hacer bien en la vida. Dédalo, en cambio, creyó que podía mantener ciertos secretos fuera de aquellos límites hasta que la realidad le demostró lo contrario. La pifió. Fallarle a Carmen era lo último que había deseado en la vida. Su mujer nunca le perdonaría un desliz más allá de las lindes de su relación. Cuando ocurrió, o mejor dicho, cuando se lo dijeron, sentenció a Dédalo.

Un largo suspiro sirvió momentáneamente como respuesta que quebraba el silencio.

—Escucha, amigo —se arrancó el viejo doctor—, decirte que solo tú puedes hacerlo como es debido es redundar en mi objetivo. No solo eres el mejor, el que más alegrías nos ha dado desde siempre: eres el único en quien puedo confiar un asunto tan personal y delicado. Excepto la policía, nadie sabe lo que ha ocurrido —mintió—. No es el juego, es justicia. Me cago en todo, mis espaldas cargan con ochenta vueltas al Sol, no puedo hacer esto por mí mismo.

Dédalo se chupó un dedo pringado de aguacate.

—Parece que me estás pidiendo, simplemente, un pequeño favor.

El viejo arrugó la frente y se le elevó la piel de las sienes.

—Soy plenamente consciente de las consecuencias de lo que te estoy pidiendo, por favor.

—Tú mismo acabas de contestarte, pues... —contestó Dédalo mordisqueando la tostada con aires distraídos.

Hubo un instante de silencio protagonizado por sendos cafés. Luego el doctor Menéndez habló:

—De acuerdo, olvida lo personal que intento imbuirte por un instante. Supongamos que no soy quién para que gastes tus energías en él. Centrémonos un instante en el juego. ¿De verdad no lo echas de menos? ¿No estás cansado de follar por follar? ¿De la caza menor para después mostrar tus trofeos en esa página que tienes con tu amiguito el invisible?

Él no lo sabía, claro, pero el ginecólogo había tocado cierta tecla, activado un mecanismo todavía en proceso de elaboración.

«Y si...».

No, Dédalo podría quedarse mucho más tiempo en aquellas maravillosas islas, seduciendo a las nacionales y extranjeras que se dejaran caer en su telaraña de pasión y lujuria, que no se cansaría de follar por follar ni de alimentar a su séquito. El sexo era su modus vivendi, catarsis tan personal como espiritual. Además, la dimensión virtual de su sexualidad le resultaba adictiva. No obstante, sí que echaba de menos el juego, faltaría más. Sazonar el sexo a los niveles que brindaba cada ritual era elevarlo al infinito. Por ello, tanto él como Jeeg llevaban un par de meses dándole vueltas a un nuevo proyecto, algo teórico aún pero prometedor que lo elevaría todo al infinito... y más allá.

Dédalo se sinceró sin perder el norte:

—Sabes que siempre he adorado el juego. Me abriste a un mundo fascinante. Una vida dentro de una vida. Pero, te repito, ya sabes cómo acabó mi historia hace un año, tuviera el juego o no mayor influencia en el desenlace.

El café los volvió a distanciar unos segundos. Ambos tenían su parcela de razón y los matices solo alargarían innecesariamente un tema que mejor no tocar.

Al doctor le tocó ser pragmático:

—Entonces los cacos se irán indemnes. No solo eso: se irán creyendo que pueden seguir apropiándose de lo que no es suyo... —defendió con desdén. El as bajo la manga le asomaba tímidamente.

Su antiguo pupilo dejó que su mirada se perdiese en las viejas embarcaciones de pesca, en el mar, en el sol que se asomaba en la lejanía. Su cerebro, ajeno al espectáculo matinal, le daba vueltas a todo. Era su naturaleza. Y enseguida llegó a una conclusión lógica: el que fuese su mentor no había hecho kilómetros de coche o tren para luego subirse a un ferry que lo trajese a Mallorca para fallar en su propósito. El ginecólogo sabía cómo había acabado su última relación y aun así se había recorrido medio país para pedirle que castigara, a la antigua usanza, a uno de los culpables del robo que había sufrido. Un robo, creyó, de envergadura.

Le dio al viejo cierta cancha para que se soltase:

—La tal Cristina es un yogur muy tentador...

Volvió a agarrar el sobre y sacó de su interior las fotos de la chica de curiosa melena morada. Se preguntó quién sería la persona que la iba a hacer pagar la deuda.

—Lo es, lo es. Y muy jovencita.

—No me dirás qué te han robado ni la implicación de ninguna de las partes, ¿verdad? —quiso saber por contextualizar el favor.

—Quedémonos por ahora con el pecado. Ya está. Te ofrezco la presa y castigamos al culpable para acabar dejándolo expuesto. Fin. Nada como quebrar la magia del amor para reordenar el caos provocado. Mancillar lo genuino de las relaciones humanas como forma de retorsión es catártico. Y de justicia.

Sí, sí, aquello ya se lo sabía Dédalo. El fin último de aquella hermandad de adictos al sexo más prohibido, los encuentros más furtivos con quienes solo eran el medio. Aunque no estaba de acuerdo con aquel concepto de justicia. La persona que acababa expuesta era la que menos culpa tenía del mal que se pretendía castigar. No obstante, el dilema que manejaba desequilibraba su balanza moral. Por un lado, la ruptura con la única persona que lo había comprendido todo. Ese pasado incómodo fruto de la pérdida de control que nunca debió producirse. Por otro, la posibilidad que le brindaba la aparición del ginecólogo le abría la puerta al proyecto que se traía entre manos con el informático Jeeg. Podrían intentarlo. Una primera toma de contacto para probar la logística, quizás.

Decidió no rendirse tan fácilmente. Menéndez estaba allí por algo más. Cierto que algún recelo sano provocara que la vieja fraternidad no se comunicara por teléfono con sus afines, pero aquella proposición podría haberle llegado por cualquier método seguro que no implicara que a sus más de ochenta años aquel hombre hubiera sufrido los mareos del ferry porque sí.

Fue claro:

—¿Y qué hay de la reordenación del caos que se produjo en mi universo?

El doctor se sonrió. Su Enfermero ya conocía aquella sonrisa de sobrado. Era cuando soltaba la traca final. No se imaginaba cuánta razón tenía su corazonada.

Menéndez sacó un cuarto sobre de entre las hojas del periódico y se lo entregó.

—¿Qué es?

—Una pequeña contraprestación por el favor que vas a hacerme. Era mi última baza, pero algo me dice que no la voy a necesitar.

Del sobre extrajo un manojo de fotos. La protagonista era una rubia espectacular. En su significado más literal. Las instantáneas habían sido sacadas de sus redes sociales y luego impresas en la mejor calidad posible. Metro ochenta, como mínimo; larga cabellera lacia y natural; curvas endiabladas; rostro de facciones finas y pronunciados pómulos; feminidad desbordante, quizás como su propio carácter. Treinta y pocos años, profesional de guante blanco, de buena familia y gustos caros. Un putón que había desarrollado su discreción al máximo o la esposa perfecta. Con las pijas no había término medio. No se arriesgaría a apostar en esta ocasión.

Al pasar cada foto, en la cabeza de Dédalo aparecían subtítulos:

«Rubia en playa luciendo bikini blanco y pareo que una mayoría usa para ocultar celulitis pero que esta se anuda a la cintura para no sentirse observaba por culpa del culazo que gasta».

«Rubita en top ajustado y mallas acodada al hombro del monitor del gimnasio frente al espejo de la sala de cardio para advertir al resto de sus contactos de que ser rubia no es ser tonta».

«Rubilla sacando culo y pecho sobre la moto de agua. Como si no despuntasen sus virtudes sin buscarles el ángulo».

«Diosa de ojos verdes y perlas blanqueadas frente a un plato minimalista de alguna mierda de doscientos pavos en restaurante con jefe de cocina engreído».

«Hembra espectacular en un cortísimo vestidito negro junto a un par de chicas de su especie a las escaleras de una discoteca de moda marbellí».

«Rubia platino orgullosa enseñando alianza junto a...».

—Mi puta madre, no me lo creo —murmuró Dédalo con los ojos de par en par.

El viejo se hizo el interesante tras el periódico.

—Es él...

Junto a la preciosísima rubia, Eduardo Strachan. El hijo de la gran puta que estuvo a punto de arramplar con la fraternidad y con todo su tinglado efervescente, la figura que acabó siendo clave para que Carmen descubriera la faceta secreta de Dédalo.

Un jodido regalo caído del cielo.

—¿Quién es esta rubia? —dijo sin poder evitar la ferviente excitación que crecía en su interior.

—Su prometida, como has podido intuir. Se conocieron al poco de tu desaparición y el pajarraco no tardó en hacerla suya. Como para desaprovechar una ocasión así. La de cachorros rubios que le va a dar al maldito cerdo... a menos que lo impidamos. ¿Verdad?

La posibilidad de la venganza se superpuso a cualquier otro razonar. La reordenación del caos en su universo al alcance de la mano. El riesgo merecía la pena hasta las últimas consecuencias. Maldijo a Poncho Menéndez por tercera vez.

—¿Desde cuándo tenías esta información?

El ginecólogo se encogió de hombros.

—El suficiente. Solo esperaba el momento idóneo. No quería irrumpir tu retiro. Mejor dicho: tu duelo.

«Menudo cabrón».

—¿Qué puedo saber de ella?

El viejo apuró el café y se relamió los labios antes de hablar.

—Oh, muchas cosas. Ya te pasaré la ficha para que le abras expediente en tu cuadernito de notas. ¿Pero que a ti te interese? Bueno, se casan en septiembre. ¿Y a qué no sabes cuándo y dónde celebra ella su despedida de soltera?

Dédalo tragó saliva. Más de un año sin sentir ese cosquilleo a lomos de la ansiedad creciente. Su instinto se despertó.

—Exacto —afirmó el viejo sin aguardar respuesta—. Mallorca, en pleno agosto. Siete coñitos pijos han alquilado una villa con unas vistas maravillosas y planeado unos días de desconexión plagado de actividades lúdicas...

Dédalo quiso saber cómo conseguía siempre Menéndez toda esa clase de información. ¿Tendría también su propio Jeeg? Qué importaba. Tenía cuanto necesitaba por ahora. Entraría en detalles al ganarse el derecho a la contraprestación. Porque Poncho jamás renegociaba sus propuestas.

Volvió a ojear las fotos de Cristina.

—En fotos es preciosa, muy guapa. ¿Qué se sabe de Cristinita?

Poncho torció el gesto, complacido por el efecto de las fotos de la exmodelo rubia licenciada en marketing e investigación de mercados. Más bien «el efecto Eduardo».

—Bueno... —contestó con la prudencia requerida—, tiene veintidós años. Demasiadas generaciones entre cazador y presa, lo sé, tanto como que no tendrás vértigo. Te pasaré sus datos y los perfiles que usa en redes sociales para preparar el mejor ritual. Quizás puedas tú llegar más lejos que mis contactos. Lo único que te pido, por favor, es que no te demores. Quiero desquitarme antes de agosto. Por lo demás, que el vídeo sea de calidad y se aprecie perfectamente que es ella. Como siempre.

Dédalo le dio vueltas al coco. Los textos, sus historias, las fotos a hurtadillas, los vídeos grabados desde los escondites más insospechados, la inversión en nueva y mejor tecnología. Basta. Era el momento de ir más allá. Era el momento de soltar al Minotauro. En vivo y en directo. Todo el proceso debía ser parte del ritual, desde el principio, ya se tratase de una captura en el día o de una cocción a fuego lento.

Había que dar el salto.

—Está bien. Acepto. Volveré a jugar. Seré otras personas. Porque eres tú, porque necesito devolvérsela a Eduardo, porque muero por un buen chute de adrenalina... y porque no harás público el castigo del ladrón.

Menéndez torció el gesto.

—¿A qué te refieres? La venganza consiste en eso, ¿no? Desde siempre. ¿De qué si no iba a servir robarle a una persona su bien más preciado?

—Esta vez será diferente. Lo haré en directo, y con eso será suficiente.

La mirada desubicada del viejo expresaba su desconcierto.

—Estoy aburrido de siempre lo mismo, ¿sabes? —prosiguió Dédalo—. Le estuve dando vueltas al tema. Bueno, le he estado dando muchas vueltas al tema. Ya sabes, la inactividad y todo eso. Pobre Erika —pensó en voz alta al recordar la carga de trabajo que había asumido su hermana—. En fin, quiero romper algunas barreras. Quiero hacerlo en directo, que seas testigo de todo en tanto sucede en tiempo real. Tú y solamente tú. Desde casa, desde aquí, desde quieras. Pero solo tú. Si tengo éxito, y serás el primero en saberlo, habrá terminado la venganza. —Sabía muy bien por lo que se lo decía.

El ginecólogo le dio vueltas a aquello haciendo como si resolvía el crucigrama de memoria.

—¿Es factible lo que me estás contando?

—Facilísimo —respondió seguro. Cuando él mismo le hizo la misma pregunta a Jeeg, este le dijo: «¿Estás de broma? Hasta un niño de teta podría hacerlo. Otra cosa es que le eches cojones con la cantidad de riesgos que conlleva. Al menos que la pasta que se pueda pedir por algo así sirva para crear un fondo de garantía o de fianzas. Quizás lo necesitemos».

No bromeaba el informático, desde luego.

—¿Se te reconocerá en la «escena del crimen»?

Dédalo levantó un hombro y enarcó las cejas.

—Por ahora hay demasiados factores que escapan a nuestro control. La edición posterior siempre nos ha ayudado a encubrirlo todo. Con lo que te propongo, no es posible edición alguna. En parte es el motivo por el que tú serás el único telespectador en esta ocasión.

«En esta ocasión de prueba».

—¿Y si... no sé, si se estudian los ángulos de las cámaras para que no se te vea el rostro o algo así? Si no sales quizás podría publicarlo... Que le llegue a ese canalla el karma por correo.

Dédalo negó.

—No. Mis ojos deben ser tus ojos. Se verá demasiado.

«Los ojos de quienes vayan a tener acceso al selecto club tras la idea del Laberinto si esta prueba sale bien», matizó de nuevo para sus adentros. No paraba de pensar y pensar. Y a la cuestión planteada por el ginecólogo, ¿sería capaz de implementar Jeeg el desenfoque automático pronto?

—Me he perdido —admitió el viejo clavando su mirada en las gafas de su pupilo.

A ellas se dirigió el dedo índice de la mano derecha de Dédalo.

—¿Y si te digo que llevo grabándote con estas Ray-Ban desde que he llegado?

El viejo no correspondió la sonrisa pícara del Enfermero. Tampoco indicó su rictus pétreo que estuviera en contra de la propuesta. Todo lo contrario.

—Me fascina la idea. Lo admito. Si se puede, el mundo de posibilidades es amplio. Peligroso, pero amplio. Aunque me tiene mosca el no poder devolvérsela como es debido a estos tres hijos de puta...

—Tranquilo, de verdad. Eso corre de mi cuenta. Me quedo con Cristina. En cuanto me pases sus datos le digo a Jeeg que monitorice su actividad en redes para saber cómo, cuándo y dónde poder atacar.

El doctor Menéndez se sintió aliviado. Tendría su venganza. Por partida doble.

Eso sí, se cuidó de contarle que Cristina, la única elección posible, había sido en una ocasión paciente suya. Una tontería. No le quedaría más remedio que contárselo sucintamente cuando Dédalo intervino el sistema de salud al descubrir que la chica iba a visitar a un especialista. El disfraz de ginecólogo loco o «ginecoloco» siempre le había fascinado. Era como volver a sus orígenes. Menéndez hubiera preferido otro. No estaba seguro de que su aprendiz desligara su nombre y el hecho de haber tratado a Cristina de la nueva consulta ginecológica que había solicitado la chica. No podía haber el más mínimo desliz.

No fue lo único que omitió. No le dijo que la madre de la pelifucsia llevaba cinco años limpiando en Villa Celestina, todos los jueves de cuatro a ocho de la tarde. Y que los tres albañiles–pintores que había contratado para una chapuza en el cobertizo eran recomendación de la propia madre de Cristina, uno de ellos novio de la niña. Todo quedaba en familia, incluida la posibilidad de que alguien del clan se hubiera hecho con el cuadro a petición, a todas luces, de un tercero.

Por supuesto, no había contactado con la policía. Los procederes de la fraternidad, en ocasiones, seguían otros cauces. En berenjenales como este no podían arriesgarse ni a ser denunciantes. Ser poseedor de un Picasso robado y pedir ayuda a las autoridades para recuperarlo no era un buen combo.

—Me alegro de que estés de nuevo en mi barco —dijo satisfecho el médico.

Dédalo sonrió complacido. Aunque el motivo fuese la posibilidad de la venganza. Una que sí sería pública. Muy pública.

—Todo solucionado —finiquitó—. ¿Te hospedas en la isla o regresas a casa?

Menéndez cerró el periódico y lo arrojó sobre la maleta de viaje.

—Regreso a casa—mintió—. Mi trabajo aquí ha terminado —volvió a mentir. Si quería que el asunto Strachan saliese como era debido debía tirar de contactos y preparar el terreno—. Pero no te preocupes por mí, quiero visitar a una vieja amiga a la que he tenido a bien telefonear antes de que parta el ferry. Tu guarida seguirá siendo un secreto, viejo amigo.

El viejo se puso en pie y su pupilo hizo lo propio. Fue cuando se fundieron en el abrazo que ambos anhelaban.

—Me alegro de verte, pequeño gran hombre.

—Y yo a ti. Aunque me hayas fastidiado el año sabático.

—Me lo agradecerás eternamente.

«Solo si consigo devolvérsela a Eduardo», pensó.

La rubia era mucha rubia. Demasiado. Tampoco la tal Cristina parecía hueso fácil de roer.

Pero por algo debía comenzar.

Era el momento de volver a jugar.​
 

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16
Casi dos meses antes


De la puerta del sótano pendía un rótulo de madera que rezaba: «Sala de restauración». Por lo que había en el interior, cuadros de todo tipo, bustos, libros antiquísimos y algunas antigüedades, podría tratarse del almacén de un museo de cierto nivel, pero solo era una licencia que se había permitido en su casa, una extensión de la pinacoteca de la que era directora del Área de Restauración.

La luz en la oscura estancia se hallaba concentrada en un único punto, el rincón en el otro extremo de la puerta. Sobre la mesa de trabajo, dos ejemplares de «Minotauromaquia», de Pablo Picasso. El original número 16 y el original número 21. La mujer terminó de examinar el primero tras haberlo comparado con el segundo y lanzó una maldición al aire.

Diez mil euros a la basura.

A falta de lo que dijeran los infrarrojos, el 16 también era falso.

Dédalo se le había adelantado. La cuestión era saber cuándo.

Carmen maldijo a su exmarido. Relajó los hombros y arrojó la lente monocular sobre el tablero de trabajo.

¿Hasta dónde llegaba la obsesión de ese hombre?​
 
Esto sigue a un nivel altísimo.

No creo que Dédalo haya sido el que le robó al doctor Menéndez, ¿no? ¿Alguien más se las estará jugando a esos 3 personajes? (Dédalo, Menéndez y Carmen)

De verdad que encuentro todo muy interesante, ¿quién le robó al Dr. Menéndez? ¿Será Cristina un simple daño colateral? ¿Qué planean Dédalo y Jeeg? ¿Qué era el "juego" del que hablan Dédalo y el Dr. Menéndez?

¡Felicitaciones al autor por escribir semejante historia, muy entretenida!
 
Esto sigue a un nivel altísimo.

No creo que Dédalo haya sido el que le robó al doctor Menéndez, ¿no? ¿Alguien más se las estará jugando a esos 3 personajes? (Dédalo, Menéndez y Carmen)

De verdad que encuentro todo muy interesante, ¿quién le robó al Dr. Menéndez? ¿Será Cristina un simple daño colateral? ¿Qué planean Dédalo y Jeeg? ¿Qué era el "juego" del que hablan Dédalo y el Dr. Menéndez?

¡Felicitaciones al autor por escribir semejante historia, muy entretenida!
Yo sí creo que ha podido ser él, el tema es para qué!
 
El relato en todo es muy misterio y solo deja dudas y conjeturas sobre ese "robo".
Eso sí por lo menos se conoce más la identidad del supuesto ginecólogo o ginecóloco.

Enhorabuena y con ganas de leer más está historia y saber más de los personajes 👍🏻
 
16
Casi dos meses antes


De la puerta del sótano pendía un rótulo de madera que rezaba: «Sala de restauración». Por lo que había en el interior, cuadros de todo tipo, bustos, libros antiquísimos y algunas antigüedades, podría tratarse del almacén de un museo de cierto nivel, pero solo era una licencia que se había permitido en su casa, una extensión de la pinacoteca de la que era directora del Área de Restauración.

La luz en la oscura estancia se hallaba concentrada en un único punto, el rincón en el otro extremo de la puerta. Sobre la mesa de trabajo, dos ejemplares de «Minotauromaquia», de Pablo Picasso. El original número 16 y el original número 21. La mujer terminó de examinar el primero tras haberlo comparado con el segundo y lanzó una maldición al aire.

Diez mil euros a la basura.

A falta de lo que dijeran los infrarrojos, el 16 también era falso.

Dédalo se le había adelantado. La cuestión era saber cuándo.

Carmen maldijo a su exmarido. Relajó los hombros y arrojó la lente monocular sobre el tablero de trabajo.

¿Hasta dónde llegaba la obsesión de ese hombre?​
Este capítulo puede ser la clave del objeto que le robaron al dr. Menéndez?
 
17



El impostado Carlos Andrade se hallaba en una encrucijada. Una Bendita encrucijada. De un lado, estaba satisfecho con el trabajo. Desde la preparación del ritual, la puesta en escena y la presente ejecución. Nadie hubiera notado que llevaba más de un año sin jugar. Sí, cada vez le agobiaba más pensar que el tiempo se le agotaba aquella tarde, pero cumpliría para sí y su mentor. Venganza satisfecha. Por otra, la propia ejecución le llevó a plantearse si el modus operandi escogido había sido el adecuado. Cualquiera de los demás disfraces que había valorado usar para acceder a la chiquilla que se estaba follando con ímpetu quizás le hubiera ofrecido mayor margen de maniobra. Y tiempo. Se lo estaba pasando tan bien con la pequeña diosa que se fustigó por haber desaprovechado la ocasión de disfrutar de semejante cañón en un escenario más confortable. Hembras así, se convenció, no se disfrutan todos los días. Ni todos los años.

Su único consuelo, se decía, era que no había tenido tiempo suficiente para preparar un teatrillo más elaborado y echó mano, por mera practicidad, del que solía ofrecer los mejores resultados. Menéndez le había apremiado a actuar cuanto antes. No quería dejar escapar la oportunidad de castigo ni que se solapara su venganza con la que pronto sería la de muchos: la flamante prometida de Eduardo Strachan.

El sudor formaba una pequeña cascada por el pecho del falso Andrade, chorreaba por su vientre y se deslizaba a través de sus muslos. El aire acondicionado poco podía hacer para que aquellos dos cuerpos entregados al más primitivo placer no sucumbieran a los efectos del más tórrido de los veranos. La consulta 1 era una sauna de placer y lujuria.

Las gafas del ginecólogo, a punto de caer en más de una ocasión, mostraban en alta resolución la entrepierna de Cris, subían para captar la forma en que esta se masajeaba los pechos y los gestos que era incapaz de contener y volvían a captar su entrepierna siendo penetrada. La vagina se había dilatado durante el coito y Dédalo se había animado a perforar sin tanto miramiento. Dos tercios de su falo entraban y salían a gran velocidad de un coñito que cada vez se mostraba más enrojecido, más satisfecho.

Aún tenía margen para forzar la máquina.

A Cristina, emborrachada de una satisfacción sexual como no recordaba haber gozado antes, que el doctor la conminara a levantarse le cortó el rollo. Estaba tan concentrada con la morbosa experiencia y todas las sensaciones que aquel hombre le profería que sintió que la oportunidad de conseguir un orgasmo sin masajearse el clítoris se desvanecía. ¡Con lo difícil que era conseguirlo!

—Ven, pequeña. —Carlos la ayudó a que se levantara de la camilla y se pusiera en pie. La cogió de la mano como a una damisela y le dio la vuelta. Ella pareció pillarlo y se sonrojó más allá del propio sonrojo perenne que la maquillaba. El glande del madurito, embutido en el preservativo, había rozado su cuerpo en el movimiento giratorio—. Eso es. Échate hacia delante sobre la camilla y ábrete un poquito... Así... Un poquito más hacia adelante... Perfecto... Ahora saca el culete y hunde un poco la espalda...

Cristi acabó separando las piernas y Carlos se colocó tras ella. Las vistas eran estupendas, así como la agilidad de la niña para ofrecerle sexo y ano con medio cuerpo recostado sobre la camilla. Hubiera preferido una cama para colocarla a cuatro patas, como bien se merecía, lamerle el culito y devorar su intimidad, pero aquello no estaba mal.

«Menudo culazo más bonito...».

—Vamos allá...

Carlos, en pie tras el monumento de espalda arqueada, colocó la cabeza del preservativo en la entrada de la veinteañera y empujó sin encontrar más oposición que la propia de una postura en que las paredes de la vagina no se encontraban tan dispuestas para una fricción menor. Ahora, el grosor del miembro del falso especialista era sentido en toda su magnitud por ambos. Especialmente por ella.

Por favor... —dejó escapar Cris entre unos gemidos que se habían convertido en la nota constante en la habitación. Medio rostro reposaba sobre la camilla, sus largos cabellos sudorosos sobre la frente y las sienes. Podía sentir su piel pegajosa sobre el acolchado, sus tetas estrujadas bajo su propio cuerpo.

Andrade bajó la mirada para que la persona al otro lado se deleitase con las vistas. «¿Suficiente venganza la que estamos acometiendo?». Cuando hubo adecuado el ritmo de la penetración, que se llevaba consigo a cada sacada la carne alrededor de la vagina y provocaba que su ano se contrajese a cada rato, agarró cada una de las nalgas de Cristina y las separó con poco tacto. La chica no podía estar más abierta ni él menos excitado. De nuevo la idea de que una fémina como aquella se merecía algo mejor que ser presa en un cuartucho como aquel le sobrevoló la mente. La idea de remediarlo, también. Aquel polvo era un absoluto desperdicio.

—¿Te molesta? —preguntó él sin dejar de mover la cintura. El orgasmo se asomaba por el horizonte cercano empujado por el viscoso rumor.

Cris gimió. No sabía ni qué decir. Solo quería sentir y sentir y que aquello acabara cuanto antes entre fuegos artificiales de colores.

Se humedeció los labios antes de contestar sucintamente:

—No...

«Perfecto», se dijo ya sobreexcitado. Estaba en el tiempo de descuento.

Colocó su mano izquierda sobre la cintura de la cría y luego su mano derecha sobre su nuca húmeda. La estrujó sobre la camilla con el miramiento justo en tanto la perforaba.

—Voy a empujar un poquito, Cristina. Si notas alguna molestia, dímelo. Me apetece darte fuerte.

Aquello fue una provocación sin receptor. La chica no iba a protestar por más que él hiciese o deshiciese. Estaba entregada, había cruzado todas las líneas de la pasividad sexual. Posiblemente desde hacía rato. Adoraba estar en terreno de su cazador cuando este sabía cómo proceder.

Tal era la entrega de la hembra, que Carlos se encontró con una más que agradable sorpresa. Dejándose llevar por una situación que le había sobrepasado, se dio cuenta de que todo su pene se estaba perdiendo en el interior del chochito que fornicaba. Restos de flujos se agolpaban en torno a la base de su tronco, restos densos y blancos adheridos a sus vellos negros y rizados.

Le pareció alucinante la forma en que Cristina había dilatado para recibirlo. En pocas ocasiones había notado tal transformación en tan poco tiempo.

En un acto deliberado que había puesto de preaviso, comenzó a follarla con furia. Sus huevos, hinchados y calientes, golpeaban la entrepierna de la chica con cada acometida. El preservativo, maltrecho, parecía querer salírsele del miembro que protegía de todo contacto interno. Por un momento, llegó a pensar que tras la siguiente penetración el condón se quedaría dentro del coñito cuyos pétalos le recibían con alegría. Si esto sucedía, pensó, no dejaría de montarla aunque la dejase preñada.

Tuvo que secarse el sudor de la frente. Le picaban los ojos. Al volver a agarrar la cintura de Cristina, comprobaron que se estaba desaguando. Entre lo que soltaba su entrepierna y lo que sudaba, la muchacha iba a acabar hecha una pasa. No fue lo único de lo que tuvieron noticia. El brazo derecho de Cristina se había perdido bajo su propio cuerpo y sus hábiles dedos acariciaban su zona íntima. Al reclinarse levemente, el doctor comprobó que su paciente se estaba masturbando el clítoris.

Se echó hacia delante apoyándose con ambas manos en el acolchado de la camilla sin dejar de penetrar con fuerza y le habló en un susurro:

—¿Salimos de dudas y comprobamos que un orgasmo no te va a dar molestias?

La propuesta del doctor le erizó la piel. Un frío eléctrico atravesó su organismo de arriba abajo. Claro que anhelaba correrse. Desde hacía rato. Que el doctor le preguntase aquello quizás implicaba alguna práctica más de las suyas. Tampoco andaba muy alejada de la realidad. Tantas ganas tenía él de terminar que de conseguir que Cris, que se lo merecía, reventase de placer.

—Estupendo... Levanta la pierna derecha, pequeñaja...

Cristina, con medio cuerpo sobre la camilla, obedeció. Su rodilla derecha acabó sobre el mullido formando con la izquierda un ángulo de 45 grados.

—Así puedes acariciarte mejor...

Era cierto. El tener la pierna derecha elevada y apoyada sobre la camilla abrió un ángulo entre su cuerpo y la propia camilla. Podía seguir masturbándose con mayor facilidad. Y él podría darle mejor, lo cual servía de consuelo para olvidar todas las posturas que hubieran practicado de haberse conocido en otro lugar más apropiado.

Andrade, embelesado por la forma tan natural en que se frotaba el clítoris, se mantuvo a la altura, a pesar de sus anhelos no satisfechos. Esperaba aguantar lo suficiente para no sentir las ganas de eyacular hasta descubrir algún gesto en la presa que le hiciera intuir su propio orgasmo.

No tardaría en llegar.

Al par de minutos del acompasado baile, Cris comenzó a fruncir el entrecejo y a jadear sin control; su mano derecha empezó a frotarse con ligereza y el chasquido húmedo se intensificó en la habitación. Tuvo que morderse el labio inferior para no gritar.

—¿Molestias?

La pregunta del doctor, inmerso en un metesaca a velocidad de vértigo, estaba impresa de la más morbosa curiosidad. De haber existido posibilidades de molestias, hacía rato que se habrían manifestado en toda su gloria.

Cristina quería más. O mejor dicho: hubiera querido más. Azotes. Un dedo perforándole el ano. Palabras sucias. Una mano agarrándola del cuello. Posturas denigrantemente placenteras. Era como le gustaba ser sometida. Aun así, el tipo lo hacía muy bien y estaba sobradamente dotado. De los mejores. Alcanzar el orgasmo como lo iba a alcanzar era algo que pocos habían conseguido. La situación había podido con ella, un contexto siempre importante en todo encuentro sexual casual que había desembocado en aquello, unas circunstancias que se habían salido de lo común facilitando un contacto nuclear.

«Qué guay, por favor... Quiero gritar... Necesito GRITAR…».

—No... Ains... Uf...

El orgasmo comenzaba a florecer. Las paredes de la vagina a contraerse. Los flujos a verterse alrededor de una polla que cabeceaba en su interior sin visos de detenerse. Las piernas flaqueaban entre temblores y el calor se expandía por su vientre. Boqueaba en busca de oxígeno. Las manazas de Dédalo descendieron a sus caderas y apretaron las magras carnes. La follada aumentó el ritmo vertiginosamente. Los jadeos y quejidos de Cris comenzaron a encadenarse, su cuerpo a convulsionar. Los dedos de su mano no detenían la fricción, estorbada de poco en poco por el golpeteo del escroto del maduro sobre el entorno del clítoris. El falso doctor, como ella, estaba a punto de reventar. Fue Cris la que explotó primero.

—No pares... No pares... No pares... —susurraba entre incontrolables espasmos.

Las palabras que brotaban de la boca de Cristi no eran fruto de lo que había bebido de las películas pornográficas. Lo que estaba haciendo era suplicarle a su copulador que no detuviese el movimiento penetrante que acompañaba a la masturbación. El orgasmo que recorría el delicado cuerpo de la niña era tal que cayó hacia delante, acabando su torso y sus brazos sobre la camilla. Se tuvo que llevar una mano a la boca para contener el anhelo de gritar otra vez. Por primera vez, estaba segura, un orgasmo se prolongaba en su interior a base de una intensa penetración. Tras unos intensos segundos en que el mundo a su alrededor había desaparecido por completo en un silencio orgásmico, exhaló profundamente. Orgullosa, sucia y satisfecha, se convenció de estar cada vez más cerca de conseguir ver las estrellas a base de penetración pura y dura, siempre y cuando, claro, el pene que la follaba tuviera el grosor suficiente y la calidad sexual de aquel hombre experimentado.

El último serpenteo del clímax había erizado sus pezones al punto de que le dolían. Un dolor placentero que se fusionaba con el hormigueo en su vientre y la corriente que se había instalado en su cabeza desde la columna vertebral. Estaba en el cielo.

Ajena a la penetración de Carlos tras la explosión de placer, la vagina comenzó a dilatarse mientras aquel tipo se la seguía follando sin parar. Iba a acodarse sobre el colchón para tratar de atisbar la imagen del maduro por encima de los hombros, cuando el hombre habló con una forzada súplica:

—Vamos, ¡ven, ven!

La petición, embadurnada de un tono que no había percibido a lo largo del rato de consulta, nacía más de la persona en que se había convertido el profesional.

Iba a darse la vuelta motu proprio cuando el ginecólogo la agarró de un brazo y la puso en pie con cierta violencia. No tuvo que forzarla a nada más. Mientras se deshacía del condón, ella se acuclilló y apoyó las manos en los fuertes muslos de aquel tipo que maniobraba con nerviosismo. Al levantar la mirada, comprobó que todavía tenía puestas las gafas.

—¿En la boca? —preguntó ella con la naturalidad de quien suele acabar así sus encuentros sexuales.

—Solo un poquito —contestó el otro comenzando a masturbar su falo frente a la cara de la niña. Con la derecha se pajeaba y con la izquierda la sujetaba de la barbilla—. Solo un poquito...

El orgasmo llegaba bien cargado. El calambrazo apoteósico recorrió su cuerpo desde el glande hasta la nuca. Una ida y vuelta infinita. Su rostro se deformó de placer y su mano bajó revoluciones cuando la primera oleada de semen salió despedida hacia la cara de Cris.

—Oh... joder... —exclamó ella antes de cerrar los ojos en el último momento.

Él solo pudo bufar como un animal.

El líquido, viscoso, caliente y muy blanco, fue a parar a su frente y se perdió a través de la primera línea de cabello. A esta primera corrida la siguió, menos de un segundo después, otro aluvión de semen, una salpicadura de campeonato. Esta vez acabó impactando contra sus ojos, empapando sus largas pestañas. Los siguientes chorros se vertieron sobre su naricita y su boca. Al sentir el calor húmedo, Cris se relamió con la lengua. Carlos aprovechó para terminar de masturbarse y eyacular hasta la última gota. El contacto del glande con los labios de la niña la invitó a abrir la boca. No hizo falta que el médico presionara el glande, no había nada que exprimir. Fueron los labios de Cristina los que comenzaron a succionar el capullo hinchado y enorme para sacar lo que hubiera quedado dentro.

Sobreestimulado y dolorido, Carlos dejó escapar un larguísimo suspiro cargado de placer contenido.

—Qué maravilla... Eres una paciente excepcional...

Cris dejó escapar la polla con un suave y húmedo proceder de labios y sonrió. Saliva y restos de semen chorreaban a través de la comisura de sus labios.

—Nada mal... —dijo la chica con picardía con un ojo empapado y el otro entreabierto.

Tuvieron que pasar unos larguísimos segundos para que la realidad se hiciera con ellos. Estaban extasiados. Carlos, en un gesto pausado y torpe, echó mano del papel enrollado sobre el cabecero de la cama. Arrancó un trozo y ayudó a la chiquilla a deshacerse de los restos de amor esparcidos por su rostro. Ambos respiraban entrecortadamente y guardaban silencio. Había pasado. Punto. Esas cosas pasaban a veces, se convenció Cristina. Le había tocado a ella y había accedido. Todo un recital de pensamientos de reafirmación encaminados a preparar el terreno ante posibles arrepentimientos. Aunque no llegasen. Era una mujer madura, graduada universitaria, y así era la vida adulta.

Se levantó y siguió secándose algunos restos que habían caído sobre sus tetas. Apoyó el culo sobre la camilla y el doctor, que se afanaba en enjugarse el pecho, se colocó frente a ella, apresándola. Su enorme falo se acomodó en el vientre de la chica.

—Creo que podemos estar seguros de que no vas a tener dolores en próximas relaciones sexuales, ¿estás de acuerdo?

«Estoy de acuerdo. De lo que no estoy segura es de querer follar con David después de una experiencia tan morbosa, excitante y placentera como esta».

Se tragó sus palabras y le dio la razón con un ligero cabeceo.

—Estupendo, preciosa —concluyó antes de darle un beso en la frente. El estado de calma tras el orgasmo le hizo recobrar parte de la razón que había borrado la presencia desnuda de la pelifucsia. La determinación habló por encima del deseo de permanecer junto a ella—: Ahora he de irme. Será mejor que no nos vean salir juntos. El tratamiento, los análisis propuestos y las recetas están en el sistema. Pide cita a partir del lunes. A la farmacia a por las anticonceptivas puedes ir cuando quieras. ¿Todo perfecto?

Cris respiró profundamente antes de hablar. Se desprendía de la misma hiperventilación que había superado Carlos Andrade. Pero no de cierta pena por tener que despedir al hombre y al momento tan mágico que le había hecho pasar.

—Estupendo... —Un atisbo de duda se reflejó en su mirada. Mientras el ginecólogo se vestía ella se armó de valor—: ¿Y si me vuelve el dolor?

Carlos terminó de abrocharse el último botón de la camisa. Antes de recoger la bata, la miró a los ojos:

—Te llamaré. Un par de semanas, quizás tres. Al regresar de mi viaje. ¿Te parece bien?

La veinteañera, totalmente desnuda, sonrió con dulzura.

—Ponte la bata. Regresa a la consulta 3 y vístete. Tu novio ha de estar desesperado.​
 
18



David sabía que nadie iba a entrar en aquella consulta hasta el lunes, pero por alguna razón, quizás vinculada al consumo de hachís y su natural impaciencia, dejó de parecerle un lugar seguro. Además, Cristina no estaba en la consulta contigua y le podían las ganas de averiguar su paradero.

Salió con disimulo de la consulta 4 y enfiló las escaleras de subida. Al llegar a la zona de recepción, tras el mostrador, su amigo el vigilante le dedicó una curiosa mirada.

—Oye, una duda que tengo... —saludó con la boca pastosa Modrić—, ¿dónde se hacen las ecografías?

El vigilante dudó un segundo. La pregunta le sonó absurda.

—En la consulta de Ginecología, ¿dónde si no?

David frunció el entrecejo. Algo no iba bien, pero no tenía ni puta idea de qué. No estaba para pensar demasiado.

—¿No hay otro sitio, tío? ¿Una sala de rayos X o algo así? —propuso como alternativa.

El vigilante negó con la cabeza.

—No, no lo hay. Se hacen en consulta. Tienen el ecógrafo por algo.

«Claro, el ecógrafo…», se dijo él sin tenerlas todas consigo.

—Es que... —David tardó en arrancarse. Cómo de desesperado y colocado debía andar para pedirle ayuda a aquel tipo asqueroso—, bueno, no hay nadie en la consulta. Llevo un rato mirando a través del hueco que me dijiste y... nada. Solo está su ropa, hermano.

Esta vez fue la cara del vigilante la que se deformó en una mueca circunspecta.

—Su ropa, ¿eh, hermano?... Es raro, sí —admitió el profesional que habitaba en él. No recordaba haber visto otro ecógrafo fuera de las lindes de la consulta 3—. ¿Estás seguro de que no hay nadie?

David se impacientó un poco más.

—Podemos echar un vistazo. Lo comprobarás tú mismo. No sé dónde han podido ir.



Hubo un algo, un runrún que mascullaba desde hacía rato, que adquirió cierta forma de preocupación. Era cierto que el muchacho iba fumado y daba la sensación de ser corto de entendederas, pero compartía parte de su inquietud. Lo que había visto en la consulta se salía de lo común, y lo sabía por su mujer. No iba a tomar ninguna medida a lo loco, pero le pareció aceptable la sugerencia hecha por el tipo con la camiseta del Real Madrid.

Salieron al exterior a través de la puerta de servicio tras atravesar consultas y pasillos y con la cautela que ambos conocían se asomaron a la consulta 3 desde el exterior del edificio. Bajo el plafón y al otro lado del biombo, Cristina parecía estar vistiéndose. Estaba sola en la consulta.

El vigilante miró a David con desgana y poca paciencia.

—Está ahí. Es ella, ¿no?

El chico asomó un poco más la cabeza. Su novia parecía estar colocándose el vestido como si nada. Sintió una oleada de alivio entremezclada con cierta turbación.

—Sí... Pero yo... Antes no... —Sus ojos nerviosos barrieron la consulta de cabo a rabo—. Quiero decir, ¿dónde está el médico?

Echó un vistazo a las ventanas de la consulta 4, como queriendo asegurarse de que era donde había ejercido de espía y no en otra consulta que daba a una habitación en la que descansaba la misma ropa que usaba su novia.

—Puede estar en cualquier parte. La consulta parece haber terminado. Vamos adentro, anda. Hace muchísimo calor aquí.

Lo dijo de mala gana. De haber ido solo a comprobar que todo estaba bien quizás hubiera podido acabar viéndole las tetazas a la niñata de una maldita vez.

El vigilante se quedó tras el mostrador y David bajó los escalones al sótano. La figura de la enfermera tumbada sobre la camilla tras el biombo pareció aparecérsele de manera difusa en el recuerdo reciente cuando se topó con Cristina de bruces.

—¿Dónde estabas? —le espetó él con el corazón en un puño. Cualquier otro pensamiento se le disipó de la cabeza.

Cristina, echa un trapo y con la melena repeinada a mano, no se esperaba a David allí en medio.

—¿Como que dónde estaba?

—Sí... que dónde estabas. Has estado un rato en la consulta pero no se escuchaba nada... desde fuera —le reclamó teniendo que morderse la lengua.

Su novia, acostumbrada a improvisar alguna que otra mentira piadosa, le miró con cara de pocos amigos:

—¿Dónde voy a estar? ¿Estás tonto o qué? En el ginecólogo. Casi tres cuartos hora ahí metida. Y para colmo se fastidia el ecógrafo y tenemos que ir a la consulta 1, donde había cucarachas muertas y un calor de la muerte. Un asco. No vengo más a este sitio, recuérdamelo.

David tragó. Mejor no echarle más leña al fuego. Su novia por fin estaba con él.

«La consulta 1, joder... Estaré gilipollas...».

Cris se adelantó escaleras arriba y él la siguió como perrito faldero.

—¿Y qué te ha dicho? —le preguntó a sus espaldas.

Ambos se despidieron del vigilante y salieron al exterior. Un calor asfixiante se les abalanzó.

—Espera. Toma, cómprame un Nestéa, porfa.

Cristina sacó el monedero y buscó un par de monedas, que le dio a David. Este se las quedó mirando.

—Estupendo, pero qué te ha dicho.

La respuesta se hizo esperar.

—Estoy bien. Me tienen que hacer más análisis para descartar algunos temas —contestó de manera superflua—. Es posible que tenga una infección por hongos que me está alterando el ciclo. Una infección contagiosa —se aventuró a añadir.

—Me cago en la puta, tía, no jodas...

David se perdió en busca del Nestéa mientras ella se atusaba el cabello y se encendía un cigarro. Sentía como si acabase de correr media maratón y le costaba caminar de manera natural. Sus pensamientos seguían en el hombre misterioso y la calurosa consulta. Sinceramente, lo último que le apetecía en aquel momento era follar con su novio. De hecho, estaba convencida, había dejado de apetecerle la idea.

Después del viaje, porque Zahara resultaba tentadora en tanto supusiera poner distancia con lo que acababa de vivir, y porque egoístamente quería disfrutar de la escapada, cortaría con él.​
 
19



Dédalo atravesó la maraña de pasillos tras el portón abatible para personal autorizado y salió por la puerta de servicio hacia el parking. Vestía su bata blanca y unas gafas de sol que habían sustituido a las que incorporaban la micro-cámara. En el maletín conservaba toda prueba del ritual, incluido el condón usado. Al verlo en el monitor, el vigilante se rascó la cabeza. Sus interrogantes no terminaron de tomar forma y se encogió de hombros. Había tenido un match en ****** con uno de sus perfiles falsos y estaba agitado ante la posibilidad de su primer encuentro furtivo.

El falso Andrade se sentó en un KIA Sportage de color verde que había alquilado días atrás con una de sus muchas identidades y se permitió respirar unos segundos. Le latía fuerte el corazón, le dolían los huevos, le picaba la silicona que daba forma a su nariz falsa y era incapaz de desprenderse de la dulce fragancia de la mujerzuela que acababa de beneficiarse. Al recobrar las constantes, ignorando las prisas que requería el momento, marcó un número de teléfono y arrancó.

—Ha sido espectacular. —La voz al otro lado sonó más ronca de lo habitual—. Para enmarcar. Un show como pocos.

Menéndez, en un vano intento por hacerse una segunda paja, permanecía apoltronado sobre su sillón de dirección. Seguía desnudo y luchaba por levantar su hombría con una suave caricia.

—Me alegro —respondió Dédalo saliendo del parking—. Un buen comienzo, pues.

Que su mentor estuviese eufórico era cuanto deseaba. Toda gratitud de alguien tan exigente siempre resultaba estimulante. A bien seguro se había ganado la contraprestación pactada. El siguiente paso en sus andanzas virtuales era ahora más factible que nunca. No tardía en acometerlo.

—¿Dónde la has dejado? —curioseó el viejo.

—En consulta. Espero no haber metido demasiado la pata con el diagnóstico.

Poncho se sonrió al otro lado.

—Nadie dudará de tu profesionalidad, te lo aseguro.

Al pasar frente a la entrada del centro de salud, Dédalo echó un vistazo a su interior. Desde el coche, pudo apreciar al vigilante frente a la máquina de bebidas sin apartar la mirada del teléfono. Todavía no habría saltado la voz de alarma. Demasiado pronto.

—Me alegra escuchar eso. Entiendo que la deuda está saldada...

Poncho Menéndez carraspeó al otro lado. Por supuesto, había grabado la escena. Había roto su promesa, pero por un buen fin: la desconfianza natural que le brindaba el ser humano. Mejor conservar la baza que conformarse con el castigo que acababa de contemplar.

—En paz. Tendrás toda la documentación que dispongo de la futura esposa de Eduardo Strachan a tu regreso a Mallorca.

—Suena genial —reconoció el todavía falso doctor.

Se hizo un silencio durante el que el verdadero ginecólogo contuvo las ganas de encenderse un puro y Dédalo buscaba la salida hacia la autovía.

—¿Vuelas hoy finalmente?

Dédalo se pensó la respuesta más de lo necesario.

—Tengo que hacer un par de cosillas. Cogeré el primer vuelo de mañana.

—Se abre la veda.

—En cuanto ponga un pie en Mallorca y le eche un vistazo a tus preparativos. Ya tengo abierto el foro. Jeeg ha creado el espacio. Un éxito rotundo. Hemos tenido que limitar la entrada, finalmente, a cien miembros.

—Es una buena cifra, para empezar.

—Tal vez demasiados. Espero que no se nos escape nada. A ver qué tal funciona.

—Conociéndote, otro éxito.

—Todo el éxito que Eduardo se merecería —finalizó—. Bueno, te llamo estos días. Hay detalles que ultimar.

«Por supuesto. No podemos dejar que se nos escape la pijita».

—Cuídate, pequeño.



No había terminado de orinar cuando el porterillo electrónico de la mansión del doctor Menéndez reverberó por todas las estancias. Se maldijo por haberle dado el día libre a Clementina y se echó un albornoz por encima. Bajó los escalones hasta el recibidor y pulso el botón azul. La cámara del acceso exterior mostraba a la empleada de una empresa de paquetería.

—¿El doctor Ignacio Menéndez?

La mujer le hizo entrega de un paquete cuadrangular y pesado.

En su despacho, el doctor cortó el cuidado envoltorio y se encontró con cartón manila y plástico de burbujas. Al rajarlo y apartar toda protección, su cuadro: Minotauromaquia, copia original nº 16, 1935. El suyo, firmado por Pablo Ruiz Picasso. La casi inapreciable mancha de café en una esquina del papel corroboraba su autenticidad. O la que él creía auténtica.

—No me lo puedo creer... —dijo admirándolo de cabo a rabo.

Tras volver a colocarlo en el tabique norte del despacho, desconcertado, se dirigió al ordenador. No era posible que se hubiera equivocado, pero debía admitirlo. Se dispuso a borrar el archivo de vídeo enseguida cuando se dio cuenta de que había desaparecido.

Se rio como un loco, solo en aquel enorme despacho.

—Hijo de puta, qué cachondo... —murmuró con la sonrisa de Dédalo flotando sobre su retina.



En la furgoneta de reparto, la mujer se deshizo de la peluca rizada y se despegó aquella ridícula nariz. Arrojó las gafas sobre el salpicadero y soltó su melena sobre el respaldo. Luego pulsó un botón y sobre la pequeña pantalla que descansaba en el asiento del conductor se hizo el despacho del viejo.

—No ha sido en balde, después de todo... —murmuró Carmen.

Para llegar a los originales, primero debía localizar a Dédalo. O a Máximo, como había sido bautizado en realidad su exmarido.

 
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20



El interior de la boca, pastosa y reseca, le sabía a óxido. Tenía frío y le invadieron unas terribles ganas de vomitar. Joder, un aroma a lejía y desinfectante se hizo con él. Al abrir los ojos, una intensa oscuridad le dio la bienvenida al mundo real.

—Pero ¿qué coño...?

El pataleo y los cabezazos dentro del mueble sirvieron para que la compuerta lateral cediera unos centímetros. Una raya de luz se hizo a la altura del hombro. Empujó la madera hasta el final y se dejó caer al exterior, sobre un suelo de linóleo que le resultó extrañamente familiar. El estado de turbación creció al saberse en el vestuario del centro de salud al que debía acudir... ¿por la tarde? El mismo estado de nerviosismo se potenció al ponerse en pie con dificultad, obligándose a apoyar las manos en la pared. La luz que se vertía a través de las cristaleras era la del maldito atardecer.

—¿Qué está pasando aquí...?

El doctor Carlos Andrade, el verdadero, no entendía nada; no recordaba nada; no era capaz de asimilar nada. Su último recuerdo era la imagen de la pequeña Elisa desayunando en el porche de casa. Se había despedido de ella y luego... ¿Luego qué?

Deambuló con torpeza entre taquillas y bancos y trató de desprenderse de la neblina que gobernaba su visión. El mareo le obligó a sentarse en una de las bancadas. Se dio cuenta entonces de que respiraba con dificultad y estaba empapado en sudor.

Se palpó los bolsillos y un recuerdo quiso asomarse al presente. ¿Qué era? ¿Qué tenía en la punta de la lengua? El atisbo de memoria se desvaneció cuando se dio cuenta de que no llevaba el móvil ni las llaves de casa o el coche encima. Solo las de la taquilla. ¿Quizás…?

«¿Cómo he llegado hasta aquí?», volvió a preguntarse aunando fuerzas para ponerse de nuevo en pie.

Se dirigió a su casillero y lo abrió. Ahí estaba todo. Incluso el libro de Mikel Santiago que le había regalado su mujer. Iba a encender el teléfono cuando lo vio. Era un sobre color blanco y aspecto abultado. Echó mano y comprobó que no estaba sellado. Al abrirlo, un fajo de billetes, un buen fajo. Una nota acompañaba al dineral:


GRACIAS POR TODO, DOCTOR ANDRADE.

HABLAREMOS PRONTO.

SIGAMOS MANTENIENDO NUESTRO SECRETO.



—¿En serio...?

El doctor Carlos Andrade no tenía ni puta idea de qué significa aquello ni de quién procedía la pasta. Aunque, para ser franco, el doctor no tenía ni puta idea de nada de lo que ocurría a su alrededor. Dejó el sobre a un lado, como con miedo, y encendió el teléfono. Lo que menos le importó fueron las llamadas perdidas y mensajes. El corazón le dio un vuelco al comprobar que eran casi las nueve de la noche.


***


El vigilante estaba deseando que llegara su relevo. La charla con la madura de ****** había ido bien. Una mujer juguetona aburrida del marido. Estaba a punto de caramelo, su sueño hecho realidad. Lo que menos podía intuir era lo que se le venía encima.

Oyó pasos y quiso creer que se trataba de su imaginación. Al tenerlos más cerca se puso en alerta y se llevó las manos a la defensa que colgaba del cinto. Alguien subía las escaleras del sótano. ¿Se habría dejado alguna puerta abierta al cerrar el recinto? ¡Se suponía que el centro de salud llevaba cerrado desde las seis!

Salió de detrás del mostrador y cuál fue su sorpresa al ver aparecer a un tipo ataviado con bata blanca y mala cara.

—Necesito su ayuda —dijo el supuesto doctor con la voz tomada.

—¿Quién es usted? —le espetó el vigilante, atento a cualquier posible agresión.

—Ayuda... Creo... creo que me han drogado. Avise a la policía, por favor... Y llame a una ambulancia... Llame a urgencias...

El vigilante, sabiendo que un rostro tan demacrado no podía ser fruto de ninguna improvisación, se abalanzó sobre él y le sujetó antes de que cayera rodando por las escaleras por las que había aparecido.

—¿Es usted médico en este centro de salud? Deme alguna información mientras telefoneo, por favor. Vamos, hombre, abra los ojos, ¿qué le pasa?

—Me han... Oh, cielos, la cabeza me da vueltas, creo que voy a vomitar...

—Espere, hombre de dios, ¡espere!

Raudo, el vigilante dejó al hombre sentado sobre un escalón y agarró el teléfono. Antes de escuchar la vocecita metálica de la centralita, el corazón le dio un vuelco:

—Soy Carlos Andrade, Jefe de Ginecología del hospital Virgen del Carmen. ¿Qué día es...?

«Carlos Andrade... Ginecólogo...».

El vigilante, sumido en la máxima incertidumbre, tuvo que soltar el teléfono para que aquel tipo no se partiera la crisma. «Un segundo, por favor, no me cuelgue». Corrió hacia él y lo tumbó sobre el suelo. Enseguida buscaría algo que hiciera de almohada. Quizá una de los plásticos que contenían cientos de mascarillas en el zócalo de la escalera.

Descendió de un salto y echó mano de un buen puñado. Algo era algo. Se dispuso a subir de otro salto para dar aviso a quien correspondiera cuando la vio. Una enfermera vagaba como un zombi hasta él, apoyándose a duras penas en la cristalera que daba al patio interior.

—Mi madre, ¿¡qué mierdas está pasando!?

Regresó al teléfono y habló con la funcionaria, a la que hizo un brevísimo resumen de la situación, aparentemente grave. Luego llamó a su Jefe de Equipo, que tardó seis tonos en descolgar.

—¿Quééééé paaaasa…? —respondió con desgana.

—Jefe, necesito una unidad de apoyo. Ya. Para ayer. Mande una unidad de apoyo al Francisco de Asís.

—¿Qué está ocurriendo?

El vigilante vio la cabeza de la zombi asomarse por la escalera y se dirigió hacia ella cuidando de no pisar al doctor Carlos Andrade.

—Será mejor que venga usted mismo y lo vea. Va a ser una noche de viernes muy larga.​
 
21
Días después



El solario, en un remedo de acantilado bajo otro acantilado, se asomaba al Mediterráneo, cuyas aguas arañaban con respeto las rocas que protegían el pequeño embarcadero. Dédalo degustaba un zumo de naranja natural mientras hojeaba fotografías, notas y fotocopias de documentos oficiales, como facturas, recibos y reservas. Intentaba dar forma concreta al barullo de pensamientos que vomitaba su mente. Todo debía de salir perfecto. Para ello, disponía de una semana antes de que comenzase el gran juego en vivo y en directo, aunque antes de ello regalara pequeñas píldoras a sus seguidores con el fin de avivar las llamas de lo que se estaba cociendo.

Apuró el zumo y se perdió en el acogedor saloncito de la planta superior de la vivienda. Abrió la tapa del portátil y desbloqueó la pantalla. El mensaje superpuesto sobre su apartado personal del foro avisaba a los futuros participantes:


FALTAN 9 DÍAS, 2 HORAS y 35 MINUTOS.



La cuenta atrás, a tiempo real, estaba indexada sobre el único hilo accesible:


PIJI-BARBIE 90-60-90. LA MUJER DEL BASTARDO.



Tras el primer mensaje, confeccionado por el mismo y que servía de presentación de la primera víctima de su macabro juego con el que buscaba dar forma a vida a su particular venganza, una retahíla de entusiastas se emocionaban con las imágenes de la que podía ser la primera víctima de El Laberinto del Minotauro.

No eran los mensajes alabando las virtudes de la rubia o la necesidad de vendetta tras la historia que había descrito Dédalo lo más perturbador para cualquiera que hubiese acabado allí por error, eran los mensajes que se vertían, también a tiempo real, en el chat facilitado por Jeeg a esta zona privada del foro instalado en la deep web.


<Zorro-Gris> sí que lo va a hacer, sí...

<Franki69> lo va a intentar. Fíjate en la cara de estirada que tiene la tipa, esta se sabe una semidiosa y no la veo siendo infiel, ojalá me equivoque...

<Elmismoarabe> deberían poner en el foro algo así como apuestas, xq yo digo que fijo que cae... Si fuese otro ya tendría mis reservas, pero Dédalo es MUY bueno y ha demostrado ser un gran cazador en este tiempo...

<_5775_> Dédalo que ya no es Dédalo, ahora es Mino!

<SmoothG> Mino o como queráis, se lo va a tener que currar mucho, que ojalá que sí ehhh, no estoy pagando para ver cómo le da calabazas, pero tengo la misma prudencia que Frank...

<BangItzCookie> pues yo digo que sí, por muy buena q esté tiene pinta de zorrita calenturienta, y por mucho médico q sea el compi con el q se va a casar esta se ha tenido q comer pollas a dos carrillos

<LapineIne> soy yo o los mensajes llegan con cierto retraso?? Se me lee bien???

<Franki69> Se te lee @LapineIne. Por cierto, deberíamos tener cada uno un color o algo así, nos resultaría más fácil identificarnos cuando comience la lluvia de mensajes en cuanto lleguen más novedades o comiencen los directos previos al día D...

<Jeeg> Se lo comentaré al admin del foro @Franki69... ;)

<Slogan> @Franki69 de lluvia nada, más bien granizada o glaseada comunal :p


El tono de la charla se calentaba día a día a niveles más enfermizos, un feedback constante que no hacía más que magnificar la expectación. Y eso encantó a Dédalo. Solo esperaba estar a la altura de lo que se esperaba de él.

Cerró la tapa del portátil con una sonrisa de satisfacción en el rostro y cruzó el pasillo rumbo a la habitación principal.

Sobre la cama, una chica de veintidós años y larga melena fucsia dormía plácidamente tras una apasionada noche de sexo duro.

A Dédalo le dio pena que aquella misma tarde la chiquilla tuviera que volver a la península. No le hubiera importado disfrutar de su compañía un par de días más. Experimentar y llevarla al límite del placer. Y, de paso, entrenar con una compañera tan colaboradora como voluntariosa en el aprendizaje más sucio.

Al menos, se dijo, Cristina se había olvidado para siempre de las molestias que comenzó a padecer unas semanas atrás.

Después de todo, comprobó henchido de orgullo, resultó ser un buen ginecólogo.

Pronto llegaría el momento de demostrar que era diestro en otras artes.

 
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