13
La lengua de Carlos, no le cupo duda a Cristina, era un auténtico prodigio. ¿Con cuántas tías se habría acostado hasta perfeccionar la técnica a ese nivel? Había recorrido con ella cada rincón de su sexo de forma húmeda y suave, firme y enfocada siempre en los puntos clave. El doctor, diestro saboreando y succionando labios y pliegues íntimos, lo sería aún más en el centro neurálgico de su universo erógeno. Antes de comenzar a besar su clítoris, unos lengüetazos habían llamado a las puertas del placer con insistencia. Tras un breve martirio de caricias orales, incluidos besos húmedos en su ano y perineo, había pasado a la acción más directa ejerciendo la presión justa con su lengua sobre la cabeza de su vulva. Cris, que no perdía detalle de todo cuanto le entregaba la boca del ginecólogo, se rindió al mejor sexo oral que recordaba haber recibido. Echó la cabeza sobre la camilla tras haber permanecido acodada un par de placenteros minutos y acabó llevándose las manos a los pechos con los ojos entrecerrados. Caricias en primer lugar, pellizcos tiernos en los pezones cuando el especialista comenzó a succionar repetidamente su clítoris.
«Madre mía, cómo lo chupa... Joder, joder, joder...».
La iba a matar del gusto.
El falso Andrade, disfrutando de sus flujos en el paladar y de todas las reacciones de su cuerpo, manejaba la situación con la habilidad de quien sabe conquistar —quizás hechizar— a una mujer sin importarle el contexto. Tal y como había hecho con la chiquita que tenía aprisionada su cabeza entre los muslos. Cris lo tenía atrapado con tanta fuerza que el maduro temió que se le fuesen a romper las gafas. Y al pensar sobre ello, las jodidas lentes con cámara, no pudo evitar considerar que al otro lado de la línea su descubridor estuviera, a su manera, entregado al más intenso clímax.
No se equivocaba.
Cristi resopló largo y tendido tras un fuerte envite oral de Carlos. Tras haberle estimulado su timbre del placer con un movimiento insistente proferido por el dorso de la lengua, había notado milímetro a milímetro cómo el ginecólogo le había introducido los dedos en el chochito. Esta vez no existía justificación clínica, solo la intención de estimular su punto G mientras sus labios mamaban, sorbían y bebían de su intimidad.
—Puf... Pero esto qué es...
La niña estaba empapada en flujos que chorreaban hasta la camilla. Entregada ciegamente al placer más obsceno, el estado de ingobernable euforia sexual la estaba deshidratando. No obstante su acalorada abstracción, retazos de la tarde cruzaban su mente como fugaces flashes que la hacían plantearse de manera frívola, casi burda, cómo narices había acabado así. Porque ella no era así. Era una mujer madura, graduada universitaria. Le gustaba el arte de la seducción, dejarse querer y desear, el juego y el tonteo morboso. Era habitual que acabara dejándose llevar en brazos de su conquistador tras verse absolutamente seducida, no erotizada como acababa de suceder. Aquello tenía poco de erotismo y mucho de porno, demasiado para lo que acostumbraba. ¿Cómo era posible que estuviera teniendo sexo con el ginecólogo mejor valorado de Medicalia en el ambulatorio de toda la vida? ¡Era tan surrealista!
—Una concienzuda exploración —contestó Carlos regalándose un brevísimo segundo para tomar aire. Al instante volvió a hundir el rostro en la entrepierna de la joven en tanto sus dedos percutían su vagina. Su lengua no podía dejar de lamer aquel delicioso clítoris. Estaba hambriento de sexo. Y dolorido. Tanto que no pudo más: en un alarde de agilidad, se desabrochó el cinturón con la mano izquierda y bajó la cremallera. Acuclillado como estaba, se tuvo que bajar el pantalón a tirones para que su descomunal miembro viese por fin la libertad.
La respuesta de la chiquilla al extenuante castigo fueron más gemidos, casi todos ahogados. Podrían escucharla desde fuera. David. La enfermera a su regreso. El vigilante. Cualquiera. De haberse producido aquel encuentro sexual fortuito en cualquier otro lugar más discreto —un hotel, un apartamento, un acogedor pisito o incluso un coche aparcado en las afueras de la ciudad—, estaba convencida, se habría soltado muchísimo más. Necesitaba gruñir, jadear, insultar, maldecir, dejar escapar sin contención los gemidos que se le atragantaban.
—No podía permitir que te marcharas con ese runrún de si podrías o no hacer lo que vamos a hacer ahora...
Un placentero relámpago se sumó a todos los estímulos que recibía su cuerpo.
«Lo que vamos a hacer ahora».
«¿Me va a follar? ¿Aquí?».
Cris ni siquiera se replanteó el motivo final que la sumía en ese estado de absoluta entrega. Que existiera la posibilidad de que aquel maduro se la follase tras lo vivido no le suponía ya drama moral más allá del riesgo al que se enfrentaba por la propia situación, incluida la presencia cercana de David. ¿Pero qué iba a hacer? Su único runrún, el opacado tras miles de estímulos placenteros, rondaba la idea de que, en realidad, ella no había hecho nada para suscitar el interés sexual de aquel hombre. Claro, se había desnudado frente a él, ¿pero no era algo a lo que se suponía acostumbrado un ginecólogo? La idea de que su aspecto, un físico del que no solía sacar todo el provecho para captar el interés de los hombres, había jugado a su favor la hizo creer de nuevo que tenía un mágico magnetismo para los tíos maduros. Se sintió una especie de privilegiada. ¡El mismísimo doctor Carlos Andrade había sucumbido a su naturaleza femenina, natural y coqueta! Bueno, y a sus tetas. No iba a engañarse.
Todo flujo de pensamiento más o menos racional se cortó enseguida. Carlos sacó los tres dedos de su coñito y comenzó a succionar todo el entorno del clítoris. Las palmas de las manos enseguida acariciaron su vientre y su abdomen en una ascensión decidida hasta copar sus pechos. Necesitaba apretujarlos con el ímpetu de quien era en realidad y no con el control de quien fingía ser. Cristi, en un movimiento instintivo, apartó sus manos y las colocó encima de las del maduro, que aprisionó con firmeza sus tetas.
—Uf...
El gemido se le escapó a Cris cuando los dedos comenzaron a pellizcarles los pezones. Cerró los ojos y se relamió los labios. La sensación de sed se atenuaba en un poso donde se acumulaban estímulos secundarios y terciarios. En su piel se concentraba toda su atención, dispersándose el placer desde su entrepierna al resto del cuerpo. Ahora también desde los pezones.
«Qué pedazo de melones tiene la niña...».
Carlos se sobreexcitaba por segundos.
—¿Te duele si te aprieto?
El falso médico se refería al piercing. Con la yema de sus dedos índice y pulgar aplastaba el pezón apretando arriba y abajo.
A Cristina el dolor le resultaba placentero en tanto se solapaba con los estímulos de su clítoris. El orgasmo se le antojaba inminente. Tenía muchísimas ganas de correrse en la boca del madurito, hacerle conocedor de su éxito.
—Me gusta... Me gusta todo lo que me haces...
Sumida en la euforia más sucia, pudo mantener a raya los gemidos y jadeos más intensos, pero no la apremiante necesidad de más placer.
—Esto también me gusta...
La chica se incorporó entre placeres que le provocaban los más intensos retortijones en el vientre, se acodó sobre la camilla e invitó al ginecólogo a que realzara su pecho derecho. Él lo pilló al vuelo en cuanto vio que Cris, totalmente despeinada, sacaba la lengua juguetona. Juntos sostuvieron el pecho elevado y Cris pudo lamerse a placer el pezón. Mientras lo hacía, la visión de la boca de Carlos succionando su chochito pudo con ella y comenzó a mover la cadera de arriba abajo: quería correrse en la cara de aquel hombre atractivo que ni se había molestado en quitarse las gafas.
Pero Carlos no tenía prisa.
La visión de la preciosidad sacando lo más íntimo de su ser le invitó a diversificar sus atenciones. Apartó las manos de su piel y detuvo la comida de coño. La pelifucsia, sin saber qué iba a hacerle el maduro, se desentendió de su pecho y volvió a tumbarse con la respiración acelerada, sus antebrazos sobre la frente. Carlos se puso en pie deshaciéndose de la bata y se asombró de su propia erección. La polla parecía tener vida propia. Entre molestias y limitado por el pantalón a medio quitar, ayudó a Cristina a reptar hacia atrás sobre la camilla y a descansar sus piernas, que quedaron colgando de rodillas para abajo. La idea de penetrarla tuvo que ser refrenada en pos del ritual. Aquel cuerpo desnudo incitaba a todo pecado.
—A ver, incorpórate otra vez. Quiero ver cómo haces eso de lamerte el pezoncito desde bien cerquita... —La invitación a retomar la estimulación del pezón con la lengua iba cargada de morbo desenfrenado. Ella, con una sonrisa erótica dibujada en la cara, volvió a acodarse. Acto seguido, levantó su pecho y se llevó el pezón a la boca sin apartarle la mirada.
Carlos Andrade se acodó a su lado sin perder detalle de cómo se relamía a sí misma. Tras unos segundos disfrutando del paraíso carnal que tenía a escasos centímetros de la boca, se decidió a llevar su lengua al pezón que la deidad no dejaba de lamer. Ambos comenzaron entonces a excitar la tetilla erizada.
—Mmm...
Carlos, que además de lamer también succionaba a maldad el pezón cuando no se le escapaba algún erótico beso, aprovechó la posición para llevar la mano derecha a la entrepierna de Cristina. En primer lugar masturbó de forma torpe y acelerada su clítoris, después se dejó llevar por su lado salvaje y comenzó a penetrarla con un par de dedos. El gimoteo de la veinteañera fue in crescendo mientras ambos lengüeteaban el pezón y se retaban con la mirada. A continuación, tras una larga succión del pezón que el médico no pudo contenerse y que Cris correspondió con un leve quejido, ocurrió lo inevitable. La línea que pocas veces el falso Andrade se permitía cruzar. Paciente y profesional se olvidaron del piercing y comenzaron a morrearse. Una banda sonora húmeda de dos lenguas en guerra. Al cabo de un electrizante minuto de lengüeteo unieron sus labios y comenzaron a besarse. Un hormigueo les recorrió la espalda. La chica, que no tenía ni puta idea de la edad de aquel hombre, cayó sometida a los besos expertos del maduro. A este, el dulce proceder de la cría le erizó los vellos más recónditos de su cuerpo, amén de provocarle un dolor al que por fin quiso poner remedio. El morreo no parecía tener fin.
—Besas muy bien...
La vocecita aniñada de la espectacular paciente fue la gota que colmó el vaso. Carlos estaba entregado como lo estaría el viejo al otro lado de las gafas. Yendo contra otro de sus principios habituales, dejó escapar su naturaleza animal.
—Tú también, pequeña —correspondió entre besuqueos y el cálido sonido al penetrarla con ganas. Tenía los dedos arrugados por las humedades internas de un chochito que no paraba de lubricar—. Eres muy apasionada... Y estoy seguro de que muy madura sexualmente...
La respuesta de Cristina no se hizo esperar. Por supuesto que era una tía muy madura en temas de cama. Con un cabeceo de arriba abajo dejó escapar un «ajá» con el que otorgaba razón al maduro que la sometía entre besos y caricias íntimas.
Aquel gimoteo le gustó al hombre misterioso.
—Y también tengo la absoluta certeza de saber qué te apetece ahora...
Que la lengua de Cristina acelerase la lucha contra la de Carlos nada tuvo que ver con la velocidad de penetración que ganaron los dedos de este en su chochito de veintidós años. La propuesta velada del médico la excitó sobremanera. No se podía creer que aquello estuviera pasando. Ya ni hacía frío ni hacía calor: hacía excitación. Sudor. Ganas de seguir explorando el más allá que prometía aquel tipo con hechos que le nublaban el entendimiento desde hacía rato.
—Puede que lo sepas... —dejó escapar ella, enigmática.
—¿Puede? —la picó él.
De nuevo ese «ajá» tan sensual que salía de lo más profundo de la garganta de la muchacha le puso los pelos de punta. Una interjección que quería decir: «Soy una hembra joven y sana en edad reproductiva a la que le gusta copular cuando se da la oportunidad. ¿Qué te hace pensar a estas alturas de la consulta que no me apetece follar?».
—Me gustaría ponerte a prueba, pequeña... Quiero saber a qué estás dispuesta para... llegar al final de la exploración...
Debió gustarle aquella otra proposición indecente a una Cristina entregada, porque lo siguiente que hizo fue llevar sus labios a la barbilla peluda del médico y succionarla con dulzura. Él correspondió acto seguido haciéndole lo mismo, lo que lo invitó a seguir devorando aquel cuello tan delicado y suave.
—¿Qué prueba? —preguntó ella con la respiración entrecortada. El madurito olía fenomenal de tan cerca.
—Una que tal vez ponga a prueba tu madurez... sexual. Creo que estás de sobra capacitada para enfrentarte a ella...
La lengua de Carlos ascendió por el cuello y se detuvo en la orejita de la chica, donde comenzó a surcar cartílagos entre eróticos lametones.
—Ay, Dios... —gimoteó la presa.
La entrepierna le ardía, su vagina se contraía. Carlos lo percibía a la perfección en sus dedos. Y más lo percibió cuando Cristi, fuera de sí, le apartó la cara y llevó las manos a su antebrazo para usarlo de consolador. El que se hacía pasar por médico nunca había visto a ninguna mujer hacer eso y quedó fascinado. Cristina le agarraba con fuerza el antebrazo y maniobraba de delante hacia atrás para que sus gruesos dedos la penetraran sin descanso. Se estaba follando el conejito con dedos ajenos.
—Uf... Uf... Uf... —resollaba sin parar—. Dios mío...
La entrega era absoluta. Fascinante. Hipnótica.
Era el momento.
Andrade, a su pesar, detuvo a Cristina y sacó con delicadeza los dedos de su sexo. No estuvo desamparado el conejito demasiado tiempo. Enseguida los dedos de Cris ocuparon el lugar que Carlos acababa de torturar. Con los deditos de la mano izquierda se separó los labios y con el índice y el corazón de la derecha comenzó a masturbarse.
No duró demasiado la celestial visión para el maduro. Se puso en pie, se bajó el pantalón y los slips hasta los tobillos y llevó su enorme falo cerca de la cabeza de Cris. Cuando le giró la cara, un gesto que dotó de ternura, la mirada de la niña lo dijo todo.
O casi todo.
—Ostras, por favor... Qué es esto...
Cristina podría haber usado, con ese tonillo suyo tan inocente y sensual, cualquiera de sus expresiones habituales, esas que sabía que estimulaban a los hombres a la hora de descubrirles por primera vez el pene.
«Qué gorda la tienes...».
«Vaya pollón, ¿no?...».
«Uf, qué cabezona… Justo como me gustan a mí...».
Pero no dijo nada. No le salió decir ni mu. Aquel miembro, totalmente recto y venoso, era el más grande de cuantos había visto. Por grosor y por longitud. No en vano, el ginecólogo estaba allí precisamente por el tamaño de su polla. Ni más ni menos. Su extrema dotación y una de esas casualidades de la vida le habían llevado a convertirse en quien era. Causa y efecto.
Cris, dejándose llevar por un impulso natural, y sin prestar atención al rostro de orgullo de Carlos Andrade, brazos en jarra y expectación por las nubes, llevó su mano izquierda al tronco de aquella polla cuya cabezota bicéfala apuntaba en dirección a su cara. Le resultó imposible abarcar la circunferencia venosa de un falo imponente con su pequeña mano, pero no por ello dejó de intentarlo.
—Eso es. Sujétala con suavidad. Es parte fundamental de esta... exploración ginecológica...
Carlos se deleitó con la imagen sobre la camilla. La chica giró levemente el cuerpo hacia él y se facilitó el agarre en tanto se seguía masturbando con la derecha. Se mordió el labio inferior al comenzar a deslizar la palma de la mano sobre el miembro del médico. A su modo, estaba entusiasmada.
—Nunca había visto algo así...
«¡Es como la de las pelis porno!», continuó diciendo en su cabeza sin poder apartar la vista de la serpiente que la amenazaba. Estaba realmente asombrada. No necesitaba fingir ni subirle el ego a nadie. No en esta ocasión.
—Una nueva herramienta de análisis —bromeó él.
A Cristi, que estaba fascinada por el tamaño y las formas del miembro que acariciaba con el respeto que se merecía, la broma no le pareció tal. Si aquel tío pensaba follársela con aquello, ella tenía sus reservas. No era la primera vez que un pene grueso lastimaba su conejito, e incluso durante algún momento de las semanas anteriores llegó a pensar que la herida que la había llevado a pedir cita estaba más relacionada con el tamaño de la polla de Oliver que con el piercing de su glande.
Aun así, antes de llegar el momento, si es que llegaba, había algo que sí que le apetecía hacer. Aquel hombre se lo merecía. Y a ella le daba bastante morbo.
—Está muy dura esta herramienta—le dijo tras levantar la mirada en busca de aprobación.
«Si supieras la cantidad de rato que lleva dura por tu culpa...».
—Dura y enorme... —agregó ella.
Los adjetivos mágicos. Los que elevaban el ego a la máxima potencia y aumentaban las ganas de todo lo indecente. El panorama era espléndido, un cuerpo precioso, pero era la hora de los adultos, la de la falta de delicadeza.
—Vente aquí, cariño...
Carlos tomó el mando otra vez. Y lo hizo sin escatimar en comodidades. En este caso, la suya.
Agarró a Cristina del pajeador brazo izquierdo y la ayudó a incorporarse sobre la camilla. Acabó sentada durante unos segundos a los pies del acolchado hasta que Carlos se colocó frente a ella y la invitó a poner los pies descalzos en el suelo. Frente a frente, llevó sus manazas al culo de Cris y esta se abrazó a su cuello con ferviente entrega. El beso fue sucio y pasional, como el de dos desconocidos que llevan bailando entre frotes toda la noche en una oscura discoteca. La forma en que el médico invitó a la chica a arrodillarse frente a él no fue menos sucia ni pasional: una leve presión sobre sus hombros y una risa que ella correspondió de forma traviesa.
Era su turno. Y aunque no llegó a arrodillarse, sí se acuclilló frente al espigado maduro.
«No me puedo creer que vaya a hacer esto...».
Para cuando quiso tomar consciencia de lo que estaba a punto de suceder, la polla más grande que había visto jamás se encontraba a escasos centímetros de su nariz. Olía, cómo no, a polla, a hombre, a sudor y otros flujos masculinos formando una fragancia hormonal irresistible para una mujer joven como ella.
Levantó la vista cuando el ginecólogo le acarició la melena fucsia. Primero repeinándola hacia atrás, luego con un suave masaje en la nuca. ¿La estaba invitando a merendar? Le regaló una de sus miradas de viciosa bien amaestrada cuando volvió a agarrar su tronco. Ella sabía cómo mostrarse dócil. Y aquel era el momento indicado para demostrar que además de dócil, era viciosa cuando debía.
Sin apartarle la mirada, y sin dejar de masturbar suavemente un pene que a todas luces se le antojaba enorme, le dijo:
—¿Cómo se llama esta herramienta, doctor?
A Carlos aquella pregunta le hizo gracia. No por la pregunta en sí, claro, sino por el juego en que había sumido a la paciente. Estaba claro que la muchacha, todo morbo y frescura natural, no tenía un pelo de tonta. Por todo. Y también por su picardía y por la forma en que frotaba la palma de su mano derecha sobre la piel del pene.
—Es una broca ginecológica de calibre especial… —respondió él no menos pícaro. Llevó ambas manos a la cabeza de Cris y rastrilló de nuevo sus cabellos. Era guapísima, y estaba seguro de que también una experta en lo que se traía entre manos.
—No la conocía...
Esta vez Cris sí bajó la mirada y por fin le plantó cara a la monstruosidad que pajeaba. El glande estaba muy hinchado, y de su punta asomaba un pequeño punto de líquido blando. Sus huevos colgaban enormes al final del tronquito, uno grueso y rugoso. El conjunto le agradaba tanto como le desagradaba. Le pareció preciosa, pero también amenazante. Estaba allí tras haberse herido el interior de flor. No quería salir peor de lo que entró.
—Ahora ya la conoces. Y ella a ti... —la sacó Carlos de sus pensamientos fálicos.
—Entonces me voy a presentar como es debido... —contestó ella, valiente. No iba a ser menos que él. Por más que estuviera en un terreno que jamás había pisado.
Al escuchar aquello, Carlos resopló y se secó la frente.
Cristina, por su parte, no lo dudó. Entrecerró los ojos y acercó la boca al glande hinchado que la observaba con deseo. La sostuvo en perfecta horizontalidad e hizo lo que aquel hombre esperaba de ella: besar el capullo con dulzura.
—Uy... —dejó escapar Carlos. Estuvo a punto de volver a resoplar, pero se contuvo. Mostrarse en exceso sensible no era bueno. Debía controlar la situación sin obviar el placer, pero no sucumbiendo a él.
—¿Uy? —repitió ella. Y también repitió el beso, esta vez en el lado izquierdo de la cabeza de la bella monstruosidad. Luego le dio tres o cuatro besos más por todo el contorno. El último la obligó a girar la cabeza: iba dirigido a la zona del frenillo. Al besar esta parte, se llevó consigo la gotita de semen que se descansaba al final de la uretra y se relamió los labios.
—Uy, uy... —volvió a dejar escapar el médico. La manera en que Cris sujetaba su falo y la cadencia con que había besado su polla eran impropias de una cría de su edad. O al menos eso creyó. Su especialidad eran mujeres de más de treinta, al fin y al cabo.
Cris se vino arriba al percibir las reacciones positivas del desconocido al que le iba a regalar una de sus famosas mamadas. Dejó que saliese a pasear su lengua y recorrió la parte inferior del glande, justo donde acababa de estampar el cálido y húmedo beso. Acto seguido dio otra pasada con la lengua por un lateral de la cabezota, y otro más por el opuesto. Viendo cómo brillaba la parte externa del capullo, fue más allá. Bajó el ángulo del pene con respecto a la horizontalidad que mantenía y pasó con un gesto húmedo el dorso de la lengua desde el orificio urinario hasta el borde superior del glande. El reguero de saliva que dejó a su paso lo volvió a empapar al retroceder por el mismo camino con la lengua, esta vez con un leve zigzagueo. Al llegar a la punta, levantó su polla y volvió a estampar varios besos más por toda la parte inferior.
—Eres una mujer muy experimentada, Cristina... Estas herramientas no se te resisten...
El comentario le gustó a la niña. Se sonrió. Pajeó con mayor ligereza. Pero al contrario que el glande, el tronco estaba seco. Debía remediarlo. Con desparpajo y sensualidad, se escupió en la palma de la mano. Un escupitajo casi seco. Lo siguiente que hizo fue embadurnar el tronco con su propia saliva. Al retomar la paja, la fricción se tornó cálida y suave.
El tío que se hacía pasar por Carlos Andrade se sintió maravillado por aquella iniciativa. Debía de estar bien cachonda para haberle hecho eso. Y bien experimentada. No llevó más allá el análisis de la situación porque tras compartir una leve mirada, Cris cerró los ojos, abrió la boca, soltó el aliento y sus gruesos labios aprisionaron un glande que desapareció entre sus fauces.
Cristina estaba segura de no haber chupado nunca una polla tan gruesa. Y aquel extremo no era necesariamente algo positivo. Al succionar el glande que aprisionaba, se dijo que un poco más pequeña hubiera sido más manejable, oralmente hablando. Menos esfuerzo y más facilidad para sus juegos de lengua. Porque aunque la mandíbula daba algo más de sí, forzar para tener la cabezota dentro le restaba algo de agilidad. Aun así, pudo limpiar con su lengua todo el capullo en tanto sus labios lo abrazaban con extrema sensualidad. Al tenerla empapada, comenzó a mamar el glande y los dos o tres centímetros de tronco que era capaz de tragar.
—Lo que yo te diga: una muchachita muy experimentada...
La primera toma de contacto de la muchachita muy experimentada dio lugar a una mamada de pleno derecho. Sus labios surcaban el glande y chupaban tanto como podían acaparar. El juego de mano, a ritmo con la boca, comenzó a masturbar con intensidad todo el recorrido de la polla. Al llegar al final, una pequeña mata de pelo rizado esperaba a que su mano realizara el camino de vuelta para después volver a pajear todo el recorrido. Y aunque era la manera en que a Cris le gustaba mamar el pene de los chicos con los que se liaba, no era el único proceder al que se ceñía. Por ejemplo, le dedicó al doctor su especialidad. Entretanto masturbaba su pene con rapidez, su lengua circundaba el capullo con un soniquete jugoso. A este continuó unas rápidas pasadas de lengua desde la parte inferior del tronco hasta la punta del capullo, donde la lengua no se detenía y surcaba unos centímetros el aire. Repitió las lamidas de gata unas cuatro o cinco veces más antes de volver a engullir el glande y centrarse en una mamada natural y precisa. A cada cabeceo, la mano mantenía el ritmo; cuando la mano atrapaba la zona del tronco más próxima al glande, su lengua lo recorría con sobrada pericia.
«La tiene riquísima, joder... Qué pollón...».
Carlos, entregado al placer más insospechado, se dijo que la niñata era top en la materia. Sin ambages. No le cupo duda de su dilatada experiencia, como tampoco que tío al que se la hubiera comido de esta forma tan cálida y dulce, tío que se la habría follado sin demasiado miramiento.
Como se decidió a hacer él cuando Cristina terminó de surcar los costados de su leño cavernoso. Había colocado los labios gorditos a un lado de su polla y le había ensalivado todo el falo hasta llegar a la pequeña selva del pubis. Luego había repetido la operación por el otro lado. Al dedicarle unas rápidas mamadas al glande, no pudo más.
—Reina, todo listo. La herramienta está en su punto. Es el momento de utilizarla.
Cris se limpió la boca con el dorso de la muñeca y se puso en pie ayudada por el médico. Al segundo notó cómo él la abrazaba y la sentaba sobre los pies de la camilla. Luego la tumbó dejando su entrepierna al filo del acolchado.
—Eso es... Pon las piernecitas aquí...
Andrade levantó las piernas de Cristina y luego flexionó sus rodillas. Gemelos contra muslos. Acto seguido los separó y su coño se mostró a la altura idónea para su monstruosidad.
Cristi estaba entregada. Tumbada sobre la camilla, no perdió detalle del momento en que el doctor se deshizo de los calzoncillos y del pantalón tras extraer un plastiquito del interior del bolsillo. Se lo llevó a la boca, lo abrió y extrajo un preservativo. El envoltorio fue a parar, cómo no, al suelo.
—Lo que voy a hacer ahora es cubrir la herramienta con este plástico protector. Mejor fluidez y fricción. Enseguida vamos a descubrir... si... estás... Eso es... —se decía a sí mismo en tanto desenrollaba el condón sobre su polla apresando su extremo superior—. Si estás preparada para tener sexo seguro y libre de molestias...
Cris bajó la mirada en la penumbra y fue incapaz de ahogar sus miedos. «Es demasiado grande, mi madre...». No tuvo tampoco tiempo para oponerse a lo inevitable. Carlos dirigió su polla enguantada a su coñito y frotó la cabeza alrededor del clítoris.
—Muy bien... —dijo al aire.
La chica gruñó. Se le aceleró el corazón. Lo que parecía una fantasía de cría estaba sucediendo en la realidad. Una parte de ella todavía no se lo creía. No iba a tardar en convencerse.
—Así un poquito, preparando el terreno para la inyección...
El médico pasó de nuevo el glande enfundado en el preservativo por la rajita de Cristina. De arriba abajo, de abajo arriba, abriendo sus pétalos con la cabezota. Con ella se deleitó dándole varios golpecitos más a la cabeza de la vulva.
El suspiro de Cristina y sus melones firmes le sacaron del ensimismamiento. Dirigió el capullo a la entrada de la vagina e hizo una leve presión. Los pétalos se abrieron sin oposición y la húmeda cavidad comenzó a dilatarse al paso de la polla del maduro.
—Suave... —le pidió ella.
—¿Te duele? ¿Alguna molestia?
Las gafas enfocaban la escena. Medio glande había entrado ya en Cristina, arramplando con la enrojecida carne alrededor de la entradita. Sintió el sitio empapado y cálido.
—Tienes una polla muy gorda —respondió ella con absoluta naturalidad. Las ganas de cubrirse el rostro la invadieron. Qué importaba ya. Al fin y al cabo aquella cosa no era una herramienta, era un pollón; y la exploración no era tal: aquel hombre había conseguido metérsela.
Al falso médico le encantó aquel vocabulario.
—¿Y no te gusta?
La pregunta estaba cargada de malicia. Tanto que antes de que ella pudiera responder, el glande ya había entrado en su coñito. Lo siguió un trozo de falo. El respingo automático que dejó escapar el cuerpo de Cristina le confirmó que lo había notado todo.
Y no se equivocó.
—Joder... —Cristi resopló. Se llevó los antebrazos a la cara y se cubrió los ojos—. Madre mía, de verdad, qué polla tan grande...
Otro chute de ego para el doctor, que supo contenerse. Tras meter la mitad de su miembro, se encontró tope. No iba a forzar. Cierto era que prefería mujeres más profundas, pero aquello no suponía ningún problema para follar sin contemplaciones —y algo de cuidado—. Al sentir el fondo de la vagina, retrocedió para volver a meter, y luego repitió el movimiento de cadera.
Acalorado, comenzó a desabrocharse la camisa.
—¿Ves? —preguntó en tanto comenzaba a penetrarla con mimo—. Entra genial...
Las manos de Carlos, hábiles con los botones de la camisa, fueron a parar a las torvas de Cris. Con este gesto se aseguró que la chica se mantenía bien abierta para él.
Y para el viejo que lo veía y escuchaba todo desde la distancia. Incluido el contaste gemir que se adueñó de la garganta de Cristina, cuyos pechos comenzaron a bambolearse al ritmo de cada penetración.
—Entra muy bien... —corroboró ella.
«Me está follando... No me lo creo... Carlos Andrade me está follando... Fátima no me va a creer en la puta vida, joder...».
La polla del falso Andrade percutía sin problema su intimidad profanada. Bajó la mirada y gozó con la visión de su chochito bien dilatado y su polla entrando y saliendo a placer tras una fricción demencial. La chica estaba empapadísima. Ardía. Disfrutaba. Y más que debía disfrutar.
Confiando en que se mantuviera bien abierta sobre la camilla y continuara con las rodillas flexionadas sobre su cuerpo, llevó su mano derecha al coñito de la cría. Enseguida su pulgar se humedeció con los flujos de la zona y comenzó a estimular de izquierda a derecha su clítoris.
—Ay, Dios... Pufff...
El lamento de Cristina no hizo más que dotar a las caderas de Carlos de una mayor potencia. Media polla se perdía en su interior a ritmo de vértigo en tanto su botón era estimulado con más acierto que torpeza, a pesar de la postura.
Los «Ah... Ah... Ah...» cada vez menos ahogados tras cada penetración se adueñaron de la pequeña estancia. Chorros de sudor caían por el torso desnudo del ginecólogo.
Bajó de nuevo la mirada a la entrepierna de la chica tras una panorámica en la que mostraba todo su cuerpo tumbado frente a él y preguntó al aire:
—¿Te gusta esto?
Su pollón entraba y salía sin miramientos. Sus labios no podían estar más abiertos, su vagina más dilatada. La fricción era endiablaba para ambos. Incluso Cris llegó a maldecir no haber conocido a aquel hombre en un hotel. A bien seguro habría dejado que se la follase en su habitación, sobre una cama, con todas las comodidades a mano. Aun así, no podía quejarse en absoluto de la deriva que había tomado la calurosa tarde.
No lo dudó:
—Estoy flipando con que me hayas calentado hasta este punto —contestó mordiéndose el labio inferior y llevándose las manos de nuevo a las tetas. Comenzaba a entrarle el cosquilleo íntimo previo al orgasmo y quería estimular sus pezones al máximo. Comenzaba a apreciar los matices desiguales del tronco de la polla de Carlos. Su vigor y potencia. La manera en que su interior estaba dando todo de sí para recibirle. La morbosa situación que la dejaba a ella como el recipiente sexual de un hombre del que hubiera esperado todo menos que la calentase para follársela con el novio al otro lado de la puerta. Pero si así habían salido las cosas, una experiencia sexual que se llevaba. Una nueva muesca en su currículum.
La única cuestión en el momento en que Carlos comenzó a follársela con más violencia era que la pregunta que acababa de hacer no iba dirigida a ella.