7
Cristina cubrió su cuerpo desnudo con la bata verde, de anchas mangas y corto talle, y se enfrentó con cierto recelo al sillón ginecológico de tres piezas. El escay azulón que lo recubría, al menos, le resultó suave al tacto. Primero posó el culo sobre el asiento, después la espalda sobre el respaldo y finalmente acodó el brazo izquierdo en el apoyabrazos —la mano derecha estaba a otros menesteres—. Descansó la nuca en la almohadilla cervical y dejó escapar el aliento contenido. Tenía la sensibilidad disparada y la invadía el temor de que la forma en que el doctor había manoseado sus pechos y estimulado sus pezones hubiera provocado una reacción desmedida en sus flujos íntimos. Si es que no existían, como temía su subconsciente, otros ingredientes que pudieran estar influyendo en su estado de agitación interna.
Cuanto antes terminara aquello, mejor.
El médico, esforzándose por mantener la compostura ante la velada desnudez que le nublaba el entendimiento, la ayudó en todo el proceso usando su convincente plural de modestia.
—Eso es, tranquila. Vamos a ponerte cómoda antes de descalzarte.
El tipo que se hacía llamar Carlos Andrade no podía evitar sentirse ansioso, excitado. Gajes de todos los oficios que había desempeñado. No tardaría en quedar delatada su hombría, por más que le contrariase que su naturaleza masculina se sobrepusiese al papel que interpretaba. En una farsa que se valía de unos ingredientes tan bien elaborados y dispuestos, por no mencionar los temerarios, aquel detalle le restaría profesionalidad. Pero ¿cómo impedirlo? ¿Cómo ocultar su auténtica condición ante una hembra como la que tenía delante? Era imposible. Incluso un ginecólogo de verdad, se dijo, hubiera acabado permitiendo que los estímulos presentes maltratasen su virilidad libremente. Y al hilo de esta conclusión, y aunque se hubiera esforzado en no pensar en este detalle durante toda la consulta, se vio obligado a preguntarse si el verdadero ginecólogo que observaba aquella vengativa escena estaría ya autosatisfaciéndose ante su improvisada actuación.
—¿Hay que levantar esta parte?
Cris, forzando la voz, se refería a la piecera elevable, el segmento inferior de la camilla sobre el que descansaban sus gemelos en tanto permanecía sentada. Las suelas de los zapatos de cuña rozaban el suelo de la calurosa habitación.
—No es necesario, Cristina. Tus piernas quedarán apoyadas sobre estos dos estribos que ves aquí —le explicó señalando los soportes laterales que se levantaban a los lados del sillón camilla—. Ambas deben quedar elevadas y tus muslos separados para poder trabajar con comodidad tu zona pélvica. Pero antes he de reclinar el respaldo y darle altura al sillón. Tu culito —iba a escapársele «culazo», pero tanto daba— debe quedar en el borde del asiento, ¿de acuerdo?
Carlos no solo estaba ansioso y excitado por la morbosa situación y el sensual contexto recreado alrededor de la chica. También estaba caliente. Porque un punto era la predisposición ante la posibilidad y otro distinto el ansia de actuar. Su lenguaje se estandarizaba y luchaba en su fuero interno por mantener su estatus ficticio. Todavía podía sentir en las palmas de las manos el tacto voluminoso y firme de sus pechos, la textura de sus pezones al ser estimulados. Por no mencionar la erótica visión que se repetía cada vez que Cristina se humedecía los labios.
El respaldo comenzó a inclinarse produciendo un zumbido eléctrico. A la vez, el sillón ganaba unos centímetros de altura.
—Ay, Dios —dejó escapar ella entre el bochorno y la guasa. La bata desechable, inusualmente corta, cubría la mitad de su cuerpo desnudo, pero el ángulo que estaban adoptando respaldo y asiento al accionar el doctor el mecanismo descubriría el secreto que escondía bajo el trozo de tela que estiraba su mano derecha. Pronto se desharía sin remedio de un nuevo tabú. Otro más en aquella pegajosa tarde que comenzaba a sacarle los primeros sudores fríos.
—Tranquila, de verdad. Verás que no es nada.
Carlos, de pie y disimulando como podía su problema, dejó el respaldo inclinado algo más de cuarenta y cinco grados, el doble que el asiento en el sentido opuesto. El cuerpo de Cris se reclinó y su entrepierna ganó cierta elevación. Era inútil que siguiera intentando esconder el tesoro de su entrepierna. Entregada a lo que se esperaba de ella como paciente, se rindió y colocó el brazo derecho sobre el reposabrazos correspondiente. Su sexo rasurado, ante el repliegue de una tela que retornó a la altura de las caderas, quedó a la vista. Sintió su intimidad invadida. Acto seguido, el tipo que jugaba a ser médico graduó la altura de los reposapiernas laterales que se iban a encargar de dejar a la deidad fucsia con las extremidades inferiores elevadas y bien abiertas. Una maléfica sonrisa se le escapó a Andrade al comprobar el resultado de haber elegido el modelo de bata más corta, aun cuando no concentró su atención en lo más íntimo de Cris.
—Genial. Ahora, con cuidado, levanta las piernas y coloca la parte posterior de tus gemelos sobre las almohadillas de estas plataformas... Eso es...
Cristina, recostada, separó los muslos y llevó la parte inferior de sus piernas sobre las perneras de la camilla. Él la ayudó. Al coger la postura, idéntica a la que adoptaba al hacer la odiosa prensa en el gimnasio si no fuese porque ahora estaba más echada, su entrepierna desnuda quedó a la vista.
—Magnífico —la apremió él conteniendo un suspiro. Parte de la bata blanca, por suerte, ocultaba el bulto sobre su pantalón—. Sé que no es la posición más cómoda... pero es la que nos va a facilitar la exploración. Permíteme que te quite esto.
La chica, dejándose hacer, no dijo nada. El doctor, metódico y ensimismado con un proceder que le fascinaba, desabrochó una de sus cuñas y la sacó del pie con cariño. No perdió detalle de sus uñas pintadas ni de sus pequeños y femeninos dedos. De fondo, desenfocado selectivamente, un coñito depilado que se negaba a admirar hasta el momento oportuno. Se agachó y dejó el calzado junto al biombo. Seguidamente se centró en desabrochar la otra cuña y repitió el proceso ocultando su vena fetichista. Al fin y al cabo, aquel gesto deliberadamente erótico solo era parte del programado ritual con que se ganaba a una paciente con métodos impropios de un verdadero profesional de la salud. No sería el primero ni el último de la tarde.
—Como no vas a pisar el suelo estando descalza, no vamos a ponerte cubrepiés. Demasiado calor.
La muchacha asintió intentando que la embarazosa situación no la superase y murmuró un tímido «gracias». A continuación Carlos le pidió un minuto y se dirigió de nuevo al maletín marrón. Cris, ligeramente sofocada por el devenir de la consulta, contempló sus pies desnudos y el rojo de sus uñas. La postura, sin sentirse forzada, le pareció ligeramente incómoda. Tal vez con aquellos estribos algo más bajos hubiera estado más confortable. Cerró los ojos, meneó de manera divertida los deditos de los pies y relajó la cabeza. En ese momento, quizás tanto por la necesidad de evasión mental como por la postura que adoptaba su cuerpo desnudo, la invadieron los recuerdos de lo vivido dos años antes en Tenerife, cuando ya estaba conociendo a David. Lo gozado sobre aquel diván tántrico con el chico gallego, una de las experiencias más placenteras que había disfrutado en compañía de un desconocido en un hotel, era protagonista de algunos de sus momentos más intensos a solas. La sexual ensoñación tuvo que borrarla enseguida de la cabeza. Andrade regresó del escritorio tras sacar del maletín varias bolsitas de plástico que había guardado selectivamente en los distintos bolsillos de la bata y se obligó a prestarle atención. El maduro, sin dedicarle ninguna mirada indecente, echó mano del taburete metálico situado a espaldas del sillón ginecológico y lo plantó entre sus piernas. El penúltimo acto estaba a punto de comenzar. Ella, en un gesto automático, volvió a humedecer sus deshidratados labios dándoles cobijo en el interior de la boca. La avergonzaba pensar que otros labios presentaran el aspecto contrario ahora que llegaba el momento de la verdad. Carlos tomó asiento y se acercó a ella esforzándose por no mirar hacia abajo, donde su visión periférica captaba en alta resolución la imagen de su coñito ligeramente entreabierto. Toda una prueba de exigente autocontrol. Ella tuvo que inclinar un poco la cabeza para atender a su explicación. Su rostro era un muestrario de tonalidades carmesís. Para colmo, el piercing seguía emitiendo señales estimulantes que de manera subliminal entonaban su fuego interior.
—Pues vamos a lo que vamos, Cristina. Una exploración pélvica como la que vamos a llevar a cabo ahora —dijo él recuperando su tono más grave en tanto se colocaba los guantes azules— consiste, básicamente, en examinar tu vulva, tu vagina, cuello uterino, útero y los ovarios. —Cris se revolvió por dentro al escuchar aquellos nombres y términos, por más que creyera conocer en qué consistía el trámite. A él la presión le aumentó en el interior de los calzoncillos—. Pero, en la práctica, olvidándonos de tecnicismos, lo que vamos a hacer —vamos— es una exploración superficial previa a otra interna que haremos en dos fases. Cuando estemos dentro, te pediré que me cuentes lo de la herida sangrante y la zona en la que se produjo. —A Cris, aquello de «estar dentro» le creó un vacío en el vientre; por eso, quizás, obvió lo de las dos fases—. Lo único que tienes que hacer durante el proceso es relajar tus piernas, tus caderas y respirar profundamente. Si algo te molesta, me lo dices. Asimismo, si quieres, puedo ofrecerte un espejo para que la exploración la hagamos entre los dos. ¿Te parece?
¿Un espejo? No. Lo que ella quería era saber que todo estaba bien ahí dentro, que el destrozo de Oliver no había sido grave, no quedaban secuelas y no existía infección de ninguna clase. Quería saber si podía practicar sexo sin temor a nuevas molestias ni tiranteces. Nada más. La única vez que lo había hecho con David tras acosarse con Oliver, recordó, el escozor y el malestar le habían impedido llevar a buen puerto el coito. Tuvo que inventarse excusas absurdas para que su novio no la forzara a mantener nuevas relaciones sexuales hasta que le explicó que necesitaba ver a un especialista por problemas de sangrado. Pero claro, tras alguna que otra semana de parón ya acumulaba mil ganas de follar. ¡O más! Con saber que estaba sana y no existían ya motivos para temerle a la penetración le era suficiente para irse de vacaciones con otra mentalidad, una más sensual y proactiva. David, a pesar de todo, se merecía disfrutar de su cuerpo sin limitaciones.
Aun así, agradeció que Carlos la hiciera partícipe de la exploración. Podía sentirse orgullosa de haber tomado la decisión de visitar al reputado ginecólogo sin decírselo a su madre. Que le hubiera tocado las tetas provocándole tanto un dilema moral —«Esas dos son mías, ¿eh?»— como un calor interno azuzado por su presencia entrepiernas era solo un pequeño daño colateral que mantenía a raya como la chica madura que era.
—No hace falta, te lo agradezco.
—Como prefieras. Procedamos pues... —El ginecólogo se recolocó las gafas sobre el puente de la nariz y pegó el taburete al sillón ginecológico, ubicándose entre los largos muslos de la bonita hembra. La zona íntima de Cristina había quedado a una altura ideal para él y, por tanto, también para el voyeur que lo observaba todo desde la distancia. Por fin se hizo ante ellos la visión panorámica que tanto llevaba postergando.
Cris miró al techo controlando nervios y respiración. Bajo la minúscula bata verde sus pechos emergían y se escondían cada vez que absorbía y exhalaba aire. De haber visto los ojos del hombre que se hacía pasar por Carlos Andrade al admirar su coñito, a bien seguro que aquella controlada respiración se hubiera acelerado.
O detenido.
El doctor, admitiéndose superado por las vistas, ahogó lo que hubiera sido un incómodo resoplar. Quizás un prolongado silbido. La erección de su monstruosidad se tornó incómoda, a pesar de faltarle tramo para mostrar todo su poderío. El estado de lógica sumisión de la cría, su vulva en toda su gloria, el olor a sexo limpio tan característico de quien mima su higiene personal, la manera en que el flujo centelleaba bajo el plafón blanco del techo y las feromonas que respiraba lo martirizaban. Cristina había chorreado mucho más de lo que ella creía. No solo a la entrada de su vagina se acumulaba bastante fluido; en los pétalos que conformaban sus labios también se acumulaban abundantes restos de este néctar íntimo que se mezclaban con las secreciones lubricantes provenientes de las glándulas sudoríparas y sebáceas de los pliegues del tejido carnoso. El perineo, observó, estaba igualmente húmedo. La vagina de Cris, literalmente, había chorreado.
«¡Qué coño tan bonito! Y qué empapado está... Vaya sorpresa más interesante...», exclamó el doctor para sus adentros. Su boca segregó una oleada de saliva que hubo de tragar. Las vistas incitaban a pecar. La zona genital de Cristina, depilada a cuchilla, estaba perfectamente formada. Los labios menores, de un rosa intenso y húmedo, sobresalían ligeramente de unos hermanos mayores que le daban cobijo desde el borde del monte de Venus, donde se apreciaba algún vellito encarnado, hasta el perineo. En la parte superior de la vulva, donde los menores rosados se abrazaban, el clítoris asomaba de su capucha mostrando un estado de naciente excitación. Carlos pudo percibir, incluso, cómo el rugoso ano de la muchacha se encogía sutilmente. El cuerpo de Cris navegaba en aguas de receptividad sexual y el líquido cervical ligeramente blanquecino que se acumulaba poco a poco en la abertura vaginal daba buena muestra de ello.
Se obligó a continuar con el show a pesar del calambre estimulante que le recorrió la anaconda por la que era reconocido en algún lugar oscuro.
—Cristina, lo que voy a hacer ahora es examinar los tejidos alrededor del orificio de tu vagina —dijo en lugar de «labios vaginales»— para descartar la presencia de cualquier anomalía, como decoloración, quistes, verrugas o inflamación.
—Muy bien —correspondió ella por inercia. Las palmas de las manos, aferradas a los extremos de los apoyabrazos, comenzaban a sudarle. ¿Cuándo había sudado ella las manos con anterioridad?
Tras haber acercado la cara a la entrepierna de la veinteañera, Carlos se recreó unos segundos con cada pliegue de su joven sexo y en la protuberancia con forma de bulbo que asomaba alegre en la cima de su maravilla: un clítoris para lamer y relamer. También echó un vistazo curioso al exterior de la uretra. Después, alimentando al tigre que habitaba en él, decidió pasar a la acción y llevó su mano izquierda a la vulva de Cristina. Con suavidad, su dedo corazón, enfundado en el guante, se posó a un centímetro del labio mayor derecho y distendió la piel hacia la ingle. Al desplegar su labio, pudo apreciar con claridad cómo el jugo vaginal había empapado cada milímetro de su sexo. Densos hilos del flujo que parecía seguir emergiendo de su interior pendían entre labios. Levantó el dedo corazón de aquella piel íntima y el chochito, como lo llamaba en su cabeza constantemente, recobró su posición natural. Con la mano derecha, usando también el corazón, repitió el examen desplazando la carne íntima hacia su ingle izquierda. Como era de esperar, de entre los pliegues carnosos fluía más de ese líquido que no llegaba a ser del todo viscoso. Una delicia. Dejándose llevar por la acuosa banda sonora que embriagaba sus sentidos, el ginecólogo, formando una uve con sus dedos índice y corazón de la mano derecha, recorrió a cámara lenta la vulva de Cristina, desde el perineo hasta el clítoris, cuidándose muy mucho de bordear la cavidad vaginal. La sensación de que el cuerpo que manoseaba había dado una casi imperceptible sacudida le dejó mosca.
—¿Te ha molestado? —preguntó el doctor con un deje de perversidad bien disfrazado de inocencia.
—No, no... —se apresuró a decir ella—. Un poco de sensibilidad... —aclaró. Tenía los ojos cerrados y la cabeza relajada sobre la almohadilla del sillón. Su psique, al contrario que la cabeza, no hallaba calma. No eran tanto las caricias propias del examen como el hecho de que no le desagradaran. Antes en sus pechos, ahora en su chochito. Había leído en el foro a cantidad de mujeres decir que la primera exploración era engorrosa, avergonzante, ¡incluso perturbadora! ¿Por qué ella sentía ese maldito cosquilleo que viajaba de su entrepierna al coxis, de este a la columna, y de esta a sus pezones para acabar anclada en sus sienes?
—Bien...
Abrazado al mágico momento, y sabedor de esa sensibilidad clitoriana, dio un nuevo repaso al exterior de su vagina. Con los mismos dedos conformando la uve, separó de nuevo sus pliegues y acarició la zona media con dulzura, examinando al detalle la uretra y el cuerpo del clítoris. A continuación, hundiendo sendos dedos en los valles entre labios, ascendió bordeando el glande del clítoris hasta acabar coronando el monte del pubis. Tras comprobar su rigidez y consistencia, volvió a descender los dedos describiendo un sensual baile sobre la piel. Su objetivo era, de nuevo, la cabeza visible del clítoris. Separó la delicada carne alrededor del capuchón y acto seguido pinzó seguidamente la zona alrededor de su botón del placer con cierta malicia. Esta vez el respingo fue evidente al punto de observar cómo se contrajo su ano. Las carnes de los muslos de Cristina, a ambos lados de la cabeza de Carlos, tiritaron a la vez.
No pudo callarse:
—¡Uf, lo siento! —se le escapó de la boca de manera espontánea. De haber podido, hubiera apretado las piernas con fuerza. El chispazo había encendido su clítoris. Tal fue el fogonazo en su órgano sexual, que el caluroso espasmo siguió expandiéndose por todo su cuerpo unos segundos más.
Carlos disfrutó de su reacción y llegó a sentirse entusiasmado. También su entrepierna.
—No te preocupes, Cristina. He pinzado a conciencia —la tranquilizó—. Recuerda que no solo soy ginecólogo. Estoy analizando las reacciones de tus genitales. Y a este respecto —improvisó— hay algo que me gustaría comentarte...
Antes de hablar, Andrade usó el dedo corazón de su mano derecha para recoger en un barrido el fluido que se había acumulado en el perineo de Cristina. Sobre el dedo enguantado, líquido blanquecino y ligeramente denso, el común después de la ovulación y el que se presenta antes del periodo. Con el guante empapado, frotó en círculos la yema del pulgar sobre la del corazón y le enseñó la mezcla a Cristina, que entreabrió los ojos y bajó la cabeza haciendo de tripas corazón. El calambre sexual que había viajado a través de sus fibras más sensibles la había estimulado sobremanera. Y no era la primera estimulación que la sacaba de sus casillas en la última media hora.
—Me gustaría realizar tras el examen una recogida de muestras. Curémonos en salud y analicemos tu flujo vaginal. Que no se diga y que no quede por nuestra parte. Luego te diré como lo haremos. —Porque aquello iba a formar parte artesanal del ritual—. Pero desde ya, como puedes apreciar —le demostró enseñándole los dedos húmedos cubiertos por el látex estéril—, te aseguro que un problema fisiológico de sequedad vaginal no tienes. Tu zona íntima está sobradamente lubricada de forma natural, como era de esperar en una chica sana de tu edad —afirmó sin mencionar, lógicamente, los posibles motivos del exceso de flujo. Ni tampoco el condicionante psicológico que debía existir si de verdad se drenaba la zona a la hora de tener relaciones sexuales con David—. Si queremos atajar el problema del que hablábamos hace un ratito sobre cierta deshidratación íntima, te digo que difícilmente vamos a encontrar el problema por aquí abajo.
Cristina sufrió de nuevo un enrojecimiento del rostro. Si quedaban dudas acerca de cómo le estaba afectando la consulta, despejadas estaban en los guantes del doctor. Joder, si cuando no estaba receptiva con David le molestaba cualquier aproximación íntima, ¿por qué se estremecía así al sentir los dedos de Carlos Andrade? La electricidad le había erizado hasta la última punta de los cabellos. Si al menos pudiera controlar la lubricación en la que se estaba deshaciendo sobre la camilla se sentiría más segura.
—Por esa parte entonces me quedo tranquila —admitió. Aunque volviese a recordar por décima vez que el problema, a todas luces, residía en el novio y no en su cuerpo.
—Y en el resto de partes también puedes estarlo. Tu vulva está perfectamente sana, Cristina —le explicó el falso doctor, que a pesar de todo sabía lo que se decía—. No he tenido hasta el momento la sensación de que requieras tratamiento alguno. ¿Estás segura de querer seguir estando aquí con este calor asfixiante y este tío tan pesado?
Cris rio y descansó la nuca en el sillón. Desde su posición el doctor pudo apreciar la perfecta hilera de dientes de la preciosidad. Luego, encantado con la marcha de la tarde, bajó la mirada a la delicia que debía seguir trabajándose.
—Bueno, ya que estamos... —replicó ella.
Qué iba a hacer. Faltaba algún asunto importante que, de haber sido planteada en serio la pregunta anterior, hubiera merecido igualmente un «sí» por respuesta.
—¡Continuemos, pues!
Carlos, en un alarde de autocontrol tras el año que llevaba sin actuar, y padeciendo complejas molestias en su leño cavernoso, le echó un vistazo al último aspecto antes de pasar al interior. Plantó los índices de sendas manos a escasos milímetros de la zona inferior de acceso a la vagina y separó sutilmente los exteriores de la abertura, apretadita y esponjosa. Examinó un lado y otro con mirada profesional hasta que el médico dio paso, indefectiblemente, a la persona tras el doctor que no era. Su glande, un monstruo bicéfalo, escapó por la parte inferior de la tela del bóxer al no poder resistir los estímulos procedentes de las señales que recibía la persona tras el especialista. La visión contemplativa de aquel estrecho agujero en el centro del coñito le acabó resultando abrumadora. Ahora fue él el que se humedeció los labios.
Una vez.
Dos veces.
Tres veces.
Y, de regalo, un disimulado suspiro con el que se hinchaba los pulmones de paciencia aspirada.
De entre todas las profesiones que había simulado, rememoró inconscientemente, la medicina ginecológica siempre había sido, a la vez, la que más accesibilidad ofrecía y la que requería mayores dosis de autocontrol y buen hacer. La delgada línea entre las apariencias formales y el fin que se pretendía conseguir era tan fina que del éxito al descalabro había solo un pequeño paso.
Debía seguir hilando fino.
—Muy bien, muy bien —habló ahogando un resuello—. Pues sabiendo que no existe inflamación en las glándulas de Bartolino, y que todo lo que tiene que secretar funciona a las mil maravillas, veamos si por dentro estás igual de sanota.
—Eso espero... —deseó ella en un susurro, tensa como pocas veces. Levantó el cuello, se resopló un mechón rebelde sobre la frente y observó a Carlos Andrade entre sus muslos. Todavía no se había atrevido a recoger la tela verde sobre su vientre que le ocultaba la visión directa del doctor al trastear en su intimidad.
—Yo también —convino—. Por cierto, mira esto que tengo aquí. —Carlos sacó una bolsa de plástico de uno de sus bolsillos y la abrió con sumo cuidado—. ¿Sabes qué es y para qué se utiliza?
—Sí, claro. Un espéculo. Un aparatito que sirve para poder ver el interior de... algo —dijo con encantadora ternura.
El doctor, complacido, le mostró un aparato semejante al pico de un pato, transparente, que se sujetaba a través de una empuñadura del mismo material que el resto del artilugio. La chica se lo había esperado de metal y de aspecto menos humanizado, pero aquel plástico transparente con un par de piezas acopladas y sin rebabas peligrosas no imponía tanto como había supuesto. Además, ni siquiera le pareció grande.
—Eso es. Un espéculo sirve para ver el interior de las personas. Y a los ginecólogos nos viene muy bien para llevar exploraciones pélvicas con comodidad. Esta es una versión moderna de talla pequeña. —Talla de uso preferente para magnificar la diferencia al aplicar otro tipo de reconocimiento si más tarde la paciente lo necesitaba—. ¡Mira cómo mola!
Carlos, siguiendo con ese proceder casi paternalista que requería la presencia de algo tan temido como el espéculo, pulsó un botón en la parte inferior del mango y se encendieron una luz focal y un par de leds blancos que recorrían los bordes redondeados.
—Gracias a la iluminación que incorpora y al material traslúcido ya no padecemos los ángulos muertos que se forman con los de toda la vida. Parece una tontería, pero nos facilita los diagnósticos y los reconocimientos.
Cris sonrió y se encogió de hombros. No sabía qué decir. Estaba claro que el instrumento en cuestión no era una atrocidad que incitara a aventurar los dolores más inenarrables, pero al fin y al cabo era algo que aquel tipo iba a introducirle en la vagina.
—Imagino que no duele...
—Nada. Es un aparatito de talla pequeña —le aclaró dejándose llevar por el sucio pensamiento de que otro aparatito de talla superior aguardaba su momento aprisionado bajo la tela de su calzoncillo—. Que, además, vamos a ungir con esto...
El ginecólogo echó mano del mismo bolsillo y extrajo un pequeño tarrito que contenía lo que parecía ser gel lubricante. Con cuidado, se deshizo del tapón y comenzó a untar la sustancia en los «picos» del espéculo. Unos picos que, según le contó a Cris, en realidad se llamaban valvas y medían poco más de diez centímetros. Nada que temerle a este aparatito. Total, tan guapa y con semejante cuerpazo, cosas mucho más largas y gruesas habría conocido.
Regresó a la realidad al terminar la delicada labor.
—¿Ves? Perfectamente lubricado. No es una herramienta incisiva ni diseñada para trastear órganos. Solo sirve para mantener abiertos orificios corporales —matizó tratando de parecer calmo antes de continuar—: ¿Estás preparada?
Cris dio su visto bueno con un ligero movimiento de cabeza que hizo bailar su melena fucsia. Luego se recostó sobre la pequeña almohada una vez más y refregó las palmas de las manos sobre el cuero sintético de los apoyabrazos. El techo blanco y el plafón serían de nuevo su distracción. Nada de hoteles tinerfeños por su mente ni el gallego follándosela a pelo en tanto sus padres disfrutaban de la piscina del establecimiento. Una estampida de sentimientos, sin embargo, le recorrió el vientre ante la idea de que estaba a punto de ser profanada por un elemento no natural por primera vez.
Carlos, con un movimiento de cadera, desplazó el taburete y se pegó algo más a la entrepierna de Cristina, quedando a escasos centímetros de la vulva. Era una fase crítica. Hacía tiempo que no practicaba el ritual inherente al disfraz de ginecólogo, pero sabía que ahora era cuando su polla, quizás por celos al espéculo, alcanzaba su máximo esplendor. Y eso podía significar «dolor».
—Relaja cuerpo y mente. No pienses en nada. Eso es... Destensa piernas y distiende el abdomen... Allá vamos...
Con buen hacer, colocó los dedos índice y pulgar de su mano izquierda sobre los labios mayores y menores de Cris bordeando el clítoris. Seguidamente, y tras separarlos con ternura, observó con meticulosidad el vestíbulo vaginal. El acceso, a priori, no presentaba dificultades, pero más valía ser precavido. Acercó las dos hojas cerradas a la cavidad húmeda de la chica e introdujo el espéculo con sumo cuidado de forma oblicua. Como imaginó, no hubo trayectorias que ofrecieran la menor resistencia en el interior de la vagina. Tras introducir las valvas con extrema suavidad, apartó la mano izquierda para que los labios recobrasen su estado original, giró con mimo el espéculo hasta colocarlo en horizontal y, de seguido, lo abrió presionando sobre la palanca de apertura vertical con el pulgar. El orificio quedó abierto aproximadamente dos centímetros y medio por cada uno de los lados. Lo necesario. Bloqueó las valvas y estabilizó el espéculo con la mano derecha regocijándose con lo apretadito que tenía el coñito su paciente favorita del día. Su pene, erecto y asfixiado, también se alegró al recibir las imágenes desde el cerebro. Un lugar increíble para ser visitado aquel que mostraban las pornográficas instantáneas.
Cristina emitió un fugaz resoplido que le pasó inadvertido al médico, enfrascado en su propia lucha. Una sensación rara se había paseado por su entrepierna al sentir cómo el duro aparato plástico separaba las paredes de su vagina. ¿Se sentirían así los dildos de los que le hablaba Fátima? Percibió perfectamente que lo que había entrado en su conejito, como le gustaba llamarlo en la intimidad, no era de la misma especie que los cuerpos cavernosos que tanto le gustaba tener friccionando en su interior —junto a un morenazo sudoroso sobre ella—. Se preguntó si tal sensibilidad no se debía acaso al mes que llevaba sin recibir visitas.
—No ha sido nada, ¿verdad? Pues lo que viene a continuación será menos. Un visto y no visto. A ver qué tenemos por aquí...
El corazón de quien no era Carlos Andrade latía fuerte. No era el único órgano, no obstante, que palpitaba en su organismo. Tuvo que hacer un ejercicio de entereza para comportarse como era debido en un momento tan peliagudo. Se acercó al luminoso espéculo, que mantenía en posición con la mano derecha, y habló:
—Estupendo, preciosa —se atrevió a decir influenciado por su polla. A ella no le pareció fuera de lugar. Quizás ni le había escuchado—. Comprobemos que todo está en orden...
El doctor comenzó a cuchichear para sí con el ojo derecho pendiente del otro extremo del espéculo. Murmullos casi imperceptibles de quien de memoria hace comprobaciones de rutina. Lo cual le vino bien para relajar la tensión que acumulaba. Nada bueno traían las prisas. Lo sabía él y lo sabía la persona que le había enseñado el oficio. La misma persona que visionaba todo cuanto sucedía en la consulta a tiempo real. Aunque no era el único espectador.
—Una vagina de unos nueve centímetros según comparación con la proyección del espéculo... —Lo cual indicaba un más que posible estado de excitación—. Paredes sin pérdida de elasticidad a simple vista... Consistencia normal... Estupendo... Flujo que no presenta coloración ni textura anómala... Como debe ser... Sin señales de irritación en cuello uterino ni infección visible... Ajam... Ausencia de llaguitas o rojeces... Esto está perfecto...
Todo parecía lucir como debía tras un esmerado examen ocular en el que evitó determinar la presencia de prolapso en otros órganos que sabía sanos. Por un momento, la idea de plantearle a Cristina la realización de la prueba de Papanicolaou se le pasó por la cabeza como medida encaminada a descartar definitivamente infecciones. Acabó desechándolo porque, además de no tener recorrido cuando fuese descubierto, ya lo había prescrito en su historial clínico, donde tal vez sí le diesen recorrido —quizás tras una segunda opinión médica—. Además, y más importante, para la extracción de muestras internas ya tenía en mente adentrarse en otro cauce que le daría más juego, aunque le reventase la bragueta.
El falso Carlos Andrade se sonrió. Antes de llegar ahí, debía hablar el ginecólogo:
—Cristina, hasta esta fase del examen todo parece normal a simple vista. Quizás tengan que hacerte una prueba —dijo sin especificar que sería otra exploración— para descartar cualquier tipo de infección o enfermedad de transmisión sexual. Pura rutina de laboratorio que siempre está bien controlar. Te recomendaría, y esto es a título personal, que fueses a una clínica de fisioterapia especializada para que estudiaran tu suelo pélvico. A ojo, como te digo, todo luce correcto, pero su control puede resultarte beneficioso. Se suele pasar por alto y, créeme, es una rutina que te ahorrará problemas en el futuro —concluyó con tono oficioso—. Y ya que hemos llegado aquí, que sé que es lo que más te inquieta, me gustaría que me dijeras donde tenías las molestias provocadas por la herida mencionada por la doctora Villalobos... y que me contases qué pasó.
Cristi, que había agachado la cabeza para escuchar con atención al doctor —prestando especial interés a lo de las ETS—, tardó en arrancar apenas un segundo:
—Bueno... La heridita debería estar en la zona izquierda. O pared izquierda, como se diga. Creo que ahí debe andar, vaya —dudó—. La sangre salió mezclada con mis propios flujos, pero es la zona en la que sentí el arañazo durante el coito. También donde días después tuve las molestias al... bueno, al volver a hacerlo.
Carlos, que había levantado la mirada para darle el parte a Cris y atender a sus explicaciones, volvió al espéculo. Tras un rápido vistazo a las paredes laterales de su vagina, detectó, efectivamente, una levísima coloración en la zona izquierda. Una casi imperceptible rajita de un centímetro y de un rosa algo más intenso que las paredes consecuencia de la cicatrización normal de una pequeña lesión. Un tejido fibroso que pasaba inadvertido a pesar de estar el espéculo ensanchando e iluminando la pared. El pequeño trauma, se dijo, debió de haberle causado mayor impresión por la eliminación vía vaginal de una pequeña cantidad de sangre que por las molestias causadas, a menos que hubiera habido infección.
—Aquí está, sí. Una pequeña herida cicatrizada, Cristina. Poco más de un centímetro y contorno regular ¿Te sigue dando la lata? ¿Escozor? ¿Tirantez? —preguntó sin apartar el ojo del interior de su vagina. Qué hambre le estaba dando todo aquello, y qué punzadas le daba la anaconda reclamando sus atenciones.
Ella dudó. No lo sabía. No había vuelto a tener relaciones sexuales desde las molestias con David poco después de tirarse a Oli. Ni se había explorado o masturbado introduciéndose deditos, pues a ella le gustaba frotarse el clítoris y lamerse el pezón del piercing. Tampoco en el gimnasio había notado nada raro, salvo los primeros días. Y no sabía si en el fondo aquello tenía más de físico o de psicológico.
—Creo que no. Quiero decir, después de la noche en que sangré —decía con la mirada perdida en el techo, recordando la fiesta de graduación— pasaron unos días hasta que volví a... a hacerlo. Ese día sí que tuve molestias y picores. No sangré. Pero me resultó lo suficientemente incómodo y desagradable como para no continuar. Los días posteriores pues... alguna molestia al hacer ejercicio que acabó remitiendo. No he vuelto a tener sexo desde entonces.
—Entiendo. Una chica prudente. Pero permíteme que me ubique: ¿cuándo ocurrió ese «desde entonces»? ¿Y cómo se produjo exactamente el daño?
Buenas preguntas.
Cris, que sentía cómo el espéculo presionaba las paredes de su intimidad sin llegar a molestarle en absoluto en tanto no contrajera los músculos del vientre, no encontró forma de enmascarar la realidad.
—Hace poco más de un mes. Estaba... Bueno, estaba teniendo sexo y, en fin, el piercing del glande —explicó sin más detalle— rozó de alguna manera con mi vagina y produjo la heridita. Y eso que el piercing no se le abrió...
«Un piercing en una polla dentro del coñito de la chica de fucsia», interesante.
—Comprendo. Es algo poco habitual que se produzca pero puede darse, claro. Ocurre a menudo con algunos juguetes o con las propias uñas —puntualizó el doctor para restarle importancia a la preocupación de la chica. No obstante, le llamó la atención la forma en que se había producido la lesión—. ¿De qué material era el piercing? Es importante saberlo. Ya no por la heridita si no por posibles infecciones inapreciables a simple vista.
—Creo que metálico, no sé si aluminio u otro metal. Es uno de esos que atraviesa el glande horizontalmente —le contestó gesticulando con sendas manos. Casi le dijo: «Como el que atraviesa mi pezón con el que te has divertido antes».
—¿Crees? Está tu novio ahí fuera. Si dudas le podemos preguntar, Cristina. Quizás lo sepa —propuso el médico con total naturalidad. Su vista viajaba de su vagina a su rostro en un ir y venir continuo. La sensación de tenerla abierta a voluntad le generaba una extraña percepción de dominio y control, aunque le resultaba más estimulante el tenerla tumbada sin aquel aparatito en su interior.
Cristina dejó escapar una tímida risa nasal. Le salió del alma. Preguntarle a David por el piercing que no tenía mucho sentido. De enterarse su novio de lo que estaban hablando el doctor y ella la mataría. En fin, no tenía nada que perder.
—A ver... —se arrancó bajo el embrujo de la culpa—. El problema es que no fue con mi chico —susurró como si existiese la posibilidad de que su novio tuviese la oreja puesta al otro lado de la puerta.
El rostro se le encendió y las cejas se le enarcaron. El doctor se limitó a bromear:
—Uy, aventuro un tema sensible...
Cris suspiró sin remedio elevando los hombros.
—Lo es... Simplemente, bueno, surgió... —agregó ella con ese tono de «sé que esas cosas no se hacen, pero soy una chica medianamente atractiva, fértil y una vida social variada a la que de vez en cuando le gusta dejarse querer por algún cazador nocturno en pos de un buen rato de morbo y placer sin compromiso».
En un alarde de madurez, bajó la mirada al ginecólogo, que tuvo a bien hacerle una pregunta de trascendencia:
—¿Era la primera vez que lo hacías con ese chico?
¿Chico? ¡Si tiene más de cuarenta tacos!
—Eh... Sí. Nos conocíamos desde hacía dos o tres años —y tanto, había sido su profesor en la carrera y su tutor en el Trabajo de Fin de Grado (TFG)—, pero era la primera vez que nos acostábamos. Una tontería de una noche que no supimos gestionar...
Ambos se sonrieron. Y a él le dio un morbazo escucharla admitir la infidelidad que provocó que le palpitara otra vez la incomodidad que tenía entre las piernas. Si hubiera conocido la historia al completo de cómo Cristina se dejó follar por su profesor tras la fiesta de graduación, el morbo le hubiera reventado en forma lechosa bajo el pantalón de vestir.
Trató de aparentar formalidad:
—Ni te juzgo ni indago por adentrarme en los intríngulis de pareja, que conste. No entro a valorar nada que exceda de los límites clínicos, a pesar de ser sexólogo. Te preguntaba si era la primera vez que hacías el amor con alguien nuevo porque, a ver cómo te lo explico —hizo una pequeña pausa—, la vagina, al recibir nuevos huéspedes, adecua su ecosistema a las nuevas características de este. Ello provoca en ocasiones que este ecosistema se vea alterado, ¿entiendes?
—Más o menos, sí —admitió. Tampoco era tan tonta. Era graduada universitaria.
—¿Fue un encuentro de riesgo?
—¿De riesgo?
Sus miradas leyeron la tensión del momento.
—¿Lo hicisteis... sin protección?
Ella asintió fingiendo cierta culpa. De ninguna manera le hubiera exigido a Oliver la necesidad de preservativo. Le daba morbazo lo del piercing en el capullo desde que el profesor, al descubrir en una tutoría que ella llevaba uno en el pezón bajo la camisetilla veraniega, le había confesado su secreto. Además, Oli tenía pollón. Y a los tíos con pollón Cristina no les imponía la necesidad de gomita.
Él pensó, simplemente, que la chiquita debía de ser más caliente de lo que creía.
—Vale. A eso me refería. A ese tipo de riesgo.
Se produjo un pequeño silencio. El doctor bajó de nuevo la mirada y contempló lo que hacía un mes fue una herida sangrante en la pared vaginal. Bueno, más que eso, valoró las posibilidades que le brindaba lo que quedaba de ella. Luego emergió de las profundidades y se dirigió a Elena otra vez.
—Bueno. La heridita parece curada a simple vista. El espéculo, al ser talla S, tampoco expande demasiado las paredes laterales como para asegurarnos de que no van a seguir existiendo esas molestias. Pero como vamos a pasar a la segunda fase, lo comprobaremos mejor ahora mismo. ¿Vale?
—Okey... —aceptó ella.
—Estupendísimo. Lo que voy a hacer ahora, señorita Cristina, es sacar el espéculo con mucho cuidado, no te muevas.
La chica no dijo nada durante el procedimiento. Su mente divagaba a lomos de su conciencia. No por la infidelidad a David, eso no era nuevo ni le quitaba el sueño; sabía diferenciar entre amor y sexo, como sus amigas. Sino por el tema de las ETS y el arañazo interno. Y también, egoístamente, por la posibilidad de que pudiera volver a molestarle aun estando curada. Todo por dejarse dar «en condiciones», joder.
—No te muevas...
Carlos Andrade retiró con cuidado el espéculo del interior de Cristina, haciendo el mismo giro de noventa grados al extraerlo del interior. Estaba chorreando. Lo colocó a un lado, en el suelo, sobre el plástico que lo contenía y sin interés por llevarlo hasta el mueble a su lado. Al fin y al cabo era de un solo uso y acabaría en la papelera.
La elevación y posterior relajación de sus hombros sugirió un breve suspiro al admirar de nuevo el coño de Cristina en su forma natural. «¡Qué maravilla! Qué poquito falta...».
Tomó aire y habló a la paciente:
—Cristina, como te acabo de comentar, esta es la última fase de la revisión, ¿de acuerdo? Se denomina examen bimanual, que como su propio nombre indica es una palpación que se lleva a cabo con la mano. Mediante la evaluación manual, voy a revisar tu útero, tus trompas y los ovarios, imposibles de ver mediante el espéculo, introduciendo mis dedos en tu vagina. —A Cristina, que sentía alivio simplemente porque era la última prueba, se le cogió otro nudo en el vientre—. Al mismo tiempo, con la otra mano, tendré que hacer una ligera presión sobre tu abdomen. Así descubriremos que estos órganos pélvicos tienen un tamaño normal.
—Vale... Me parece bien... —soltó acalorada y conforme.
—Además —prosiguió el doctor—, para terminar de valorar tu herida cicatrizada, voy a comprobar la elasticidad de las paredes de tu vagina de manera manual. Vamos a hacer un par de pruebecitas. De paso, como te comenté antes, recogeré una muestra de tu flujo vaginal en una jeringuilla sin aguja.
—¿Jeringuilla? —preguntó extrañada—. ¿Y si me duele?
—No te preocupes. Ni tiene aguja, como te digo, ni voy a introducirla. En lugar de usar un algodón para recoger unas pocas muestras de flujo vaginal, dado que segregas con facilidad, voy a usar una jeringuilla para absorber un mililitro desde el exterior de la vagina. ¿De acuerdo?
Cristina asintió más tranquila pero no menos desconcertada.
A Carlos le iba a reventar el pene con la mera proyección de lo que estaba a punto de hacer. Todo o nada.
—Muy bien... Relájate y echa el culito un poco más hacia adelante...
Cris le hizo caso y, tras dejar el culo al borde del asiento, volvió a descansar la cabeza. Él se cambió los guantes por unos nuevos que sacó del bolsillo superior de la bata. Al terminar, le comentó el proceder a la presa:
—Ahora voy a lubricar estos dedos... —explicó mientras comenzaba el trámite con el gel—. Es importante que no sientas ninguna molestia. Las molestias no indican nada bueno tras un examen con espéculo. Y, por ahora, vas genial, pequeña.
Cristina le sonrió al techo con los ojos cerrados. Solo esperaba que aquel hombre no tuviera los dedos demasiado gordos. Unos dedos no son un espéculo. Los dedos están vivos. Y tienen vida propia. «Ay, Dios».
—Estupendo... Vamos allá...
De nuevo, con un movimiento de cadera, aproximó el taburete tanto como pudo a la entrepierna que le abrazaba. Los sudores comenzaron a empapar su espalda. Saltándose cualquier protocolo, llevó la mano izquierda al monte de Venus de la chica y pinzó, sin apretar, la zona que envolvía el clítoris. El ano de la deidad fucsia se contrajo levemente y Carlos supo que había acertado. De ella no salió ninguna queja. Luego colocó los dedos índice y corazón con las yemas hacia arriba en la entrada de su vagina.
—¿Lista?
De la boca tensionada de Cris se escapó un casi inaudible «ajá». Sus manos se aferraron al borde de los apoyabrazos y tragó saliva.
—Poco a poco... Así...
Carlos Andrade no tuvo ni que ejercer presión. La propia vagina de la chiquilla fue la que invitó a los dedos del doctor a entrar a su interior. Primero una falange, luego la otra, y cuando quiso recrearse con la imagen, índice y corazón estaban insertados en el coñito por el que palpitaba la enorme polla que más de uno comenzaba a adorar en el lugar donde acabaría siendo un semidiós. En su acogida, los gruesos dedos enguantados habían arrastrado al interior parte del vestíbulo y el introito vaginal. No cabía un dedo más. Era todo cuanto daba de manera natural la abertura de su sexo.
Carlos, cuidadoso, comenzó a palpar en su interior sin ejercer presión. Ya no iba a forzar la máquina médica. Su presencia en el cuerpo de Cristina debía toma otros caminos más allá de los aspectos clínicos. Así que en tanto comprobaba la elasticidad, consistencia y fuerza de sus paredes, se permitió un pequeño capricho: presionar la cara anterior de la vagina, justo debajo de la uretra, con la intención de buscar el punto G. La jugaba le salió tan bien que el cuerpo de Cristina se estremeció. La estimulación localizada había encontrado oro.
—¿Todo bien?
—Sí. Solo que eso me ha dado un poco de sensibilidad —admitió con ese deje inocente de quien se sabe en un examen médico que le está provocando sensaciones inadecuadas pero ve fuera de lugar el expresarlas con naturalidad.
—A ver, ¿esto?
Andrade, apretando con sendas yemas, volvió a ejercer más presión sobre esta zona de la pared vaginal, frotándola a unos cuatro centímetros de la entrada desde la vulva. Justo la más cercana al clítoris. Al fin y al cabo, no poco se había hablado y escrito de que esta zona, zona G, plagada de nervios que formaban parte del propio cuerpo del clítoris, era especialmente sensible para un porcentaje relativamente alto de mujeres. Teorías que en muchos casos la describían como una zona inervada por ramificaciones del nervio pudendo. Sea como fuera, Cristina, al parecer, se encontraba entre las afortunadas que reaccionaban positivamente a su estimulación.
—Justo ahí —dijo ella revolviéndose sobre el respaldo.
—¿Es dolor?
Ella aguantó una risa nerviosa intentando frenar el movimiento pélvico involuntario que provocaba Carlos al seguir apretando la zona.
—No, no. Dolor no es —admitió—, ni molestia...
—A ver, ¿así? ¿Es angustia? —volvió a preguntar frotando la zona con cierta mala leche.
—Oh, no, no, en absoluto... —respondió ella humedeciéndose los labios, sus ojos cerrados, sus manos frotándose contra el escay de los posabrazos—. Es un estímulo agradable.
El pollón de quien hacía llamarse Carlos Andrade maldijo a su dueño.
—Muy bien. No te preocupes —la calmó apartando los dedos, que reposaron sobre la cara inferior de la vagina antes de proseguir—. Es el punto G. Una zona erógena muy importante en la sexualidad de la mujer. Hay que saber estimularla. Que hayas reaccionado así nos da una perspectiva sana del interior de tu vagina.
—Me alegro... —dejó escapar ella. La habían masturbado al menos una docena de chicos y era la primera vez que sentía un estímulo semejante en esa zona.
—¿No la habías trabajando antes? —preguntó él, figuradamente, palpando ahora los laterales de su interior. Sus ojos, no obstante, estaban pendientes de las reacciones que se dibujaban en el rostro de la chica.
—Bueno, no me gusta... —se arrancó a decir antes de trabársele la lengua—, digamos que cuando exploro o me exploran —dijo como eufemismo a la masturbación— no suelen apretar ahí dentro.
El doctor tenía claro lo que Cristina le decía. No era la primera que una mujer se quejaba de lo mismo ni sería la última. La mayoría de chicos que masturban a su pareja se centran en la estimulación de la entradita. Dentro, fuera; dentro, fuera; dentro, fuera. Las zonas erógenas hay que saber encontrarlas. El órgano sexual es el clítoris, no la vagina. Y para ello, como había dicho Cris, había que «apretar» en la zona correcta. Apretar dentro. Apretar hacia el clítoris.
—Bueno, anótalo como un pendiente. Parece que tienes cierta sensibilidad en la región posterior.
Ella sonrió. Luego giró el cuello de un lado a otro, notando sus cabellos rodar bajo la cabeza, y abrió los ojos para mirar al techo. Comenzaba a sentirse algo mareada y el calor no ayudaba. Los brazos al contacto con la falsa piel del sillón sudaban, y a todas luces el culo sobre el asiento también.
—Lo haré.
—Me parece una gran decisión —la alabó—. Ahora bien, ¿notas algo por aquí?
El doctor había llevado sus dedos a la zona de la herida sanada. Frotaba con suavidad siguiendo la propia forma de la pared vaginal. Esta parte de la prueba, convencido estaba, le estaba resultando mucho más dura que la anterior. El chochito de Cris tenía bien apretados los dedos con que se movía en su interior. El sonido húmedo a cada movimiento le obligaba a tragar saliva constantemente. Gotas de sudor comenzaban a descender por su frente y sin que Cris se diese cuenta ya se la había secado un par de veces con las mangas de la bata.
—¿De dolor? Siento tus dedos...
—De eso se trata —puso él de manifiesto la obviedad—. Pero, ¿molestia? ¿Tirantez? ¿Picor?
Los dedos seguían jugando en su interior. Para provocar alguna de esas sensaciones, en lugar de discurrir con las yemas de arriba abajo, comenzó a hacerlo de delante atrás. Ahora los dos dedos de Carlos entraban y salían suavemente del coño de Cristina.
—Por ahora no... —reconoció sincera. Tanto como se reconocía que aquel movimiento de los dedos de Carlos le resultaba agradable.
—Muy bien. Dime ahora, por favor...
El falso Andrade colocó los dedos índice y corazón de forma oblicua. El corazón sobre el índice. Con toda la extensión de ambos hizo presión en la pared izquierda al tiempo que describía un movimiento continuo de atrás hacia delante, buscando la máxima fricción en la zona en tanto se permitía penetrar la vagina de Cristina sin objeción. Tanto el roce provocado por el entrar y salir de sus gruesos dedos enguantados como la estimulación interior provocaron, y él lo notó, un aumento en la lubricación vaginal y la distensión de las paredes. Y como ya sabía Carlos al observar el rostro de Cristina, cuanto más se humedecía su entrepierna, más se resecaban sus bonitos labios. La lengua, en un par de pasadas, arregló la resequedad en el exterior de su boca. En cambio, el dolor de su polla debía conformarse con el martirio de estar encerrada bajo las telas de sus ropas.
—No noto molestias...
El movimiento penetrante de sus dedos se detuvo hasta que Carlos procedió a examinar la pared contigua. De nuevo el mismo frote, de nuevo sus dedos entrando y saliendo a ritmo pausado.
—¿Nada?
Cristina negó con la cabeza y dejó escapar un débil «no». Él creó la teoría para sustentar su proceder.
—¿Sabes qué pasa? —preguntó Carlos retóricamente sin dejar de mover los dedos—. Que una cosa puede estar relacionada con la otra. Me explico: ahora mismo estás bien lubricada, ¿lo notas? —«Como para no notarlo», se dijo ella entre suspiros ahogados—. Pero quizás, como me has comentado antes, al tener relaciones cuando no lo estás tanto, la sensación de distensión no es la misma. Quizás, el hecho de haber tenido una relación sexual tras haberse producido la herida, y sabiendo que esta pudo producirse sin que estuvieras lo suficientemente preparada, aumentó esa sensación de tirantez, casi como un pellizco interno. Por eso no volviste a sangrar pero sí a tener ahí ese fastidio que te ha tenido en dique seco este tiempo.
Cris dejó escapar un largo suspiro. Quería que todo terminase ya. Pero las palabras del doctor tenían toda la razón. De nuevo el creer que con David no iba a terminar de lubricar le creaba una descorazonadora sensación de impotencia. El doctor, muy a su pesar, atinaba con sus peores presagios. Haberse acostado con David los días posteriores no fue una buena idea. Quizás, no lo recordaba bien, si al menos hubiera lubricado como ahora...
—¿Cris?
El doctor la sacó de su ensimismamiento.
—Dime.
Abrió los ojos y bajó la mirada.
—Te decía si te dolía esto, ¡pensaba que te habías quedado dormida!
Ella rio dulcemente.
—No me duele, no —dijo al sentir cómo presionaba el suelo de su vagina.
—Maravilloso —admitió entre dientes el hombre al que su pene comenzaba a pedirle oxígeno. La tenía donde quería—. Pues mira, antes de hacer la palpación de tu útero, y de tus trompas y de los ovarios, una última comprobación para que puedas quedarte tranquila respecto al tema de la herida.
—¿Qué haremos? —dijo ella contagiándose de su plural.
—Permíteme. Lo sabrás ahora mismo.
Carlos se dirigió por penúltima vez al maletín, abrió la cremallera de un lateral, sacó una cajita de cartón y la dispuso sobre la mesa. Abrió la tapa y extrajo el objeto alargado del interior. Una pieza de cristal y aspecto fálico de unos doce centímetros de largo por casi cuatro de grosor.
La herramienta ideal para que la preocupada chica pudiera irse a casa sabiendo que no iban a volver a visitarla más dolores.
¿O sí?