23
Veinte años antes
Todos los viernes, al terminar su jornada laboral pasado el mediodía, el chico repetía el mismo ceremonial. Bueno, no todos los viernes, solo cuando el Señor no andaba por casa. La sirvienta, esa misteriosa ama de llaves que también era la secretaria personal del Señor, no le cohibía lo suficiente como para refrenar sus inquietudes artísticas y vicios insanos. Trepaba la higuera junto a la entrada del garaje, se agarraba a los herrajes de las ventanas de la galería que conectaba un ala de la villa con el edificio central y acababa encaramándose sobre la techumbre; caminaba por el largo tejadillo asegurándose de no quebrar las tejas y finalmente se ayudaba del cierre metálico de una de las ventanas de la segunda planta para subir a lo más alto de la construcción principal, un tejado a dos aguas abuhardillado con una angulación abierta. Una cubierta que abarcaba el espacio diáfano de una consulta en la que penetraba la luz a través de una enorme terraza frontal y de una ventana con forma de media luna acostada ubicaba sobre un saliente lateral. Desde allí, desde lo más alto de Monte Sancha, su espalda apoyada sobre los ladrillos de la chimenea exterior, las vistas a la bahía le ofrecían la mejor de las postales, una de profundidad insondable. Y una panorámica que desataba su creatividad paisajística. A acuarela, a lápiz, al carboncillo. Sus cuadernos de arte, todavía con un material demasiado verde, estaban repletos de esbozos que recogían la ladera de la urbanización, sus edificaciones más emblemáticas, el paseo del parque, el viejo edificio del Banco de España y un puerto que comenzaba a despuntar como referente nacional. Cuando terminaba de garabatear la correspondiente hoja del cuadernillo, lo guardaba en su mariconera y se liaba un porrito ligero contemplando el azul marítimo del horizonte sobre el que se recortaban como un escenario lejano las montañas Jebel Tisirene, Koudia Enchaf y Jebel Khmes del norte del continente africano. Un azul y un decorado del que algún día, estaba convencido, aprendería a captar matices y texturas para inmortalizarlo en un cuaderno aún por comprar. Al sentirse espiritualmente saciado (esto es, cuando se terminaba el piti aliñado), regresaba sobre sus pasos, se aseguraba de no partirse la crisma al descender por la higuera y recogía los útiles de jardinería, que acababan en la caseta de madera junto al huerto.
El viernes en que todo cambió, el ceremonial tuvo que adelantarse. El doctor Menéndez partía de viaje y no regresaría en dos semanas. Le había pedido al chico nuevo, un chaval espigado, enclenque y de pelo alborotado que se había ganado su simpatía a base de la profesionalidad que le había demostrado en los dos meses que llevaba trabajando en Villa Celestina, que plantara junto a la entrada la dama de noche que un íntimo le había regalado. Con algo de suerte, al regresar, el doctor podría impregnarse del aroma que había marcado su infancia. De paso, le pidió también que cortara el césped y los setos de la zona de la piscina exterior. Iba a dejarles las llaves de casa a unos familiares lejanos y lo quería todo de punta en blanco.
Y así lo hizo el muchacho. Tan pronto, que antes de las doce del mediodía ya había finiquitado sus obligaciones. Por una vez durante todo el maldito cuatrimestre universitario, llegaría temprano a primera hora de clase. Bendito turno de tarde.
Para celebrar la hazaña, se convenció de que un verde y un último vistazo a la bahía hasta que volviera el médico serían un premio adecuado a su buen hacer.
Con la mariconera al hombro, y totalmente seguro de que el médico había partido ya hacia el aeropuerto —el Jaguar no estaba en el garaje entreabierto—, se encaramó a la higuera y comenzó su peligroso ascenso. Arriba, el ceremonial de los viernes bajo un sol de justicia.
Al principio, tras las primeras caladas mientras rascaba los primeros trazos sobre el grueso papel, creyó que era el graznido de un animal; un pájaro, quizás. Alguna cotorra argentina que sobrevolaba Monte Sancho junto a su bandada invasora; quizás una perdiz, algún petirrojo, ¿un zorzal? Ante la repetición continuada del sonido, detuvo el lápiz y aguzó el oído. La idea de poder retratar a un petirrojo le entusiasmó de súbito. Tardó en volver a identificarlo y, cuando lo hizo, giró el cuello instintivamente en la dirección de la que provenía. El sonidito, parecido ahora a un gemido o un lamento, llegaba de cerca. Echó lápiz y cuaderno al bolsito y gateó sobre el tejado con suma cautela. En la parte trasera de la casa no había nadie. El agua de la piscina era un plato. Nadie en la pérgola, ni en el porche. Entonces, al asomarse al vacío, lo volvió a escuchar con nitidez. Era un lamento, un leve y agudo quejido que poco tenía que ver con cualquier ave que reconociese, y conocía unas cuantas. Deambuló cauto sobre el tejadillo y tras unos instantes de duda se animó. ¿Por qué no? La consulta, ese gran espacio abuhardillado lleno de estantes, cuadros y aparatos médicos, siempre estaba vacía los martes y los viernes, días en que trabajaba.
Se descolgó sobre el alero lateral, apoyó los pies en un saliente de tejas y se agarró al alféizar de la ventana con forma de media luna. Estiró el cuello y oteó el interior de la consulta. Lo que vio lo dejó impresionado, sumido en un shock que le arrancó fuertes latidos. Nunca había visto algo así en directo, al menos en persona. Ni siquiera algo parecido. ¿Qué se suponía que estaba ocurriendo...?
La mujer tumbada sobre la camilla que siempre había visto desierta le era totalmente desconocida. El hombre de pie a su lado era el doctor Menéndez. Ella estaba echada sobre su costado, con las piernas abiertas, y le estaba haciendo una felación al médico en tanto él masturbaba su sexo con entusiasmo. El gimoteo, que a ratos eran gritos ahogados, era más fuerte de lo que imaginaba. Solo el hecho de contemplar el rostro de la mujer al sacarse el miembro del ginecólogo de la boca y cómo se le arrugaban los músculos faciales le daba una pequeña idea del placer que debía estar recibiendo. Sus lamentos eran opacados por el cristal, pero se colaban a través de la enorme chimenea y llegaban al tejado transformados en los ruidos animales, salvajes, que le parecieron haber escuchado antes. Tras dejar de gemir, y quizás para hincharse los pulmones, la mujer, de mediana edad y atractivo aspecto, volvía a mamar con ganas un pene no demasiado llamativo.
El chico tragó saliva. El rubor hirviente le subió al rostro. Y su pene, bastante más largo y grueso que el de su empleador, se empalmó como no recordaba. Había visto escenas parecidas en internet, a baja calidad y con reacciones forzadas y antinaturales por parte de los protagonistas del encuentro. Nada que ver con lo que sucedía al otro lado del cristal en riguroso directo.
Mil preguntas se le agolparon en la mente: ¿quién era la mujer? Hasta donde sabía, el doctor Menéndez era viudo. Y no pensaba, porque no era tonto, que un ligue o una querida hubiera acabado en la camilla de la consulta de la buhardilla. ¿Una paciente? Joder, le parecía improbable. ¿Una amiga, quizás? Claro, podría ser una amiga, el doctor no era un tío atractivo ni tampoco algo parecido a joven, pero estaba podrido de pasta. El dinero siempre ayuda a tener amigas. A más dinero, más amigas. Y esta parecía ser una amiga especialmente voluntariosa, pues no detuvo la mamada hasta que el doctor le apartó la mano, se hizo con el control de su polla y comenzó a eyacularle en la cara.
«¡La hostia!», exclamó el chico para sí, absolutamente atónito.
La erección que se hizo con él le resultó molesta al punto de necesitar bajarla cuanto antes. ¿O era la excitación de ver porno en vivo? Qué más daba, no podía moverse ni quería largarse aún. La extraña pareja y lo que se traían entre manos le tenían embelesado. La mujer se incorporó mientras el doctor se perdía en el pequeño aseo del ático y se limpió la cara con un kleenex.
«Ni siquiera la ha ayudado a limpiarse...», pensó el muchacho algo defraudado con el hombre que lo había contratado como manitas de casa.
El doctor Menéndez apareció de nuevo en escena. Abrazó a la mujer y ella correspondió. Al menos un minuto estuvieron frotando sus cuerpos y diciéndose cosas al oído hasta que se separaron y se dirigieron al escritorio. Él la invitó a tomar asiento y luego hizo lo propio al otro lado de la mesa. Entonces la escena se convirtió en una consulta promedio en la que el doctor parecía explicarle a la paciente lo que fuese que tuviera que decirle como abnegado profesional médico. Todo normal, obviando la escena sexual, hasta que se despidieron. El chico supuso que la secretaria–sirvienta del médico despediría a la mujer, como era lo habitual, pero le pareció raro que aquella no hubiera escuchado unos gritos que se habían propagado por toda la casa. Lo que lo sacó de todo pensamiento lógico fue ver cómo Menéndez, tras secarse la frente, caminaba hacia una de las estanterías, removía unos libros y sacaba una cámara de vídeo. De esta extrajo una pequeña cinta que acabó en el último cajón del escritorio, uno que tuvo que abrir con llave.
«Pero qué pasa con este tío...».
El chico–para–todo no dio crédito a lo que vio. El ginecólogo había grabado toda la escena en vídeo. ¡Y había guardado la cinta en lugar seguro!
«Esto es muy raro, raro de cojones...».
El doctor desapareció de la consulta y a él no le quedó más remedio, entre el suave colocón y la sorpresa (conmoción), que bajar del tejado y ordenar la caseta antes de irse con un calentón del quince. Al llegar a casa, sin poder evitarlo, echó el pestillo de su habitación y se masturbó con ganas. Con muchas ganas. Mas no se sació, y durante toda la tarde, en clase, no pudo pensar en otra cosa. El recuerdo de la atractiva mujer, falda levantada y pechos al aire, lo obligó a masturbarse de nuevo al día siguiente. El recuerdo de la felación, hecha con ganas y mucho vicio, volvió a reaparecer las noches consecutivas. Las pajas que se hizo fueron monumentales. La primavera alteraba sus sentidos y un estadio de continua excitación lo tenía embobado mañana, tarde y noche. Las noches, precisamente, se convirtieron en su refugio.
Voyeur.
Doctor paciente.
Ginecólogo.
Mamada en consulta.
Porno italiano años 80 y 90.
De todo lo que evocaba placeres inconfesables y en todos los idiomas que fue capaz de encontrar.
Unos vídeos de un falso doctor y falsas pacientes les dieron alas a su imaginación tras muchas búsquedas en el navegador, y con ellos jugueteó largas jornadas en un internet todavía algo primitivo y a baja resolución.
Nada comparado con lo que había vivido de primera mano.
Las ideas comenzaban a rumiarle el entendimiento.
«¿Y si era, en realidad, una amante?».
«¿Y si aquella mujer era casada?».
La manera fría en que se habían despedido tras la mamada le abría un mundo de especulaciones. Él, que a sus dieciocho años aún no se había estrenado a pesar de haber tenido oportunidad, no concebía un comportamiento adulto tan íntimo como desinteresado, tan cavernícola.
«Se la chupa y luego actúan como si nada... ¡Y encima lo graba!».
El pensamiento de qué habría en aquel cajón cerrado con llave también le robaba horas de ensoñación. Que no fuese la primera vez que lo hacía ni la única amante o amiga con la que tenía sexo en su consulta particular comenzaba a ser una idea recurrente, una explicación loable a lo que había visto.
Quería saber más.
La curiosidad había crecido al ritmo de su libido. En sus cuadernos, además de paisajes, aves y amaneceres, comenzaban a estilarse escenas sexuales. Algo demasiado vacuo que pronto encontraría una alternativa con la que compaginar su faceta artística.
Los días en que se demoró el viaje del doctor Menéndez se hicieron eternos, y el último motivo era el cobro de las jornadas de trabajo que se le debían. Pajas, estudio, dibujar; pajas, estudio, dibujar. Ansiaba volver a Villa Celestina.
Y por fin, llegó el día.
Un martes primaveral agitaba sus alergias, pero por nada del mundo hubiera faltado al trabajo. Se esmeró en terminar los mandados que la sirvienta, a petición del doctor, le anotó en la «hoja de servicios pendientes» que colgaba del tablón junto a la puerta de la caseta de madera.
«Poda palmera enferma. Estudio floral pérgola. Limpiar huerto. Insectos en la piscina».
Chupado.
Empezó a las nueve y terminó a las doce. En balde. El doctor no estaba en casa. Debía estar en el hospital, como era habitual la mayoría de días en que iba a currar. La idea de acceder a la consulta e indagar un poco quedaba lejana. Solo tenía la llave de la caseta del jardín y la ama de llaves, como la solía llamar, andaba de aquí para allá junto a electricista.
Al menos, se dijo, la mujer le pagó las cantidades que se le debían, incluyendo lo que consideró una generosa propina —dos billetes de 50 euros—.
No se sintió realizado. Le faltó algo.
El siguiente viernes, de nuevo, sintió sus ilusiones desvanecerse. El doctor no estaba en casa. Al menos, en esta ocasión, sí pudo subirse al tejado, otear el interior de la consulta y fumarse un cigarrito bien aliñado antes de poner su mente en las últimas semanas de clase.
Todo mejoró un par de semanas después. La llegada próxima de los exámenes y cambios en los horarios de clase le obligó a reordenar su vida. Mencionándoselo al doctor, este no pudo impedimentos en cambiar las jornadas del trabajo del chico, que seguía demostrando su implicación en el cuidado de cuanto le encomendaba. El martes dejó paso al lunes y el viernes dio paso al jueves.
El primer lunes lo vivió con entusiasmo. No tenía ni idea de si el doctor pasaba consulta privada en casa o no. El chasco vino cuando descubrió que todos los lunes Menéndez tenía varias reuniones con diferentes equipos médicos y otros compromisos. Pasaba consulta por la tarde. Pero por la tarde él lo tenía poco menos que imposible.
El jueves, el primer jueves, fue el gran día.
No tuvo que apremiarse para terminar sus quehaceres lo antes posible. El trasiego de mujeres y parejas era continuo en el empedrado de acceso a la enorme vivienda.
¡El doctor estaba pasando consulta!
Dejando el huertecillo a medias y desentendiéndose del cloro de la piscina, se aseguró de no ser visto en su ascenso al tejado. Los nervios le corroían las entrañas. Se descolgó sobre el saliente que servía de apoyo a sus pies y se encaramó bajo el alfeizar. Con la cautela de no ser visto desde abajo ni desde dentro, asomó el flequillo desaliñado y fisgoneó cuanto acontecía en la consulta privada del médico.
La primera paciente con la que se topó era una mujer de avanzada edad. El doctor leía con atención una serie de informes y hablaba sin poder evitar sus clásicas gesticulaciones. La siguiente, una madura con la cabellera oxigenada, no le ofreció demasiado interés. La consulta se alargó en una charla aburrida que no podía oír. Las siguientes, con algún momento que el chico vivió tensionado al ver cómo acababan tumbadas sombre la camilla, más de lo mismo.
Hasta que llegó el turno de la última.
No debía tener más de cuarenta años, aunque no hubiera apostado. Se le daba tremendamente mal lo de adivinar edades. Vestido corto muy floreado y larga cabellera atestada de tirabuzones, sonrisa permanente y ojos expresivos. Le pareció atractiva. Aunque no fue a la única conclusión que llegó. La más palpable fue el trato diferenciado que el doctor le ofrecía. No era por su aspecto, a todas luces mucho más tentador que las anteriores visitas: entre ambos existía cierta confianza.
Los dos besos y la mano del doctor en la cintura al recibirla. El llevarla con la misma mano en su espalda hasta el asiento. El haber hecho un comentario al olerle el cuello.
Al chico le comenzó a dar taquicardia. Incluso rezó por que existieran motivos para que el corazón se le desbocase aún más.
Y los iba a haber. Muchos.
Lo supo en cuanto la mujer se perdió tras un biombo y el doctor, el hijo de puta del doctor, se acercó a las repisas y alargó el brazo entre los libros.
«La cámara de vídeo», murmuró para sí el muchacho agazapado bajo el alfeizar el abuhardillado.
Los pensamientos se le nublaron cuando la mujer apareció desde detrás del biombo en un conjunto de ropa interior amarillo chillón.
«Madre del amor hermoso...».
La mujer parecía levitar sobre la consulta, andares estudiados y maneras provocativas. El doctor la esperaba junto a la camilla, donde ella acabó tumbándose bocarriba.
«Joder, joder, joder...».
El chico sudaba a mares. La espalda era una cascada. El sudor se perdía a través de sus pantalones y encharcaba sus calzones.
El ginecólogo, diestro en su oficio, comenzó a palpar el cuerpo de la mujer. El vientre, la tripa, la entrepierna. Mientras lo hacían, ambos charlaban y reían. Luego examinó su cuello, sus hombros, que comprobó elevando los brazos de la mujer, y finalmente sus pechos.
No debió quedar del todo satisfecho, porque le pidió a la paciente que se levantara y se sentase sobre la camilla. El médico la auscultó, pidiéndole que respirase de una manera u otra en función de dónde ponía el fonendo. Cuando parecía haber terminado, le pidió algo que hizo que la mujer estallase en una carcajada. Visiblemente vergonzosa —¿o lo estaba fingiendo?—, la mujer accedió a su petición y acabó desprendiéndose del sujetador.
«¡Qué tetas!».
Con la misma impostada profesionalidad de hacía un momento, Menéndez comenzó a auscultarla. La mujer se aferraba a la camilla, dejándose hacer, observando cada movimiento del maduro que la estudiaba. Todo parecía seguir la senda de una consulta médica hasta que el doctor se echó el fonendo al hombro, se inclinó hacia el cuerpo de la mujer, apresó su pecho izquierdo y comenzó a mamárselo.
El chico casi se cae del tejado. La boca se le secó y su aliento se congeló.
Lo que vino a continuación, durante al menos un cuarto de hora, fue la mejor escena porno que había visto jamás. Un imposible que ni en sus mejores sueños se hubiera hecho realidad. El doctor, bien entrado en años, resultó ser una fiera, un depredador sexual. La mujer, que no solo se dejó hacer, sino que sabía muy bien lo que hacer —el chico estaba convencido de que no era la primera vez que acudía a consulta—, se convirtió en la musa del voyeur durante muchísimo tiempo.
Cuando terminaron, la mujer se arregló, acabó sentada frente al escritorio del médico, y se marchó recibiendo un informe.
«Esto no me puede estar pasando...».
El chico gateó hasta el otro lado del tejado y vio cómo la atractiva mujer abandonaba la villa de manos de su marido.
«El ingrediente que faltaba...».
No había más consultas aquel jueves por la mañana.
Al llegar a casa, sin poder evitarlo, se masturbó como un mono. La libido se había adueñado de su cuerpo, las hormonas estaban dislocadas. La imagen del doctor penetrando con enérgica devoción a la entregada hembra de humano se le repetían una y otra vez en la mente. No podía dejar de recordar cómo la había puesto a cuatro patas sobre la camilla, se había subido sobre ella y se la había follado sin protección alguna mientras le trasteaba con algún dedo su ano. La forma en que la mujer se tapaba la boca para no gritar era la guinda a sus recuerdos.
El doctor, como pudo anticipar, había obrado como la primera vez que fue descubierto. Al marcharse la paciente, había recuperado la cinta de la cámara y la había guardado en el cajón de la calle, esta vez después de haber anotado algo en el dorso del casete.
La espera al lunes resultó, de nuevo, infructuosa. No así la del jueves. Tuvo que esperar un par de horas y escalar al menos tres veces para llevarse el premio. Aquello era demasiado. Esta vez la paciente rondaba los cincuenta años y no tenía el cuerpo de la mujer de pelo rizado, pero no importaba. No era el físico de las mujeres lo que le excitaba, aunque sus musas fuesen chicas de su edad con las que compartía mesa en la facultad, sino la situación de excepcional morbo que explotaba en la buhardilla del doctor Menéndez.
El jueves siguiente entendió que era siempre la última cita la mujer con la que tenía un algo que venía de atrás. A última hora de los jueves, y posiblemente de tantos otros días, se veía con alguna paciente con la que tenía una relación... ¿especial?
Era incapaz de ponerle nombre a aquello. Le parecía totalmente incomprensible que mujeres casadas accedieran a tener sexo duro con aquel hombre. Tampoco llevaba la cuenta de cuantas eran, pero no debían ser pocas. No era, aun así, el nombre o la cantidad lo que martirizaba los pensamientos del chico. ¡Era la maldita cámara!
Que un profesional aprovechara su posición de poder para acceder carnalmente a personas del sexo opuesto para hacerlas disfrutar tenía difícil desaprobación moral, un debate demasiado subjetivo con demasiadas variables por ambas partes. Que las grabara sin su consentimiento abría un peligroso abanico de presunciones.
«¿Qué hay detrás de un comportamiento así?», se preguntó el chico, tumbado en su cama tras haberse masturbado con el recuerdo del último jueves.
Lo que tenía claro, y llevaba calculando hacía tiempo, es que el doctor no iba a ser el único en practicar aquellas malas artes. A su faceta de pintor en ciernes, y gracias a su último sueldo, había adquirido una cámara de fotos digital. Un aparato de poco más de 2 megapíxeles que, además, grabada algo que parecía vídeo. Un regalo del nuevo milenio para personas con inquietudes. Decidió que había llegado el momento de captar la esencia de sus fantasías. El riesgo, estaba convencido, merecía la pena.
Y así lo hizo.
El primer jueves que tuvo la ocasión, probó la cámara hasta agotarle las pilas. Cuando llegó a casa, y aunque la nueva presa del doctor se alejaba de sus cánones de belleza, descargó en el ordenador fotos y vídeos y sonrió entre lágrimas de satisfacción. No supo cuántas pajas se hizo aquel fin de semana entre hechos y fantasías.
El verano, a pesar de haber suspendido de milagro únicamente dos asignaturas, se antojaba maravilloso. La idea de sus padres de ir a Asturias le parecía tan alejada de sus intereses que llegó a suplicar por no ir.
—Tienes dieciocho años, cariño. A este paso te vas a jubilar antes de los cincuenta. ¿Qué mosca te ha picado que solo quieres trabajar, trabajar y trabajar? Todo en su justa medida, rey.
Su madre no lo hubiera entendido en mil vidas. Su hijo pequeño llevaba meses centrado en sus estudios y en su trabajo. Al menos tenía su ordenador, sus lápices y libretas y la nueva cámara para entretenerse, pero no le vendría mal un poco de vida social, algún amigo, incluso una novieta.
El jueves en que todo iba a dar un giro de 180 grados fue el día más caluroso de julio. Había cortado el césped, arreglado el rosal e instalado varias canaletas que iban desde el edificio principal hasta el garaje exterior. Estaba empapado en sudor y especialmente excitado. La idea de que en agosto el doctor estaría de viaje y no podría acceder a nuevo material para sus archivos le apenaba. Estaba descubriendo un mundo nuevo y no quería más que seguir adentrándose en él.
Como era habitual desde que había descubierto el modus operandi del doctor, aguardaba hasta última hora y se encaramaba al techo del chalet cuando se acercaba el turno de la última paciente. Al verla entrar en consulta, se le cortó la respiración.
No debía tener más de veinticinco años. Vestía un corto y veraniego vestido de azul sobre el que se desparramaba una larguísima cabellera rubia.
«No puede ser. No será la última que está citada esta mañana».
El chico se equivocó. Tras unos análisis preliminares sobre la camilla, y habiéndose quedado absorto por el cuerpazo delicado de la chica, comenzó una escena pornográfica en la que ella, sin ser sometida de ninguna de las maneras, comenzó a chuparle la polla al doctor.
Influenciado por el momento mágico, casi utópico, sacó su miembro del pantalón de trabajo y comenzó a masturbarse en tanto la joven, que perfectamente podría ser cualquier compañera que hubiera accedido tarde a la universidad, se afanaba en darle placer al hombre mayor de bata blanca que instantes antes la había explorado.
Desgraciadamente para él, lo que se antojaba como la escena del siglo, acabó cuando Menéndez comenzó a eyacular sobre la cara de la chica. No hubo más. Demasiado hubiera sido, se dijo con la polla en la mano, que aquello hubiera acabado en una follada memorable.
Agarró la cámara, que siempre apoyaba en el alfeizar, y la apagó ahogando sus penas. No obstante, debía acabar lo que había empezado. El calor, la situación, la rubia y una situación que, sin ser consciente, se le había escapado de las manos hacía semanas, no planteaban otro final que no fuese una enorme corrida.
Empapado en sudor, cerró la puerta de la caseta del jardín, encendió la cámara y se deleitó con las poco nítidas imágenes de la rubia arrollada frente al doctor. Sentado como estaba, se masturbó con vehemencia. Una locura, la primera vez que se le cruzaba por la cabeza, que tendría consecuencias inmediatas.
La cabeza canosa y casi calva del doctor Menéndez se asomó al pequeño ventanuco lateral de la cabaña. El tiempo que tardó el chico en guardarse la polla y agarrar la cámara colocada en la repisa de enfrente no fue suficiente para que el doctor no entendiera lo que acababa de suceder.
No hubo enfrentamiento alguno. La puerta de la caseta se abrió y el doctor le pidió que borrase el vídeo. Al obedecer el chico, le invitó a que recogiera sus cosas y se fuera hasta el día siguiente. Tenía el rostro enrojecido, las venas del cuello marcadas.
—¿Mañana?
—Hablaremos mañana. Aquí. En mi despacho. A primera hora. No me gusta zanjar nada en caliente y no quiero decir ni hacer nada de lo que pueda arrepentirme.
El doctor, ajeno completamente a cuanto había hecho su chico de confianza durante los últimos meses, actuó con el temple necesario para no verse perjudicado. Que el niñato que había contratado como jardinero le hubiera pillado in fraganti era algo insignificante comparado con lo que pudiera derivarse si alguien se enteraba de lo que hacía.
No obstante, hubo un hecho secundario, casi terciario, que le había llamado poderosamente la atención. Casi no se lo pudo quitar de la cabeza durante aquel día. El muchacho–para–todo tenía una polla como nunca antes había visto. Ni en su aquelarre sexual existía miembro con verga como aquella.
Tuvo tiempo de darle vueltas. Muchas. La importancia de haber sido descubierto era algo menor. Quizás había llegado el momento de ir más allá. El chico no tenía que convertirse necesariamente en su enemigo.
Pero el jardinero no pensaba lo mismo. La idea de no acudir a la cita se le pasó por la cabeza tras haber borrado todas las fotos y vídeos de su ordenador. Al día siguiente, estaba seguro, la policía llegaría a su casa e inspeccionaría su habitación de cabo a rabo. El temor a la ley le hizo desprenderse de todo el porno que había descargado, de sus historiales de búsqueda y charlas de chat. Fuera todo .txt comprometedor. El chico era cortado, vergonzoso e inseguro en persona, pero en internet, frente a chicas de su edad, había hecho sus pinitos. Messenger ofrecía un mundo de posibilidades.
Llegó a las nueve de la mañana en punto. La puerta del recinto se abrió automáticamente y él levantó la mirada a la cámara de seguridad. Atravesó el jardín, se adentró en el chalet y subió hasta la sala de espera, estancia que no había visitado desde el primer día de trabajo, cuando la ama de llaves le mostró el interior operativo de la villa, no así las habitaciones y estancias más privadas, que eran bastantes.
—Está abierto.
La voz del doctor le sonó proveniente del inframundo.
—Siéntate, por favor.
Le temblaba todo. Lo que menos le importaba, había concluido la noche anterior antes de poder conciliar el sueño, no era el trabajo, el sueldo ni que sus padres se enterasen de lo que había hecho, sino el haber perdido una fuente inagotable de estímulos sexuales incomparables. Nunca volvería a vivir algo así. Eso pasaba una vez en la puta vida.
El doctor, contra todo pronóstico, comenzó a lanzarle una serie de preguntas que estaban fuera de lugar. Cómo le habían salido los exámenes, qué tal en la uni, cómo eran las chicas de clase, si tenía novia o si le tenía echado el ojillo a alguna. Cuestiones no solo banales, también inapropiadas, al menos para el contexto del encuentro.
Cuando llegaron a aspectos más íntimos, y sin la certeza de si ser sincero o mentir, optó por lo primero:
—Todavía no he tenido la oportunidad de... bueno, de ir más allá con una chica, ya me entiende. Pero no entiendo a qué viene...
—No te preocupes. Solo quería conocerte un poco más. Verás...
El doctor, para su sorpresa, alabó la valentía que había tenido el chico para, casa por casa, villa por villa, había ido dejando su «hoja de servicios» en los buzones. Así, no en vano, había llegado hasta él. Qué menos que conocer a un hombrecito queriendo ganarse la vida mientras se formaba en la universidad, aunque lo que menos hiciera la universidad era formar a alguien.
—Bueno, para sacarme unas perras durante los veranos en que voy con mis padres al norte, algunos vecinos me soltaban algunos euros si les arreglaba esto o aquello, si les cortaba el césped o les plantaba unos setos, también por recoger algunas frutas... Mi experiencia, como comprenderá, no era demasiada...
«¿Pero qué tiene que ver todo esto con lo de ayer? ¿Cuándo me vas a despedir?».
—Absolutamente lógico, por supuesto. Ahora bien, ¿me explicas qué hace un jardinero experimentado como usted encaramado al tejado de mi casa?
El muchacho evitó sonreír. Aquello le sonó en extremo ridículo. La que había liado. Casi lloró al explicarle cómo había ocurrido todo hasta verse sorprendido en la caseta del jardín.
El doctor, al escuchar aquella explicación, sopesó contarle que sus inicios habían sido casi idénticos. No obstante, se abstuvo. Si llegaba el día, quizás diese el paso. Aun así, sí que dio uno que iba a marcar el devenir del chico que tenía enfrente:
—He de decirte que a partir de ahora no volverás a ser mi jardinero —dijo con un matiz ceremonioso. La cara del chico se entristeció. Se lo tenía merecido.
—Es comprensible...
—A partir de ahora serás mi ayudante personal en consulta.
El rostro del chico se arrugó. Ahora sí que se había perdido.
—Ayudante en...
El doctor no lo dejó terminar:
—Estudias Enfermería, ¿no? Y yo soy médico. Necesito un ayudante.
El hasta ahora jardinero se ofuscó. Le acababa de decir que estudiaba Biología.
—Pero yo no estudio Enfermería, señor.
—¿Ah, no? ¿Y quién lo dice?
El doctor Menéndez le guiñó un ojo de manera cómplice. El superdotado chaval que tenía enfrente le abría un mundo de posibilidades. Había encontrado a la horma de su zapato.
—El próximo jueves te quiero aquí a las nueve. Vas a aprender un nuevo y apasionante oficio.
F I N