Capítulo 2
Después de clases, Simón y yo nos dirigimos a los dormitorios que nos habían asignado. El edificio estaba justo al lado del campus, con un portal de entrada tan elegante que parecía más un hotel de lujo que una residencia estudiantil. Los jardines eran impecables, de un verde tan intenso que parecía irreal.
Al llegar a la entrada, un portero nos detuvo con una mirada de pocos amigos.
—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó con tono seco.
—Soy Marcelo —respondí, intentando mantener la calma.
—Ah, claro, Marcelo. Déjame adivinar, de entre los miles de Marcelos que tengo registrados... —el portero soltó una risa sarcástica.
—Marcelo Uriarte —añadí, sin ganas de prolongar la conversación.
Tecleó un par de veces más y, al parecer, me encontró en el sistema. Luego soltó un silbido burlón.
—Te has sacado la lotería, chaval. Te ha tocado la habitación 3B —dijo, con una sonrisa maliciosa.
Miré a Simón, buscando alguna pista sobre si eso era bueno o malo, pero él solo se encogió de hombros.
Simón dio su nombre, y después de un proceso similar, le asignaron su habitación. Mientras nos dirigíamos a nuestros cuartos, nos cruzamos con un grupo de chicas en shorts y camisetas deportivas. Simón, por supuesto, no perdió la oportunidad de hacer algún comentario.
—¡Uff! ¿Viste cómo le rebotaban los pechos a la rubia? —dijo entre risas— ¡Chaval, esto es un dormitorio mixto! —celebró, como si le hubieran dado la mejor noticia del día.
Lo ignoré, ya que mi cabeza estaba ocupada con lo que me esperaba en la habitación 3B. Subí las escaleras, con la llave en mano, y al llegar a la puerta intenté abrirla... pero la llave no funcionaba. La probé varias veces, frustrado. Toqué la puerta, primero con suavidad, luego con más fuerza, pero nadie respondía.
Justo cuando estaba por golpearla aún más fuerte, la puerta del cuarto de al lado se abrió, y una chica de lentes salió mirándome con una mezcla de curiosidad y fastidio. Usaba unos shorts que destacaban sus largas piernas morenas.
—¿Qué haces? —preguntó, entre divertida y desconcertada.
—Se supone que esta es mi habitación —respondí, señalando la puerta.
—¿La 3B? —preguntó sorprendida—. Vaya... esa habitación solo ha tenido un dueño. Al menos hasta ahora —se cruzó de brazos, evaluándome— Si fuera tú, pediría un cambio. El tipo que vive ahí es Mario. Lleva años atascado en la universidad por su mal comportamiento. Es un desastre, nadie quiere estar cerca de él.
—No me importa quién sea —le contesté, golpeando la puerta aún más fuerte— ¡Mario o quien sea, abre antes de que tire la puerta abajo!
La chica dio un paso atrás, sorprendida por mi tono, y desapareció de vuelta en su cuarto, cerrando la puerta con un clic. Mientras seguía golpeando, finalmente escuché ruido al otro lado. La cerradura hizo un clic y la puerta se abrió de golpe.
Ahí estaba él. Un tipo alto, desaliñado, con una camiseta vieja y pantalones deportivos sucios. Su pelo desordenado y su mirada de pocos amigos me recibieron como si yo fuera una mosca molesta.
—¿Qué demonios quieres? —murmuró, su tono claramente irritado.
—Soy Marcelo. Me han asignado esta habitación —dije, sin retroceder ni un centímetro.
Mario se me quedó mirando por un segundo, evaluándome de arriba abajo con ojos entrecerrados. Luego soltó una risa baja, una mezcla de burla y desdén.
—¿Tú? ¿Aquí? —se rió entre dientes—. No, hombre, te habrán dado mal la información. Aquí no cabe otro más.
—Te equivocas, me asignaron este cuarto y me quedaré aquí —contesté firme.
Mario dio un paso hacia mí, y por un segundo, el aire se volvió tenso. Sus ojos estaban fijos en los míos, buscando alguna señal de debilidad.
—Mira, pendejo, no sé de dónde vienes, pero aquí las cosas no funcionan como en tu barrio. Este es mi espacio —Su tono cambió de sarcástico a amenazante, y sentí que estaba buscando pelea.
Yo no me eché para atrás.
—Esta es mi habitación, la compartimos o no la compartimos, pero de una forma u otra, voy a entrar —dije, mirándolo directo a los ojos.
Mario soltó una risa seca, pero no se movió. La tensión en el aire era palpable. Lo último que quería era un enfrentamiento físico en mi primer día, pero tampoco iba a dejar que un idiota como él me intimidara.
—Bien. Haz lo que quieras, pero no me hagas cargar con tus problemas —dijo finalmente, dando un paso atrás y permitiéndome entrar.
Entré en la habitación, y el lugar era un completo desastre. Ropa tirada por todas partes, latas vacías en el suelo, y una cama mal hecha en la esquina. El ambiente olía a humedad y encierro. No era lo que esperaba, pero tampoco era nada que no pudiera manejar.
Mario me lanzó una última mirada, como si me advirtiera que las cosas no serían fáciles.
—Supongo que ahora somos compañeros de cuarto —dijo, con sarcasmo, antes de volver a tirarse en su cama.
Yo no dije nada más. Sabía que esta sería una convivencia complicada, pero si algo me había enseñado la vida, era que no importaba quién estuviera en tu camino. Solo debías seguir adelante, sin agacharte ante nadie.
A la mañana siguiente, mientras finalizábamos la clase, un hombre mayor vestido de traje entró al salón. Su porte serio y el maletín que llevaba bajo el brazo le daban un aire de importancia, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes. Sin perder el tiempo, sacó una lista y comenzó a leer nombres en voz alta, con tono autoritario.
Para mi sorpresa, el último nombre que llamó fue el mío. Noté de inmediato el murmullo que recorrió el salón. Los que no habían sido llamados intercambiaron miradas, algunos sonriendo con esa satisfacción maliciosa que solo disfrutan cuando piensan que algo malo le espera a otros.
Y ahí estaba Miriam, sentada en la fila de atrás, con su sonrisa socarrona más evidente que nunca. La típica chica bonita con aires de superioridad. Era la clase de persona que pensaba que el mundo le debía algo, y que cualquiera que no encajara en su estándar estaba por debajo. Entre lo poco rescatable, estaban sus enormes tetas.
—Oh, claro —dijo Miriam mientras jugaba con un mechón de su cabello— Tienen que llevarse a los peones a pagar su cuota.
Algunos de sus amigos rieron con ganas, claramente disfrutando de la escena. Sabían que ella siempre tenía la lengua afilada, y eso les encantaba. Yo apreté los dientes. Me molestaba que hablara como si todos fuéramos piezas en su tablero, como si ella estuviera por encima de todo. Me daban ganas de contestarle, pero sabía que eso solo le daría más satisfacción. Así que simplemente recogí mis cosas y salí del salón, sintiendo las miradas burlonas perforándome la espalda.
Nos llevaron a una sala de reuniones, donde ya estaba Simón junto a otros pocos estudiantes. Todos parecían igual de confundidos que yo.
—Chicos, los he reunido aquí porque, como saben, ustedes son los becarios de nuevo ingreso —tosió ligeramente antes de continuar— Verán, ustedes tienen el privilegio de contar con una beca en la universidad más prestigiosa del país. A cambio, se les pide una pequeña contribución. Nada fuera de lo común, ya saben, apoyo en ciertas áreas de la universidad, cumplir con algunos créditos complementarios... aunque eso aplica para todos, no solo para los becados. Con su talento, no deberían tener problemas para llevar el ritmo de las clases y estas obligaciones adicionales.
Algunas miradas se cruzaron en la sala. Sabíamos que "apoyo en ciertas áreas" era solo un eufemismo para realizar trabajos que otros preferían no hacer.
—Por último, —añadió con algo más de formalidad— muchos de ustedes obtuvieron esta beca gracias a sus sobresalientes calificaciones o a sus propuestas de proyectos de desarrollo. Otros, por su indudable talento deportivo. Para aquellos que ingresaron mediante proyectos, tendrán que presentar avances de forma periódica y serán evaluados por un asesor que se les asignará en breve.
Al escuchar eso, me acordé de mi propuesta de proyecto. Era ambicioso, sí, pero también complejo. No estaba seguro de cómo iba a manejarlo con todas las demás responsabilidades.
—Sin más por ahora, los dejo —dijo el hombre, dando media vuelta y saliendo del cuarto sin siquiera mirarnos de nuevo.
Simón se acercó a mí, suspirando pesadamente.
—Vaya rollo, ¿no? —dijo mientras me daba una palmadita en el hombro.
—Y que lo digas. No me vendría mal ser hijo de un millonario en estos momentos —respondí, con una sonrisa cansada.
—Creo que me apuntaré a voleibol —dijo Simón, cambiando el tema sin ningún reparo— Las mejores chicas juegan ahí, chaval. Aunque, ahora que lo pienso, natación también tiene lo suyo —Me guiñó un ojo, claramente soñando despierto.
—Eres un cerdo —dijo una chica que pasaba cerca, mirándolo con desdén.
—¡Venga ya! Era solo una broma —respondió Simón rápidamente, alzando las manos en señal de paz. Luego se giró hacia mí, con su habitual sonrisa— ¿Y tú, Marcelo? ¿A qué te vas a apuntar?
—No lo sé. Veré si puedo meterme a clases de música o algo por el estilo. Primero necesito empezar a ganar dinero. La beca no incluye las tres comidas al día —respondí, recordando que la comida universitaria no era algo que pudiese costear fácilmente.
—Tienes razón. Cerca de la universidad vi un restaurante que estaba buscando empleados. Quizá te venga bien darte una vuelta —dijo Simón, señalando hacia la salida. Asentí, agradecido por la sugerencia.
Un par de horas después, llegué al café que mencionó Simón. Varios estudiantes de la universidad estaban ahí, en grupos, charlando animadamente. El lugar tenía una vibra acogedora, con música suave y el aroma a café recién hecho que llenaba el aire. Me acerqué a la recepción, donde una chica con pecas encantadoras me recibió con una sonrisa.
—¿Vienes por la vacante, eh? —me preguntó mirándome con curiosidad.
—Así es —respondí, tratando de sonar seguro.
—Bueno, el gerente está un poco ocupado, pero te pasará en un momento. Toma asiento, por favor —Hizo un gesto hacia una mesa cercana— ¿Cómo te llamas?
—Marcelo, ¿y tú?
—Clara —dijo, su sonrisa ampliándose.
—¿Tú también eres becaria? —pregunté, intentando romper el hielo.
—Ehh... sí —titubeó un poco.
Nos quedamos en silencio por un momento, y yo miré alrededor. Justo cuando iba a preguntarle algo más, el gerente apareció.
—Marcelo, ¿verdad? —dijo el gerente. Era alto y de aspecto severo. Me levanté rápidamente y seguí su indicación hacia la parte trasera del café.
Mientras caminaba, sentí la mirada de Clara sobre mí. No estaba seguro de si estaba apoyándome o simplemente curiosa por saber si conseguiría el trabajo.
—Mira, chaval, voy a ser sincero contigo —dijo el gerente del restaurante mientras me miraba de arriba a abajo con cierto desdén— Aquí buscamos chicas bonitas. Chicas que atraigan a los clientes, que den buena imagen. ¿Entiendes?
Asentí con la cabeza, mordiéndome la lengua para no responder lo que en realidad quería decir. La situación no pintaba bien, pero necesitaba ese trabajo.
—Quizá podría servir en limpieza o algo así —intenté, aún buscando una oportunidad.
—No, chaval, no va a funcionar —dijo con un tono cortante, como si mi propuesta no valiera ni un segundo de consideración— Si me disculpas, estoy bastante ocupado. El músico que tenía contratado para esta noche me ha cancelado y necesito encontrar un reemplazo urgente.
—Yo puedo tocar —dije rápidamente, casi sin pensarlo.
El gerente levantó la vista y me miró incrédulo. Luego soltó una carcajada burlona.
—¿Tocar tú? —se rió más fuerte, como si fuera la broma del día— Venga ya, muchacho, sí que estás desesperado por dinero. Ahora largo de aquí, que no tengo tiempo para tonterías.
Me echó del despacho con un gesto brusco, como si estuviera quitándose una molestia de encima. La humillación me quemaba por dentro, pero apreté los dientes y salí. Mientras caminaba hacia la puerta, vi a Clara. Le dediqué una sonrisa forzada mientras me despedía de ella.
Regresé a los dormitorios rápidamente, con el corazón latiendo a mil por hora. Al llegar a mi habitación noté que mis cosas no estaban donde las había dejado. Los libros, mi ropa, incluso el violonchelo, todo había sido movido.
Un nombre cruzó mi mente de inmediato. Mario.
Sentí una mezcla de furia y frustración. Cerré la puerta con fuerza y me dirigí directo a la habitación de Mario. Toqué la puerta insistentemente, y tras unos segundos, oí sus pasos acercándose. La puerta se abrió de golpe, y ahí estaba él, con su sonrisa cínica, disfrutando cada segundo de mi incomodidad.
—¿Qué coño quieres? —dijo, cruzando los brazos como si todo esto fuera un chiste para él.
—¿Por qué tocaste mis cosas? —le espeté, intentando contener mi rabia, pero mi voz ya dejaba ver lo que sentía.
Mario se encogió de hombros, fingiendo desinterés, como si mis pertenencias solo fueran basura.
—Tu mierda estaba en mi camino. Así que la moví. No es mi problema que no sepas cómo organizarte.
Mis manos se cerraron en puños. Respiré hondo, intenté mantener la calma. No iba a dejar que este tipo me sacara de mis casillas, pero no era fácil. Mi mente ya calculaba la distancia entre mi brazo y su mandíbula.
—No tienes ningún derecho a tocar mis cosas, Mario.
Él se adelantó un paso, inclinándose hacia mí, usando su corpulencia para intimidar. Podía sentir su respiración cerca, esa sonrisa cruel nunca desaparecía de su rostro.
—¿Y qué vas a hacer, "becado"? —espetó con desdén— Solo eres otro pobre diablo que cree que una beca lo hace especial, pero en realidad solo te victimizas. Aquí, no eres nadie. Si quiero mover tus cosas, las muevo. Y si tienes un problema con eso, podemos arreglarlo ahora mismo, como hombres.
Mi sangre hervía. Di un paso hacia él, firme. El ambiente se tensó más aún, pero no bajé la mirada. No iba a ceder.
—No me importa si me expulsan por partirte la cara, Mario —le susurré con una voz que apenas contenía la furia— Pero no me vas a intimidar. Si tocas mis cosas otra vez, te juro que no seré tan paciente.
Nos quedamos mirándonos, el tiempo parecía detenerse. El eco de mis palabras flotaba en el aire pesado. Finalmente, Mario soltó una carcajada corta y burlona, como si todo esto fuera un juego para él.
—¿Tus cosas? —se mofó— Creo que la chica de al lado las recogió.
Me dio la espalda y cerró la puerta en mi cara con un golpe seco. Me quedé allí, intentando calmarme, con la adrenalina todavía recorriéndome el cuerpo. Sabía que no sería la última vez que tendría que enfrentarme a Mario, pero en ese momento había otras cosas más urgentes.
Caminé hasta la puerta de la vecina, la chica morena que había visto antes. Toqué suavemente, y en poco tiempo apareció, descalza y vestida de forma ligera como aquella otra vez, pero en esa ocasión con unos shorts negros de licra.
—Oh, eres tú —dijo con una sonrisa, haciéndome un gesto para que pasara— No sé por qué tu compañero hizo eso, pero recogí tus cosas para que no les pasara nada.
—Te lo agradezco —le respondí, aliviado— Ese tipo es un imbécil. ¿Dónde están mis cosas?
—En mi cuarto, ven.
La seguí y ahí estaban mis pertenencias, incluyendo mi violonchelo, intactas. Sentí un alivio momentáneo al ver que no había sido dañado.
—¿Te importaría si dejo mis cosas aquí un momento? —le pregunté mientras recogía el violonchelo— Tengo que salir de imprevisto.
—Claro, no hay problema —respondió mientras buscaba algo en la esquina de la habitación— Deja que te pase el estuche.
Se agachó ligeramente para alcanzarlo y no pude evitar que mis ojos se desviaran un segundo hacia su culo cuando se agachó. Podía ver su coño marcado en esos shorts. Me sentí avergonzado de inmediato y aparté la mirada rápidamente, con el rostro ardiendo.
—Aquí tienes —dijo con una sonrisa mientras me pasaba el estuche.
—Gracias... —respondí, intentando recordar su nombre.
—Frida —dijo, completando mi frase— No nos presentamos la última vez.
—Marcelo —dije, devolviéndole la sonrisa— Si me disculpas, tengo que irme. Nos vemos luego.
Con el violonchelo en la mano, salí de su habitación y me dirigí hacia un patio trasero. Afuera, estaba oscureciendo y hacía frio, pero dentro de mí algo seguía ardiendo por lo sucedido con Mario, y esa extraña tensión con Frida.
Respiré profundo. Si ese gerente quería música, yo se la iba a dar, y le demostraría que se había equivocado conmigo.