El Juego de la Universidad

Y paso lo que tenia que pasar.
Marcelo tubo a su profesora Abigael al 100% entregada y ambos disfrutaron.
Quien le habrá estado llamando o escribiendo a su celular?
 
Me ha quedado bastante largo el capítulo, ya que preferí no cortarle el ritmo. Saludos a todos.
A mi sinceramente se me ha quedado corto. Realmente si cada uno de nosotros enviásemos una foto de nuestras pollas en el momento en el que se acaba el capítulo... sería un Gran Erección,😉
 
Capítulo 14


Me desperté con el corazón latiendo rápidamente, como si la pesadilla aún me estuviera persiguiendo. Sentía mi respiración acelerada, tratando de calmarme mientras me orientaba en la oscuridad. Al voltear hacia el otro lado, vi a Abigail, todavía profundamente dormida. Estaba cubierta solo por una manta que apenas le llegaba hasta la cintura, revelando su espalda desnuda que subía y bajaba con su respiración tranquila. La escena parecía casi irreal, como si estuviera observando algo que no debía, algo demasiado íntimo para procesarlo en ese momento.

Deslicé mi mano por el colchón hasta encontrar mi celular, intentando hacer el menor ruido posible. Eran las 6 de la mañana, un horario demasiado temprano para ser sábado. La pantalla del teléfono se iluminó y vi varias notificaciones, la mayoría eran mensajes de Simón. Reclamaba por no haber contestado la noche anterior. Había olvidado completamente nuestra cita con las gemelas.

Con cuidado, me deslicé fuera de la cama, intentando no hacer el más mínimo ruido. Miré a Abigail una última vez antes de salir, su figura tranquila contrastaba con el caos que sentía por dentro. No quería despertarla, ni enfrentar las preguntas que inevitablemente vendrían si lo hacía.

Cerré la puerta del departamento con el mismo sigilo, asegurándome de no hacer ruido. Una vez afuera, respiré profundamente, disfrutando el aire fresco de la mañana que parecía aclarar un poco mi mente. Di unos cuantos pasos por el pasillo vacío, pero una sensación incómoda me invadió. Sentía que alguien me observaba. Casi por reflejo, giré la cabeza, y ahí estaba de nuevo: la misma señora mayor que me había visto llegar la noche anterior.

Me alejé rápidamente, con una mezcla de incomodidad y alivio al salir del edificio. Mientras caminaba por las calles vacías, me pregunté en qué momento todo se había vuelto tan complicado. Tenía la sensación de que lo que había sucedido con Abigail era más que solo un encuentro fortuito. Había un peso en mi pecho, una sensación de que la línea entre lo profesional y lo personal se había desdibujado de una manera de la que no estaba seguro cómo volver atrás.


Llegué al departamento de Simón con la intención de disculparme por dejarlo plantado en la cita doble de la noche anterior. Tenía la excusa perfecta, aunque no pensaba mencionar lo sucedido con la profesora Abigail. Para mi sorpresa, la puerta estaba entreabierta. Alcé la voz, llamando a Simón desde la entrada.

—¡Simón! —dije, empujando un poco la puerta.

Desde el fondo del departamento escuché un "pasa" apagado, y terminé de abrirla del todo. Ahí estaba él, sentado en el sofá con un libro en la mano y una taza de café humeante a su lado. No parecía para nada sorprendido por mi aparición.

—Vaya, vaya, mira quién decidió mostrarse por fin —dijo, con una sonrisa sarcástica mientras pasaba una página.

—Lo siento, Simón. Tuve... unos inconvenientes. —No iba a revelarle lo sucedido con la profesora Abigail, no aún, y probablemente nunca.

—Pues esos "inconvenientes" deben haber sido algo grandes, tío. No regresaste a los dormitorios en toda la noche. Lo sé porque fui a buscarte anoche y lo único que recibí fue una mala cara del imbécil de tu compañero, quien prácticamente me mandó al carajo.

Solté una risa nerviosa, encogiéndome de hombros.

—Sí, mi compañero es un idiota. Hablando de eso, siempre que vengo a verte parece que vives solo aquí. Nunca he visto a tu compañero de cuarto.

—¿Kevin? Es una rata de biblioteca. Se pasa el día entero encerrado en la biblioteca o en su cuarto, estudiando como si su vida dependiera de ello. Le tiene pánico a perder la beca, ya sabes. Le digo que debe relajarse un poco, encontrar un equilibrio, pero siempre anda estresado. Va a terminar matándose con tanta presión, ya verás.

Me encogí de hombros, recordando lo poco que yo estudiaba últimamente.

—Quizás deberías seguir su ejemplo y estudiar más, Simón. —Le di un golpecito en el hombro, pero él solo sonrió con suficiencia.

—Mira quién habla, señor escapadas nocturnas —me respondió, alzando una ceja, claramente divertido.

Me reí y cambié de tema, señalando el libro que sostenía.

—¿Qué estás leyendo? No me digas que es para clase.

Simón bajó la mirada al libro y sonrió con una mezcla de vergüenza y desafío.

—Ah, esto... Sí, bueno, se supone que es para la clase de literatura. —Hizo una pausa y luego añadió— Pero te confieso que no es exactamente Shakespeare.

Fruncí el ceño, mirando la portada donde se veía a una mujer de espaldas.

—Por favor, Simón. No me engañes, puedo ver lo que es. —Me crucé de brazos, medio divertido— ¿Estás leyendo literatura erótica?

Él levantó los brazos, fingiendo rendirse.

—Está bien, policía, me atrapaste. Estoy leyendo Jugando con fuego.

—No sabía que te iba el tema de los cornudos.

—Que va, no es que me interese ese tipo de cosas. Solo me parece... intrigante. No digo que tendría una relación así, pero es curioso ver cómo lo manejan en el libro.

Lo miré, esperando alguna explicación más profunda, pero Simón solo se encogió de hombros, como diciendo que no había más que explicar.

—¿Y tú? —preguntó con una sonrisa burlona—. ¿Has leído algo de literatura erótica últimamente?

—No mucho. Lo último que leí fue... algo llamado Reencuentro con... no sé qué más.

—¡Ah! Me suena, creo que lo he visto por ahí. —Dio un trago a su café y se levantó del sofá—. Pero oye, es sábado, tío. No podemos quedarnos aquí encerrados todo el día. Hay que salir.

Salimos del departamento. Simón y yo caminábamos por los pasillos, la luz del sol empezaba a inundar cada rincón del edificio de dormitorios, iluminando los pisos con un brillo suave y matutino. El bullicio era ya inconfundible: risas, conversaciones animadas y el crujir de puertas abriéndose y cerrándose. Aunque era sábado, el campus tenía su propio ritmo; parecía que nunca dormía del todo. Los fines de semana no eran una excepción.

Pasamos por el área común, donde varios estudiantes ya estaban sentados, algunos comiendo algo rápido, otros simplemente charlando o mirando sus teléfonos. El ambiente era relajado, pero cargado de energía juvenil. Los estudiantes iban y venían en ropa deportiva, pijamas o con la misma ropa arrugada de la noche anterior, como si el día no se diferenciara demasiado del anterior. Las chicas que pasaban frente a nosotros eran una distracción difícil de ignorar: algunas con leggings ajustados después de su rutina matinal de ejercicio, otras con shorts de mezclilla y camisetas sueltas, relajadas, mostrando ese aire de despreocupación que tanto me fascinaba.

Había chicas guapas por todos lados, vestidas de manera casual pero con ese estilo que te hacía mirarlas dos veces. Una rubia que venía sudada después de hacer ejercicio nos pasó de largo, con auriculares puestos y una botella de agua en la mano, el cabello recogido en una coleta alta. Simón, como siempre, no perdió la oportunidad de observarla de reojo y luego me miró con una sonrisa cómplice.

Me reí, pero mi mente aún estaba parcialmente en otra parte. Las chicas en el campus siempre tenían ese aire despreocupado, pero detrás de esa fachada también corrían rumores, historias que circulaban en los pasillos y se murmuraban en las esquinas. En los dormitorios, se hablaba de todo: desde quién había pasado la noche en la habitación de quién hasta las calificaciones de los exámenes que aún no se habían publicado. Siempre había algo de qué hablar, algo que entretener a la mente mientras el día avanzaba.

Era fácil dejarse llevar por todo eso. Las chicas guapas con sus atuendos casuales pero siempre calculados, los chicos compitiendo por su atención o simplemente disfrutando el momento, el aroma del café recién hecho que flotaba en el aire mientras algunos se despertaban después de una larga noche. Todo formaba parte de esa convivencia, un delicado equilibrio entre la diversión y el deber, la vida social y los estudios.

—Ven, vamos a ver a las gemelas. Necesitamos pedir una disculpa —me dijo Simón, con esa energía inagotable que lo caracterizaba—. A ver si podemos arreglar una segunda cita.

—Pues vamos —dije sabiendo que no iba a escapar de esto.

Simón era persistente. Si algo le interesaba, no dejaba que se esfumara tan fácilmente, y esta situación no iba a ser la excepción.

—Pero eso sí —agregó, sonriendo de lado—, Ari es mía. Tú te puedes quedar con Adri.

—No es cómo que exista mucha diferencia —contesté.

—Oh Marcelo. Por supuesto que la hay. Podrán ser iguales físicamente, pero seguro que en personalidad son un universo distinto.

Lo dijo con tal confianza, como si todo ya estuviera decidido de antemano. Solo solté un suspiro y seguí caminando a su lado. Mientras descendíamos por las escaleras que conducían al primer piso del edificio, nos cruzamos con Frida, mi vecina. Ella siempre tenía una sonrisa cálida, algo que contrastaba con el caos cotidiano de la vida universitaria.

—Hola Marcelo —levantó su mano, sonriéndome ampliamente.

—Hola, Frida —le respondí, con una pequeña sonrisa.

Frida y yo habíamos compartido más de una conversación en esos pasillos, sobre todo cuando ambos estábamos agotados después de estudiar para exámenes.

—Hace tiempo que no te veía, ¿eh? —dijo con tono juguetón—. Ya no te has metido en problemas, ¿o sí?

—Me gustaría decir que no —contesté, haciéndome el misterioso.

—Ya me imagino —sonrió, su mirada cómplice—. Encantada de escuchar cualquier historia interesante que tengas.

Nos despedimos rápidamente, y Frida desapareció rumbo a su cuarto, dejando un leve aroma a vainilla en el aire. Simón, como siempre, no iba a dejar pasar la oportunidad de hacer un comentario.

—Vaya vecinita, ¿eh? —levantó las cejas y me dio un codazo—. Te la tenías bien guardada.

—No, ni empieces —le corté rápido, sabiendo que iba a lanzar alguna broma más pesada.

—Vamos, hombre —continuó con su tono burlón—. Seguro que está loquita por ti. Y no me sorprendería nada, eres inteligente, estás en forma, y para colmo, no eres nada feo. Eres casi el paquete completo.

—¿Casi? —pregunté, arqueando una ceja. Siempre había un "pero" en sus halagos.

—Sí, "casi". Solo te falta ser de familia rica —dijo con una sonrisa sarcástica—. Eres tan pobre como yo, y como todos los demás becarios. Y ojo, no lo digo como si fuera una desgracia, no me malentiendas.

—¿Y eso qué tiene que ver? —pregunté, sabiendo que Simón estaba preparando una de sus reflexiones.

—Solo digo que es lo que nos diferencia de los que nacen con todo en la mano. Nosotros tenemos que ganarnos lo que tenemos. Es lo que nos hace ser como somos —explicó, mientras bajábamos el último tramo de las escaleras—. Si tuviéramos todo dado desde el principio, seríamos unos idiotas como esos ricachones que ves por aquí.

Asentí, pensando en lo que decía. No era la primera vez que hablábamos sobre esto, y tenía razón en parte. A veces me preguntaba si la vida sería más sencilla si no tuviera que preocuparme por los costos de la universidad, por mantener mis calificaciones para la beca, o por encontrar algún trabajo para cubrir los gastos. Pero, al mismo tiempo, sabía que ese esfuerzo me había formado de alguna manera.

—Ahora que lo dices, a veces me he puesto a pensar en eso. ¿Sería la misma persona si hubiera nacido en una cuna de oro? —pregunté en voz alta, compartiendo una pequeña parte de esa duda que a veces me carcomía.

Simón soltó una carcajada.

—Probablemente, serías un gilipollas —bromeó—. Imagínate, sentado en un coche caro, sin tener que hacer nada, con todo el mundo lamiéndote las botas. Te aseguro que no serías tan simpático como ahora.

Sonreí ante su comentario. Sabía que había algo de verdad en lo que decía. Las dificultades forjaban carácter, o al menos eso quería creer.

Entonces llegamos al dormitorio de las gemelas. Allí estaban ellas, justo en la entrada de los dormitorios, con una sonrisa que prometía problemas... y diversión. Simón no había exagerado ni un poco cuando me las describió como prácticamente idénticas: ambas tenían el mismo cabello castaño ondulado y una mirada astuta, como si siempre supieran algo que los demás no.
—¡Aquí están! —exclamó Simón.

Las gemelas sonrieron al unísono, y por un momento, sentí que estaba a punto de ser parte de algún tipo de broma cósmica que no entendía. Simón se apresuró a hacer las presentaciones.

—Marcelo, esta es Ari —dijo, señalando a una de ellas—, y ella es Adri.

Estrechando la mano de ambas, me disponía a saludar cuando una de ellas, la señalada como "Ari", me miró con una sonrisa pícara.

—En realidad, soy Adri —corrigió, cruzando los brazos.

Simón soltó una risa nerviosa.

—Ja, ja, claro que lo sabía. Solo estaba bromeando —dijo, intentando mantener su actitud relajada.

Ari y Adri intercambiaron una rápida mirada cómplice antes de estallar en carcajadas.

—Oh, Simón —dijo Ari, la verdadera—, eres un desastre. Pero no te preocupes, siempre nos divertimos con chicos como tú —le dio un golpecito en el hombro, como quien consuela a un cachorro.

Yo, por mi parte, me relajé un poco. Estas chicas estaban en su propio mundo, y aunque parecían peligrosamente impredecibles, había algo refrescante en su actitud despreocupada.

—Marcelo y yo queríamos disculparnos por cancelar la cita de último momento. Surgieron algunos problemas —dijo, intentando sonar diplomático.

—Ah, no fue nada. No se preocupen —respondió Ari, haciéndonos un gesto despreocupado—. Pero, ya que estamos aquí, ¿qué tienen en mente?

—Estábamos pensando en invitarlas a desayunar —respondió Simón.

—Hmm... no sé, ¿qué opinas, Adri? —Ari se cruzó de brazos, mirando a su hermana.

Adri fingió pensarlo unos segundos antes de esbozar una sonrisa.

—En realidad, no tengo muchas ganas de salir a comer. Pero ya sé... ¿qué tal un partido de pádel? Ustedes dos contra nosotras.

—¿Pádel? —pregunté, arqueando una ceja.

—Claro —dijo Adri—. Pero hay una pequeña condición. Si ganamos, nos deberán un favor. Lo que queramos. Si ustedes ganan, lo mismo. ¿Qué dicen?

Simón, confiado como siempre, asintió de inmediato.

—Hecho. Pero no se echen para atrás cuando ganemos —dijo, con esa sonrisa de seguridad tan característica suya.

Ellas nos miraron con una mezcla de desafío y diversión antes de darse la vuelta para volver a su habitación.

—Nos vemos en media hora. Estén listos —dijo Ari por encima del hombro.

Cuando se fueron, me giré hacia Simón, un poco más nervioso de lo que quería admitir.

—¿Estás seguro de esto? Yo no soy precisamente un experto en pádel.

—He jugado un par de veces, nada complicado —me aseguró, encogiéndose de hombros.

Llegamos a la cancha de pádel, que estaba a unos minutos de los dormitorios. Mientras calentábamos, intenté despejar mi mente de la mezcla de dudas y recuerdos que me invadían. Aún tenía en la cabeza lo sucedido con la profesora Abigail. Me preguntaba cómo eso podría afectar todo... ¿cambiaría algo entre nosotros?

—¡Concéntrate, Marcelo! —me llamó Simón desde la otra punta de la cancha, lanzándome una pelota para que la golpeara.

Me sacudí esos pensamientos justo cuando las gemelas llegaron. Y vaya que estaban listas para el juego. Ambas llevaban conjuntos deportivos casi idénticos: faldas blancas que dejaban ver sus piernas largas y tonificadas, y camisetas ajustadas. Era imposible diferenciarlas, pero la sonrisa traviesa en sus rostros era inconfundible.

—Espero que estén listos para perder —dijo Adri, girando la raqueta en su mano como si fuera una extensión de su brazo.

—Oh, nosotros nacimos listos para ganar —contestó Simón, acomodando su raqueta con confianza exagerada.

—Bien, entonces... que comience el juego —dijo Ari, colocándose al frente con una energía que prometía que esto sería más que solo una competencia amistosa.

Y así empezó el partido. Las gemelas, rápidas y precisas, nos hicieron sudar desde el primer golpe.
 
Última edición:
Pues Marcelo será un experto en meterse en líos, pero el jodió triunfa entre las mujeres.
Ya ha tenido sexo con Miriam y Abigail, parece que a su vecina Frida le hace tilín y ahora puede tener otra posibilidad con una de las gemelas.
 
Capítulo 15


Comenzamos el partido, y desde el primer saque quedó claro que las gemelas eran bastante mejores de lo que Simón y yo habíamos anticipado. Adri se movía con la precisión de alguien que había pasado horas en esa cancha, y Ari... bueno, Ari tenía un saque que dejaba a cualquiera temblando. En cuestión de minutos, ya estábamos jadeando, mientras ellas intercambiaban risas y bromas como si apenas se estuvieran calentando.

—¿Eso es todo lo que tienen? —dijo Adri, devolviendo una bola con una facilidad insultante.

Simón me lanzó una mirada de determinación mezclada con cansancio.

—¡Vamos, Marcelo, no nos podemos dejar vencer tan fácil!

Intenté devolverle la energía a Simón, y, por unos minutos, logramos ponerles algo de presión. Coordinamos un par de golpes y hasta conseguimos ganar un par de puntos, pero las gemelas no tardaron en recuperar el control. Con cada punto que ellas ganaban, nos lanzaban una mirada burlona, como si estuviéramos participando en un juego que ellas ya sabían de memoria.

—¿Eso es todo, chicos? —preguntó Adri mientras lanzaba un golpe preciso que pasó entre nosotros y cayó perfecto en nuestra zona.

—Vamos, Simón, ¿así es como dejas que te derroten? —le lancé, tratando de que al menos fingiera algo de resistencia. Simón apenas logró esbozar una sonrisa, jadeando.

En una pausa, Ari se acercó al borde de la cancha y, en un gesto casual, se estiró, dejando ver un poco más de su piel por debajo de la camiseta ajustada. Se giró hacia mí y sonrió de una forma que solo podía ser intencional.

—¡Marcelo, te estás distrayendo! —me recriminó Simón.

Tragué saliva y desvié la vista, sintiendo cómo el calor me subía al rostro. Nos estaban ganando, sí, pero además estaban jugando con nosotros en otro nivel.

En uno de los potentes tiros de Ari, la pelota rebotó de tal manera que fue a parar directamente en la entrepierna de Simón, haciéndolo caer de rodillas con una mueca de dolor que solo podía describirse como devastadora. Solté la raqueta y me acerqué rápidamente para ayudarlo mientras él se retorcía en el suelo.

—¿Estás bien? —le pregunté, tratando de ocultar la risa, aunque mi preocupación era genuina.

—Esto me va a matar, tío… te juro que fue intencional —murmuró entre dientes, con una expresión que era una mezcla entre dolor y resignación.

Al otro lado de la cancha, las gemelas apenas podían contener la risa. Ari se llevó una mano a la boca en un gesto apenas disimulado de falsa preocupación.

—¿Todo bien, Simón? —preguntó con una sonrisa traviesa— Creo que le di un poquitín fuerte a las bolas… digo, a la bola.

Intercambió una mirada cómplice con Adri, quien soltó una carcajada que resonó en toda la cancha.

Simón, haciendo de tripas corazón, se levantó despacio y trató de mantenerse firme, aunque el dolor claramente aún le afectaba. Se enderezó, se sacudió el polvo de los shorts y lanzó una sonrisa desafiante hacia las gemelas.

—Ja, no fue nada —dijo, intentando sonar seguro de sí mismo aunque su voz salió un poco más aguda de lo normal—. Vamos a terminar con esto.

Adri y Ari, por supuesto, no estaban dispuestas a darnos ni un respiro. Cada vez que tomaban la pelota para el saque, hacían algún comentario burlón o lanzaban miradas que parecían desafiar nuestra resistencia, y no solo en la cancha.

Cuando el juego finalmente terminó y las gemelas nos habían vencido sin piedad, Ari y Adri se acercaron a nosotros, con esa misma sonrisa descarada que no nos dejaba saber si planeaban dejar el tema ahí o seguir jugando con nosotros un rato más.

—Bueno, chicos, fue divertido —dijo Adri, mientras Ari se inclinaba un poco para “saludarnos de nuevo” y nos lanzaba una mirada evaluadora—. Aunque para la próxima tal vez quieran protegerse un poco más… o practicar.

Simón, todavía recuperándose del golpe, no pudo evitar sonreír con ironía.

—¡Lo tomaremos en cuenta para la revancha! —respondió, lanzándoles una mirada desafiante, aunque el rubor en su rostro lo delataba.

—No olviden el favor que nos deben —dijo en voz baja, y luego, bajando la mirada hacia mi pecho y subiendo lentamente hacia mis ojos—. Nos veremos.

—¿Debemos preocuparnos? —pregunté, tratando de sonar relajado, aunque la intensidad de su mirada hacía que fuera difícil.
Ari soltó una risa suave y ladeó la cabeza, como si estuviera evaluándonos.

—Mmm, solo si no cumplen. Pero sabemos que ustedes no son de esos, ¿verdad?

Simón asintió con entusiasmo, sin perder su pose confiada.

—Marcelo y yo somos hombres de palabra. Pueden contar con nosotros —dijo, dándome un pequeño golpe en el hombro.

—Eh… sí, claro —agregué, menos seguro de lo que estábamos aceptando realmente. Simón parecía muy confiado, y eso me preocupaba un poco; cuando se ponía así, usualmente significaba problemas.

Las gemelas intercambiaron una mirada cómplice, como si ya tuvieran todo planeado. Luego, Adri chasqueó los dedos.

—¿Qué les parece si celebramos nuestra victoria esta noche? Una cena en el Media Luna.

—¿El Media Luna? —Simón me miró con una ceja levantada y una sonrisa burlona—. Marcelo toca ahí, ¿lo sabían?

—Sí, de hecho —respondió Ari con una sonrisa amplia—. Es uno de los motivos por los que escogimos ese lugar. Queremos verte en acción, Marcelo.

Me sentí entre halagado y un poco nervioso. Cantar en el Media Luna solía ser algo tranquilo para mí, pero saber que estas dos me estarían observando tan de cerca le daba un giro inesperado.

—Entonces está hecho. —Simón se frotó las manos, entusiasmado—. Hoy, cena en el Media Luna. Nosotros ponemos la música, ustedes ponen la... —hizo una pausa, buscando las palabras— diversión.

Adri se inclinó hacia él, alzando una ceja.

—Nosotras siempre ponemos la diversión, Simón. Ustedes solo asegúrense de mantener el ritmo.

Ambas se echaron a reír y nos dieron la espalda, caminando hacia su dormitorio. Nos dejaron con una mezcla de expectación y desconcierto, como si hubiéramos firmado un contrato cuyos términos desconocíamos.

Cuando se alejaron lo suficiente, Simón me miró con una sonrisa triunfante.

—Esta noche va a ser memorable, amigo. Te lo aseguro.

—¿Estás seguro de esto, Simón? —dije, aún desconfiado—. Estas chicas son… intensas.

Simón me lanzó una mirada rápida, con esa chispa en los ojos que solía aparecer cuando sentía que estaba a punto de vivir algo fuera de lo común.

—Es justo lo que necesitamos, Marcelo. Algo para sacudirnos la rutina.


Horas más tarde, ya nos encontrábamos en el Media Luna. Las luces bajas, el ambiente íntimo, y el leve murmullo de conversaciones creaban el escenario perfecto. Simón y yo esperábamos en una mesa mientras terminaba el turno del cantante que estaba en el escenario. Las gemelas aún no llegaban, y Simón tamborileaba los dedos sobre la mesa, ansioso.

Finalmente, la puerta se abrió, y ahí estaban ellas. Las gemelas parecían haber salido de una revista de moda, con vestidos oscuros que destacaban cada detalle de su figura. La gente alrededor comenzó a notar su presencia, y algunas miradas se posaron en ellas mientras se acercaban a nuestra mesa con la seguridad de quienes saben que tienen el control.

—¿Los dejamos esperando mucho? —preguntó Ari con una sonrisa traviesa mientras tomaba asiento frente a Simón.

—Para nada —respondí, aún algo embobado por su entrada—. Solo estábamos… calentando motores.

Adri se rió suavemente y me lanzó una mirada de complicidad.

—Perfecto, porque queremos verte en acción ya.

Minutos después subí al escenario, saludé al público y tomé el violonchelo. Elegí una de las canciones más románticas del repertorio, tratando de enfocarme en la música y no en el peso de sus miradas. Pero era imposible no ver de reojo cómo Adri se inclinaba hacia su hermana, susurrándole algo al oído que las hacía reír.

A medida que avanzaba la canción, mis ojos se encontraron con los de Ari, que me miraba con una intensidad que era difícil de ignorar. Sentí cómo el pulso se aceleraba, y tuve que concentrarme para no perder el ritmo. Al terminar, los aplausos me sacaron de ese trance momentáneo.

De regreso a la mesa, me sentí algo vulnerable. Simón me lanzó una sonrisa burlona.

—Buen trabajo, amigo. Te ganaste un par de admiradoras más.

Las gemelas parecían complacidas, y Ari levantó su copa hacia mí.

El ambiente en el Media Luna era perfecto para una noche como aquella. Sin embargo, sentía una mezcla de tensión y anticipación que no tenía nada que ver con el escenario o el público. La razón se movía en silencio entre las mesas, tomando pedidos con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. Clara estaba allí, trabajando como mesera esa noche, y aunque trataba de enfocarme en lo que estaba por venir, no podía evitar notar el aire gélido entre nosotros cada vez que se acercaba.

Estaba tan absorto en mis pensamientos que casi no noté cuando alguien se levantó de una mesa cercana y me saludó.

—¡MarChelo! —gritó Miquel, entrando con su típico andar seguro y su grupo de amigos del consejo estudiantill.

Al lado de Miquel, venía una chica rubia con mirada calculadora y sonrisa ensayada. La típica “chica de sociedad”. Ella parecía medir cada paso, como si estuviera en una pasarela.

—Bueno, bueno, MarChelo, te luciste esta noche —continuó Miquel, acercándose a nuestra mesa y dándome un golpecito en el hombro como si fuéramos viejos amigos.

—Miquel —respondí con una sonrisa forzada.

La chica a su lado miró a Simón y a las gemelas como si evaluara si valía la pena dirigirse a ellos. Después de unos segundos, posó su mirada en mí y extendió la mano, sin disimular un aire altanero.

—Isabella Gómez Luna, encantada —dijo con una voz que rezumaba superioridad. Estreché su mano con educación, consciente de que la noche apenas estaba empezando y que, con gente como ella alrededor, todo podía volverse… interesante.

Simón me miró de reojo, conteniendo la risa ante la escena, mientras que Adri y Ari observaban a Isabella como si fuera un espécimen raro en un zoológico.

—Isabella es la vicepresidenta del consejo estudiantil, ¿sabías? —dijo Miquel, lanzándome una mirada que intentaba ser impresionante.

—Oh, sí, claro —respondí sin mucho entusiasmo, y, aunque sonaba poco interesado, Miquel pareció tomárselo como una invitación para continuar.

—¿Entonces, MarChelo, has pensado en mi propuesta para la fiesta de Halloween? —preguntó Miquel.

Ya le había dicho que no, pero al parecer no estaba en sus planes aceptar una negativa. Las gemelas intercambiaron una mirada divertida, como si estuvieran encantadas de ver cómo se desarrollaba todo esto.

—Ya te dije que no estoy interesado, Miquel. Hay cosas que preparar, y honestamente, tocar en una fiesta del consejo no es mi prioridad —respondí, intentando mantenerme diplomático, aunque sabía que eso solo encendía más el interés de Miquel.

Antes de que pudiera replicar, Isabella intervino con una sonrisa encantadora, inclinándose un poco hacia mí.

—Marcelo, una fiesta de Halloween en grande es la oportunidad perfecta para mostrar tu talento a mucha más gente —dijo, y su tono dejaba claro que estaba acostumbrada a que le hicieran caso sin mucha discusión—. Además, no es cualquier fiesta… es LA fiesta del año.

Hice una pausa, evaluando mis opciones. La última fiesta de Miquel había terminado en un caos que prefería evitar repetir, especialmente teniendo a Clara tan cerca. Justo ahora, ella pasaba por la barra y nos miraba de reojo mientras secaba un vaso con demasiada concentración.

Las gemelas parecían estar saboreando la tensión en el aire y, al ver la insistencia de Isabella, se lanzaron de lleno a la conversación.

—Ay, Marcelo, ¡claro que vas a ir! —exclamó Ari, cruzándose de brazos con una sonrisa traviesa—. De hecho, nosotras seremos tus acompañantes oficiales. ¿Verdad, Adri?

Adri asintió entusiasmada, apoyándose en Simón.

—Exacto. Vamos tú, Simón, Ari y yo. Será perfecto. Te verás como el chico popular rodeado de sus fans más fieles —añadió con una carcajada, mirando a Miquel y a Isabella con un brillo divertido en los ojos.

Miquel rió, complacido. —¡Eso es, así me gusta! Será épico, MarChelo, ya lo verás. Además, estoy pensando en una sorpresa muy... especial.

Isabella asintió con entusiasmo. —Serás el centro de atención, Marcelo. No todos los días tienes a todo el campus como audiencia.

Justo en ese momento, noté a Clara que regresaba a la barra, cargando una bandeja vacía. Sus ojos se posaron en nosotros, y por un instante creí ver un destello de algo en su mirada... celos, quizá.

—Está bien, Miquel —acepté finalmente, con un leve encogimiento de hombros—. Cuenten conmigo para la fiesta.

Miquel exclamó con un aplauso triunfante. —¡Ole! Así se habla, tío. Sabía que dirías que sí. —Me miró con una sonrisa llena de complicidad—. Te espero en el escenario, MarChelo. Lo vamos a petar.

Las gemelas sonrieron como si acabaran de ganar una apuesta secreta, y Ari se acercó para susurrarme en tono conspirador.

—Buena decisión, Marcelo. Vas a agradecerlo, ya lo verás.

Mientras Miquel e Isabella se daban la vuelta, satisfechos por haber logrado convencerme, intercambiaron miradas de complicidad y sonrisas que parecían decir "misión cumplida". El grupo del consejo estudiantil los siguió, como un séquito que irradiaba esa aura de superioridad y exclusividad, una atmósfera que parecía haberse intensificado desde que habían llegado al Media Luna.

Seguimos un rato más charlando después de que se marchó Miquel. Al final de la noche, mientras Simón y las gemelas se dirigían a la salida, les hice una señal.

—Ahora los alcanzo. Me tomo un momento —dije en tono casual, aunque Simón me dirigió una mirada cómplice, entendiendo perfectamente a dónde iba.

—No tardes mucho —respondió con una sonrisita que dejaba poco a la imaginación.

Clara estaba al otro lado del salón, guardando algunos menús y revisando las mesas. Me acerqué con cuidado, sin querer sobresaltarla.

—¿Te ayudo con eso? —pregunté, señalando los objetos que estaba apilando para llevárselos.

—Estoy bien, gracias. Solo es rutina —respondió con tono neutro, volviendo la mirada hacia las mesas.

Intenté insistir, buscando una forma de romper el hielo sin parecer demasiado entrometido.

—¿Segura? No parece fácil cargar todo eso tú sola. Al menos déjame ayudarte con las cajas de la cocina.

—Está bien, pero solo porque parece que tienes demasiada energía —Clara asintió, aunque no añadió nada.

Juntos terminamos de organizar las copas y de asegurar la barra. Ya al cerrar el restaurante, me ofrecí a acompañarla a casa.

La noche era tranquila, el tipo de serenidad que invita a soltar las barreras, pero entonces el sonido de un motor rompió esa calma. Un coche se estacionó a unos metros, sin prisa pero con una confianza desafiante, Brandon se bajó del vehículo con una mirada que parecía devorar todo a su paso. Brandon siempre aparecía como si le perteneciera la escena, y su atención estaba, como siempre, fija en Clara.

—¡Hey, Clara! —llamó con voz grave mientras se acercaba. Sus ojos destellaban con algo entre interés y desafío—. ¿Te llevo a casa?

—No, gracias, Brandon. Estoy bien caminando —respondió.

Él la miró, sin darse por vencido, y esbozó una media sonrisa.

—Vamos, Clara, no quiero que andes sola a estas horas. Sabes que es peligroso.

Clara sacudió la cabeza, sus palabras firmes pero algo incómodas.

—No hace falta. Marcelo me acompañará.

Brandon me dirigió una mirada desdeñosa, estudiándome de arriba a abajo, con una risa breve y amarga.

—¿Él? ¿Este sapo? —se burló, señalándome con desdén—. Ni siquiera tiene carro. Ven conmigo, es más seguro.

Antes de que Clara pudiera responder, él extendió la mano y la tomó suavemente del brazo. La incomodidad en los ojos de Clara era evidente. Ella trató de zafarse, manteniendo la calma en su tono, pero con un destello de firmeza.

—Brandon, suéltame.

Él soltó una risita incrédula, todavía sin soltarla.

—Clara, vamos, apenas te estoy tocando. No hagas un drama, solo estoy tratando de protegerte —dijo él.

La tensión entre los tres era palpable. Sentía que la situación se salía de control, y en ese momento, me interpuse entre ellos.

—¿Por qué no puedes entender que ella no quiere irse contigo? —dije, tratando de mantener la calma.

Brandon me miró, soltando a Clara mientras daba un paso hacia mí, su mirada dura y desafiante.

—¿Y tú qué tienes que ver en esto, sapo? —preguntó, cruzándose de brazos con una sonrisa sarcástica—. ¿Te crees el héroe de la noche? Estás celoso porque ella me prefiere a mí, ¿verdad?

Me hirió el comentario, pero no se lo iba a mostrar. Respiré profundo y hablé con firmeza.

—No se trata de celos, Brandon, sino de respetar su decisión. Clara no necesita a alguien que no entiende la palabra "no".

Brandon soltó una carcajada incrédula, y con una sonrisa retadora se acercó un poco más, hablando en tono bajo, casi como si estuviera dándome una advertencia.

—No tienes idea de lo que es proteger a alguien —soltó, sus palabras cargadas de veneno.

Clara levantó las manos, interponiéndose entre ambos.

—¡Chicos, por favor! Esto no tiene que acabar de mala manera —dijo, su voz cargada de preocupación, aunque empezaba a darse cuenta de que la situación se le escapaba de las manos.

Brandon ignoró su intento de paz y, en cambio, me empujó, haciendome retroceder unos pasos.

—¿Quién te crees qué eres? —susurró con una mueca que hizo hervir mi sangre.

—¡Basta, Brandon por favor! —gritó, su voz intentando romper la hostilidad entre nosotros.

Brandon la ignoró por completo, mirándome como si fuera su único objetivo.

—¿Eres tan patético que necesitas de ella para defenderte? —espetó, una sonrisa cruel estirándose en su rostro y volviéndome a empujar.

La paciencia se desvaneció. Sentí la rabia arder en mi interior y le devolví el empujón, sin vacilar.

—No tienes derecho a tratarla así, Brandon. Ni a mí tampoco —dije, mi voz firme y desafiante.

Su sonrisa se borró de inmediato, y antes de que pudiera darme cuenta, lanzó un puñetazo directo a mi costado. El golpe fue como un latigazo de dolor que me atravesó, pero más fuerte que el dolor fue la ira que me hizo levantar la vista y mantenerme firme.

Brandon avanzó de nuevo, listo para golpearme otra vez, cuando sentí un tirón fuerte desde atrás. Era Simón, que se había metido justo a tiempo para separarnos. Nos empujó a ambos hacia lados opuestos, su mirada severa pasando de uno a otro.

—¡Basta! —gritó Simón—. ¡Esto es una locura!

Brandon, con la mandíbula apretada y una mirada que quemaba, se retiró sin decir una palabra, montándose en su auto y arrancando con una furia muda que dejaba claro que esto no quedaba aquí. Clara lo observó partir con una expresión de molestia que no intentó disimular.

Cuando el auto desapareció en la distancia, ella se giró hacia mí, sus ojos recorriendo mi rostro con preocupación. Con mi mano tocaba el lugar donde me habían golpeado.

—¿Estás bien? —preguntó Clara en voz baja, mirándome con un temor mezclado con algo que no lograba descifrar del todo.

Le sonreí, aunque sabía que mi expresión seguramente era más de cansancio que de alivio.

—Sí, no es nada —respondí, tratando de sonar casual.

Simón observó la escena en silencio, y luego, esbozando una sonrisa cómplice, le dio una palmada en el hombro a Clara.

—Bueno, Clara, creo que Marcelo ha hecho más que suficiente por hoy, ¿no crees? —bromeó, aunque en sus ojos se notaba la intención detrás de sus palabras—. Y, hablando de eso, te está haciendo falta un amigo como él. Al menos alguien que no intente “protegerte” a la fuerza.

Clara le lanzó una mirada que oscilaba entre la exasperación y el agradecimiento, y luego, como si llegara a una conclusión interna, asintió y me sonrió.

—Creo que tienes razón, Simón. Marcelo, ¿Aún sigue en pie la oferta de acompañarme a casa? —preguntó, suavizando la voz.

Simón alzó las cejas, satisfecho, y se despidió con un gesto.

—Entonces, los dejo, chicos. Marcelo, cuídala bien —dijo, guiñándome un ojo antes de alejarse, dándome una última palmada en el hombro.

Clara y yo comenzamos a caminar hacia su casa, envueltos en un silencio reparador bajo la luz tenue de la noche. Con cada paso, sentía cómo se desvanecía la tensión de las últimas semanas y la frialdad que se había instalado entre nosotros. Finalmente, rompí el silencio:

—Perdón si exageré un poco con Brandon —dije, mirando al suelo por un segundo—. No quería que esto se convirtiera en un drama… pero me molestó que te tratara de esa forma.

Clara asintió lentamente, y en su rostro vi una mezcla de gratitud y tristeza.

—No fue tu culpa, Marcelo. Creo que también necesitaba ver quién era en realidad —respondió, con un suspiro—. No puedo decir que no me afectó… pero me alegra que estuvieras ahí. Me defendiste como nunca nadie lo había hecho.

Después de un momento, aprovechando la calma, me atreví a preguntarle algo que había estado en mi mente desde hace tiempo.

—Entonces, ¿por qué no vives en los dormitorios como todos los demás becados? —pregunté con curiosidad.

Clara suspiró, como si la respuesta llevara tiempo formándose en su mente.

—Porque no tengo una beca completa. No soy una genio ni una deportista talentosa, solo soy alguien común que se esfuerza. Para mí, la beca es parcial, así que tengo que buscar un lugar fuera del campus y trabajar medio tiempo para cubrir los gastos —explicó con sinceridad.

—Vaya, pensé que era igual para todos los becarios —murmuré, algo sorprendido.

—Para nada. Hay becarios con menos apoyo que tú o yo —dijo, meneando la cabeza—. Varias chicas del Media Luna, por ejemplo, tienen que trabajar tiempo completo porque perdieron sus becas o no reciben ayuda de sus familias. Les asignan pequeños dormitorios en el trabajo; no son nada especial, pero les sirven para pasar la noche.

La situación me recordó esos cibercafés en Japón, donde algunas personas terminan viviendo entre cubículos y sillones de alquiler.

—Es como esos cibercafés en Japón, ¿no? Donde la gente vive ahí, trabajando, durmiendo… sobreviviendo —comenté, tratando de imaginar su vida.

Clara asintió, su expresión teñida de empatía.

—Exactamente. No es lo ideal, pero es lo que les queda. A veces tienen que hacer cosas para atraer clientes, como usar esos uniformes más provocativos —admitió, con algo de pesar.

—Es una verdadera lástima… —dije, frustrado por la injusticia.

Ella miró al suelo y, después de un momento, confesó algo en voz baja.

—Muchos dejamos todo para cumplir nuestros sueños. Es una oportunidad que no queremos desperdiciar. Me aterra pensar en fallarle a mis padres, que tanto se sacrifican para que yo pueda estar aquí —dijo, con una nota de tristeza en su voz.

La miré, sintiendo la gravedad de sus palabras.

—Te entiendo. A veces siento que tengo que demostrar todo el tiempo de lo que soy capaz. La mayoría de ricachones en la universidad son… distintos. A veces te miran hacia abajo cuando saben que eres becario —comenté, compartiendo mi propio sentimiento.

—No solo son los estudiantes, Marcelo —dijo, haciendo una mueca—. Incluso he oído de profesores que discriminan a los becarios, y algunos que te presionan para que pagues si quieres pasar su clase.

Bajé la mirada, sintiéndome impotente ante lo que ella describía.

—Es por eso que me uní al consejo estudiantil —explicó Clara—. Supongo que es cuestión de hacer conexiones. El consejo te da una red de contactos que es difícil conseguir de otra forma.

Recordé algo que había oído del rector: “Si no te relacionas, no puedes escalar.”

—No sé hasta qué punto eso es bueno —dije, dudando—. No me da buena espina el consejo estudiantil… especialmente Miquel.

Clara asintió, pensativa.

—A veces me doy cuenta de cosas dentro del consejo, cosas que me incomodan y de las que normalmente no me quedaría callada —dijo, bajando la voz—. Quizás he cedido más de lo que me gustaría. Me preocupa cambiar… volverme como ellos.

—“Si miras fijamente al abismo…” —comencé a decir.

—“…el abismo te devuelve la mirada” —completó Clara, con una pequeña sonrisa melancólica.

Hubo unos segundos de silencio entre nosotros. Sentía que ambos habíamos cambiado desde que llegamos a la universidad.

Finalmente, Clara miró alrededor y señaló la entrada de su edificio.

—Bueno, ya llegamos —dijo, soltando un suspiro de alivio—. Gracias por acompañarme, Marcelo… y, por supuesto, gracias por defenderme de Brandon.

—Lo haría de nuevo con gusto —le respondí, mirándola con sinceridad.

Clara se detuvo y, de repente, me miró con seriedad.

—Marcelo, hagamos una promesa —dijo, extendiendo su mano con el meñique levantado.

—¿Una promesa? —pregunté, intrigado.

—Sí —respondió Clara, con una leve sonrisa—. Prometamos que, por muy difícil que se ponga todo, los dos llegaremos hasta el final y nos graduaremos. Que ninguno de los dos dejará que nada ni nadie lo impida.

Sonreí y entrelacé mi meñique con el suyo.

—Es una promesa —sentencié, mirando sus ojos verdes que parecían brillar en la oscuridad.

De repente, se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. El gesto me dejó electrificado, y todo mi cuerpo sintió la calidez de su cercanía.

—Cuídate, Marcelo. Y, por favor, trata de no meterte en más peleas por mí —bromeó, dándome un suave empujón en el hombro.

—Lo intentaré —respondí, devolviéndole la sonrisa.

Nos despedimos con un abrazo, pequeño pero significativo, y la vi entrar a su casa. Mientras cerraba la puerta, sentí que el peso de las últimas semanas había desaparecido y que finalmente todo había vuelto a su lugar. Habíamos hecho las paces y recuperado la confianza.

Al final, solo uno de los dos logró cumplir la promesa.​
 
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Esa última frase es preocupante, porque quiere decir que uno de los dos no logro graduarse y sería una auténtica pena. Espero que sea otra cosa.
El problema es que se ha metido sin buscarlo en la boca del lobo que gente mala como Miquel y veremos cómo va a acabar. Espero que salga bien de está.
 
Esa última frase es preocupante, porque quiere decir que uno de los dos no logro graduarse y sería una auténtica pena. Espero que sea otra cosa.
El problema es que se ha metido sin buscarlo en la boca del lobo que gente mala como Miquel y veremos cómo va a acabar. Espero que salga bien de está.
Sí, mala pinta tiene esa última frase que no deja lugar a dudas. Uno de los dos no se va a graduar
 
Capítulo 16


La semana comenzó con el típico ajetreo de un lunes universitario, pero esta vez algo era distinto. Se sentía bien haber hecho las paces con Clara. Después de semanas de tensión, caminar juntos aquella noche y sellar nuestra promesa de apoyarnos hasta el final, había sido un alivio. Pero justo cuando pensé que las cosas se simplificaban, recordé el embrollo en el que me había metido con Miriam… y Abigail.

La feria de ciencia estaba a la vuelta de la esquina, y con ella, la necesidad de trabajar junto a Miriam en nuestro proyecto. Era inevitable. Ambos sabíamos que habíamos cruzado una línea, y aunque hubo momentos en los que nos dejamos llevar, la culpa llegó después como una sombra que ninguno podía ignorar. Sentía que debía concentrarme en mis estudios y dejar atrás lo que había pasado entre nosotros, pero el plan se tambaleó en cuanto entré al campus y la vi.

Miriam estaba ahí, en la entrada, con su característica sonrisa. Llevaba unos leggins negros que se ajustaban a sus piernas de manera provocativa, y un top deportivo que resaltaba su figura más de lo que era necesario. Estaba hablando con Viviana, la compañera más insoportable que uno pudiera imaginar. Tenía que enfocarme y mantener la distancia, pero no era tan sencillo.

Y cuando finalmente llegué a la última clase del día, inglés con la profesora Abigail, la incomodidad se duplicó. Había evitado pensar en cómo sería volver a verla después de aquella noche, pero ahora que estaba ahí, no sabía cómo reaccionar. Habitualmente, al entrar al salón, nos saludaba con una sonrisa y algún comentario sobre la lección del día, pero esta vez ni siquiera miró en mi dirección.

Observé el cambio en su forma de vestir. Últimamente había optado por ropa un poco más relajada, hoy llevaba una falda negra ajustada por encima de sus rodillas, con medias transparentes que combinaban con unos tacones oscuros. Su figura se veía realzada, y la blusa blanca que llevaba dejaba entrever un poco más de lo que solía mostrar, con un botón extra desabrochado que dejaba ver un poco de su escote. Supongo que el rector había influenciado en su forma de vestir.

Mis compañeros no fueron sutiles al notar el cambio: los murmullos y miradas de admiración eran innegables. La mayoría de los chicos la veían con asombro e incluso lujuria, mientras algunas chicas no podían evitar mirarla con recelo o envidia. Yo, por mi parte, apenas podía concentrarme; la visión de ella y el recuerdo de lo que había pasado me tenían atrapado en una mezcla de asombro y desconcierto.

Cada vez que se giraba hacia el pizarrón para escribir, sentía que el tiempo se ralentizaba. Sus movimientos al escribir, su postura, el silencio del salón… no pude evitar que mi mente vagara un poco. Traté de mantenerme centrado, de apartar los pensamientos de aquella noche, pero la sensación era casi incontrolable. Cada vistazo hacia su figura se sentía como un recordatorio de los secretos que ahora compartíamos.

La clase avanzó lentamente, cada segundo se hacía eterno. Sabía que debía enfocarme, pero el ambiente era tan tenso que me parecía imposible. No solo estaba la tensión entre Miriam y yo, sino también esa incómoda realidad con Abigail, una realidad que ahora empezaba a complicarse con cada gesto, cada palabra, cada mirada evitada.

"Concéntrate, Marcelo", me repetí una y otra vez.

El timbre sonó, marcando el final de la clase, y la mayoría de los estudiantes se levantaron de sus asientos, hablando entre ellos y recolectando sus cosas. Me preparaba para salir cuando, de repente, escuché la voz de Abigail llamándome.

—Marcelo, ¿puedes quedarte un momento, por favor? Tengo que hablar contigo.

La sala se quedó en silencio. Miriam me miró, y en ese instante, nuestras miradas se encontraron. Había una mezcla de inquietud y curiosidad en sus ojos, como si ambos supiéramos que la conversación que estaba a punto de tener con Abigail no era sencilla.

Abigail se acercó, su expresión era seria. El resto de la clase había salido, y nos quedamos solos en el aula, un espacio que se sentía repentinamente pequeño y cargado de tensión.

—Marcelo, quiero aclarar algunas cosas sobre lo que sucedió la otra noche —comenzó, su voz baja pero firme—. Lo que pasó entre nosotros no debe salir de aquí. Fue un momento de debilidad, me dejé llevar por el alcohol.

Había estado esperando que este tema surgiera, pero nunca imaginé que fuera de esta manera.

—Yo también me dejé llevar —respondí, sintiendo la necesidad de ser honesto.

—No quiero que esto afecte tu desempeño académico ni nuestra relación profesional —dijo Abigail, finalmente alzando la vista y encontrando mis ojos—. No podemos permitir que lo que ocurrió se interponga en lo que estamos aquí para hacer. Debemos mantener las cosas profesionales.

—No te preocupes, Abigail. Entiendo lo que estás diciendo —dije, tratando de ser lo más sincero posible—. Y prometo que no hablaré de ello con nadie.

Ella sonrió débilmente, agradecida. Me preguntaba si, en el fondo, ella también se sentía culpable por lo que había pasado, o si había algo más detrás de su aparente control.

—Gracias, Marcelo. Valoro mucho tu comprensión.

Me apresuré en guardar mis libros, con la esperanza de escabullirme antes de que alguien pudiera notar la incomodidad en mi rostro. Sin embargo, poco después de salir del salón, escuché la voz de Miriam.

—¡Marcelo! —llamó desde la puerta, abriéndose paso entre los demás estudiantes que salían—. Necesitamos hablar sobre el proyecto para la feria de ciencias. La presentación es la próxima semana.

—Claro, hablemos —respondí.

Caminamos juntos hacia un rincón más tranquilo del pasillo. Miriam me miraba de reojo, como si tratara de medir mi estado de ánimo. Finalmente, rompió el silencio.

—Oye, sobre lo que pasó… —comenzó, bajando la voz—. Sé que las cosas se complicaron, y no quiero que eso afecte nuestro trabajo. Yo también me siento… confundida, por decirlo de alguna forma.

—Lo sé, Miriam —respondí, mirando el suelo—. Fue algo que simplemente pasó. No tiene sentido quedarnos atrapados en lo mismo. Hagamos que el proyecto salga bien, y ya después… bueno, ya veremos.

Miriam asintió, y pude ver un destello de alivio en sus ojos. Al menos estábamos en la misma página en cuanto a no dejar que nuestra historia personal interfiriera con la feria de ciencias.

Nos dirigimos a casa de Miriam para avanzar con el proyecto. No era una caminata larga, pero suficiente como para que mi mente divagara, sobre todo al verla caminar delante de mí mientras llevaba esos leggings negros que le haciá lucir un culazo de infarto.

Me recordaba a mí mismo que esto solo era para trabajar en equipo, que ella tenía a Max y que lo último que debía hacer era meterme en problemas otra vez. Pero la memoria de lo ocurrido entre ella y yo persistía.

Al llegar a su casa, nos instalamos en la mesa del comedor con todos los materiales esparcidos entre nosotros: frascos de pintura, compuestos químicos, y el volcán.

Lo teníamos casi listo, solo faltaba afinar algunos detalles, y los dos estábamos enfocados. La mezcla de líquidos empezó a burbujear y, de repente, una pequeña explosión de la sustancia nos salpicó. Miriam soltó un grito sorprendido y miró su top empapado.

—¡Ay, no! —exclamó, tratando de secarse sin mucho éxito. Su top estaba ahora húmedo y pegado a su piel, revelando más de lo que seguramente pretendía. No pude evitar que mi mirada se deslizara un instante, captando el contorno de sus pechos y cómo el material húmedo los marcaba con claridad.

—Lo siento, debí haber tenido más cuidado —dije, intentando romper la tensión.

Miriam frunció el ceño, molesta pero más consigo misma que conmigo, y después de unos segundos suspiró con resignación.

—Voy a darme una ducha rápida para quitarme esto —anunció y se dirigió al baño.

Me quedé en el cuarto, concentrándome en arreglar el pequeño desastre en la mesa de trabajo. Los minutos pasaron y escuché su voz llamándome.

—¡Marcelo! ¿Podrías pasarme una toalla? Creo que olvidé una en el cuarto de al lado.

Busqué una toalla en el estante junto a la puerta. Toqué la puerta ligeramente, pensando en dejarla ahí, pero Miriam me dijo que pasara. Al entrar, vi su ropa tirada en el suelo y la silueta de su cuerpo detrás de la cortina de la ducha, apenas cubierta. Tragué saliva, consciente de que cada parte de mi ser me empujaba a mirarla, pero también sabía que debía respetar su espacio.

—Aquí tienes —le dije, alcanzándole la toalla desde un lado de la cortina.

Cuando Miriam tomó la toalla, salí del baño sin decir nada, pero entonces noté algo en el suelo: las bragas negras que se había puesto ese día. Mi primer impulso fue dejarla ahí, pero algo me hizo inclinarme y recogerla, un reflejo más rápido que el pensamiento.

Salí del baño y me dirigí hacia la sala. Tome las bragas y me las lleve a la nariz para olerlas. Olían tremendamente a coño. Tenía un fetiche con oler bragas usadas, así que rápidamente se empalmó mi polla. Me empecé a frotar por encima del pantalón hasta que escuché a Miriam bajar las escaleras.

Rápidamente puse mis manos detrás de la espalda, escondiéndola. Miriam salió envuelta en la toalla, el cabello todavía mojado y una sonrisa tranquila en el rostro, pero apenas me vio, frunció el ceño con curiosidad.

—Oye de casualidad... ¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó, notando la tensión en mis hombros.

—Sí, claro —respondí con un intento de calma, pero sabía que no estaba siendo convincente. Mantuve mis manos firmemente detrás de mí, con una sonrisa nerviosa que no ayudaba a disimular nada.

Miriam alzó una ceja y se acercó, sus ojos pasando de mi expresión a mis brazos ocultos.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó.

Di un paso hacia atrás, pero ella me atrapó, rápida y decidida. Sin darle tiempo a que pensara, extendí una mano y traté de explicar.

—¡Espera, no es lo que piensas! La encontré en el suelo y…

—Eres un puerco, ¿lo sabías? —dijo, mirándome con esos ojos llenos de chispa y desafío.

Sentí que el calor subía a mi cara, y por un segundo, deseé que la tierra me tragara.

—¡Te lo digo, no es lo que piensas! —respondí al final, tratando de mantener la compostura—. Solo la recogí para que no se quedara tirada…

—¿Ah, sí? Claro, eso es lo que todos los “caballeros” harían, ¿no? —se burló—. No puedo creer que la hayas recogido. ¡Suelta eso puerco!.

Solté las bragas de Miriam al suelo. Estábamos frente a frente, y no podía evitar observarla. La toalla que Miriam llevaba seguía húmeda, pegada a su cuerpo de una manera que hacía imposible no notar cada detalle. El cabello le caía en mechones oscuros sobre los hombros, gotas de agua deslizándose por su cuello, y la toalla... bueno, la toalla apenas alcanzaba a cubrirla.

—Bueno, ¿vas a seguir aquí mirándome con cara de bobo o terminamos el proyecto? —dijo desafiante.

—Es solo que… es difícil no fijarse en ti.

—¿Ah, sí? —dijo, levantando una ceja—. ¿Así que es culpa mía, entonces?

Me di cuenta de que estaba caminando por la cuerda floja.

—Tienes que admitir que es difícil concentrarse cuando estás con esos leggins y así—respondí, señalando la toalla que apenas cubría su figura. Miriam soltó un suspiro, pero no se alejó.

—Eres un puerco Marcelo —dijo, negando con la cabeza, aunque ya no había enojo en su voz—. Deberías ponerte serio y concentrarte en terminar este proyecto.

—¿Y tú qué? —repliqué, cruzando los brazos—. Me haces traer la toalla, como si estuvieras esperando que te viera… Tal vez la “puerquita” aquí eres tú.

Su sonrisa desapareció de repente, y noté cómo se sonrojaba levemente. Parecía sorprendida de que yo le devolviera la broma, y por un instante, fue ella quien se quedó sin palabras.

—Por favor —dijo finalmente, soltando una risa incrédula—. No te creas tanto, Marcelo. Simplemente no quería salpicar el agua.

—Sí, claro —murmuré, dando un paso hacia ella, sin apartar la vista de sus ojos. Su sonrisa era desafiante, pero sus ojos, un poco brillosos, dejaban ver otra cosa.

—No te hagas la inocente... bien que te gusta andar provocándome —le dije, sintiendo mis propias palabras resonar entre nosotros mientras la rodeaba con un brazo y la acercaba un poco más.

—Idiota... recuerda que tengo novio —susurró, pero no hizo esfuerzo alguno por apartarse. Su voz había perdido esa certeza inicial y, por un instante, ambos nos quedamos en un silencio que lo decía todo y nada al mismo tiempo.

Entonces, mis dedos alcanzaron el borde de la toalla, y antes de pensarlo demasiado, la dejé caer. La tela resbaló suavemente por sus hombros, deslizándose por su piel como una ola, y bajó lentamente hasta sus pies.

Ahí estaba, vulnerable y hermosa. Su piel, apenas enrojecida, reflejaba la luz de la habitación, y sus ojos permanecían clavados en los míos, sin ocultar ese temblor que ahora compartíamos. su piel blanca y suave estaba frente a mí. Aquellos pechos enormes y firmes, con pezones erectos y rosados clamaban por mi atención. No pude resistirme y extendí mi mano hacia uno de ellos, acariciándolo suavemente mientras ella cerraba los ojos y gemía.

—Eres mía —susurré al oído, mientras continuaba acariciándola.

Ella respondió con un suspiro, dejando que su cuerpo se acercara más al mío. Sus pezones se endurecieron aún más bajo mis dedos, y su respiración se aceleró.

Entonces, mis labios encontraron los suyos en un beso apasionado y lleno de lujuria. Nuestras lenguas se enredaron y ahora sus tetas pegaban contra mi pecho. Mis manos recorrieron su piel, deslizándose por sus curvas, acariciando cada centímetro de su cuerpo aún húmedo.

Mis dedos acariciaban su clítoris, haciéndola gemir de placer. Ella se arqueó contra mí mientras la tocaba.

Entonces, la acosté en el sofá. Su cuerpo se contoneaba, deseando más y más. Mis dedos seguían acariciando su clítoris, mientras mi otra mano tocaba en ciruclos uno de sus pezones erectos. Miriam jadeaba y gemía, perdiéndose en el placer.

No podía resistirme más, necesitaba poseerla. Así que, con un movimiento rápido y seguro, mi polla encontró lentamente en la entrada de su coño y se sumergió en ella, con mayor facilidad que las primeras dos veces que me la follé. Ella suspiró de placer, arqueandose mientras comenzaba a moverme dentro de ella.

—Parece que tu coñito ya se está acostumbrando a mi polla —dije bufando sin parar de follarla.

—Ahhh así, así no pares —Miriam jadeaba con la mirada al techo.

Empecé a penetrarla más fuerte y ella empezó a gritar de placer, sus manos agarraban la tela del sofá mientras la penetraba más y más profundo. Cada movimiento nos hacía sentir más y más cerca del éxtasis.

Me separé de ella y le ordené que se pusiera en cuatro. Ella obediente, arqueo su espalda y me ofreció su culo que se movía en pequeños movimientos alternativos de un lado para otro ansiosa de que la siguiera follando. Una idea pasó por mi mente. Le separé sus nalgas y vi el agujero de su culo. Froté un poco mi polla antes de ponerla entre la raja de su culo. Me gustaba la sensación y el calor de tener mi miembro presionado entre sus nalgas.

—Qué haces… ni se te ocurra meterla por el culo cabrón —Miram volteó a verme con ojos brillosos.

—A qué tu novio nunca te ha follado por aquí eh —dije mientras me frotaba en ella—. Pero bueno, para la otra será.

Dirigí mi polla para la entrada de su coño y comencé a penetrarla lentamente hasta llegar lo más profundo posible.

—Ohhh sí, así, lento ufff —gimió Miriam.

Los fluidos del coño de Miriam caían por sus piernas hasta llegar al sofá. Mis manos acariciaban su firme culazo. Levanté una de mis manos y le azoté el culo dejándole una marca roja.

—¡Gilipollas! —masculló.

Pero no le di tiempo de seguir reprochando. Empecé a moverme en circulos dentro de ella alcanzando nuevos lugares, cosa que Miriam disfrutó pues se retorcía de placer. Ella bajo una de sus manos y se la llevó a su coño para masturbarse. Será zorra pensé.

—¡Ohhhh sí! ¡sí! que bueno ufff… ¡ahhh Marcelo! ¡más rápido! ¡follame más rápido cabrón! —Miriam gritaba de placer.

Estaba alcanzando mi límite, así que traté de concentrarme para prolongar el momento. Miriam se estaba convirtiendo en una auténtica fiera y yo tenía que seguirle el ritmo. Pero entonces, el celular de ella sonó.

Miriam estiró su brazo y alcanzó su celular. Cuando vio quién marcaba, abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y alarma al ver el nombre de Max en la pantalla. Me miró, como si intentara decidir qué hacer.

—Contesta —le dije, pasando mis dedos por su espalda desnuda y sintiendo cómo se estremecía bajo mi toque—. Así no se le ocurrirá venir a buscarte.

Con un suspiro entrecortado, Miriam atendió la llamada, llevándose el teléfono al oído.

—Hola… amor —respondió, tratando de mantener la voz firme, aunque en sus ojos se veía la tensión por la cercanía entre nosotros. Max empezó a hablar, y mientras ella intentaba concentrarse en su voz, yo deslicé mis manos suavemente por su cintura, subiendo lentamente por sus costados hasta llegar a sus tetas. Miriam contuvo el aliento, apretando los labios para no dejar escapar ningún sonido.

—Hola amor ¿Estás bien, Miriam? Te oigo rara… —se escuchó la voz de Max al otro lado de la línea, y Miriam apretó el teléfono un poco más fuerte, intentando controlarse.

—Sí... solo... estoy un poco cansada —contestó, pero su voz temblaba ligeramente.

Estaba demasiado excitado, así que aproveché ese momento para meterla la polla lentamente. La oí exhalar suavemente, casi en un leve gemido que intentó disimular.

—¿Cansada? ¿Quieres que pase por ti más tarde? —preguntó Max, y Miriam me miró con una mezcla de pánico y deseo, mordiéndose el labio para intentar mantener la compostura.

—No... mmm no hace falta. Solo... ufff… quería descansar un rato —respondió, su voz apenas un susurro.

La besé suavemente detrás de la oreja, y deslicé mis dedos por sus pezones, noté cómo se estremecía, luchando por contener sus reacciones.

—¿Estás segura qué estás bien? Te escuchas como si estuvieras enferma.

—Sí Max, son los cólicos…me están matando… ufff… quiero estar sola bebe, te dejo —Miriam apretaba sus labios.

—Bueno, solo quería saber cómo estabas. Te extraño, mi amor —dijo Max, su tono ajeno a todo lo que ocurría al otro lado de la línea.

—Y... yo a ti, adiós —respondió Miriam, casi sin aliento, mientras mis manos continuaban acariciando sus tetas.

Al final, logró cortar la llamada rápidamente, dejando escapar un suspiro mientras me miraba, sus ojos reflejando una mezcla de emociones que ninguno de los dos sabía cómo resolver.

—Cabrón… como te pones a follarme mientras estoy en llamada —dijo Miriam entre jadeos.

—Bien que te dejaste zorrita, ufff —terminé de decir resoplando.

La sujeté de las caderas para apoyarme mejor, y de un tirón, la penetré hasta el fondo.

—Ahhh jodeeer —bufó.

Mi polla entraba y salía sin mayor pudor bañada de sus flujos vaginales. Volví a azotar su culazo ya sin negativa de ella. Tomé uno de los cojines y lo puse debajo de su vientre, para que ella se recostara encima. Le abrí más sus piernas y entonces metí dos dedos dentro de su coño ya ensanchado.

—Mmm sí —gimió mientras metía y sacaba mis dedos.

Llevé mi boca hacia la suya y nos dismos un beso ensalivado. Deje de besarla y pude ver la cara deseosa que tenía mientras le caía la saliva por su mentón. Saqué mis dedos de su cuño y me puse de cuclillas para despues dejarme caer sobre su espalda. Le abrí un poco más la espalda y empecé a follarla. Con mis manos acariciaba sus tetas mientras la follaba lentamente.

Me incliné un poco, y comencé a follarla frenéticamente.

—¡Ohhh sí! sigue... no pares

Cuando llegaba hasta al fondo, me detenía un poco y movía mi polla dentro de ella en circulos.

—¡Cabrón! ¡me vengo! ¡me vengo! ¡joder! —gritó de placer.

Empecé a follarla rápidamente sintiendo las contracciones dentro de su coño. Llevándome cerca del orgasmo. Deje de penetrarla, pero Miriam buscó el contacto restregando su coño contra mi polla, de atrás hacia adelante. Hasta que entre resoplidos se tumbó en el sofá. Yo abrí nuevamente la raja de su culo y metí mi polla frontandome entre sus glúteos.

—¡Ohhh mierda! —dije bufando mientras eyaculaba.

Disparos de mi semen chorreaban entre su culo y espalda baja.


 
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Capítulo 16


La semana comenzó con el típico ajetreo de un lunes universitario, pero esta vez algo era distinto. Se sentía bien haber hecho las paces con Clara. Después de semanas de tensión, caminar juntos aquella noche y sellar nuestra promesa de apoyarnos hasta el final, había sido un alivio. Pero justo cuando pensé que las cosas se simplificaban, recordé el embrollo en el que me había metido con Miriam… y Abigail.

La feria de ciencia estaba a la vuelta de la esquina, y con ella, la necesidad de trabajar junto a Miriam en nuestro proyecto. Era inevitable. Ambos sabíamos que habíamos cruzado una línea, y aunque hubo momentos en los que nos dejamos llevar, la culpa llegó después como una sombra que ninguno podía ignorar. Sentía que debía concentrarme en mis estudios y dejar atrás lo que había pasado entre nosotros, pero el plan se tambaleó en cuanto entré al campus y la vi.

Miriam estaba ahí, en la entrada, con su característica sonrisa. Llevaba unos leggins negros que se ajustaban a sus piernas de manera provocativa, y un top deportivo que resaltaba su figura más de lo que era necesario. Estaba hablando con Viviana, la compañera más insoportable que uno pudiera imaginar. Tenía que enfocarme y mantener la distancia, pero no era tan sencillo.

Y cuando finalmente llegué a la última clase del día, inglés con la profesora Abigail, la incomodidad se duplicó. Había evitado pensar en cómo sería volver a verla después de aquella noche, pero ahora que estaba ahí, no sabía cómo reaccionar. Habitualmente, al entrar al salón, nos saludaba con una sonrisa y algún comentario sobre la lección del día, pero esta vez ni siquiera miró en mi dirección.

Observé el cambio en su forma de vestir. Últimamente había optado por ropa un poco más relajada, hoy llevaba una falda negra ajustada por encima de sus rodillas, con medias transparentes que combinaban con unos tacones oscuros. Su figura se veía realzada, y la blusa blanca que llevaba dejaba entrever un poco más de lo que solía mostrar, con un botón extra desabrochado que dejaba ver un poco de su escote. Supongo que el rector había influenciado en su forma de vestir.

Mis compañeros no fueron sutiles al notar el cambio: los murmullos y miradas de admiración eran innegables. La mayoría de los chicos la veían con asombro e incluso lujuria, mientras algunas chicas no podían evitar mirarla con recelo o envidia. Yo, por mi parte, apenas podía concentrarme; la visión de ella y el recuerdo de lo que había pasado me tenían atrapado en una mezcla de asombro y desconcierto.

Cada vez que se giraba hacia el pizarrón para escribir, sentía que el tiempo se ralentizaba. Sus movimientos al escribir, su postura, el silencio del salón… no pude evitar que mi mente vagara un poco. Traté de mantenerme centrado, de apartar los pensamientos de aquella noche, pero la sensación era casi incontrolable. Cada vistazo hacia su figura se sentía como un recordatorio de los secretos que ahora compartíamos.

La clase avanzó lentamente, cada segundo se hacía eterno. Sabía que debía enfocarme, pero el ambiente era tan tenso que me parecía imposible. No solo estaba la tensión entre Miriam y yo, sino también esa incómoda realidad con Abigail, una realidad que ahora empezaba a complicarse con cada gesto, cada palabra, cada mirada evitada.

"Concéntrate, Marcelo", me repetí una y otra vez.

El timbre sonó, marcando el final de la clase, y la mayoría de los estudiantes se levantaron de sus asientos, hablando entre ellos y recolectando sus cosas. Me preparaba para salir cuando, de repente, escuché la voz de Abigail llamándome.

—Marcelo, ¿puedes quedarte un momento, por favor? Tengo que hablar contigo.

La sala se quedó en silencio. Miriam me miró, y en ese instante, nuestras miradas se encontraron. Había una mezcla de inquietud y curiosidad en sus ojos, como si ambos supiéramos que la conversación que estaba a punto de tener con Abigail no era sencilla.

Abigail se acercó, su expresión era seria. El resto de la clase había salido, y nos quedamos solos en el aula, un espacio que se sentía repentinamente pequeño y cargado de tensión.

—Marcelo, quiero aclarar algunas cosas sobre lo que sucedió la otra noche —comenzó, su voz baja pero firme—. Lo que pasó entre nosotros no debe salir de aquí. Fue un momento de debilidad, me dejé llevar por el alcohol.

Había estado esperando que este tema surgiera, pero nunca imaginé que fuera de esta manera.

—Yo también me dejé llevar —respondí, sintiendo la necesidad de ser honesto.

—No quiero que esto afecte tu desempeño académico ni nuestra relación profesional —dijo Abigail, finalmente alzando la vista y encontrando mis ojos—. No podemos permitir que lo que ocurrió se interponga en lo que estamos aquí para hacer. Debemos mantener las cosas profesionales.

—No te preocupes, Abigail. Entiendo lo que estás diciendo —dije, tratando de ser lo más sincero posible—. Y prometo que no hablaré de ello con nadie.

Ella sonrió débilmente, agradecida. Me preguntaba si, en el fondo, ella también se sentía culpable por lo que había pasado, o si había algo más detrás de su aparente control.

—Gracias, Marcelo. Valoro mucho tu comprensión.

Me apresuré en guardar mis libros, con la esperanza de escabullirme antes de que alguien pudiera notar la incomodidad en mi rostro. Sin embargo, poco después de salir del salón, escuché la voz de Miriam.

—¡Marcelo! —llamó desde la puerta, abriéndose paso entre los demás estudiantes que salían—. Necesitamos hablar sobre el proyecto para la feria de ciencias. La presentación es la próxima semana.

—Claro, hablemos —respondí.

Caminamos juntos hacia un rincón más tranquilo del pasillo. Miriam me miraba de reojo, como si tratara de medir mi estado de ánimo. Finalmente, rompió el silencio.

—Oye, sobre lo que pasó… —comenzó, bajando la voz—. Sé que las cosas se complicaron, y no quiero que eso afecte nuestro trabajo. Yo también me siento… confundida, por decirlo de alguna forma.

—Lo sé, Miriam —respondí, mirando el suelo—. Fue algo que simplemente pasó. No tiene sentido quedarnos atrapados en lo mismo. Hagamos que el proyecto salga bien, y ya después… bueno, ya veremos.

Miriam asintió, y pude ver un destello de alivio en sus ojos. Al menos estábamos en la misma página en cuanto a no dejar que nuestra historia personal interfiriera con la feria de ciencias.

Nos dirigimos a casa de Miriam para avanzar con el proyecto de la feria de ciencias. No era una caminata larga, pero suficiente como para que mi mente divagara, sobre todo al verla caminar delante de mí mientras llevaba esos leggings negros que le haciá lucir un culazo de infarto.

Me recordaba a mí mismo que esto solo era para trabajar en equipo, que ella tenía a Max y que lo último que debía hacer era meterme en problemas otra vez. Pero la memoria de lo ocurrido entre ella y yo persistía.

Al llegar a su casa, nos instalamos en la mesa del comedor con todos los materiales esparcidos entre nosotros: frascos de pintura, compuestos químicos, y el volcán.

Lo teníamos casi listo, solo faltaba afinar algunos detalles, y los dos estábamos enfocados. La mezcla de líquidos empezó a burbujear y, de repente, una pequeña explosión de la sustancia nos salpicó. Miriam soltó un grito sorprendido y miró su top empapado.

—¡Ay, no! —exclamó, tratando de secarse sin mucho éxito. Su top estaba ahora húmedo y pegado a su piel, revelando más de lo que seguramente pretendía. No pude evitar que mi mirada se deslizara un instante, captando el contorno de sus pechos y cómo el material húmedo los marcaba con claridad.

—Lo siento, debí haber tenido más cuidado —dije, intentando romper la tensión.

Miriam frunció el ceño, molesta pero más consigo misma que conmigo, y después de unos segundos suspiró con resignación.

—Voy a darme una ducha rápida para quitarme esto —anunció y se dirigió al baño.

Me quedé en el cuarto, concentrándome en arreglar el pequeño desastre en la mesa de trabajo. Los minutos pasaron y escuché su voz llamándome.

—¡Marcelo! ¿Podrías pasarme una toalla? Creo que olvidé una en el cuarto de al lado.

Busqué una toalla en el estante junto a la puerta. Toqué la puerta ligeramente, pensando en dejarla ahí, pero Miriam me dijo que pasara. Al entrar, vi su ropa tirada en el suelo y la silueta de su cuerpo detrás de la cortina de la ducha, apenas cubierta. Tragué saliva, consciente de que cada parte de mi ser me empujaba a mirarla, pero también sabía que debía respetar su espacio.

—Aquí tienes —le dije, alcanzándole la toalla desde un lado de la cortina.

Cuando Miriam tomó la toalla, salí del baño sin decir nada, pero entonces noté algo en el suelo: las bragas negras que se había puesto ese día. Mi primer impulso fue dejarla ahí, pero algo me hizo inclinarme y recogerla, un reflejo más rápido que el pensamiento.

Salí del baño y me dirigí hacia la sala. Tome las bragas y me las lleve a la nariz para olerlas. Olían tremendamente a coño. Tenía un fetiche con oler bragas usadas, así que rápidamente se empalmó mi polla. Me empecé a frotar por encima del pantalón hasta que escuché a Miriam bajar las escaleras.

Rápidamente puse mis manos detrás de la espalda, escondiéndola. Miriam salió envuelta en la toalla, el cabello todavía mojado y una sonrisa tranquila en el rostro, pero apenas me vio, frunció el ceño con curiosidad.

—Oye de casualidad... ¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó, notando la tensión en mis hombros.

—Sí, claro —respondí con un intento de calma, pero sabía que no estaba siendo convincente. Mantuve mis manos firmemente detrás de mí, con una sonrisa nerviosa que no ayudaba a disimular nada.

Miriam alzó una ceja y se acercó, sus ojos pasando de mi expresión a mis brazos ocultos.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó.

Di un paso hacia atrás, pero ella me atrapó, rápida y decidida. Sin darle tiempo a que pensara, extendí una mano y traté de explicar.

—¡Espera, no es lo que piensas! La encontré en el suelo y…

—Eres un puerco, ¿lo sabías? —dijo, mirándome con esos ojos llenos de chispa y desafío.

Sentí que el calor subía a mi cara, y por un segundo, deseé que la tierra me tragara.

—¡Te lo digo, no es lo que piensas! —respondí al final, tratando de mantener la compostura—. Solo la recogí para que no se quedara tirada…

—¿Ah, sí? Claro, eso es lo que todos los “caballeros” harían, ¿no? —se burló—. No puedo creer que hayas recogido eso. ¡Suelta eso puerco!.

Solté las bragas de Miriam al suelo. Estábamos frente a frente, y no podía evitar observarla. La toalla que Miriam llevaba seguía húmeda, pegada a su cuerpo de una manera que hacía imposible no notar cada detalle. El cabello le caía en mechones oscuros sobre los hombros, gotas de agua deslizándose por su cuello, y la toalla... bueno, la toalla apenas alcanzaba a cubrirla.

—Bueno, ¿vas a seguir aquí mirándome con cara de bobo o terminamos el proyecto? —dijo desafiante.

—Es solo que… es difícil no fijarse en ti.

—¿Ah, sí? —dijo, levantando una ceja—. ¿Así que es culpa mía, entonces?

Me di cuenta de que estaba caminando por la cuerda floja.

—Tienes que admitir que es difícil concentrarse cuando estás con esos leggins y así—respondí, señalando la toalla que apenas cubría su figura. Miriam soltó un suspiro, pero no se alejó.

—¡Eres un puerco Marcelo! —dijo, negando con la cabeza, aunque ya no había enojo en su voz—. Pero, ¿sabes qué? Deberías concentrarte en terminar este proyecto.

—¿Y tú qué? —repliqué, cruzando los brazos—. Me haces traer la toalla, como si estuvieras esperando que te viera… Tal vez la “puerquita” aquí eres tú.

Su sonrisa desapareció de repente, y noté cómo se sonrojaba levemente. Parecía sorprendida de que yo le devolviera la broma, y por un instante, fue ella quien se quedó sin palabras.

—Por favor —dijo finalmente, soltando una risa incrédula—. No te creas tanto, Marcelo. Simplemente no quería salpicar el agua.

—Sí, claro —murmuré, dando un paso hacia ella, sin apartar la vista de sus ojos. Su sonrisa era desafiante, pero sus ojos, un poco brillosos, dejaban ver otra cosa.

—No te hagas la inocente... bien que te gusta andar provocándome —le dije, sintiendo mis propias palabras resonar entre nosotros mientras la rodeaba con un brazo y la acercaba un poco más.

—Idiota... recuerda que tengo novio —susurró, pero no hizo esfuerzo alguno por apartarse. Su voz había perdido esa certeza inicial y, por un instante, ambos nos quedamos en un silencio que lo decía todo y nada al mismo tiempo.

Entonces, mis dedos alcanzaron el borde de la toalla, y antes de pensarlo demasiado, la dejé caer. La tela resbaló suavemente por sus hombros, deslizándose por su piel como una ola, y bajó lentamente hasta sus pies.

Ahí estaba, vulnerable y hermosa. Su piel, apenas enrojecida, reflejaba la luz de la habitación, y sus ojos permanecían clavados en los míos, sin ocultar ese temblor que ahora compartíamos. su piel blanca y suave estaba frente a mí. Aquellos pechos enormes y firmes, con pezones erectos y rosados clamaban por mi atención. No pude resistirme y extendí mi mano hacia uno de ellos, acariciándolo suavemente mientras ella cerraba los ojos y gemía.

—Eres mía —susurré al oído, mientras continuaba acariciándola.

Ella respondió con un suspiro, dejando que su cuerpo se acercara más al mío. Sus pezones se endurecieron aún más bajo mis dedos, y su respiración se aceleró.

Entonces, mis labios encontraron los suyos en un beso apasionado y lleno de lujuria. Nuestras lenguas se enredaron y ahora sus tetas pegaban contra mi pecho. Mis manos recorrieron su piel, deslizándose por sus curvas, acariciando cada centímetro de su cuerpo aún húmedo.

Mis dedos acariciaban su clítoris, haciéndola gemir de placer. Ella se arqueó contra mí mientras la tocaba.

Entonces, la acosté en el sofá. Su cuerpo se contoneaba, deseando más y más. Mis dedos seguían acariciando su clítoris, mientras mi otra mano tocaba en ciruclos uno de sus pezones erectos. Miriam jadeaba y gemía, perdiéndose en el placer.

No podía resistirme más, necesitaba poseerla. Así que, con un movimiento rápido y seguro, mi polla encontró lentamente en la entrada de su coño y se sumergió en ella, con mayor facilidad que las primeras dos veces que me la follé. Ella suspiró de placer, arqueandose mientras comenzaba a moverme dentro de ella.

—Parece que tu coñito ya se está acostumbrando a mi polla —dije bufando sin parar de follarla.

—Ahhh así, así no pares —Miriam jadeaba con la mirada al techo.

Empecé a penetrarla más fuerte y ella empezó a gritar de placer, sus manos agarraban la tela del sofá mientras la penetraba más y más profundo. Cada movimiento nos hacía sentir más y más cerca del éxtasis.

Me separé de ella y le ordené que se pusiera en cuatro. Ella obediente, arqueo su espalda y me ofreció su culo que se movía en pequeños movimientos alternativos de un lado para otro ansiosa de que la siguiera follando. Una idea pasó por mi mente. Le separé sus nalgas y vi el agujero de su culo. Froté un poco mi polla antes de ponerla entre la raja de su culo. Me gustaba la sensación y el calor de tener mi miembro presionado entre sus nalgas.

—Qué haces… ni se te ocurra meterla por el culo cabrón —Miram volteó a verme con ojos brillosos.

—A qué tu novio nunca te ha follado por aquí eh —dije mientras me frotaba en ella—. Pero bueno, para la otra será.

Dirigí mi polla para la entrada de su coño y comencé a penetrarla lentamente hasta llegar lo más profundo posible.

—Ohhh sí, así, lento ufff —gimió Miriam.

Los fluidos del coño de Miriam caían por sus piernas hasta llegar al sofá. Mis manos acariciaban su firme culazo. Levanté una de mis manos y le azoté el culo dejándole una marca roja.

—¡Gilipollas! —masculló.

Pero no le di tiempo de seguir reprochando. Empecé a moverme en circulos dentro de ella alcanzando nuevos lugares, cosa que Miriam disfrutó pues se retorcía de placer. Ella bajo una de sus manos y se la llevó a su coño para masturbarse. Será zorra pensé.

—¡Ohhhh sí! ¡sí! que bueno ufff… ¡ahhh Marcelo! ¡más rápido! ¡follame más rápido cabrón! —Miriam gritaba de placer.

Estaba alcanzando mi límite, así que traté de concentrarme para prolongar el momento. Miriam se estaba convirtiendo en una auténtica fiera y yo tenía que seguirle el ritmo. Pero entonces, el celular de ella sonó.

Miriam estiró su brazo y alcanzó su celular. Cuando vio quién marcaba, abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y alarma al ver el nombre de Max en la pantalla. Me miró, como si intentara decidir qué hacer.

—Contesta —le dije, pasando mis dedos por su espalda desnuda y sintiendo cómo se estremecía bajo mi toque—. Así no se le ocurrirá venir a buscarte.

Con un suspiro entrecortado, Miriam atendió la llamada, llevándose el teléfono al oído.

—Hola… amor —respondió, tratando de mantener la voz firme, aunque en sus ojos se veía la tensión por la cercanía entre nosotros. Max empezó a hablar, y mientras ella intentaba concentrarse en su voz, yo deslicé mis manos suavemente por su cintura, subiendo lentamente por sus costados hasta llegar a sus tetas. Miriam contuvo el aliento, apretando los labios para no dejar escapar ningún sonido.

—Hola amor ¿Estás bien, Miriam? Te oigo rara… —se escuchó la voz de Max al otro lado de la línea, y Miriam apretó el teléfono un poco más fuerte, intentando controlarse.

—Sí... solo... estoy un poco cansada —contestó, pero su voz temblaba ligeramente.

Estaba demasiado excitado, así que aproveché ese momento para meterla la polla lentamente. La oí exhalar suavemente, casi en un leve gemido que intentó disimular.

—¿Cansada? ¿Quieres que pase por ti más tarde? —preguntó Max, y Miriam me miró con una mezcla de pánico y deseo, mordiéndose el labio para intentar mantener la compostura.

—No... mmm no hace falta. Solo... ufff… quería descansar un rato —respondió, su voz apenas un susurro.

La besé suavemente detrás de la oreja, y deslicé mis dedos por sus pezones, noté cómo se estremecía, luchando por contener sus reacciones.

—¿Estás segura qué estás bien? Te escuchas como si estuvieras enferma.

—Sí Max, son los cólicos…me están matando… ufff… quiero estar sola bebe, te dejo —Miriam apretaba sus labios.

—Bueno, solo quería saber cómo estabas. Te extraño, mi amor —dijo Max, su tono ajeno a todo lo que ocurría al otro lado de la línea.

—Y... yo a ti, adiós —respondió Miriam, casi sin aliento, mientras mis manos continuaban acariciando sus tetas.

Al final, logró cortar la llamada rápidamente, dejando escapar un suspiro mientras me miraba, sus ojos reflejando una mezcla de emociones que ninguno de los dos sabía cómo resolver.

—Cabrón… como te pones a follarme mientras estoy en llamada —dijo Miriam entre jadeos.

—Bien que te dejaste zorrita, ufff —terminé de decir resoplando.

La sujeté de las caderas para apoyarme mejor, y de un tirón, la penetré hasta el fondo.

—Ahhh jodeeer —bufó.

Mi polla entraba y salía sin mayor pudor bañada de sus flujos vaginales. Volví a azotar su culazo ya sin negativa de ella. Tomé uno de los cojines y lo puse debajo de su vientre, para que ella se recostara encima. Le abrí más sus piernas y entonces metí dos dedos dentro de su coño ya ensanchado.

—Mmm sí —gimió mientras metía y sacaba mis dedos.

Llevé mi boca hacia la suya y nos dismos un beso ensalivado. Deje de besarla y pude ver la cara deseosa que tenía mientras le caía la saliva por su mentón. Saqué mis dedos de su cuño y me puse de cuclillas para despues dejarme caer sobre su espalda. Le abrí un poco más la espalda y empecé a follarla. Con mis manos acariciaba sus tetas mientras la follaba lentamente.

Me incliné un poco, y comencé a follarla frenéticamente.

—¡Ohhh sí! sigue... no pares

Cuando llegaba hasta al fondo, me detenía un poco y movía mi polla dentro de ella en circulos.

—¡Cabrón! ¡me vengo! ¡me vengo! ¡joder! —gritó de placer.

Empecé a follarla rápidamente sintiendo las contracciones dentro de su coño. Llevándome cerca del orgasmo. Deje de penetrarla, pero Miriam buscó el contacto restregando su coño contra mi polla, de atrás hacia adelante. Hasta que entre resoplidos se tumbó en el sofá. Yo abrí nuevamente la raja de su culo y metí mi polla frontandome entre sus glúteos.

—¡Ohhh mierda! —dije bufando mientras eyaculaba.

Disparos de mi semen chorreaban entre su culo y espalda baja.

Tienes una forma de narrar, que parece que sea yo mismo el que esta en el lugar de Marcelo (ya me gustaría,jeje). Aunque igual de vicioso como él,no tengo tanto éxito.
Gracias por hacerme lograr tal excitación!!
 
Capítulo 17


Me separé de ella con un último roce de mis labios sobre los suyos y, aún sin palabras, me levanté lentamente. Miriam quedó recostada en el sofá, con la respiración agitada, la toalla desordenada alrededor de su cuerpo y sus mejillas enrojecidas. La intensidad en su mirada había desaparecido, reemplazada por algo más suave, vulnerable. Me tomé un segundo para observarla, grabando en mi memoria su expresión entre confundida y entregada.

Sin más, busqué mi camisa, que había quedado tirada cerca. Me la puse despacio, sintiendo sus ojos siguiéndome a cada movimiento, como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras.

Mientras me ponía el pantalón, bajé la mirada hacia ella y no pude evitar sonreír al verla mordiéndose el labio, tratando de recuperar su compostura, sin mucho éxito. Miriam estaba tumbada boca abajo en el sofá, respiraba con fuerza, como si intentara recuperar el aliento, y sus hombros aún temblaban un poco. Había algo en su expresión, entre exasperada y agotada, que me hizo sonreír.

Después de unos segundos, ella pareció percibir mi mirada y se giró para verme, frunciendo el ceño al notar mi sonrisa.

—¿Qué? —espetó, su voz todavía un poco entrecortada—. ¿Disfrutando del espectáculo o qué?

Me reí bajo, sacudiendo la cabeza.

—Solo me aseguraba de que estuvieras… bien.

Ella bufó, rodando los ojos y cubriéndose más con la toalla mientras intentaba ponerse de pie.

—Bueno, puerco, si ya has visto suficiente, podrías irte a… —Pero se detuvo, suspirando. Luego, en un tono menos mordaz, añadió—: Aunque, ahora que lo pienso… tenemos trabajo que terminar, ¿o no? Porque gracias a tus… “brillantes ideas”, no hemos avanzado nada.

—¡Ah, claro! Todo fue mi culpa —respondí con una risa leve, manteniéndome cerca de la mesa para no tentar demasiado a la suerte.

Ella alzó una ceja con esa mirada que conocía bien, como si estuviera preparándose para soltarme una lección.

—Exactamente. Si hubieras mantenido tus manos en su lugar, ya habríamos terminado —me dijo, cruzándose de brazos con esa autoridad inquebrantable que siempre lograba hacerme reír un poco.

—Lo que digas, Miriam. Entonces, ¿quieres que sigamos ahora?

Ella me miró con desdén un segundo más antes de soltar un suspiro pesado.

—Voy a cambiarme —dijo, girándose para ir a su cuarto.

Y entonces vi las bragas que había tomado del baño. Antes de poder pensarlo demasiado, las tomé y las guardé en el bolsillo de mi pantalón. Un pequeño recuerdo de una noche que difícilmente se repetiría.

Cuando Miriam volvió, llevaba una camiseta holgada y unos pantalones, claramente lista para alejar cualquier idea que me quedara sobre “acción”. Me senté frente a ella y, por primera vez en toda la noche, empezamos a concentrarnos realmente en el trabajo. La tensión entre nosotros no desapareció del todo, pero era diferente, como si cada uno estuviera esforzándose en fingir que todo estaba perfectamente normal.

A medida que pasaban las horas, el trabajo comenzó a fluir, casi sin esfuerzo. Compartimos ideas y nos corregimos, como si por una noche hubiéramos logrado entendernos mejor que nunca. Fue casi sorprendente ver que podíamos dejar a un lado las provocaciones y trabajar juntos.

Finalmente, Miriam cerró su laptop con un suspiro de alivio.

—Hasta aquí llegamos, creo —dijo, estirándose con un leve bostezo.

Me levanté, recogiendo mis cosas, y me aseguré de que las bragas seguían en mi bolsillo. La miré una última vez antes de irme, viendo esa sonrisa que intentaba ocultar, esa que decía más que cualquier palabra.

—Hasta mañana —dije, dándole una sonrisa antes de salir.

—Sí, y… trata de comportarte para la próxima, ¿quieres? —replicó ella, sin mirarme, aunque su tono apenas ocultaba una sonrisa divertida.

Mientras caminaba hacia la puerta, me di cuenta de que esta noche sería difícil de olvidar, tanto para mí como para ella.


Al día siguiente, salí de la clase medio distraído, revisando los mensajes en mi celular, cuando vi a Miriam esperándome en el pasillo. Llevaba una expresión de frustración, el ceño fruncido y los brazos cruzados mientras su pie golpeaba el suelo con impaciencia. Ni siquiera tuve que preguntarle qué pasaba; ya sabía que la exposición grupal la tenía al borde de la desesperación.

—¿Te enteraste? —dijo apenas me acerqué.

—¿Enterarme de qué?

—De que Vivi y un par de “genios” más decidieron mandar a hacer todo el proyecto. ¡Sin mover un dedo! —bufó, agitando las manos en un gesto que denotaba su indignación—. Ni siquiera intentaron hacer el trabajo, y ahora vienen como si nada a presumir de que tienen todo “perfecto”.

—Sí, no sorprende. —Me encogí de hombros, intentando suavizar un poco la situación—. Pero supongo que si se quedan en blanco en la exposición, será su problema.

—Sí, pero igual es frustrante. Uno que se esfuerza… —murmuró, aún molesta.

Mientras hablábamos, giré la cabeza y vi a Clara, que salía de la biblioteca con su característica pila de libros y su sonrisa relajada. Su piel clara y pecas resaltaban en la luz suave de la tarde, y al verme, sus ojos verdes se iluminaron.

—¡Marcelo! —exclamó al acercarse, sin notar aún a Miriam.

—¡Clara! —la saludé, intentando mantener el tono casual—. Apenas salimos de clase.

Clara dirigió entonces su mirada hacia Miriam, con una sonrisa cortés, pero algo fría.

—Hola, Miriam —dijo Clara, y aunque su voz fue suave, había algo en el aire que hizo que el saludo sonara forzado.

Miriam no tardó en responder, su tono corto y distante.

—Hola.

El intercambio fue breve, pero en el aire se podía cortar la incomodidad con un cuchillo.

Clara y yo comenzamos a hablar de cosas triviales, algunas bromas rápidas y comentarios sobre las materias. Sabía que nuestra amistad había tenido un roce importante hace poco; después de todo, yo había sido el que había metido la pata en su momento, y eso había causado distancia entre nosotros. Pero recientemente, ella había aceptado mis disculpas y habíamos vuelto a ser amigos.

Miriam se limitaba a observarnos, sus labios apretados en una línea fina. Noté que no apartaba la vista de Clara, y cuando Clara finalmente se despidió y se alejó, Miriam no tardó en girarse hacia mí con los ojos entrecerrados.

—¿No que tú y Clara estaban distanciados? —preguntó, intentando sonar casual, pero con un tono que dejaba entrever un interés que intentaba disimular.

—Lo estábamos —admití.

—¿Ah, sí? —murmuró Miriam, sin parecer convencida. Sus ojos, normalmente tan directos, estaban evitándome. —No me esperaba que ya todo estuviera tan… bien.

—Bueno, hablamos las cosas y la situación cambió. Ya lo aclaramos —respondí, intentando explicarlo.

Ella no me miraba directamente, pero pude notar cómo sus dedos jugueteaban con la tela de su mochila, como si estuviera pensando en algo.

—Mmm. —murmuró, sin levantar la vista. Luego, cambió de tema rápidamente, como si lo que había dicho antes no hubiera tenido importancia. —¿Vamos a trabajar en el proyecto o no?

—Claro. No quiero que lleguemos al día de la presentación sin nada listo. —respondí, tratando de relajar la atmósfera.

Entramos en la biblioteca, y no pude evitar fijarme en Miriam mientras caminaba delante de mí. La falda que llevaba se movía ligeramente con cada paso, ceñida y justo por encima de las rodillas, de un tono oscuro que contrastaba con la elegancia de su camiseta clara. Llevaba unos pequeños aretes dorados que brillaban cada vez que giraba la cabeza, y en su muñeca colgaba una pulsera delicada que tintineaba suavemente cuando acomodaba el cabello detrás de la oreja. El conjunto era tan llamativo como discreto: ni una prenda fuera de lugar, ni una joya de más.

Mientras buscábamos una mesa apartada, vi a Vivi, la mejor amiga de Miriam, acercarse con una expresión de desconcierto y cierta burla.

—¿Miriam? ¿Qué haces aquí con…? —dijo, entrecerrando los ojos en mi dirección— ¿Con Marcelo? No sabía que te codeabas con la chusma de los becarios.

Miriam, incómoda, soltó una risita que apenas sonó creíble.

—Es para la exposición en la feria de ciencias. Solo estamos coordinando el discurso —contestó, con un tono que intentaba sonar casual, como si Vivi fuera a dejarlo pasar.

Vivi, sin embargo, no soltó su postura despectiva y, alzando las cejas, soltó un suspiro exasperado.

—¿Y no puedes hacerlo sola o comprar el proyecto? Vamos, Miri. No deberías perder tiempo con alguien que apenas y puede costearse estar en la universidad.

Sentí el golpe de sus palabras, pero antes de que pudiera responder, Miriam intervino, dando un paso al frente.

—Ya, Vivi. No hace falta que seas tan grosera, ¿vale? Marcelo ha hecho su parte del trabajo, y ahora necesitamos coordinar juntos para que todo salga bien.

Vivi la miró, sorprendida, pero al ver la seriedad en la expresión de Miriam, finalmente hizo una mueca y se fue, murmurando algo entre dientes mientras se alejaba. La escena me dejó pensando, y por un segundo, observé a Miriam con una mezcla de curiosidad y agradecimiento. Antes, ni siquiera se habría molestado en defenderme. Ahora parecía que a Miriam no le importaba tanto si alguien la veía conmigo, un becado. Quizá hasta le daba igual lo que pudieran pensar. Era algo nuevo, y no estaba seguro de cómo interpretarlo.

Nos sentamos en un rincón apartado de la biblioteca, rodeados de silencio y libros. Mientras revisábamos nuestras notas, Miriam se inclinaba sobre sus apuntes, concentrada en cada detalle del discurso. A veces, mientras ella hablaba y movía sus manos al explicar una idea, mis ojos bajaban sin querer hacia el escote que su camiseta dejaba ver. Era difícil evitarlo, especialmente con la naturalidad con la que ella hablaba, sin darse cuenta del efecto que tenía en mí.

De pronto, Miriam soltó un suspiro y, cambiando completamente de tema, mencionó:

—Por cierto, el fin de semana voy a la fiesta de Halloween de Miquel —dijo, sonriendo como si ya pudiera imaginar el ambiente. Sus ojos brillaban con emoción.

—Ah, ya veo —respondí, fingiendo un desinterés que realmente no sentía—. ¿Vas sola?

Miriam me lanzó una mirada como si la respuesta fuera obvia.

—Voy con Max, ¿quién más? —dijo con una risita—. Él y yo estamos buscando disfraces que combinen, pero no hemos decidido nada aún.

La mención de Max cortó el aire que habíamos estado compartiendo y, aunque traté de no mostrarlo, una pequeña punzada de incomodidad se instaló en mi pecho. ¿Por qué me molestaba tanto?

—¿Tú… vas a ir a la fiesta también? —preguntó, en un tono que intentaba ser desinteresado.

La pregunta me tomó por sorpresa. Era casi como si estuviera midiendo el tono de mi respuesta, evaluando si realmente me importaba.

—Sí, iré —le dije, con tono despreocupado—. Una de las gemelas me invitó.

Por un momento, la expresión de Miriam pareció congelarse. Sus labios se entreabrieron, como si fuera a decir algo, pero lo único que salió fue un débil “ah”. Su sonrisa se desvaneció casi imperceptiblemente, y sus ojos bajaron a los apuntes que tenía en la mano, como si encontrara repentinamente algo muy interesante en las esquinas de las hojas.

—¿Una de las gemelas? —murmuró, intentando sonar curiosa, pero el tono salió más tenso de lo que probablemente pretendía.

—Sí. Me dijo que sería divertido —me encogí de hombros, tratando de no darle mucha importancia, aunque no pude evitar notar el cambio sutil en su actitud.

Miriam hizo un esfuerzo por recomponerse, y su rostro recuperó ese aire despreocupado, pero ahora tenía algo en los ojos, una mezcla extraña de... ¿molestia, tal vez? Como si no lograra entender del todo por qué yo, Marcelo, el becado, tenía una cita con alguien más.

Pero no dijo nada más al respecto, y continuamos estudiando y compartiendo ideas.

Cada vez que Miriam se movía, mi mirada inevitablemente caía hacia sus piernas. No podía evitarlo, aunque trataba de concentrarme en las frases que habíamos estado analizando. La biblioteca, que al principio estaba llena a reventar de alumnos, ahora se encontraba más tranquila, el bullicio había disminuido, pero mi mente seguía atorada en otras cosas. Miriam no ayudaba, con la forma en que se había acomodado, su falda ligeramente subida al sentarse, mostrando un pedazo más de su piel clara.

Me esforzaba por mantener la compostura, pero mis ojos no dejaban de desviarse. El movimiento de sus piernas al cruzarse, el suave reflejo de luz en su piel... casi no me daba cuenta de que estaba perdiendo el hilo de la conversación. Intentaba esconder mi incomodidad detrás de una sonrisa nerviosa y unos murmullos poco coherentes, pero Miriam no parecía notarlo.

—¿Entonces, qué piensas? —preguntó de repente, sacándome de mi distracción.

—¿Qué? —Mi mente tardó un segundo en volver al tema. Miriam me miraba, un poco divertida, como si sospechara que no había estado escuchando del todo.

—Del discurso —dijo, inclinándose un poco más para mostrarme un par de frases en sus notas.

Tragué saliva, tratando de ignorar cualquier otra distracción, y me concentré en las palabras. Estaba aquí para trabajar, y Miriam claramente no sospechaba nada… aunque yo me sentía como un desastre en silencio.

—Sí, tengo unas ideas, pero no estoy seguro de que vayan en el tono que tú quieres. —respondí, mientras me inclinaba también para mostrarle mis apuntes.

Miriam y yo volvíamos a los apuntes, pero de alguna manera, mi mente no terminaba de desconectarse de todo lo que había sucedido antes.

Ella estaba tan concentrada en sus notas que parecía no notar el vaivén de mis pensamientos. Mi mirada se desvió una vez más, atrapada en la curva de su muslo, en el contraste de la piel contra la tela. Traté de disimular, manteniendo la cabeza baja, pero no podía evitar la incomodidad que se instalaba en mi pecho cada vez que me daba cuenta de lo que estaba haciendo.

Fue un parpadeo fugaz, casi imperceptible, pero estaba demasiado cerca, y no pude evitar que mis ojos se deslicen hacia la parte superior de su camiseta. Aunque Miriam no lo sabía, la tela ceñida a su figura dejaba entrever más de lo que había querido, y mi mente parecía no ser capaz de concentrarse en otra cosa.

Notaba cómo la tela se ajustaba a su pecho, marcando suavemente los contornos. No estaba haciéndolo a propósito, pero el movimiento de su respiración, tan sutil y tranquilo, hacía que mi mirada volviera, como si de alguna manera mi mente estuviera buscando algo que no debía estar mirando.

Intenté, con todo lo que tenía, forzarme a mirar las hojas de mis apuntes, a volver a la conversación, pero el impulso era más fuerte. Mis ojos volvían a su pecho sin quererlo, atrapados por la forma en que la camiseta se ceñía a su cuerpo, la ligera presión de la tela en esos momentos de silencio. Cada vez que trataba de apartar la mirada, algo dentro de mí me hacía regresar a ese punto, como si fuera un imán.

De pronto, algo en el aire cambió. Miriam levantó la vista de sus notas, y aunque no dijo nada, sentí como si su mirada estuviera fija en mí durante un segundo. Tal vez había notado algo, tal vez no.

—¿De qué vas? ¿Dejarás de mirarme como si fuera un trozo de carne? —su voz sonó más cortante de lo que esperaba. Me sentí como un niño pillado, incapaz de excusarme, pero lo intenté.

—Lo siento, no era mi intención... solo... —no sabía qué decir. ¿Cómo me disculpaba por algo así? Sabía que no había excusa para lo que había hecho.

Miriam me miró fijamente, luego hizo una pausa y, con el ceño fruncido, sus labios se curvaron hacia un lado en una mueca de disgusto.

—Puerco —dijo, como si fuera una sentencia.

Mientras intentaba recomponerme, algo extraño ocurrió. Miriam, aparentemente distraída, dejó que su mirada bajara, al igual que la mía lo había hecho momentos antes. Y, por un breve segundo, vi cómo sus ojos se detenían en la entrepierna de mi pantalón.

—No tienes remedio, ¿verdad? —murmuró, entrecerrando los ojos.

Ella cruzó los brazos, frunciendo el ceño como si mis palabras no fueran suficiente explicación. Pero, en lugar de levantarse o apartarse, se quedó ahí, mirándome intensamente. Hubo un breve momento de silencio, donde ninguno de los dos supo exactamente qué decir o hacer. Mis ojos se fijaron en los suyos, y vi una chispa en su mirada, algo que no había visto antes, como si debajo de su irritación hubiera algo más... algo que ni ella misma estaba reconociendo.

Lo que pasó después fue una mezcla de impulso y confusión, como si mi cuerpo hubiera actuado sin consultar con mi mente primero.

Con cuidado, como si cada movimiento fuera parte de un juego peligroso, deslicé mi mano hacia su muslo, sintiendo la calidez de su piel bajo la fina tela de su falda. Noté cómo se tensaba, pero no parecía ser sólo incomodidad; había algo más en su reacción. Mis dedos apenas rozaban su piel cuando su respiración se volvió más profunda, y aunque seguía sin mirarme, el rubor en sus mejillas se había intensificado, extendiéndose hasta su cuello.

—¿Qué estás haciendo, Marcelo? —murmuró en voz baja, casi como si estuviera preguntándoselo a sí misma más que a mí.

Me incliné un poco hacia ella, bajando la voz para responder.

—No sé... Creo que tú tampoco quieres que me detenga.

Ella apretó los labios, claramente queriendo decir algo, quizás algo que la convenciera de que debía apartarse, de que esto era una mala idea. Pero sus manos seguían apoyadas firmemente sobre el escritorio, como si intentara aferrarse a la lógica y la razón, mientras mi mano seguía explorando el borde de su falda, apenas tocando sus muslos con una presión ligera, sutil.

Finalmente, giró el rostro hacia mí, sus ojos encontrándose con los míos. En su mirada había una mezcla de desafío y vulnerabilidad, como si estuviera decidiendo si rendirse o imponer su voluntad.

—Eres un idiota… —susurró, sin mucha convicción, y pude ver cómo sus labios se entreabrían ligeramente, temblorosos.

No respondí. En lugar de eso, dejé que mis dedos acariciaran suavemente la piel descubierta de su muslo, sintiendo cómo se estremecía con cada roce.

Miriam soltó una especie de jadeo contenido a medida que mi mano subía sobre sus muslos, su mirada ahora fija en el lugar donde mis dedos rozaban su piel. No me detuvo. Sus mejillas, que antes solo estaban ligeramente sonrojadas, comenzaron a teñirse de un rojo más profundo.

—Marcelo... —murmuró, su voz apenas un susurro, como si de verdad no estuviera segura de lo que estaba sucediendo.

Con la tensión creciendo entre nosotros, mis dedos siguieron deslizándose lentamente bajo su falda. Miriam se mantuvo quieta, su respiración algo entrecortada y sus ojos clavados en cualquier lugar que no fuera yo. Pude ver cómo mordía ligeramente su labio, luchando por mantener la compostura. Aun así, no se apartó.

Mi mano, sin pensar demasiado, comenzó a deslizarse un poco más arriba, con los dedos presionando suavemente el contorno de su muslo. Empecé a masajear la piel con lentitud, sintiendo cómo se relajaba bajo mi toque, aunque Miriam seguía observándome con una mezcla de incredulidad y algo más, algo que no podía descifrar del todo.

Miré a los lados, asegurándome de que nadie estuviera prestando atención. Solo algunos estudiantes estaban sentados más allá, cada uno absorto en sus propios libros y apuntes, sin notar nada fuera de lo común. La biblioteca estaba en su habitual calma silenciosa; el sonido lejano de páginas al pasar y el tecleo suave de alguna laptop parecían incluso amortiguar más el ambiente.

Volví la mirada a Miriam, quien no se había movido ni había intentado apartar mi mano. Parecía debatirse entre sus propios pensamientos y el contacto que manteníamos, su rostro reflejando esa misma tensión que yo sentía dentro de mí. Sin romper el contacto visual, mis dedos se deslizaron un poco más cerca de su coño, profundizando el suave masaje, sintiendo cómo sus músculos se tensaban y relajaban en respuesta a mis caricias.

Entonces subí más mi mano, sintiendo el tacto de sus bragas mojadas. Miriam jadeó y se inclinó hacia adelante, dándome acceso completo.

—Estás tan mojada —susurré.

—Cállate… —respondió en voz baja con respiración agitada.

Cada roce hacía que el tiempo se volviera más lento y cada segundo más intenso. Sentía el contraste entre la suavidad del encaje y el calor que irradiaba su piel, como si la fina barrera de tela apenas lograra contener la tensión entre ambos. Miriam, que hasta ese momento había mantenido una expresión de aparente control, dejó escapar un suspiro leve, apenas un susurro, pero suficiente para que mi corazón diera un vuelco.

Sentí la presión de sus piernas al cerrarse un poco más firmes, como si quisiera detenerme, pero a la vez no hacía nada por apartarme. Sus ojos permanecían cerrados, sus labios entreabiertos, y la manera en que su cuerpo respondía a cada mínimo movimiento me dejó claro que no estaba sola en esa mezcla de deseo y peligro que crecía entre nosotros.

Continué acariciando su coño cubierto de esas bragas mojadas. Me preguntaba de qué color serían, su olor…

—Bufff —soltó Miriam.

Escucharla bufar de placer, me sacó de control. Volví a echar una mirada hacia los alrededores verificando que no se acercara nadie. El hecho de estar en un escritorio ocultaba lo que sucedía abajo si tenía el suficiente cuidado. Así que desabroche el cierre y saqué mi polla que estaba dura como una roca, con cuidado, desabroché rápidamente el pantalón para liberar mi polla, y una vez hecho lo volví a abrochar.

Mi miembro estaba al aire libre escapando apenas por el cierre de mi pantalón. Tomé la mano de Miriam suavemente y la llevé lentamente hacia mi polla. Ella volteó a mirarme sorprendida al sentir el tacto.

—Anda… solo un poco —le dije.

Miriam dudó unos instantes, pero después rodeó mi polla con su mano. Sentir el suave contacto de su mano en mi polla hizo que me electrificara todo el cuerpo. Miriam comenzó a masturbarme lentamente de arriba hacia abajo, tomando mi polla con un poco más de fuerza.

Por mi parte, moví mi mano bajo su falda con delicadeza, hasta meterla por debajo de sus bragas. Su coño estaba ardiendo y a la vez sentía la humedad que desprendía sus flujos vaginales. Entonces, deslicé uno de mis dedos por toda su raja.

—Ahhh —gimió Miriam.

Rápidamente se llevó la boca a la mano, totalmente sonrojada. Volteé a mis alrededores pero no había nadie lo suficientemente cerca.

Volví a la carga, esta vez metiendo y sacando mi dedo de forma lenta y paulatina. Miriam cerraba los ojos, mientras su mano seguía tapando su boca tratando de reprimir cualquier gemido de placer. Entonces ella continuó masturbandome, esta vez con más fuerza y rapidez, casi de forma salvaje.

—Con cuidado… ve más lento —le dije entre jadeos. Esta vez era yo quién pedía algo de piedad.

Pero ella no parecía escucharme. Su respiración era bastante agitada y sentía sus contracciones con cada vaivén de mi dedo dentro de su coño.

Dejé de masturbarla por unos momentos, y comencé a jugar con la raja de su coño, pero esta ocasión con dos dedos. Miriam no paraba de subir y bajar su mano rápidamente sobre mi polla y el hecho de estar en la biblioteca me tenía a mil. Sentía que estaba cerca del orgasmo, así que procedí a meterle los dos dedos hasta el fondo.

—Mmm —gemía silenciosamente Miriam.

Miriam arqueó la espalda haciéndose ligeramente para atrás, la muy zorra se estaba viniendo, y verla así fue suficiente para correrme. Entre jadeos intentaba reprimir mis gemidos, mientras sentía mi semen caía sobre mi entrepierna. Eché una vista hacia abajo y pude ver que la mano de ella no se había salvado de mi corrida.

Miriam inhalaba y exhalaba lentamente sin hacer mucho ruido, todavía recuperándose del orgasmo. Luego bajó su mirada y vio su mano decorada con semen. Movió sus dedos como si probara la textura viscosa con una cara de desagrado.

—Serás cabrón —dijo en voz baja negando con la cabeza.

Tomó una de las hojas de su libreta y se limpió la mano. Se acomodó un poco la falda, se levantó y por la dirección que llevaba, seguramente iba al baño. Yo me acomodaba el pantalón mientras seguía su culo con mi mirada. Acerqué mis dedos a mi nariz e inhalé el aroma que había quedado impregnado de aquel coñazo.​
 
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