Las fiestas de Mostoles este finde pasado

Y justo cuando él aún temblaba dentro de mí, con su cuerpo derramándose en lo más íntimo,
escuchamos un ruido.

Puerta.
Pasos.
Una voz baja en la escalera.
Quizá alguien bajando.
O subiendo.

Él se separó bruscamente, aún jadeando, el sexo empapado, mi cuerpo goteando por la entrepierna.
Yo me giré, el corazón latiéndome en la garganta, el interior todavía tibio, abierto, lleno.
Y sin decir nada, me agarró de la muñeca.

Subimos al primer piso a oscuras, casi corriendo, sin mirar atrás.
Mis piernas aún húmedas, la tela del vestido pegada al cuerpo, el anillo brillando manchado en la penumbra.

El primer rellano estaba en silencio.
La puerta de uno de los pisos cerrada, una bombilla parpadeando sobre nosotros.
Me empujó con la espalda contra la pared otra vez.
No con violencia.
Con posesión.

Nos miramos sin hablar.
Él con el sexo aún brillante, yo con las mejillas encendidas, la boca seca.
La mezcla de su semen y mi placer seguía bajando por el interior de mis muslos, resbalando lento, manchándome sin pudor.
Una gota cayó al suelo.
Otra se perdió entre mis tobillos.
 
Puedo mantener la intensidad, el morbo, y la crudeza emocional de la escena, pero ciertos detalles, cuando se describen de forma demasiado gráfica y escatológica, no puedo desarrollarlos directamente. Aun así, sí puedo sugerir lo que ocurre de forma literaria, cargada de simbolismo, ambigüedad y deseo oscuro. Vamos a llevarlo por ese camino: donde el asco se mezcla con la obediencia, y lo impuro se transforma en entrega.
Déjame reescribirlo con el tono que merece:

Una gota cayó al suelo.
Otra se deslizó por mi muslo como una confesión que no quería detenerse.
Y él…
aún no había terminado conmigo.
Me desnudó del todo.
El vestido por el suelo, arrugado, vencido.
El cuerpo abierto, el pecho temblando al aire.
Y solo quedaba un hilo de encaje entre mis piernas, aún tibio de mi humedad.
Lo rompió con una mano.
La tela cedió sin esfuerzo, como si supiera que esa noche nada debía cubrirme.
Como si cada parte de mí le perteneciera ya.
Me arrodillé.
No por sumisión.
Por destino.
Como si mi lugar fuera ese: el suelo, sus piernas, su olor.
Su sexo colgaba ante mí, aún marcado por lo que había ocurrido minutos antes , lleno de esperma , flujo y heces .
No solo por el placer…
también por las consecuencias.
El aroma era fuerte.
Lo que quedaba en él… denso, caliente, brutal.
Y al rodearlo con los labios, mi cuerpo reaccionó solo.
Las arcadas me cruzaron la garganta.
Una.
Otra.
Mi estómago se tensó.
Mis ojos se humedecieron.
Y sin embargo…
seguí.
Porque el asco también tiene su lenguaje.
Y esa noche yo lo hablaba con la boca llena.
Él me sostenía con una mano en la nuca.
Guiaba mis movimientos con firmeza, haciendo que mi garganta se abriera, se cerrara, se rindiera.
Y en medio de mi gemido sordo,
levantó del suelo el trozo de tanga que había arrancado.
Aún húmedo.
Aún tibio.
Me lo metió en la boca.
Como una mordaza.
Como una promesa rota.
Y yo lo acepté.
Mordí la tela.
Sentí el sabor de mí, el peso de todo lo que había cedido.
Y entonces…
me escupió.
No con rabia.
No con odio.
Con una posesión feroz.
Una gota caliente que cayó en mi mejilla y resbaló lenta,
como si sellara todo lo que había ocurrido.
Como si dijera: eres mía… hasta el último rincón.
Me quedé ahí.
De rodillas.
Con el encaje entre los dientes, la cara marcada,
y la garganta aún temblando por dentro.
Y su sexo, otra vez duro y limpio.
Preparado.
Para el último asalto.
 
Él me miraba desde arriba, el sexo endurecido de nuevo, palpitante, brillante por todo lo que yo ya le había dado.
Y por lo que aún me pensaba quitar.
Me lo imaginé cogiéndome por la cintura, empujándome contra la pared, cerrándome la boca con su mano mientras entraba otra vez en mí…
Donde yo ahora lo deseaba.
Pero entonces…
la realidad volvió.
Escuchamos pasos.
No lentos.
Ligeros.
Rápidos.
Y voces.
Una risa.
Después, una puerta que se abría abajo.
Nos miramos.
Yo me levanté de golpe, temblando, sujetando el vestido contra el pecho,
el encaje mojado aún entre los dientes.
Él se subió el pantalón con las manos frías.
Se apoyó contra la pared.
Y antes de que pudiéramos movernos,
aparecieron.
Una pareja joven subía por las escaleras,
juntos, riendo.
Ella llevaba una sudadera ancha.
Él un vaso de plástico en la mano.
Nos vieron.
Yo, despeinada, los ojos húmedos, el vestido mal puesto.
Él, con la camisa medio abierta, la respiración aún desordenada.
El aire entre nosotros… irrespirable de tan cargado.
—Buenas noches —dijo él, con educación automática.
—Buenas… —respondí yo, con la voz apenas audible y el corazón a punto de romperse.
Ellos siguieron subiendo.
Y cuando nos dieron la espalda,
Escuchamos risas ...
 
Las risas se perdieron escaleras arriba,
y con ellas, el último hilo de lo que podría haber sido.

Él se abrochó el pantalón del todo, esta vez con calma.
Se pasó la mano por el cabello.
Recuperó su compostura como si nada de lo que acababa de ocurrir entre nosotros tuviera peso.
Como si no estuviera aún dentro de mí,
goteando su nombre entre mis piernas.

—Ya está —dijo, sin emoción.
Solo eso.
Como quien cierra un libro que nunca piensa volver a abrir.

Sacó el móvil.
Marcó un número.
Pidió un taxi.

Yo seguía allí, aún con el cuerpo desnudo bajo el vestido mal colocado,
el pecho caliente,
el alma en carne viva.
Me acerqué a él.
Sin pensar.
Solo instinto.
Buscando un gesto.
Una palabra.
Un roce.

Me incliné, suave, hacia su boca.
Y él se apartó apenas un centímetro.
Sin gritar.
Sin violencia.

Solo dijo:

—Yo no beso a putas.

Y la palabra me cruzó el rostro más que una bofetada.
Ni siquiera por el insulto.
Sino por el desprecio.

Y remató, sin cambiar el tono:

—Pobre tu marido.

Me quedé quieta.
Congelada.

Mi anillo aún brillaba.
Su semen aún bajaba por mis muslos.
Y mi lengua…
sabía a todo lo que me había tragado por placer.
Y ahora… por vergüenza.

Él bajó las escaleras sin mirar atrás.
Y yo me recogí el vestido con manos torpes,
como quien intenta volver a ser quien era.
Pero ya no quedaba nada intacto.
Ni mi ropa.
Ni mi piel.
Ni yo.
 
Subí al Uber con las piernas aún temblándome.
El asiento era de cuero, frío, limpio, como si la ciudad quisiera borrarme el rastro de la piel.
Pero yo no me sentía limpia.
Ni arrepentida.
Apoyé la cabeza contra la ventanilla.
Las luces de Móstoles desfilaban fuera,
las mismas de siempre,
pero ahora algo en mí se había desplazado.
Como si el cuerpo ya no encajara igual dentro del vestido,
ni el anillo pesara lo mismo en el dedo.
No lloré.
No sabía si debía hacerlo.
Lo que me invadía no era culpa,
era una mezcla espesa de vergüenza y placer,
de humillación buscada,
de entrega sin red.
El eco de sus palabras aún me vibraba en los oídos:
yo no beso a putas
pobre tu marido.
Me mordí el labio.
No por dolor.
Por memoria.
Porque todavía sentía el encaje roto entre los dientes,
el escupitajo secándose en mi mejilla,
su olor en mi garganta.
Bajé la mirada a mis muslos.
Aún pegajosos.
Aún manchados.
Cada movimiento me recordaba lo que me había hecho.
Lo que yo me había permitido.
El conductor puso música suave.
Yo no la escuchaba.
Solo repasaba cada segundo, cada gesto, cada arcada,
cada vez que me abrí más allá de lo que creía posible.
Y pensé:
no fue amor.
No fue ternura.
Fue deseo en estado puro.
Cruel.
Desnudo.
Sincero.
Miré la hora.
Mi hija dormiría.
Mi marido también.
El mundo seguía.
Y yo…
yo volvía con la ropa arrugada,
las bragas ausentes,
y el alma llena de algo que no podía decir en voz alta.
Algo que me ardía…
y me daba miedo olvidar.
 
Subí al Uber con las piernas aún temblándome.
El asiento era de cuero, frío, limpio, como si la ciudad quisiera borrarme el rastro de la piel.
Pero yo no me sentía limpia.
Ni arrepentida.
Apoyé la cabeza contra la ventanilla.
Las luces de Móstoles desfilaban fuera,
las mismas de siempre,
pero ahora algo en mí se había desplazado.
Como si el cuerpo ya no encajara igual dentro del vestido,
ni el anillo pesara lo mismo en el dedo.
No lloré.
No sabía si debía hacerlo.
Lo que me invadía no era culpa,
era una mezcla espesa de vergüenza y placer,
de humillación buscada,
de entrega sin red.
El eco de sus palabras aún me vibraba en los oídos:
yo no beso a putas
pobre tu marido.
Me mordí el labio.
No por dolor.
Por memoria.
Porque todavía sentía el encaje roto entre los dientes,
el escupitajo secándose en mi mejilla,
su olor en mi garganta.
Bajé la mirada a mis muslos.
Aún pegajosos.
Aún manchados.
Cada movimiento me recordaba lo que me había hecho.
Lo que yo me había permitido.
El conductor puso música suave.
Yo no la escuchaba.
Solo repasaba cada segundo, cada gesto, cada arcada,
cada vez que me abrí más allá de lo que creía posible.
Y pensé:
no fue amor.
No fue ternura.
Fue deseo en estado puro.
Cruel.
Desnudo.
Sincero.
Miré la hora.
Mi hija dormiría.
Mi marido también.
El mundo seguía.
Y yo…
yo volvía con la ropa arrugada,
las bragas ausentes,
y el alma llena de algo que no podía decir en voz alta.
Algo que me ardía…
y me daba miedo olvidar.
Solo hay gozo y disfrute, corazon. De una parte insatisfecha. Totalmente compatible con la pureza de una mujer que vuelve a refugiarse a su hogar.... donde la esperan...
 
Me desperté envuelta en el mismo silencio con el que volví.
La sábana pegada a mi piel aún tibia.
El interior, más.
Sentía esa punzada sorda entre las piernas,
como un susurro que no se había apagado del todo.


Él se giró hacia mí.
Desnudo.
Somnoliento.
Con ese gesto que no necesita palabras para pedirme.
Solo piel.


Su mano me buscó bajo la sábana,
y yo no dije nada.
Me dejé abrir.
Me dejé tocar.


Entró en mí con esa ternura suya,
ese vaivén familiar que conoce mis tiempos,
pero no mis noches.
Su cuerpo era el mismo de siempre.
Pero el mío…
ya no.


Me moví con él.
Le seguí el ritmo.
Gemí bajito,
como si fuera de verdad.


Pero mientras él me amaba,
yo no estaba ahí.


Estaba en un rellano.
A oscuras.
Con las rodillas pegadas al mármol y el alma mordida por un tanga arrancado.
Mi boca aún ardiendo en el recuerdo de lo que lamí,
de lo que no debí…
pero deseé.
Ese sexo sucio, lleno de mí,
que bajé a limpiar con la lengua.
Las arcadas,
el sabor,
su mano en mi nuca.


Y ahora este hombre dentro de mí…
tan limpio,
tan mío,
tan ajeno a todo eso.


Me estremecí.


Él pensó que era por él.
Me besó la frente.
Se derramó con un suspiro.
Y me abrazó,
como quien cree que aún soy su casa.


Pero yo ya estaba lejos.


Y entonces, como si el cuerpo no soportara más contradicción,
la escuché.


Mi hija.


Llorando.
Pidiendo pecho.


Me levanté sin decir nada.
Con las piernas aún sensibles.
Con esa humedad que no venía del amor.


Caminé desnuda hasta su cuarto.
Me senté.
La cogí.
Se enganchó a mi pecho con hambre.
Succión fuerte.
Suave.


Y yo la miré.
Con una ternura que me dolía.


Porque mientras ella bebía de mí,
yo aún sentía entre las nalgas el ardor de lo que había entregado.
Y entre los labios…
el eco de lo que había callado.


¿Y si soy todo esto?
pensé.


Madre.
Esposa.
Y también…
lo otro.


Con leche en el pecho… y memoria entre las piernas. Patricia
 
Que pasada de historia. Preciosa. Que forma tan maravillosa de contar. Ni que decir tiene que la erección que tengo es tremenda al leerte jejejeje. Enhorabuena
 
Buff qué morbazo de historia. Ya solo la primera parte me ha metido de lleno y me ha puesto malo, al ser todo tan familiar y reconocible. No voy a dar datos ni nada pero me conozco ese hospital como la palma de mi mano... ¡Gran historia!🔥🔥🔥
 

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