Mi hija y Vanessa, la profe de danza que me ponía cachondo en el instituto – Lo que nunca me atreví a imaginar (Relato real – barrio de toda la vida)

Luisignacio13

Miembro muy activo
Desde
12 Abr 2025
Mensajes
88
Reputación
269
Ubicación
Córdoba Argentina
Por razones obvias, mi hija tendrá en el relato 18 y los nombres y lugares serán cambiados o ficticios. El resto está algo aumentado, pero pasó.

CAPÍTULO 1 – “Cuando vi el nombre de la academia casi me da algo”​


Todo esto pasa en el barrio donde me crié, en Aluche (Madrid). El mismo puto barrio donde iba al instituto a finales de los 90.

Cuando mi hija Lucía cumplió años y me dijo que se había apuntado a clases de twerk y danza urbana en “Black Sugar Dance”, me quedé blanco.Esa academia la abrió Vanessa. Vanessa “la loca” del instituto. La misma que en 4º de ESO ya tenía fama de comerse a medio curso de tías y de que más de una salía llorando del baño de chicas después de “hablar” con ella. Todos sabíamos que era lesbiana y que se le iba la mano (y la lengua) con las alumnas que le gustaban. Yo, que era un pringao tímido, me pasaba las clases mirando cómo se mordía el labio inferior cuando alguna compañera se agachaba a coger algo del suelo. Nunca me miró a mí… hasta ahora.

Lucía me pidió que la recogiera los martes y jueves a las 22:30 porque el metro ya no le pillaba bien. Accedí, claro. Padre separado, 45 años, curro de comercial… qué iba a decir.

El primer jueves que fui, aparqué el Golf negro en la misma calle donde antes estaba el bar donde nos tomábamos las primeras litronas. Cuando Lucía salió corriendo con la mochila, sudada y con el pelo recogido en una coleta alta, Vanessa salió detrás de ella.

Joder. 20 años después y estaba todavía más buena. 1,75, morena con mechas rojizas, tatuaje de serpiente que le sube desde la cadera hasta debajo de la teta (lo vi porque llevaba un top cortito), piercing en la lengua que se le nota cuando habla y esas mallas negras que parecen pintadas. Me reconoció al instante.

—¿Rubén? ¿Rubén “el callao” de 4ºB? Hostia, qué fuerte —soltó con esa sonrisa de mala leche que yo recordaba perfectamente.

Nos dimos dos besos. Olía a vainilla y a sudor. Lucía se reía sin entender nada.

Desde ese día empecé a ir antes para verla. Siempre me saludaba con un “qué pasa, Rubén” y un repaso de arriba abajo que me ponía nervioso perdido. Sabía que seguía siendo lesbiana declarada, pero también sabía (porque el barrio es pequeño) que con algunas alumnas se le seguía “yendo la mano”. Y ahora mi Lucía estaba ahí dentro tres horas por semana… con ella.

El tercer jueves Lucía salió y me dijo:—Papá, Vanessa quiere que subas un momento, que te enseña la coreografía nueva para el festival.

Subí. El local estaba vacío. Olía a suelo de madera y a ellas dos. Lucía llevaba unas mallas gris perla que se le transparentaban cuando sudaba y un top deportivo blanco. Vanessa cerró la puerta y echó llave.

Puso una canción lenta, sensual, y le dijo a mi hija:—Venga, Lu, enséñale a tu padre lo que habéis montado… la parte sexy.

Lucía se puso en el centro, frente al espejo. Empezó a moverse: caderas lentas, culo hacia fuera, manos por el pelo… Yo intentaba mirar al suelo pero era imposible. Vanessa se colocó detrás de ella, corrigiendo posturas.

—Más abajo, preciosa… abre más las piernas… así, que se note todo.

Y de repente le puso las manos en las caderas a mi hija y marcó el movimiento pegando su pelvis a la de Lucía. Las dos se movían juntas. Vanessa levantó la vista y me pilló mirando. Sonrió de medio lado, esa sonrisa de depredadora que yo conocía del instituto.

—¿Te gusta lo que ves, Rubén? —me soltó sin dejar de mover las caderas contra el culo de mi hija—. Tu niña tiene un talento natural… y un culito que quita el sentido.

Lucía se rió nerviosa, colorada hasta las orejas. Yo balbuceé algo.

Cuando terminó la música, Vanessa se acercó a mí, se puso de puntillas (me saca casi una cabeza) y me susurró al oído mientras me rozaba disimuladamente el brazo con sus tetas:

—La semana que viene empezamos la coreo en pareja. Necesito un hombre de verdad para practicar ciertos roces…Y tú siempre me mirabas en clase, ¿te acuerdas? Ahora vas a poder mirar todo lo que quieras… y más.

Después se giró hacia Lucía, le dio una palmada suave en el culo y le dijo:—Vete duchando, cielo. Tu padre y yo tenemos que hablar de adultos.

Lucía obedeció sin rechistar.

Vanessa me miró fijamente, se mordió el labio inferior y añadió bajito:

—Y tráela el jueves con el conjunto negro que le regalé… el de encaje.Te prometo que no vas a poder apartar la vista ni un segundo.

Salí del local con la mayor erección que recuerdo desde los 90 y la cabeza llena de imágenes que no debería tener.

El martes que viene vuelvo.Y ya no sé si tengo más ganas de ver a mi hija bailar… o de ver qué es capaz de hacer Vanessa después de 25 años de tenerme en el punto de mira.

Continuará…
 

CAPÍTULO 2 – “El conjunto negro, el primer roce y lo que pasó en la oficina”​


El martes llegó y yo ya llevaba desde el lunes con el estómago revuelto, como si estuviera de nuevo en el instituto esperando a que Vanessa me mirara por primera vez.

Todo empezó con el WhatsApp al final de la clase del jueves pasado. Después de que Lucía saliera al vestuario, Vanessa me había pedido el móvil “para añadirte al grupo de la clase, por si hay cambios de horario o algo”. Se lo di sin pensar, todavía con la cabeza en el baile que acababa de ver. Ella sonrió con esa cara de mala, tecleó su número y me devolvió el teléfono. Esa misma noche me llegó un mensaje de un número desconocido: “Soy Vanessa. Bienvenido al grupo VIP ”. Al día siguiente, el viernes, creó un grupo solo entre ella y yo (sin Lucía), y el primer mensaje fue esa foto bomba: Lucía en el vestuario, de espaldas, probándose el conjunto negro de encaje que le había regalado. La braguita era un hilo dental y el top… dos triángulos que apenas cubrían nada. Debajo ponía:

«Mira lo que va a llevar tu niña el martes… ¿Te gusta el regalo, Rubén?Ya verás cuando lo veas en movimiento.PD: No le digas nada, es sorpresa para papá »

No contesté. No podía. Me masturbé tres veces esa noche mirando la foto, ampliando cada detalle: el encaje clavándose en su culito, la curva de su espalda…

El martes aparqué el Golf a las 22:10. El local estaba casi a oscuras, solo las luces de la sala principal filtrándose por las persianas. Entré y allí estaba Lucía, saliendo del vestuario con el famoso conjunto negro de encaje. Joder, era peor de lo que imaginaba: la braguita era un hilo dental que se perdía entre sus nalgas redondas y firmes, y el top apenas cubría sus tetas pequeñas pero perfectas, con los pezones marcándose a través de la tela fina como si estuviera pidiendo atención. Tenía el pelo suelto y húmedo cayéndole por la espalda, y se había echado un aceite o algo que hacía brillar sus piernas largas y su vientre plano. Me miró con esa mezcla de vergüenza e inocencia que me volvía loco, y dijo bajito:

—¿Qué tal, papá? Vanessa dice que así es como van las bailarinas profesionales en los vídeos de Los Ángeles… ¿Te gusta?

No pude ni responder. Mi polla ya estaba medio dura solo de verla.

Vanessa apareció por detrás, con unas mallas cortas negras que se le clavaban en el coño –se notaba el bulto de los labios mayores– y un top de red que dejaba ver sus pezones perforados con barritas plateadas. Me dio dos besos, rozándome la comisura de los labios con la lengua, y me susurró al oído:

—Qué puntual, Rubén… me pones cachonda cuando obedeces. Vamos a empezar.

Puso una canción lenta, con un bajo profundo que vibraba en el suelo, algo como un remix oscuro de reggaetón. Me colocó en el centro, frente al espejo gigante. Lucía delante de mí, a medio metro, respirando rápido.

—Primer paso: Lucía, camina despacio hacia tu padre, como si te diera vergüenza mirarlo a los ojos —ordenó Vanessa.

Lucía obedeció, paso a paso, con las caderas moviéndose ligeramente bajo el encaje negro. Cuando llegó a mí, olí su sudor dulce mezclado con el perfume que le había regalado su madre para su cumpleaños.

Vanessa se colocó detrás de ella y le habló al oído, pero lo suficientemente alto para que yo lo oyera todo:

—Ahora pega tu culito a la entrepierna de papá… despacito… hasta que notes que se pone dura por ti. Es normal, cielo, a todos los papás les pasa cuando ven a sus hijitas vestidas así.

Lucía dudó un segundo, mordiéndose el labio inferior como hacía cuando era pequeña y se ponía nerviosa. Vanessa le empujó suavemente las caderas hacia atrás. Sentí el calor de su culo pegado a mi paquete, el hilo dental rozando la tela de mis vaqueros. Mi polla se endureció al instante, presionando contra ella como una barra de hierro. Lucía dio un pequeño respingo, pero no se apartó. Noté cómo su respiración se aceleraba, y juraría que movió un poco las caderas, frotándose apenas.

Vanessa se rio bajito, esa risa ronca que me ponía los pelos de punta en el instituto.

—Tranquila, preciosa… eso significa que lo estás haciendo perfecto. Mira cómo le late la polla a tu papá contra tu culito.

Después agarró las manos de Lucía y las puso en mis hombros, con las uñas pintadas de rojo rozándome la piel a través de la camisa.

—Ahora bajas… rozando todo el cuerpo de tu padre… despacito, como si estuvieras saboreando cada centímetro… hasta quedar de rodillas.

Lucía empezó a bajar, lenta, torturantemente lenta. Sus tetas rozaron mi pecho, los pezones duros como piedrecitas contra mi camisa. Su cara pasó por mi abdomen, su aliento caliente filtrándose a través de la tela. Y cuando llegó a la altura de mi bragueta, se quedó quieta un segundo, mirando directamente la erección que se marcaba como un bulto enorme. Vanessa se agachó a su lado, con la cara a centímetros de la de Lucía, y le susurró (pero mirándome a mí fijamente):

—¿Notas lo gorda que se le pone a papá cuando te ve así, Lu? Mira esa vena latiendo… es por ti, cielo… siempre ha sido por ti. Imagínate si se la sacas y la pruebas… sería como un secreto solo nuestro.

Lucía se quedó quieta, de rodillas frente a mi polla dura, con los ojos muy abiertos. Yo estaba paralizado, sudando, con la cabeza dando vueltas.

Vanessa dio una palmada y dijo en tono normal, como si nada:

—¡Perfecto! Lo habéis clavado. El jueves repetimos, pero con vendas en los ojos para que sea todo por sensaciones. Vete al vestuario, Lu, dúchate y cámbiate. Tu papá y yo tenemos que hablar un momentito.

Lucía se levantó, colorada hasta las orejas, con los pezones todavía más marcados bajo el encaje. Me dio un beso rápido en la mejilla –noté que temblaba– y salió corriendo al vestuario, con el culo meneándose bajo el hilo dental.

Yo me quedé allí, con la polla dolorosamente dura dentro de los vaqueros, incapaz de moverme. Vanessa me miró de arriba abajo, se mordió el labio mostrando el piercing de la lengua, y dijo:

—Pobre Rubén… no puedes salir a la calle en ese estado. La gente del barrio te vería con esa tienda de campaña en los pantalones y pensaría que eres un pervertido. Ven, vamos a mi oficina para que te relajes un poco.

Me agarró del brazo y me llevó por un pasillo estrecho hasta una puerta al fondo. La abrió y encendió la luz tenue. La oficina era pequeña pero cómoda: un escritorio de madera con dos sillas giratorias, un sillón de cuero negro de tres plazas contra la pared, una mesa ratona con revistas y una botella de agua, y una TV de 52 pulgadas colgada en la pared opuesta. Me empujó suavemente hacia el sillón y me senté, con las piernas abiertas porque la erección no me dejaba cerrarlas.

Vanessa se sentó a mi lado, tan cerca que su muslo rozaba el mío, y cogió el mando de la TV.

—Relájate, Rubén… déjame que te ayude a bajar esa tensión.

Encendió la tele y puso un canal de fitness. Era una clase de pilates en directo: cinco mujeres en mallas ajustadas y tops minúsculos, sudadas, estirándose en posturas que dejaban ver todo. Una rubia se agachaba con el culo en pompa, los labios del coño marcándose bajo la tela fina; otra se abría de piernas en el suelo, con los pezones duros visibles.

—¿Te gusta esto, Rubén? —me preguntó Vanessa, con la voz ronca—. ¿Te pone ver a mujeres flexibles y sudadas moviéndose así? En el instituto siempre te pillaba mirando a las chicas en educación física…

Tragué saliva. Mi polla dio un salto dentro de los pantalones.

—Sí… me gusta —murmuré, sin poder apartar la vista.

Vanessa se rio y cambió de canal con un clic. La pantalla se llenó de imágenes en vivo y directo del vestuario: múltiples cámaras HD en color, colocadas en ángulos estratégicos –una desde arriba, otra a nivel del suelo, una en la ducha–. Allí estaba Lucía, sola, de espaldas a una de las cámaras, desvistiéndose despacio.

Primero se quitó el top de encaje, dejando caer los tirantes por los hombros. Sus tetas pequeñas pero firmes quedaron al aire, con los pezones rosados y erectos, apuntando hacia arriba. Se giró un poco y vi su reflejo en el espejo: el vientre plano, el ombligo perfecto, y el hilo dental negro clavándose entre sus labios vaginales hinchados por el sudor y la excitación. Se lo quitó despacio, bajándolo por las caderas, revelando su coñito depilado, con los labios mayores rosados y brillantes, un poco abiertos como si estuviera húmeda.

Vanessa se acercó más a mí, pegando su boca a mi oreja, y empezó a susurrar perversiones mientras veíamos:

—Mira a tu hijita, Rubén… mira cómo se desviste para ti sin saberlo. Ese coñito tan apretado… imagínatelo alrededor de tu polla gorda, latiendo mientras la follas despacito. En el instituto yo me comía a tías como ella, les metía la lengua hasta el fondo mientras lloraban de placer. Ahora voy a hacer lo mismo con Lucía… y tú vas a mirar. Vas a ver cómo le chupo los pezones hasta que se corra, cómo le meto los dedos en ese culito virgen mientras grita “papá”…

Mi polla estaba a punto de explotar. Vanessa bajó la mano despacio, la puso sobre mi bragueta y empezó a masturbarme por encima del pantalón, apretando la tela contra mi verga dura, frotando la cabeza hinchada con el pulgar.

Lucía entró en la ducha en la pantalla. El agua caliente cayó sobre su cuerpo, resbalando por sus tetas, por su vientre, entre sus piernas. Se enjabonó despacio, pasando las manos por los pezones, pellizcándolos un poco. Luego bajó una mano al coño, abrió los labios con dos dedos y empezó a frotarse el clítoris en círculos lentos. Su cara se contorsionó de placer, mordiéndose el labio, y juraría que murmuró algo como “papá…” mientras se metía un dedo dentro, follándose a sí misma bajo el agua.

Vanessa aceleró el ritmo en mi polla, apretando más fuerte, susurrándome:

—Correte mirando a tu hija masturbándose, Rubén… imagínate que es tu polla la que entra en ese coñito mojado. Voy a convertirla en mi putita personal, y luego te la presto para que la folles mientras yo miro… vas a correrte dentro de ella, a llenarla de leche…

No aguanté más. Me corrí en seco dentro de los calzoncillos, con espasmos brutales, manchando la ropa interior y filtrándose una mancha húmeda y pegajosa en los vaqueros, justo en la bragueta.

Vanessa se rio, apagó la TV y cogió un vaso de agua de la mesa ratona. Me lo tiró “accidentalmente” encima de la mancha, empapándome el pantalón.

—Ups… qué torpe soy —dijo con una sonrisa perversa.

Salimos de la oficina. Lucía ya estaba vestida con ropa normal, esperándonos en la entrada. Vanessa le dijo:

—Cariño, sin querer le volqué agua en el pantalón a tu papá. Qué desastre.

Lucía miró la mancha en mi bragueta y se puso colorada, pero se rio nerviosa.

—Hay papá, qué va a pensar la gente… pareces un niño que se ha meado. Mejor te escondes detrás mío hasta el auto, así nadie te ve.

Salimos así: Lucía delante, yo pegado a su espalda, notando su calor contra mi polla todavía sensible, y Vanessa despidiéndonos con un guiño.

Llegué a casa con la mancha de agua disimulando la de semen, pero la cabeza llena de imágenes que no podía borrar.

Y lo peor de todo… es que ya estoy deseando que llegue el jueves para las vendas y el tanga rojo.
 
Atrás
Top Abajo