VEGA
No quiero volver a casa. La siento tan sola
Es una frase que ni siquiera me digo. Solo se instala en mí como un gesto automático desde hace ya mucho tiempo, como si mi cuerpo lo supiera antes que yo. Termino el día, cierro el portátil, salgo de la oficina… y en lugar de coger el metro directo, mis pies me traen hasta aquí. Al mismo sitio de siempre.
El bar no es gran cosa. Ni moderno ni viejo. Tiene ese encanto de los lugares neutros, donde nadie pregunta, donde los rostros se repiten lo justo como para hacerte sentir parte sin exigir pertenencia.
Me siento en la barra.
—¿Lo de siempre? —pregunta Javi, el camarero, con una sonrisa perezosa. Tiene más de cincuenta, barriga cervecera, gafas que se empañan cuando saca copas del lavavajillas, pero una calidez que desarma.
—Sí, gracias —respondo, dejándome caer sobre el taburete.
Luna, la chica joven, me saluda con un gesto de cabeza. Morena, con rizos indomables y los labios siempre pintados de rojo. Es rápida, ingeniosa, y tiene ese tipo de complicidad natural que no se finge.
—¿Hoy sí que has salido puntual, eh? —dice, mientras seca una copa.
—Tenía una reunión con mi copa de vino blanco —respondo, esbozando una sonrisa.
—Menuda ejecutiva estás hecha —bromea Javi, mientras me sirve—. A ver si con la copa mejoras, porque menuda rachita lleva tu Atleti…
—No empieces —protesto—. No vengo aquí a sufrir.
—Eso está difícil —replica él—. El Barça palmó ayer y el Madrid ni te cuento.
—¿No habíamos quedado en que aquí no se hablaba de religión, política ni fútbol? —digo, levantando la copa con una ceja alzada.
—Justo por eso hay tan poco ambiente últimamente —se ríe Luna.
Y en medio de esa risa compartida, alguien entra.
No necesito girarme para notar su presencia. Tiene ese tipo de energía que se impone con elegancia, sin ruido. Se sienta un par de taburetes más allá, con un abrigo gris oscuro y una bufanda bien anudada. Traje a medida. Olor sutil, amaderado. El tipo de hombre que parece pertenecer a otra ciudad, o a otro tiempo.
—Un whisky, por favor —dice, con acento extranjero. Su voz es grave, clara.
Javi lo mira curioso.
—¿Alguno en especial?
—Sorpéndeme. Confío en el instinto de un buen camarero —responde con una leve sonrisa.
Le sirven un Dalmore. El hombre da un pequeño sorbo, asiente con aprobación y luego se gira hacia nosotros con cortesía natural.
—¿Estáis hablando de fútbol?
—Lamentablemente, sí —respondo yo, con fingida resignación.
—No me parece tan grave —dice—. Aunque debo confesar que en Noruega eso no provoca tantas discusiones como aquí.
—¿Noruego? —pregunta Luna, interesada.
—Sí. Oslo. Estoy aquí por trabajo. Una feria en IFEMA. Pero me gusta perderme por la ciudad cuando termina el día.
Tiene unos cincuenta y tantos, el pelo entrecano peinado hacia atrás, mandíbula bien dibujada, ojos claros. No guapo de revista, sino atractivo de los que imponen sin necesidad de esfuerzo. Habla con pausas, eligiendo bien las palabras. Mira a los ojos. Escucha.
—¿Y tú? —me pregunta, sin rodeos.
—Del Atleti —respondo.
—Entonces ya entiendo tu expresión al entrar.
Nos reímos. La conversación fluye como si lleváramos horas compartiendo barra. Habla de Haaland, de un partido que vio en el Bernabéu hace años, de lo mucho que le gusta Madrid, pero no en verano.
—En verano se convierte en un horno —dice, señalando su copa.
—Y aún así —añado—, a veces es el único sitio donde una puede respirar.
Él me mira. No con descaro, sino con atención. Como si hubiera comprendido algo detrás de mi frase.
No me incomoda. No quiero que lo haga.
No siento que quiera ligar conmigo. Pero tampoco es solo educación. Es ese tipo de interés que no necesita ser explicado.
El hielo de su whisky tintinea en el vaso.
Javi limpia unas copas mientras Luna se pierde en la cocina.
Quedamos él y yo. Y el silencio que se forma entre nosotros no molesta.
—Me alojo en el Intercontinental —dice de pronto, sin cambiar el tono, como si fuera una nota más en la conversación—. Si no te apetece ir a casa, estás invitada.
No hay presión. No hay urgencia.
Solo una puerta que se abre.
Y no la cierro.
No digo que sí. Pero tampoco digo que no.
Bebo el último sorbo de vino mientras dejo que su propuesta se quede flotando entre nosotros. Él no insiste. Solo espera, como si supiera que la respuesta no se dice con palabras.
Me bajo del taburete. Él hace lo mismo.
—¿Vienes? —pregunta, sin alzar la voz.
Asiento.
Afuera, la noche huele a ciudad y a otoño. Caminamos sin prisa por las aceras húmedas. La conversación ha cambiado. Ya no hay fútbol, ni risas, ni frases ingeniosas. Solo el sonido de nuestros pasos y, de vez en cuando, una frase que no busca nada más que llenar el espacio justo.
—¿Sueles venir a este bar? —pregunta.
—A veces. Me gusta sentarme en la barra. Nadie espera nada de ti en una barra.
—Curioso. Yo pensaba lo contrario.
Nos miramos. Él sonríe. No con ironía. Con esa expresión de quien ha vivido lo suficiente como para saber cuándo alguien se está protegiendo.
Seguimos andando. Hasta que llegamos a su hotel.
Cruzar el umbral de un hotel con un desconocido me resulta más familiar de lo que debería.
Me da miedo que no me dé miedo.
Al llegar a la puerta del hotel, él la sostiene para que pase. No hay galantería vacía en el gesto. Solo una cortesía pausada, casi antigua. El suelo de mármol brilla como si se hubiera quedado atrapado en otra época. La luz cálida, el sonido lejano de la recepción, un piano en algún altavoz…
Podría darme la vuelta.
Pero no lo hago. Sé que esto es una espiral de la que no sé salir.
Porque mientras avanzo por el vestíbulo, mientras subimos en silencio en el ascensor, mientras escucho ese ding que anuncia su planta, me doy cuenta he venido a ser en quien me he convertido.
La habitación huele a madera y colonia cara. Me quedo de pie, junto a la puerta.
Él se quita la americana, cuelga el abrigo. Se gira hacia mí, pero no da un paso más.
—¿Seguro que estás bien? —pregunta.
Respiro. Hondo.
—Sí —respondo.
Pero no para él. Me lo digo a mí misma. Para saber si aún queda alguien al otro lado del espejo.
La puerta se cierra a mi espalda con un clic sordo y firme. Avanzamos unos pasos y me doy cuenta de que no es una habitación cualquiera.
Es una suite. De las buenas. De las pensadas para altos ejecutivos, donde uno puede cerrar un trato por la mañana y hundirse en silencio por la noche sin salir del mismo espacio.
El salón es amplio, cálido, discreto. La alfombra espesa amortigua el sonido de los tacones. Las paredes están cubiertas de un gris cálido, con texturas casi imperceptibles, como si alguien hubiera querido que todo aquí fuese elegante… sin llamar la atención.
Hay un sofá amplio de líneas modernas, una mesa de centro de cristal y acero pulido, un escritorio de madera oscura frente a una gran pantalla apagada. Unas cortinas pesadas cubren el ventanal. Sé que detrás está Madrid, la noche, las luces. Pero no tengo valor para mirar.
Desde donde estoy, veo al fondo una puerta entreabierta. La habitación. La cama. Grande, impecable, con sábanas blancas, mullidas, planchadas hasta el extremo. Almohadas que parecen no haber sido usadas nunca. Y justo ahí, mi memoria me traiciona una vez más.
El recuerdo de Nico aparece de golpe, tan nítida que duele: su espalda desnuda en la cama, la curva de su cuello, el modo en que respiraba al dormir de lado. El recuerdo es tan violento como íntimo. Parpadeo. Vuelvo al presente.
—¿Champán? —dice él, con la voz tranquila.
Me giro. Se ha quitado la chaqueta y la ha dejado cuidadosamente doblada sobre el respaldo del sillón. Ahora está junto al mueble bar, donde las botellas brillan como joyas bajo una luz tenue. Saca dos copas, elige una botella y mientras la descorcha, desabrocha con naturalidad el primer botón de su camisa.
Hay algo en sus movimientos que me inquieta. No hay prisa. No hay urgencia. Solo control.
Pone música desde su móvil. Suena algo suave, sin voz, sin letra. Jazz tal vez. O algún tipo de banda sonora elegante que no distrae, solo envuelve.
—Toma —me ofrece una copa.
La sostengo entre los dedos. El frío del cristal me sacude un poco, como si algo me recordara que sigo aquí, que esto está ocurriendo de verdad. Me siento en el sofá, cruzo las piernas. Me obligo a sonreír.
En realidad, estoy probando los bordes de algo. Intentando saber hasta dónde puedo empujarme antes de no reconocerme más.
Él se sienta frente a mí, copa en mano. Me observa un momento sin decir nada.
—¿Siempre estás tan callada? —pregunta.
—No —respondo—. Solo a veces.
No digo más. Porque no sabría cómo explicar lo que pasa por dentro.
Me llevo la copa a los labios. El cristal frío me roza y dejo que el primer sorbo baje lento. Sabe a otra persona. A otra en la que me he convertido.
Él dice algo —una frase suave, en noruego tal vez— pero no lo escucho. O no quiero escucharlo.
Desabrocho los botones de mi camisa.
Un clic. Luego otro.
Sus ojos se alzan como si entendieran el idioma sin necesidad de traducción. Yo no lo miro, solo sigo con los dedos hacia abajo, despacio, sin prisa. La tela cede, resbala por mis hombros con un shhh, y dejo que caiga detrás de mí, como una piel que ya no necesito. Luego desabrocho la falda —es a lo que he venido—, y después el sujetador y las bragas caen al suelo.
Estoy desnuda. Fría, pero no tiemblo. Mis tetas duras, pezones le apuntan, mi coño se muestra y sus ojos me recorren.
Camino hasta él con los pies descalzos sobre la alfombra mullida. Tap tap. Cada paso es una pregunta que no necesita respuesta. Su copa sigue en su mano, pero su cuerpo ha cambiado. No se mueve, pero hay una tensión distinta en sus hombros, en su mirada.
—¿Estás segura? —pregunta, por cortesía más que por duda.
—No lo sé —respondo—. Pero estoy aquí, ¿no?
Mi voz suena tranquila. Demasiado tranquila. Como si no me doliera nada. Como si no buscara nada.
Me inclino sobre él, tomo su copa, bebo de su vaso. Dejo que el líquido resbale por mis labios y mi garganta. Luego, sin decir nada, me arrodillo frente a él.
Él no habla. Apoya la copa en la mesa. Me acaricia el pelo despacio, como quien toca un recuerdo.
Yo no cierro los ojos.
Mantiene su mano sobre mi cabeza, como si midiera el peso de este gesto. Como si supiera que cualquier movimiento puede romper el hilo que aún sostiene todo esto.
Yo sigo ahí, de rodillas, con la espalda recta, los muslos juntos, sintiendo el roce suave de la alfombra bajo las rodillas.
Me dejo guiar. No hay urgencia. Hay una especie de ceremonia, de silencio pactado. Su respiración se acelera, pero no dice nada. Yo tampoco.
Chhh… bajo su cremallera…
Su mano baja, rozándome apenas la mejilla. Dedos seguros, lentos, que no buscan excitarme, sino comprobar que estoy realmente aquí. Que no he desaparecido. Que soy carne.
Cuando su miembro me roza los labios, todo en mí se tensa.
Abro la boca.
Siento el roce de su prepucio, el cambio de temperatura, y el sonido húmedo de su aliento. Él no es brusco. No tiene que serlo. La autoridad le basta. Esa que proyecta sin esfuerzo, como si llevara años sabiendo qué hacer con una puta como yo.
Es como un eco lejano de otra piel, de otra memoria. Algo que no tiene que ver con él. Que no tiene que ver conmigo ahora. Pero que duele. O excita. O ambas cosas.
Me dejo hacer.
Estoy presente. Sintiendo cada milímetro de su polla caliente, cada vena hinchada, cada gota de precum salado, amargo, en mi lengua, cada vibración que llega hasta mi pecho. No cierro los ojos. No quiero disociarme.
Me guía con una mano en mi nuca. No hay presión, solo dirección. Como si mi boca fuera un coño que quiere reventar.
Lo tomo. Lo sostengo. Lo dejo entrar. Es larga y gruesa, venosa, oliendo a hombre, a sudor, a deseo crudo.
Shlp… shlp… glug… glug…
El sonido me hace consciente de mi cuerpo, de mi boca abierta, de mi garganta que se resiste, la baba espesa resbalando por mi barbilla, goteando en mis tetas, chorreando por mi cuello.
Cuando se corre —de pronto— Me quedo quieta, con la respiración agitada, el mentón chorreando, los ojos aún fijos en los suyos. Ni siquiera me molesta que no me haya avisado, lo trago y siento su semen espeso, caliente, salado, amargo, bajando por mi garganta, quemándome el estómago, llenándome como una puta.
Me incorporo despacio, sin cubrirme, sin hablar. Me siento a su lado, desnuda, y él, por primera vez, no me toca. No se acerca.
Deja que sea yo quien decida.
Y, por ahora, yo solo quiero quedarme ahí, con el pecho ardiendo y las piernas entumecidas, preguntándome si aún hay vuelta atrás.
No nos miramos.
O sí, pero sin hacerlo de frente.
Yo sigo sentada, la espalda desnuda contra el respaldo suave del sofá. La alfombra aún me arde en las rodillas, como si el cuerpo recordara mejor que yo lo que acaba de pasar.
Él se incorpora despacio. Vuelve al mueble bar, en silencio.
Escucho el clink del cristal cuando sirve de nuevo.
Champán.
No me ofrece una copa esta vez.
Deja una sobre la mesita, cerca de mí. Luego se queda de pie, a escasos pasos, con la suya en la mano.
—¿Estás bien?
Asiento, aunque no del todo. Hay algo extraño en mí.
Una quietud pesada, mi cuerpo ha apagado sus alarmas.
Me llevo la copa a los labios.
Shhh…
El primer trago me raspa la garganta.
—¿Quieres que paremos? —pregunta, sin acercarse.
Tardo en responder. Me doy cuenta de que no sé si quiero que siga o que desaparezca. Pero necesito esto como un droga.
—No —respondo—.
Se acerca, por fin. Se arrodilla delante de mí, no como un amante, sino como quien intenta ver los ojos de alguien que ya no mira.
Su mano roza mi muslo. Apenas un roce. No busca sexo. Busca permiso.
Yo no lo detengo. Baja la mirada. Besa mi rodilla.
Después la otra.
Su boca se desliza por mis muslos, con una ternura que no esperaba. No hay lujuria. No hay urgencia.
Solo una calidez que me confunde.
Y una parte de mí se ablanda, como si no supiera cómo sostener esa dulzura después de tanta dureza contenida.
Mis dedos tocan su nuca. Lo acerco.
No como se pide, sino como se ordena.
Y él lo entiende.
Abro las piernas despacio, sin mirarlo.
El aire frío me acaricia entre los muslos, y por un segundo me siento… vacía.
—Hazlo —susurro.
Él no pregunta qué.
No hace falta.
Su boca desciende, y yo dejo que el cuerpo responda.
Que se arqueé.
Que se abra.
Que tiemble.
Sluurp… slurp… slurp…
Un gemido breve se escapa de mis labios. No suena como los de antes. No hay lujuria en él. Hay una rabia húmeda, una grieta que se abre con cada lamida lenta.
Y cuando lo miro —entre los párpados entrecerrados— no veo a él.
Veo a Nico.
A lo que fui.
Mis dedos se aferran al sofá. Mi pecho sube y baja.
No sé si voy a correrme o a llorar.
Quizá ambas cosas.
Pero no me detengo.
Sus labios se mueven con una lentitud que me desarma.
No hay torpeza en su gesto, ni urgencia.
Solo una seguridad tranquila que, en otro contexto, me habría gustado.
Ahora no sé si me sostiene… o me hunde más.
Mis dedos siguen enredados en su nuca. Acarician. Tiran.
No con deseo, sino con necesidad. Como si tocándolo a él pudiera tocar algo de mí que ya no siento.
Abro más las piernas, pero no por placer.
Por inercia.
Pero ahora no es un juego Y él no es Nico.
Mi cuerpo se activa, como si no supiera que por dentro hay otra cosa sucediendo.
Siento su lengua rozarme.
Fshhh… fshhh… slurp… slurp…
Apenas un murmullo húmedo, repetido una y otra vez, como si buscara algo exacto entre mis labios, hinchados, chorreando, mi clítoris palpitando, mi coño oliendo a sexo, a penitencia.
Mis pezones están duros.
Y me doy cuenta de que estoy mojada.
Empapada.
Como si mi cuerpo hablara un idioma que yo ya no domino.
Pero no hay gemidos.
No hay entrega.
Solo ese silencio espeso que se instala entre el pecho y la garganta, que me dice que no estoy aquí del todo.
Él levanta la vista.
Nos miramos un instante.
Y veo en sus ojos una pregunta muda.
Una que no sé cómo responder.
No hay ternura en mi expresión.
Tampoco reproche.
Solo un muro.
Entonces, me inclino.
Le susurro al oído:
—Sigue… pero no te enamores.
Lo digo sin sonrisa. Como un recuerdo que me traiciona
Y eso lo cambia todo.
Porque él se detiene solo un segundo, luego retoma.
Más lento.
Más profundo.
Y yo cierro los ojos.
No para disfrutar.
Sino para huir.
Me aparto de él.
No lo miro.
Me levanto sin decir una palabra, con una calma que no siento.
Cruzo la habitación, sin ropa, sin excusas.
Voy hacia el borde de la cama
Y allí, de espaldas a él, me inclino.
Apoyo las manos sobre el colchón. Esta claro lo que pido.
Estoy desnuda. De espaldas. Expuesta. Esperando que haga lo que tiene que hacer.
Imagino lo que ve: mi coño brillando húmedo, abierto, chorreando, mis labios, mi ano palpitando, mi culo.
Necesito que esto no tenga rostro.
Solo piel.
Solo el silencio exacto de este momento.
Escucho sus pasos.
No rápidos.
No lentos.
Seguros.
El ruido del cinturón, el crujido sordo de la tela al caer.
Quiero quedarme aquí, fingiendo que no importa, que el dolor ya no duele, que esta frialdad me protege.
Respiro hondo.
La posición me obliga a abrir más las piernas.
El aire acondicionado me acaricia la espalda con su soplo impersonal.
Siento mis propios latidos.
En las sienes.
En el pecho.
En el clítoris.
Quiero que ocurra.
Soy una figura curvada, en la habitación de un desconocido. Entregándose.
Y entonces, sin girarme, susurro:
—Métemela.
Me quedo quieta. El silencio se extiende tras de mí y no es lo que esperaba. No hay manos apresuradas, ni el crujido de una cremallera. Solo pasos lentos, medidos, sobre la moqueta suave.
Entonces lo oigo.
—Así que te gusta…—su voz, baja, calmada, apenas un murmullo. Casi amable— jugar fuerte.
Trago saliva.
—Dímelo —añade él—. Dime lo que quieres.
Me muerdo el labio instintivamente. La garganta me arde.
— quiero que disfrutes —susurro.
—No —corrige él, firme—. No quiero respuestas educadas. Quiero la verdad.
Pasa un segundo. Otro.
—Dímelo otra vez. Como lo sientes. Sin adornos.
Cierro los ojos. Mi espalda expuesta, el frío ascendiendo por mis muslos. La voz me tiembla.
—que me folles como a una puta —murmuro, sin mirar atrás.
—¿Qué clase de puta?
Trago saliva. El corazón me golpea el pecho, tum-tum, tum-tum, como si fuera a quebrarse las costillas desde dentro. Pero hay una parte de mí que no retrocede. Una parte que ha llegado demasiado lejos.
—Una guarra —susurro—. Una que no quiere ser tratada bien esta noche.
Él se acerca. Siento el calor de su cuerpo justo detrás.
—Dímelo otra vez.
Lo digo. Una segunda vez. Más claro. Como si al pronunciarlo ganara forma. Propiedad. Propósito.
—Soy tu puta —concluyo—. Fóllame duro.
Él no me toca. No aún. Solo deja que sus palabras cuelguen en el aire, densas como niebla. Sabe lo que está haciendo.
Hasta que, por fin, alarga una mano y azota mi culo. ¡Plac! ¡Plac! ¡Plac!
Tiemblo. No de miedo. No del todo.
—Ahora sí —dice él, casi con ternura—. Ahora ya podemos empezar puta.
Y entonces, por fin da el paso.
Pero no con deseo. Aún no. Solo con ese tipo de contacto que no busca placer, sino control. La mano firme sobre la nuca. El dedo que traza una línea en mi espalda. El susurro que roza mi oreja:
—No te muevas hasta que te lo diga.
Obedezco.
Y por dentro… ardo.
—Esta noche eres mía. Solo mía. Mi objeto. Mi puta. —me susurra al oído.
Una embestida firme, profunda, sin aviso.
¡Ah! —grito y me doy cuenta de lo larga que la tiene.
Y el educado y amable caballero se transforma.
El aire se me escapa de los pulmones. Mi cuerpo lo recibe como si lo hubiera estado esperando.
Él me sujeta fuerte de las caderas, y cada vez que entra, más profundo, más fuerte, más suyo. El sonido de la piel chocando, el ritmo constante, su respiración —entrecortada, controlada— llena la habitación.
Plas-plas-plas-plas-plas…
Mi coño chorreando, sus huevos golpeando la entrada de mi sexo, su enorme partiendome.
—¿Te gusta así?—grita—Dímelo.
—¿Así te sientes viva?
Asiento apenas con un gemido ronco. La garganta seca. El pecho latiendo como un tambor.
Entonces él se detiene, sin salir de mí, y me agarra del pelo, tira, solo para que lo sienta. Me inclina hacia atrás. Me dice despacio, al oído:
—Me vas a pedir que no pare.
La piel se me eriza. Siento un estremecimiento en el vientre, en los muslos, en cada punto de contacto con él.
Y lo hago.
Lo pido.
Lo necesito.
—No pares. No pares, por favor.
Él obedece.
No me tiembla el pulso. Cuando me dice abre tu culo.
Tampoco el cuerpo.
Me inclino hacia la cama, la cabeza hundida en el colchón, la espalda arqueada y con mis manos separo mis nalgas todo lo que puedo ofreciendo mi ano que siento como se abre.
Siento cuando me busca, cuando duda un segundo.
Y entonces, entra.
El primer empuje es tenso hasta que consigue abrir el agujero con su polla.
¡Agh!
Dolor.
Quemazón.
Su grosor me estira, me abre, me revienta el culo, mi ano ardiendo, su polla entrando y saliendo, mis nalgas temblando con cada golpe, mi coño chorreando vacío, mis tetas rebotando contra el colchón.
Plas-plas-plas-plas-plas…
Él gruñe como un animal, me agarra las caderas con dedos que se clavan, me empuja más contra la cama, mi cara hundida en las sábanas que huelen a hotel y a sexo ajeno, mi ano dilatado al límite, cada embestida un latigazo de dolor y humillación, mi ano palpitando alrededor de su polla, mi cuerpo temblando de vergüenza, de rabia, de penitencia, yo una puta rota, marcada, usada, solo recibiendo su carga como la guarra que soy.
Y se viene.
Así.
Sin más.
No ha pasado ni un minuto. Y Su semen caliente está llenándome el culo, chorros espesos, goteando por mis muslos, mezclándose con mi propia humedad, resbalando por mi coño, oliendo a corrida.
Yo no llego.
No he intentado llegar.
Me mantengo en la misma posición unos segundos más.
Su respiración se apaga poco a poco.
Yo sigo inmóvil, como si no hubiera pasado nada.
Tras unos segundos inmóviles, aún de espaldas, siento el ardor.
El cuerpo me arde por dentro. No por el placer… sino por lo que acabo de recibir.
No hay dolor. No hay amor. Solo un calor seco, punzante, como si me hubieran marcado.
Me incorporo sin prisas.
El aire en la habitación pesa. Huele a sexo, a silencio, a algo que no quiero nombrar.
Camino desnuda hasta la silla, recojo la ropa sin mirarlo.
—¿cuanto? —pregunta cogiendo la cartera del pantalón.
Me siento ajena a todo. Incluso a mi propio cuerpo.
Mientras me visto, no digo nada.
Siento el roce de la tela sobre la piel húmeda, ese escozor tenue que queda después.
Me subo las medias. Me cierro el abrigo.
Y salgo.
No hay beso.
No hay despedida.
No hay “gracias”.
Solo la puerta que se cierra detrás de mí con un clic seco.
Y el pasillo del hotel que se extiende, largo, alfombrado, bajo mis pies que caminan firmes… aunque por dentro no lo estén.
No corro.
Tampoco miro atrás.
Camino como si supiera el camino de memoria.
Como cada noche que lo hago.
Como si cada paso formara parte de una coreografía muda que mi cuerpo ya conoce.
El aire frío me golpea las piernas. No me molesta.
Ni siquiera noto si llevo la blusa bien abrochada.
Mis manos están en los bolsillos, pero no sé cuándo las metí.
Cruzo la avenida sin mirar el semáforo. Me detengo en la esquina.
Siempre hay una esquina.
La ciudad no suena igual después.
El ruido de los coches, los pasos, los portazos… todo me parece lejano, como si alguien lo reprodujera desde otra habitación.
Paso frente a un escaparate.
No me miro.
Ya no lo hago.
Doblo la calle y, sin pensarlo, sé exactamente dónde encontrar un taxi a estas horas.
Ya no tengo que buscar.
Mi cuerpo recuerda lo que mi conciencia intenta olvidar.
No es la primera vez.
Lo sé porque ya no lloro como las primeras veces.
Lo sé porque la culpa, esta vez, ya no me estaba esperando en casa.
Siento el rastro húmedo entre las piernas, el roce de la ropa interior pegada a la piel, y sé que no me he limpiado.
No lo hice antes de salir de la habitación y noto su semen salir de mi culo.
Ni siquiera fui al baño.
La prisa. La necesidad de huir. De cerrar la puerta y alejarme.
Ahora lo siento. Y lo huelo. Y lo llevo conmigo como una marca.
Cruzo la calle sabiendo que necesito entrar en algún sitio. Un bar, un baño, lo que sea.
Pero entonces, justo antes de hacerlo, la veo