La historia que me ha contado Vega se me queda rondando todo el camino de vuelta a casa. En el coche no paramos de bromear con lo de Elena, Rocío y Quique. Ella se ríe, con ese gesto de vergüenza mezclado con picardía, y al final suelta:
—Eso quedó como una anécdota… alguna vez, entre nosotras, hacíamos la gracia de “toma biberón”. Pero tras la ruptura de Quique y Rocío, eso ya pasó a ser muy ocasional… y luego, cuando Quique y Elena se hicieron novios, no se volvió a hablar más.
Yo la miro de reojo, intrigado, y pregunto medio en broma, medio en serio:
—¿Y a ti Quique alguna vez no intentó…?
Ella sonríe de lado, como si hubiera estado esperando la pregunta.
—Creo que eso fue el principio del fin con Rocío. Me da que se arrepintió de haber jugado tanto. Cuando hacíamos la broma, ella ya no se veía cómoda… y en algunos detalles, creo que no lo pasó bien.
Hace una pausa, como calibrando si decir lo siguiente. Al final, añade con un tono travieso:
—Aunque parece que Elena le cogió gusto al biberón.
Yo me río, incrédulo, mientras ella baja la ventanilla para dejar entrar el aire de la noche. Esa risa suya, su forma de contar las cosas, hace que todo se mezcle: sorpresa, celos y un morbo enorme que me deja dándole vueltas a la cabeza.
—¿Y tú no volviste…? —pregunto, curioso, con esa mezcla de celos y morbo.
Ella se ríe, niega con la cabeza y suspira como si lo tuviera clarísimo.
—Qué va. Quique es un bobo, no tiene nada. Eso fue la borrachera y el calentón… —me mira, ladea la sonrisa—. No está bien que diga esto, pero… en ese momento había estado con dos chicos, y ninguno llenaba.
Se inclina un poco hacia mí, como si fuera a confesar un secreto, y con esa sonrisa suya de guarra que me mata, suelta bajito:
—Eran un lápiz.
—¿Un lápiz? —repito, mirándola con media sonrisa incrédula.
—Un lápiz… —asiente, divertida, mordiéndose el labio.
Yo suelto una carcajada y niego con la cabeza.
—Joder, qué fina eres para decirlo.
—Fina no —me corta, mirándome de lado, provocadora—. Realista.
La miro despacio, dejo que mis ojos bajen por sus piernas y vuelvan a subir hasta sus labios.
—Entonces… —digo con voz grave, bajando un poco el tono—, conmigo no tienes ese problema, ¿no?
Ella arquea una ceja, se inclina hacia mí en el asiento del coche y me responde bajito, como si fuera solo para mis oídos:
—Cari… contigo no es un lápiz. Contigo es un rotulador gordo.
El coche avanza por la autovía y el recuerdo de la historia de Vega me sigue dando vueltas en la cabeza. Ella, como si lo notara, se acomoda en el asiento, apoya la mano en mi muslo y empieza a acariciarme con suavidad.
—No pongas esa cara —me dice, con una sonrisilla peligrosa—. Que pareces más celoso que cachondo.
—¿Celoso yo? —contesto, aunque la voz se me rompe un poco.
Su mano sube despacio por mi pierna, rozando con descaro la tela del pantalón. Me mira de reojo y sonríe al notar el bulto crecer.
—Eso… sí que es estar cachondo —susurra.
Yo aprieto el volante, los ojos en la carretera, pero por dentro me estoy muriendo.
—Vega, voy conduciendo… —intento protestar.
Ella se ríe bajito, se inclina hacia mí y me da un beso en el cuello.
—Por eso mismo… —susurra, con voz ronca—. Porque no puedes hacer nada.
Su mano ya está en mi paquete, apretando, sobándome con calma. Siento que me la va a sacar en cualquier momento, y esa mezcla de peligro y deseo me pone a mil. Giro la cabeza un segundo y la veo con esa sonrisa traviesa, mordiéndose el labio, disfrutando de tenerme a su merced.
—Eres una guarra… —le digo entre dientes.
—Y tú un salido —responde, pellizcándome suavemente por encima de la tela, mientras me clava la mirada.
Con un gesto decidido me baja la cremallera y me la saca, dura, palpitante, apuntando hacia el volante.
—Joder, Vega… —susurro, sin apartar los ojos de la carretera.
Ella ríe bajito, inclinándose para mirarla mejor, como si la estudiara. La rodea con la mano, la acaricia lenta, deslizando el pulgar por el capullo húmedo.
—No está nada mal para un “lápiz” —me vacila, recordando lo que acababa de contarme.
—Cabrona… —respondo, conteniendo un gemido.
Ella empieza a pajeármela despacio, disfrutando de tenerme a su merced mientras conduzco. Su otra mano se apoya en mi muslo, firme, dándome esa sensación de control y a la vez de entrega. Me mira de reojo, la boca entreabierta, los ojos brillando de deseo.
—Mira la carretera… —susurra con picardía, acelerando un poco la mano.
El sonido húmedo de su puño sobre mi polla se mezcla con el del motor y el ruido del asfalto. Me muerdo el labio, luchando por no gemir demasiado alto, por no dejar que el coche se desvíe.
—Me vas a matar… —jadeo, sintiendo el calor crecerme por dentro.
Vega sonríe con malicia, agachándose un poco más, tan cerca que noto su aliento caliente rozándome la piel.
—Pues ya sabes… si no quieres correrte conduciendo… aguántate.
El coche sigue rodando por la carretera, su mano firme sobre mi polla, cuando de repente veo unas luces azules intermitentes al fondo.
—Hostia… —murmuro, con un nudo en el estómago—. Un control de alcoholemia.
Vega frena en seco el movimiento, me mira con los ojos abiertos, entre sorprendida y divertida, aún con la mano envolviendo mi miembro duro.
—¿En serio? —susurra, reprimiendo una risa nerviosa.
—Sí, joder, guarda eso —le digo, intentando recolocarme mientras bajo la velocidad.
Ella, en lugar de ayudar, sonríe con malicia, aprieta mi polla un segundo más y me suelta en el último instante, justo cuando un agente me hace señales con la linterna para detenerme.
—Dios, qué cabrona eres… —susurro, mientras me abrocho el pantalón a toda prisa, intentando que no se note lo empalmado que sigo.
El guardia se acerca, serio, y bajo la ventanilla. Vega está tranquila, demasiado, con esa sonrisa ladeada que esconde travesura. El policía me pide documentación, me mira un instante, y después señala el alcoholímetro.
Mientras me preparo para soplar, noto la mano de Vega en mi muslo, subiendo despacio, amenazando con volver a tocarme. Giro la cara y le lanzo una mirada asesina, pero ella aguanta la risa, como si disfrutar de verme al borde de perder el control.
Soplo en el aparato, el guardia asiente, me devuelve el carnet y dice:
—Vale, puede continuar. Buenas noches.
Arranco de nuevo con el corazón a mil, el calor aún latiendo en mi entrepierna. En cuanto dejamos atrás el control, me giro hacia Vega.
—¿Te quieres matar o qué? —le digo, a medio camino entre cabreo y excitación.
Ella ríe, libre, con esa chispa en los ojos.
—Cariño… —me acaricia la cara—. Te juro que casi me corro yo de los nervios.
La carretera se abre frente a nosotros, oscura, solo iluminada por los focos del coche. El aire aún me hierve por dentro del susto del control, pero Vega parece más cachonda que nunca. Tiene una mano en mi muslo, acariciando con los dedos, subiendo y bajando como quien juega con fuego.
De repente, rompe el silencio:
—Oye… —me mira de lado, con esa media sonrisa peligrosa—. Tú nunca me cuentas nada morboso que hayas hecho.
—¿Cómo que no? —respondo, intentando sonar tranquilo, aunque su mano cada vez se acerca más a mi entrepierna.
—No, no… —se ríe—. Yo siempre soy la que te suelta historias… y tú callado. Seguro que algo hay. Algo guarro, algo que no me has contado.
La miro rápido, con una ceja arqueada.
—¿Y tú qué quieres? ¿Ponerme a prueba?
—Quiero que me pongas cachonda… —susurra, y aprieta mi polla sobre el pantalón, haciéndome soltar un bufido.
Vuelvo la vista a la carretera, trago saliva.
—No sé si debería…
Ella se ríe suave, inclinándose para besarme el cuello.
—Entonces es que hay algo. Si no, ya me lo habrías contado.
Su mano sigue firme, cada vez con menos disimulo. Su voz me llega caliente, pegada a mi oreja:
—Vamos, confiesa… dime alguna guarrada tuya, aunque sea la más pequeña.
Vega no aparta su mano de mi muslo, al contrario, la sube más despacio, como si quisiera desesperarme. Yo aprieto la mandíbula, intentando no caer en la trampa de soltarle nada.
—Anda, dime algo —insiste con esa voz melosa, rozándome con la yema de los dedos—. Algo que me ponga, algo que no sepa de ti…
Ella se ríe bajito, se recuesta en el asiento y, sin previo aviso, se sube la falda. Mis ojos se van solos hacia sus muslos, lisos y tensos en la penumbra del coche.
—¿Qué haces? —pregunto, tragando saliva.
—¿Ves? Tú no cuentas nada, pero yo sí juego… —susurra, divertida.
Levanta ligeramente el culo, y en un gesto descarado, se quita las bragas. Las dobla con calma, se las guarda en el bolso, y abre las piernas apenas lo justo para que yo pueda ver su sexo depilado, húmedo bajo la luz que se cuela de los faros que nos cruzan.
Me pongo nervioso, el volante se me escurre de las manos por la tensión. Estiro la mano hacia ella, pero me da un manotazo suave, firme.
—No. —dice sonriendo, con esa malicia que me mata—. No te lo has ganado.
—Eres una cabrona… —respondo, excitado, mientras noto cómo mi polla me revienta dentro del pantalón.
Ella se acaricia, suave, casi sin moverse, solo para que yo la vea. Su dedo resbala despacio por su sexo húmedo, y se muerde el labio al gemir bajito. Vuelvo a estirar la mano, no aguanto más, pero me la aparta otra vez con un golpecito, todavía riéndose.
—Te he dicho que no. No hasta que me cuentes algo.
Aprieta sus muslos, gira la cara hacia mí con esa sonrisa descarada y me remata:
—Vamos… cuéntame algo sucio, algo tuyo. Si no, me quedo así, mojándome yo sola, y tú te vas a morir de ganas mirándome.
Le lanzo una mirada rápida, la garganta seca.
—¿Qué quieres saber, exactamente? —pregunto, con la voz ronca.
Vega sonríe, esa sonrisa de cabrona que sabe que me tiene atrapado. Con la otra mano se aprieta una teta por encima de la blusa, los pezones se le marcan duros.
—Algo que no sepa nadie… —murmura, alargando el gemido mientras se acaricia el sexo—. Algo tuyo, de verdad, algo guarro…
Su dedo desaparece un instante entre sus labios, húmedo, y suelta un jadeo suave, casi teatral.
—Mmm… dime algo que… —se muerde el labio, inclinándose un poco hacia mí—… que me haga correrme escuchándote.
La carretera se me vuelve borrosa, tengo que clavar la vista en el asfalto para no perderme. Ella gime bajito, se toca más rápido, la respiración se le entrecorta, y yo noto que me estoy poniendo al borde sin siquiera haberla rozado.
—Joder, Vega… —resoplo, apretando fuerte el volante—. Me vas a volver loco.
Ella se ríe bajito, jadeando, y me mira de reojo, con los dedos empapados brillando bajo la luz del coche.
—Pues ya sabes… o hablas, o solo miras.
Ella se toca, gimiendo bajito, y yo la miro de reojo con una sonrisa nerviosa.
—¿Te acuerdas de Sonia…?
Vega abre los ojos de golpe, aparta la mano de su sexo y me mira como si acabara de soltarle una bomba.
—Nooo… —dice alargando la palabra, medio incrédula, medio divertida—. No me jodas… Sonia…
Yo río, incómodo pero excitado al ver su cara.
—Pues sí…
Ella se tapa la boca con la mano libre, riendo nerviosa.
—¡Cabrón! No me lo creo… si la conozco. ¿Qué hicisteis?
Sus dedos vuelven a bajar entre sus piernas, más rápido, y noto cómo me mira con hambre, como si necesitara cada detalle.
—Venga, cuéntamelo todo —me aprieta el muslo con la otra mano, jadeando—. Quiero saberlo.
—Fue unos meses antes de enrollarnos tú y yo… —le digo, intentando sonar tranquilo.
—¿Pero si estaba con Raúl, no? —pregunta Vega, incrédula, como si intentara encajar las piezas.
Me echo a reír, nervioso y excitado a la vez. El recuerdo me golpea como si hubiera pasado ayer, y noto cómo me sube la sangre.
—Sí… estaba con Raúl.
Ella abre más los ojos y deja de tocarse, apoyando la espalda en el asiento, atenta.
—No me jodas… —susurra—. No me digas que…
—¿Te acuerdas de aquel viaje a Turín? Que nos fuimos Raúl, Sonia, Marco y yo a ver al Madrid…
Vega se queda mirándome, la boca entreabierta, como si esperara que siguiera, como si no pudiera creérselo. Su respiración se acelera, y yo siento que me excita todavía más que me mire así, sabiendo que estoy a punto de soltarle algo que no le había contado nunca.
—Íbamos turnándonos en el coche para conducir —empiezo, mirando de reojo a Vega—. Acababa de conducir Raúl, luego iba yo, después Sonia y al final Marco. El que salía del volante se iba atrás a dormir… así que en ese tramo Sonia iba de copiloto conmigo.
Vega me mira fija, sin pestañear. Apenas sonríe, pero noto el brillo de excitación en sus ojos.
—Era de madrugada… —continúo—. Raúl y Marco dormían como troncos atrás. Solo quedábamos Sonia y yo, carretera oscura, kilómetros por delante.
Hago una pausa y sonrío, como si el recuerdo me ardiera en la boca.
—Yo iba al volante… y ella se fue desabrochando el cinturón, moviéndose inquieta en el asiento. Miré de reojo y vi que se subía un poco la falda.
—No me jodas… —murmura Vega, ya con media sonrisa, como si se lo estuviera imaginando todo.
—Te lo juro. —suspiro, con una mezcla de risa y nervios—. Me decía que estaba aburrida, que tenía sueño… y de repente me puso la mano en la pierna.
Me inclino un poco hacia Vega y le bajo la voz, como si alguien pudiera escucharnos:
—Raúl roncando atrás… y yo, con Sonia acariciándome mientras conducía por la autopista.
—Ya sabes las tetas que tenía Sonia —empiezo, con media sonrisa.
Vega arquea una ceja, divertida, esperando el resto.
—Pues me pilló mirándoselas… —continúo—. Yo al volante, y de repente me cazó con la mirada fija en su escote. Se sonrió como diciendo: “te he pillado”.
—No me jodas… —dice Vega, tapándose la boca riendo.
—Te lo juro. —suelto una carcajada nerviosa al recordarlo—. Me volvió a pillar otra vez, y riéndose me suelta: “¿quieres estar atento a la carretera?”.
Vega ya está imaginando la escena, y yo bajo la voz:
—Entonces me doy cuenta de que tenía los pezones duros. Llevaba una camiseta ajustada, con un escotazo… y yo venga a mirar de reojo. Y va y me dice: “cómo sois los tíos con las tetas”.
—Qué cabrona… —murmura Vega.
—Y yo, para disimular, le dije: “es que pensé que tenías frío, iba a quitar el aire…”.
Suelto una risa corta, y sigo:
—Ella se rio, me dijo que parecía tonto, se tapó las tetas con las manos y me saltó: “¿y qué pensarías si yo te mirase…?”. Y de repente, bajó la mirada a mi polla.
Vega abre los ojos, ya excitada por cómo lo cuento.
—Claro, yo estaba empalmadísimo. —me río, recordando—. Llevaba unos pantalones de algodón, deportivos… cantaba todo. Y ella va y me dice: “no me lo puedo creer… ni que no hubieras visto unas tetas”.
—Madre mía… —susurra Vega, riendo nerviosa.
—Y yo, entre avergonzado y excitado, le solté: “hombre Sonia, como las tuyas no…”.
Hago una pausa, saboreando el recuerdo, y Vega me clava la mirada.
—¿Y qué te dijo?
—Se quedó callada unos segundos, pensando, y luego me dice: “pero si no se me ve nada… ¿cómo te…?”. —hago el gesto con la mano, imitando cómo señalaba mi bulto—. Yo me reí y le dije: “es que uno no es de piedra…”.
Vega me mira, con una sonrisilla pícara, y me corta:
—Y dime… ¿y las mías? ¿Te gustan mis tetas?
Sonrío, me acerco a ella y le toco una suavemente.
—Sabes que tus tetas son mis favoritas…
Ella ríe, divertida, con un punto celoso.
—Eso no se lo harías a Sonia.
—Claro que no. —respondo firme, antes de seguir con la historia—. Ella, entonces, me preguntó si de verdad pensaba que las tenía tan grandes. Y yo, ya ahí, en el coche, hablando de sus tetas… estaba que no pensaba en otra cosa.
—Y le dijiste que sí —me corta Vega, excitada, mordiéndose el labio.
—Le dije que bastante. Y volví a mirárselas, descarado. Y ella, riéndose, me suelta: “¿qué pasa, que estás deseando verlas?”.
—Recuerdo que estaba nervioso… —le digo a Vega, con una risa corta—. Y al final solté la verdad: “la verdad es que sí”.
Ella me miró, sonriendo, y despacio apartó las manos del escote. Llevaba esa camiseta ajustada, fina, que casi se pegaba a la piel. Al soltarla se marcaban aún más.
—¿Cómo eran? —me pregunta Vega, ya con esa sonrisa peligrosa.
Me vienen a la mente, como si lo estuviera viendo otra vez:
—Redondas, grandes... Los pezones duros, se le marcaban como dos monedas debajo de la camiseta.
Vega sonríe, mordiéndose el labio, pero no me corta. Me anima con los ojos a seguir.
—Entonces… Sonia se quita el cinturón, con ese clic que sonó como un disparo en mitad del silencio del coche. Yo iba conduciendo y la miraba de reojo, sin atreverme a girar del todo la cabeza porque tenía a Raúl detrás roncando.
Se inclinó un poco hacia mí, despacio, y con las dos manos se agarró la camiseta por abajo. La subió hasta quedarse casi debajo del cuello. Le temblaban los dedos, pero no de miedo… era ese temblor de quien sabe que está haciendo una locura.
Me giré lo justo y las vi. Blancas, redondas, enormes. Los pezones duros, como piedras, sobresaliendo con fuerza. iba sin nada debajo.
Lo primero que hizo fue mirar por el retrovisor, de reojo, comprobando si Raúl seguía dormido. Yo sentía que me ardía la cara, los brazos, todo el cuerpo.
—¿Y? —me dijo, como retándome, mientras apretaba los pechos con las manos para juntarlos y hacerlos más grandes todavía.
Yo estaba empalmadísimo, el volante se me resbalaba de sudor. Me mordí el labio y ella sonrió.
—Ni una palabra, ¿eh? —me susurró Sonia, pero no se bajó la camiseta. Al contrario: se la subió un poco más, dejándome las tetas bien a la vista, los pezones duros, retándome con la mirada mientras seguía conduciendo. El corazón me iba a mil, Vega, a mil.
Yo no aguantaba más. Me metí la mano bajo el pantalón, notando mi polla dura contra la palma, y empecé a tocarme disimulando lo justo para que se diera cuenta.
Ella me miró y soltó una risa floja, cachonda, sin apartar las manos de sus tetas.
—Oye… —me dijo, divertida—. Que yo también quiero ver.
Mientras le digo que en aquel coche empecé a hacerme una paja, siento cómo Vega me desabrocha el pantalón y empieza a pajearme ella misma. La miro, excitado, y sigo contándole lo de Sonia, sin detener el relato.
—Me saqué la polla… —digo con voz ronca, la respiración ya entrecortada por tu mano apretándome—. Y Sonia sonrió al verla, como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo.
Vega me escucha atenta, sus labios entreabiertos, la respiración cada vez más corta. Su mano, mientras hablo, se cuela bajo mi pantalón con una naturalidad que me desarma. Primero me roza con los dedos, después baja más, hasta que el roce se vuelve firme, rítmico, lleno de intención.
—¿Y qué hiciste? —susurra, con esa voz suya, mezcla de curiosidad y deseo.
—Intentar no estrellarme —respondo, medio en broma, medio en serio.
Ella ríe muy bajito, pero no detiene su mano. Me mira de lado, el brillo en sus ojos lo dice todo.
—Seguro que lo pasaste bien —murmura.
—No tanto como ahora —le contesto, mirándola fijamente.
Vega aprieta los labios para contener una sonrisa, y mientras me escucha seguir con la historia, sube el ritmo apenas un poco, lo justo para que me cueste hablar, para que cada palabra salga entrecortada.
—Sonia me dijo… —paro un instante, respirando hondo— que si quería que…
Vega se acerca más, me interrumpe en un susurro cálido, casi pegado a mi boca:
—No hace falta que termines. Ya sé cómo acaba.
Le pregunto a Vega, con una sonrisa provocadora:
—¿No quieres oír cómo me pajeó y lo bien que lo hacía?
Ella me mira, sonriendo, y noto en su gesto esa mezcla de picardía y excitación.
—¿Lo hacía bien? —pregunta, arqueando una ceja.
—No me digas que te estás poniendo celosa… —bromeo.
—¿Celosa yo? —responde, riendo, aunque su mirada delata que la idea le ha encendido más de lo que quiere admitir.
El semáforo está en rojo, el coche en silencio y el aire parece más denso que antes.
Vega me mira de lado, medio celosa, medio excitada, los labios entreabiertos.
—¿Así que Sonia te pajeaba mejor que yo? —pregunta, con ese tono que no sé si es un reto o una provocación.
Sonrío, disfrutando del juego.
—Sonia lo hacía muy bien —respondo despacio, mirando al frente—. Lástima que tuviera que parar… Raúl se despertó.
Vega suelta una risa corta, pero sus ojos siguen fijos en mí, ardiendo.
—¿Lástima, verdad? —me contesta Vega, con esa media sonrisa que me desarma.
Su voz suena ronca, baja.
Le pongo la mano entre las piernas, por encima del vestido, y enseguida noto el calor, la humedad. Está empapada. Me mira, aprieta los muslos un segundo y su respiración cambia.
El semáforo se pone en verde, arranco despacio.
—Bueno… —digo con una sonrisa torcida, mirando la carretera—. En el viaje tuvimos tiempo de solucionarlo.
Vega se ríe, nerviosa, mordiéndose el labio.
—Eres un cabrón —susurra, girando la cabeza hacia la ventanilla, aunque no puede ocultar que le encanta el rumbo que está tomando el juego.
Salgo a la terraza en silencio, aún con el cuerpo caliente por lo que acabo de recordar. El aire fresco de la noche me despeja un poco, pero no del todo. Miro las luces de la ciudad, ese murmullo constante que parece no apagarse nunca, y pienso en Sonia, en aquel viaje, en el vértigo de lo prohibido. No lo busco, pero el recuerdo me excita.
Entonces siento unos pasos detrás de mí, descalzos, suaves.
El roce de un cuerpo tibio contra mi espalda.
El aliento cálido en mi cuello.
—Así que Sonia… —susurra Vega, rozándome la oreja—, ¿te hacía las pajas mejor que yo?
Su tono es provocador, casi burlón, pero hay algo más: una curiosidad cargada de deseo. Antes de que responda, sus manos bajan por mi abdomen, con ese ritmo lento y seguro que conozco bien. Desabrocha mi pantalón, lo baja hasta la mitad de los muslos y deja que el aire toque mi piel.
Su cuerpo se pega al mío. Siento el calor que desprende su pubis desnudo contra mi culo y me doy cuenta de que ha venido completamente desnuda. Me muerde la oreja, despacio, y su lengua húmeda juega con el borde, como si quisiera probarme el pulso.
Con la mano libre me acaricia la mandíbula, me pasa un dedo por los labios, lo aprieta un poco. Lo chupo, lo muerdo suave, lo mojo con la lengua. Ella sonríe, satisfecha, y lo lleva hacia abajo, sin prisa.
—¿Sonia te hacía esto? —me susurra.
No digo nada. Solo respiro hondo.
El dedo roza mi entrada con una presión leve, lenta, casi juguetona. Siento un escalofrío que me sube desde las piernas hasta el pecho. Su respiración se mezcla con la mía, más agitada, más profunda.
—Dime —vuelve a decir, pegando su boca a mi oído—, ¿ella te hacía esto?
No puedo hablar. Solo gimo, y eso la enciende más.
Su lengua vuelve a mi cuello. Sus dedos marcan un ritmo preciso, entre el placer y la rendición.
El aire de la noche me enfría la piel, pero lo que pasa entre nosotros arde.
—Le estás cogiendo el gusto a que te meta el dedito —susurra, divertida.
Y tiene razón. No hay vergüenza, solo ese placer nuevo que mezcla lo físico con lo prohibido. Me dejo hacer. No pienso. No existe nada más.
Siento cómo se agacha detrás de mí. El aire cambia. Su respiración está más cerca.
Y entonces su lengua me toca: un roce lento, húmedo, que me hace arquearme. Es suave, preciso, casi imposible de soportar. Me dobla, me somete, y al mismo tiempo me libera.
No hay dolor. Solo el vértigo de no tener el control.
Cuando la miro por encima del hombro, sus ojos me encuentran.
No hay burla en ellos, solo poder.
Un poder tranquilo, firme, de mujer que sabe exactamente lo que hace.
Me giro despacio. La tomo por la cintura. La levanto con facilidad, y cuando sus pechos rozan mi pecho, todo se vuelve impulso.
La beso con rabia. Con hambre. Con todo lo que me ha provocado.
Ella responde igual, mordiendo, abriéndose, cediendo.
La apoyo contra la pared. Su espalda choca con un golpe sordo y su respiración se corta un segundo. Me agarra del cuello, tira de mí, sus piernas me rodean.
El mundo desaparece.
Solo el sonido de nuestras bocas, el roce de la piel, el temblor del deseo contenido demasiado tiempo.
Cuando nos separamos, apenas un respiro, le susurro:
—Me encanta cómo lo haces…
Ella levanta la mirada. Sus ojos verdes brillan, desafiantes, encendidos.
—Entonces cállate —responde entre jadeos—, y fóllame.
Nos movemos despacio, piel contra piel, hasta que la respiración se vuelve un único sonido. Todo se concentra en ese punto donde termina el control y empieza el abandono.
Vega se mueve encima de mí, con la boca entreabierta y la mirada fija en mis ojos. Está desbordada, hermosa, salvaje.
—Dime que lo hago mejor que Sonia… —susurra, temblando—. Dímelo.
—Dios, Vega… —jadeo, apenas con voz—. Nadie me ha follado como tú.
—A que no… —dice sonriendo, deshecha—. Soy muy guarra, ¿a que sí?
Sus palabras me atraviesan. Se aprieta más. Me muerde el hombro.
Yo gimo, ella se arquea, y todo se funde.
El clímax llega como una ola que nos envuelve.
Ella me mira, con los ojos húmedos, aún agitados por el placer, y susurra:
—Oh… joder… cómo me gusta tu leche…
Nos quedamos quietos, respirando el uno en el otro, con el cuerpo aún temblando, con el aire lleno de sal y de noche.
No decimos nada. No hace falta.
Solo el silencio cálido de haber sido uno.
Vega se acomoda a mi lado, con el cuerpo aún tibio y el cabello húmedo pegado al cuello. La luz tenue del dormitorio apenas dibuja sus facciones, pero veo cómo sus ojos me buscan en la penumbra. Apoya la cabeza en mi pecho, respira despacio y, tras un silencio largo, dice con voz baja:
—No sé qué me ha pasado esta noche… —susurra—. Ha sido raro, una mezcla de celos y de… no sé, algo más.
Le acaricio el hombro, esperando que siga.
—Yo no soy celosa —continúa—, lo sabes. Confío en ti, siempre he confiado en ti. Pero cuando me contabas lo de Sonia… y te imaginaba con ella, así, tan guarra, tan descarada… —se detiene un momento, suspira, y su tono se vuelve más íntimo—. No lo soportaba. Me hervía por dentro.
Levanta la mirada, sus ojos brillan entre la sombra y la luz.
—Y lo peor es que me excitaba —admite, con una sonrisa pequeña, casi avergonzada—. Me imaginaba todo y no podía parar, era como si quisiera saber más solo para seguir sintiendo eso.
Su mano sube despacio por mi pecho, hasta rozar mi cuello. Me mira fijamente, sin apartar los ojos.
—Pero hay algo que sí tengo claro —dice al final, con esa voz suave pero firme—. Puedo jugar, puedo imaginar, puedo provocarte… pero solo yo puedo hacerlo. Solo yo puedo tocarte así. —Hace una pausa, casi un suspiro—. Yo tengo que ser la única.
Vega se queda callada un instante, mirando el techo, como si buscara las palabras justas. Luego gira la cabeza hacia mí, sus ojos verdes brillan en la penumbra, serios, intensos.
—Nico… —dice despacio, casi en un suspiro—. Pídeme lo que quieras. Hazme lo que quieras, que haga lo que quieras… —se detiene, respira hondo—. Pero prométeme una cosa.
La miro sin decir nada, esperando.
—Que no habrá nadie más. —Su voz tiembla apenas, pero su mirada es firme—. Ni juntos, ni por separado. Ni por morbo, ni por probar, ni por curiosidad. Si algo quieres vivir, lo vivimos los dos, pero sin meter a nadie más entre nosotros.
El silencio pesa un segundo. Le acaricio el rostro, deslizo mi pulgar por su mejilla y asiento despacio.
—Te lo prometo —le digo con la voz baja, segura—. No habrá nadie más.
Vega sonríe apenas, con una mezcla de alivio y ternura. Se acurruca contra mi pecho, buscando calor.
La abrazo fuerte. Siento su respiración acompasarse, tranquila, rendida.
Y mientras la escucho quedarse dormida, pienso que, quizá, ese pacto —sin testigos, sin juramentos, solo piel y verdad— es lo más puro que hemos hecho nunca.