Mi mujer y yo. Su confesión

La verdad es que Rebecca no se merecía eso.
Ella estuvo cuando peor lo estaba pasando Nico, así que veo buena solución la que plantea el compañero.
Estamos dando por hecho que Nico va a volver con Vega, pero lo cierto es que la Vega actual da un poco de repelús.
Nico puede seguir queriéndola, pero ya está bastante escaldado de lo que supone convivir con ella.
Como dijo el sabio: "ya se verá"...
 
Estamos dando por hecho que Nico va a volver con Vega, pero lo cierto es que la Vega actual da un poco de repelús.
Nico puede seguir queriéndola, pero ya está bastante escaldado de lo que supone convivir con ella.
Como dijo el sabio: "ya se verá"...
Creo que vuelvan o no, debe ayudarle a salir del pozo en el que está y luego ya se verá si es posible algo más.
 
En cualquier batalla hay daños colaterales y Rebeca es uno de esos.
Un elemento tan prescindible como doloroso.
"Daños colaterales" es el eufemismo que utilizan los que dejan a su paso víctimas inocentes, y no quieren asumir su culpa.
Si es el caso que Nico y Vega siguen enamorados, e intentan reparar lo que tenían, el mayor regalo hacia Rebeca sería su libertad para encontrar el amor, uno que le corresponda sin los límites del actual. :cool:
 
Vega dijo...."no me dejes"
Alba dijo ...."pideme que no me quede"......

Cuando dos se pertencen ................es sentmiento de pertenencia es eterno aunque pasen lustros, siglos, el tiempo no cuenta
Nico siente y así lo dice con: "siempre"

Vaya historia, vaya maravillo historia!!!!!
Le hubiera pedido eso Alba, estaríamos mucho más tranquilos por Dani. ;):D

Es como dices, lo de Nico y Vega parece un amor atemporal, trasciende sus vidas.:cool:
 
VEGA


Entro en casa sin encender las luces.


Me basta con la penumbra. Me guía de memoria. El eco de las llaves al caer sobre la encimera, el sonido hueco de mis pasos descalzos contra el suelo frío. No pienso. No quiero pensar.


Cruzo el pasillo y entro directamente al baño. Me quito la ropa sin mirarla, como si me pesara, como si no fuera mía. Todo al suelo. Todo. El sujetador, la braguita, la blusa arrugada. El perfume de otro hombre aún en mi cuello. Su sabor en mi boca. Su aliento en mi espalda.


Abro el grifo. El agua tarda en salir caliente. Me meto igual. Que duela un poco.


Me dejo caer bajo el chorro, como si el agua pudiera arrastrarlo todo. El sexo rápido. El sabor a champán. Su voz diciéndome que estaba preciosa. La forma en que me miró cuando me abrí de espaldas. Como si yo fuera otra. Como si quisiera serlo.


El agua corre por mi piel, pero no limpia lo que no se ve.


Apoyo la frente en la pared. Cierro los ojos.


Y entonces aparece ella.


Rebeca.


Puedo imaginarla. Dulce. Correcta. Inteligente. Esa que huele bien incluso después de ducharse con prisas. Esa que probablemente no se sienta sucia por las noches, ni se masturbe pensando en lo que ya no tiene. Esa que no duda.


La imagino con él. En el sofá. Riéndose juntos. Sus piernas sobre las de Nico. La cabeza en su pecho. Una mano acariciándole la nuca. ¿Le tocará igual? ¿Se le encoge el estómago cuando él la llama por su nombre?


Nico…


Aprieto los dientes. Y ahí, en mitad del agua caliente, el pecho se me llena de una rabia sorda. No contra ellos. Contra mí.


Contra esta versión de mí que vuelve sola, que finge no sentir, que se acuesta con extraños buscando algo que ya no existe.


Salgo de la ducha sin secarme del todo. Me miro en el espejo empañado. Borrosa. Incompleta. Me paso la mano por el cristal y ahí estoy. Pálida. Desnuda. Con los ojos un poco rojos, no sé si del vapor o de otra cosa.


Cojo el móvil del borde del lavabo. Lo desbloqueo.


No hay mensajes.


No esperaba ninguno.


Pero aun así, busco su nombre. Nico. Sigo teniéndolo en favoritos. ¿Por qué no lo borro?


Paso el dedo por encima, sin apretar. Como si eso pudiera invocarlo.


Nada.


Solo mi reflejo. Solo el agua que aún me gotea de las clavículas. Solo este cuerpo que ya no sé si es mío o de todas las veces que he intentado olvidarme en otras manos.


Y de fondo, una pregunta que no me atrevo a decir en voz alta:


¿Y si él ya no piensa en mí?


Otro día más, igual que los anteriores y sigo sin encontrarme. Miro el móvil, en el WhatsApp sus conversaciones de hace tanto y no soy capaz de borrarlas. Hace cuatro años ya del último WhatsApp “Cariño quiero que estés bien…” al día siguiente me dijo adiós.


Luego leo las más subidas de tono…cuando él era mío y yo suya.


Llueve.


Llueve como si el cielo se hubiera cansado de sostenerse. Salgo del bar y luna me mira y por primera vez me dice te cuidado…

Son casi las doce. La ciudad duerme mal. Hay charcos en todas las aceras y el frío cala a través del abrigo como una aguja lenta. Camino con la cabeza baja, la capucha empapada pegada a la frente, los dedos entumecidos dentro de los guantes de lana mojada. Cada paso es un ruido sordo contra el asfalto. Chof. Chof. Me da igual.


No vengo buscando placer.


Solo vengo porque me sentía sola.


Y porque no quería estar en casa.


El hotel por decirlo de alguna manera, se levanta a mitad de la calle como un diente torcido. Ni siquiera tiene letrero luminoso, solo unas letras metálicas medio oxidadas clavadas sobre la fachada desconchada: “Hotel Europa”. Nadie se ha molestado en renovarlo desde hace décadas. Ni siquiera para fingir que les importa.


Al cruzar la puerta, el olor me golpea.


Un tufo mezcla de moqueta húmeda, lejía barata y cigarrillos fríos. Hay una lámpara colgante que parpadea sobre el vestíbulo, lanzando sombras breves contra las paredes de gotelé oscuro. La luz es amarilla, enfermiza, como si la electricidad aquí también estuviera cansada.


El tipo de recepción ni levanta la vista.


Está fumando junto a una estufa vieja, con un jersey lleno de bolitas y las uñas negras. Tiene el pelo grasiento recogido en una coleta floja y un periódico desplegado sobre las rodillas. Me observa de reojo como si fuera una aparición cualquiera. Luego asiente con la cabeza. Nada más.


No me pide nada.


Quizá ya sabe a qué vengo.


O simplemente no le importa.


Camino hasta el ascensor. Las baldosas crujen bajo mis botas mojadas. En un rincón del vestíbulo, un hombre dormita con una bolsa de plástico entre las piernas. En el otro, una pareja discute en susurros. El aire está denso. Me cuesta tragar.


El ascensor es una cápsula oxidada, con puertas correderas que chirrían al cerrarse. Aprieto el botón del décimo piso. El sonido metálico del mecanismo me sacude los huesos. El panel vibra, la cabina sube a tirones.


No hay espejo.


Mejor.


Cuando llego al pasillo, la moqueta está húmeda. Hay huellas de barro. Las paredes tienen manchas oscuras en las esquinas. Las luces del techo parpadean cada pocos metros. En la habitación 10467 se oye una televisión encendida a todo volumen. En la 10468, alguien tose. Largo. Húmedo.


Me detengo frente a la 10469.


Respiro. Una vez. Dos.


Levanto la mano. Llamo.


Toc-toc.


Unos segundos.


La puerta se abre.


Y ahí está.


Alto. Delgado. Bien vestido. Hay algo elegante en su forma de moverse, pero también algo seco. Demasiado control. El tipo de hombre que no deja que el azar le toque. Camisa gris oscuro, chaqueta negra. Ni una arruga. Ni una sonrisa.


Sus ojos.


Ahí está el escalofrío.


No porque me deseen. No porque me juzguen.


Sino porque están vacíos.


Se aparta un paso. Me deja pasar. No dice nada.


Desde el umbral veo apenas el borde de la cama: un colchón hundido sobre un somier de níquel oxidado, las sábanas grises y arrugadas, con manchas que no quiero descifrar. El suelo cruje bajo mis botas, un sonido seco que retumba en el silencio. En la butaca, a la izquierda, una maleta abierta deja ver ropa arrugada, sucia, amontonada como si la hubieran revuelto con prisa. Junto a la cama, una lámpara de pie torcida derrama una luz amarillenta y parpadeante que no calienta nada, que solo pinta sombras largas y temblorosas sobre la moqueta raída, llena de quemaduras de cigarro. No hay música. No hay televisión. Solo silencio.


Huele a madera húmeda, a colonia barata, a encierro.


Doy dos pasos. Me quedo de pie.


No sé por qué entro. Quizá la costumbre, la inercia de tantas noches iguales, me empuja hacia adentro antes de que mi cabeza pueda decir que no.


Siento la puerta cerrarse a mi espalda con un clic sordo.


Y en ese instante, por un segundo, pienso en salir corriendo.


Pero no lo hago.


Entonces giro la cabeza hacia el lateral de la cama, el rincón que no podía ver desde la puerta.


Ahí está.


Otro hombre. Negro huesudo, de mal aspecto. La piel oscura brilla con un sudor frío bajo la luz tenue, los ojos hundidos y enrojecidos, como si llevaran noches sin dormir. Los labios agrietados, partidos, una cicatriz que le cruza la ceja izquierda. Lleva una camiseta sucia, manchada de algo que no quiero identificar, y pantalones rotos en las rodillas. Está sentado en una silla de plástico, inmóvil, como si llevara horas esperando.


Y entonces sonríe.


Una sonrisa que da escalofrío: demasiado ancha, demasiado lenta, los dientes amarillos y desiguales, los ojos que no parpadean, como si supiera algo que yo no.


Ni siquiera se presentan. Solo me miran. Y yo sonrío. Sonrío como si supiera lo que estoy haciendo. Como si no hubiera nada extraño.


Pero lo hay.


En la mesita, junto a una botella de ron sin etiqueta, el móvil está apoyado, enfocado, grabando y un frasco de lubricante medio vacío


El hombre cetrino tropieza con algo que sobresale de debajo de la cama y tira la maleta que había en el suelo y cae de lado con un golpe sordo, pesado. El cierre salta, la tapa se abre del todo y los utensilios se desparraman sobre la moqueta raída:


Algunos los conozco —los he probado, los he permitido.


Látigos de gato —el ardor que dejan en la piel, como fuego líquido—, mordazas de bola —el sabor amargo, la saliva que no tragas—, pinzas de metal —apretadas en mis pezones, el tirón que me hacía arquearme—.


Pero otros… otros son demasiado. Demasiado extremos. Demasiado peligrosos. Entre ellos, las anillas de acero para clavar en la espalda y suspenderte del techo —el pensamiento de los ganchos atravesando carne, el cuerpo colgando, sin suelo—.


Entonces lo veo: sobre la cama, extendido como una sábana extra, un plástico grande, transparente, arrugado en los bordes, encima un gancho anal de acero inoxidable; grande, curvado, con una argolla gruesa en la base y al lado, un rollo de cinta americana ancha, plateada, medio desenrollado, con tiras ya cortadas pegadas al cabezal.


Mi cuerpo entero se tensa.


Mi bolso está lejos. Demasiado lejos. Intento avanzar, pero el primero —el que tenía foto— lo coge como si no pasara nada. Como si fuera un gesto amable. Pero no me lo da.


Sonrío otra vez.


Hago como que no he visto bien, como si el golpe de la maleta y el tintineo de los objetos fueran solo ruido de fondo, como si el plástico sobre la cama fuera una sábana más y la cinta americana un detalle sin importancia. Parpadeo lento, fuerzo una sonrisa que no llega a los ojos y me paso el dorso de la mano por la nariz, un gesto rápido.


—Oye… ¿puedo ir un momento al baño? —pregunto, con voz suave, casi juguetona, como si lo único que quisiera fuera un tiro y hacer pis—. Necesito… ya sabes, arreglarme un poco.


Uno asiente. El otro ni siquiera se mueve. Y yo camino, despacio, intentando no parecer asustada. Pero lo estoy. Estoy aterrada.


Entro. Cierro. Echo el pestillo.


¿Qué haces aquí, Vega?


El pensamiento me golpea como un puñetazo en el pecho.


Respiro en jadeos cortos, entrecortados, intentando que no se oiga, pero el aire entra rasposo, quemándome la garganta.


El baño es una caja asfixiante: sin ventana, solo una rejilla de ventilación oxidada que escupe un zumbido débil, como un insecto moribundo. El foco parpadea —flash, flash— cada vez más rápido, como si fuera a estallar. El espejo está empañado, cubierto de gotas secas que parecen lágrimas congeladas. No me reconozco.


No sé qué hacer.


Intento pensar: la puerta, el móvil grabando, el bolso que no tengo… nada encaja, nada tiene sentido.


Apoyo las manos en el lavabo. Tiemblo. El agua del grifo corre con un glu-glu irregular, pero ni siquiera me calma. Solo amplifica el ruido de mi pulso en los oídos: tum-tum-tum-tum.


Empiezo a marearme.


Después escucho algo al otro lado: voces, un tono más alto, grito gutural, que se clava como una uña en la nuca.


No entiendo las palabras, pero sé que no son buenas.


Escucho un par de golpes


Miro a mi alrededor, desesperada, buscando una salida.


Nada.


Solo el pestillo, que tiembla con cada golpe fuera, clic-clic, como si alguien lo probara.


El aire está cargado, pesado, húmedo, me cierra la garganta como una mano invisible.


Mi cuerpo se niega a reaccionar, pero el miedo sí.


Late.


Constante.


Pegado al estómago.


Como si ya supiera lo que viene.


Creo que voy a perder el conocimiento.


Entonces, un sonido distinto.


Una voz.


Un golpe seco.


Algo se abre.


Intento retroceder, pero no tengo espacio.


La puerta se mueve despacio, con un chirrido que corta el aire.


Y lo siguiente que siento es unos brazos que me sujetan.


Fuertes.


No veo su rostro.


Solo el olor. Solo la seguridad inmediata, visceral, de que ya no estoy en peligro.


Me dejo llevar. Rodeo su cuello con los brazos. No sé si hablo. Creo que susurro algo. Tal vez su nombre.


El pasillo pasa rápido, como un sueño que se deshace.


La calle.


La lluvia.


Fría, viva, punzante.


Entonces sí.


Cuando el aire fresco me golpea y el vértigo cede, lo veo.


Nico.


La bilis me sube a la garganta. Vomito en la acera.


Él me sostiene el pelo, sin decir nada.


El ruido de la lluvia es lo único real.


Sigo agachada, el temblor no se va.


Él me sujeta con una mano firme en la nuca, la otra en mi espalda. No me habla. Solo está.


Y eso me abruma más que cualquier reproche.


Porque en su silencio hay algo que duele.


Levanto la vista, despacio.


La lluvia me cae en los ojos, resbala por la cara como si quisiera borrarme.


Y entonces lo miro.


Lo miro a él.


A Nico.


A sus ojos.


Y me veo desde fuera.


Sé cómo me ve.


Me ve rota.


Con el maquillaje corrido, la boca sucia, el abrigo mal puesto, las medias rasgadas.


Me ve despeinada, pálida, jadeando como un animal acorralado.


Me ve como yo misma no querría verme nunca.


Como esa mujer que nunca quise ser. A la que los años no han cuidado bien o quizá más bien que no se ha cuidado bien ella.


Pero lo que más duele no es su mirada.


Es lo que no hay en ella.


No hay sorpresa.


No hay escándalo.


No hay juicio.


Como si ya supiera.


Como si me hubiera imaginado exactamente así.


Como si, en algún rincón de él, hubiera temido este momento desde hace mucho.


Y ahora solo confirmara que ha llegado.


Siento las lágrimas mezclándose con la lluvia. No puedo distinguir unas de otras.


Me limpio la boca con el dorso de la mano.


Él me ofrece un pañuelo. Me lo tiende sin urgencia, sin forzar.


Como quien ya ha hecho esto antes.


Me lo llevo al rostro sin mirarlo.


Me ha traído a casa.


No sé en qué momento nos metimos en el coche.


Solo recuerdo la lluvia en el cristal y su mano en mi nuca, empujándome con ternura al asiento.


Desde entonces, no hemos dicho nada.


El trayecto ha sido en silencio.


Uno de esos silencios densos, largos, que no pesan… pero que se sienten.


Yo le miraba.


Le observaba mientras conducía con esa serenidad que me desarmaba.


La misma que me enamoró.


Sus ojos fijos en la carretera, los labios apretados, los hombros firmes.


Esa quietud suya que siempre parecía protegerlo todo.


Y mientras lo miraba, algo se me rompía dentro.


La melancolía de todo lo que le amé me fue subiendo por el pecho, como una ola vieja.


Una ternura antigua, hecha de recuerdos.


De paseos, de risas suaves, de tardes en las que todo estaba bien.


Miro su mano. Tiene los nudillos magullados, no pregunto, no me hace falta imagino que ha ocurrido, en su cara también hay algún rastro.


Veo como agarra el volante.


Y lo noto una ausencia


El anillo ya no está.


Nuestro anillo de boda el que miraba cuando conducia.


El que giraba cuando íbamos caminando y entrelazábamos los dedos.


Ya no está.


Y algo en mí lo siente como una despedida que no sabía que seguía doliendo.


Cuando llegamos, aparca sin mirar.


Deja el motor en silencio.


Se gira hacia mí.


No dice nada.


Yo tampoco.


Hasta que lo digo.


—¿Te importa subir un momento?


Él parpadea. Duda.


—Tengo miedo —añado.


Y es verdad.


Pero no solo por lo que ha pasado.


No es por el hotel, ni por los hombres, ni por la cámara. Ese ya pasó.


Es miedo de estar sola.


De quedarme sin su olor.


Sin su calma.


Sin la manera en que su presencia me baja el ritmo cardíaco.


—Solo un momento —susurro—. No quiero estar sola.


Él asiente, suave. No pregunta más.


Me abre la puerta del coche como si aún estuviéramos juntos.


Como si el mundo no se hubiera roto del todo.


Y subimos.


—¿Quieres un café? —pregunto, sabiendo la respuesta antes de que abra la boca.


Nico niega con la cabeza, sin mirarme.


—No. Tengo que irme.


Asiento despacio. Bajo la mirada.


No pregunto a dónde.


No hace falta.


Rebeca.


Ella estará despierta. O fingirá no estarlo. Le dejará la cama caliente, la voz baja, el sitio que un día fue mío.


Nico se pone en pie. Se acerca a la chaqueta.


Entonces, casi sin pensarlo, lo digo:


—¿Cómo lo supiste?


Él se detiene.


No se gira de inmediato.


Pasa una mano por su nuca. Luego sí, se vuelve, con ese gesto suyo que no sé si es dolor o cansancio.


—fui al bar—responde, con la voz más grave de lo habitual— te vi salir…


Me acerco un poco, apenas un paso.


Espero.


— luego te vi entrar en ese antro… —hace una pausa breve, respira hondo


No añade más.


Pero lo veo.


Lo noto.


Hay algo que no está diciendo.


Una frase, un momento.


Algo que se tragó para no herirme.


Algo que, tal vez, aún le duele más a él que a mí.


—Pregunté por ti —continúa, mirando ahora al suelo, como si le costara sostenerlo—. No me dijeron la habitación exacta. Me dieron varios números.


Y fui uno por uno. Cuando ese hombre me abrió…vi tu bolso.


El silencio que sigue es distinto.


Más denso.


Como si todo lo que no hemos dicho en tres años se apretara ahora en ese espacio entre él y yo.


—Y a esos dos —añade, en voz baja.


Cierra los ojos un segundo.


Cuando los abre, no hay reproche. Solo un tipo de tristeza que no conocía hasta ahora.


La tristeza de alguien que sigue queriendo…


y no sabe si aún puede hacerlo.


Yo no sé qué decir.


No sé si llorar.


No sé si pedirle que se quede.


No sé si dejarle marchar.


Nico se pone la chaqueta sin apuro.


Yo no le detengo.


Aunque me muero por hacerlo.


Aunque cada fibra de mi cuerpo grita en silencio que se quede. Que no me deje sola esta vez.


Camina hasta la puerta con ese paso suyo, firme y contenido, como si se llevara algo al irse.


Cuando apoya la mano en el pomo, algo le detiene.


Se queda quieto unos segundos.


Luego, sin girarse del todo, dice con la voz más baja, más humana, más frágil que le he escuchado:


—¿Podrás perdonarme algún día?


Esas palabras me atraviesan.


Como un cristal que se rompe desde dentro.


Siento cómo se me abren los ojos sin poder evitarlo.


Y lloro.


Lloro de verdad.


No de rabia, ni de vergüenza, ni de culpa.


Lloro por lo que hemos perdido.


Por lo que yo dejé que se rompiera.


Recuerdo aquella noche.


Estábamos en el coche. Llovía. Él se detuvo en seco antes de arrancar y me lo dijo, casi en un susurro:


“Estoy con alguien”.


No pregunté quién. No dije nada. Solo asentí.


Pero lo supe. Rebeca.


Y en ese gesto mudo, entendí que ya le había perdido y no me importó.


—Te perdoné mucho antes que pasara.— susurro tan bajo que no sé si me oye.


Me cuesta respirar. Me llevo una mano a la boca, como si pudiera contener todo lo que está saliendo ahora.


Entonces, no sé de dónde saco el valor, pero lo digo:


—¿Aún me quieres?


La pregunta flota en la habitación como si hubiera estado esperando ahí, años, agazapada.


Nico no titubea. No aparta la mirada.


No sonríe. Como siempre lo hacía cuando le preguntaba si me quería.


Solo me mira.


Y responde:


—Siempre.


No sé cómo pero las palabras salen solas.


—No me dejes.
"Necesitamos" mas @DeRiviaGerald69 nos tienes enganchados a Vega ,Nico y su relacion .
 
Estoy temiendo el próximo capítulo, cada vez que hay una pausa se produce un salto en el tiempo de varios años. Probablemente ésto continúe en la residencia geriátrica en la que conviven Vega y Nico. Rebeca viene a visitarlos, ya no la reconocen, pero algo en ella les transmite calidez y confianza
😝😝😝
 
Estoy temiendo el próximo capítulo, cada vez que hay una pausa se produce un salto en el tiempo de varios años. Probablemente ésto continúe en la residencia geriátrica en la que conviven Vega y Nico. Rebeca viene a visitarlos, ya no la reconocen, pero algo en ella les transmite calidez y confianza
😝😝😝
2 generaciones después aparecen los nietos de Vega ....
 
Le hubiera pedido eso Alba, estaríamos mucho más tranquilos por Dani. ;):D

Es como dices, lo de Nico y Vega parece un amor atemporal, trasciende sus vidas.:cool:
Buffff....es cierto por error de transcripción "pideme que me quede"
..............pero pensando en tu reflexión....hummm apreciado @onatrapse , tienes en parte razón. Dani hubiese tenido un bonito futuro con la camarera.....universos paralelos!!!
 
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