Mi mujer y yo. Su confesión

Rebeca La puta becaria con sus minitetas.

Está en la terraza de al lado, riendo con unas amigas.

Su risa es limpia, de esas que parecen venir de un sitio donde no pasa nada.

Lleva el pelo suelto, más rubio que antes, y un abrigo claro que la envuelve como una armadura.

Podría girar.

Podría seguir andando.

Pero no lo hago.

Camino recto, hacia donde está.

Ella me ve cuando ya es tarde para fingir sorpresa.

—Vega —dice, y su voz suena firme, casi cálida. Pero no lo es.

—Hola, Rebeca.


Nos miramos un segundo que es más que un año.


—¿Cómo estás? —pregunta, con una media sonrisa.


—Bien —respondo, sin pensarlo.


—Te veo… distinta.


—tú igual estás igual —le digo, sabiendo que no es un cumplido.


No hay hostilidad abierta, pero el aire pesa entre nosotras.


Hay algo en su mirada que me recorre: una mezcla de curiosidad y lástima.


Y algo en la mía que, seguramente, le devuelve lo mismo.


Me muerdo el labio. No por coquetería, sino por no decir lo que pienso: Zorra me robaste a mi marido. Aunque sé, que No fue culpa de Rebeca. Ni de Nico. Fui yo.


Yo lo empujé lejos sin querer, encerrada en mi dolor, en mis silencios, en todo lo que no supe compartir. Me alejé justo cuando más necesitaba que alguien me salvara… y él intentó hacerlo. Pero no podía solo. Yo me olvidé de quererle.


Y no lo culpo. Le di demasiadas razones para rendirse.


Yo me cerré, me hundí, y él se cansó de llamarme. Simplemente se cansó de esperar a alguien que ya no estaba. Se fue porque me perdí… y con ello, también lo perdí a él. Me dediqué a perderle y me di cuenta tarde.


Siento un latido entre las piernas. Un latido de vergüenza.


Necesito limpiarme.


No puedo estar aquí. No contigo. No así.


—Bueno… —digo al fin—, me alegro de verte.—miento


—Yo también.— miente


Al alejarme, siento su mirada detrás.


Y sé que ella también siente la mía.


Porque, por un instante, las dos hemos pensado lo mismo:


¿Y si él aún me recuerda?


En la siguiente esquina hay un bar pequeño. Bajo la cabeza y entro sin mirar a nadie.


El neón del baño me parece un faro.


Y al cerrar la puerta, al verme en el espejo, no me reconozco. Han pasado tres años ya y aún cuando me miro veo el reflejo de Nico tras de mí. Pero mi cara no es la misma más fina, más dura más cansada más mayor.


Pero al menos aquí, por fin, puedo quitarme de encima lo que queda de esa otra que aún no sé si soy.


NICO


El apartamento está en silencio.


Solo se oye el zumbido constante del refrigerador y, de vez en cuando, algún coche que pasa por la avenida, amortiguado por los cristales dobles. Es amplio, moderno, funcional. Todo está en su sitio, como si alguien lo hubiera ordenado con esmero… y luego se hubiera marchado.


Las luces están atenuadas, derramando una calidez tenue sobre las paredes grises. En la mesa baja, una copa a medio terminar y un libro abierto, abandonado a mitad de capítulo, como si ni el deseo de saber el final pudiera con el peso del presente.


Estoy en el sofá, descalzo, con una manta sobre las piernas. He puesto musica en el altavoz —Written On The sky de Max Richter—, pero no escucho de verdad. Solo dejo que suene, que rellene el hueco por que cuando la oigo escucho mi alma. El teléfono descansa boca abajo sobre el reposabrazos. No espero ningún mensaje, pero lo reviso a ratos. Un hábito sin causa.


Entonces suena el ascensor.


Y poco después, el clic de la cerradura.


—Hola —dice Rebeca al entrar, con una voz luminosa, suave, como si arrastrara con ella algo de la alegría del bar del que viene—. ¿Estás despierto?


Asiento, incorporándome un poco.


—Ven —respondo.


Deja el bolso sobre la consola y se quita el abrigo con un movimiento fluido, casi despreocupado. Lleva un jersey claro, ceñido, y vaqueros ajustados. El pelo ligeramente suelto, los labios un poco más rojos de lo habitual. Ha estado bebiendo. Se le nota en la mirada.


Camina hacia mí sin prisa. Me besa en la frente primero, luego en los labios. Su boca tiene un leve sabor a ginebra y lima. Me gusta.


—Te he echado de menos hoy —susurra, acomodándose a mi lado. Me pasa una pierna por encima, y la atraigo sin esfuerzo.


Está más cálida de lo normal. O quizá soy yo el que sigue frío.


Le acaricio la espalda con la yema de los dedos. Su piel bajo el jersey es suave, tibia. Los pies, como siempre, están helados. Los esconde entre mis piernas sin pedir permiso.


—¿Estás bien? —pregunta, apoyando la cabeza en mi pecho.


—Sí.


Miento. Pero ya ni sé con qué parte de mí lo hago.


Guarda silencio unos segundos. Me conoce. A veces más de lo que querría. Sabe que ese “sí” es solo una forma de cerrar una puerta sin ruido.


—He visto a Vega esta noche.


No cambia el tono. Lo dice como quien comenta el clima. Pero sus dedos —esos que me acariciaban el pecho hace un momento— se detienen, como si apretaran algo invisible. Como si el nombre le quedara grande entre las manos.


Cierro los ojos. Y ahí está otra vez.


Vega.


Mi pecho se contrae. Un segundo. Solo uno.


El whisky que estaba bebiendo ya no sabe igual.


—¿Dónde? —pregunto sin mirar.


—Salía de una calle. Iba sola. Parecía… no sé. Como… desmejorada. No se parecía a ella.


No contesto.


Ni ella.


Pero su nombre sigue flotando. Como el humo de algo que ya ardió, pero nunca terminó de apagarse.


Lo que tengo con Rebeca es real. Elegido. Cálido. Y a veces incluso luminoso.


Pero el eco de Vega aún retumba en ciertas esquinas de mí que no sé cómo cerrar.


Rebeca no dice nada más.


Y yo no le pregunto qué pensó al verla.


No quiero saberlo.


Camina por el pasillo con pasos suaves, sin prisa, como si no tuviera claro si viene a dormir o a deshacer algo. El jersey claro le cae suelto, rozándole a media pierna, y deja entrever el tirante fino de lo que lleva debajo. No hay pantalones. Solo una braguita oscura y las piernas desnudas, largas, delgadas, caminando con calma sobre la tarima.


Cuando entra en el dormitorio no enciende la luz. Se apoya un momento en el marco de la puerta. La penumbra la recorta con nitidez: la piel clara, el cuello largo, los hombros angulosos. Tiene el pecho pequeño, firme, y una figura esbelta, contenida. Todo en ella parece comedido, incluso la forma en que respira, como si no quisiera molestar al aire.


No dice nada. Solo me mira.


Sus ojos, entre grises y azules, tienen esa expresión serena que parece no alterarse nunca, pero esta noche hay algo distinto. Un brillo detrás. Una tensión que no es del todo nueva, pero sí más visible. Da dos pasos más, se acerca a la cama, se sube despacio. Tiene los pies fríos, como siempre.


Se sienta sobre mí, sin decir palabra, como si lo que tiene que decir ya lo estuviera diciendo su cuerpo.


La miro. Ella inclina la cabeza con esa suavidad suya, casi elegante, y sus labios finos se curvan apenas en una sonrisa pequeña, leve, que no llega a ser amable.


—Quiero que me folles esta noche como si no pudieras pensar en otra cosa —susurra.


Y ahí, en esa frase sin sombra, está todo.


Se queda ahí, sobre mí, con las piernas a ambos lados de mis caderas, sin moverse. Su respiración es tranquila, pero noto el leve temblor en sus muslos. Ese tipo de tensión que no nace del miedo, sino de la expectativa.


No la toco aún.


La dejo marcar el ritmo mientras se roza moviendo sus caderas, siento que esta vez es ella quien dirige, quien ofrece, noto el calor de su sexo a través de la ropa.


Baja lentamente sus labios hasta los míos. No me besa enseguida. Primero los roza, como si quisiera entender qué me pasa, si sigo aquí o me he ido a algún recuerdo. Entonces me besa. Profundo. Firme. Un beso con intención, sin dulzura. Como si me exigiera que no pensara en nadie más.


Y funciona.


Mi cuerpo responde antes que mi cabeza.


Sus manos me suben la camiseta. Me la quito sin una palabra. Ella baja la vista, explora con las yemas mis costillas, mi pecho, como si buscara una parte que le pertenezca. Luego se inclina, me besa lento, como si cada gesto fuera parte de algo que ha ensayado a solas.


—Dime qué te gusta —murmura, casi sin voz.


Su forma de decirlo no es sumisa. Quiere aprender, quiere saber. No hay artificio.


Le acaricio la espalda, la curva de sus caderas, la nuca.


—Ya lo estás haciendo.


Ella cierra los ojos un segundo. Luego se deja caer hacia adelante, su pecho contra el mío, su aliento en mi cuello. Me muerde con suavidad. Por deseo. Por algo que no sabe poner en palabras.


Gira despacio, dándome la espalda.


No dice nada. Solo deja que su cuerpo hable.


Se inclina, apoya las manos en mi pecho como si aún necesitara guía, aunque sabe exactamente lo que está haciendo. Sus rodillas buscan su lugar a ambos lados de mis caderas.


El jersey claro le cae por la espalda. La braguita, fina, apenas se mantiene en su sitio.


Su espalda está erguida, pero su respiración la delata. Baja. Sube. Se quiebra.


Coloco mis manos en su cintura, sintiendo el calor de su piel bajo el jersey que apenas le cubre nada.


Guío mi polla hacia ella.


Ella empuja hacia atrás, como si ya no pudiera esperar.


—Así —murmura, apenas audible, como si hablara con sus propios pensamientos.


Comienzo a moverme dentro de ella, al ritmo que su cuerpo pide.


Mis manos la sujetan con fuerza, a veces con más hambre que cuidado.


Ella no protesta. Al contrario. Responde. Se entrega. Se deja. Amaso sus tetas, encajan en mis manos como si estuvieran hechos para ellas. Pequeños, pero firmes, con la piel lisa y cálida. Los pezones, rosados, se endurecen con cada caricia. Me gusta cómo se tensan cuando se excita. Los pellizco con sus idas y no se resiste, los tiene tan sensibles.


Sus gemidos son suaves, apenas escapados de su garganta. Un “ah” contenido, un “mmm” que vibra como si no quisiera que se escapara del todo.


Entonces, sin girarse, sin mirarme, con la voz un poco ronca y un temblor que no sé si es deseo o miedo, susurra:


—¿Quieres que… lo intentemos por el culo?


El silencio después de esa frase no dura ni un segundo, pero pesa como si el mundo se hubiese detenido.


Mi cuerpo se tensa. Mi pulso se acelera.


Y en su espalda, lo noto también. El gesto leve de alguien que ha dicho algo que no sabe si debía decir.


No la toco todavía.


Solo respiro.


Y espero a ver si lo ha dicho de verdad… o si solo necesitaba oírlo en voz alta.


Lo dice con voz queda, sin mirarme directamente. Pero lo dice.


Y yo la escucho.


Y asiento. No con urgencia, sino con cuidado, con una mezcla de sorpresa, deseo y cierta ternura por su gesto.


Me inclino hacia ella, la beso en la nuca.


—Si no quieres, no tenemos por qué hacerlo —susurro.


—Quiero. De verdad —responde. Y en su voz hay firmeza… pero también una nota que no sé leer del todo. ¿Celos? ¿Orgullo? ¿Curiosidad?


La guío con suavidad. Se tumba boca abajo y arquea un poco la cadera.


Mis manos la recorren, delineando su cintura delgada.


Le bajo las braguitas despacio. Las marcas blancas en su piel que el bañador han dejado, cruzan su piel. Su culo, pequeño, firme, de curvas suaves, se tensa ligeramente al sentir el aire.


Abro con cuidado las nalgas, apenas con los pulgares. En el centro, el ano: rosado, apretado, como un pliegue que nunca ha sido cruzado del todo. Cerrado. Discreto. Como ella.


Más abajo, los labios de su sexo apenas asoman, finos, ocultos entre la humedad tímida que ya empieza a brotar. Todo en su cuerpo parece pedir permiso, incluso cuando se entrega.


Y es ahí, en ese instante en que más la deseo, cuando un recuerdo me cruza el pensamiento. Involuntario. Roto.


Los labios de Vega… tan distintos. Carnosos, suaves, oscuros, siempre visibles. Como si el deseo no se escondiera en ella, como si lo llevara expuesto incluso sin quererlo. En Vega todo se abría. En Rebeca, todo se contiene.


Cierro los ojos. No quiero pensar en eso. No ahora. Rebeca está aquí. Me desea. Me da lo que necesito. Me está dejando entrar. Y yo… yo me aferro a lo que tengo, aunque parte de mí siga buscando lo que traicione.


Preparo, humedezco, acaricio su agujerito. Ella respira agitada, las mejillas encendidas. Me muevo con la delicadeza. Cuando siento que está lista, tomo aire.


Intento metérsela pero cuesta, su culo no cede, intento ser cuidadoso, está tan cerrado que tengo que apretar un poco más, y en un milisegundo su ano cede a la presión, a ella se le escapa un gemido más de dolor que de placer, veo como su cara se tensa, sus ojos se cierran y su boca se aprieta.


Y empiezo a entrar.


Es brutal. Tan ajustado que duele de placer. Pero al mismo tiempo, me duele la conciencia. Porque sé que le cuesta, que lo hace por mí. Y aun así, la sensación es abrumadora. Esa fricción lenta, esa resistencia inicial, ese calor imposible… Me hace sentir deseado y, a la vez, culpable. Pero descubrir el significado exacto de la palabra sodomizar en sus gestos me excita tremendamente…


Ella se queda quieta. Aguantando, resistiendo el dolor.


—¿Todo bien? —pregunto, sin avanzar más. Sé que no lo está.


—Sí… sigue —dice y su sumisión me enciende.


Me muevo despacio. Milimétrico.


Ella gime, pero no es placer. Es algo mezclado. Un sonido contenido, áspero, forzado. Su cuerpo no responde como debería: está más rígido, más cerrado, más lejos.


Entro un poco más. Joder, es tan estrecho que cada milímetro es una batalla, su ano me aprieta como un abrazo caliente, vivo, que no quiere soltar, la fricción me quema la piel, me hace temblar las piernas, siento mi polla palpitando contra sus paredes internas, tan suaves y tan jodidamente apretadas que casi duele, pero duele de la mejor forma, un dolor que se mezcla con un placer brutal que me sube por la columna, me nubla la cabeza, me hace apretar los dientes para no gemir como un animal.


El sudor me resbala por la espalda, mis manos se clavan en sus caderas sin querer, la empujo un poco más, sin control, solo instinto, quiero más, quiero todo, quiero reventarla, quiero que me trague entero, su culo me succiona, me aprisiona, me exprimo dentro de ella, cada centímetro que gano es una explosión, siento su calor interno quemándome, su resistencia cediendo poco a poco, su cuerpo temblando bajo el mío, y yo pierdo la cabeza, empujo más fuerte, más profundo, sin pensar, solo sintiendo cómo me envuelve, cómo me aprieta, cómo me vuelve loco, ¡plas! un golpe seco, demasiado fuerte, sus nalgas se sacuden, ella se tensa entera, un quejido ahogado sale de su garganta, ¡agh!, y yo me doy cuenta de que la estoy dando con más fuerza de la que debe, mis caderas se mueven solas, ¡plas! ¡plas!, cada embestida un latigazo, su ano ardiendo alrededor de mi polla, sus manos agarrando las sábanas, su espalda arqueándose no de placer sino de dolor, pero no paro, no puedo, el placer me ciega, me domina, me hace un puto salvaje.


Y entonces lo dice.


—Nico… para.


Lo dice bajito, casi un susurro roto, pero su voz tiembla como si le doliera cada sílaba.


Se aparta de golpe, su cuerpo se encoge, se dobla hacia delante, cae de bruces sobre las sábanas con un gemido ahogado que no controla:


—¡Agh!


Un grito corto, agudo, que se le escapa entre dientes apretados.


Se agarra el culo con ambas manos, los dedos clavados en sus nalgas, como si quisiera protegerse, como si quisiera cerrarse, como si el dolor le quemara por dentro.


—Dios… no puedo… —solloza, la voz quebrada, la cara hundida en la almohada, el cuerpo temblando, las piernas cerradas con fuerza.


Yo me quedo ahí, congelado, la polla aún dura, palpitando, cubierta de su calor, pero el placer se me apaga de golpe.


—Está bien. No pasa nada —digo, con la voz ronca, sin saber si me lo digo a ella o a mí.


Me inclino, le acaricio la espalda con cuidado, pero ella se tensa más, se encoge, se hace pequeña.


Ella se tapa un poco la cara. No sé si es vergüenza o rabia consigo misma.


No llora. Pero siento su frustración.


—Pensé que podía… —susurra.


Se queda unos segundos inmóvil, tumbada boca abajo, con la espalda apenas arqueada. La acaricio con cuidado, sin decir nada. Solo respiro con ella, intento que sienta que no hay prisa, que no hay decepción.


Pero en el silencio, lo noto.


Su tensión. Su forma de no moverse.


Entonces se gira.


Tiene los ojos brillantes, pero no ha llorado. Me mira como si estuviera a punto de pedir perdón.


Pero no lo hace.


En lugar de eso, se incorpora, se sienta sobre sus rodillas y, sin hablar, sin aviso, baja la cabeza hacia mí.


—Rebeca… —murmuro, pero no alcanzo a decir más.


Sus dedos me envuelven, seguros. Su boca me recibe caliente, húmeda, suave.


Y lo hace como si lo necesitara. Como si ahí pudiera olvidar lo anterior.


Como si ese gesto —uno que tantas veces ha sido ternura— esta noche fuera una forma de reclamar su deseo, su espacio, su valor.


La observo.


Está concentrada. Sus labios se deslizan con ritmo firme, cada movimiento medido, decidido.


No hay urgencia. Pero sí intención.


Quiere que lo sienta.


Quiere hacerlo bien.


Cierra los ojos unos segundos, y suelta un leve sonido nasal —mmm— mientras me rodea con la lengua. Es la primera vez esta noche que parece disfrutar. No sé si del acto, o del control que recupera.


Apoyo una mano en su mejilla, acariciándola. Ella no se detiene.


Cuando sube la mirada hacia mí, jadeante, tiene el cabello algo revuelto, los labios húmedos y los ojos encendidos.


Y en esa expresión, leo lo que no dice: Déjame darte esto. Déjame no sentirme menos.


No intento detenerla.


Solo la acompaño, la dejo llevar el ritmo, la dejo hacerse fuerte donde hace un momento dudó.


Y entonces lo sugiere sin palabras, colocándose sobre mí, guiándose, buscándome.


El sexo no siempre es un acto.


A veces es una respuesta.


Un modo de sostenerse.


Y ella, esta noche, necesita eso.


No que la abrace.


No que le diga que está bien.


Solo que la desee como si nada se hubiera roto.


Cuando se sube a horcajadas sobre mí, sus movimientos ya no titubean.


Guía mi sexo hasta su entrada con una precisión temblorosa y decidida, como si aún quedaran dudas en su cabeza pero ninguna en su cuerpo.


Se deja caer lento, sintiéndome entrar, cerrando los ojos con un suspiro profundo.


—Ah… —escapa de sus labios, más un aliento que un gemido.


Y entonces empieza a moverse.


Al principio, despacio. Como si quisiera probarse a sí misma.


Pero luego su cadera se curva hacia delante, empujando, buscando más.


Más profundidad. Más fricción. Más de mí.


—Dios… Nico… —jadea, y en su voz no hay artificio, solo verdad.


Apoyo las manos en sus muslos, la observo desde abajo. Su jersey suelto se ha deslizado hacia arriba, dejándome ver su vientre, sus pechos pequeños que rebotan con cada vaivén. Su piel está caliente, tensa, húmeda.


Los muslos le tiemblan. La mirada se pierde.


Y yo sé que está entrando en esa zona donde solo queda el placer.


Ella mueve las caderas en círculos, en olas, hacia delante y hacia atrás, sin dejar de mirarme.


Quiere verlo en mis ojos.


Quiere sentir que soy solo suyo.


Que ahí, en ese instante, nadie existe más que ella.


Y es cierto.


Está preciosa. Está viva.


Está jodidamente entregada.


Cuando se echa hacia atrás y apoya las manos sobre mis piernas para tomar impulso, gime más fuerte.


—Nico… joder… no pares… no pares…


Sus palabras salen rotas.


Siente. Todo.


Como si su cuerpo hubiera estado esperando este momento para recordarle lo que significa ser deseada.


La cojo de la cintura, cambio el ritmo, la subo y la bajo con más fuerza.


Ella no se queja. Al contrario. Se arquea. Se abre. Se deja.


Se vuelve adicta. Lo sé. Lo noto.


Está empapada. Apretada.


Cada vez que entra hasta el fondo, suelta un sonido que parece arrancado del alma.


Ah… mmm… ahhh…


Y aunque mis piernas tiemblan, aunque sé que no podré durar mucho más, me esfuerzo por seguir.


Porque verla así —inmensa, perdida, abierta en deseo— es una imagen que no quiero que se acabe.


Y quizás ella tampoco.


Porque en este gesto, en este polvo, en este cuerpo que me ofrece sin reservas, está gritando: Hazme sentir que solo tú puedes darme esto. Que sin ti no hay placer suficiente.


La tengo encima.


Sudada, temblando, jadeando con los ojos entrecerrados, como si el placer la cegara.


Y no quiero que pare.


Siento cómo me aprieta, cómo su sexo me envuelve cada vez que la empujo hacia abajo.


Ella se mueve con hambre. Con rabia. Con algo que no puedo nombrar.


Está al borde. Lo sé. Y yo también.


—Nico… —jadea entre dientes—. Joder… joder… me voy a correr…


No hay vergüenza en su voz. Ni pudor.


Solo urgencia.


Me agarro a sus caderas, acelero.


Clap. Clap. Clap.


El sonido húmedo de nuestros cuerpos choca contra el silencio denso del dormitorio.


—Sí… sí… ahí… —gime, echando la cabeza hacia atrás, dejando que su pelo caiga desordenado sobre la espalda.


Está preciosa.


Y cuando la siento tensarse sobre mí, cuando sus músculos se contraen y sus uñas se clavan en mi pecho, todo su cuerpo tiembla.


Un gemido profundo, casi animal, le nace de la garganta.


—Aahhh… Niiicooo…


Se viene encima, desbordada, sin control, con la respiración entrecortada.


Y al sentirla así, húmeda, apretada, viva, me dejo ir también.


Empujo una última vez, hasta el fondo.


Gimo, fuerte. Cierro los ojos.


—Rebeca… joder…


Y me corro dentro de ella.


Largo. Profundo.


Como si soltara algo que llevaba demasiado tiempo guardando.


Quedamos así, pegados, con su frente apoyada en mi cuello, su pecho subiendo y bajando.


Mi corazón desbocado contra su vientre.


Las sábanas enredadas. El silencio lleno.


Rebeca se deja caer a mi lado, aún sin aliento. Apoya una mano en mi pecho desnudo y con la otra se recoge el pelo, llevándolo hacia atrás con ese gesto despreocupado que a veces tiene después del placer. Sonríe. Tiene las mejillas encendidas, la respiración todavía irregular y una chispa luminosa en los ojos.


—Vale… lo del culo lo dejamos para dentro de… ¿diez años?


Suelto una carcajada breve y baja, dejándome caer también contra el colchón.


—¿Tanto?


—¿Tú sabes lo que duele eso? —me lanza, con una ceja levantada—. Sentía que me estabas empujando el alma hacia arriba.


—No exageres —respondo, con una sonrisa ladeada—. Fui suave.


—¿Tú crees que eso era suave? —arquea ambas cejas ahora, con una mueca divertida—. Si llegas a hacerlo en serio me pliegas como una servilleta.


Nos reímos los dos. La risa nos nace en el vientre, en los músculos todavía temblorosos, y se funde con el calor que queda entre nosotros. Le acaricio la pierna con calma, dibujando un recorrido lento desde la rodilla hasta la curva de la cadera. Ella se deja, dejando caer la cabeza hacia atrás, todavía sonriendo.


—Además —añade ella, en un tono más bajo, casi travieso—, te gusta demasiado. A ti te da morbo que duela, ¿a que sí?


—Me da morbo que lo quieras —respondo, mirándola de lado.


—No he dicho que lo quiera —corrige ella, sin dejar de sonreír—. He dicho que te quiero a ti. Es distinto.


El silencio que sigue no es incómodo. Es ese silencio que se instala cuando hay una verdad flotando entre los cuerpos. Uno de esos que no hace falta romper.


Entonces, ella baja la mirada, juguetona, con una sonrisa torcida que parece querer decir más de lo que dice. La observo.


—No sabía que te iba lo de… culo-boca —digo, con una sonrisa maliciosa.


Rebeca se ríe de golpe, una risa ahogada, medio escandalizada, medio encantada consigo misma.


—Yo tampoco —responde, aún riendo—. Ya sabes que mi culo solo se abre para ti.


—¿Pero se abre?


—A ver… se ha abierto. Pero… con trauma.


Estallamos en otra carcajada. Ella se tapa la cara con la sábana un instante, como si le diera vergüenza lo que acaba de decir, aunque el rubor de sus mejillas no es sólo pudor: es placer.


—Dios… qué burradas decimos —murmura, desde detrás de la sábana.


—No me quejo —respondo, con una sonrisa tranquila.


Ella me mira, ahora más seria. Hay una ternura súbita en sus ojos. Se inclina hacia mí, rozándome la mejilla con los labios.


—Dios… qué bien lo haces.


No respondo. Solo la beso en la frente y la atraigo un poco más, hasta que su cabeza queda apoyada en mi hombro, y el mundo —al menos por ahora— parece haberse quedado en silencio.
 
Os lo dije y acerté, incluso con la mujer que estaría actualmente.
En el fondo me da muchísima pena Vega, porque ha dejado escapar al amor de su vida por un juego que d
Fue idea de ella.
De todas formas yo todavía no creo que esté dicho la ultima palabra y no descarto que acaben juntos, aunque ahora mismo se le ve muy bien con Rebecca.
 
Fijate, que a pesar de que ahora parece que está muy difícil la cosa, soy optimista y creo que se van a dar las circunstancias para que se vuelvan a reconciliar.
Estos dos creo que nunca han dejado de amarse y solo es necesario que Vega de un paso.
No sería lógico que no fuera así.
Lo que no sabemos es el cómo y el cuando, pero un amor así no se puede perder 😭😭😭
 
Bueno, se nos acabó la Vega fiel esposa, para dar paso a la Vega Puta, la que recoge migajas de placer en bares y esquinas, buscando reemplazar un desamor que la tiene insalvablemente rota, incapaz de diferenciar el momento que el goce se vuelve castigo.
Es un triste desenlace para una pareja que parecía tenerlo todo, cariño, amor, deseo, confianza, complicidad y lealtad, lástima que a ella ese todo no le haya alcanzado, saber qué le faltó creo que ni ella lo ha descubierto aún, el distanciamiento debió ser un proceso largo y doloroso, sobre todo para Nico.
Ya tres años separados siguen viviendo con el fantasma del otro... una señal de esperanza??? :rolleyes::cool:
 
Bueno, se nos acabó la Vega fiel esposa, para dar paso a la Vega Puta, la que recoge migajas de placer en bares y esquinas, buscando reemplazar un desamor que la tiene insalvablemente rota, incapaz de diferenciar el momento que el goce se vuelve castigo.
Es un triste desenlace para una pareja que parecía tenerlo todo, cariño, amor, deseo, confianza, complicidad y lealtad, lástima que a ella ese todo no le haya alcanzado, saber qué le faltó creo que ni ella lo ha descubierto aún, el distanciamiento debió ser un proceso largo y doloroso, sobre todo para Nico.
Ya tres años separados siguen viviendo con el fantasma del otro... una señal de esperanza??? :rolleyes::cool:
Como diría aquel, el partido no termina hasta que el árbitro pita el final ( más de una vez mi equipo ha conseguido cosas increíbles en la ultima jugada).
 
Bueno, se nos acabó la Vega fiel esposa, para dar paso a la Vega Puta, la que recoge migajas de placer en bares y esquinas, buscando reemplazar un desamor que la tiene insalvablemente rota, incapaz de diferenciar el momento que el goce se vuelve castigo.
Es un triste desenlace para una pareja que parecía tenerlo todo, cariño, amor, deseo, confianza, complicidad y lealtad, lástima que a ella ese todo no le haya alcanzado, saber qué le faltó creo que ni ella lo ha descubierto aún, el distanciamiento debió ser un proceso largo y doloroso, sobre todo para Nico.
Ya tres años separados siguen viviendo con el fantasma del otro... una señal de esperanza??? :rolleyes::cool:
Supongo que el autor tendrá preparada una buena explicación, que justifique ésta destrucción del personaje de Vega. Nada de lo que nosotros conocemos le podría servir.
Esperamos una historia oculta, lo suficientemente tenebrosa como para acabar con todo.
Posiblemente lo sabremos, cuando Vega finalmente haga a Nico la confesión que da título a éste relato.
 
Yo insisto. Aquí no está dicha la ultima palabra y yo creo que van a volver.
Que van a coincidir en algún momento, tendrán una charla sincera y se darán cuenta que el amor es más fuerte que lo que los pudo separar.
Y eso que a mí Rebecca no me parece una mala chica.
 
VEGA


Entro en casa sin encender las luces.


Me basta con la penumbra. Me guía de memoria. El eco de las llaves al caer sobre la encimera, el sonido hueco de mis pasos descalzos contra el suelo frío. No pienso. No quiero pensar.


Cruzo el pasillo y entro directamente al baño. Me quito la ropa sin mirarla, como si me pesara, como si no fuera mía. Todo al suelo. Todo. El sujetador, la braguita, la blusa arrugada. El perfume de otro hombre aún en mi cuello. Su sabor en mi boca. Su aliento en mi espalda.


Abro el grifo. El agua tarda en salir caliente. Me meto igual. Que duela un poco.


Me dejo caer bajo el chorro, como si el agua pudiera arrastrarlo todo. El sexo rápido. El sabor a champán. Su voz diciéndome que estaba preciosa. La forma en que me miró cuando me abrí de espaldas. Como si yo fuera otra. Como si quisiera serlo.


El agua corre por mi piel, pero no limpia lo que no se ve.


Apoyo la frente en la pared. Cierro los ojos.


Y entonces aparece ella.


Rebeca.


Puedo imaginarla. Dulce. Correcta. Inteligente. Esa que huele bien incluso después de ducharse con prisas. Esa que probablemente no se sienta sucia por las noches, ni se masturbe pensando en lo que ya no tiene. Esa que no duda.


La imagino con él. En el sofá. Riéndose juntos. Sus piernas sobre las de Nico. La cabeza en su pecho. Una mano acariciándole la nuca. ¿Le tocará igual? ¿Se le encoge el estómago cuando él la llama por su nombre?


Nico…


Aprieto los dientes. Y ahí, en mitad del agua caliente, el pecho se me llena de una rabia sorda. No contra ellos. Contra mí.


Contra esta versión de mí que vuelve sola, que finge no sentir, que se acuesta con extraños buscando algo que ya no existe.


Salgo de la ducha sin secarme del todo. Me miro en el espejo empañado. Borrosa. Incompleta. Me paso la mano por el cristal y ahí estoy. Pálida. Desnuda. Con los ojos un poco rojos, no sé si del vapor o de otra cosa.


Cojo el móvil del borde del lavabo. Lo desbloqueo.


No hay mensajes.


No esperaba ninguno.


Pero aun así, busco su nombre. Nico. Sigo teniéndolo en favoritos. ¿Por qué no lo borro?


Paso el dedo por encima, sin apretar. Como si eso pudiera invocarlo.


Nada.


Solo mi reflejo. Solo el agua que aún me gotea de las clavículas. Solo este cuerpo que ya no sé si es mío o de todas las veces que he intentado olvidarme en otras manos.


Y de fondo, una pregunta que no me atrevo a decir en voz alta:


¿Y si él ya no piensa en mí?


Otro día más, igual que los anteriores y sigo sin encontrarme. Miro el móvil, en el WhatsApp sus conversaciones de hace tanto y no soy capaz de borrarlas. Hace cuatro años ya del último WhatsApp “Cariño quiero que estés bien…” al día siguiente me dijo adiós.


Luego leo las más subidas de tono…cuando él era mío y yo suya.


Llueve.


Llueve como si el cielo se hubiera cansado de sostenerse. Salgo del bar y luna me mira y por primera vez me dice te cuidado…

Son casi las doce. La ciudad duerme mal. Hay charcos en todas las aceras y el frío cala a través del abrigo como una aguja lenta. Camino con la cabeza baja, la capucha empapada pegada a la frente, los dedos entumecidos dentro de los guantes de lana mojada. Cada paso es un ruido sordo contra el asfalto. Chof. Chof. Me da igual.


No vengo buscando placer.


Solo vengo porque me sentía sola.


Y porque no quería estar en casa.


El hotel por decirlo de alguna manera, se levanta a mitad de la calle como un diente torcido. Ni siquiera tiene letrero luminoso, solo unas letras metálicas medio oxidadas clavadas sobre la fachada desconchada: “Hotel Europa”. Nadie se ha molestado en renovarlo desde hace décadas. Ni siquiera para fingir que les importa.


Al cruzar la puerta, el olor me golpea.


Un tufo mezcla de moqueta húmeda, lejía barata y cigarrillos fríos. Hay una lámpara colgante que parpadea sobre el vestíbulo, lanzando sombras breves contra las paredes de gotelé oscuro. La luz es amarilla, enfermiza, como si la electricidad aquí también estuviera cansada.


El tipo de recepción ni levanta la vista.


Está fumando junto a una estufa vieja, con un jersey lleno de bolitas y las uñas negras. Tiene el pelo grasiento recogido en una coleta floja y un periódico desplegado sobre las rodillas. Me observa de reojo como si fuera una aparición cualquiera. Luego asiente con la cabeza. Nada más.


No me pide nada.


Quizá ya sabe a qué vengo.


O simplemente no le importa.


Camino hasta el ascensor. Las baldosas crujen bajo mis botas mojadas. En un rincón del vestíbulo, un hombre dormita con una bolsa de plástico entre las piernas. En el otro, una pareja discute en susurros. El aire está denso. Me cuesta tragar.


El ascensor es una cápsula oxidada, con puertas correderas que chirrían al cerrarse. Aprieto el botón del décimo piso. El sonido metálico del mecanismo me sacude los huesos. El panel vibra, la cabina sube a tirones.


No hay espejo.


Mejor.


Cuando llego al pasillo, la moqueta está húmeda. Hay huellas de barro. Las paredes tienen manchas oscuras en las esquinas. Las luces del techo parpadean cada pocos metros. En la habitación 10467 se oye una televisión encendida a todo volumen. En la 10468, alguien tose. Largo. Húmedo.


Me detengo frente a la 10469.


Respiro. Una vez. Dos.


Levanto la mano. Llamo.


Toc-toc.


Unos segundos.


La puerta se abre.


Y ahí está.


Alto. Delgado. Bien vestido. Hay algo elegante en su forma de moverse, pero también algo seco. Demasiado control. El tipo de hombre que no deja que el azar le toque. Camisa gris oscuro, chaqueta negra. Ni una arruga. Ni una sonrisa.


Sus ojos.


Ahí está el escalofrío.


No porque me deseen. No porque me juzguen.


Sino porque están vacíos.


Se aparta un paso. Me deja pasar. No dice nada.


Desde el umbral veo apenas el borde de la cama: un colchón hundido sobre un somier de níquel oxidado, las sábanas grises y arrugadas, con manchas que no quiero descifrar. El suelo cruje bajo mis botas, un sonido seco que retumba en el silencio. En la butaca, a la izquierda, una maleta abierta deja ver ropa arrugada, sucia, amontonada como si la hubieran revuelto con prisa. Junto a la cama, una lámpara de pie torcida derrama una luz amarillenta y parpadeante que no calienta nada, que solo pinta sombras largas y temblorosas sobre la moqueta raída, llena de quemaduras de cigarro. No hay música. No hay televisión. Solo silencio.


Huele a madera húmeda, a colonia barata, a encierro.


Doy dos pasos. Me quedo de pie.


No sé por qué entro. Quizá la costumbre, la inercia de tantas noches iguales, me empuja hacia adentro antes de que mi cabeza pueda decir que no.


Siento la puerta cerrarse a mi espalda con un clic sordo.


Y en ese instante, por un segundo, pienso en salir corriendo.


Pero no lo hago.


Entonces giro la cabeza hacia el lateral de la cama, el rincón que no podía ver desde la puerta.


Ahí está.


Otro hombre. Negro huesudo, de mal aspecto. La piel oscura brilla con un sudor frío bajo la luz tenue, los ojos hundidos y enrojecidos, como si llevaran noches sin dormir. Los labios agrietados, partidos, una cicatriz que le cruza la ceja izquierda. Lleva una camiseta sucia, manchada de algo que no quiero identificar, y pantalones rotos en las rodillas. Está sentado en una silla de plástico, inmóvil, como si llevara horas esperando.


Y entonces sonríe.


Una sonrisa que da escalofrío: demasiado ancha, demasiado lenta, los dientes amarillos y desiguales, los ojos que no parpadean, como si supiera algo que yo no.


Ni siquiera se presentan. Solo me miran. Y yo sonrío. Sonrío como si supiera lo que estoy haciendo. Como si no hubiera nada extraño.


Pero lo hay.


En la mesita, junto a una botella de ron sin etiqueta, el móvil está apoyado, enfocado, grabando y un frasco de lubricante medio vacío


El hombre cetrino tropieza con algo que sobresale de debajo de la cama y tira la maleta que había en el suelo y cae de lado con un golpe sordo, pesado. El cierre salta, la tapa se abre del todo y los utensilios se desparraman sobre la moqueta raída:


Algunos los conozco —los he probado, los he permitido.


Látigos de gato —el ardor que dejan en la piel, como fuego líquido—, mordazas de bola —el sabor amargo, la saliva que no tragas—, pinzas de metal —apretadas en mis pezones, el tirón que me hacía arquearme—.


Pero otros… otros son demasiado. Demasiado extremos. Demasiado peligrosos. Entre ellos, las anillas de acero para clavar en la espalda y suspenderte del techo —el pensamiento de los ganchos atravesando carne, el cuerpo colgando, sin suelo—.


Entonces lo veo: sobre la cama, extendido como una sábana extra, un plástico grande, transparente, arrugado en los bordes, encima un gancho anal de acero inoxidable; grande, curvado, con una argolla gruesa en la base y al lado, un rollo de cinta americana ancha, plateada, medio desenrollado, con tiras ya cortadas pegadas al cabezal.


Mi cuerpo entero se tensa.


Mi bolso está lejos. Demasiado lejos. Intento avanzar, pero el primero —el que tenía foto— lo coge como si no pasara nada. Como si fuera un gesto amable. Pero no me lo da.


Sonrío otra vez.


Hago como que no he visto bien, como si el golpe de la maleta y el tintineo de los objetos fueran solo ruido de fondo, como si el plástico sobre la cama fuera una sábana más y la cinta americana un detalle sin importancia. Parpadeo lento, fuerzo una sonrisa que no llega a los ojos y me paso el dorso de la mano por la nariz, un gesto rápido.


—Oye… ¿puedo ir un momento al baño? —pregunto, con voz suave, casi juguetona, como si lo único que quisiera fuera un tiro y hacer pis—. Necesito… ya sabes, arreglarme un poco.


Uno asiente. El otro ni siquiera se mueve. Y yo camino, despacio, intentando no parecer asustada. Pero lo estoy. Estoy aterrada.


Entro. Cierro. Echo el pestillo.


¿Qué haces aquí, Vega?


El pensamiento me golpea como un puñetazo en el pecho.


Respiro en jadeos cortos, entrecortados, intentando que no se oiga, pero el aire entra rasposo, quemándome la garganta.


El baño es una caja asfixiante: sin ventana, solo una rejilla de ventilación oxidada que escupe un zumbido débil, como un insecto moribundo. El foco parpadea —flash, flash— cada vez más rápido, como si fuera a estallar. El espejo está empañado, cubierto de gotas secas que parecen lágrimas congeladas. No me reconozco.


No sé qué hacer.


Intento pensar: la puerta, el móvil grabando, el bolso que no tengo… nada encaja, nada tiene sentido.


Apoyo las manos en el lavabo. Tiemblo. El agua del grifo corre con un glu-glu irregular, pero ni siquiera me calma. Solo amplifica el ruido de mi pulso en los oídos: tum-tum-tum-tum.


Empiezo a marearme.


Después escucho algo al otro lado: voces, un tono más alto, grito gutural, que se clava como una uña en la nuca.


No entiendo las palabras, pero sé que no son buenas.


Escucho un par de golpes


Miro a mi alrededor, desesperada, buscando una salida.


Nada.


Solo el pestillo, que tiembla con cada golpe fuera, clic-clic, como si alguien lo probara.


El aire está cargado, pesado, húmedo, me cierra la garganta como una mano invisible.


Mi cuerpo se niega a reaccionar, pero el miedo sí.


Late.


Constante.


Pegado al estómago.


Como si ya supiera lo que viene.


Creo que voy a perder el conocimiento.


Entonces, un sonido distinto.


Una voz.


Un golpe seco.


Algo se abre.


Intento retroceder, pero no tengo espacio.


La puerta se mueve despacio, con un chirrido que corta el aire.


Y lo siguiente que siento es unos brazos que me sujetan.


Fuertes.


No veo su rostro.


Solo el olor. Solo la seguridad inmediata, visceral, de que ya no estoy en peligro.


Me dejo llevar. Rodeo su cuello con los brazos. No sé si hablo. Creo que susurro algo. Tal vez su nombre.


El pasillo pasa rápido, como un sueño que se deshace.


La calle.


La lluvia.


Fría, viva, punzante.


Entonces sí.


Cuando el aire fresco me golpea y el vértigo cede, lo veo.


Nico.


La bilis me sube a la garganta. Vomito en la acera.


Él me sostiene el pelo, sin decir nada.


El ruido de la lluvia es lo único real.


Sigo agachada, el temblor no se va.


Él me sujeta con una mano firme en la nuca, la otra en mi espalda. No me habla. Solo está.


Y eso me abruma más que cualquier reproche.


Porque en su silencio hay algo que duele.


Levanto la vista, despacio.


La lluvia me cae en los ojos, resbala por la cara como si quisiera borrarme.


Y entonces lo miro.


Lo miro a él.


A Nico.


A sus ojos.


Y me veo desde fuera.


Sé cómo me ve.


Me ve rota.


Con el maquillaje corrido, la boca sucia, el abrigo mal puesto, las medias rasgadas.


Me ve despeinada, pálida, jadeando como un animal acorralado.


Me ve como yo misma no querría verme nunca.


Como esa mujer que nunca quise ser. A la que los años no han cuidado bien o quizá más bien que no se ha cuidado bien ella.


Pero lo que más duele no es su mirada.


Es lo que no hay en ella.


No hay sorpresa.


No hay escándalo.


No hay juicio.


Como si ya supiera.


Como si me hubiera imaginado exactamente así.


Como si, en algún rincón de él, hubiera temido este momento desde hace mucho.


Y ahora solo confirmara que ha llegado.


Siento las lágrimas mezclándose con la lluvia. No puedo distinguir unas de otras.


Me limpio la boca con el dorso de la mano.


Él me ofrece un pañuelo. Me lo tiende sin urgencia, sin forzar.


Como quien ya ha hecho esto antes.


Me lo llevo al rostro sin mirarlo.


Me ha traído a casa.


No sé en qué momento nos metimos en el coche.


Solo recuerdo la lluvia en el cristal y su mano en mi nuca, empujándome con ternura al asiento.


Desde entonces, no hemos dicho nada.


El trayecto ha sido en silencio.


Uno de esos silencios densos, largos, que no pesan… pero que se sienten.


Yo le miraba.


Le observaba mientras conducía con esa serenidad que me desarmaba.


La misma que me enamoró.


Sus ojos fijos en la carretera, los labios apretados, los hombros firmes.


Esa quietud suya que siempre parecía protegerlo todo.


Y mientras lo miraba, algo se me rompía dentro.


La melancolía de todo lo que le amé me fue subiendo por el pecho, como una ola vieja.


Una ternura antigua, hecha de recuerdos.


De paseos, de risas suaves, de tardes en las que todo estaba bien.


Miro su mano. Tiene los nudillos magullados, no pregunto, no me hace falta imagino que ha ocurrido, en su cara también hay algún rastro.


Veo como agarra el volante.


Y lo noto una ausencia


El anillo ya no está.


Nuestro anillo de boda el que miraba cuando conducia.


El que giraba cuando íbamos caminando y entrelazábamos los dedos.


Ya no está.


Y algo en mí lo siente como una despedida que no sabía que seguía doliendo.


Cuando llegamos, aparca sin mirar.


Deja el motor en silencio.


Se gira hacia mí.


No dice nada.


Yo tampoco.


Hasta que lo digo.


—¿Te importa subir un momento?


Él parpadea. Duda.


—Tengo miedo —añado.


Y es verdad.


Pero no solo por lo que ha pasado.


No es por el hotel, ni por los hombres, ni por la cámara. Ese ya pasó.


Es miedo de estar sola.


De quedarme sin su olor.


Sin su calma.


Sin la manera en que su presencia me baja el ritmo cardíaco.


—Solo un momento —susurro—. No quiero estar sola.


Él asiente, suave. No pregunta más.


Me abre la puerta del coche como si aún estuviéramos juntos.


Como si el mundo no se hubiera roto del todo.


Y subimos.


—¿Quieres un café? —pregunto, sabiendo la respuesta antes de que abra la boca.


Nico niega con la cabeza, sin mirarme.


—No. Tengo que irme.


Asiento despacio. Bajo la mirada.


No pregunto a dónde.


No hace falta.


Rebeca.


Ella estará despierta. O fingirá no estarlo. Le dejará la cama caliente, la voz baja, el sitio que un día fue mío.


Nico se pone en pie. Se acerca a la chaqueta.


Entonces, casi sin pensarlo, lo digo:


—¿Cómo lo supiste?


Él se detiene.


No se gira de inmediato.


Pasa una mano por su nuca. Luego sí, se vuelve, con ese gesto suyo que no sé si es dolor o cansancio.


—fui al bar—responde, con la voz más grave de lo habitual— te vi salir…


Me acerco un poco, apenas un paso.


Espero.


— luego te vi entrar en ese antro… —hace una pausa breve, respira hondo


No añade más.


Pero lo veo.


Lo noto.


Hay algo que no está diciendo.


Una frase, un momento.


Algo que se tragó para no herirme.


Algo que, tal vez, aún le duele más a él que a mí.


—Pregunté por ti —continúa, mirando ahora al suelo, como si le costara sostenerlo—. No me dijeron la habitación exacta. Me dieron varios números.


Y fui uno por uno. Cuando ese hombre me abrió…vi tu bolso.


El silencio que sigue es distinto.


Más denso.


Como si todo lo que no hemos dicho en tres años se apretara ahora en ese espacio entre él y yo.


—Y a esos dos —añade, en voz baja.


Cierra los ojos un segundo.


Cuando los abre, no hay reproche. Solo un tipo de tristeza que no conocía hasta ahora.


La tristeza de alguien que sigue queriendo…


y no sabe si aún puede hacerlo.


Yo no sé qué decir.


No sé si llorar.


No sé si pedirle que se quede.


No sé si dejarle marchar.


Nico se pone la chaqueta sin apuro.


Yo no le detengo.


Aunque me muero por hacerlo.


Aunque cada fibra de mi cuerpo grita en silencio que se quede. Que no me deje sola esta vez.


Camina hasta la puerta con ese paso suyo, firme y contenido, como si se llevara algo al irse.


Cuando apoya la mano en el pomo, algo le detiene.


Se queda quieto unos segundos.


Luego, sin girarse del todo, dice con la voz más baja, más humana, más frágil que le he escuchado:


—¿Podrás perdonarme algún día?


Esas palabras me atraviesan.


Como un cristal que se rompe desde dentro.


Siento cómo se me abren los ojos sin poder evitarlo.


Y lloro.


Lloro de verdad.


No de rabia, ni de vergüenza, ni de culpa.


Lloro por lo que hemos perdido.


Por lo que yo dejé que se rompiera.


Recuerdo aquella noche.


Estábamos en el coche. Llovía. Él se detuvo en seco antes de arrancar y me lo dijo, casi en un susurro:


“Estoy con alguien”.


No pregunté quién. No dije nada. Solo asentí.


Pero lo supe. Rebeca.


Y en ese gesto mudo, entendí que ya le había perdido y no me importó.


—Te perdoné mucho antes que pasara.— susurro tan bajo que no sé si me oye.


Me cuesta respirar. Me llevo una mano a la boca, como si pudiera contener todo lo que está saliendo ahora.


Entonces, no sé de dónde saco el valor, pero lo digo:


—¿Aún me quieres?


La pregunta flota en la habitación como si hubiera estado esperando ahí, años, agazapada.


Nico no titubea. No aparta la mirada.


No sonríe. Como siempre lo hacía cuando le preguntaba si me quería.


Solo me mira.


Y responde:


—Siempre.


No sé cómo pero las palabras salen solas.


—No me dejes.
 
Última edición:
VEGA


Entro en casa sin encender las luces.


Me basta con la penumbra. Me guía de memoria. El eco de las llaves al caer sobre la encimera, el sonido hueco de mis pasos descalzos contra el suelo frío. No pienso. No quiero pensar.


Cruzo el pasillo y entro directamente al baño. Me quito la ropa sin mirarla, como si me pesara, como si no fuera mía. Todo al suelo. Todo. El sujetador, la braguita, la blusa arrugada. El perfume de otro hombre aún en mi cuello. Su sabor en mi boca. Su aliento en mi espalda.


Abro el grifo. El agua tarda en salir caliente. Me meto igual. Que duela un poco.


Me dejo caer bajo el chorro, como si el agua pudiera arrastrarlo todo. El sexo rápido. El sabor a champán. Su voz diciéndome que estaba preciosa. La forma en que me miró cuando me abrí de espaldas. Como si yo fuera otra. Como si quisiera serlo.


El agua corre por mi piel, pero no limpia lo que no se ve.


Apoyo la frente en la pared. Cierro los ojos.


Y entonces aparece ella.


Rebeca.


Puedo imaginarla. Dulce. Correcta. Inteligente. Esa que huele bien incluso después de ducharse con prisas. Esa que probablemente no se sienta sucia por las noches, ni se masturbe pensando en lo que ya no tiene. Esa que no duda.


La imagino con él. En el sofá. Riéndose juntos. Sus piernas sobre las de Nico. La cabeza en su pecho. Una mano acariciándole la nuca. ¿Le tocará igual? ¿Se le encoge el estómago cuando él la llama por su nombre?


Nico…


Aprieto los dientes. Y ahí, en mitad del agua caliente, el pecho se me llena de una rabia sorda. No contra ellos. Contra mí.


Contra esta versión de mí que vuelve sola, que finge no sentir, que se acuesta con extraños buscando algo que ya no existe.


Salgo de la ducha sin secarme del todo. Me miro en el espejo empañado. Borrosa. Incompleta. Me paso la mano por el cristal y ahí estoy. Pálida. Desnuda. Con los ojos un poco rojos, no sé si del vapor o de otra cosa.


Cojo el móvil del borde del lavabo. Lo desbloqueo.


No hay mensajes.


No esperaba ninguno.


Pero aun así, busco su nombre. Nico. Sigo teniéndolo en favoritos. ¿Por qué no lo borro?


Paso el dedo por encima, sin apretar. Como si eso pudiera invocarlo.


Nada.


Solo mi reflejo. Solo el agua que aún me gotea de las clavículas. Solo este cuerpo que ya no sé si es mío o de todas las veces que he intentado olvidarme en otras manos.


Y de fondo, una pregunta que no me atrevo a decir en voz alta:


¿Y si él ya no piensa en mí?


Otro día más, igual que los anteriores y sigo sin encontrarme. Miro el móvil, en el WhatsApp sus conversaciones de hace tanto y no soy capaz de borrarlas. Hace cuatro años ya del último WhatsApp “Cariño quiero que estés bien…” al día siguiente me dijo adiós.


Luego leo las más subidas de tono…cuando él era mío y yo suya.


Llueve.


Llueve como si el cielo se hubiera cansado de sostenerse. Salgo del bar y luna me mira y por primera vez me dice te cuidado…

Son casi las doce. La ciudad duerme mal. Hay charcos en todas las aceras y el frío cala a través del abrigo como una aguja lenta. Camino con la cabeza baja, la capucha empapada pegada a la frente, los dedos entumecidos dentro de los guantes de lana mojada. Cada paso es un ruido sordo contra el asfalto. Chof. Chof. Me da igual.


No vengo buscando placer.


Solo vengo porque me sentía sola.


Y porque no quería estar en casa.


El hotel por decirlo de alguna manera, se levanta a mitad de la calle como un diente torcido. Ni siquiera tiene letrero luminoso, solo unas letras metálicas medio oxidadas clavadas sobre la fachada desconchada: “Hotel Europa”. Nadie se ha molestado en renovarlo desde hace décadas. Ni siquiera para fingir que les importa.


Al cruzar la puerta, el olor me golpea.


Un tufo mezcla de moqueta húmeda, lejía barata y cigarrillos fríos. Hay una lámpara colgante que parpadea sobre el vestíbulo, lanzando sombras breves contra las paredes de gotelé oscuro. La luz es amarilla, enfermiza, como si la electricidad aquí también estuviera cansada.


El tipo de recepción ni levanta la vista.


Está fumando junto a una estufa vieja, con un jersey lleno de bolitas y las uñas negras. Tiene el pelo grasiento recogido en una coleta floja y un periódico desplegado sobre las rodillas. Me observa de reojo como si fuera una aparición cualquiera. Luego asiente con la cabeza. Nada más.


No me pide nada.


Quizá ya sabe a qué vengo.


O simplemente no le importa.


Camino hasta el ascensor. Las baldosas crujen bajo mis botas mojadas. En un rincón del vestíbulo, un hombre dormita con una bolsa de plástico entre las piernas. En el otro, una pareja discute en susurros. El aire está denso. Me cuesta tragar.


El ascensor es una cápsula oxidada, con puertas correderas que chirrían al cerrarse. Aprieto el botón del décimo piso. El sonido metálico del mecanismo me sacude los huesos. El panel vibra, la cabina sube a tirones.


No hay espejo.


Mejor.


Cuando llego al pasillo, la moqueta está húmeda. Hay huellas de barro. Las paredes tienen manchas oscuras en las esquinas. Las luces del techo parpadean cada pocos metros. En la habitación 10467 se oye una televisión encendida a todo volumen. En la 10468, alguien tose. Largo. Húmedo.


Me detengo frente a la 10469.


Respiro. Una vez. Dos.


Levanto la mano. Llamo.


Toc-toc.


Unos segundos.


La puerta se abre.


Y ahí está.


Alto. Delgado. Bien vestido. Hay algo elegante en su forma de moverse, pero también algo seco. Demasiado control. El tipo de hombre que no deja que el azar le toque. Camisa gris oscuro, chaqueta negra. Ni una arruga. Ni una sonrisa.


Sus ojos.


Ahí está el escalofrío.


No porque me deseen. No porque me juzguen.


Sino porque están vacíos.


Se aparta un paso. Me deja pasar. No dice nada.


Desde el umbral veo apenas el borde de la cama: un colchón hundido sobre un somier de níquel oxidado, las sábanas grises y arrugadas, con manchas que no quiero descifrar. El suelo cruje bajo mis botas, un sonido seco que retumba en el silencio. En la butaca, a la izquierda, una maleta abierta deja ver ropa arrugada, sucia, amontonada como si la hubieran revuelto con prisa. Junto a la cama, una lámpara de pie torcida derrama una luz amarillenta y parpadeante que no calienta nada, que solo pinta sombras largas y temblorosas sobre la moqueta raída, llena de quemaduras de cigarro. No hay música. No hay televisión. Solo silencio.


Huele a madera húmeda, a colonia barata, a encierro.


Doy dos pasos. Me quedo de pie.


No sé por qué entro. Quizá la costumbre, la inercia de tantas noches iguales, me empuja hacia adentro antes de que mi cabeza pueda decir que no.


Siento la puerta cerrarse a mi espalda con un clic sordo.


Y en ese instante, por un segundo, pienso en salir corriendo.


Pero no lo hago.


Entonces giro la cabeza hacia el lateral de la cama, el rincón que no podía ver desde la puerta.


Ahí está.


Otro hombre. Negro huesudo, de mal aspecto. La piel oscura brilla con un sudor frío bajo la luz tenue, los ojos hundidos y enrojecidos, como si llevaran noches sin dormir. Los labios agrietados, partidos, una cicatriz que le cruza la ceja izquierda. Lleva una camiseta sucia, manchada de algo que no quiero identificar, y pantalones rotos en las rodillas. Está sentado en una silla de plástico, inmóvil, como si llevara horas esperando.


Y entonces sonríe.


Una sonrisa que da escalofrío: demasiado ancha, demasiado lenta, los dientes amarillos y desiguales, los ojos que no parpadean, como si supiera algo que yo no.


Ni siquiera se presentan. Solo me miran. Y yo sonrío. Sonrío como si supiera lo que estoy haciendo. Como si no hubiera nada extraño.


Pero lo hay.


En la mesita, junto a una botella de ron sin etiqueta, el móvil está apoyado, enfocado, grabando y un frasco de lubricante medio vacío


El hombre cetrino tropieza con algo que sobresale de debajo de la cama y tira la maleta que había en el suelo y cae de lado con un golpe sordo, pesado. El cierre salta, la tapa se abre del todo y los utensilios se desparraman sobre la moqueta raída:


Algunos los conozco —los he probado, los he permitido.


Látigos de gato —el ardor que dejan en la piel, como fuego líquido—, mordazas de bola —el sabor amargo, la saliva que no tragas—, pinzas de metal —apretadas en mis pezones, el tirón que me hacía arquearme—.


Pero otros… otros son demasiado. Demasiado extremos. Demasiado peligrosos. Entre ellos, las anillas de acero para clavar en la espalda y suspenderte del techo —el pensamiento de los ganchos atravesando carne, el cuerpo colgando, sin suelo—.


Entonces lo veo: sobre la cama, extendido como una sábana extra, un plástico grande, transparente, arrugado en los bordes, encima un gancho anal de acero inoxidable; grande, curvado, con una argolla gruesa en la base y al lado, un rollo de cinta americana ancha, plateada, medio desenrollado, con tiras ya cortadas pegadas al cabezal.


Mi cuerpo entero se tensa.


Mi bolso está lejos. Demasiado lejos. Intento avanzar, pero el primero —el que tenía foto— lo coge como si no pasara nada. Como si fuera un gesto amable. Pero no me lo da.


Sonrío otra vez.


Hago como que no he visto bien, como si el golpe de la maleta y el tintineo de los objetos fueran solo ruido de fondo, como si el plástico sobre la cama fuera una sábana más y la cinta americana un detalle sin importancia. Parpadeo lento, fuerzo una sonrisa que no llega a los ojos y me paso el dorso de la mano por la nariz, un gesto rápido.


—Oye… ¿puedo ir un momento al baño? —pregunto, con voz suave, casi juguetona, como si lo único que quisiera fuera un tiro y hacer pis—. Necesito… ya sabes, arreglarme un poco.


Uno asiente. El otro ni siquiera se mueve. Y yo camino, despacio, intentando no parecer asustada. Pero lo estoy. Estoy aterrada.


Entro. Cierro. Echo el pestillo.


¿Qué haces aquí, Vega?


El pensamiento me golpea como un puñetazo en el pecho.


Respiro en jadeos cortos, entrecortados, intentando que no se oiga, pero el aire entra rasposo, quemándome la garganta.


El baño es una caja asfixiante: sin ventana, solo una rejilla de ventilación oxidada que escupe un zumbido débil, como un insecto moribundo. El foco parpadea —flash, flash— cada vez más rápido, como si fuera a estallar. El espejo está empañado, cubierto de gotas secas que parecen lágrimas congeladas. No me reconozco.


No sé qué hacer.


Intento pensar: la puerta, el móvil grabando, el bolso que no tengo… nada encaja, nada tiene sentido.


Apoyo las manos en el lavabo. Tiemblo. El agua del grifo corre con un glu-glu irregular, pero ni siquiera me calma. Solo amplifica el ruido de mi pulso en los oídos: tum-tum-tum-tum.


Empiezo a marearme.


Después escucho algo al otro lado: voces, un tono más alto, grito gutural, que se clava como una uña en la nuca.


No entiendo las palabras, pero sé que no son buenas.


Escucho un par de golpes


Miro a mi alrededor, desesperada, buscando una salida.


Nada.


Solo el pestillo, que tiembla con cada golpe fuera, clic-clic, como si alguien lo probara.


El aire está cargado, pesado, húmedo, me cierra la garganta como una mano invisible.


Mi cuerpo se niega a reaccionar, pero el miedo sí.


Late.


Constante.


Pegado al estómago.


Como si ya supiera lo que viene.


Creo que voy a perder el conocimiento.


Entonces, un sonido distinto.


Una voz.


Un golpe seco.


Algo se abre.


Intento retroceder, pero no tengo espacio.


La puerta se mueve despacio, con un chirrido que corta el aire.


Y lo siguiente que siento es unos brazos que me sujetan.


Fuertes.


No veo su rostro.


Solo el olor. Solo la seguridad inmediata, visceral, de que ya no estoy en peligro.


Me dejo llevar. Rodeo su cuello con los brazos. No sé si hablo. Creo que susurro algo. Tal vez su nombre.


El pasillo pasa rápido, como un sueño que se deshace.


La calle.


La lluvia.


Fría, viva, punzante.


Entonces sí.


Cuando el aire fresco me golpea y el vértigo cede, lo veo.


Nico.


La bilis me sube a la garganta. Vomito en la acera.


Él me sostiene el pelo, sin decir nada.


El ruido de la lluvia es lo único real.


Sigo agachada, el temblor no se va.


Él me sujeta con una mano firme en la nuca, la otra en mi espalda. No me habla. Solo está.


Y eso me abruma más que cualquier reproche.


Porque en su silencio hay algo que duele.


Levanto la vista, despacio.


La lluvia me cae en los ojos, resbala por la cara como si quisiera borrarme.


Y entonces lo miro.


Lo miro a él.


A Nico.


A sus ojos.


Y me veo desde fuera.


Sé cómo me ve.


Me ve rota.


Con el maquillaje corrido, la boca sucia, el abrigo mal puesto, las medias rasgadas.


Me ve despeinada, pálida, jadeando como un animal acorralado.


Me ve como yo misma no querría verme nunca.


Como esa mujer que nunca quise ser. A la que los años no han cuidado bien o quizá más bien que no se ha cuidado bien ella.


Pero lo que más duele no es su mirada.


Es lo que no hay en ella.


No hay sorpresa.


No hay escándalo.


No hay juicio.


Como si ya supiera.


Como si me hubiera imaginado exactamente así.


Como si, en algún rincón de él, hubiera temido este momento desde hace mucho.


Y ahora solo confirmara que ha llegado.


Siento las lágrimas mezclándose con la lluvia. No puedo distinguir unas de otras.


Me limpio la boca con el dorso de la mano.


Él me ofrece un pañuelo. Me lo tiende sin urgencia, sin forzar.


Como quien ya ha hecho esto antes.


Me lo llevo al rostro sin mirarlo.


Me ha traído a casa.


No sé en qué momento nos metimos en el coche.


Solo recuerdo la lluvia en el cristal y su mano en mi nuca, empujándome con ternura al asiento.


Desde entonces, no hemos dicho nada.


El trayecto ha sido en silencio.


Uno de esos silencios densos, largos, que no pesan… pero que se sienten.


Yo le miraba.


Le observaba mientras conducía con esa serenidad que me desarmaba.


La misma que me enamoró.


Sus ojos fijos en la carretera, los labios apretados, los hombros firmes.


Esa quietud suya que siempre parecía protegerlo todo.


Y mientras lo miraba, algo se me rompía dentro.


La melancolía de todo lo que le amé me fue subiendo por el pecho, como una ola vieja.


Una ternura antigua, hecha de recuerdos.


De paseos, de risas suaves, de tardes en las que todo estaba bien.


Miro su mano. Tiene los nudillos magullados, no pregunto, no me hace falta imagino que ha ocurrido, en su cara también hay algún rastro.


Veo como agarra el volante.


Y lo noto una ausencia


El anillo ya no está.


Nuestro anillo de boda el que miraba cuando conducia.


El que giraba cuando íbamos caminando y entrelazábamos los dedos.


Ya no está.


Y algo en mí lo siente como una despedida que no sabía que seguía doliendo.


Cuando llegamos, aparca sin mirar.


Deja el motor en silencio.


Se gira hacia mí.


No dice nada.


Yo tampoco.


Hasta que lo digo.


—¿Te importa subir un momento?


Él parpadea. Duda.


—Tengo miedo —añado.


Y es verdad.


Pero no solo por lo que ha pasado.


No es por el hotel, ni por los hombres, ni por la cámara. Ese ya pasó.


Es miedo de estar sola.


De quedarme sin su olor.


Sin su calma.


Sin la manera en que su presencia me baja el ritmo cardíaco.


—Solo un momento —susurro—. No quiero estar sola.


Él asiente, suave. No pregunta más.


Me abre la puerta del coche como si aún estuviéramos juntos.


Como si el mundo no se hubiera roto del todo.


Y subimos.


—¿Quieres un café? —pregunto, sabiendo la respuesta antes de que abra la boca.


Nico niega con la cabeza, sin mirarme.


—No. Tengo que irme.


Asiento despacio. Bajo la mirada.


No pregunto a dónde.


No hace falta.


Rebeca.


Ella estará despierta. O fingirá no estarlo. Le dejará la cama caliente, la voz baja, el sitio que un día fue mío.


Nico se pone en pie. Se acerca a la chaqueta.


Entonces, casi sin pensarlo, lo digo:


—¿Cómo lo supiste?


Él se detiene.


No se gira de inmediato.


Pasa una mano por su nuca. Luego sí, se vuelve, con ese gesto suyo que no sé si es dolor o cansancio.


—fui al bar—responde, con la voz más grave de lo habitual— te vi salir…


Me acerco un poco, apenas un paso.


Espero.


— luego te vi entrar en ese antro… —hace una pausa breve, respira hondo


No añade más.


Pero lo veo.


Lo noto.


Hay algo que no está diciendo.


Una frase, un momento.


Algo que se tragó para no herirme.


Algo que, tal vez, aún le duele más a él que a mí.


—Pregunté por ti —continúa, mirando ahora al suelo, como si le costara sostenerlo—. No me dijeron la habitación exacta. Me dieron varios números.


Y fui uno por uno. Cuando ese hombre me abrió…vi tu bolso.


El silencio que sigue es distinto.


Más denso.


Como si todo lo que no hemos dicho en tres años se apretara ahora en ese espacio entre él y yo.


—Y a esos dos —añade, en voz baja.


Cierra los ojos un segundo.


Cuando los abre, no hay reproche. Solo un tipo de tristeza que no conocía hasta ahora.


La tristeza de alguien que sigue queriendo…


y no sabe si aún puede hacerlo.


Yo no sé qué decir.


No sé si llorar.


No sé si pedirle que se quede.


No sé si dejarle marchar.


Nico se pone la chaqueta sin apuro.


Yo no le detengo.


Aunque me muero por hacerlo.


Aunque cada fibra de mi cuerpo grita en silencio que se quede. Que no me deje sola esta vez.


Camina hasta la puerta con ese paso suyo, firme y contenido, como si se llevara algo al irse.


Cuando apoya la mano en el pomo, algo le detiene.


Se queda quieto unos segundos.


Luego, sin girarse del todo, dice con la voz más baja, más humana, más frágil que le he escuchado:


—¿Podrás perdonarme algún día?


Esas palabras me atraviesan.


Como un cristal que se rompe desde dentro.


Siento cómo se me abren los ojos sin poder evitarlo.


Y lloro.


Lloro de verdad.


No de rabia, ni de vergüenza, ni de culpa.


Lloro por lo que hemos perdido.


Por lo que yo dejé que se rompiera.


Recuerdo aquella noche.


Estábamos en el coche. Llovía. Él se detuvo en seco antes de arrancar y me lo dijo, casi en un susurro:


“Estoy con alguien”.


No pregunté quién. No dije nada. Solo asentí.


Pero lo supe. Rebeca.


Y en ese gesto mudo, entendí que ya le había perdido y no me importó.


—Te perdoné mucho antes que pasara.— susurro tan bajo que no sé si me oye.


Me cuesta respirar. Me llevo una mano a la boca, como si pudiera contener todo lo que está saliendo ahora.


Entonces, no sé de dónde saco el valor, pero lo digo:


—¿Aún me quieres?


La pregunta flota en la habitación como si hubiera estado esperando ahí, años, agazapada.


Nico no titubea. No aparta la mirada.


No sonríe. Como siempre lo hacía cuando le preguntaba si me quería.


Solo me mira.


Y responde:


—Siempre.


No sé cómo pero las palabras salen solas.


—No me dejes.
!Chapeau!!
 
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