Rebeca La puta becaria con sus minitetas.
Está en la terraza de al lado, riendo con unas amigas.
Su risa es limpia, de esas que parecen venir de un sitio donde no pasa nada.
Lleva el pelo suelto, más rubio que antes, y un abrigo claro que la envuelve como una armadura.
Podría girar.
Podría seguir andando.
Pero no lo hago.
Camino recto, hacia donde está.
Ella me ve cuando ya es tarde para fingir sorpresa.
—Vega —dice, y su voz suena firme, casi cálida. Pero no lo es.
—Hola, Rebeca.
Nos miramos un segundo que es más que un año.
—¿Cómo estás? —pregunta, con una media sonrisa.
—Bien —respondo, sin pensarlo.
—Te veo… distinta.
—tú igual estás igual —le digo, sabiendo que no es un cumplido.
No hay hostilidad abierta, pero el aire pesa entre nosotras.
Hay algo en su mirada que me recorre: una mezcla de curiosidad y lástima.
Y algo en la mía que, seguramente, le devuelve lo mismo.
Me muerdo el labio. No por coquetería, sino por no decir lo que pienso: Zorra me robaste a mi marido. Aunque sé, que No fue culpa de Rebeca. Ni de Nico. Fui yo.
Yo lo empujé lejos sin querer, encerrada en mi dolor, en mis silencios, en todo lo que no supe compartir. Me alejé justo cuando más necesitaba que alguien me salvara… y él intentó hacerlo. Pero no podía solo. Yo me olvidé de quererle.
Y no lo culpo. Le di demasiadas razones para rendirse.
Yo me cerré, me hundí, y él se cansó de llamarme. Simplemente se cansó de esperar a alguien que ya no estaba. Se fue porque me perdí… y con ello, también lo perdí a él. Me dediqué a perderle y me di cuenta tarde.
Siento un latido entre las piernas. Un latido de vergüenza.
Necesito limpiarme.
No puedo estar aquí. No contigo. No así.
—Bueno… —digo al fin—, me alegro de verte.—miento
—Yo también.— miente
Al alejarme, siento su mirada detrás.
Y sé que ella también siente la mía.
Porque, por un instante, las dos hemos pensado lo mismo:
¿Y si él aún me recuerda?
En la siguiente esquina hay un bar pequeño. Bajo la cabeza y entro sin mirar a nadie.
El neón del baño me parece un faro.
Y al cerrar la puerta, al verme en el espejo, no me reconozco. Han pasado tres años ya y aún cuando me miro veo el reflejo de Nico tras de mí. Pero mi cara no es la misma más fina, más dura más cansada más mayor.
Pero al menos aquí, por fin, puedo quitarme de encima lo que queda de esa otra que aún no sé si soy.
NICO
El apartamento está en silencio.
Solo se oye el zumbido constante del refrigerador y, de vez en cuando, algún coche que pasa por la avenida, amortiguado por los cristales dobles. Es amplio, moderno, funcional. Todo está en su sitio, como si alguien lo hubiera ordenado con esmero… y luego se hubiera marchado.
Las luces están atenuadas, derramando una calidez tenue sobre las paredes grises. En la mesa baja, una copa a medio terminar y un libro abierto, abandonado a mitad de capítulo, como si ni el deseo de saber el final pudiera con el peso del presente.
Estoy en el sofá, descalzo, con una manta sobre las piernas. He puesto musica en el altavoz —Written On The sky de Max Richter—, pero no escucho de verdad. Solo dejo que suene, que rellene el hueco por que cuando la oigo escucho mi alma. El teléfono descansa boca abajo sobre el reposabrazos. No espero ningún mensaje, pero lo reviso a ratos. Un hábito sin causa.
Entonces suena el ascensor.
Y poco después, el clic de la cerradura.
—Hola —dice Rebeca al entrar, con una voz luminosa, suave, como si arrastrara con ella algo de la alegría del bar del que viene—. ¿Estás despierto?
Asiento, incorporándome un poco.
—Ven —respondo.
Deja el bolso sobre la consola y se quita el abrigo con un movimiento fluido, casi despreocupado. Lleva un jersey claro, ceñido, y vaqueros ajustados. El pelo ligeramente suelto, los labios un poco más rojos de lo habitual. Ha estado bebiendo. Se le nota en la mirada.
Camina hacia mí sin prisa. Me besa en la frente primero, luego en los labios. Su boca tiene un leve sabor a ginebra y lima. Me gusta.
—Te he echado de menos hoy —susurra, acomodándose a mi lado. Me pasa una pierna por encima, y la atraigo sin esfuerzo.
Está más cálida de lo normal. O quizá soy yo el que sigue frío.
Le acaricio la espalda con la yema de los dedos. Su piel bajo el jersey es suave, tibia. Los pies, como siempre, están helados. Los esconde entre mis piernas sin pedir permiso.
—¿Estás bien? —pregunta, apoyando la cabeza en mi pecho.
—Sí.
Miento. Pero ya ni sé con qué parte de mí lo hago.
Guarda silencio unos segundos. Me conoce. A veces más de lo que querría. Sabe que ese “sí” es solo una forma de cerrar una puerta sin ruido.
—He visto a Vega esta noche.
No cambia el tono. Lo dice como quien comenta el clima. Pero sus dedos —esos que me acariciaban el pecho hace un momento— se detienen, como si apretaran algo invisible. Como si el nombre le quedara grande entre las manos.
Cierro los ojos. Y ahí está otra vez.
Vega.
Mi pecho se contrae. Un segundo. Solo uno.
El whisky que estaba bebiendo ya no sabe igual.
—¿Dónde? —pregunto sin mirar.
—Salía de una calle. Iba sola. Parecía… no sé. Como… desmejorada. No se parecía a ella.
No contesto.
Ni ella.
Pero su nombre sigue flotando. Como el humo de algo que ya ardió, pero nunca terminó de apagarse.
Lo que tengo con Rebeca es real. Elegido. Cálido. Y a veces incluso luminoso.
Pero el eco de Vega aún retumba en ciertas esquinas de mí que no sé cómo cerrar.
Rebeca no dice nada más.
Y yo no le pregunto qué pensó al verla.
No quiero saberlo.
Camina por el pasillo con pasos suaves, sin prisa, como si no tuviera claro si viene a dormir o a deshacer algo. El jersey claro le cae suelto, rozándole a media pierna, y deja entrever el tirante fino de lo que lleva debajo. No hay pantalones. Solo una braguita oscura y las piernas desnudas, largas, delgadas, caminando con calma sobre la tarima.
Cuando entra en el dormitorio no enciende la luz. Se apoya un momento en el marco de la puerta. La penumbra la recorta con nitidez: la piel clara, el cuello largo, los hombros angulosos. Tiene el pecho pequeño, firme, y una figura esbelta, contenida. Todo en ella parece comedido, incluso la forma en que respira, como si no quisiera molestar al aire.
No dice nada. Solo me mira.
Sus ojos, entre grises y azules, tienen esa expresión serena que parece no alterarse nunca, pero esta noche hay algo distinto. Un brillo detrás. Una tensión que no es del todo nueva, pero sí más visible. Da dos pasos más, se acerca a la cama, se sube despacio. Tiene los pies fríos, como siempre.
Se sienta sobre mí, sin decir palabra, como si lo que tiene que decir ya lo estuviera diciendo su cuerpo.
La miro. Ella inclina la cabeza con esa suavidad suya, casi elegante, y sus labios finos se curvan apenas en una sonrisa pequeña, leve, que no llega a ser amable.
—Quiero que me folles esta noche como si no pudieras pensar en otra cosa —susurra.
Y ahí, en esa frase sin sombra, está todo.
Se queda ahí, sobre mí, con las piernas a ambos lados de mis caderas, sin moverse. Su respiración es tranquila, pero noto el leve temblor en sus muslos. Ese tipo de tensión que no nace del miedo, sino de la expectativa.
No la toco aún.
La dejo marcar el ritmo mientras se roza moviendo sus caderas, siento que esta vez es ella quien dirige, quien ofrece, noto el calor de su sexo a través de la ropa.
Baja lentamente sus labios hasta los míos. No me besa enseguida. Primero los roza, como si quisiera entender qué me pasa, si sigo aquí o me he ido a algún recuerdo. Entonces me besa. Profundo. Firme. Un beso con intención, sin dulzura. Como si me exigiera que no pensara en nadie más.
Y funciona.
Mi cuerpo responde antes que mi cabeza.
Sus manos me suben la camiseta. Me la quito sin una palabra. Ella baja la vista, explora con las yemas mis costillas, mi pecho, como si buscara una parte que le pertenezca. Luego se inclina, me besa lento, como si cada gesto fuera parte de algo que ha ensayado a solas.
—Dime qué te gusta —murmura, casi sin voz.
Su forma de decirlo no es sumisa. Quiere aprender, quiere saber. No hay artificio.
Le acaricio la espalda, la curva de sus caderas, la nuca.
—Ya lo estás haciendo.
Ella cierra los ojos un segundo. Luego se deja caer hacia adelante, su pecho contra el mío, su aliento en mi cuello. Me muerde con suavidad. Por deseo. Por algo que no sabe poner en palabras.
Gira despacio, dándome la espalda.
No dice nada. Solo deja que su cuerpo hable.
Se inclina, apoya las manos en mi pecho como si aún necesitara guía, aunque sabe exactamente lo que está haciendo. Sus rodillas buscan su lugar a ambos lados de mis caderas.
El jersey claro le cae por la espalda. La braguita, fina, apenas se mantiene en su sitio.
Su espalda está erguida, pero su respiración la delata. Baja. Sube. Se quiebra.
Coloco mis manos en su cintura, sintiendo el calor de su piel bajo el jersey que apenas le cubre nada.
Guío mi polla hacia ella.
Ella empuja hacia atrás, como si ya no pudiera esperar.
—Así —murmura, apenas audible, como si hablara con sus propios pensamientos.
Comienzo a moverme dentro de ella, al ritmo que su cuerpo pide.
Mis manos la sujetan con fuerza, a veces con más hambre que cuidado.
Ella no protesta. Al contrario. Responde. Se entrega. Se deja. Amaso sus tetas, encajan en mis manos como si estuvieran hechos para ellas. Pequeños, pero firmes, con la piel lisa y cálida. Los pezones, rosados, se endurecen con cada caricia. Me gusta cómo se tensan cuando se excita. Los pellizco con sus idas y no se resiste, los tiene tan sensibles.
Sus gemidos son suaves, apenas escapados de su garganta. Un “ah” contenido, un “mmm” que vibra como si no quisiera que se escapara del todo.
Entonces, sin girarse, sin mirarme, con la voz un poco ronca y un temblor que no sé si es deseo o miedo, susurra:
—¿Quieres que… lo intentemos por el culo?
El silencio después de esa frase no dura ni un segundo, pero pesa como si el mundo se hubiese detenido.
Mi cuerpo se tensa. Mi pulso se acelera.
Y en su espalda, lo noto también. El gesto leve de alguien que ha dicho algo que no sabe si debía decir.
No la toco todavía.
Solo respiro.
Y espero a ver si lo ha dicho de verdad… o si solo necesitaba oírlo en voz alta.
Lo dice con voz queda, sin mirarme directamente. Pero lo dice.
Y yo la escucho.
Y asiento. No con urgencia, sino con cuidado, con una mezcla de sorpresa, deseo y cierta ternura por su gesto.
Me inclino hacia ella, la beso en la nuca.
—Si no quieres, no tenemos por qué hacerlo —susurro.
—Quiero. De verdad —responde. Y en su voz hay firmeza… pero también una nota que no sé leer del todo. ¿Celos? ¿Orgullo? ¿Curiosidad?
La guío con suavidad. Se tumba boca abajo y arquea un poco la cadera.
Mis manos la recorren, delineando su cintura delgada.
Le bajo las braguitas despacio. Las marcas blancas en su piel que el bañador han dejado, cruzan su piel. Su culo, pequeño, firme, de curvas suaves, se tensa ligeramente al sentir el aire.
Abro con cuidado las nalgas, apenas con los pulgares. En el centro, el ano: rosado, apretado, como un pliegue que nunca ha sido cruzado del todo. Cerrado. Discreto. Como ella.
Más abajo, los labios de su sexo apenas asoman, finos, ocultos entre la humedad tímida que ya empieza a brotar. Todo en su cuerpo parece pedir permiso, incluso cuando se entrega.
Y es ahí, en ese instante en que más la deseo, cuando un recuerdo me cruza el pensamiento. Involuntario. Roto.
Los labios de Vega… tan distintos. Carnosos, suaves, oscuros, siempre visibles. Como si el deseo no se escondiera en ella, como si lo llevara expuesto incluso sin quererlo. En Vega todo se abría. En Rebeca, todo se contiene.
Cierro los ojos. No quiero pensar en eso. No ahora. Rebeca está aquí. Me desea. Me da lo que necesito. Me está dejando entrar. Y yo… yo me aferro a lo que tengo, aunque parte de mí siga buscando lo que traicione.
Preparo, humedezco, acaricio su agujerito. Ella respira agitada, las mejillas encendidas. Me muevo con la delicadeza. Cuando siento que está lista, tomo aire.
Intento metérsela pero cuesta, su culo no cede, intento ser cuidadoso, está tan cerrado que tengo que apretar un poco más, y en un milisegundo su ano cede a la presión, a ella se le escapa un gemido más de dolor que de placer, veo como su cara se tensa, sus ojos se cierran y su boca se aprieta.
Y empiezo a entrar.
Es brutal. Tan ajustado que duele de placer. Pero al mismo tiempo, me duele la conciencia. Porque sé que le cuesta, que lo hace por mí. Y aun así, la sensación es abrumadora. Esa fricción lenta, esa resistencia inicial, ese calor imposible… Me hace sentir deseado y, a la vez, culpable. Pero descubrir el significado exacto de la palabra sodomizar en sus gestos me excita tremendamente…
Ella se queda quieta. Aguantando, resistiendo el dolor.
—¿Todo bien? —pregunto, sin avanzar más. Sé que no lo está.
—Sí… sigue —dice y su sumisión me enciende.
Me muevo despacio. Milimétrico.
Ella gime, pero no es placer. Es algo mezclado. Un sonido contenido, áspero, forzado. Su cuerpo no responde como debería: está más rígido, más cerrado, más lejos.
Entro un poco más. Joder, es tan estrecho que cada milímetro es una batalla, su ano me aprieta como un abrazo caliente, vivo, que no quiere soltar, la fricción me quema la piel, me hace temblar las piernas, siento mi polla palpitando contra sus paredes internas, tan suaves y tan jodidamente apretadas que casi duele, pero duele de la mejor forma, un dolor que se mezcla con un placer brutal que me sube por la columna, me nubla la cabeza, me hace apretar los dientes para no gemir como un animal.
El sudor me resbala por la espalda, mis manos se clavan en sus caderas sin querer, la empujo un poco más, sin control, solo instinto, quiero más, quiero todo, quiero reventarla, quiero que me trague entero, su culo me succiona, me aprisiona, me exprimo dentro de ella, cada centímetro que gano es una explosión, siento su calor interno quemándome, su resistencia cediendo poco a poco, su cuerpo temblando bajo el mío, y yo pierdo la cabeza, empujo más fuerte, más profundo, sin pensar, solo sintiendo cómo me envuelve, cómo me aprieta, cómo me vuelve loco, ¡plas! un golpe seco, demasiado fuerte, sus nalgas se sacuden, ella se tensa entera, un quejido ahogado sale de su garganta, ¡agh!, y yo me doy cuenta de que la estoy dando con más fuerza de la que debe, mis caderas se mueven solas, ¡plas! ¡plas!, cada embestida un latigazo, su ano ardiendo alrededor de mi polla, sus manos agarrando las sábanas, su espalda arqueándose no de placer sino de dolor, pero no paro, no puedo, el placer me ciega, me domina, me hace un puto salvaje.
Y entonces lo dice.
—Nico… para.
Lo dice bajito, casi un susurro roto, pero su voz tiembla como si le doliera cada sílaba.
Se aparta de golpe, su cuerpo se encoge, se dobla hacia delante, cae de bruces sobre las sábanas con un gemido ahogado que no controla:
—¡Agh!
Un grito corto, agudo, que se le escapa entre dientes apretados.
Se agarra el culo con ambas manos, los dedos clavados en sus nalgas, como si quisiera protegerse, como si quisiera cerrarse, como si el dolor le quemara por dentro.
—Dios… no puedo… —solloza, la voz quebrada, la cara hundida en la almohada, el cuerpo temblando, las piernas cerradas con fuerza.
Yo me quedo ahí, congelado, la polla aún dura, palpitando, cubierta de su calor, pero el placer se me apaga de golpe.
—Está bien. No pasa nada —digo, con la voz ronca, sin saber si me lo digo a ella o a mí.
Me inclino, le acaricio la espalda con cuidado, pero ella se tensa más, se encoge, se hace pequeña.
Ella se tapa un poco la cara. No sé si es vergüenza o rabia consigo misma.
No llora. Pero siento su frustración.
—Pensé que podía… —susurra.
Se queda unos segundos inmóvil, tumbada boca abajo, con la espalda apenas arqueada. La acaricio con cuidado, sin decir nada. Solo respiro con ella, intento que sienta que no hay prisa, que no hay decepción.
Pero en el silencio, lo noto.
Su tensión. Su forma de no moverse.
Entonces se gira.
Tiene los ojos brillantes, pero no ha llorado. Me mira como si estuviera a punto de pedir perdón.
Pero no lo hace.
En lugar de eso, se incorpora, se sienta sobre sus rodillas y, sin hablar, sin aviso, baja la cabeza hacia mí.
—Rebeca… —murmuro, pero no alcanzo a decir más.
Sus dedos me envuelven, seguros. Su boca me recibe caliente, húmeda, suave.
Y lo hace como si lo necesitara. Como si ahí pudiera olvidar lo anterior.
Como si ese gesto —uno que tantas veces ha sido ternura— esta noche fuera una forma de reclamar su deseo, su espacio, su valor.
La observo.
Está concentrada. Sus labios se deslizan con ritmo firme, cada movimiento medido, decidido.
No hay urgencia. Pero sí intención.
Quiere que lo sienta.
Quiere hacerlo bien.
Cierra los ojos unos segundos, y suelta un leve sonido nasal —mmm— mientras me rodea con la lengua. Es la primera vez esta noche que parece disfrutar. No sé si del acto, o del control que recupera.
Apoyo una mano en su mejilla, acariciándola. Ella no se detiene.
Cuando sube la mirada hacia mí, jadeante, tiene el cabello algo revuelto, los labios húmedos y los ojos encendidos.
Y en esa expresión, leo lo que no dice: Déjame darte esto. Déjame no sentirme menos.
No intento detenerla.
Solo la acompaño, la dejo llevar el ritmo, la dejo hacerse fuerte donde hace un momento dudó.
Y entonces lo sugiere sin palabras, colocándose sobre mí, guiándose, buscándome.
El sexo no siempre es un acto.
A veces es una respuesta.
Un modo de sostenerse.
Y ella, esta noche, necesita eso.
No que la abrace.
No que le diga que está bien.
Solo que la desee como si nada se hubiera roto.
Cuando se sube a horcajadas sobre mí, sus movimientos ya no titubean.
Guía mi sexo hasta su entrada con una precisión temblorosa y decidida, como si aún quedaran dudas en su cabeza pero ninguna en su cuerpo.
Se deja caer lento, sintiéndome entrar, cerrando los ojos con un suspiro profundo.
—Ah… —escapa de sus labios, más un aliento que un gemido.
Y entonces empieza a moverse.
Al principio, despacio. Como si quisiera probarse a sí misma.
Pero luego su cadera se curva hacia delante, empujando, buscando más.
Más profundidad. Más fricción. Más de mí.
—Dios… Nico… —jadea, y en su voz no hay artificio, solo verdad.
Apoyo las manos en sus muslos, la observo desde abajo. Su jersey suelto se ha deslizado hacia arriba, dejándome ver su vientre, sus pechos pequeños que rebotan con cada vaivén. Su piel está caliente, tensa, húmeda.
Los muslos le tiemblan. La mirada se pierde.
Y yo sé que está entrando en esa zona donde solo queda el placer.
Ella mueve las caderas en círculos, en olas, hacia delante y hacia atrás, sin dejar de mirarme.
Quiere verlo en mis ojos.
Quiere sentir que soy solo suyo.
Que ahí, en ese instante, nadie existe más que ella.
Y es cierto.
Está preciosa. Está viva.
Está jodidamente entregada.
Cuando se echa hacia atrás y apoya las manos sobre mis piernas para tomar impulso, gime más fuerte.
—Nico… joder… no pares… no pares…
Sus palabras salen rotas.
Siente. Todo.
Como si su cuerpo hubiera estado esperando este momento para recordarle lo que significa ser deseada.
La cojo de la cintura, cambio el ritmo, la subo y la bajo con más fuerza.
Ella no se queja. Al contrario. Se arquea. Se abre. Se deja.
Se vuelve adicta. Lo sé. Lo noto.
Está empapada. Apretada.
Cada vez que entra hasta el fondo, suelta un sonido que parece arrancado del alma.
Ah… mmm… ahhh…
Y aunque mis piernas tiemblan, aunque sé que no podré durar mucho más, me esfuerzo por seguir.
Porque verla así —inmensa, perdida, abierta en deseo— es una imagen que no quiero que se acabe.
Y quizás ella tampoco.
Porque en este gesto, en este polvo, en este cuerpo que me ofrece sin reservas, está gritando: Hazme sentir que solo tú puedes darme esto. Que sin ti no hay placer suficiente.
La tengo encima.
Sudada, temblando, jadeando con los ojos entrecerrados, como si el placer la cegara.
Y no quiero que pare.
Siento cómo me aprieta, cómo su sexo me envuelve cada vez que la empujo hacia abajo.
Ella se mueve con hambre. Con rabia. Con algo que no puedo nombrar.
Está al borde. Lo sé. Y yo también.
—Nico… —jadea entre dientes—. Joder… joder… me voy a correr…
No hay vergüenza en su voz. Ni pudor.
Solo urgencia.
Me agarro a sus caderas, acelero.
Clap. Clap. Clap.
El sonido húmedo de nuestros cuerpos choca contra el silencio denso del dormitorio.
—Sí… sí… ahí… —gime, echando la cabeza hacia atrás, dejando que su pelo caiga desordenado sobre la espalda.
Está preciosa.
Y cuando la siento tensarse sobre mí, cuando sus músculos se contraen y sus uñas se clavan en mi pecho, todo su cuerpo tiembla.
Un gemido profundo, casi animal, le nace de la garganta.
—Aahhh… Niiicooo…
Se viene encima, desbordada, sin control, con la respiración entrecortada.
Y al sentirla así, húmeda, apretada, viva, me dejo ir también.
Empujo una última vez, hasta el fondo.
Gimo, fuerte. Cierro los ojos.
—Rebeca… joder…
Y me corro dentro de ella.
Largo. Profundo.
Como si soltara algo que llevaba demasiado tiempo guardando.
Quedamos así, pegados, con su frente apoyada en mi cuello, su pecho subiendo y bajando.
Mi corazón desbocado contra su vientre.
Las sábanas enredadas. El silencio lleno.
Rebeca se deja caer a mi lado, aún sin aliento. Apoya una mano en mi pecho desnudo y con la otra se recoge el pelo, llevándolo hacia atrás con ese gesto despreocupado que a veces tiene después del placer. Sonríe. Tiene las mejillas encendidas, la respiración todavía irregular y una chispa luminosa en los ojos.
—Vale… lo del culo lo dejamos para dentro de… ¿diez años?
Suelto una carcajada breve y baja, dejándome caer también contra el colchón.
—¿Tanto?
—¿Tú sabes lo que duele eso? —me lanza, con una ceja levantada—. Sentía que me estabas empujando el alma hacia arriba.
—No exageres —respondo, con una sonrisa ladeada—. Fui suave.
—¿Tú crees que eso era suave? —arquea ambas cejas ahora, con una mueca divertida—. Si llegas a hacerlo en serio me pliegas como una servilleta.
Nos reímos los dos. La risa nos nace en el vientre, en los músculos todavía temblorosos, y se funde con el calor que queda entre nosotros. Le acaricio la pierna con calma, dibujando un recorrido lento desde la rodilla hasta la curva de la cadera. Ella se deja, dejando caer la cabeza hacia atrás, todavía sonriendo.
—Además —añade ella, en un tono más bajo, casi travieso—, te gusta demasiado. A ti te da morbo que duela, ¿a que sí?
—Me da morbo que lo quieras —respondo, mirándola de lado.
—No he dicho que lo quiera —corrige ella, sin dejar de sonreír—. He dicho que te quiero a ti. Es distinto.
El silencio que sigue no es incómodo. Es ese silencio que se instala cuando hay una verdad flotando entre los cuerpos. Uno de esos que no hace falta romper.
Entonces, ella baja la mirada, juguetona, con una sonrisa torcida que parece querer decir más de lo que dice. La observo.
—No sabía que te iba lo de… culo-boca —digo, con una sonrisa maliciosa.
Rebeca se ríe de golpe, una risa ahogada, medio escandalizada, medio encantada consigo misma.
—Yo tampoco —responde, aún riendo—. Ya sabes que mi culo solo se abre para ti.
—¿Pero se abre?
—A ver… se ha abierto. Pero… con trauma.
Estallamos en otra carcajada. Ella se tapa la cara con la sábana un instante, como si le diera vergüenza lo que acaba de decir, aunque el rubor de sus mejillas no es sólo pudor: es placer.
—Dios… qué burradas decimos —murmura, desde detrás de la sábana.
—No me quejo —respondo, con una sonrisa tranquila.
Ella me mira, ahora más seria. Hay una ternura súbita en sus ojos. Se inclina hacia mí, rozándome la mejilla con los labios.
—Dios… qué bien lo haces.
No respondo. Solo la beso en la frente y la atraigo un poco más, hasta que su cabeza queda apoyada en mi hombro, y el mundo —al menos por ahora— parece haberse quedado en silencio.